La aventura de la sobrina del anticuario Barbara Hambly

Durante mi carrera como cronista de los casos del señor Sherlock Holmes he tratado (a pesar de sus afirmaciones de lo contrario) de presentar tanto sus éxitos como sus fracasos. En la mayoría de los casos, su aguda mente y su facilidad para la deducción lógica lo condujeron a encontrar las soluciones a enigmas aparentemente imposibles de desentrañar. En algunas ocasiones, como con la extraña conducta de la señora Effie Munro, sus conclusiones fueron erróneas debido a hechos desconocidos que no se habían descubierto antes; en otros, como el enigma de los bailarines o el espantoso contenido de la carta que recibió el señor John Openshaw, su correcta apreciación de la situación llegó demasiado tarde para salvar la vida a su cliente.

En un pequeño porcentaje de casos, simplemente no es posible determinar si su razonamiento es correcto o incorrecto, puesto que nunca se llegó a una conclusión. Uno de esos casos fue el del señor Burnwell Colby y su prometida, y los abominables habitantes del priorato de Depewatch. Holmes guardó durante mucho tiempo los recuerdos de su investigación en una caja roja de cartón que tenía en su habitación, y si yo no he escrito antes sobre estos hechos se debe a la temerosa sombra que dejaron sobre mi corazón. Solo ahora los escribo, a la luz de los nuevos descubrimientos del doctor Freud acerca del extraño funcionamiento de la mente humana.

Burnwell Colby acudió a los alojamientos que yo compartía con Holmes en el verano de 1894. Era una de esas calurosas tardes londinenses que hacen que se añoren los lujos de la costa o los pantanos escoceses. Al ser Holmes un londinense de pura cepa, estoy seguro de que no era más consciente del calor de lo que lo es un pez del agua: fueran cuales fueran las condiciones que hubiera en la ciudad, prefería verse rodeado del ruido, la prisa, las curiosas escenas callejeras y los extraños contratiempos generados por la cercanía de cerca de un millón de criaturas que por cualquier aire fresco. Y en cuanto a mí, los gastos producidos por la enfermedad mortal de mi querida esposa evitaban que llegara a pensar siquiera en abandonar la metrópolis; además, la depresión que me había atrapado debido a ello hacía que, en ocasiones, ni siquiera pudiera pensar. Aunque Holmes nunca se refería a mi pérdida ni de palabra ni mediante miradas, resultó ser una compañía sorprendentemente tranquilizadora en esos días, tratándome de la forma en la que siempre lo había hecho, en lugar de ofrecerme unas simpatías que me habrían resultado insoportables.

Por lo que recuerdo, él se encontraba en la mesa del salón preparando algún experimento de química bastante interesante cuando la señora Hudson llamó a la puerta.

—Ha venido a verlo un tal señor Burnwell Colby, señor.

—¿Qué, en esta época del año? —Holmes tanteó con el pulgar la tarjeta que ella le había entregado, observándola contra la brillante luz que procedía de la ventana—. Papel grueso, cien por una libra y seis peniques, impreso en América, con un tipo de letra restringida utilizado generalmente en los más conservadores círculos diplomáticos, pero que huela a... —Se interrumpió y miró a la señora Hudson con unos ojos repentinamente llenos de interés—. Sí —dijo—. Sí, recibiré a este caballero. Watson, si se queda, apreciaría mucho el punto de vista de alguien ajeno acerca de nuestro invitado.

Pues yo había doblado el periódico que había estado mirando durante la última media hora sin verlo en realidad, y me preparaba para marcharme a mi dormitorio. Para ser sincero, recibí con alegría la invitación para quedarme y ayudé a Holmes a guardar rápidamente los alambiques y las pipetas en su cuarto. Cuando fui a coger la tarjeta, que aún permanecía sobre el ajado alféizar, Holmes me la quitó de los dedos y la metió en un sobre, que guardó en una esquina oscura de la librería.

—Que ninguna conjetura enturbie las aguas destiladas de su observación —dijo con una sonrisa—. Tengo curiosidad por ver qué escribirá sobre una tabula rasa.

—Manténgame en la duda —repliqué yo, elevando las manos en un gesto de desesperación y volviéndome a acomodar en el butacón mientras la puerta se abría para dejar paso al más robusto espécimen de la masculinidad americana que haya tenido el privilegio de conocer. De metro ochenta de alto, ancho de hombros y de pecho robusto, tenía unos ojos oscuros que brillaban con inteligencia bajo una noble frente en un rostro algo alargado. Con su traje marrón bien cortado (aunque en un estilo algo americano) y sus guantes de cervatillo, estaba claro que sumaba riqueza material a las bendiciones de la amable naturaleza. Le estrechó la mano a Holmes y se presentó, y Holmes inclinó la cabeza.

—Y este es mi compañero y amanuense, el doctor Watson —me presentó Holmes, y el señor Colby se giró sin dudarlo para estrecharme la mano—. Cualquier cosa que se me diga puede decirse en su presencia.

—Por supuesto —respondió Colby con su voz profunda y agradable—, por supuesto. No tengo secretos; eso es lo que me aflige... —Y sacudió la cabeza con el atisbo de una risita—. Los Colby somos una de las familias más acaudaladas de Nueva Inglaterra: llevamos comerciando con China durante cincuenta años, y con la India el doble de tiempo, y nuestras inversiones en ferrocarriles podrían aumentar esos beneficios en un mil por ciento. He estudiado en Harvard y en Oxford, y, si se me permite decirlo sin parecer presumido, no carezco de atractivo, y no como con mi cuchillo ni duermo con las botas puestas. Así que, ¿qué tengo de malo para que los tutores de una respetable joven rechacen de pronto el que la corteje y me prohíban hablar con ella?

—Oh, podría citar una decena de posibilidades habituales —contestó Holmes, indicándole que tomara asiento—. Y muchas más si deseáramos redactar un catálogo de lo outré. Quizá pueda decirme usted, señor Colby, el nombre de esa desafortunada joven y las circunstancias en las que perdió tan rudamente el favor de sus padres.

—Tutores —lo corrigió nuestro visitante—. Su tío es el honorable Carstairs Delapore, y su abuelo es Gaius, vizconde Delapore, del priorato de Depewatch, en Shropshire. Es un viejo caserón gótico medio en ruinas que se hunde debido a la decadencia. El dinero de mi familia podría restaurarlo con facilidad, tal y como le dije al señor Delapore en numerosas ocasiones, y él estaba de acuerdo conmigo.

—Qué curioso en un hombre que rechaza su cortejo.

Colby volvió a soltar una risita de exasperación.

—¿Verdad? No es como si yo fuera un extraño que ha conocido en la calle, señor Holmes. He sido pupilo del señor Delapore durante un año, he pasado los fines de semana en su casa, he comido en su mesa. La primera vez que fui a estudiar con él, habría jurado que aprobaba el amor que siento por Judith.

—Y, exactamente, ¿qué diría usted que enseña el señor Delapore? —Holmes se inclinó hacia delante en su asiento, con las yemas de los dedos ligeramente unidas, y observó detenidamente el rostro del joven americano.

—Supongo que usted lo llamará... un anticuario. —La voz de Colby estaba llena de dudas, como si le costase escoger las palabras—. Uno de los más conocidos anticuarios del mundo del folclore antiguo y de las leyendas. De hecho, fue con la esperanza de estudiar con él por lo que fui a Oxford. Soy... Supongo que podría considerarme la oveja negra intelectual de la familia Colby. —Volvió a reírse—. Mi padre nos dejó la compañía a mis hermanos y a mí, pero en realidad yo me contento con que sean ellos los que la dirijan a su gusto. Hacer dinero, los constantes problemas de inventario, y los precios del ferrocarril, y los directores... Desde que era pequeño sentía que en el mundo había asuntos más profundos que esos, sombras olvidadas que se escabullen detrás del artificial resplandor de la luz de gas.

Holmes no dijo nada ante este comentario, pero bajó ligeramente los párpados, como si tratase de escuchar algo por detrás de las palabras. Colby, con las manos juntas, parecía haberse olvidado casi completamente de su presencia, o de la mía, o de la realidad del pegajoso calor veraniego. Siguió hablando:

—Estuve escribiéndome con Carstairs Delapore acerca de... de algunas de las más oscuras costumbres de Lammastide, en las tierras fronterizas galesas. Tal y como yo había esperado, accedió a guiar mis estudios, primero en Oxford y luego entre los libros de su colección privada: volúmenes maravillosos que clarifican los ritos del folclore antiguo y los contextualizan dentro de la filosofía, la historia, ¡el propio tejido del tiempo! El priorato de Depewatch...

