Un caso de sangre real Steven-Elliot Altman
Todo comenzó con un curioso cable que recibí una húmeda tarde de febrero cuando me encontraba en mi lugar favorito, los baños turcos que se encuentran en el 33 de Northumberland, uno de los establecimientos más discretos y solicitados de la ciudad. Después de darle instrucciones a mi ayuda de cámara para que fuera a buscar mis ropas, llamara a mi cochero y se cobrara un chelín de mi abrigo por sus servicios, me sequé con una toalla y volví a leer el cable, intentando llegar a creerme su contenido y procedencia. Decía:
«Estimado señor Wells:
Se precisa su ayuda en una investigación de especial importancia para la familia real de los Países Bajos. Se ruega comunique al señor S. Holmes si acepta participar.
Sec. de S. M. Emma de Waldeck-Pyrmont»
Mientras nos dirigíamos a Regent’s Park a través de los mal tendidos adoquines, en la parpadeante luz de gas, volví a leer otra vez la nota, preguntándome en qué se podría necesitar que yo ayudase al famoso Sherlock Holmes, un hombre conocido en toda Europa debido a sus increíbles habilidades en la investigación. Yo, un simple maestro y escritor de ficción, apenas lo conocía, excepto por las contadas ocasiones en las que cenamos juntos en compañía de nuestro mutuo amigo John Watson y por el conocimiento de sus casos, que compartía con todos los londinenses gracias a lo relatado por el Daily Press. El reciente matrimonio de Watson, así como su también reciente adquisición de una casa, le había exigido regresar a la práctica de la medicina civil, y me pregunté si, sencillamente, no desearía Holmes algo de compañía, y si el cable no sería más que un simple artificio.
El coche se detuvo ante el 221B de Baker Street y me bajé, indicándole a mi cochero que esperara mi regreso. Llamé al timbre y la casera de Holmes, a la que se había informado de mi posible llegada, me hizo pasar. Me condujo al estudio, donde me calenté las manos ante el fuego de la chimenea y me fijé en el escritorio del hombre, abarrotado hasta la saturación. La habitación olía a humo de pipa, y las pesadas cortinas daban a uno la impresión de encontrarse en un funeral. Sobre la mesa cercana a un sillón, bajo una vela en precario equilibrio, se encontraba un ejemplar de mi última novela, satisfactoriamente ajada y con señales de haber sido muy leída; sospechaba que la habían colocado allí para halagar, aunque el hecho en sí no me molestaba.
Unos pasos ligeros me anunciaron la llegada de mi anfitrión: de constitución delgada, el pelo alborotado, vestido con una bata morada y unas zapatillas persas de andar por casa. Los ojos vivos y las marcadas facciones eran exactamente como las recordaba, aunque tenía entonces un cierto nerviosismo que achaqué a la falta de sueño.
—Wells —exclamó en un tono que era, a la vez, familiar y confiado—, qué considerado por su parte llegar tan pronto a una hora tan tardía. —Me estrechó firmemente la mano, y luego sacó una caja de Burns & Hill y me ofreció uno.
—¿Qué demonios está pasando, Holmes? —quise saber, aceptando la oferta.
—Vamos, vamos, Wells —me respondió, mientras prendía una cerilla y encendía nuestros puros—. Lo conozco bien, debe de estar lleno de curiosidad. Y puede que, precisamente, se trate de demonios. Por favor, siéntese.
Movió su sillón para colocarlo frente al mío, y, con la parpadeante luz iluminándole la frente, esbozó una sonrisa sardónica.
—Veo que está usted trabajando duramente en su próxima novela, y que le han pagado bien la última. Y además, hace menos de una hora se encontraba usted en los baños de Northumberland.
—Así que hablando con mi editor... Y supongo que también habrá empleado su habitual red de irregulares.
—No —me contestó—. Simplemente me he dado cuenta de la mancha de tinta fresca que hay en el puño de su camisa y de que su aliento huele a Glenfiddich. No es una bebida que pueda permitirse un hombre pobre. Y solo he olido ese tipo de talco en dos lugares de Londres: un burdel de Camden, lugar que usted no suele frecuentar, y los baños que se encuentran en el 33 de Northumberland. Y sus uñas están impecablemente limpias.
Sacó del aparador dos vasos cortos y una botella de plata y los colocó en la mesa que había entre nosotros. Le mostré mi falta de interés, puesto que ya había bebido bastante para la hora que era y esperaba encontrarme pronto en compañía de mi esposa.
—Estoy bastante impresionado, Holmes. Y ahora haga el favor de explicar el contenido de este cable antes de que estalle de nervios.
Holmes se volvió a sentar y juntó los dedos.
—Estoy seguro de que es usted consciente, gracias a las dramatizaciones bastante elaboradas que realiza Watson de mis casos, de que no acepto ninguno que no encaje con mis criterios personales. Debe tratarse de algo que se produzca en circunstancias fantásticas o poco habituales, y que el investigador más experimentado no pueda resolver con facilidad. Además, la naturaleza del crimen debe ser de lo más oscura. Los crímenes de escasa importancia son siempre tremendamente aburridos de resolver, e invariablemente se producen debido a la pobreza, la avaricia o un amor no correspondido. Solo me interesa el mal más puro, aquellos casos que, a simple vista, parecen desafiar la lógica o la moralidad, crímenes que provienen de una fuente arcana, aunque mortal, que aún tengo que desvelar.
—Lo aplaudo, Holmes. Y asumo que este asunto holandés se trata de un caso de estas características, ¿verdad?
—Así es —respondió Holmes.
—¿Y cuál es el crimen? —le pregunté.
—Intento de asesinato de un miembro de la familia real, al parecer por parte de un poltergeist.
Me incliné hacia delante en mi silla y pedí esa copa que antes había rechazado. Holmes me sirvió un escocés doble.
—¿Un poltergeist, dice usted? Dígame que no cree en esas cosas.
Me taladró con una mirada que me dejó helado.
—¿Cree usted en esas cosas, Wells?
—No, no creo en ello, a pesar de que, como usted bien sabe debido a nuestras conversaciones, el estudio de las ciencias ocultas y de los mitos constituye la base de muchas de mis obras de ficción.
—¡Ah! —exclamó Holmes, con la luz danzando en sus grises iris—. Exactamente, querido Wells, y esa es la primera en la larga lista de razones por las que deseo reclutarlo: su amplio conocimiento en la materia en cuestión y, al mismo tiempo, su escepticismo respecto a su validez. Debido a los detalles de los que hasta ahora se me ha informado, estoy convencido de que ha habido un intento de asesinato, y de que un segundo intento se producirá de forma inminente. Todos los participantes creen que hay un espectro involucrado en el asunto, y esa creencia basta para darle color al crimen anteriormente mencionado. Nuestra misión consiste en exponer la falsedad de semejante pretensión, minarla y capturar a los responsables. Sin mencionar que la joven princesa Guillermina es, aparentemente, admiradora suya. ¿Vendrá conmigo a Holanda?
—¿Está usted seguro de que mis conocimientos servirán de algo?
—¿Qué es un poltergeist, Wells?
—Estoy seguro de que usted ya sabe, por haber consultado su Britannica, que poltergeist es un término alemán, en el que polter significa «ruido» y geist «fantasma». Un poltergeist es un espíritu sin cuerpo que alberga propósitos malignos. Sin embargo, un experto en ocultismo encontrará esta definición demasiado genérica y carente de significado, con poca utilidad en taxonomía y ninguna en propósitos prácticos. Yo mismo podría citar otras dos decenas de moradores de lo oscuro que pueden aplicarse específicamente a la mitología holandesa, pero primero necesitaría saber muchos más datos respecto a los sucesos observados. ¿Qué fue lo que vieron? ¿Quién lo vio y cuándo? Podría haber sido cualquier cosa, desde un maligno kobold a un fetch hogareño. ¿Qué ocurrió antes de...?
—Sí —afirmó él, interrumpiendo mi explicación—. Estoy totalmente seguro de que podrá ayudarme. Lleve suficiente equipaje para, al menos, una semana. Y asegúrese de llevar equipo para la lluvia; el clima de Holanda hace parecer a Londres un lugar cálido. Saldremos mañana del puerto de Harwich hacia Róterdam. —Y, con eso, se puso en pie, me estrechó la mano con fuerza y añadió—: Gracias, Herbert. Creo que encontrará este viaje realmente inspirador. —Y me deseó buenas noches.
Mientras volvía a entrar en mi coche miré hacia su ventana, pues alguien acababa de empezar a tocar el violín con un gran fervor; una sombría pieza de Liszt. Mi cochero arreó al caballo y nos pusimos en marcha en dirección a Whitechapel. Tenía poco tiempo para pensar en cómo iba a explicarle a mi mujer esta súbita aventura.
