La Muerte no se convierte en él David Niall Wilson y Patricia Lee Macomber

Han pasado muchos años desde que tuvieron lugar los hechos de los que ahora informo, e incluso en este momento, mientras los vuelvo a revivir en mi mente, no estoy seguro de si debo continuar. Está claro que existe un cierto problema de intimidad. Pero aún hay más. Estoy seguro de que, cuando todo haya acabado, estas palabras llegarán un día a manos de otros. Aunque nunca, en todos estos años, he tenido como propósito engrandecer mi reputación, y, ciertamente, en lo que respecta a otros he sido brutalmente honesto.

Déjenme que comience mencionando lo que resulta más sorprendente y extraño en todo esto. En este caso, cuando mi amigo Sherlock Holmes dejó entrar a su más reciente cliente en el 221B de Baker Street, este no era otro que yo, medio enloquecido y temblando como un perro asustado.

Cuando llegué al vecindario, el reloj del campanario de la iglesia acababa de dar las once. Era más tarde de lo que había pensado, y hacía demasiado frío como para que un hombre en sus cabales estuviera fuera de casa. Solo había una luz encendida en el piso de Holmes, por lo que supuse que dormía. No importaba. El peso de aquella noche era demasiado como para poder soportarlo yo solo, y lo mínimo que necesitaba era el consuelo de la gran inteligencia de mi viejo amigo.

Me dediqué a dar vueltas hasta que mis zapatos amenazaron con abrir surcos en el camino. Deseaba desesperadamente darme la vuelta y regresar a mi propia casa, tomarme una copa de brandy y deslizarme bajo las frías sábanas de mi cama. Lo que más profundamente deseaba era que mi relación con Holmes no se viese manchada por la apariencia de la locura. Y aun así, no me quedaba más remedio que seguir adelante, por lo que, finalmente, me lancé desesperado hacia la puerta, queriendo llegar a ella antes de que mis traicioneros pies me volviesen a alejar de allí. Antes de que pudiese llevar la mano a la aldaba de la puerta, esta se abrió hacia dentro y tuve que detenerme torpe y desmañadamente ante el risueño semblante del señor Sherlock Holmes.

—Pase, Watson —me invitó Holmes con un brillo en los ojos que hizo que mis mejillas ardieran de vergüenza—. Unos pocos pasos más y se quedará sin suelas.

Cuando se dio cuenta de mi expresión se quedó serio, cerró rápidamente la puerta a nuestra espalda y cogió mi abrigo.

—Siento enormemente venir a estas horas, Holmes —le espeté—. Pero el asunto no podía esperar.

—Asumo por la extraña forma en la que lleva puesto el sombrero, y por el hecho de que el gabán está mal abrochado, que se trata de un asunto de cierta importancia —me contestó. Se giró y desapareció en su estudio, y yo me apresuré a alcanzarlo. Cuando llegué a la habitación tenuemente iluminada, él ya se encontraba en su silla, con las piernas estiradas y los dedos juntos bajo la barbilla—. Dígame, pues, qué lo trae tan tarde en una noche tan fría.

—He venido a presentarle un nuevo cliente, Holmes.

—Pero ha venido usted solo. ¿Quién, entonces, sería el cliente?

Lo observé durante un instante. No dejaba de mirarme, con los dedos juntos y los ojos chispeantes. Yo sabía que ya había deducido cuál iba a ser mi respuesta, pero de todas formas le contesté:

—Soy yo, Holmes. Esta vez soy yo quien necesita su ayuda.

Se le tensó la piel que rodeaba los ojos e hizo un mohín con los labios.

—Muy bien, Watson. ¿Por qué no se sienta, se toma una copa de brandy y me cuenta su historia?

Me senté, cerré los ojos y dejé que los sucesos de la tarde volvieran a hacerse presentes en mi mente para narrar la historia lo mejor que pudiera. Sabía que cualquier detalle que dejase de narrar o del que me olvidara podría demostrar a Holmes que todo lo que decía no eran más que tonterías, así que puse mucho cuidado. El brandy me ayudó. Esta es la historia que le conté.

Hacía solo unas horas que llamaron a mi puerta. Era más tarde de lo que yo acostumbraba a recibir visitas. Asumí de forma inmediata que se trataba de usted, Holmes. ¿Quién más acudiría a verme a una hora semejante? Mi corazón se aceleró al pensar en la aventura y me apresuré a abrir la puerta.

El hombre con el que me encontré era flaco y alto, y estaba muy bronceado, como si hubiese pasado muchos años en la cubierta de un barco o trabajando en una granja. Era moreno de piel, y su abrigo le colgaba de los hombros como si se tratase de una mortaja. Pude ver en la oscuridad a otros dos hombres que se encontraban justo detrás de él.