Dio la impresión de recobrarse repentinamente y miró a Holmes. Luego me miró a mí y continuó en una voz más contenida:

—Fue en el priorato de Depewatch donde conocí a la sobrina del señor Delapore, Judith. Tiene dieciocho años y es la hija de Fynch, el hermano del señor Delapore, un espíritu de luz e inocencia en ese... en ese fantasmagórico viejo caserón. Acababa de regresar de Suiza tras acabar sus estudios, aunque los planes para debutar en la sociedad londinense se habían venido abajo a causa de la pobreza de la familia. Cualquier otra chica de las que conozco estaría haciendo pucheros y llena de lágrimas por haberse perdido su temporada en la ciudad. ¡Pero no ella! Lo aceptó con valor y dulzura, a pesar de que es evidente que se enfrenta a un estancamiento de por vida en una diminuta ciudad montañesa, cuidando de una casa decrépita... y de un anciano difícil.

Colby se sacó del bolsillo un portafotos de cartón con membretes repujados y lo abrió para mostrar la imagen de una joven realmente hermosa. Delgada y de aspecto frágil, llevaba los suaves rizos recogidos en un moño. Parecía tener los ojos claros, azules o avellana, por lo que podía yo adivinar a través de la fotografía monocromática, el pelo no demasiado oscuro (puede que pelirrojo, aunque era más probable que fuera de un castaño claro) y una palidez fantasmal. Su expresión transmitía una grave inocencia, llena de confianza pero sin llegar a ser consciente de ello.

—El viejo vizconde Delapore es un anciano y amargado autócrata que gobierna a su hijo, a su sobrina y a todos los habitantes de la aldea de Watchgate como si estuviéramos en 1394, en vez de en 1894. Posee todas las tierras de los alrededores, por lo que sé pertenecen a la familia desde tiempos inmemoriales, y tiene un carácter tan violento que los aldeanos no se atreven a cruzarse en su camino. Desde que Judith me confesó el amor que sentía por mí, me ofrecí a llevármela lejos de aquel lugar; incluso a sacarla del país si era necesario, aunque no creo que él fuera a perseguirla, tal y como ella teme.

—¿Le da miedo su abuelo? —Holmes daba vueltas, pensativamente, a la fotografía entre sus manos, y examinaba minuciosamente tanto la parte delantera como la trasera.

Colby asintió y sus facciones se oscurecieron debido a la furia.

—Ella afirma que es libre para hacer lo que le plazca, que no pueden ejercer ninguna influencia sobre ella. ¡Pero sí pueden, señor Holmes, sí pueden! Cuando habla del vizconde Delapore mira de reojo por encima de su hombro, como si él pudiera escucharla esté donde esté. ¡Y la mirada que tienen sus encantadores ojos...! Lo teme, señor Holmes. Ejerce una maligna y abrumadora influencia sobre la joven. No es su tutor legal; es el señor Carstairs Delapore. Pero la influencia del anciano también se extiende sobre su hijo. Cuando recibí esto... —sacó del mismo bolsillo del que había extraído la fotografía una hoja de papel doblada, que entregó a Holmes—, le rogué que hiciera caso omiso de las órdenes de su padre, al menos para que yo pudiera presentar mi caso. Pero esta tarjeta... —le pasó una larga y tensa nota a Holmes— es todo lo que conseguí.

La carta estaba fechada el 16 de agosto, cuatro días atrás.

«Adorado:

Estas terribles noticias me han arrancado el corazón del pecho. Mi abuelo me ha prohibido volver a verte, ha prohibido incluso que se mencione tu nombre dentro de esta casa. No dará más razones para ello que el que es su voluntad que permanezca en esta casa como su sirvienta; ¡temo que como su esclava! He escrito a mi padre, pero me temo que no hará nada. ¡Estoy desesperada! No hagas nada, pero aguarda y estate preparado.

Solo tuya.

Judith»

El delicado papel de color rosa, que olía a pachulí y al ligero humo de la lámpara de aceite junto a la que la habrían escrito, se encontraba manchado debido a las lágrimas.

La carta de su padre decía sencillamente:

«Olvídese de ella. No se puede hacer nada».

Burnwell Colby se golpeó la palma de la mano con el puño y adelantó su fuerte mandíbula.

—Mi abuelo no permitió a los mandarines de Hong Kong que lo echaran, y mi padre no dejó que lo detuvieran ni los sioux ni las tormentas invernales en las Rocosas —afirmó—. Y esto no va a detenerme. ¿Podría usted averiguar por mí, señor Holmes, qué maligna influencia ejerce lord Gaius sobre su nieta y sobre su hijo, para que yo pueda liberar a la joven más gentil que jamás haya existido de las garras de ese malvado anciano que pretende convertirla en su esclava para el resto de su vida?

—¿Y esto es todo —preguntó Holmes, abriendo los ojos para enfrentarse a la ansiosa mirada del americano— lo que tiene usted que decirme sobre Carstairs Delapore y su padre? ¿O sobre esas «sombras oscuras» que constituyen el objeto de estudio de Delapore?

El joven frunció el ceño, como si la pregunta lo dejase momentáneamente desarmado.

—Oh, los temerosos hablarían de decadencia —dijo tras un instante, aunque no despreocupadamente, sino como si pensase con mucho cuidado cada palabra—. Y algunas de las prácticas que Delapore ha descubierto son bastante espantosas, según los estándares modernos. Ciertamente, desconcertarían a mi viejo pater, así como a mis pobres compañeros de la hermandad. —Se echó a reír, como si recordara alguna broma de sus años de estudiante—. Pero ya sabe, en el fondo no son más que leyendas y fantasmas de la noche.

—Por supuesto —contestó Holmes, estrechándole la mano al joven enamorado—. Averiguaré todo cuanto pueda de este asunto, señor Colby. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—En el hotel Excelsior, en Brighton. —El joven sacó del bolsillo de su chaleco una tarjeta en la que escribir la dirección; parecía que lo llevaba todo suelto en los bolsillos, junto y revuelto como las calabazas en un cesto—. Así fue como la señorita Delapore supo dónde encontrarme. ¡Cómo logran ustedes permanecer en la ciudad con un tiempo como este es algo que me supera! —Y se marchó, al parecer sin darse cuenta de que no todo el mundo tenía un abuelo que cebaba a los chinos de opio para poder pagar las tarifas estivales del Excelsior.

—¿Qué piensa de nuestro Romeo americano? —me preguntó Holmes cuando el traqueteo del coche de Colby se perdió Baker Street abajo—. ¿Qué tipo de hombre cree usted que es?

—Uno rico —contesté, aún molesto por ese impertinente comentario acerca de los que permanecían en la ciudad—. Uno no acostumbrado a escuchar la palabra «no». Pero yo diría que apasionado y de buen corazón. En realidad, posee un punto de vista equilibrado sobre esos estudios «decadentes» a los que los Delapore podrían poner pocas objeciones, si es que los comparten.

—Cierto. —Holmes dejó la carta y la nota sobre la mesa y se dirigió hacia la librería en busca de su ejemplar de la Gaceta de la Corte, que se encontraba tan repleto de columnas de sociedad, recortes de periódicos y notas escritas por Holmes en su clara y fuerte letra que ocupaba casi el doble de su tamaño original—. ¿Pero cuál será la naturaleza de esas «prácticas» folclóricas que son «bastante espantosas, según los estándares modernos»? Aquello que un mundo que ha inventado la pistola Maxim considera espantoso difícilmente puede ser llamado «fantasmas en la noche».

»“Carstairs Delapore” —leyó abriendo el libro sobre su largo brazo—. “Se le preguntó acerca de sus actividades el 27 de agosto de 1890, cuando el dueño de una casa pública de Whitechapel denunció la desaparición de su hijo Thomas, de diez años. Esa misma tarde se vio hablando con el niño a un hombre que coincidía con la descripción de Delapore, que evidentemente tiene un aspecto difícil de olvidar. Nunca encontraron a Thomas. Ya decía yo que el nombre me era familiar. La policía de Manchester lo había interrogado también en 1873: se encontraba en esa ciudad, sin razón aparente, cuando desaparecieron dos pequeñas hilanderas... La verdad es que me sorprende que alguien informara de su desaparición. Todos los días desaparecen de las calles de Londres chicas del arroyo y pilluelos callejeros sin que nadie se pregunte por ellos más de lo que uno se pregunta por el paradero de las mariposas una vez cruzan revoloteando la verja del jardín. Ni siquiera se necesita ser demasiado inteligente para secuestrar a un niño en Londres”. —Cerró el libro y frunció el ceño al dirigir la mirada hacia la infinita extensión de ladrillo que se abría al otro lado de la ventana—. Solo es cuestión de tener cuidado al elegir a los más sucios y hambrientos, a aquellos sin padre y sin hogar.