El capitán del vapor holandés Dordretch nos dejó viajar gratis en su buque, asegurándonos sus servicios personales. La libra esterlina estaba por entonces por encima del florín, pero la discrepancia carecía de importancia, ya que éramos huéspedes de la Corona; tuve que obligar a Holmes a que permitiera que nos tratasen como a tales. Daba la impresión de que Holmes no sabía demasiado acerca de los placeres terrenales, y de que le importaban poco los lujos que la riqueza puede proporcionar. Lo envidié debido a su resignación burguesa. En el viaje a través del Canal disfrutamos de buen tiempo y no hubo ningún problema, por lo que pasamos gran cantidad de tiempo en cubierta, discutiendo las intrigas políticas holandesas.
—Holmes, debo admitir que no estoy demasiado familiarizado con la actual familia real, dejando a un lado al rey Guillermo y a, ejem, su mucho más joven esposa, Emma —admití algo avergonzado—. Si me hace el favor de identificar a los jugadores...
—Es comprensible, Wells; hasta que el mundo está en guerra no se nos ocurre mirar más allá de nuestra puerta. En realidad, Su Majestad Emma de Waldeck y Pyrmont, nuestra encantadora anfitriona, es cuarenta y un años más joven que el rey, y, de hecho, es su segunda esposa.
—Ah, sí, la primera fue Sofía. Corren rumores de que él le pegaba —dije yo.
—Nunca confíe en la conjetura, querido Wells, especialmente en lo que respecta a los holandeses. Son orgullosos y protectores. —Me hizo observar a una pareja de ancianos que habían oído mi comentario y que ahora nos dirigían miradas furiosas.
—Tomo nota; continúe —dije.
—La reina Sofía le dio a Guillermo tres hijos: el príncipe Nicolás, el príncipe Federico y el príncipe Alejandro. Federico murió a los siete años; de meningitis. Al parecer, el médico de la corte equivocó el diagnóstico, y cuando Sofía pidió una segunda opinión el rey se la negó. Cuando el niño murió, Sofía, muy enfadada, abandonó al rey y regresó a su Württemberg natal.
—Bien hecho por su parte —dije alegre—. Pero tuvo que haber algún tipo de reconciliación; hubo un tercer hijo.
—Por supuesto, Wells, lo hubo: Alejandro, un año después. Se decía de Su Majestad que tenía bastante mal carácter, que era vengativa y caprichosa y que hizo que los niños odiaran a su padre. Otro hecho poco conocido es que era prima hermana del rey Guillermo.
—Qué escándalo —repuse, algo más alto de lo que era necesario, ante el comentario de Holmes.
—Los príncipes supervivientes también proporcionaron a Holanda una buena cantidad de escándalos —continuó— antes de que su madre falleciera de una enfermedad sin diagnosticar en el verano de 1877. Y entonces el rey se desposó con la joven Emma, lo que no hizo más que acentuar el abismo existente entre sus hijos y él. Nicolás fijó su residencia en París y Alejandro marchó a Suiza. Un año después, Emma dio a luz a una niña.
—La encantadora princesita Guillermina. Debe de tener ahora unos ocho o nueve años.
—Vaya, Wells, no estaba usted tan mal informado como me hizo creer.
—Y esta joven princesa es la víctima de nuestro intento de asesinato y de este supuesto hechizo.
Me puse en pie y me dirigí a la borda del barco, desde donde podían verse ya las hileras de molinos de viento, que en la distancia parecían alfileres ennegrecidos alineados a lo largo de la costa. Recordé de las lecciones del colegio que aproximadamente la mitad del país se encontraba por debajo del nivel del mar; los ingenieros holandeses se habían vuelto expertos en el colosal sistema de canales, diques y molinos que servía para extraer el exceso de agua del encharcado suelo, y hacer así emerger la tierra sumergida. Ahora mantenían una guerra constante para evitar que el mar reclamase el país.
—De acuerdo, Holmes, picaré el anzuelo y afirmaré que uno de los príncipes es el que ha creado este hechizo ficticio, movido, obviamente, por los celos y el afán de venganza.
—Y estaría usted totalmente equivocado, querido Wells. —Holmes se reunió conmigo en la borda—. Al menos, en lo que respecta a la elección del culpable. Los dos príncipes ya murieron; Nicolás en un duelo a causa de una mujer, y Alejandro de fiebres tifoideas.
Llegar a Holanda fue como retroceder diez años en el tiempo, tanto con respecto a la moda como por la falta general de instalaciones. Respecto a la cultura holandesa yo sabía muy poco, en concreto que se los conocía por criar a los hombres de negocios más duros y que adquirían gran cantidad de literatura inglesa con grandes descuentos. A pesar de que Holmes hablaba bastante bien el holandés, resultó que la mayoría de la población tenía amplios conocimientos del inglés de la reina y que, al contrario que los franceses, estaban dispuestos a demostrarlo en nuestra presencia.
Nos estaba esperando en el muelle un carruaje de primera clase junto con una escolta armada de cinco hombres. Inmediatamente, Holmes fue reconocido y saludado por un hombre gigantesco, de casi siete pies de estatura y diecinueve piedras[3] de peso, llamado Jan Gent, que poseía una barbita corta y una paciencia aún más corta. A pesar de que el capitán Gent era el paradigma de la cortesía militar, su tono y sus maneras dejaban claro que se encontraba preocupado.
—Bienvenidos a los Países Bajos. Se requiere su presencia inmediata en palacio. Por favor, vengan por aquí. —Esta sería la traducción aproximada de la bienvenida completa que le dirigió a Holmes.
Una vez trasladado nuestro equipaje, subimos al carruaje y en cuestión de minutos ya habíamos dejado el puerto atrás, con los soldados encima, en sus puestos. Los viandantes se detenían y nos observaban maravillados; deduje que no era demasiado normal ver por la zona soldados armados con fusiles.
—Capitán, ¿el público en general está informado de la amenaza a la princesa? —le preguntó Holmes a Gent.
—Hemos hecho todo lo posible para que la información no trascienda —contestó él en su mal inglés—. No obstante, estoy convencido de que existen rumores. Cerca de una media docena de sirvientes han dejado su empleo en palacio desde que todo esto empezó.
Holmes asintió.
—Voy a necesitar una lista con sus nombres y otros datos.
—Por supuesto. ¿Desea que los llamemos a todos para ser interrogados?
—Es algo pronto para ello —contestó Holmes—. Pero recordaré esa posibilidad.
Holmes dirigió mi atención hacia algunas marcas importantes del terreno mientras el fuerte olor de los muelles y los bastos adoquines de Róterdam se transformaban rápidamente en la prístina y elegante arquitectura de Den Haag, o La Haya, como la llamábamos nosotros, los ingleses. El palacio de Noordeinde, residencia actual de la familia real, surgió al final de un bello camino, rivalizando con el monumental esplendor de cualquier alojamiento real británico. La estructura estaba formada por unas enormes arcadas de mármol de estilo romano que, además, resguardaban a los hombres y mujeres que se refugiaban allí huyendo de un grupo de nubes negruzcas que se cernían amenazadoramente sobre ellos.
El cochero se detuvo ante la puerta principal y, mientras el buen capitán le abría la puerta a Holmes, surgió de las sombras una niña de unos doce años que se abalanzó sobre nosotros, aferrando en su manita un ramillete. En un instante, nuestros guardias apuntaron con sus fusiles, y el capitán desenvainó su sable y mantuvo el filo de su hoja amenazadoramente cerca de la garganta de la niña. Tras dejar caer el ramillete, la niña empezó a llorar y sollozar. Holmes se arrodilló y recogió del suelo los tulipanes envueltos en tela. Una vez bajaron las armas, el capitán volvió a envainar el sable y pidieron las disculpas, se llevaron a la niña de allí.
—Están realmente nerviosos —susurró Holmes mientras Gent nos conducía a través de las puertas. A cada giro y contragiro del edificio nos encontrábamos con guardias que se cuadraban a nuestro paso, con ojos fieros y enrojecidos debido a lo que Holmes dedujo como falta de sueño, admitiendo que conocía bien los síntomas.
Nuestros alojamientos consistían en dos habitaciones contiguas, cuyo esplendor y buen gusto ya se puede usted imaginar. Nos refrescamos y nos preparamos para nuestra audiencia con la reina. Gent llegó poco después para conducirnos, a través del salón real, hasta la salita de té, una lujosa pieza que no se parecía en absoluto a ninguna otra que hubiera visto al pasar, con hermosas alfombras europeas de seda, librerías llenas de volúmenes muy leídos, una chimenea, candelabros de cristal y varias sillas y sillones muy cómodos. Mientras esperábamos, el capitán dispuso varios guardias más a cada extremo del corredor y Holmes y yo observamos en silencio la habitación.
—Una atmósfera totalmente propia de un encantamiento, ¿eh, Holmes?
