El misterio del enigma del ahorcado Paul Finch

En realidad, ni Holmes ni Watson querían asistir.

Watson fue tan lejos como para afirmar que creía que no deberían hacerlo. Y tenía buenas razones para ello. Se podía argumentar que estaban obligados a asistir (al fin y al cabo, era el resultado de gran parte del trabajo que habían realizado juntos), pero, en el caso concreto de Harold Jobson, toda la culpa recaía en la policía metropolitana; ni el buen doctor ni su amigo se habían visto involucrados de ninguna forma. A pesar de todo, había llegado una brillante mañana de mayo de 1897 al 221B de Baker Street, del caballero anteriormente mencionado, en forma de invitación personal. Incluso entonces, bien podría Holmes no haberse sentido tentado. Pero el caso Jobson tenía algo... extraño e inexplicable. Y, además, estaba la propia carta, con su extraña redacción, un tanto ominosa. Por si fuera poco, Newgate se encontraba tan solo a un cuarto de hora de distancia en carruaje.

Jobson les sonrió desde el otro extremo de la mesa. Tenía unas facciones anchas y fuertes, y una piel de un blanco parecido al de la tiza y que, bajo su mata de pelo negro, parecía casi fantasmal.

—Sabía que vendrían —comentó suavemente.

—Entonces es usted todo un profeta —señaló Holmes.

Jobson negó con la cabeza.

—Simplemente, conozco a la gente. Sabía que el gran Sherlock Holmes no sería capaz de resistirse ante un asunto de importancia nacional, o puede que incluso internacional.

—Describió bien el caso en la carta. ¿Podría proporcionarnos más información?

—Puedo, pero no lo haré. En vez de eso, tengo algo para usted. —Jobson se sacó un trozo de papel doblado del bolsillo de los pantalones, lo desdobló y pidió permiso a los guardias con la mirada. Los dos oficiales examinaron el objeto con suma atención antes de encogerse de hombros y pasarlo al otro lado de la mesa.

En un primer momento, tampoco Holmes fue capaz de encontrarle sentido. Se trataba de un tosco esquema en forma de rejilla, dibujado a lápiz y formado por líneas rectas; la mayoría se encontraban interconectadas y formaban una vaga red, aunque esta no poseía simetría alguna ni ninguna forma reconocible; la mayor parte de las líneas terminaba por desaparecer por el lado derecho. Más o menos en el centro del dibujo, aunque quizá ligeramente hacia la izquierda, en una zona que no tenía ninguna otra referencia, había un pequeño círculo dibujado en tinta roja.

—¿Qué es esto? —terminó por preguntar Watson.

—Eso es lo que el señor Holmes tiene que averiguar —contestó su anfitrión—. Al entregárselo a usted, Holmes, le estoy dando al mundo una oportunidad. Por supuesto, le debo muy poco al mundo..., así que es una oportunidad muy pequeña. Gracias a mi aproximación, usted tendrá, como mucho, dos o tres días para resolver el enigma.

—¿Y si fracaso? —preguntó Holmes.

Jobson se inclinó hacia delante por encima de la mesa y su sonrisa se convirtió en una espantosa mueca en forma de hoz.

—Si fracasa... ocurrirá una catástrofe como jamás podría imaginarse. Por supuesto, yo no estaré aquí para verlo. Pero, en lo que respecta a eso, me encontraré entre los afortunados.

—Habría pensado que un hombre en su posición buscaría hacer las paces con sus compatriotas, no dejarles un legado de odio —comentó Watson.

—No se trata de mi legado, doctor Watson —contestó el criminal—. Que no lo confunda esa absurda idea de que, al destruirme a mí, el Estado está destruyendo a su enemigo número uno. —Echó un vistazo al reloj que se encontraba en la pared de ladrillo gris. Eran las nueve menos cinco—. De hecho, es justo lo contrario. En apenas cinco minutos, sus problemas solo estarán empezando.

Poco después, Holmes y Watson estaban en el corredor. La celda se cerró a sus espaldas con un fuerte ruido metálico. A unos veinte metros a su izquierda, la puerta se abría a una cámara de paredes encaladas, brillantemente iluminada, en cuyo centro se encontraba un esbelto caballero vestido de negro funerario que realizaba los últimos ajustes a una horca.

—Y bien, Holmes... ¿Tenía algo que decir? —preguntó una voz rasposa.

Se trataba de Lestrade. El inspector había acudido en compañía de dos de los otros detectives que habían trabajado en el caso Jobson, pero, con todo, seguía siendo una sorpresa verlo allí. El hombre de Scotland Yard estaba involucrado en ese momento, y de forma bastante notoria, en la caza de un enorme cocodrilo macho que había desaparecido del parque zoológico de Regent’s Park, una investigación que ya había sido objeto de varias viñetas cómicas en el Punch. Representaba un cambio brusco respecto a su anterior y más provechosa cacería de Harold Jobson, el cruel asesino de cinco personas.

Holmes sacudió la cabeza.

—Por una vez, Lestrade, usted y yo nos encontramos igual de perdidos.

—Tonterías sin sentido —añadió Watson—. No tenían ni pies ni cabeza.

El policía se aclaró pomposamente la garganta y luego se ajustó el cuello de la camisa. En honor de ese día, llevaba uno de los más altos y duros.

—Yo diría que ese hombre está loco..., pero fue un crimen despreciable. Se merece el destino que lo espera.

—Sin duda —contestó Holmes, girando sobre sus talones y alejándose—. Sin ninguna duda.

Y era cierto. El crimen de Harold Jobson había sido totalmente despreciable.

Tras la caída de la noche, aparentemente en un estado de estupor causado por las drogas (nadie podía concebir que hubiese cometido un acto tan atroz estando en sus sano juicio), había entrado a la fuerza en la casa que tenía en Russell Square el acaudalado químico y profesor Archibald Langley con la intención de cometer un robo en su interior. En algún momento durante el transcurso del crimen se encontró con dos de las doncellas, que dormían en su dormitorio de la planta baja, y las golpeó brutalmente con su palanqueta hasta que las mató. Luego subió al piso de arriba, donde atacó a Henry, el mayordomo del profesor Langley, que se había levantado de la cama al oír ruido. El leal Henry también resultó asesinado, con el cráneo convertido en pulpa. No saciado con todo esto, Jobson entró en el dormitorio de la hija de diecinueve años del químico, Laura, la sacó a la fuerza de entre las sábanas y la ató a una silla con el cordón de llamar al servicio. Luego fue al dormitorio del profesor Langley y le hizo a él lo mismo. Lo que pasó después no estaba claro. Lo más probable es que Jobson torturase a esos pobres desgraciados para averiguar dónde ocultaban las cosas de valor. Lo hiciera o no, abandonó la casa una hora después con las manos vacías..., pero solo después de prender fuego deliberadamente al salón, desde donde se extendió con rapidez por el resto del edificio, que ardió por completo y abrasó a los prisioneros, que seguían atados, hasta tal punto que fue casi imposible reconocerlos como seres humanos. Ojalá el profesor Langley y su hija ya estuvieran muertos para entonces, aunque las evidencias señalaban justo lo contrario.

Mientras se dirigían a Baker Street, Holmes repasó los oscuros detalles del crimen. Incluso en ese momento, con la confesión que la policía había obtenido, no tenía demasiado sentido.

—¿Por qué —preguntó— iba un tipo que está cometiendo un crimen por el que, como mucho, le podían caer varios años de cárcel, de pronto y sin razón aparente, a estropearlo todo, y en tal grado, tanto para sus víctimas como para él?

Watson se encogió de hombros.

—¿Por qué trata de entender lo irracional? No puede hacerse.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted. —Por un tiempo, Holmes se perdió en sus pensamientos—. A menudo, los actos más irracionales parecen racionales a quien los comete. Pero, en este caso, a pesar de que sabemos poco del pasado de Jobson, por ejemplo, que procede de una buena familia pero que se contempla a sí mismo como un fracaso, y que, más adelante en su vida, se dio a las drogas y a la bebida, hemos descubierto realmente muy poco acerca de sus verdaderos motivos.

—En fin, supongo que es típico de Lestrade no haber realizado un trabajo más concienzudo.

Una vez más, Holmes negó con la cabeza.

—Es justo lo contrario. Creo que, en esta ocasión, el inspector realizó un trabajo excelente. Arrestaron al criminal un día después de haber cometido semejante atrocidad, y la fiscalía presentó un caso sólido.

—Sí, pero, como ha señalado...

—Ah. —Holmes sonrió a medias—. No creo que el psicoanálisis de Freud sea algo que domine Scotland Yard justo en estos momentos, Watson..., aunque es posible que nosotros debamos aprenderlo. ¿Qué opina de esos rumores acerca de que Jobson pertenecía a algún tipo de culto o secta?

—Honestamente, no sé qué pensar.

Holmes reflexionó sobre ello.

—A menudo, la mentalidad de un sectario es la más difícil de entender. Y aun así... —sacó su reloj y vio que eran las nueve y dos minutos—, este es un sectario del que ya no tenemos que preocuparnos.

Holmes permaneció la mayor parte de lo que quedaba de ese día absorto en el enigma. Cuando no medía las líneas y realizaba extraños cálculos, se encontraba en la mesa del laboratorio realizando pruebas químicas al papel y a la tinta. No llegó a ninguna conclusión válida.

—¿No sería posible que Jobson solo tratase de incomodarlo? —le preguntó Watson—. ¿Qué le haya entregado un problema insoluble y sin sentido solo para frustrarlo?

Holmes pensó en ello mientras contemplaba Baker Street y aspiraba de su pipa.

—¿Y por qué iba a hacer eso? Nunca antes había tenido contacto con ese hombre.

—Esa calamidad que afirmó que se acercaba... Igual trataba de crear pánico: su última venganza contra la sociedad, por así decirlo.

—En ese caso, habría acudido a la prensa. Seguro que sabía que, entre toda la gente, yo era quien menos iba a difundir la noticia.

—En fin, todo esto me confunde —admitió Watson, y volvió a centrarse en el Times.

—A mí también. —Holmes cogió el trozo de papel del escritorio, le echó un último vistazo, lo dobló y se lo metió en el bolsillo de su chaqueta—. Puede que debamos darle otro enfoque. Venga, nos marchamos a Southwark.