—Esa es una conclusión muy seria a la que llegar —repliqué, confundido y asqueado.

—Lo es —contestó Holmes—. Por eso es por lo que trato de no llegar a conclusiones apresuradas. Pero se menciona tres veces a Gaius, vizconde Delapore, en informes tempranos de la policía metropolitana, entre 1833 y 1850, en relación con sucesos de esa índole, justo por la época en la que estaba yo publicando una serie de monografías acerca de la supervivencia de rituales demoníacos a lo largo de la frontera galesa para la desacreditada Sociedad del Ojo del Amanecer. Y, en 1863, un periodista americano desapareció mientras investigaba unos rumores referentes a la existencia de un culto pagano en la zona occidental de Shropshire, ni a cinco millas de distancia de la aldea de Watchgate, justo bajo la colina sobre la que se alza el priorato de Depewatch.

—Pero, aun así, incluso si los Delapore están involucrados en algún tipo de estudios teosóficos, o en la trata de blancas, ya puestos, ¿no tratarían de que un extraño, como la sobrina de Delapore, se mantuviera lejos de la casa en vez de retenerla allí, convirtiéndola en una fuente potencial de problemas? ¿Y cómo podría utilizar el anciano esa basura ocultista para controlar a su nieta y a su hijo contra su voluntad?

—Cierto, ¿cómo? —Holmes regresó a la librería y cogió el sobre en el que había guardado la tarjeta de Burnwell Colby—. Yo también considero que nuestro visitante americano, a pesar de su claro deseo de que no se lo relacione con su aburrida familia, tan estrecha de miras, es un joven ingenuo e inofensivo. Lo que hace que todo el asunto sea aún más curioso.

Me entregó el sobre, saqué la tarjeta y la examiné de la misma forma que él había hecho antes. El papel, tal y como había indicado, era de los caros, y la fuente tipográfica rígidamente correcta, aunque la tarjeta mostraba ligeras señales de que el señor Colby la había llevado descuidadamente en los bolsillos, junto a plumas, notas y fotografías de su amada Judith. Solo cuando me la acerqué más para examinar las pequeñas roturas y los arañazos que había en su superficie fui consciente del olor que impregnaba el grueso y suave papel, una nauseabunda mezcla de incienso, cabellos quemados y...

Miré a Holmes con ojos desorbitados. Había sido militar en la India, y médico durante la mayor parte de mi vida. Conocía aquel olor.

—Sangre —dije.

La nota que Holmes envió aquella tarde recibió respuesta unas horas después, y cuando acabamos de cenar me invitó a acompañarlo a casa de un amigo que vivía en el embarcadero, cerca del Temple:

—Un curioso cliente que podrá poner en su paleta sobre la vida londinense unos cuantos colores hasta ahora insospechados —me dijo.

El señor Carnaki era un joven delgado, de estatura y complexión medias, cuyos grandes ojos grises miraban desde detrás de unos gruesos lentes con una expresión difícil de definir: como si siempre buscase algo que los demás no podíamos ver. Su casa alta y estrecha estaba repleta de libros (que incluso se encontraban alineados contra las paredes de los pasillos, de tal forma que un hombre más ancho se vería obligado a pasar de lado, como un cangrejo), y a través de las oscuras entradas atisbé la temblorosa luz de gas recortada contra lo que parecían ser complejos aparatos químicos y eléctricos. Escuchó el resumen que hizo Holmes de la visita de Burnwell Colby sin hacer comentario alguno, con la barbilla apoyada en una mano de dedos tan delgados como patas de araña, y luego se levantó de su asiento y subió un par de escalones hasta llegar a una de las estanterías superiores de una de las muchas librerías que rodeaban las paredes del pequeño estudio, que se encontraba en la parte trasera de la casa y al que nos había conducido.

—«El priorato de Depewatch» —leyó en voz alta— «se alza sobre un acantilado que da a la aldea de Watchgate, en la salvaje región montañosa fronteriza de Gales, en donde, en 1215, el rey Juan aprobó la construcción de un monasterio agustino sobre una “antigua casa de religión” ya existente, de la que se decía fue construida por José de Arimatea. Da la impresión de que de este hecho se deriva todo un ciclo de leyendas y rumores. De hecho, la intención original del rey había sido, al parecer, derruir el lugar y construir de nuevo sobre sus cimientos. Un tal Philip de Mundberg lo denunció ante Eduardo IV, afirmando que los monjes se encontraban “en tratos con demonios invocados del infierno, que les hacen saber sus deseos a través de ciertos sueños”, pero al parecer no llegó a presentarse ante el rey y se abandonó la investigación. Se los acusó repetidamente de herejía en relación con la transmigración de las almas de ciertos priores, rumores que, al parecer, terminaron transfiriéndose a la familia Grimsley, a la que Enrique VIII entregó el priorato en 1548, y luego volvieron a aparecer en la década de los ochenta del siglo XVIII en conexión con los Delapore, que lo heredaron por matrimonio».

»William Punt —le dio unos golpecitos a las tapas de cuero negro del libro mientras lo ponía sobre la mesa, junto a Holmes—, en su Catálogo de abominaciones secretas, describió en 1793 el lugar como “una hermosa mansión de piedra gris” construida sobre el claustro de época Plantagenet; pero indica que el núcleo original lo constituyen las ruinas de una torre, posiblemente de época romana. Punt señala que quedan los vestigios de unas escaleras que conducían a una cripta, en la que los priores solían dormir sobre un tosco altar tras realizar ritos espantosos. Cuando, en 1687, lord Rupert Grimsley fue asesinado por su mujer y sus hijas, estas hirvieron, al parecer, su cadáver y enterraron sus huesos en la cripta, excepto el cráneo, que colocaron en un nicho a los pies de la escalera principal de la mansión para que “el diablo no se atreviera a pasar”.

No pude evitar reírme.

—La verdad es que, como amuleto protector, no funcionó demasiado bien con lord Rupert, ¿verdad?

—Yo diría que no —contestó Holmes, con una sonrisa—. Y aun así, por lo que deduzco de la lectura de la edición del Catálogo de Punt publicada en Ámsterdam en 1840, la población local no consideró que el asesinato de Rupert Grimsley fuera algo especialmente malo; los aldeanos obstaculizaron de tal forma a la policía metropolitana en el transcurso de sus obligaciones que las tres asesinas quedaron totalmente impunes.

—Cielo santo, así es —dijo Carnaki, y cogió otro libro, más inocuo que el tomo de aspecto siniestro de las abominaciones. Pues este era simplemente una historia de las familias de la región occidental, tan lleno de recortes de periódico y de notas como la Gaceta de Holmes—. Se temía a Rupert Grimsley desde Shrewsbury hasta el estuario, pues se lo consideraba un hechicero; tiene una reputación muy extendida como salteador de caminos, pero no se llevaba objetos sino viajeros, a los que no se volvía a ver. Se decía que los demonios iban y venían a su antojo, y se sabe de al menos dos lunáticos procedentes de esa región de la frontera galesa, uno a principios del siglo XVIII y otro en fecha tan reciente como 1842, que juraban que el anciano lord Rupert se introducía en los cuerpos de todos los lores sucesivos de Depewatch.

—¿Quiere decir que se reencarnaba constantemente? —Debo admitir que la aparición de esta creencia tibetana en las prosaicas tierras montañosas de Gales me sorprendía bastante.

Carnaki negó con la cabeza.

—Lo que quiero decir es que el espíritu, la mente de Rupert Grimsley, iba pasando de cuerpo en cuerpo como un parásito entre los herederos y expulsaba el alma del hombre más joven cuando moría la parte humana de cada uno de los lores de Depewatch.

El joven anticuario estaba tan serio al decir eso que tuve que esforzarme mucho para no reír; la expresión de Carnaki no cambió, pero dejó de mirarme y se fijó en Holmes.

—Supongo —dijo el joven al cabo de un rato— que esto se debe al hecho de que se rumoreaba de todos los caballeros en cuestión que estaban involucrados en las misteriosas desapariciones de mineros del carbón que se producían en el distrito: Gerald, vizconde Delapore, de quien se afirma que sufrió un cambio tan terrible de personalidad tras conseguir el título que su mujer lo abandonó y huyó a América... con el joven Gaius Delapore en persona.