—Por supuesto —dijo a nuestras espaldas una suave voz acostumbrada a mandar. Nos giramos para recibir a Su Majestad Emma de Waldek-Pyrmont, una belleza morena de unos treinta años, con rosadas mejillas y sensatos ojos verdes, que llevaba un vestido atemporal que denotaba de gran riqueza. Pareció deslizarse, en lugar de andar, al acercarse hasta quedar ante nosotros.
—Disculpadnos si no nos inclinamos, Majestad —dijo Holmes con respeto.
—No se disculpe —respondió ella graciosamente, al parecer complacida por la presencia de Holmes—. Ustedes son súbditos de una reina inglesa. Y, en estos momentos, nuestros distinguidos invitados.
—Dankuwel. —Holmes le besó la mano—. Wij zijn hoogst vereed.
—U bent meer dan welkom, señor Holmes —respondió la reina—. Uw Nederlandsch es uitstekend. —Y entonces, cambiando fácilmente al inglés, añadió—: Pero acojamos a su compatriota, el señor Wells. Caballero, usted también es bien recibido. Como pronto descubrirá, mi hija es una tremenda admiradora de su Crónica de los argonautas. Y en cuanto a nuestra atmósfera encantada, estoy de acuerdo con usted. Por favor, tomen asiento.
Holmes y yo nos sentamos en sillas opuestas. La reina se colocó ante la chimenea, dándonos la espalda, como si la historia que estaba a punto de contar la hubiese dejado repentinamente helada.
—Fue en esta misma habitación, caballeros, donde fue atacada mi hija, Mina. Acababa de caer la noche y estaba sentada en la misma silla que ha escogido usted, señor Wells, sola, leyendo a la luz de las velas. La puerta estaba cerrada desde el interior.
Holmes asintió para sí mismo, desviando la mirada hacia la puerta para examinarla.
—Un ruido llamó su atención y levantó la vista. Ya no estaba sola. Estaba... la niña.
—¿La niña? —pregunté yo, aún más interesado debido al énfasis que había dado a la frase.
—Sí, señor Wells, así es como llamamos a este intruso invasor y claramente maligno.
—¿Así que debo inferir que se ha visto a esta niña en más de una ocasión? —preguntó Holmes.
La reina se giró hacia nosotros, su rostro ahora privado totalmente de color.
—Desde el ataque, se la ha visto en siete ocasiones hasta la fecha.
—De ahí el extendido sentimiento de sospecha que existe entre vuestros guardias y el incidente excesivamente exagerado del que fuimos testigos en vuestra puerta, y que involucraba a una niña —comentó Holmes.
—¿Habéis visto en persona a la niña? —pregunté yo.
Ella asintió, evidentemente aterrada.
—Una vez, al despertarme en mi dormitorio.
—¿Podríais describírnosla, por favor?
La reina empezó a gesticular.
—Su aspecto es el de una joven morena de unos dieciséis años. Su piel es de un blanco lechoso, sus ojos oscuros. Va vestida de lino blanco y se mueve con una gracia innatural. Ella...
—Por favor, no os calléis ningún detalle —le indicó Holmes cuando ella hizo una pausa—. Os aseguro que no hay motivo alguno para no contarlo todo, ni siquiera por motivos de incredulidad o discreción.
La reina asintió y dijo:
—Para ser honestos, se parece asombrosamente a la propia Mina... —Volvió a hacer una pausa.
Holmes me hizo una seña para que yo continuara.
—Por favor, Majestad, seguid —le dije.
La reina inspiró profundamente.
—Mina, inocentemente, le preguntó cómo se llamaba y ella no quiso contestar, simplemente se humedeció los labios y le susurró a Mina su propio nombre. De alguna forma, Mina supo que estaba en peligro y empezó a chillar, tirándole libros a la niña y corriendo por la habitación para mantenerse alejada de ella. El capitán Gent oyó los gritos y echó la puerta abajo...
—Continuad, Majestad. ¿Qué vio el capitán cuando entró?
—Encontró a Mina inconsciente, con manchas de sangre en el cuello y en el camisón —contestó ella valientemente.
Holmes y yo nos levantamos y nos dirigimos hacia la puerta. Él examinó el lugar en el que el cerrojo aseguraría la puerta.
—Esta puerta ha sido forzada, al parecer mediante varias patadas. Mire aquí, estas grandes marcas en la madera.
Mi atención se había centrado en otra parte, en una mancha extraña; la huella de una mano, solo visible desde un ángulo determinado debido al parecido con el color y la textura de la madera, situada al nivel del pecho, sobre la superficie exterior de la puerta.
—Holmes, mire esto —le dije.
Holmes sacó su lupa mientras la reina se acercaba rápidamente para observar lo que habíamos encontrado.
—Ciertamente, se trata de sangre —dijo él.
—Da la impresión de que esta huella ensangrentada se hizo a la entrada, no a la salida —comenté yo.
—Haced el favor, Majestad, de colocar vuestra mano sobre la puerta para poder examinarla —pidió Holmes, y ella colocó su delicada mano sobre la huella.
Holmes bajó su lupa.
—Parece tener el tamaño de la mano de una niña. Ciertamente, no la hizo la manaza de vuestro hombre, Gent.
—Podría ser la huella de Mina —sugerí yo—, dejada después del ataque.
—Pero estaba inconsciente cuando Gent la sacó de la habitación —replicó la reina.
—¿Cuánto mide Mina? —preguntó Holmes.
—Apenas un metro.
—Unos tres pies; no es lo suficientemente alta como para poder haber dejado esta huella. La uniformidad de la marca de sangre sugiere claramente un empujón hacia delante realizado por una niña no más alta de cinco pies y dos pulgadas y no más baja de cuatro pies y nueve pulgadas.
—Muy curioso —dije yo. Y luego, volviéndome hacia la reina, pregunté—: ¿De dónde provino la sangre de Mina? ¿Resultó herida?
La reina nos miró confundida.
—No encontré ninguna herida en Mina, aunque su cuello estaba tremendamente magullado. La bañé yo misma.
—Bien, pues alguien sangraba por algún lado —afirmó Holmes—. ¿Existe algún mito referente a una extracción de sangre sin que se produzca herida alguna, Wells?
—Ninguno que yo conozca —contesté—. Excepto el del Nachzerer, el equivalente alemán del vampiro rumano. Pero, según la leyenda, debería haber heridas de salida, señales de mordiscos.
—De acuerdo —accedió Holmes. Volvió a dirigirse a la reina—. Nos habéis dicho que examinasteis minuciosamente a vuestra hija y que no encontrasteis heridas semejantes.
—Ninguna, señor Holmes, se lo aseguro.
—Disculpadme si os hago una pregunta delicada, Majestad. ¿Ha empezado vuestra hija a menstrueren?
—Nee, señor Holmes. Nacht neet.
Holmes hizo un ruido agudo para sí mismo y luego dijo:
—Debemos asumir que la sangre de la huella y la que se encontró sobre la princesa provenían de heridas desconocidas, producidas antes del ataque. ¿Puedo solicitaros ahora, Majestad, tener una entrevista con vuestra hija?
—Por supuesto, los conduciré hasta ella —contestó.
Nos dirigimos entonces por el corredor, precedidos de guardias, hacia los aposentos de la princesa. La reina entró sola, dejándonos esperando fuera, mientras los guardias ocupaban sus puestos. Aproveché el momento para preguntarle a Holmes:
—¿Sospecha de alguna traición cometida por el capitán Gent? Ciertamente, estaba dispuesto a abatir a esa niña de los tulipanes.
—Cierto —contestó Holmes—, pero contuvo su mano.
—¿Quizá debido a nuestra presencia?
—Un punto de vista interesante, Wells, y se encontraba previsoramente presente en ambas ocasiones; no obstante, no veo qué motivo podría tener. Si le deseara a la princesa el menor mal, su inteligente madre se habría dado cuenta. No, por lo que he observado se trata simplemente de un hombre de acción, extremadamente leal, aunque algo impetuoso. Un hombre honesto.
Asentí, mostrándome de acuerdo.
—Intente averiguar de la princesa todos los detalles que considere oportunos, Wells. Proceda como si realmente tratara de demostrar que se trata de un auténtico encantamiento.
—De acuerdo —contesté yo—. Actuaré como si fuera un creyente.
La voz de Su Majestad proveniente del interior nos hizo pasar.
El dormitorio de la princesa era el sueño de todo niño, lleno de cualquier juguete imaginable, cada uno en su soporte adecuado. La princesa estaba rodeada por al menos media docena de almohadas, en una cama con dosel, tapada con sábanas limpias mientras disfrutaba de su cena sobre una bandeja de plata. La niña realmente se animó al presentarnos ante ella, se quitó las sábanas de encima a patadas y saltó a los pies de la cama para ir a saludarnos.