—¿A Southwark?

—Jobson vivía en Pickle Herring Street. Lo vi en las transcripciones del juicio. No era una dirección que fuera a olvidar fácilmente.

Pickle Herring Street discurría paralela a ese bullicioso extremo del Támesis conocido como «la charca de Londres». En su extremo norte se encontraba un denso bosque de velas, mástiles y aparejos que se extendía desde Cotton’s Wharf hasta esa inmensa y nueva construcción que era Tower Bridge. No obstante, poca de la grandeza y la maravilla de esa obra de ingeniería lograba filtrarse hasta los sombríos recovecos que se encontraban bajo ella. En ese punto, Pickle Herring Street, que apestaba, adecuadamente, a buccino, a gamba y a pescado muy salado, daba paso a una serie de estrechos callejones con el suelo cubierto de paja y que se abrían a una oscura avenida poblada de cervecerías y lóbregos albergues.

Fue en uno de esos callejones, un lugar miserable e infestado de ratas, donde Holmes y Watson encontraron la antigua residencia de Harold Jobson. Se trataba de poco más que un refugio de ocasión, con sus ventanas rotas cubiertas de trapos y su única habitación azotada por los elementos, ya que habían arrancado la puerta de sus bisagras y hacía mucho que los saqueadores se habían llevado cualquier cosa que hubiese de valor.

—No lo entiendo —dijo Watson mientras contemplaban el oscuro interior—. Jobson había recibido una educación. Alardeaba de la buena posición de su familia. ¿Cómo llegó a esto?

Holmes frunció los labios.

—¿Quién sabe? En ocasiones, las presiones de la vida son demasiadas para un hombre. Sencillamente, se aleja de la sociedad. Y además, en este caso está el factor del culto. Ya he oído hablar antes de cosas como esta. Los acólitos están tan hipnotizados por su nueva llamada que abandonan todo lo que poseen. Sea como sea, Watson, dudo mucho que aquí haya nada que podamos utilizar.

Regresaron a través de lo que a Watson le pareció una ruta circular, pues Holmes giraba a la izquierda siempre que podía. Poco después, tal vez de forma inevitable, se encontraban recorriendo una zona por la que ya habían pasado antes.

—¿Se da usted cuenta de que estamos yendo en círculos? —se atrevió a preguntar Watson.

—Sí —contestó Holmes en voz baja—. ¿Cree que el hombre que nos viene siguiendo se ha dado cuenta?

—Que nos viene siguiendo...

—Preferiría que no tratase de buscarlo.

Continuaron su camino, pero Watson estaba perplejo. Estos callejones junto al río se encontraban abarrotados de trabajadores de todas clases; encargados del aparejo, encargados del lastre, fogoneros, paleadores, todos ellos apresurados de un lado a otro. El cómo había podido su amigo distinguir a uno en concreto como un enemigo potencial era algo que lo superaba.

—El que tiene un clavo suelto en el zapato —explicó Holmes—. No deja de repiquetear contra los adoquines, y lleva haciéndolo durante un tiempo.

Watson se concentró y, efectivamente, pudo oír entonces un débil repiqueteo regular entre todo el estruendo de los muelles.

—Seguro que no ha podido caminar también en círculos a menos que nos esté siguiendo.

—Eso es exactamente lo que creo yo —dijo Holmes, que dobló una esquina y entró bruscamente en un estrecho callejón, arrastrando a Watson con él.

Poco después entraron en un cuchitril abandonado, donde se detuvieron a esperar. Transcurrieron unos segundos y, de pronto, se oyeron los pasos apresurados de alguien que entraba con urgencia en el callejón detrás de ellos. Quedaba claro que el perseguidor no deseaba perder a su presa. Los pasos cruzaron frente a la puerta del cuchitril, acompañados del traqueteo continuo del clavo suelto, y luego se detuvieron y retrocedieron. El propietario de los pasos entró tambaleante, un hombre corpulento y con aspecto de bruto vestido con un desaliñado traje de tres piezas y un sucio bombín encasquetado en su gordo cabezón. Se quedó helado cuando sintió el cañón del revólver de Watson contra sus riñones.

—Ya es suficiente, caballero —dijo el doctor.

El hombre hizo un gesto brusco hacia el bolsillo de su chaqueta, pero Holmes apareció de improviso frente a él.

—Haga el favor de mantener las manos donde podamos verlas.

—¿Qué es esto? —preguntó el hombre, con un puro acento de Bow—. ¿Están tratando de robarme, o algo parecido?

—Nosotros podríamos hacerle la misma pregunta —respondió Watson.

—O tal vez no —añadió Holmes—. Tengo mis dudas acerca de que un ladrón común persiguiese a su presa por calles públicas durante varios minutos cuando tenía todas esas callejuelas y puertas en las que esconderse. Así que, díganos: ¿quién es usted?

El tipo sonrió y mostró unos feroces dientes amarillentos.

—No quieran saberlo.

Holmes lo observó y reconoció en él esa tozuda amargura tan propia del soldado raso y tan ajena al oficial al mando.

—¿Qué relación tiene con Harold Jobson? —le preguntó.

Cuando oyó eso, el tipo se puso nervioso.

—¿Jobson? —dijo—. No lo conozco. No he oído nunca hablar de él.

—Si nunca ha oído hablar de él, ¿por qué tiembla?

—¡Nunca he oído hablar de él, ya se lo he dicho! —aulló de pronto el tipo, echando hacia atrás un hombro del tamaño de un jamón, con el que golpeó a Watson en el esternón. El doctor jadeó sin aliento y se dobló debido al dolor. Logró aferrar al hombre por el cuello de su chaqueta, pero se le cayó el revólver. Holmes se agachó para recoger el arma y el prisionero aprovechó ese momento para escapar: se retorció hacia un lado para librarse de la chaqueta, salió por la puerta y se perdió en el callejón.

Watson hizo ademán de seguirlo, pero Holmes le indicó que se quedase donde estaba y recobrase el aliento. No había razón alguna para montar una escena, dijo; al fin y al cabo, el tipo podía quejarse de que no había hecho nada malo mientras que ellos lo habían retenido a punta de pistola..., y estaría diciendo la verdad. Watson gimió y se frotó el pecho.

—Ese tipo tenía realmente miedo de algo —comentó.

Holmes asintió mientras registraba los bolsillos de la chaqueta abandonada.

—Sí, y sea lo que sea, le daba más miedo que nuestro querido Webley.

Registró la pieza a conciencia, pero solo encontró uno o dos objetos que tuvieran algún interés: una navaja plegable de aspecto especialmente desagradable, con una hoja de al menos seis pulgadas, afilada como una cuchilla y con el muelle bien aceitado, de forma que pudiese desplegarse en un instante; y una pequeña agenda de cuero con dos anotaciones. Ambas estaban escritas a lápiz con una caligrafía parecida a las patas de una mosca. Decían:

Randolph Daker, Commercial Road 14

Sherlock Holmes, 221B de Baker Street

Watson estaba conmocionado.

—Cielo santo. Ese tipejo lleva todo el día detrás de usted.

Holmes asintió.

—Pero no solo detrás de mí. Randolph Daker, de Commercial Road... ¿Lo conocemos?

Watson negó con la cabeza.

—Lo dudo. Commercial Road se encuentra en el East End.

—Puede que debamos hacerle una visita.

—Oh, Dios, y yo que creía que este vecindario era peligroso.

Aquella tarde, tomaron un coche hasta el centro de la ciudad y luego se dirigieron a pie hacia las atestadas barriadas de Cheapside y Whitechapel. Los dos hombres ya estaban familiarizados con el vecindario; aún no habían transcurrido diez años desde que el autodenominado Destripador aterrorizara aquellas hambrientas y atestadas calles. La atrocidad de los hechos dirigió la atención del mundo hacia el crimen y la sordidez del distrito, pero daba la impresión de que se habían producido pocos cambios. Las calles seguían llenas de barro y excrementos animales, y las entradas de las casas cubiertas de basura. Las edificaciones eran realmente pobres: muros de ladrillo marrón cubiertos de hollín, llenos de humedad, a punto de derrumbarse, reclinados los unos contra los otros en busca de mutuo apoyo. Los habitantes, y eran muchos (en esa parte de Londres, las familias superaban mucho en número a las viviendas), parecían todos ellos demacrados y menesterosos. Lo más frecuente es que vistiesen harapos, y las principales actividades del día eran la mendicidad y la bebida.

—Es la desgracia más absoluta —musitó Watson—. Creía que el Acta para el albergue de las clases trabajadoras iba a acabar con todo esto.

Holmes negó con la cabeza.

—Las buenas intenciones no sirven de nada sin grandes sumas de dinero, Watson. Los impuestos sobre la propiedad no recaudan fondos ni remotamente suficientes como para siquiera disminuir este nivel de degradación.

Entristecidos por todo lo que veían, pero, inevitablemente, más dispuestos a acabar con el trabajo que tenían entre manos, siguieron adelante, y una hora después llegaban a Commercial Road. El número 14 era un edificio alto, estrecho y aterrazado que se erguía tras un jardín vallado que, en esos momentos, crecía sin control. Las ventanas de abajo carecían de cristales, pero estaban tapiadas con tablones unidos por clavos. En las superiores, tan solo podían verse afilados añicos.

—Parece abandonada —comentó Watson.

—Puede parecer abandonada, pero alguien ha estado entrando y saliendo de ella recientemente —le contestó Holmes. Señaló un camino que conducía desde la puerta de la verja hasta la puerta principal. No estaba pavimentado, pero la vegetación se encontraba aplastada por unos pies que pasaban de forma regular. Había varios tallos que se acababan de quebrar.

Se acercaron a la puerta, que estaba abierta un par de pulgadas. Holmes la abrió de un empujón. Al otro lado, la casa estaba envuelta en tinieblas. Un olor nauseabundo, como a aceite de pescado o a salmuera, flotaba en el ambiente.

El detective alzó la voz:

—¿Está el señor Randolph Daker en casa?