—¿En serio? —Holmes se inclinó ansiosamente hacia delante en su silla, con la mano aún reposando sobre el Catálogo, que había estado examinando con la extasiada reverencia propia de los verdaderos amantes de los libros antiguos. Apenas había podido dejar de mirar los numerosos tomos que cubrían todas las mesas y prácticamente todos los rincones del pequeño estudio de Carnaki, algunos de ellos con la encuadernación en cuero de ternera, o de marroquinería propia de los libreros georgianos, otros, los más pesados y arcaicos incunables de letras negras propios de los primeros días de la imprenta, y más de unos cuantos aún más antiguos, manuscritos en latín sobre pergamino, con esbeltas miniaturas en los márgenes que, incluso a esa distancia, me inquietaban debido a su anómala bizarrerie.

—Y, exactamente, ¿cuál es el mal que la leyenda asocia al priorato de Depewatch, y con qué propósito iban a buscar Rupert Grimsley y sus sucesores a aquellos que no tienen poder alguno y a los que la sociedad no iba a echar de menos?

Carnaki dejó a un lado su libro de historia y se sentó en las escaleras de roble de la librería, con sus largos y delgados brazos apoyados en las rodillas. Volvió a mirarme, no como si le hubiera ofendido antes al reírme, sino como si tratara de averiguar cómo expresarlo de tal forma que yo pudiera llegar a entenderlo; y luego volvió a centrarse en Holmes.

—Supongo que habrá oído hablar de los seis mil escalones que mencionan, aunque nunca de manera directa, las leyendas de las antiguas tribus cymricas que precedieron a los celtas, así como las de los indios americanos. Del hoyo que se encuentra en las profundidades del corazón del mundo, y de las entidades que, según se dice, se ocultan en los abismos que se hallan más allá de él.

—Sí que he oído hablar de esas cosas —contestó Holmes en voz baja—. Hubo un caso en Arkham, Massachusetts, en 1869...

—El caso Wateley, sí. —Carnaki retorció su boca grande y sensual mientras recordaba algo desagradable, y me dirigió una mirada—. Estas leyendas, que solo recuerdan dos cultos de tribus indias sorprendentemente degeneradas, una en Maine y la otra, curiosamente, en el noreste de Arizona, y a la que rechazan sus vecinos navajos y hopis, hablan de cosas, entidades inteligentes aunque no completamente materiales, que habrían ocupado las oscuras simas del espacio y el tiempo desde antes de que los más remotos antepasados de la humanidad se mantuviesen erguidos por primera vez. Estos antiguos seres temen la luz del sol, y aun así, cuando llegan las tinieblas, salen reptando de ciertos lugares del mundo para hacer presa en los cuerpos y en los sueños humanos, y logran a través de los siglos hacer tratos sorprendentes y terribles con ciertos individuos de la humanidad a cambio del pago más maligno.

—¿Y eso es lo que Gaius Delapore y su hijo creen tener en el sótano? —Enarqué las cejas—. Eso debería ponernos las cosas fáciles a la hora de ayudar al joven señor Colby a liberar a su prometida de la influencia de dos hombres que, de forma tan evidente, han perdido el juicio.

Holmes me respondió con suavidad:

—Debería.

Permanecimos en casa de Carnaki hasta casi la medianoche, mientras Holmes y el joven anticuario (pues eso es lo que asumí que era Carnaki) hablaban acerca de las terroríficas especulaciones folclóricas y teosóficas que evidentemente habían causado la locura del vizconde Delapore: retorcidas historias acerca de criaturas que se encontraban más allá de la imaginación o de los sueños humanos, leyendas monstruosas acerca de oscuros supervivientes de eones imposiblemente antiguos, y de esos dementes engañados cuyas retorcidas mentes aceptaban como ciertas cosas tan absurdas. Holmes tenía razón cuando afirmó que la visita proporcionaría a la paleta de mis conocimientos sobre Londres tonalidades hasta ahora insospechadas. Lo que me sorprendió fue que Holmes conociera semejantes cosas, pues, al fin y al cabo, era un hombre básicamente práctico, que nunca prestaba atención a un asunto a menos que tuviera algún fin a la vista.

Y aun así, cuando Carnaki empezó a hablar de la abominación de las abominaciones, de los terribles y amorfos shoggoths y del Guardián del Puerto, Holmes asintió, tal y como se hace al oír nombres que resultan conocidos. Los asombrosos ritos que realizan los grupúsculos de antiguos creyentes, ya sean indios americanos o cultos en decadencia que se pueden encontrar en las planicies de Groenlandia o en el Tíbet, no lo sorprendieron, y fue él, no nuestro anfitrión, quien habló de la demente leyenda del dios informe que toca la flauta en el negro corazón del caos y que envía los sueños que enloquecen a los hombres.

—No sabía yo que se dedicase a estudiar semejantes tonterías, Holmes —comenté una vez nos volvimos a encontrar en el neblinoso embarcadero, tratando de oír el traqueteo de las pezuñas del caballo que tiraba de una calesa—. No se me había ocurrido que la teosofía le interesara.

—Me interesa todo aquello que pueda ser, o haya sido, motivo de los crímenes del hombre, Watson. —Levantó la mano y silbó para parar el coche, un extraño sonido en la silenciosa quietud. Su rostro, al resplandor de la luz de gas, parecía pálido y triste—. Si un hombre se inclina ante Dios, ante Mammón o ante Cthulhu en su oscura morada de R’lyeh, no es de mi incumbencia... hasta que derrama una sola gota de sangre que no es suya en nombre de su deidad. En ese momento, que Dios se apiade de él, porque yo no lo haré.

Todos estos hechos tuvieron lugar el lunes 20 de agosto. Al día siguiente, Holmes estuvo ocupado hojeando sus cuadernos de recortes en busca de crímenes sin resolver, al parecer, o esa impresión me dio, centrándose en desapariciones acaecidas a finales de verano y retrotrayéndose casi hasta principios de siglo. El miércoles, la señora Hudson nos entregó la elegante y conocida tarjeta de visita del folclorista americano, siguiéndola este muy de cerca y casi empujándola a un lado para entrar en nuestro salón.

—Bueno, Holmes, ya se ha solucionado todo —anunció con una voz gritona que no se parecía en nada a la suya—. Gracias por su paciencia con la maldita baladronada del anciano Delapore, pero he visto en persona al viejo, que vino ayer a la ciudad, condenada imprudencia, y le hice entrar en razón.

—¿De veras? —preguntó Holmes con educación, indicándole que tomara asiento en la silla que anteriormente había ocupado él.

Colby lo rechazó impaciente con un gesto.

—En realidad, fue lo más sencillo del mundo. Dale de comer a un chucho y dejará de ladrar. Y esto es para usted. —Y sacó de su bolsillo una bolsita de cuero que arrojó descuidadamente sobre la mesa. Al chocar, produjo el pesado tintineo metálico de las monedas de oro—. Gracias otra vez.

—Gracias a usted. —Holmes inclinó la cabeza, pero no dejó de observar el rostro de Colby mientras hablaba, y pude ver lo mucho que palideció—. Es usted realmente generoso.

—Por Dios, caballero, ¿qué significan unas cuantas guineas para mí? Ahora puedo romper la triste carta de la pequeña Judi, ya que vamos a casarnos como Dios manda... —Guiñó un ojo a Holmes provocativamente y le estrechó la mano—. Y también la condenada carta de su anciano padre, si no le importa.

Holmes miró a su alrededor de forma imprecisa y levantó varios de los cuadernos de recortes que tenía sobre la mesa para mirar bajo ellos.

—¿No la guardó detrás del reloj? —pregunté yo.

—¿De veras? —Holmes se dirigió directamente hacia el aparador, abarrotado como siempre de periódicos, libros y correspondencia sin contestar, y tras una breve búsqueda sacudió la cabeza—. La encontraré, no se preocupe —afirmó con el ceño fruncido—. Y se la devolveré, si es usted tan amable de volver a darme la dirección.

Colby dudó un instante y luego cogió el trozo de papel más cercano (creo que era una factura del sastre de Holmes) y garabateó una dirección en él.

—Salgo hacia Watchgate esta tarde —dijo—. Con esto podrá encontrarme.

—Gracias —contestó Holmes, y me di cuenta de que no llegaba a tocar el papel ni se ponía al alcance de la mano del hombre que se alzaba frente a él—. La echaré al correo antes de que anochezca. No se me ocurre qué he podido hacer con ella. Ha sido un placer ayudarlo, señor Colby. Mi enhorabuena por el feliz desenlace de su cortejo.

Cuando Colby se hubo ido, Holmes se quedó durante un tiempo de pie ante la mesa, observando el lugar por donde se había marchado, con la mirada ligeramente perdida, las manos convertidas en puños y apoyadas entre los cuadernos de recortes.