—Mi hija, Guillermina —la presentó su orgullosa madre.
—Es un placer, señor Holmes, señor Wells —nos saludó Mina con una voz que podría haber pertenecido a una chica que le doblara la edad—. Oh, este es un día gozoso. ¡Madre, te aseguro que ya estoy curada!
—Tranquila, Mina —le dijo la reina—. Los médicos han ordenado que permanezcas en cama otros tres días.
—Sí, madre —aceptó la princesa. Y entonces se volvió y empezó a rebuscar en un montón de libros que tenía bajo las sábanas, hasta que levantó un volumen que me resultaba familiar—. Mire, señor Wells, tengo las Crónicas de los argonautas aquí mismo, conmigo.
—Me siento muy honrado, Alteza —le contesté.
—Hemos oído hablar del peligro en el que os encontráis —dijo Holmes, volviendo a la misión que teníamos entre manos—. De la niña que trató de haceros daño.
Mina no se resistió, ni mostró miedo alguno, a contar el ataque, siendo su historia idéntica a la de su madre, debido, sin duda, al hecho de que la reina la había narrado con meticulosa precisión.
—¿Visteis si la niña tenía sangre en las manos? —le pregunté cuando acabó.
—No —me contestó ella.
—¿Olía a algo raro?
Ella pensó en la pregunta un momento y luego contestó:
—Sí, creo que olí algo raro; eso hizo que levantara la vista del libro. Olía a pino. A bosque.
—Qué extraño —comenté yo—. ¿Y qué fue lo primero que hizo que os dierais cuenta de que os encontrabais en peligro?
De nuevo, volvió a reflexionar antes de revelar:
—La forma en la que susurró mi nombre. Su voz no parecía normal.
—¿Y eso?
—Sonaba furiosa, y como si no fuese la suya —contestó Mina.
—Y por favor, decidme, ¿qué estabais leyendo antes de que ella apareciera?
La niña dudó, casi imperceptiblemente.
—Era un libro de cuentos de hadas —contestó bajando la voz—, de Hans Christian Andersen.
—Gracias, Alteza. Ahora os dejaremos terminar la cena —dijo Holmes, terminando con nuestra entrevista.
—Pero, esperen, tengo algo para ustedes, un regalo —nos dijo—. Madre, ¿podrías traerme mi joyero?
La reina se acercó a un buró, hizo lo que se le pedía y depositó la caja sobre la bandeja de Mina. La niña rebuscó en la caja y cogió una bolsita de la que sacó dos piezas brillantes.
—¡Aquí están! —anunció.
Al ver los dos anillos idénticos de plata, la reina regañó a su hija en holandés:
—¡Mina, dat zinj ringen van je grootmoeders erfgoed! —«Los anillos fueron un regalo de su abuela», me tradujo Holmes al oído.
—¿No puedo hacer con ellos lo que quiera, madre?
La reina accedió a lo que quería la princesa, ya fuera por orgullo al estar en nuestra presencia o porque fuera incapaz de negarle nada a su hija, eso nunca lo podremos saber. Holmes habría rechazado los regalos si yo no lo hubiera agarrado del puño de la camisa en ese mismo momento.
—Será un honor —dije, alargando la mano para recibir los dos anillos y dándole uno a Holmes. Me deslicé la hermosa joya por el anular de la mano derecha y admiré su brillo. Holmes se puso el suyo con fingida gratitud.
—Están bendecidos por Su Santidad, el papa Gregorio, ¿verdad, madre?
La reina asintió, y Mina elevó su menudo cuerpo hasta ponerse de rodillas y me susurró algo al oído.
—Lo conservaré siempre —anuncié a toda la habitación, con la mano sobre el corazón, mientras dejábamos a la joven princesa con sus libros.
Ya en el pasillo, la reina nos explicó:
—Como han podido ver, la niña tiene tendencia a dramatizar, rasgo que ha heredado de su padre.
Para no perder la oportunidad, Holmes respondió:
—¿Podría preguntaros, Majestad, dónde se encuentra actualmente el rey Guillermo?
—El rey se encuentra en este momento en el patio, señor Holmes. Si así lo desea, puedo pedirle que le conceda una audiencia. Aunque, debo advertirle, él no comparte mi preocupación por estos asuntos, y rechaza totalmente cualquier explicación sobrenatural.
—¿Cómo describiríais la relación actual entre vuestra hija y vuestro marido? —le preguntó Holmes.
—Adoración desde la distancia —contestó la reina después de pensárselo mucho. Llamó a una dama de compañía y le dio instrucciones en holandés, y luego se volvió de nuevo hacia Holmes—. Le he enviado a mi marido un mensaje respecto a su petición, pero pasará algún tiempo antes de que obtengamos su respuesta.
Holmes no perdió el tiempo.
—Gracias, Majestad. ¿Podría hablar ahora con los miembros de vuestro servicio que también han visto la aparición?
Uno a uno, fueron trayendo a nuestra presencia a guardias, doncellas, lacayos y personal de la cocina, y mantuvimos nuestras entrevistas en presencia de la reina, solo para descubrir que ella relataba los sucesos mucho mejor que aquellos que los habían experimentado de primera mano, pues recordaba con una precisión sorprendente detalles que ellos habían olvidado; quién había visto qué y cuándo, cada plancha del suelo que chirriaba y cada luz que parpadeaba. Demostraba una diligencia como solo podía tener una madre que realmente temiera por la seguridad de su hija.
Cenamos con la reina espléndidamente, aunque no voy a dar detalles, baste con decir que fue una de las mejores comidas de toda mi vida. Después tuvimos una audiencia con el rey en su despacho privado.
El rey Guillermo III era un caballero de poco más de setenta años, alto, como la mayoría de sus súbditos, con una ligera calvicie, una poblada barba blanca, nariz aguileña y mejillas rubicundas. Sus ojos poseían una mirada que desarmaba y su actitud delataba una impaciencia sin sentido. Resultaba difícil verlo con la joven reina, aunque he observado que esas cosas suelen funcionar de forma diferente entre la realeza. Felicitó a Holmes por la gran reputación que poseía entre las comunidades europeas respetuosas de la ley, elogio que Holmes agradeció.
—Señor Holmes, soy un hombre cansado —declaró—. He sobrevivido a una esposa y tres hijos. Solo últimamente he conseguido un cierto equilibrio económico para la nación. No dejo de pensar en el momento, espero que cercano, en el que pueda sentarme en la costa a pescar. Su Majestad la reina y la princesa representan la segunda oportunidad que me ofrece la vida, y pretendo mantenerlas protegidas.
—Somos vuestros servidores ante esa misión —afirmó Holmes.
—Se lo agradezco mucho —contestó el rey—. Hay alguna oscura maquinación bajo mi techo, y pretendo acabar con ella. Por lo tanto, comience con sus preguntas.
—¿Posee vuestra real casa algún enemigo que podríamos considerar sospechoso?
—Ninguno, caballero —respondió el rey—. En la actualidad, los Países Bajos no mantienen ninguna disputa abierta.
—¿Y en lo que respecta a enemigos personales, Majestad?
El rey lo pensó bastante tiempo, con profundidad, y luego dijo:
—Debo admitir, con tristeza, que esta casa estuvo una vez dividida. Mi difunta esposa, Sofía, puso a mis hijos en mi contra; el anuncio del nacimiento de la princesa Mina no fue bien recibido por ninguno de ellos. No obstante, esta disputa ya se había solucionado en el momento del fallecimiento del príncipe Alejandro.
—Fue durante un tiempo el jefe de los francmasones, ¿verdad? —preguntó Holmes.
—Cierto, aunque, como ocurría con la mayor parte de las diversiones en las que se involucraban mis hijos, transcurrió poco tiempo antes de que lo dejara. En este caso en concreto, lo dejó antes de lo que solía. Alejandro era demasiado apasionado e impulsivo para el gusto de los masones.
Ante la mención de los francmasones, deseé desesperadamente poder preguntar más cosas, pues el hecho de que hubieran estado involucrados durante cierto tiempo en las artes innaturales exigía esa atención por la que, precisamente, se me había llevado hasta allí. Pero una rápida seña de Holmes hizo que guardara silencio.
—Dankuwel, zijne Majesteit —dijo Holmes, acabando con la entrevista e inclinando su cabeza en señal de respeto—. Os dejaremos para que podáis gobernar vuestro país.
Fue un día muy largo, repleto de historias extrañas e imágenes extranjeras. Cuando regresamos a nuestros alojamientos, me senté en el borde de la cama y observé mi cansado reflejo en el adornado espejo. Holmes aún estaba lleno de energía; me pregunté qué hechicería emplearía para mantenerse tan activo.
—No se prepare aún para irse a descansar, querido Wells; todavía tengo una tarea más para usted antes de que acabe el día.