No hubo respuesta. Holmes miró a Watson, se encogió de hombros y entró. El interior del edificio estaba más sucio de lo que nadie podría imaginarse. Había montones de comida podrida, ropa abandonada y muebles rotos por todo el suelo. Lo poco que quedaba del papel pintado colgaba de las paredes hecho jirones; de cuando en cuando podían apreciarse unas huellas verdes de manos sobre él. Cuanto más penetraban en la casa, más intenso se hacía el olor.

—¿Hola? —volvió a llamar Watson. Una vez más, nadie contestó.

Al cabo de un rato se encontraron en lo que, una vez, fue el salón. Estaba abarrotado del mismo tipo de basura que cubría el resto de la casa. Watson estaba a punto de llamar por tercera vez cuando Holmes lo detuvo. El doctor se dio cuenta inmediatamente de que los sentidos de su amigo, agudos como los de un felino, lo habían alertado de algo. Transcurrió un tenso segundo, y entonces se escuchó un débil sonido de arrastre desde algún lugar cercano. Un objeto que se caía. Se oyó un brutal gruñido propio de un animal... y apareció una figura tambaleante procedente de la puerta que conducía a la cocina y al fregadero.

Llevaba puesto un traje barato que no era de su talla y al que le había estallado la mayor parte de las costuras. De ellas salían unas hebras de lo que parecían ser algas. Le colgaba esa misma asquerosa materia de la cara y de las manos, y cuando fue avanzando lentamente hasta quedar en campo abierto, resultó evidente que no se trataba de un disfraz. Fuera lo que esa grotesca criatura hubiese sido, ahora su cabeza era una masa hinchada de percebes y protuberancias de aspecto marino. Unos ojos vidriosos y parecidos a los de un pulpo giraban entre gruesos pliegues de carne cubierta de pólipos. Unos labios partidos se abrían en una boca sin fondo parecida a la de un pez.

Holmes y Watson solo pudieron quedarse allí de pie, inmóviles, observando la aparición. Esa cosa trató de decirles algo, pero solo pudo farfullar sonidos sin sentido. Al darse cuenta de que le resultaba imposible comunicarse, profirió un corto gemido agudo y se lanzó hacia delante, con las deformes manos extendidas. Ya casi estaba encima de ellos cuando Watson se recuperó.

—¡Retroceda, Holmes, retroceda! ¡No deje que lo toque!

Los dos amigos retrocedieron, e, incapaz de alcanzarlos, la monstruosidad, que de pronto parecía estar enferma, cayó primero de rodillas y luego de bruces. Se le agitaron los hombros tres veces mientras luchaba por respirar y luego se quedó inmóvil.

Permanecieron mudos de asombro hasta que, finalmente, dijo Holmes:

—Randolph Daker, caballero, a menos que yo esté terriblemente equivocado.

Watson se arrodilló junto al cadáver y se puso los guantes. Seguía siendo reacio a tocar esa cosa, incluso con las manos protegidas.

—¿Había visto alguna vez algo parecido? —le preguntó el detective.

El médico negó con la cabeza.

—Algún tipo de infección por hongos, pero... está demasiado avanzada.

—¿Está muerto?

Watson asintió.

—Ahora sí. —Levantó la vista—. ¿Qué demonios está pasando aquí?

—Debemos averiguarlo —respondió Holmes—. Descubrir cualquier conexión existente entre este tal Daker y Harold Jobson.

Empezaron a investigar, y pronto descubrieron a través de la ventana del fregadero que se había adaptado el patio trasero hasta convertirlo en un establo improvisado. Se había colocado un endeble tejado compuesto por tablones de madera. Bajo él, hundido hasta las trancas en excrementos y paja sucia, se encontraba un escuálido y desaliñado caballo.

—Daker era carretero —dijo Watson.

—En cuyo caso guardaría registros —contestó Holmes—. Sigamos buscando.

Poco después, Watson encontró un fajo de documentos unidos por un sujetapapeles.

—Las facturas —anunció.

Holmes se acercó a donde él estaba.

—Encuentre la más reciente.

Watson las hojeó. La débil caligrafía, garabateada a lápiz, apenas resultaba legible.

—El último trabajo que realizó fue el 22 de abril, cuando fue a «recoger diversos artículos para el señor Rohampton»... en Tibbut’s Wharf, Wapping.

Holmes ya se dirigía hacia la puerta.

—No está ni a veinte minutos de aquí. Qué oportuno.

—Oh, sí... Ahora lo recuerdo —dijo el jefe del muelle de Tibbut’s Wharf, un barbudo gigante tocado con una vieja gorra de marino—. Se trata de un americano, ¿verdad?

—¿Americano? —preguntó Holmes con interés.

El jefe del muelle asintió, y luego tabaleó con los dedos sobre el escritorio.

—El señor Rohampton. Vino él en persona a hacer la reserva. Se trataba de varias cajas y tres pasajeros. Llegaron con la marea la mañana del 22 de abril, a bordo del Lucy Dark, un mercante privado de... —Le fallaba la memoria—. Veamos, ¿de dónde era? ¿Podría ser un lugar llamado Innsmouth? ¿Les suena de algo?

—¿Innsmouth, Massachusetts?

—No, no, no. —El barbudo negó con la cabeza—. Innsmouth, América.

—Ya veo. En fin, tiene usted buena memoria.

El jefe del muelle se apoyó contra en respaldo de su asiento.

—No lo olvidaré fácilmente. Los pasajeros estaban cubiertos de vendas. De la cabeza a los pies. Supongo que ese tal Rohampton es algún tipo de médico, y que esos eran pacientes suyos.

—Es muy posible —le contestó Holmes—. ¿Qué más puede decirnos de él?

—Si esperan un momento... —El jefe del muelle abrió un registro y recorrió con un dedo que tenía una gruesa uña las listas que estaban allí escritas—. Creo que tengo una dirección.

Burlington Mews era una calle transversal a Aldgate. A pesar de que formaba parte del distrito financiero, la mayor parte de los locales se encontraban en ese momento «en alquiler». Solo uno de ellos estaba realmente ocupado: «Rhampton Té y Jengibre». Para ser una compañía tan sonora, sus ventanas estaban parcialmente cerradas, y su semiderruida fachada aparecía cubierta de mugre. Solo se veía polvo y oscuridad a través de los cristales del escaparate.

Holmes hizo ademán de ir a entrar sin más, pero Watson lo retuvo.

—¿No... no estamos yendo un poco deprisa en todo esto?

Holmes pensó en ello.

—Jobson afirmó que teníamos dos o tres días... a lo sumo. Llevamos casi un día sin saber qué hacer. Creo que es mejor seguir adelante con todo lo que tenemos.

—¿Holmes? —preguntó Watson—. ¿Va todo bien? Parece usted... ansioso.

Una vez más, el detective reflexionó sobre ello. Se trataba de uno de esos escasos momentos en los que parecía haberse quedado sin palabras.

—Ya sabe, Watson, que siempre he creído firmemente en que todo hecho tiene su causa y su efecto. Que todo se puede explicar en términos científicos, sin importar lo extrañas que sean las circunstancias que lo rodean.

Watson asintió.

Holmes lo miró con seriedad.

—Pero eso no significa que no exista un mundo totalmente extraño con el que usted y yo todavía no nos hemos encontrado. —Y entró.

Con más curiosidad de la que nunca antes había sentido, Watson lo siguió.

Se trataba de un pequeño conjunto de oficinas, separadas las unas de las otras mediante paneles de oscura madera un tanto apagada, y lleno de humedad. A pesar de que aquel día de mayo era brillante y hacía una temperatura agradable, se colaba muy poca luz solar en el interior. Además de la abrumadora oscuridad, también corría un aire frío y había sensación de humedad. Pero, a pesar de todo, Burguess, el empleado que atendía a las visitas, parecía encontrarse perfectamente cómodo en ese ambiente. Se trataba de un hombre bajo pero corpulento al que solo le quedaban unos cuantos mechones de pelo, que peinaba sobre su calva, y que mostraba un gesto de prepotencia en sus pálidas y bastas facciones. Cuando se acercó, lo hizo con una pronunciada cojera; daba la impresión de que una de sus piernas era mucho más corta que la otra.

Holmes se presentó y luego le ofreció una mano enguantada. El empleado se la estrechó. El detective tomó nota inmediatamente de los dedos del tipo. Estaban retorcidos y llenos de callos, y las uñas rotas y sucias. Pero no había manchas de tinta. Holmes se dio cuenta de que tampoco había tales manchas en el papel secante que se encontraba sobre el escritorio del empleado, y de que el cuaderno de registro que estaba allí, abierto, no tenía nada escrito. Mientras el empleado iba a avisar a su jefe, el detective realizó un examen más minucioso. No le sorprendió encontrar una fina capa de polvo sobre el muro de lomos de libros que se encontraba cerca, así como telarañas en las estanterías sobre las que se almacenaba la mercancía.

—¡Caballero! —exclamó una educada voz con acento americano.

Se giraron y, por primera vez, pudieron contemplar a Julian Rohampton. Había surgido de la oscura parte trasera del local. Poseía una cierta aura de capitán de un equipo deportivo universitario. Era alto, de una corpulencia impresionante, y poseía una buena mata de fino cabello dorado. A primera vista resultaba extraordinariamente atractivo, pero, si se lo observaba bien, tenía una palidez cerúlea, y su carne poseía una textura sedosa y casi sólida. Cuando sonrió, dio la impresión de que lo único que se movió fue su boca. Sus ojos permanecieron profunda y sorprendentemente brillantes.

—¿El señor Rohampton? —preguntó Holmes.

—El mismo. ¿Y usted es el famoso Sherlock Holmes?

—Sí. Y este es mi amigo, el doctor Watson.

—Es un honor —dijo Rohampton—. Pero, ¿qué fascinante caso de asesinato los ha traído hasta aquí?

—No es ningún caso de asesinato —respondió Holmes—... por lo que sabemos hasta ahora.

—Estamos investigando... —empezó a decir Watson, pero Holmes lo interrumpió.

—Estamos investigando un robo. Nuestro cliente ha importado recientemente cierta mercancía de América, y en el camino desde Tibbut’s Wharf a la casa que posee en Greenwich han desaparecido algunas de esas mercancías. He averiguado a través del jefe del muelle que usted también ha introducido bienes en el país a través de Tibbut’s Wharf. ¿No ha tenido usted problemas parecidos?