—Dios mío, no puedo creerlo... —susurró.

Y entonces se giró con brusquedad, se dirigió hacia el aparador y sacó rápidamente, de detrás del reloj, la nota que Carstairs Delapore le había enviado a Colby. La había metido en un sobre que había cerrado. Mientras copiaba la dirección, me preguntó en un tono seco y sin emoción:

—¿Qué opina de nuestro huésped, Watson?

—Que el éxito lo ha convertido en un engreído —le contesté, pues Colby me había caído peor en este estado de ánimo alegre y lleno de energía que cuando simplemente hablaba sin pensar en el dinero que él tenía y en el que tenían los demás—. Holmes, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha ido mal?

—¿Se ha dado cuenta de la mano con la que ha escrito la dirección?

Reflexioné un instante, imaginándome al hombre garabateando, y luego dije:

—Con la izquierda.

—Y cuando, anteayer, escribió la dirección del hotel Excelsior —comentó Holmes—, lo hizo con la derecha.

—Es cierto. —Me acerqué a él y cogí la factura del sastre, comparando lo que estaba escrito en ella con la letra de la dirección del Excelsior, que se encontraba en la mesa entre los cuadernos y los recortes—. Esa podría ser la razón por la que la letra es tan diferente.

—Por supuesto —contestó Holmes. Pero hablaba mirando a Baker Street a través de la ventana, y el brillante resplandor del sol de la mañana proporcionaba a sus ojos una mirada de acero, fría y lejana, como si contemplase a distancia algún terrible suceso—. Me voy a Shropshire, Watson —anunció al cabo de un rato—. Me marcho esta noche, en el último tren; debería estar de vuelta...

—Así que encuentra usted la repentina capitulación del vizconde Delapore tan siniestra como lo hago yo —dije.

Me miró con sorpresa, como si esa deducción acerca de la información proporcionada por el joven Colby hubiese sido lo último en lo que estaba pensando. Y entonces se rió, una risa corta y brusca como un ladrido, y dijo:

—Sí. Sí, lo encuentro... siniestro.

—¿Cree que, al regresar al priorato de Depewatch, el joven Colby se dirige hacia algún peligro?

—Sí, creo que mi cliente se encuentra en peligro —contestó Holmes con suavidad—. Y, si no logro salvarlo, lo mínimo que puedo hacer es vengarlo.

Al principio, Holmes se negó a oír hablar de que yo lo acompañara a la frontera galesa, y envió en cambio una nota a Carnaki con instrucciones para que estuviese listo para partir en el tren de las ocho en punto. Pero cuando Billy, el mensajero, regresó diciendo que Carnaki no se encontraba en casa, y que no volvería hasta el día siguiente, accedió y envió un nuevo aviso al joven anticuario, pidiéndole que se reuniera con nosotros en el pueblo de High Clum, a unas cuantas millas de Watchgate, al día siguiente.

Me sorprendió que Holmes hubiera elegido el último tren, ya que temía por la vida de Colby si este volvía al priorato de Depewatch a liberar a su prometida de las manos de esos dos maníacos. Aún me sorprendió más que, a nuestra llegada, a medianoche, a la ciudad comercial de High Clum, Holmes nos reservara habitaciones en La cruz de oro, como si deliberadamente estuviese manteniendo las distancias con el hombre del que hablaba, cuando se le forzaba a hacerlo, como si ya estuviera muerto.

Por la mañana, en vez de intentar comunicarse con Colby, Holmes alquiló un coche tirado por un poni y pagó a un chico para que nos llevara hasta el barranco boscoso que separaba High Clum del valle en el que se encontraba la aldea de Watchgate.

—Una gente extraña la de allí —comentó el muchacho, mientras el robusto caballito metía sus ollares en el pasto—. Solo están a cuatro millas, pero es como si fueran de otro país. Nunca oirá hablar de uno de sus chicos que venga a Clum a cortejar, y esa gente es tan rara que ninguno de nosotros iría allí. Van al mercado una vez a la semana. Hay veces en las que se puede ver al señor Carstairs conduciendo hasta la ciudad, doblado y marchito como si fuera un árbol alcanzado por un rayo, mirando a su alrededor con ojos pálidos: de un avellana amarillento, como todos los Delapore; mi madre dice que todos ellos son manzanas podridas. Y a veces lo acompaña el viejo Gaius, que lo trata como a un perro, tal y como trata a todo el mundo.

El chico refrenó al caballo hasta que este se paró y señaló el valle con su látigo.

—Allí está el priorato, señor.

Después de todas esas conversaciones acerca de monstruosos supervivientes y antiguos cultos, yo había medio esperado ver unos esbeltos y llamativos pináculos góticos y ennegrecidos que se elevaran por encima de los árboles. Pero en realidad, tal y como había leído Carnaki en el libro de William Punt, desde el otro lado del valle, el priorato de Depewatch se veía, simplemente, como «una hermosa mansión de piedra gris», con los muros cubiertos de hiedra y varias ventanas rotas y tapiadas. Fruncí el ceño al recordar la manera indiferente con la que Colby había lanzado su bolsa de guineas sobre la mesa de Holmes: dale de comer a un chucho y dejará de ladrar...

Y, aun así, en un primer momento el viejo Gaius había rechazado la oferta de Colby para reparar adecuadamente el priorato.

Por detrás del bajo tejado de la casa original pude ver lo que debía de ser la torre romana de la que había hablado Carnaki; sin duda alguna, el «vigía[5]» que tenían en sus nombres tanto el priorato como la aldea. Evidentemente, la habían estado restaurando de forma interrumpida hasta principios de este siglo: una superviviente sorprendente. Recordé que Carnaki había dicho que la cripta se encontraba por debajo de ella: el centro de ese culto decadente que se remontaba a una época prerromana. Me encontré preguntándome si el viejo Gaius bajaría las escaleras para dormir sobre el antiguo altar, tal y como se decía que hacía el famoso lord Rupert Grimsley; y si lo hacía, qué sueños tendría en aquel lugar.

Después del pegajoso calor de Londres, las colinas cubiertas de frondosos bosques resultaban deliciosamente frescas. La brisa traía de las alturas el olor a agua y el frío de la lluvia. Puede que fuera este contraste lo que me provocó aquello que me sucedió ese mismo día, más adelante; no lo sé. Lo que sí es seguro es que, después de volver a La cruz de oro, debí de caer enfermo y empezar a delirar. No hay otra explicación posible (rezo para que no la haya) para esos sueños fantasmales, peores que cualquier delirio que experimentara cuando enfermé en la India de unas fiebres que mientras dormía me sumergían en abismos de terror, y que han ensombrecido durante años mis sueños, e incluso, en alguna ocasión, me han acosado estando despierto.

Recuerdo que Holmes se llevó el coche para ir a buscar a Carnaki a la estación. También recuerdo haberme sentado junto a la ventana de nuestra agradable sala de estar a limpiar mi pistola, pues temía que si, efectivamente, Holmes había encontrado alguna prueba de que el malvado vizconde había secuestrado niños mendigos para utilizarlos en algún antiguo rito inenarrable, bien pudiera haber problemas cuando nos enfrentáramos al viejo autócrata. Ciertamente, no sentí ningún escalofrío premonitorio cuando fui a abrir a quien había llamado a la puerta principal.

El hombre que se encontraba ante ella no podía ser otro que Carstairs Delapore. «Tan retorcido como un árbol al que hubiese alcanzado un rayo», había dicho el chico de los establos: no hubiese sido tan alto como yo ni aunque su espalda estuviese totalmente recta, y me miró de lado, torciendo su cabeza como un pájaro sobre un cuello escuálido.

Sus ojos eran de un color avellana claro, casi dorados, tal y como había dicho el chico.

Son lo último que recuerdo del mundo real de aquella tarde.

Soñé que yacía en la oscuridad. Me dolía todo el cuerpo, tenía el cuello y la columna totalmente rígidas y me daban pinchazos, y cerca de mí oía un suave sollozo intermitente, como de un anciano aterrorizado o lleno de dolor. Lo llamé a gritos, «¿quién está ahí? ¿Qué pasa?», y mi propia voz me sonó rasposa, como el oxidado graznido de un cuervo, tan ajeno como sentí mi propio cuerpo cuando traté de moverme.

—¡Dios mío —sollozaba la voz del anciano—, Dios mío, el abismo de los seis mil escalones! Es Lammastide, la noche del sacrificio. ¡Dios mío, Dios mío, sálvame! ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡Nos espera, nos espera la Cabra con los Diez Mil Retoños!