Suspiré.
—Claro, Holmes, siempre a su servicio.
—Me gustaría que fuera a ofrecerse para contarle un cuento a nuestra joven princesa antes de dormir.
—Debe de estar bromeando. Sería realmente poco apropiado hacer algo semejante sin consentimiento real.
—Y aun así, hablo muy en serio —replicó Holmes—. Y dele a elegir: una historia alegre y otra de miedo.
—Puedo asegurarle que no entiendo el motivo.
—Como mínimo, Wells, conseguirá que ella le deba un favor. Algún día será reina.
Le miré con solemnidad, tratando de dilucidar su auténtico propósito.
—Y usted estará...
—Atendiendo otros asuntos. Por cierto, ¿qué le susurró la princesa después de regalarnos esto? —me preguntó, señalando el llamativo fulgor de su dedo.
—Me dijo que se suponía que nos protegerían del demonio. —Holmes arqueó una ceja—. No creerá que todo el asunto no es más que el intento de una niña por atraernos aquí, ¿verdad?
Holmes apoyó su delgado cuerpo contra la jamba de la puerta y lo meditó cuidadosamente.
—Wells, toda esta familia está tratando de decirnos algo, y no solo la princesa. Pero no están seguros de qué están tratando de contar. Es algo que intuyen; el rey con su conciencia culpable, la reina con sus sospechas y la princesa con sus regalos para protegernos. Toda la casa está atrapada por una quimera; es un sorprendente despliegue de conocimiento trascendental. —Mientras yo digería sus palabras, se enderezó y añadió—: Ahora vaya a contarle un cuento a la princesa. Nos reuniremos de nuevo aquí cuando el reloj marque las diez.
Observé cómo Holmes se marchaba, tan silencioso y discreto que los guardias del pasillo no lo vieron. Me acerqué a ellos poco después y les pedí que me escoltaran a la habitación de la princesa, cosa que, para mi sorpresa, hicieron sin dudar. La princesa pareció encantada de verme.
—Tengo unas historias que estoy preparando, Alteza —le comenté, como si le estuviera confiando un importante secreto—. Una de ellas trata de un fantástico viaje que realizan unos hombres a los que disparan desde un cañón para que aterricen en la Luna; la otra habla de un científico loco que transforma animales en unas criaturas medio humanas.
—Cuénteme la del científico loco, por favor, señor Wells —me respondió ansiosa.
Regresé a nuestros alojamientos para encontrarme con Holmes tumbado sobre la cama, totalmente vestido, con las manos bajo la cabeza, esperándome.
—¿Qué eligió? —me preguntó, con algo de fanfarronería.
—La más terrorífica historia que jamás haya imaginado —le respondí—. Casi me asusté yo.
—No me sorprende —me replicó—, teniendo en cuenta lo que ha estado leyendo últimamente. —Se sentó y empezó a relatarme su última hora—. Me preocupaban dos cosas con respecto a la princesa Mina. Primero: el hecho de que, al parecer, se encerrara en la salita de té para leer; ¿por qué hacer algo así, a menos que temas que te pongan objeciones al objeto de tu lectura? Segundo: tuvo un instante de duda cuando usted le preguntó sobre lo que leía justo antes del ataque.
—Su madre estaba presente —sugerí.
—Por supuesto —respondió Holmes—. Así que examiné detenidamente los contenidos de las librerías sin encontrar nada sospechoso, por lo que me senté en la misma silla y me dispuse a observar. Y entonces lo vi: una moldura de cierta longitud, que ocupaba una longitud diferente de la pared opuesta, lo que reveló con rapidez una estantería oculta.
—¿Qué contenía, dígame, si no le importa? —le exigí mientras me abotonaba el camisón.
Bajando la voz, me contestó:
—¿Ha oído hablar alguna vez de un texto antiguo llamado el Necronomicón?
—Holmes, dígame que está de broma —susurré—. El libro es ficticio, solo existe por los rumores. El título se traduce del griego como «libro concerniente a los muertos».
Holmes asintió con gravedad.
—Sí, Wells, aunque su contenido sugiere propósitos aún más arcanos. Unos rituales referentes a la manifestación de demonios. Mírelo usted mismo.
Sacó de su maletín de viaje un oscuro libro de gran tamaño, encuadernado en cuero sin tratar y del que se desprendía un olor a moho; me lo entregó. Abrí una página al azar y me encontré con un absurdo encantamiento, tediosamente escrito a mano sobre el amarillento pergamino y acompañado por un críptico diagrama. Quise denunciar su falsedad de inmediato, pero la rareza de lo que tenía en las manos evitó que proclamara mis dudas en voz alta.
—Holmes, es una injuria pensar que la princesa...
—Cálmese, hombre —me dijo Holmes, y bajó la voz—. Creo que ella se limitó a encontrar el libro, que, sospecho, debió de pertenecer a su hermanastro Alejandro. Había otros libros ocultos allí, incluido el despreciable Cultos innombrables de Von Junzt, y ciertos textos que solo posee la alta jerarquía de los francmasones.
—Entonces, ella solo es culpable de volverlos a esconder. —Suspiré, aliviado.
—Sí, Wells; aunque rezo para que su inocente y joven mente no haya sido capaz de entender las oscuras implicaciones de lo que haya leído hasta ahora. Pero el hecho permanece; el libro está aquí, y eso, desde mi punto de vista, eleva las apuestas considerablemente. También encontré una serie de cartas de una mujer llamada Elisabeth Cookson, que mantuvo relaciones ilícitas con uno de los príncipes, si no con los dos, y, bastante posiblemente, incluso con el mismísimo rey.
—¿Ha traído también las cartas?
—No, las volví a guardar. Y, en cualquier caso, estaban escritas en holandés. Ella será el centro del delicado interrogatorio de mañana. —Con eso, Holmes estiró la mano para recuperar el libro y yo se lo devolví, algo perturbado por la intensidad que él había demostrado.
—Y ahora duerma, Herbert. Yo haré la imaginaria de esta noche.
—Holmes, ¿no hay nada que lo canse? —le pregunté, asombrado por su energía.
Holmes se levantó y me respondió mientras se dirigía hacia la puerta.
—No mientras siga activo ese demonio.
Apagó la única vela de la habitación y me dejó a merced de mis oscuros pensamientos.
Quizá debido en partes iguales a mi naturaleza errabunda, a la terrorífica historia que le conté a la princesa, a la extraña atmósfera que rodeaba el palacio y a la enfermiza impiedad que contenían las páginas de ese maligno libro, caí presa de la más elaborada pesadilla.
Comenzó con un solitario meteorito que se dirigía a la Tierra desde el más lejano cosmos, y que se estrelló en algún lugar desierto y despoblado, desplazando toneladas de arena y grava a millas de distancia. No era ningún lugar de la Tierra que yo pudiera identificar con facilidad; aunque me estremecí al pensar lo que podría ocurrir si una de esas rocas llegara a caer en una ciudad habitada como nuestro Londres. Al acercarme, vi cómo caían escombros para revelar la verdadera naturaleza del objeto: no era un meteorito, sino un recipiente cilíndrico de algún tipo, de unas treinta yardas de longitud, compuesto de un metal que no pude identificar y de un color indescriptible.
Estaba observándolo, a la vez entusiasmado y nervioso, cuando la parte superior circular del cilindro empezó a rotar y me di cuenta de que había vida a bordo del objeto caído de las estrellas. Me acerqué flotando, transfigurado, temiendo a la cosa dañada que emergería de allí, e intenté despertarme, sin éxito, cuando el primer tentáculo pegajoso salió reptando de entre las ruinas. Y entonces, para mi horror, le siguieron más apéndices trémulos (su número era difícil de captar debido a sus agitados y temblorosos movimientos), y cada uno de ellos acababa en algo parecido a ojos. En ese momento apareció un cuerpo redondo de gran tamaño, de un color grisáceo, que salía lenta y dolorosamente del cilindro. La cosa oscura era grotesca y, ciertamente, no pertenecía a este mundo.
Cuál no sería mi sorpresa cuando varias decenas más de esos cilindros cayeron de forma similar, y pronto se reunió allí al menos un batallón de esas repugnantes criaturas. Mientras las observaba en su improvisado asentamiento, descubrí que su inteligencia y habilidad alienígenas superaban con mucho las de la humanidad. Esas cosas oscuras poseían un idioma que no pude descifrar, compuesto de agudos gemidos, y cada vez que hablaban hacían que me embargase un miedo primordial.
Fue transcurriendo el tiempo a intervalos cada vez más rápidos, y me di cuenta, agradecido, de que esta visión no era del futuro de la Tierra, sino de su más lejano pasado. Mientras, vi cómo esas criaturas colonizaban y domesticaban el entorno primordial que las rodeaba.