Rohampton pensó en ello unos instantes y luego negó con la cabeza.

—No que yo sepa. No es que tenga demasiada costumbre a la hora de importar mercancías, ya me entiende. Esta carga estaba compuesta principalmente por especímenes botánicos. Eran para uno de mis asociados. Y él no se ha quejado de que le faltase nada.

—Me alegro —contestó Holmes—. Claro que eso no quiere decir que no se produjera un intento de robo. Los pasajeros que acompañaron a sus mercancías, ¿no mencionaron nada fuera de lo común?

—¿Pasajeros? No había ningún pasajero. Al menos, si los había no tenían relación alguna con mis negocios.

—Ya veo. —Holmes aspiró con fuerza—. En cuyo caso, ya hemos acabado. —Hizo ademán de volver a dirigirse hacia la puerta—. Gracias por su ayuda. Por favor, disculpe las molestias...

—Por favor, caballeros, esperen —interrumpió Rohampton—. No es ninguna molestia recibir a tan afamados visitantes. ¿No pueden quedarse a tomar una copita de jerez?

Burguess había vuelto a aparecer desde las habitaciones de la parte de atrás, y esta vez portaba una bandeja en la que llevaba una botella oscura y tres copas de cristal.

—Bueno... —dijo Watson, mirando con ansia la bebida.

—No, gracias —replicó Holmes con firmeza—. Nos espera mucho trabajo. No deberíamos ponernos a ello estando un poco achispados.

Rohampton hizo un gesto amistoso.

—Como quiera. Que tengan un buen día.

—Oh... —dijo Holmes, antes de marcharse—, queda una minucia: ¿sería posible que pudiésemos hablar con su socio, el caballero que recibió la mercancía, solo para asegurarnos de que no hubo ningún problema en el traslado?

—Por supuesto —contestó Rohampton—. Se llama Marsh, Obed Marsh. Un momento, déjeme que se lo anote. Es un antiguo capitán de barco que ahora se dedica a la botánica. Un tipo interesante.

Se sacó una pluma del bolsillo de la camisa, arrancó un trozo del papel secante que se encontraba sobre la mesa de su empleado y garabateó en él a gran velocidad una dirección. Su boca se torció en una sonrisa más parecida a una mueca mientras lo entregaba..., y, una vez más, la sonrisa no se reflejó en los ojos.

—¿Me harán saber si falta algo? Obviamente, puede haberse robado algo y que no nos diéramos cuenta.

—Por supuesto —le contestó Holmes.

Cinco minutos después se encontraban a bordo de un coche, atravesando el centro de la ciudad en dirección a Liverpool Street. En el trozo de papel que les habían dado ponía «Sun Lane nº 2», y ambos sabían que se trataba de un pequeño cul-de-sac que se encontraba justo detrás de la estación de ferrocarril.

—Un tipo curioso —comentó Watson mientras se dirigían hacia allí—. ¿Se ha dado cuenta de que apenas se ha modificado la expresión de su rostro?

—También me he dado cuenta de que es un hombre poco dado a trabajar —contestó Holmes.

—¿Cómo ha llegado usted a esa conclusión?

—Venga, Watson. Había muy pocas evidencias en esa oficina que mostrasen que allí se realizaba algún tipo de trabajo. Y si ese tal Burguess es oficinista, entonces es que ha recibido la vocación tardíamente. Esa cojera sugiere que está más acostumbrado a la bola y a la cadena que a los libros de cuentas.

—¿Y el tal Obed Marsh?

Holmes se frotó la barbilla.

—Aún no lo tengo claro con él. Pero me da la impresión de que el señor Julian Rohampton estaba demasiado dispuesto a darnos la dirección, ¿no cree usted?

El cochero los dejó justo al inicio de la calle en cuestión, cobró sus honorarios y se marchó. Por un momento se quedaron allí, observando y escuchando. Sun Lane no era más que un mugriento camino de acceso. Había varios cubos y sacos de basura a lo largo de la calle. Tenía a ambos lados unos altos muros de ladrillo, y en el extremo más alejado había una puerta cerrada y encadenada, que daba a alguna zona trasera de la estación. Allí abajo no se movía absolutamente nada, aunque se oía el traqueteo de las locomotoras y el silbido de los trenes.

—¿Y es aquí donde vive un botánico? —se preguntó Holmes ácidamente—. No lo creo.

Llevó a Watson a un lado y se escondieron detrás de un montón de bolsitas viejas de té. Poco después apareció al final de la calle un carruaje con las cortinas echadas. Los dos hombres observaron en silencio cómo el cochero se quedaba allí sentado, inmóvil, el rostro embozado con una bufanda. Transcurrió un instante, y entonces se descorrió ligeramente la cortina y salió por la ventana un objeto siniestro..., algo que se parecía a un enorme cañón de un arma de fuego, aunque no consistía en uno solo, sino que eran, más bien, unos nueve o diez, unidos firmemente los unos a los otros hasta formar una masa tubular de acero.

Watson agarró a Holmes por la muñeca.

—¡Dios mío! —susurró—. ¡Oh, por el buen Dios..., eso es una Gatling!

—Sin duda alguna, recién traída de América, junto con cualquier otra cosa que haya importado nuestro amigo de ojos fríos —dijo Holmes en voz baja—. No me extraña que nos haya conducido a un callejón sin salida.

—¡Por el gran Scott! —jadeó Watson. Solo entonces comenzó a entender la naturaleza de aquellos a los que se enfrentaban—. ¿Qué... qué vamos a hacer?

—Sugeriría que nos mantuviésemos agachados durante un tiempo.

Los dos hombres se quedaron donde estaban y esperaron. Transcurrieron unos minutos, durante los cuales el tiro empezó a ponerse nervioso y los caballos comenzaron a patear el suelo. El cochero se removió y empezó a mirar a su alrededor, como si estuviera confuso. Al cabo de un rato apareció un peatón que caminaba de forma distraída, con las manos en los bolsillos. Holmes y Watson lo reconocieron de inmediato como el tipo del bombín que les había intentado seguir por Pickle Herring Street. Seguía, llamativamente, sin chaqueta. Dudó un momento cuando llegó adonde estaba esperando el carruaje, y luego se apoyó contra la pared más cercana. La postura que adoptó lo traicionó ante los ojos de Holmes: estaba tenso, realmente alarmado.

—Sí —musitó el detective—. Tenía que haber pasado algo, ¿verdad, amigo? En fin, no vayamos a decepcionarte. —Tranquilamente, se sacó un silbato de la policía del bolsillo y sopló en él tres veces, con fuerza.

El efecto fue inmediato. El cochero arreó a su tiro sin un momento de duda y el carruaje se alejó rebotando contra los adoquines, tras doblar la esquina de Bishopsgate. Apenas tuvo tiempo quien manejaba la ametralladora para volver a correr la cortina, y mucho menos al tipo del bombín para subirse. Así que se encontró completamente solo y a la vista de cualquiera que pasara por allí. Lleno de pánico, se dio la vuelta y empezó a correr en dirección opuesta.

Holmes dio unos golpecitos a Watson en el hombro, y entonces se levantaron y lo siguieron. Poco después se encontraban esquivando a la gente en el vestíbulo de la estación de Liverpool Street. Apenas a unos veinte metros de distancia, el tipo del bombín se había detenido ante una de las taquillas, recibía algo de cambio y luego se abría paso entre la multitud, sin dejar de mirar por encima del hombro, con el rostro brutal encendido en un púrpura oscuro. Si había logrado descubrir a Holmes o a Watson no lo demostró, pero se apresuró a bajar las escaleras que conducían a los andenes.

—¿Para dónde ha comprado el billete ese hombre que acaba de irse? —preguntó Watson al taquillero.

El taquillero negó con la cabeza.

—A ninguna parte, caballero. Era un billete de andén. Solo cuesta dos peniques.

—Dos billetes de andén —contestó Holmes, entregándole cuatro peniques.

Poco después corrían escaleras abajo, persiguiéndolo. Cuando llegaron, miraron a izquierda y derecha. Gracias a Dios, su presa seguía llamando la atención al ir con bombín y en mangas de camisa. En esos momentos se encontraba empezando a bajar otro tramo de escaleras.

—Se dirige hacia el tren subterráneo —exclamó Watson, sorprendido.

Holmes no le respondió. Se le había ocurrido de pronto una idea espantosa, una que, instintivamente, quería olvidar, pero acababa de descubrir que no podía hacerlo.

Siguieron al hombre del bombín hasta el andén occidental del metropolitano, donde, por un instante, lo perdieron entre los viajeros. Al fin y al cabo, estaba acabando el día, y era entonces cuando la estación se encontraba más abarrotada. Se abrieron paso hasta la zona de primera clase antes de que volvieran a verlo. Para asombro de ambos, cuando el tipo llegó al extremo más alejado del andén se deslizó hacia los raíles que se encontraban justo detrás del tren, perdiéndose entre el vapor.

—Qué demonios... —empezó a decir Watson.

—¡Dese prisa! —lo instó Holmes.

Y ellos también bajaron de un salto y, poco después, trastabillaban entre los raíles, introduciéndose en el túnel, lleno de humo y calor, en donde se oían los ecos de los furiosos golpes y estallidos propios del sistema de ferrocarril subterráneo. Unos cuantos metros más adelante, cuando Watson estaba a punto de pedir que dejaran la persecución, pues temía que estuviesen poniendo en peligro sus vidas, vieron a la izquierda una zona abierta hacia la que se filtraba una luz apagada a través de un elevado tragaluz. Penetraron en ella y se detuvieron allí un instante, jadeantes, para inspeccionar el terreno. Estaba lleno de polvo, trapos y basura. No obstante, las huellas recientes de su perseguido la cruzaban claramente, para terminar junto a una amplia y oxidada puerta de metal que se encontraba abierta contra una de sus paredes. El olor que emanaba de esa prohibida abertura era tan asqueroso y nauseabundo como ningún olor conocido por ambos.

Watson se llevó un pañuelo a la nariz.

—No creerá que realmente ha bajado por allí...