Me arrastré por un suelo desigual, húmedo y resbaladizo, y me rodeaban olores a tierra de las profundidades y piedra mojada, y, más lejos, el terrible hedor de cosas aún peores: podredumbre, carne quemada y el enfermizo y familiar aroma a incienso. Mis manos tocaron a mi compañero en la oscuridad, y él se alejó.

—¡No, nunca! ¡Malditos, que habéis utilizado a la pobre Judith como cebo para atraerme hasta vosotros! La cosa encapuchada que se encuentra en la oscuridad os ha enseñado cómo hacerlo, tal y como enseñó a otros antes que a vosotros; os mostró ciertos pasajes del Libro de Eibon; os enseñó cómo arrebatar el cuerpo a otros, cómo abandonar sus mentes atrapadas en vuestra antigua carne moribunda... ¡la misma que les sacrificáis después! Un cuerpo nuevo, un cuerpo fuerte, el cuerpo de un hombre, fuerte y saludable...

—¡Tranquilo —susurré—, tranquilo, está delirando! ¿Quién es usted, dónde estamos?

Volví a tocarle las manos y sentí los huesos como palillos y la piel fláccida y sedosa de un hombre muy anciano. En ese mismo momento, esas frágiles manos me toquetearon en la oscuridad el rostro, los hombros, y se puso a gritar:

—¡Aléjese de mí! ¡Usted no era lo suficientemente bueno para ellos, retorcido, tullido y débil! Todo fue una trampa, ¿verdad? Una trampa para atraerme, pensando que fue ella quien mandó buscarme para liberarla... —Su voz aguda se convirtió en un chillido y me alejó con su histeria febril—. ¡Y ahora me enviaréis al abismo, al abismo de los shoggoths! —Mientras sus sollozos se transformaban en unas risitas histéricas, oí un ruido en la distancia; un roce, como el que producirían al moverse unas cosas enormes y blandas.

Me tambaleé hasta ponerme en pie, las piernas apenas me respondían; iba haciendo eses, torpe como un borracho. Fui siguiendo la pared en la total oscuridad, la cual, por lo que sentía, estaba compuesta en algunos tramos de piedra antigua sin mortero, y en otros de la roca desnuda y la misma colina. Había una puerta, madera deshidratada y hierro que se deshizo, oxidado y polvoriento, entre mis manos. Caí hacia atrás en la oscuridad y me golpeé contra algo (una mesa de piedra, cubierta de antiguos grabados), y a su lado encontré el único medio de salir de allí, una abertura cuadrada en el suelo de la que partían, hacia abajo, unos anchos escalones muy erosionados.

Descendí a trompicones, con las manos apoyadas a los lados para poder sentir la húmeda roca de la pared, que a veces se estrechaba hasta extremos insospechados: estaba aterrorizado por lo que pudiera encontrarme abajo, pero aún me daba más miedo encontrarme en poder de los locos que sabía arriba. Me sentía mareado, jadeaba, mi mente era presa de mil ilusiones, la peor de las cuales eran los ruidos que creía oír, no por encima de mí sino por debajo.

Con el tiempo, la oscuridad se llenó de finas columnas de fósforo azul que iluminaban el abismo a mis pies. Pude vislumbrar, muy abajo, una cámara, una especie de caverna de techo elevado de cuyas paredes goteaba natrón y en donde se encontraba un altar de piedra medio derruido, una antigualla ruinosa y manchada de negro por una espantosa podredumbre. Había una obscena aberración en toda la geometría de la cámara, como si los ángulos que formaban suelo y paredes no debiesen encontrarse de la forma en que lo hacían; como si todo lo que veía no fuera más que una ilusión óptica, un truco creado por la oscuridad y las sombras. Del ángulo más interno de aquella cámara surgía la oscuridad, como una espesa marea de la noche; una oscuridad que, en un momento, parecía congelarse en formas concretas, y al siguiente demostraba ser únicamente movimientos inconexos. Y aun así, allí había algo, algo que me producía tal terror que no me atrevía a moverme, a hacer el más mínimo ruido; ni siquiera a respirar, por si el sonido de mi aliento pudiese hacer caer sobre mí un inimaginable destino de pesadilla.

Las risotadas agudas e histéricas de mi compañero cautivo en la parte de arriba de las escaleras hicieron que me escondiera en un nicho abierto en la húmeda roca. Estaba descendiendo... y no venía solo. Me apreté contra la estrecha oscuridad, donde solo podía oír el ruido de los cuerpos al descender por las escaleras. Poco después los siguieron otros, mientras yo me hacía un ovillo y rezaba a todos los dioses que el hombre temeroso adoró en algún momento para que, fuera lo que fuera lo que descendía hacia ese fantasmal abismo, no se diese cuenta de mi presencia. En ese mismo momento se elevaron ciertos sonidos desde abajo, un gimoteo o un crujido sin ritmo que, a pesar de todo, parecía una forma de música, y por detrás un ruido grave borboteante, como si un líquido espeso e inexplicablemente maligno surgiese de entre las rocas.

Eché un vistazo fuera de mi improvisado refugio de piedra y en el infernal y creciente resplandor púrpura que había debajo pude ver la alta figura de Burnwell Colby, de pie junto al altar, levantando entre sus manos un cráneo descarnado. La oscuridad lo rodeaba, pero casi daba la impresión de que el cráneo brillaba por sí mismo, una parpadeante y espantosa radiación que me mostraba (casi) las formas de aquello de lo que se componía esa oscuridad. Me mordí la mano para no gritar y me pregunté por qué el dolor no hacía que me despertara; un anciano yacía sobre el altar, y gracias a sus risitas sollozantes lo reconocí como aquel a quien habían encerrado conmigo en la cripta de piedra de arriba. La profunda voz de Colby se elevaba por encima de los estridentes gimoteos:

—Ygnaiih... ygnaiih... thflthkh’ngha...

Y las cosas que se encontraban en la oscuridad, espantosas sugerencias medio percibidas de escamosas cabezas sin ojos, de trémulos tentáculos y de pequeñas bocas redondas que se abrían y cerraban con un aterrador brillo de dientes, le respondieron con un gemido espeso y avaricioso:

—H’ahye n’grkdl’lh, h’ehye... En el nombre de Yog-Sothoth, yo os invoco, yo os ordeno...

Algo, no sé el qué ni me atrevo siquiera a imaginármelo, se elevó por detrás del altar, algo informe que resplandecía y que, a la vez, parecía absorber toda la luz, oculto en la oscuridad más profunda. El anciano que se encontraba sobre el altar empezó a gritar, un agudo gemido continuo de puro terror, y Colby gritó:

—¡Os lo ordeno..., os lo ordeno! —Y entonces me dio la impresión de que jadeaba y tragaba, como si se le detuviera el aliento en los pulmones, antes de que volviera a levantar el cráneo y aullara—: ¡Ngrkdl’lh y’bthnk, Shub-Niggurath! ¡En el nombre de la Cabra con los Diez Mil Retoños, yo os lo ordeno!

Y entonces la oscuridad se tragó el altar, y allí donde, un momento antes, se podía ver al gimoteante anciano, tan solo pude distinguir una ardiente oscuridad, mientras emanaba del abismo un hedor asqueroso a sangre y muerte que casi me hizo perder el sentido.

—Ante los Quinientos —gritaba Colby, que de pronto se estremeció y casi dejó caer el cráneo que sostenía—. Ante los Quinientos...

Jadeó, como si le costase hablar. La cosa sobre el altar levantó su cabeza encapuchada, y en el súbito silencio dio la impresión de que ese ruido temible y borboteante llenaba el lugar impío, acompañado por el eco lejano de las ahora silenciadas flautas que le respondían.

Y entonces, con un grito, Colby cayó de rodillas y la calavera se le resbaló de entre las manos. Empezó a ahogarse e intentó recuperarla, pero de la oscuridad de las escaleras que se encontraban a su espalda surgió otra forma, pequeña y delgada, que atrapó el cráneo talismán del temible antepasado que había gobernado ese lugar.

—¡Ygnaiih, ygnaiih Yog-Sothoth! —aulló una voz de mujer, aguda y poderosa, llenando por completo la espantosa cámara. Y por un momento pensé que esa oscuridad que se cernía sobre ella la cubría exactamente igual que lo había hecho con el anciano que estaba sobre el altar, y luego retrocedía. Gracias a la extraña luz actínica que emanaba de la calavera pude ver el rostro a la mujer, y la reconocí como Judith Delapore, sobrina y nieta de los lunáticos que gobernaban Depewatch. Y aun así, ¡qué diferencia con el dulce semblante que había pintado en la miniatura de Colby! Como si fuera la marfileña máscara de una diosa, fría y tensa debido a la concentración, posó la mirada en ese pesado torbellino de pesadilla que la rodeaba, sin mirar un solo instante a su amado, que se encontraba a sus pies, jadeante, convulsionándose. Con voz aguda y dura, fue repitiendo las temibles palabras de los encantamientos y no dudó un solo instante, mientras esas espantosas cosas se retorcían, se arrastraban y se estremecían en la oscuridad.