La vida en la Tierra no había evolucionado más allá de rudimentarios organismos multicelulares y vegetación primaria, pero las cosas oscuras utilizaron técnicas que no puedo ni siquiera aventurar para inducir y persuadir a esta vida indígena a que evolucionara de la forma que ellas precisaban. Sacaron de los océanos enormes glóbulos protoplásmicos que fusionaron, y de la recién surgida vida vegetal crearon unas pulposas y bulbosas criaturas bípedas, experimentando después con cada una de ellas para moldear sus tejidos y crear todo tipo de órganos temporales.
Criados como esclavos, estos elementales sin mente trabajaban infatigables durante la noche y se los encerraba durante el día como si fueran ganado, se los trataba con crueldad y sus amos los controlaban mediante algún tipo de lazo telepático. Las cosas oscuras utilizaban estos esclavos, creados con extremidades más habilidosas que las suyas, capaces de cargar y manipular grandes pesos, para construir su ciudad y realizar todo tipo de tareas. Me vinieron a la mente las imposibles pirámides de los egipcios, a pesar de que su escala era diminuta en comparación con las mastodónticas espirales de la emergente ciudad de las cosas oscuras.
Transcurrieron los milenios y los esclavos comenzaron a desarrollar tendencias rebeldes periódicas, más importantes durante determinadas fases de las estrellas. Aparentemente, los problemas derivaban del hecho de que estos esclavos habían empezado a cazar y alimentarse de varias nuevas especies terrestres que evolucionaban ajenas al control de sus amos. Adquirieron un cierto gusto por la sangre, y eso empezó a cambiarlos sutilmente. A los problemáticos se los castigaba mediante el uso de una aleación alienígena parecida a la plata. Cuando les obligaban a llevarla, las criaturas volvían a someterse en cierto modo. A los peligrosos se los exterminaba de diferentes formas: a los marinos mediante descuartizamiento sónico, y a los terrestres mediante unos curiosos artefactos incendiarios manuales.
Y entonces sucedió que algún gran desastre que yo no pude ver golpeó salvajemente nuestro mundo prehistórico, algo tan grande que acabó con la atmósfera e hizo aparecer la Luna. Las cosas oscuras sobrevivieron, aunque su magnífica ciudad quedó sumergida varias millas bajo el mar. Se vieron obligadas a observar, impotentes, cómo se deshacía todo su proceso colonizador bajo el avance de grandes masas de hielo que cubrieron y sacudieron la Tierra.
Las cosas oscuras hundidas que nacieron de las estrellas se encerraron en capullos y cayeron en un letargo parecido a la muerte, en lo más profundo del océano.
Pasaron eones y, lentamente, el mundo empezó a recuperarse, dando origen con el tiempo a todo tipo de razas y civilizaciones, mientras las cosas oscuras permanecían atrapadas bajo el mar. Volvieron a transcurrir varias eras antes de que la humanidad, por fin, caminara erguida sobre tierra seca, y entonces, en algún lugar, una de las cosas oscuras se desperezó. Por alguna razón, los primitivos cerebros cromañones eran susceptibles a la comunicación telepática con las sepultadas cosas oscuras, que los llamaron en sus sueños y les hicieron manifestar conductas de lo más innatural que interfirieron con su evolución. Se les transmitieron a estos primeros hombres ritos secretos, métodos perdidos en épocas pasadas; y la humanidad quedó dividida entre aquellas tribus que respondieron a la llamada de las cosas oscuras y aquellas que permanecieron sordas a su influencia. Observé, horrorizado, cómo esta división enseñaba a nuestros predecesores el concepto del asesinato.
Las cosas oscuras susurraron a sus fieles que algún día, cuando la Tierra se hubiese calentado lo suficiente, su magnífica ciudad volvería a surgir de las profundidades y se uniría de nuevo a la costa de la que se desgajó, y yo...
Afortunadamente, desperté sobresaltado de esa terrorífica pesadilla gracias a la insistencia de Holmes para que fuéramos a desayunar antes de embarcarnos en el arduo día de trabajo que nos había preparado.
Me vestí a duras penas mientras la pesadilla se desvanecía, y no fui demasiado hablador durante nuestra comida juntos, sorprendido por mi enorme y grotesca imaginación.
Para cuando me hube librado completamente del sueño, me encontré zarandeado dentro de un carruaje, con el capitán Gent sentado frente a mí y Holmes a mi izquierda.
—Exactamente, ¿adónde vamos? —quise saber.
—Al manicomio público de Leiden —dijo Gent.
—¿Quién de nosotros ha llegado a ese extremo? Debo de ser yo.
—Qué gracioso, Wells —dijo Holmes—. Cuando esta mañana le expliqué al capitán Gent que Su Majestad el rey nos había mencionado el nombre de Elisabeth Cookson como posible sospechosa, descubrí, para mi sorpresa, que él ya estaba al tanto de ella.
—Exacto —contestó Gent—. Fui yo quien la condujo al manicomio desde palacio no hará ni seis meses. El mismo camino que están siguiendo ustedes ahora.
—Exactamente, ¿qué es lo que sabe usted de esta mujer? —le pregunté, siguiendo la jugada de Holmes.
—Bajo una estricta confidencialidad, le diré que era una prostituta que tuvo durante un tiempo algún tipo de relación con el joven príncipe Alejandro. Tras su muerte, acudió a Su Majestad el rey exigiendo una recompensa y farfullando todo tipo de tonterías melodramáticas. La última vez lo hizo ocultando una daga en su cuerpo. Se lo aseguro, está totalmente loca.
—Qué extraño que el rey concediera audiencia a una prostituta —señalé yo.
—Nuestro buen rey siempre está disponible para todos sus súbditos —respondió Gent, defendiendo a su soberano.
—Por supuesto —dijo Holmes.
Las puertas del manicomio se abrieron de par en par sobre bisagras oxidadas, y entramos apresuradamente. Un celador nos condujo hasta la señorita Cookson, elogiando con entusiasmo al capitán durante todo el camino. Describir la barbarie que observamos al pasar frente a las celdas llenas de mugre sería un ejercicio de repulsión tal que no voy a castigar con ello al lector de este relato.
Elisabeth Cookson era una desaliñada mujer de edad indeterminada debido a la falta de una higiene adecuada. Resultaba difícil imaginar que hubiera sido alguna vez capaz de encender el deseo de un noble. Llevaba el pelo oscuro muy corto, sin duda para minimizar la aparición de piojos y otros parásitos. Iba descalza, vestida con un sencillo vestido de arpillera, y se retorcía las manos y susurraba sin cesar. Le echó un vistazo al capitán y empezó a chillar, gritos que resonaron por todo el pasillo.
—Capitán, haga el favor de marcharse —le pidió Holmes, y Gent nos dejó solos con ella. De forma inmediata, ella se calmó y reanudó sus paseos.
—Vrouw Cookson —empezó a decir Holmes en holandés, que yo traduciré en estas páginas—. Por favor, háblenos de su reclamación ante la familia real. Estamos aquí para que las cosas se hagan correctamente.
Con una velocidad alarmante, ella se giró y agarró a Holmes por la solapa y lo atrajo hacia ella.
—El servidor del Het Duivelsche Volk, de las cosas oscuras... —nos llegó su rasposo e inquietante gruñido—, viene para reclamar. Estamos en deuda. ¡Estamos en deuda, y es un precio terrible!
Al mencionar ella las cosas oscuras yo me quedé helado, primero considerando y después abandonando la idea de que ella hubiera tenido sueños parecidos a los míos.
—¿Con quién está usted en deuda? —preguntó Holmes con voz tranquilizadora.
Ella lo soltó y lanzó los brazos al aire, presa del delirio.
—¡Ellos lo están, todos ellos! ¡Se han roto promesas y correrá la sangre!
—¿Qué promesas, señorita Cookson? ¿De quién será la sangre que correrá?
—Sí, sí, ella vendrá. De sangre real.
Holmes la cogió rudamente del brazo y la hizo girar hasta ponerla frente a él.
—¿Quién es ella? ¡Le exijo que me lo diga!
La antigua cortesana se carcajeó.
—Sí, ella será sangre.
Fue entonces cuando me di cuenta del objeto que pendía del cuello de la mujer, y grité:
—¡Holmes, el guardapelo!
Holmes agarró el fino cordón y se lo arrancó de la garganta, lo que hizo que la loca se enfureciera salvajemente, forzándonos a retroceder y salir de la habitación. El capitán Gent, que nos estaba esperando, cerró la puerta y corrió el cerrojo. Con la cara apoyada contra la mirilla, contorsionada hasta alcanzar proporciones violentas, Cookson se desgañitaba.
—¡Geef het Terug! ¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!
Gent golpeó la mirilla con su enorme puño.
—¡Retrocede o despídete de tu vida! —gritó.
—Salgamos —ordenó Holmes—. Su histeria es contagiosa; necesitamos librarnos de ella.