Una vez más, Holmes no le respondió. Watson miró a su alrededor y descubrió que su amigo estaba observando el trozo de papel que Jobson les había entregado.

—¿Holmes?

—Watson... —susurró por fin el detective—. Harold Jobson nos engañó. Pero solo ligeramente. No nos dejó un enigma. Nos dejó un mapa.

—¿Un mapa? —Watson estaba atónito. Miró un momento el papel y luego las escaleras que bajaban desde la compuerta—. No... no será de las alcantarillas, ¿verdad?

Holmes señaló las numerosas y tenues líneas que había en el papel de Jobson, y cómo daba la impresión de que todas ellas confluían en el lado derecho de la hoja.

—Estas son las alcantarillas de intercepción que construyó Bazalgette hace unos treinta años. Alejan los desperdicios de la ciudad hacia el este del sistema principal de alcantarillas, evitando a propósito el Támesis. —Al mencionar el río, señaló un conducto central más grueso que realizaba un giro hacia abajo y que recordaba de forma inmediata el meandro del Támesis alrededor de la Isla de los Perros. Holmes señaló dos burbujas dibujadas a lápiz que también se encontraban en la parte derecha del mapa—. Esto de aquí es la estación de bombeo de Abbey Mills, en Stratford... Y esto de aquí, la estación de tratamiento de residuos que se encuentra en Beckton.

—¿Pero qué significa ese círculo rojo? —preguntó Watson.

Holmes no pudo evitar un escalofrío.

—Bueno, se encuentra a la izquierda; en otras palabras, al oeste del centro de la ciudad. Si estoy en lo cierto, esta línea recta que lo atraviesa debe de ser uno de los conductos principales que traen el agua fresca de las reservas de agua de Surbiton y Hampton. Watson..., este círculo, indique lo que indique, está en una zona posterior a los filtros por los que pasa el agua.

Watson sintió cómo un escalofrío le recorría los hombros.

—Jobson mencionó que iba a producirse una catástrofe... Cielo santo, ¿no podría ser una catástrofe relacionada con el suministro de agua?

La piel de Holmes había palidecido hasta adquirir un tono ceniciento.

—Debemos enviar a buscar a Lestrade inmediatamente —insistió Watson.

Holmes luchó con la idea, y luego negó con la cabeza.

—No hay tiempo. Vamos, tenemos un mapa.

Se inclinó como si fuera a descender por la rejilla, pero Watson lo detuvo.

—Por amor de Dios... No pretenderá que nos aventuremos por las alcantarillas...

Holmes levantó la vista para mirarlo.

—¿Y qué otra opción nos queda?

—Por todos los santos... Necesitará botas altas de agua, una lámpara, una cuerda de seguridad...

—Watson, este puede ser el peor caso en el que nos hayamos embarcado —contestó Holmes sin dejar de mirar a su amigo—. La seguridad personal no puede entrar en la ecuación.

El Londres subterráneo era un laberinto de múltiples capas compuesto por alcantarillas abandonadas, raíles del ferrocarril subterráneo, cañerías, túneles, tuberías y todo tipo de conductos, una red en expansión de pasajes ignotos formada por siglos de arquitectura olvidada, nivel tras nivel, desde la época medieval hasta la más moderna. Era tan extensa y profunda que no existía mapa alguno que la abarcase en su totalidad. Así mismo, se encontraba inmersa en una negrura infernal y en unos malignos miasmas que procedían de los ríos de excrementos y de residuos industriales y químicos que fluían por todas partes en su fangoso interior.

Una vez se encontraron abajo, Holmes se hizo una antorcha con unos trapos que ató a un trozo de rama rota, e instó a Watson a hacer lo mismo, y aun así avanzaron con suma precaución, vadeando hacia el oeste a través de conductos llenos de arcos construidos en antiguos ladrillos que transpiraban por la humedad. Todo aquello que tenían a la vista estaba cubierto de repugnante detrito. Hebras de pútrida suciedad les golpeaban el rostro; el chillido de las ratas los rodeaba por todas partes; se oía un ruido continuo procedente de las calles que tenían encima. Watson no dejaba de quejarse de la estupidez de semejante empresa y avisaba de los peligros de la enfermedad de Weil, de la hepatitis, de la peste bubónica.

—Y esas llamas desnudas... —añadió preocupado—. Son un auténtico peligro. Suponga que nos encontramos con una bolsa de gases del pantano.

—Ese es un riesgo que debemos correr —le contestó Holmes, y volvió a consultar el mapa en cuanto llegaron a una nueva bifurcación—. Creo que, si giramos aquí hacia la derecha, estaremos atajando hacia el norte a través del conducto de Picadilly.

—¡Holmes! —protestó Watson—. Es un asunto mortalmente serio. Suponga que, de pronto, se produce un vertido. ¡Estos conductos quedarían inundados!

Holmes levantó la vista.

—Watson... Soy perfectamente consciente de los riesgos a los que nos enfrentamos. Créame, no me habría puesto en semejante peligro, y mucho menos a mi más querido amigo, si no fuera absolutamente necesario.

—Pero, Holmes...

—Watson, no puedo obligarlo a acompañarme. Si lo que quiere es regresar a la superficie y buscar a Lestrade, hágalo. Estaría prestando un gran servicio. Pero yo debo continuar.

Su rostro mostraba su expresión más severa. Demostraba a las claras que iba totalmente en serio. Finalmente, Watson sacudió la cabeza.

—Qué bonito... que los más íntimos amigos se abandonen en su hora de mayor necesidad. —Sonrió con valor.

Holmes le devolvió la sonrisa y luego agarró a su compañero por el hombro.

—Puede que este laberinto parezca desalentador, pero el mapa de Jobson no resulta tan difícil de interpretar. Debió de haber seguido este camino en multitud de ocasiones, ya que fue capaz de dibujar el plano de memoria, sentado en la celda de la muerte. Si él fue capaz de hacerlo, estoy seguro de que nosotros también.

Siguieron chapoteando otros quince minutos, girando a izquierda y derecha, pasando de cuando en cuando bajo pates y rejillas de ventilación a través de las cuales podía vislumbrarse el mundo de arriba. El abrumador hedor a podredumbre y alcantarilla fue tornándose lentamente soportable, pero eso no hizo que disminuyeran los horrores visuales de las oscuras y fétidas entrañas de Londres. Aquí y allá flotaban menudillos que las carnicerías habían tirado; se veían cadáveres en putrefacción de gatos y perros que enriquecían las ya envenenadas aguas de la forma más rancia y enfermiza.

—Dudo mucho que cualquier cosa que puedan poner en el agua potable vaya a ser peor que este brebaje —comentó Watson cuando entraron chapoteando en un pasadizo en forma de huevo y de techo bajo, que parecía extenderse hacia el infinito en dirección noroeste—. De todas formas, ¿dónde está ese sitio que me mencionó antes? ¿Innsmouth? Nunca había oído hablar de... ¡¡Dios mío, cuidado!!

Con un siseo reptiliano y un chasqueo feroz de sus gigantescas mandíbulas, emergió una cosa de la profunda oscuridad que se extendía frente a ellos.

—¡Holmes! —volvió a gritar Watson, y entonces recibió un golpe en el pecho que lo envió volando hacia atrás.

Soltó la antorcha, que se apagó en las asquerosas aguas, pero no antes de iluminar una masa de entre cuatro y siete metros de brillantes escamas de aspecto correoso, una colosal cola flagelante y una inmensa cabeza de saurio llena de dientes del tamaño de dagas.

Holmes también había caído hacia atrás, pero logró mantener el equilibrio y seguir sosteniendo la antorcha frente a él. Su ondulante llama se reflejó en dos malignos orbes carmesíes, pero también en una gruesa cadena de cuero que enlazaba por un lado con una placa que se encontraba en la pared del túnel, y por el otro con un grueso anillo que rodeaba el cuello del monstruo. Watson luchó por ponerse en pie, jadeando y tosiendo, y luego cogió el revólver que llevaba en el bolsillo de su gabán.

—Yo que usted no lo haría —le avisó Holmes—. No, a menos que desee privar a Lestrade de su próximo triunfo.

Watson ya había empezado a apuntar con su arma, pero la bajó.

—¿Cree... cree usted que ese es el animal que ha desaparecido del zoo?

—Estoy seguro —contestó Holmes—. A menos que haya una camada de cocodrilos aquí, en las alcantarillas de Londres, cosa que dudo.

Se acercó para mirarlo con mayor detalle. Watson fue con él. La bestia ya era totalmente visible, una chata y enorme monstruosidad tan gigantesca que solo se encontraba sumergida a medias en aquellos fluidos repulsivos. Tapaba el pasadizo en su totalidad, y en esos momentos se quedó simplemente allí, con la boca abierta y rugiendo desafiante..., aunque eso era lo único que podía hacer. A la luz de la antorcha se veía con toda claridad que la cadena que retenía a la bestia solo medía un metro de longitud y que ya estaba estirada al máximo; lo que significaba que esa bestia salvaje bien podía bloquear el acceso al túnel, pero era incapaz de perseguir a quienes se dieran la vuelta.

—Quienesquiera que se hayan tomado todas estas molestias para conseguir tamaño perro guardián deben de ser muy celosos de su intimidad —musitó Holmes.

—Es un milagro que no nos haya matado a los dos —comentó Watson—. Lo teníamos virtualmente encima.

—Sí... Aunque los reptiles consiguen energía de la luz del sol. —Holmes levantó la vista para mirar el techo bajo—. Y esta criatura no ha tenido ocasión de hacerlo durante varios días. Por fortuna para nosotros, en estos momentos se encuentra bastante atontado.

—Sigue siendo capaz de hacernos pedazos si intentamos pasar por ahí.

—Eso es cierto, Watson.

—¿Cree que existe otro camino?

—No sería lógico que quien se esconde aquí abajo bloqueara una ruta de acceso, a menos que la otra esté realmente bien escondida.

Watson volvió a levantar su revólver.

—En cuyo caso, no nos queda otra opción.

—¿Mató usted muchos cocodrilos en la India?

—Ni uno.