Solo cuando el maligno ritual hubo acabado y la inenarrable congregación se hubo retirado hacia el blasfemo ángulo de las paredes interiores, bajó la joven el cráneo que sostenía. Se irguió con su vestido negro, recortada contra el resplandor del natrón de las paredes, mirando hacia el abismo del que habían surgido esas temibles cosas inhumanas, apenas dándose cuenta de mi presencia mientras me tambaleaba escaleras abajo.

No quedaba nada del anciano que había yacido sobre el altar. La piedra estaba cubierta por una gruesa capa de limo que goteaba hasta un suelo cubierto por un líquido marrón de posiblemente un dedo de espesor, y que brillaba ante el febril resplandor azul del natrón. Al haber visto cómo se tragaba a Burnwell Colby esa retorcida oscuridad, me tambaleé hacia donde él había estado con una cierta idea confusa de ayudarlo, pero cuando me arrodillé solo vi una pegajosa masa de carne y huesos a medio disolver. Los huesos tenían todo el aspecto de haber sido chamuscados, casi fundidos. Levanté la vista, horrorizado, hacia la mujer de la calavera, y mis ojos se cruzaron con los suyos, de un avellana claro casi dorado, exactamente iguales a otros que apenas podía recordar. Ojos que se abrieron sobremanera, preñados de rabia y odio.

—Tú... —susurró—. Así que, después de todo, no te lo llevaste.

Yo solo sacudí la cabeza, pues sus palabras no lograban cobrar sentido en mi confuso estado, y ella continuó:

—Como ya has visto, tío, ahora soy yo y no el abuelo, el abuelo que no existe desde hace cincuenta años, quien manda. —Y, para mi horror, estiró la mano hacia ese ángulo espantosamente anómalo de las paredes en el que esperaba la oscuridad—. Y’bfnk... ng’haiie...

Grité. En ese mismo momento hubo un súbito destello de luz en las escaleras que conducían hacia el inocente reino superior del mundo ignorante: una incandescencia de un blanco azulado, como un relámpago, y el aire se llenó del olor a ozono.

—Mi querida señorita Delapore —dijo Holmes—, si me disculpa por la interrupción, me temo que está usted trabajando sobre una premisa falsa. —Terminó de bajar las escaleras, portando en una mano una vara de metal de la que parecía emanar una chispeante corona de electricidad que se unía a una vara parecida que llevaba Carnaki, que descendía por las escaleras detrás de él. El anticuario cargaba a la espalda una pequeña mochila de lona, de las que usan los porteadores en Constantinopla; la unían a la vara que sostenía en la mano una docena de cables, y de esa vara partían rayos en dirección a la vara de Holmes, de modo que un mortal nimbo de luz parecía rodear a los dos hombres. El frío resplandor privaba al rostro de Holmes de todo color, por lo que sus cejas resaltaban con un color casi negro, como las de un hombre que ha recibido un golpe mortal y tiene una hemorragia interna.

Me miró y me preguntó, como si estuviésemos compartiendo una taza de té en Baker Street:

—¿Cuáles eran las flores favoritas de su esposa?

La señorita Delapore, confusa, abrió la boca para decir algo, pero yo grité, abrumado por el dolor.

—¿Cómo puede preguntarme eso, Holmes? ¿Cómo puede hablar de mi Mary en este lugar, después de todo lo que hemos visto? Su vida fue toda bondad, toda alegría, y fue para nada, ¿lo entiende? Si esta... blasfemia, este monstruoso abismo yace bajo nuestro mundo, ¿cómo pueden estar a salvo la bondad y la alegría? Es todo una farsa; amor, cariño, ternura... no significan nada, y somos unos locos por creer en ello...

—¡Watson! —tronó Holmes, y una vez más la señorita Delapore lo miró confusa.

—¿Watson? —susurró.

Él sostuvo mi mirada, y me volvió a preguntar:

—¿Cuáles eran las flores favoritas de la señora Watson?

—Los lirios del valle —respondí, y enterré el rostro entre las manos. Al hacerlo, llegué a ver (así de extraño y espantoso era mi sueño) mis manos como las de un anciano, delgadas y retorcidas por la artritis, y la alianza que nunca había dejado de llevar, incluso tras la muerte de mi Mary, había desaparecido—. Pero nada de eso importa ya, ni volverá a importar sabiendo lo que sé ahora acerca de la verdadera naturaleza del mundo.

A través de mis sollozos, oí a Carnaki que decía suavemente:

—Vamos que tener que apagar el campo eléctrico. No creo que podamos hacerle subir por las escaleras.

—Estarán a salvo —afirmó la voz de la señorita Delapore—. Ahora soy yo quien gobierna sobre ellos, tal y como hizo mi abuelo. Yo sabía que el objetivo que él, que eso, tenía era apoderarse del cuerpo de Burnwell, como había hecho hace cincuenta años con el de mi abuelo. Despreció a mi tío, igual que despreció a mi padre, igual que me despreció a mí por ser mujer, pues nos consideraba demasiado débiles como para soportar todo el poder desatado por el rito del Libro de Eibon. ¿Por qué si no iba a hacer que regresara a casa desde la escuela, sino para atraer a ese pobre americano a su destino?

—Con una carta cubierta de lágrimas —señaló Holmes hoscamente—. Incluso en los márgenes, y en la parte que queda en blanco junto a la dirección. Difícilmente los lugares en los que caerían las lágrimas derramadas por una joven mientras escribe, pero es difícil evitar que se esparzan las gotas que se echan a mano con el perfumero del dormitorio.

—Si no hubiera escrito esa carta —replicó ella—, habría sido a mí, y no a mi abuelo, a quien hubieran entregado esta noche al encapuchado. Al menos, al atraer a Burnwell hasta mí fui capaz de envenenarlo con setas de la araña marrón, que no surte efecto hasta muchos días después. Mi abuelo hubiera terminado por capturarlo, de una forma u otra; no se rinde fácilmente.

—¿Y fue usted quien envió a buscarlo, para que se reuniera con su abuelo en Brighton?

—No. Pero sabía que iba a venir. Cuando mi abuelo..., cuando el espíritu vampírico de lord Rupert se introdujo en el cuerpo del pobre Burnwell, ese cuerpo ya se estaba muriendo, aunque nadie más que yo lo sabía. Conocía que el tío Carstairs también había dominado la técnica del cambio de cuerpo; pero asumí que era usted su objetivo, no su amigo.

—Da igual —contestó Holmes con voz muy suave y amargamente fría—. Me subestimó; y, al parecer, los dos la subestimamos a usted.

Cuando ella respondió, su voz tenía un ligero tono de desafío:

—Los hombres lo hacen. Al parecer, incluido usted.

El ensordecedor siseo de electricidad se detuvo. Abrí los ojos y los vi arrodillados a mi alrededor, en el espanto de esa oscura caverna: Holmes y Carnaki, que ponían en mis manos sus varas eléctricas, y la señorita Delapore que me miraba a los ojos. De alguna forma, a pesar de la oscuridad, podía verla con total claridad, podía ver en sus ojos dorados, de la forma en que se hace en los sueños. No recuerdo lo que me dijo debido a la sacudida y al frío que sentí cuando Carnaki encendió el aparato...

Abrí los ojos a la mañana de verano. Me dolía la cabeza; cuando levanté la mano para tocármela, descubrí que tenía las muñecas magulladas y laceradas, como si me las hubieran atado.

—Ha estado usted fuera de sí durante la mayor parte de la noche —me dijo Holmes, que estaba sentado junto a la cama—. Temimos que pudiera hacerse daño a sí mismo; lo cierto es que nos dio verdaderos motivos para preocuparnos.

Miré a mi alrededor, al sencillo papel pintado de la pared y a las cortinas blancas de mi habitación en La Cruz de oro, en High Clum. Farfullé:

—No recuerdo qué ha pasado...

—Fiebre —me explicó Carnaki, que en esos momentos entraba en la habitación, acompañado de una joven esbelta a la que, gracias a la miniatura que Burnwell Colby nos había mostrado, reconocí como la señorita Judith Delapore—. Jamás había visto que le subiera a alguien tanto la fiebre en tan poco tiempo; debe de haber cogido todo un señor resfriado.