Nos marchamos a gran velocidad, perseguidos por sus estremecedores gritos.
—¡Nos prometieron que estaba muerta! —peroraba.
Me alegré de ver la luz del sol cuando llegamos a las escaleras del manicomio y recobramos la compostura.
—Discúlpeme por mi estallido, señor Holmes —dijo el capitán.
—Es comprensible, capitán —lo tranquilizó Holmes mientras abría el guardapelo y examinaba la fotografía de la villana que había en el interior. Miramos por encima de su hombro para contemplar la imagen de una niña. A pesar de la escasa calidad de la foto, su parecido con la familia real era evidente.
Las rubicundas mejillas de Gent palidecieron.
—Es ella —exclamó—. ¡Godverdomme, es real! —Volvió a entrar en el edificio y regresó minutos después con el celador que estaba de guardia.
—¿Conoces a esta niña? —exigió saber Gent. Holmes le acercó la fotografía para que la examinara.
—Sí —respondió el hombre, aún nervioso por el estallido de la señorita Cookson—. Es la hija, Sarah. La pobrecilla viene de cuando en cuando a visitar a su madre.
—¿Y dónde podríamos encontrarla? —preguntó Holmes.
El celador se encogió de hombros.
—Posiblemente en el barrio rojo de Utrecht o Den Haag.
—La manzana nunca cae lejos del árbol —comentó Gent—. ¡Vamos, encontraremos a esa malvada joven!
Volvimos a toda velocidad a La Haya, donde, con la foto en la mano y unos cuantos florines, se nos indicó en breve una casa de huéspedes en el barrio rojo. Gent entró en la casa, con nosotros pisándole los talones. Pasamos a gran velocidad al lado de furiosas meretrices, a las que tuvo que contener su molesta madame, hasta llegar al piso de arriba, donde Gent empezó a echar abajo las puertas a patadas y a interrogar a cada uno de sus ocupantes acerca del lugar en el que se encontraba la chica. Mujeres escasamente vestidas y sus clientes abandonaron las habitaciones por cualquier medio a su alcance. Minutos después, Gent la encontró, completamente sola y dormida. Cruzó la habitación como una tromba y la despertó con brusquedad.
Efectivamente, se trataba de la chica de la fotografía; mientras se levantaba, luchando por liberar su delgada muñeca de la zarpa del capitán, su parecido con la princesa Mina se nos reveló inconfundible.
—¿Qué he hecho, qué significa esto? —sollozó, llena de dolor.
—Suéltela, capitán —insistió Holmes—. Al menos hasta que acabemos con el interrogatorio.
Gent gruñó y soltó a la chica. Ella se frotó la dolorida muñeca y empezó a sollozar.
—¿Qué he hecho? —volvió a preguntar.
—¿Eres Sarah Cookson, hija de Elisabeth Cookson? —le preguntó Holmes.
—Sí, señor —sollozó. Su pálida piel resplandecía. Me conmovió.
—¿Has visitado el palacio Noordeinde?
—Claro que lo ha hecho —respondió Gent en su lugar—. La he visto allí con mis propios ojos.
—Por favor, caballeros —suplicó ella, mirándonos con ojos resplandecientes llenos de lágrimas—. Les aseguro que nunca he pisado Noordeinde. No sé qué quieren de mí.
—¡Mentirosa! —aulló Gent—. ¡Eres una puta y una asesina!
Ella quedó conmocionada por la afirmación, como quedó claro al verse sin respiración, temblando de la cabeza a los pies. Se levantó tambaleante de la cama y me cogió torpemente de la mano.
—¿Een Moordenaar? —susurró—. Le aseguro, amable señor, que, aunque me avergüenzo de mi profesión, nunca he dañado a ningún ser vivo.
En ese momento creí en su inocencia con cada fibra de mi ser.
—Deja de utilizar tus encantos, tentadora —dijo Gent, volviéndola a agarrar por la muñeca y arrastrándola fuera de la habitación en camisón, ignorando los consejos de Holmes acerca de contener su mano. Dándose la vuelta, nos llamó—. Caballeros, confío en que logren encontrar el camino a Noordeinde. Hemos apresado a la culpable. Voy a llevarla a la comisaría para interrogarla. Se agradece el servicio que nos han prestado.
Salimos del burdel detrás de ellos mientras Gent obligaba a la chica a entrar en el carruaje y se alejaban de allí.
Mientras Holmes y yo caminábamos sobre los adoquines, preguntando direcciones, empezó a llover, y durante un tiempo no hablamos ninguno de los dos. Me encargué de romper el silencio.
—Holmes, o esa chica es de ascendencia real o yo soy hombre muerto.
—Estoy de acuerdo, Wells; el parecido es asombroso.
—Y da la impresión de que, en este país, se es culpable hasta que se demuestra lo contrario.
—Sí, eso parece —dijo Holmes, dándome la razón—. Aunque el hombre es un testigo reputado.
—Las circunstancias y la conveniencia lo son todo... —Y entonces me interrumpí, atónito ante las implicaciones de su afirmación, mientras la lluvia caía por mi rostro—. ¿Entonces el caso está cerrado? —pregunté.
Holmes bajó la cabeza.
—Eso parece.
—Entonces una niña inocente va a ir a prisión y se va a ver sometida a torturas inimaginables, y todo debido a nuestra diligencia y a lo mal que usted juzgó la personalidad de Jan Gent. ¡Maldita sea, Holmes, en este momento lamento haberme unido a usted!
Holmes no dijo nada mientras hacíamos nuestro equipaje, excepto «gracias» al sirviente que nos atendió y «vamos, Wells» cuando nos llamó la reina. Yo estaba tan alterado por el resultado de nuestra investigación que fingí encontrarme súbitamente indispuesto y le pedí a Holmes que me disculpara ante la reina por mi ausencia.
Una vez se hubo marchado, empecé a maldecir al capitán y a la familia real, completamente convencido de que la pobre y sollozante chica era incapaz de haberse infiltrado entre esos muros y haber perpetrado crímenes semejantes. Abrí las cortinas y observé cómo las nubes bloqueaban los últimos rayos de sol, trayendo consigo la oscuridad. Quedaba claro que algo maligno estaba sucediendo entre esas paredes, y yo no tenía ningún poder contra ello.
De pronto, llamaron mi atención unas suaves pisadas y un olor extraño, como a bosque. Me giré y me quedé atónito al ver a la chica, Sarah Cookson. Sus pies desnudos dejaban marcas oscuras sobre el mármol mientras ella se ponía delante de mí, vestida de un blanco translúcido, con unos ojos oscuros que irradiaban el abandono de la juventud. Me encontraba tan nervioso debido a su presencia, tan alterado, que no me di cuenta de lo absurdo de la situación. Antes de que yo pudiera decir algo, ella se puso un dedo sobre los labios carmesíes para que guardara silencio y se giró, desplegando sus encantos. La observé transfigurado, lleno de deseo. Y entonces, con un movimiento tan veloz que agitó mi cabello como el viento, se encontró entre mis brazos, sus labios apretados contra los míos.
Un beso sin igual; dulce al principio, y luego apasionado, y luego abrumador; y luego un sabor en mi boca, no del todo desconocido, me devolvió la consciencia. Era sangre. Contemplé el reflejo de los dos sobre el espejo... y me quedé sin aliento. No era Sarah Cookson quien se encontraba entre mis brazos, sino una maligna y repugnante criatura de pegajosa y negra carne parecida a la de las ballenas, con un rostro carente de facciones, excepto por un enorme y abierto agujero por boca, que me rodeaba con varias trémulas extremidades en forma de tentáculos.
Me saqué de encima a esa espantosa criatura y volvió a ser Sarah; recuperó su belleza, pero ahora estaba mancillada por una turbadora sonrisa. Fue a por mí y levanté las manos en un acto de defensa. Al entrar en contacto con el anillo de plata que llevaba en el dedo se encogió sobre sí misma, chillando, y huyó de la habitación con una velocidad de ultratumba.
Grité para dar la alarma, y luego me dirigí a todo correr hacia la habitación de la princesa Mina. Me latía con fuerza el corazón a cada paso que daba, pues temía llegar demasiado tarde. Desde el otro extremo del pasillo oí proferir a Mina un largo grito de terror. Llegué justo a tiempo de ver a la criatura atrapada entre un amenazante Holmes, armado con un candelabro encendido, y la ventana abierta. Holmes la obligó a retroceder hasta la abertura, desde donde cayó hacia fuera y desapareció de la vista.
Miramos hacia abajo, pero no vimos señal alguna de su aterrizaje. La princesa Mina se encontraba hecha un ovillo bajo su cama, aparentemente ilesa.