—No me sorprende. —Holmes le hizo volver a bajar el revólver—. No creo que un arma de pequeño calibre como la suya logre causarle más daño a esa criatura que una simple herida. Por otro lado, lo que sí haríamos sería alertar a nuestro verdadero enemigo. Seguro que estas alcantarillas funcionan como unas magníficas cámaras de resonancia.

A regañadientes, Watson se guardó la Webley en el bolsillo.

—Pero tiene que haber otro camino —afirmó Holmes—. Estoy convencido de que nuestro amigo del bombín no se ha enfrentado a las mandíbulas de este animal. Retrocedamos un poco.

Retrocedieron varios metros, hasta que Holmes iluminó una pequeña rejilla que se encontraba entre las arcadas de ladrillos del techo. Al igual que todo lo demás allí abajo, estaba cubierta de una espesa capa de mugre y, como mucho, mediría sesenta centímetros de ancho por treinta de alto. Holmes la examinó con detenimiento.

—Es un sistema antiinundaciones —afirmó al cabo de un rato.

—¿Y a dónde conduce?

—Me imagino que al Walbrook.

—¿El Walbrook? —Watson estaba atónito—. Pero si ese río lleva siglos desaparecido...

—Pues entonces va a ser todo un viaje de descubrimiento —le contestó Holmes.

Introdujo sus largos dedos en la rejilla y tiró de ella de forma tentativa. Se soltó inmediatamente.

—Tal y como pensaba —dijo—. La han forzado hace poco para abrirla. —Los tornillos que una vez mantuvieron la rejilla en su lugar se habían roto hacía poco. Entre la capa de óxido, sus bordes partidos seguían manteniendo el brillo del metal limpio—. Lo que significa, espero, que tenemos el paso libre.

—No creo que vaya a estarlo durante mucho tiempo —comentó Watson mientras ayudaba a su amigo a subir—. Dejará de estarlo en cuanto me quede allí atascado.

A pesar de los pensamientos agoreros de Watson, los siguientes minutos fueron relativamente cómodos. El canal que conectaba con el Walbrook no era más que un tubo, pero uno suavemente cilíndrico, y tal y como Holmes había predicho, se encontraba libre de escombros. Aunque era algo estrecho, solo les llevó un minuto o dos recorrer sus tres o cuatro metros de longitud, y luego volvieron a las marrones y espumeantes aguas del río subterráneo. Continuaron adelante, con el agua a la altura de las caderas, esquivando vigas y contrafuertes, hasta que, finalmente, emergieron a una alta cámara abovedada que recordaba de algún modo a la capilla lateral de una catedral. Caían sobre ella torrentes de agua procedentes de varias aberturas elevadas, y esa inundación se vertía después por un profundo pozo circular.

—¿Qué cree usted que es eso? —preguntó Watson. Señaló una estrecha puerta de madera que se encontraba en una zona seca.

—Probablemente, una sala de descanso —contestó Holmes— donde los que trabajan en las cisternas se toman un respiro. —Transcurrió un instante y luego echó un vistazo al mapa—. Al menos, esa debió de ser la función que tuvo una vez. Según Harold Jobson, ahora sirve para un propósito totalmente diferente.

Watson echó un vistazo por encima del hombro de Holmes y volvió a ver el círculo de tinta roja. Fuera lo que fuera lo que significaba, ya habían llegado.

La puerta no estaba cerrada con llave. Pero, justo detrás de ella, había una pequeña antecámara en la que los esperaba un sombrío aviso. Allí se encontraba una segunda puerta, y junto a ella habían clavado tres garfios de hierro, seguramente pensados para colgar el equipo. Sin embargo, en esos momentos pendían de ellos dos cadáveres.

Holmes y Watson se aproximaron con el corazón palpitante. A primera vista, los cuerpos recordaban a las momias egipcias. Estaban envueltos con vendas de lino, tanto cabeza como torso, aunque la mayoría de las vendas se encontraban en esos momentos sueltas y sucias. En ambos cadáveres habían dejado el brazo izquierdo sin vendar. Watson examinó los miembros expuestos. En la zona interior de los codos eran bien visibles los hematomas producidos por antiguas heridas punzantes. El médico había visto heridas parecidas en adictos a las drogas, aunque, en este caso, eran de mayor tamaño y menos numerosas. Lo que le parecía más sorprendente era el hecho de que las dos víctimas parecían tener membranas interdigitales, y el que existían unos parches de piel dura, brillante y moteada en las muñecas y los antebrazos que recordaban a escamas. Desconcertado, hizo ademán de ir a descubrir la cabeza al primero de los cadáveres.

Holmes lo detuvo.

—Yo que usted no lo haría —le dijo con suavidad—. Podría resultar más de lo que pueda soportar en este momento. En cualquier caso, nuestro auténtico asunto nos espera ahí dentro. —Señaló la puerta.

Lograron abrirla con un chirrido, y se encontraron al inicio de una rampa de cemento que bajaba hacia una enorme y espaciosa cámara iluminada con velas. Lo más probable era que esa habitación hubiese sido utilizada alguna vez como almacén (la rampa sugería que habían entrado y salido carritos y vehículos parecidos), pero en ese momento la habían transformado en algo parecido a un laboratorio. Había varios muebles, en su mayoría mesas y aparadores, todos ellos cubiertos de botellas y tubos de ensayo. A su lado se encontraban esparcidos cajas y contenedores abiertos. Lo siguiente que vio Holmes le hizo aferrarse al hombro de Watson. El médico levantó la vista y contempló una enorme tubería de hierro forjado que cubría el techo de la cámara de un extremo a otro y que culebreaba a través de un tapiz de telarañas polvorientas. Al estar soldadas las junturas mediante técnicas muy complejas, se evidenciaba una maestría en ingeniería y una atención al detalle que solo podían significar una cosa...

—El suministro principal de agua —dijo Holmes—. Demasiado vulnerable. ¿A qué distancia diría usted que está, a unos tres metros? Tan solo se necesitaría una escalera, un martillo y un escoplo, y se podría perforar con facilidad.

Pero Watson había captado otra cosa, algo todavía más sorprendente. Sin pronunciar palabra, dirigió la atención de Holmes hacia una figura que se encontraba en el extremo norte de la cámara. Al principio, el tipo había resultado invisible dada la escasa luz, oculto tras un despliegue de cables y recipientes interconectados, pero en ese momento, al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad, pudieron verlo con más claridad. Él aún no se había percatado de su presencia, y, aparentemente, trabajaba frenético junto a una mesa de operaciones en la que yacía, bajo una fina sábana, otro de los momificados pacientes. El tipo era de mediana edad y llevaba una barba larga y canosa. También portaba unas gafas de lentes redondas.

—Holmes... —dijo Watson, sin acabar de creérselo—. Holmes..., es el profesor Langley. ¡Dios mío! Pero si está muerto... ¡Ardió hasta quedar convertido en cenizas!

—Alguien ardió hasta quedar convertido en cenizas —le replicó Holmes—. Evidentemente, no fue Langley.

Langley (si es que se trataba de él) estaba cubierto de polvo e iba sin afeitar y en mangas de camisa, prenda que, por su parte, estaba asquerosa. Tenía un aspecto demacrado y la cara hundida debido a la falta de sueño. En esos momentos manejaba una bomba de mano que se encontraba conectada a un tubo de goma que, a su vez, unía una aguja clavada en el brazo del paciente con una compleja construcción compuesta de válvulas, tubos y frascos de cristal que había colocado sobre una mesa baja que tenía al lado. Con cada presión sobre la bomba, se propulsaba un visible chorro de sangre hacia el frasco que estaba en la parte superior. Ya estaban llenos varios de los frascos de la parte de abajo. En la base del aparato, una sustancia transparente se iba introduciendo, gota a gota, en un recipiente.

—Está realizando una transfusión de sangre —dijo Watson—. ¿Pero con qué? Parece una destiladora.

Holmes se frotó la mandíbula.

—Está sacando algo de la sangre. Puede que algún tipo de esencia...

—Es usted sorprendente, Holmes —dijo una voz con rico acento americano a sus espaldas.

Los dos hombres se giraron con rapidez y se encontraron con que bloqueaban la rampa no solo Rohampton, sino también el bruto del bombín y el oficinista, Burguess, que había sacado la Gatling de su trípode y ahora la sostenía sobre sus brazos, de tal forma que apuntaba directamente hacia ellos; tenía enrollado en el brazo un cargador completo, cuyo extremo estaba parcialmente introducido en el mecanismo de disparo.

Watson intentó coger el revólver que llevaba en el bolsillo, pero Rohampton lo avisó a gritos:

—¡Ni se le ocurra, doctor! —Dio unas palmaditas al grueso cañón de la ametralladora—. Usted ha sido militar. Sabe perfectamente lo que puede hacer esta arma.

—¡Por Dios, Rohampton! —gritó Watson—. ¿En qué tipo de espantos está usted involucrado?

—¿Espantos, doctor? Cuánto prejuicio por su parte.

—¿Prejuicios, cuando está usted drenando a la gente hasta la última gota de su sangre?

Rohampton casi sonrió con tristeza, y se abrió paso hasta dejar atrás a los dos intrusos. Descendió por la rampa y se llegó al centro del laboratorio. El hombre del bombín lo siguió. Burguess cubrió la retaguardia e, indicándoles a Holmes y a Watson con la Gatling que debían avanzar, los obligó a bajar delante de él.

—Esa gente... como usted los ha llamado —dijo el americano—, son voluntarios. Han entregado sus vidas voluntariamente para conseguir un bien mayor. —Miró hacia el otro lado de la habitación, hacia donde el profesor Langley se encontraba en esos momentos observando los acontecimientos desde detrás de sus tubos y recipientes—. ¡Siga trabajando, Langley!

—Pero si han visto todo esto... —protestó el profesor.

—¡Trent! —profirió Rohampton con brusquedad—. Recuérdele a nuestro amigo el profesor por qué resulta tan importante que se concentre en la tarea que tiene entre manos.

El hombre del bombín cruzó el laboratorio y descorrió una cortina que daba a una pequeña alcoba. Lo que se desveló fue una visión escalofriante: habían colocado en posición vertical una mesa de operaciones de hospital, apoyada contra los húmedos ladrillos de la pared de la alcoba, y a ella habían atado mediante varias correas a una joven. Seguía vestida con su harapiento camisón y tenía su claro cabello sucio y enmarañado. Miró suplicante a Holmes y a Watson, pero no fue capaz de hablar pues la habían amordazado con fuerza. Quedaba claro que se trataba de Laura, la hija del profesor Langley.