Sacudí la cabeza y me pregunté qué tendrían la innatural calma de la señorita Delapore y sus ojos de un color avellana dorado para que me llenaran de pánico.

—No recuerdo nada —repetí—. Sueños... Creo que su tío estuvo aquí —añadí después de que Holmes me presentara a la joven—. Al menos... creo que era su tío. —¿Por qué estaba yo tan seguro de que ese hombrecillo retorcido y enloquecido que había acudido a mi habitación, o que yo creía que había acudido a mi habitación, era Carstairs Delapore? No podía recordar nada de lo que me había dicho. Solo sus ojos...

—Era mi tío —afirmó la señorita Delapore, y cuando volví a mirarla me di cuenta de que iba vestida de luto—. ¿No recuerda nada de la razón que lo impulsó ayer a venir aquí? Pues antes de que pudiese mencionar su visita a cualquiera de los que vivimos en el priorato —y aquí echó una mirada a Holmes—, se cayó por las escaleras y murió.

Le expresé mis más sentidas condolencias mientras trataba de suprimir un inexplicable y profundo alivio que asocié, de alguna manera, con los sueños que había tenido mientras deliraba. Tras inclinar la cabeza en agradecimiento, la señorita Delapore se volvió hacia Holmes y le entregó una caja roja de cartón atada con una cuerda.

—Lo que le prometí —dijo.

Me volví a tumbar, realmente agotado, al parecer tanto de cuerpo como de mente. Mientras Carnaki me preparaba un sedante, Holmes acompañó a la señorita Delapore fuera de nuestro saloncito común, y oí cómo se abría la puerta exterior.

—Mucho había oído yo hablar de sus habilidades deductivas, señor Holmes —decía la voz de la joven, apenas audible a través de la puerta entreabierta del dormitorio—. ¿Cómo supo que mi tío, que debería haber venido aquí para tomarlo a usted igual que mi abuelo hizo con Burnwell, había capturado a su amigo en su lugar?

—No fue necesaria ninguna deducción, señorita Delapore —contestó Holmes—. Conozco a Watson, y sé lo que he oído acerca de su tío. ¿Habría bajado Carstairs Delapore a encontrarse con el peligro solo para ver cómo podía ayudar a un herido?

—No piense usted tan mal de mi familia, señor Holmes —respondió la señorita Delapore tras un momento de silencio—. No puede sellarse el camino que desciende por esos seis mil escalones. Siempre debe existir un guardián. Esta es la naturaleza de este tipo de cosas. Y siempre resulta más fácil encontrar un sucesor venal que esté dispuesto a intercambiar con ellos las cosas que desean, la sangre que ansían, a cambio de regalos y servicios, que encontrar a alguien dispuesto a servir como guardián en solitario, solo para que el mundo superior permanezca a salvo. Temían a lord Rupert, si es que la cosa que todos conocíamos como lord Rupert no era en realidad un espíritu aún más antiguo. Espero que sus huesos, enterrados en la cripta, resulten ser una barrera que estén poco dispuestos a cruzar. Ahora que el cráneo, el talismán que los obligaba a entregar sus favores, ha desaparecido, es posible que la tentación sea menor para aquellos que estudien en la casa.

—Siempre existen tentaciones, señorita Delapore —comentó Holmes.

—Mantengámoslas a mis espaldas, señor Holmes —replicó la voz de la mujer con un toque de argénteo humor que no se correspondía con sus años—. He visto lo que le hizo la tentación a mi tío en su desesperado afán por arrebatar a mi abuelo el control de las criaturas. He visto en lo que se convirtió mi abuelo. Son cosas que recordaré cuando me llegue el momento de buscar discípulo.

Cuando Holmes regresó a la habitación, yo ya estaba empezando a dormirme debido al sedante que me había administrado Carnaki.

—¿Ha hablado usted con Colby? —le pregunté, mientras trataba de mantener abiertos los ojos y él se acercaba a la mesa para coger la caja roja de cartón—. ¿Se encuentra bien? —Debido a mis sueños, me parecía que su destino había sido espantoso, terrible y equívoco—. Avisarle... Evitar que el viejo vizconde le cause algún daño...

Holmes calló durante mucho tiempo y me miró con una preocupación que no pude llegar a entender.

—Lo hice —me contestó finalmente—. De tal forma que el vizconde Delapore ha desaparecido del distrito; esperemos que para bien. Pero, en lo que respecta a Burnwell, él también se... ha marchado. Me temo que la señorita Delapore está destinada a llevar una vida solitaria y bastante llena de dificultades.

Le echó un vistazo a Carnaki, que estaba introduciendo en una mochila de lona lo que parecía ser una batería eléctrica, así como un conjunto de varas de acero y cables, cuyo propósito no podía ni imaginar. Sus ojos se encontraron. Y entonces Carnaki asintió muy levemente, como si aprobara lo que Holmes acababa de decir.

—¿Debido a lo que se ha descubierto —pregunté, suprimiendo un enorme bostezo— acerca de este... chantaje que se estaba llevando a cabo? Ese joven, abandonar a una mujer así... —Se me cerraron los ojos. Luché por abrirlos de nuevo, embargado por un súbito terror, por el miedo a deslizarme en el sueño y volverme a encontrar en ese terrorífico abismo, observando esas espantosas cosas que se escondían y reptaban desde aquellos ángulos de oscuridad que no deberían estar allí—. ¿Descubrió... algo de los estudios que llevaban a cabo?

—Por supuesto —contestó Carnaki. Y luego, como a la ligera, añadió—: Aunque no tenían ningún interés.

—Y entonces, ¿qué es lo que ha traído la señorita Delapore?

—Simplemente un recuerdo del caso —contestó Holmes—. Y en lo que respecta al joven señor Colby, no sea tan duro con él, Watson. Hizo todo lo que pudo, igual que todos. De todas formas, no creo que hubiera sido demasiado feliz con la señorita Delapore. Ella era, con mucho, la más fuerte de los dos.

Holmes nunca me llegó a explicar cómo rellenó el hueco existente entre sus sospechas acerca de que el vizconde Delapore se encontraba relacionado con los secuestros de niños para utilizarlos en algún maligno culto con centro en el priorato de Depewatch, y la obtención de evidencias suficientes como para lograr que ese malvado abandonase la zona. Si Carnaki y él lograron encontrar pruebas en el priorato (pues sospecho que esa fue la razón por la que Holmes le pidió al joven anticuario que nos acompañase a Shopshire), nunca me habló de ello. De hecho, siempre se mostró muy reacio a hablar del caso.

Le estoy agradecido por ello. Tardaron mucho en abandonarme los efectos de la fiebre, e incluso tres años después me encontré presa de la sensación de que había descubierto algo (que afortunadamente olvidé) que bien hubiera podido acabar con mi idea de lo que el mundo es y puede llegar a ser; que, de ser cierto, bien podría hacer que me resultara imposible mantener la vida o la cordura.

Holmes solo mencionó el asunto una vez, algunos años después, durante una conversación acerca de las teorías de Freud sobre la locura, al hablar de pasada sobre la convicción que tenía el viejo vizconde Delapore (sostenida, evidentemente, por otras personas en lo que ahora se denomina folie à deux) de que el anciano era realmente el espíritu reencarnado, o traspuesto astralmente, de lord Rupert Grimsley, el que fuera una vez señor del priorato de Depewatch. Y lo hizo de forma somera, sin dejar de mirarme, como si temiera volver a provocar mis viejos sueños y causarme muchas noches de insomnio.

Solo lamento que el caso acabara sin una conclusión sólida, puesto que, tal y como Holmes me prometió aquella noche en el embarcadero, me mostró colores insospechados en el espectro de la mentalidad y la existencia humanas. Y aun así, no fue una bendición sin mácula. Pues, a pesar de que estoy convencido de que mi sueño febril no fue más que eso, una fantástica alucinación creada por mi enfermedad y la curiosa manía de Carnaki acerca de cultos de ultratumba y escritos antiguos, en ocasiones, en las sombras existentes entre el sueño y la vigilia, pienso en ese espantoso abismo de color azul que yace bajo un antiguo priorato en la frontera de Gales, y me imagino oír ese fantasmal gemido del caos que se eleva de unos blasfemos ángulos de la noche. Y en mis sueños vuelvo a ver a la enigmática señorita Delapore, de pie ante ese grupo chirriante de pesadillas, sosteniendo entre sus manos el cráneo de lord Rupert Grimsley: el mismo cráneo que ahora reposa en una esquina de la habitación de Holmes, dentro de una caja roja de cartón.