Se realizó una exhaustiva búsqueda en el patio, pero no se obtuvo prueba alguna. Holmes envió un mensajero al capitán Gent para anunciarle que había habido otro ataque y pedirle que se reuniera de nuevo con nosotros en el manicomio, lo antes posible. Dejamos a la princesa con su madre, bien protegida, y Holmes se subió al pescante de un carruaje y empezó a arrear a los caballos mientras yo me subía a trompicones, aún conmocionado y sin acabar de creérmelo (¡pensar que realmente había llegado a abrazar a esa maldita cosa!). Cruzamos las calles desiertas a una velocidad endiablada. Al llegar a nuestro destino, Holmes apartó a un lado al empleado del turno de noche y nos dirigimos a toda velocidad a la celda de la señorita Cookson.
Ella soltó una risita nerviosa cuando Holmes cerró la puerta con un portazo.
—Han arrestado a su hija Sarah, acusada de intentar asesinar a la princesa Guillermina —le contó Holmes—. Si quiere salvarla... ¡tiene que librarse inmediatamente de esa criatura!
De pronto, dejó de hacerle gracia.
—Tienes que soltar a mi hija; ¡ella no forma parte de todo esto! —suplicó.
—Ahora depende de usted —contestó Holmes, sin conmoverse.
—Pero... ¡yo no tengo poder para detener lo que ha comenzado!
—Pues entonces enséñenos —le pedí, dando un paso al frente.
—Fueron los príncipes, no yo, los que plantaron esa maldita cosa. Sarah no supo nada de todo eso, no era más que una niña —sollozó, temblorosa.
—¿Plantaron? ¡Explíquese! —exigió Holmes.
—¡No, no puedo! ¡Het wordt mij verboden!
—¿Quién se lo prohíbe? —Con estas palabras, Holmes sacó el guardapelo y se lo mostró—. Cójalo como garante de mi promesa de que se la protegerá. ¡Y ahora piense en Sarah, no en usted!
Ella cogió bruscamente el guardapelo y miró la fotografía, con lo que se tranquilizó.
—Cuando se enteraron de que Mina había nacido, se pusieron furiosos. Alejandro conocía los métodos pnakóticos y plegó sus rodillas ante el altar de Yog-Sothoth. Invocó los ritos prohibidos del libro robado e hizo que esa cosa creciera. Tomó la sangre de mi Sarah en contra de mis deseos.
—¿Sangre, dice? ¿Cuánta sangre tomaron?
—Una pinta —susurró la bruja—. Le sacaron a mi pequeña una pinta al mes durante un año. ¡Ella estaba indefensa, caballero!
—¿Para qué se utilizó esa sangre?
—Para que el shoggoth pudiera crecer hasta albergar a su igual, a esta esclava de su venganza.
La extraña palabra me embargó de terror, pues sabía que estaba conectada con el sueño.
—¿Cómo podríamos detener a ese shoggoth? —exigió saber Holmes, atragantándosele esa extraña palabra, lo que confirmó mis temores de que no era de origen holandés—. Hable ahora. ¡Oigo cómo se acerca el carruaje del capitán!
La mujer se encogió contra la piedra de una esquina mientras el ancho gabán de Holmes la cubría por completo.
—Encuentra la raíz. Hay que talar esa cosa por la raíz, o, si no, volverá a crecer. ¡God allemachtig!
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Donde todo empezó —susurró con voz rasposa—. El extremo sur de De Veluwe. —Finalmente se vino abajo, farfullando. La dejamos allí, contemplando el guardapelo, para reunirnos con el capitán Gent.
Nos montamos en el carruaje de Gent, que era más recio, y los tres, acompañados de cinco guardias, nos dirigimos a toda velocidad hacia Veluwe, una densa área boscosa a varias horas de viaje hacia el este. La auténtica locura de todo el asunto estuvo a punto de superarme, así que luché por mantenerme alerta, hablando poco, pero estaba tremendamente asustado.
—Confío en que el nombre de Sarah Cookson quede totalmente limpio —le dijo Holmes a Gent—, ya que este último ataque se produjo mientras ella seguía bajo custodia.
—Soltaremos a la chica, señor Holmes, cuando esté seguro de que la princesa está a salvo, y no antes.
La humedad y los malignos sonidos de la noche se incrementaron diez veces cuando la carretera dio paso a las sendas forestales. El ulular de varios búhos grises de gran tamaño anunció nuestra llegada, como si advirtieran del peligro, y la gente de Gent empezó a cargar sus fusiles.
—Si se trata de un truco de la vieja, lo pagará caro —aseguró Gent.
El extremo sur de Veluwe era una extraña zona boscosa. Descendimos del carruaje en silencio, sobrecogidos ante esa lechosa y negra quietud. Los hombres del capitán utilizaron lámparas de queroseno para encender antorchas, y me entregaron una.
—Miren cómo crecen de densos los árboles en esa zona —dijo Holmes, dirigiendo hacia allí nuestra atención—. Totalmente innatural.
Nos acercamos al grupo de árboles y rodeamos su perímetro.
—Holmes —le dije, agarrándolo por el hombro mientras nos movíamos—, ¿huele eso? Igual que en palacio.
Asintió, confirmándomelo, mientras yo controlaba mis ansias de huir.
Holmes tenía razón: no era ninguna formación natural de árboles. Los troncos estaban cubiertos de grandes tumores, sus ramas se abrazaban como si fueran amantes incestuosos, la corteza resultaba fría y pegajosa al tacto, como la piel de un reptil. Las espinosas ramas se elevaban abruptamente como si se tratase de garras, y toda la vegetación daba la impresión de ser una multitud de negras entidades que se hubiesen fusionado en una sola. Cada paso que daba me resultaba arduo, cada raíz algo desenterrada era un motivo de alarma.
Holmes me atrajo con un movimiento de su antorcha hacia una oscura oquedad excavada en la madera.
—Un orificio —musitó, y se acercó para tocar el borde de la abertura. Cuando sacó la mano, estaba húmeda. Bajó mi antorcha para inspeccionar el viscoso fluido rojo que tenía en los dedos, y luego gritó:
—¡Capitán, venga de inmediato!
Acercamos todas las antorchas; miramos dentro del agujero y observamos lo indecible.
Allí, enterrada en la húmeda madera, rodeada de ramas sanguinolentas que parecían venas palpitantes, se encontraba atrapada la chica. Un doppelgänger perfecto de Sarah en todos los detalles, excepto la maligna expresión de su cara tallada mientras dormía.
—¡God allemachtig! —exclamó Gent, visiblemente conmocionado.
—El shoggoth —susurré, con un miedo y un asombro idénticos ante la extraña palabra que surgía de mis labios—. Holmes, toque la madera con su anillo.
Holmes tocó el tronco con su mano izquierda durante un instante. La monstruosidad parecida a una chica se removió.
—Wells, ¿cómo matamos a esta cosa? —me preguntó Holmes, con deferencia por mi repentina intuición.
Todos los ojos se posaron sobre mí, y yo me estremecí y me rendí a los detalles de mi peligrosa visión, cómo exterminaban las cosas oscuras a sus esclavos nacidos de la tierra.
—El fuego —proclamé—. ¡Quememos el árbol y esa cosa morirá con él!
—¿Está seguro, Wells?
—¿Cómo puedo estarlo, Holmes? Pero queda claro que este árbol es el nido.
El capitán Gent se quedó de guardia ante el agujero mientras sus hombres traían queroseno del carruaje y Holmes y yo amontonábamos agujas de pino y ramas secas alrededor de la base del árbol. Y entonces Holmes sacó su pipa, encendió una cerilla, le dio una calada y se arrodilló para prender la pira.
Retrocedimos y observamos cómo se prendía el árbol y ardía mientras unos gritos malignos y estremecedores surgían de la misma madera; gritos que me perseguirán durante el resto de mi vida.
—Hemos salvado a la princesa, Holmes —afirmé.
Holmes asintió y le dio una calada a su pipa.
—Por supuesto, Wells, aunque me temo que este mal en concreto no es más que un tentáculo que hemos cortado a unas fuerzas mucho más oscuras que aún han de llegar.
Me apreté aún más el gabán sobre los hombros mientras el sol empezaba a filtrarse entre los árboles.
Holmes tenía razón: el viaje me sirvió de inspiración, de varias formas, todas terroríficas. Soltaron a la niña, Sarah Cookson, y se le pagó una pequeña cantidad por su silencio. Tras la muerte del rey, la princesa Guillermina subió realmente al trono a la edad de diez años, y gobernó admirablemente su país durante la II Guerra Mundial. Solo puedo suponer que Holmes confiscó y destruyó el maligno Necronomicón, aunque nunca me atreví a sacar el tema. Pues, cuando las circunstancias sociales nos reunían a los dos, él se negaba a hablar abiertamente de ello; aunque sí que me di cuenta de que siempre llevó puesto el anillo de plata gemelo del mío.