Justo frente a ella había un barril abierto lleno de una planta verde y esponjosa. Rohampton empezó a dirigirse hacia él, quitándose el abrigo mientras lo hacía. Cogió de la pared un delantal de goma y unos guantes industriales y se los puso. Y entonces, sin dudar, introdujo una mano enguantada en el barril.

—¿Ve esto, Holmes? —preguntó mientras sacaba la mano llena de la sustancia verde—. Musgo del arrecife del Diablo. Es prácticamente único. Solo crece en un punto de la costa de Nueva Inglaterra. No me pregunte por qué, yo no soy el científico...

Holmes lo observó con atención. Aquel puñado de extraña vegetación tenía algo que lo llenaba de un terror ancestral.

—Da la impresión de ser tóxico.

—Oh, es algo mucho peor —afirmó Rohampton, que miraba el musgo como si le fascinara—. Pero, ¿por qué se lo cuento? Ya ha visto usted sus resultados.

—Randolph Daker —dijo Holmes.

El americano abrió la mano y sacudió los dedos para asegurarse de que no quedaba ni una brizna de musgo sin regresar al barril.

—Exacto. Daker..., el único eslabón débil de nuestra cadena. Fue inevitable que viera algo de lo que nos traemos entre manos, pero, ¿quién era él? Un simple carretero, un rufián, un borracho... Seguro que se hubiese puesto a cotillear en cuanto hubiera bebido un par de copas. No podíamos permitirlo, Holmes..., así que condimentamos esas copas.

—Me alegro de que no probáramos su jerez —comentó Holmes.

Rohampton sonrió.

—Sí, fue muy intuitivo de su parte. Por supuesto, el musgo funciona de una forma bastante lenta. Con el tiempo, llegamos a preocuparnos por que, a pesar de estar infectado, Daker terminara por hablar.

—Así que envió uno de sus seguidores para que pusiera fin a sus miserias.

—Eso es.

Holmes echó un vistazo al tipo al que habían llamado Trent.

—No es que fuera demasiado eficiente.

Rohampton empezó a quitarse los guantes.

—Me temo que estas son las herramientas con las que debo trabajar. Cuando se recluta con tan poco tiempo, y lo único que se puede ofrecer a cambio son vagas promesas de riqueza y poder..., hay que ser muy afortunado para atraer algo más que los despojos de la calle. Jobson fue uno de los mejores. Fue él, junto con otros, quien organizó el secuestro del profesor Langley y de su hija y los reemplazó dentro de la casa en llamas por dos borrachos que cogieron de la calle. Y entonces va Jobson y se deja capturar. —El americano sacudió la cabeza en un gesto de lástima fingida.

—Supongo que es usted consciente —comentó Holmes— de que fue Jobson quien nos condujo hasta usted.

Rohampton hizo un vago gesto, como si apenas le importase.

—No se tomó demasiado bien su condena a muerte. Creo que, hasta casi el último día, esperaba que lo rescatásemos. Solo entonces cambió sus expectativas de la supervivencia a la venganza. —Rohampton se rió con frialdad—. Como si alguien de mi posición tuviera el tiempo o las ganas suficientes de salvarle el cuello a un idiota.

Mientras tanto, Watson no dejaba de mirar la forma vendada que yacía sobre la mesa de operaciones. En todo ese tiempo, Langley no dejó de extraerle la sangre. Por la forma en la que yacía inmóvil el brazo a su costado, resultaba evidente que aquel paciente también había expirado.

—Y estos mal llamados voluntarios —preguntó asqueado—, ¿quiénes son?

En esos momentos, Rohampton se estaba quitando el delantal. Regresó al laboratorio sacudiéndose el polvo de la camisa.

—Sus nombres no importan. Basta con decir que... fueron elegidos entre todos mis conciudadanos.

—Innsmouth —dijo Holmes.

Por primera vez, dio la impresión de que el americano se sorprendía.

—¿Lo conoce?

—Solo por las historias —contestó el detective—. Acerca de cómo quedó mancillado el linaje de Innsmouth hará unos cincuenta años... y de cómo sus habitantes han seguido degenerando desde entonces.

—¿Degenerando? —Si alguna vez fue posible que se retorcieran con rabia las blancas y rígidas facciones de Julian Rohampton, fue entonces—. Hay quien lo llamaría evolucionar. Hacia una forma de vida superior.

—Si es una forma tan superior —le preguntó Holmes—, ¿por qué se esconde usted bajo una máscara de cera?

Hubo entonces un momento de silencio en el que Watson no dejó de mirar, atónito, a ambos hombres. Posó la mirada en Rohampton cuando, de pronto, los dedos del americano se convirtieron en garras y este empezó a atacar su propio rostro. Fue arrancándose tiras y pegotones de lo que, evidentemente, había sido un disfraz finamente realizado. Debajo, la piel era de un gris azulado y pálido. Aún más espantoso resultaba que estuviera cubierta de escamas parecidas a las de un pez. Los labios y las cejas eran gruesos y de aspecto gomoso, y no tenía nariz. Bajo cada una de las mejillas se veían las agallas.

Watson apenas podía creerse la abominación que tenía ante él.

—¡Dios... mío!

Rohampton se deshizo de los últimos fragmentos y luego se quitó la peluca rubia.

—¡Observe, doctor Watson, el aspecto de Innsmouth! Cuando Obed Marsh regresó con nosotros procedente de los mares del Sur, trajo consigo algo más que una nueva esposa. Había contraído matrimonio con una raza de seres muy superiores a nosotros. Cuando se fundieron totalmente los dos linajes, Innsmouth se convirtió en la cuna de una civilización completamente nueva. A medida que iban sucediéndose las generaciones y nosotros, los nativos de la ciudad, íbamos transformándonos lentamente, empezó a alcanzarnos una consciencia cósmica... acerca de los profundos, de su cultura, su ciencia y sus creencias, y acerca de nuestro destino, para ser uno con ellos. Con el tiempo, me uniré a ellos bajo las olas. ¡Y no estaré solo!

Holmes permaneció tranquilo. Se encaminó hacia la mesa más cercana y empezó a examinar las muchas botellas de productos químicos que había allí. Los hombres de Rohampton lo observaban incómodos.

—Me parece que están creando ustedes un bacilo —comentó mientras cogía un frasco que estaba abierto. Se dio cuenta, con gran interés, de que había cristales de sal incrustados en el borde. Cuando lo olfateó, detectó, tal y como había sospechado, que se trataba de ácido pícrico.

—Deje eso, Holmes —le ordenó Rohampton.

Holmes se giró y se enfrentó con él.

—Destilar un agente infeccioso de los fluidos vitales de su propia gente... ¿es eso lo que se trae entre manos?

—Sabe que sí. —Incluso en esos momentos, Rohampton no podía evitar vanagloriarse—. Estoy extrayendo el núcleo del material genético de mi raza. Cortesía, por supuesto, del genio bioquímico del profesor Langley.

Watson volvió a mirar la cañería que recorría el techo. Holmes había afirmado que solo se necesitaría una escalera, un martillo y un escoplo.

—¿Y pretende contaminar el suministro de agua de Londres con esa cosa? —le espetó.

—Por fin lo comprende el leal Watson —dijo Rohampton, que se estaba divirtiendo tanto que no se había dado cuenta de que Holmes seguía sosteniendo el frasco de ácido pícrico.

—Es... es inhumano —farfulló Watson.

El monstruo sonrió, y esta vez lo hizo de oreja a oreja.

—Por supuesto que es inhumano. Pero, dígame, ¿es necesario el insulto? ¿Ha realizado la humanidad una obra de arte tan magnífica en este planeta que deba despreciarse un plan para transformarla en algo mejor?

—¿Transformar a la humanidad? —se burló Holmes, que sentía más que veía la placa de hierro oxidado que reposaba sobre la mesa, muy cerca de él.

—No tenga tanta prisa en burlarse, Holmes —le replicó Rohampton—. A pesar de ser tan ruidosa y sucia, Londres sigue siendo el lugar donde se cruzan todos los caminos del comercio mundial. Una vez caiga, el resto del mundo la seguirá.

—Qué gran conquista —dijo Holmes, mientras se dirigía hacia la placa de hierro con el frasco de ácido—. Y todo gracias a un agujero en el suelo, unas cuantas botellas de disolvente...

El profesor Langley fue el primero en darse cuenta de lo que el detective estaba haciendo, y se metió debajo de la mesa.

—¡Holmes! —le avisó Rohampton.

—¡... y un momento de inspiración!

En el mismo momento en que los cristales pícricos contactaron con el hierro desnudo, detonaron.

Hubo un cegador estallido, se oyó un estruendoso bang y, de pronto, volaron cristales por todas partes y el oscuro laboratorio se llenó de humo. Rohampton y sus hombres se taparon los ojos. La fuerza de la explosión derribó a Holmes y lo lanzó volando hacia atrás, pero se volvió a poner en pie con prontitud. Utilizando toda su fuerza, levantó la mesa humeante y destrozada y la arrojó contra la destiladora, que cayó con pesadez al suelo. Allí se hizo añicos y derramó la sangre fresca.

Mientras tanto, Watson aprovechó la oportunidad que le brindaban para sacar el revólver del bolsillo. Con un impulso propio de un militar, se volvió primero hacia Burguess, que manejaba la Gatling; apuntó y disparó una vez. El casquillo cayó de la cámara, pero la bala voló en línea recta y alcanzó al matón en el hombro izquierdo, lo que le hizo caer dentro de la alcoba existente tras la cortina y soltar la mortífera arma. De manera automática, Watson se giró y descerrajó un par de tiros a Trent. El segundo matón había agarrado una barra de hierro. Aun así, la primera bala le atravesó la garganta, y la segunda el pecho. Se desplomó sin hacer ruido, y los ojos del brutal secuaz se pusieron en blanco.

Pero esa fue toda la resistencia que le fue posible presentar en el breve espacio de tiempo que le proporcionó la explosión química... Rohampton avanzaba ya a todo correr. Había recogido la Gatling y, con un rugido de furia, se abalanzó sobre Holmes y le golpeó en el costado con la pesada culata. Luego volvió a golpearlo, esta vez en la sien, y lo dejó medio inconsciente en el suelo. A unos diez metros de distancia, a su izquierda, sintió cómo Watson se echaba cuerpo a tierra y apuntaba con su revólver.

—¡Tírelo, doctor! —aulló el híbrido, apuntando a Holmes con la Gatling—. ¡Tírelo... o su amigo morirá!

Watson se dio cuenta de forma inmediata de que no tenía otra opción. Solo le quedaban tres balas, mientras que aún se veían varias decenas en el cargador de la ametralladora.

—No dispare —dijo, y aflojó la presa que ejercía sobre el Webley, de tal forma que colgara hacia abajo de su dedo. Tan lentamente como pudo, lo bajó hasta depositarlo en el suelo.

Transcurrió un instante, y entonces Rohampton retrocedió un par de metros para contemplar la destrucción causada. Sus ojos pasaron sobre el cadáver de Trent y sobre la forma gimiente y semiinconsciente del profesor, pero cuando reparó en la destrozada destiladora, sus facciones se deformaron debido al odio.

—¡Malditos, malditos sean! ¡Pero aún no han conseguido nada!

Holmes, a pesar de que seguía atontado, se había recuperado lo suficiente como para arrastrarse por el suelo y alejarse de allí. Watson apreció que tenía el rostro lleno de quemaduras y pequeños cortes. Pero daba la impresión de que las cosas iban a ponerse peor.

—¿Creen que no puedo volver a hacerlo? —aulló Rohampton, volviendo a enfrentarse a ellos—. ¡Solo me llevará días, y esta vez ustedes, malditos entrometidos, no estarán vivos para interferir!

Apuntó a Holmes, y estaba a punto de disparar cuando, de pronto, algo lo distrajo: un ahogado gruñido gutural. Los tres se giraron hacia la alcoba, donde Laura Langley, que seguía colgando de sus ataduras, se había desmayado. Pero no era ella quien centraba su atención; se trataba de Burguess, el pretendido oficinista, que en esos momentos parecía un ser sacado de una pesadilla.

Cuando Watson lo hirió había caído hacia atrás, hacia la alcoba, pero no había llegado más allá del barril de musgo del arrecife del Diablo, con el que chocó; pero al intentar sostenerse apoyándose en él había caído accidentalmente dentro, de cabeza. En ese momento comenzaba a emerger lentamente... y ya estaba cubierto de brotes, protuberancias y anémonas. Emanaba de él un repulsivo hedor a sal y cavernas marinas.

Se abalanzó tambaleante hacia ellos, jadeando y siseando como si fuera un buzo, pero entre toda esa palpitante masa de parásitos marinos, sus ojos seguían siendo espantosamente humanos..., y con otro borboteante y agónico gemido los dirigió hacia su amo, quien, a pesar de todo lo que había visto y hecho, se encontraba hipnotizado ante la visión y el hedor.

—¡Retroceda, Burguess! —gritó Rohampton—. ¡No me toque! ¡No se atreva!

Puede que Burguess no lo oyera, pero lo más probable es que no quisiera hacerlo. Pues en ese instante comenzó a dirigirse, ciego y tambaleante, hacia la única persona que sabía que, de alguna forma, podía ayudarlo.

—¡Burguess! —aulló Rohampton mientras retrocedía a gran velocidad con la Gatling a punto—. ¡Burguess, aléjese de mí!

El arma abrió fuego con un rugido ensordecedor, y su cañón escupió llamas y humo. El sirviente quedó destrozado allí donde se encontraba: cada impacto arrancaba jirones sangrientos de su carne destrozada. Se vio empujado hacia atrás, agitando los brazos, hasta que chocó contra la pared más alejada, y se deslizó lentamente, dejando un rastro de sangre y entrañas sobre los ladrillos que tenía a la espalda. Rohampton no se detuvo y siguió disparando y disparando; pero, al hacerlo, no se dio cuenta de que Holmes se ponía en pie, metía una mano bajo el gabán y extraía una afilada hoja.

Se trataba de la navaja plegable de Trent. El detective despreciaba todas las armas y esa herramienta de carnicero le resultaba especialmente repugnante..., pero, en momentos desesperados, había que utilizar todo lo que se tuviera a mano. Abrió el cuchillo en toda su longitud y, justo cuando el híbrido se giraba para enfrentarse a él, la cuchilla alcanzó su objetivo y se introdujo profundamente en el brazo izquierdo del americano. Rohampton jadeó y se retorció. La Gatling cayó y le golpeó en las rodillas.

Aprovechando la oportunidad que se le brindaba, Watson recogió su revólver.

—¡No lo haga, Watson! —le espetó Rohampton—. Los mataré a los dos... ¡Lo juro! —Pero esta vez no parecía estar demasiado convencido.

Como el brazo le colgaba inerte e inútil, y le chorreaba la sangre, tenía que luchar tanto para sostener la pesada arma, como para mantenerla apuntada hacia sus objetivos.

Jadeando desesperado en busca de aire, fue retrocediendo a través de la habitación llena de escombros y por la rampa, hasta llegar a la puerta.

—No han conseguido nada —les espetó, pero su voz traicionaba su estado. Llegó a la puerta y la abrió con el pie—. ¡Los convertiremos! —Y volvió a abrir fuego.

Holmes se lanzó bajo la mesa volcada. Watson se dirigió hacia el otro lado y se escondió detrás de uno de los contrafuertes del muro. Pero ninguno de ellos tenía que haberse molestado, pues la ráfaga recorrió sin éxito la habitación. Varias balas rebotaron y casi alcanzaron al propio Rohampton. Furioso, pero sabedor de que no tenía otra opción, este se giró y se perdió en las alcantarillas.

—¡Vamos, Watson! —gritó Holmes mientras salía rápidamente en su persecución.

—¿Se encuentra bien, querido? —le preguntó Watson, apresurándose por la rampa hasta ponerse a su lado.

—Nunca he estado mejor. Pero tenga cuidado: nuestro amigo Rohampton está librando una guerra por su raza. No será fácil acabar con él.

Resultó bastante fácil seguir la pista al americano. A pesar de la oscuridad que había en las alcantarillas, su sangre destacaba sobre los muros de ladrillo y se percibía como un remolino aceitoso sobre las sucias aguas. Aunque giró varias veces y se introdujo en varios corredores, no había llegado demasiado lejos cuando Holmes y Watson volvieron a verlo. Una vez más, se giró y los recibió desafiante con una ráfaga de la ametralladora. Al encontrarse en los estrechos confines del sistema de alcantarillas, la furiosa ráfaga fue bastante más mortífera, y los dos hombres se vieron obligados a sumergirse en la corriente.

—¡Aj! —exclamó Watson—. ¡Qué asco! La verdad es que no va a poder retenernos durante mucho tiempo. Ese cargador ya debe de estar prácticamente agotado.

—No necesita retenernos durante demasiado tiempo —le respondió Holmes—. Por allí, en alguna parte, tiene que haber una cañería de desagüe que conduzca al Támesis. Si llega hasta ella puede darse por libre.

—¿Qué quiere decir?

Holmes se apresuró.

—Por amor de Dios, Watson... Rohampton es un anfibio, y el Támesis desemboca en el mar. ¡Lo que quiero decir es que pronto escapará a un lugar en el que nunca nadie podrá alcanzarlo!

Cuando comprendió totalmente las implicaciones de esa afirmación, Watson se lanzó a una persecución frenética. Tomaron una curva muy cerrada y casi acabaron por el suelo. Rohampton se había detenido tan solo a unos diez metros de distancia. A su espalda había un agujero en la pared, ya que se habían caído unos ladrillos. Detrás podía oírse la fuerte corriente de la tubería de desagüe.

El híbrido soltó una enloquecida risotada.

—¡La humanidad está acabada, Holmes! —rugió—. ¡Y Londres será la primera en morir!

De pronto, las repugnantes aguas que tenía detrás se elevaron y explotaron, y lo único que pudieron ver fue que unas mandíbulas colosales se habían cerrado con fuerza alrededor de la cintura de Rohampton. Este soltó un penetrante alarido que quedó instantáneamente interrumpido cuando el cocodrilo guardián empezó a sacudirse de forma violenta —lo que envió una ola de fango sobre Holmes y Watson— y a rasgar y a retorcer a su indefensa presa como si fuera un manojo de jirones.

Los dos hombres no podían dejar de mirar, paralizados, desde donde se encontraban.

Durante lo que parecieron minutos, el gigantesco y famélico reptil mordió y arrancó la carne de su presa, sin importarle sus alaridos y gemidos; lo hizo girar una y mil veces, lo golpeó contra los muros de ladrillo para ablandarlo y volver a arrancarle algún pedazo, hasta que, finalmente, se lo tragó entero de varios mordiscos. Las aguas que rodeaban al animal se tiñeron de un rojo oscuro; se tragó los huesos y las entrañas como si fuera un dinosaurio. La ropa y los zapatos también desaparecieron; incluso la enorme ametralladora quedó doblada y destrozada debido al frenesí del ataque, y por poco no la engulló también.

Siguieron oyéndose los ecos de la matanza hasta mucho después de que hubiera terminado.

Cuando por fin fue capaz de moverse, Watson retrocedió lentamente, conmocionado.

—Gra... gracias a Dios que no le disparé a esa cosa..., o eso creo.

Holmes, que normalmente se mantenía con la cabeza fría en circunstancias semejantes, también se encontraba conmocionado por lo que había presenciado.

—Gracias a Dios —musitó.

—Por supuesto, ya sabe lo que esto significa —añadió finalmente Watson—: nadie nos va a creer. Es decir, no queda ni un fragmento del felón como prueba.

Holmes asintió.

—Por mucho que odie decirlo, Watson..., es un precio que ha merecido la pena pagar.

La bestia escamosa había vuelto a sumergirse en las sucias aguas, y solo resultaban visibles su espinosa espalda y sus malignos ojos carmesíes. Los observaba sin parpadear, famélica.