—¿Doctor Watson? —preguntó con voz rasposa y aguda.

—Me tiene en desventaja —le contesté—. Yo soy Watson, ¿y usted? Por Dios, buen hombre, ¿sabe usted la hora que es?

—Soy muy consciente de la hora —me contestó—. Mis negocios con usted no pueden esperar.

El hombre sacó una hoja de papel y me la puso bajo la nariz, como si yo pudiera leer en la oscuridad.

—¿Firmó usted esto? —me preguntó con brusquedad.

—Desde aquí no puedo ver de qué se trata —le dije—. Pase, señor...

—Silverman —contestó, y atravesó la puerta con rapidez—. Aaron Silverman. Los compañeros son el señor Sebastian Jeffries y... En fin, lea el papel y se dará cuenta de quién más me acompaña.

Sabía que debería haberles dicho que regresaran por la mañana, pero les había invitado a entrar, por lo que ya no había remedio. Eché un vistazo a los otros dos, que permanecían en silencio. El primero se trataba de un anciano de pelo blanco, facciones rubicundas y ojos grandes y saltones. Tenía las mejillas tan gruesas que su labio se inclinaba extrañamente hacia abajo. No lo conocía. El tercero llevaba un abrigo oscuro, igual que Silverman, y se había encasquetado un sombrero para ocultar los rasgos de su cara.

Miré el papel y empecé a leer. Era un certificado de defunción. Lo había firmado yo apenas una semana antes, certificando que un tal Michael Adcott había fallecido a resultas de una herida de cuchillo en la espalda. El señor Adcott había salido hasta tarde por la parte equivocada de la ciudad, y, al parecer, alguien se había apropiado de su cartera.

—¿Qué tienen ustedes que ver con esto? —les pregunté cortante.

—El señor Jeffries —contestó el primero de los hombres— es mi procurador. Realmente debería decir que es el procurador de mi primo. No estoy seguro de que se lo hayan dicho, pero existe una cuantiosa fortuna, una tontina, relacionada con esta muerte. Michael era uno de los dos únicos miembros supervivientes de la tontina, y, al certificar su muerte, los tribunales le han entregado la tontina al señor Emil Laroche.

—No sé nada de ninguna tontina —le aseguré—, pero no veo cómo puedo ayudarlos en este tema. El señor Adcott murió, y según tengo entendido que funcionan esos acuerdos, eso indica que los tribunales tienen razón.

—Eso dice usted —dijo Silverman—, pero, por segunda vez en esta semana, está usted equivocado.

Parpadeé confuso.

—¿Equivocado? ¿Cómo...?

Silverman levantó una mano y se volvió hacia su tercer compañero.

—¿Michael?

Casi se me paró el corazón. El hombre se quitó lentamente el sombrero y me miró con unos ojos que muy pocos días atrás yo había visto vidriosos y cerrados. No parecía verme, no de verdad, pero reaccionaba ante las palabras de Silverman con perfecto entendimiento. La expresión confusa y acosada de sus ojos se me quedó grabada a fuego en la mente, y tuve que sacudir la cabeza para librarme de la sensación de... algo, algo oscuro y profundo. Algo erróneo.

—Eso es imposible —afirmé—. No hay forma de que este hombre sea el mismo Michael Adcott que examiné esta misma semana. Ese hombre había recibido una herida directa de arma blanca en la espalda que le atravesó un pulmón, y estuvo muerto en la calle al menos una hora antes de que yo llegara al lugar. Había un policía en la escena del crimen; se llamaba Johnston.

—Y aun así —dijo Silverman, levantando una mano para silenciarme—, Michael Adcott se encuentra ante usted, respirando y completamente vivo, y, súbitamente, en la más completa de las miserias. Solo su intervención, doctor Watson, puede evitar un espantoso error de la justicia.

Ciertamente esta era una situación extraña, pero creo que, a lo largo de los años, me he enfrentado a sucesos igualmente curiosos. Sin dudar di un paso al frente y miré al hombre que tenía delante. Se balanceaba adelante y atrás, como si sus piernas apenas lo sostuvieran, y entrecerré los ojos, tratando de encontrar algo que no encajara en mi recuerdo del muerto con aquel que había interrumpido mi noche.

—Imposible —musité mientras retrocedía—. Es un engaño.

Silverman me miró con frialdad.

—Y, aun así, sospecho que se trata de un hecho difícil de negar —dijo cortante.

En ese momento el hombre rollizo, que hasta entonces había guardado silencio, dio un paso al frente, se sacó torpemente un monóculo del bolsillo del pecho y se lo colocó en el puente de la nariz con mano temblorosa. La lente se tambaleó, y estuve casi seguro de que se caería antes de que lograra estabilizarla; pero, milagrosamente, el hombre logró controlarla. Sacó un pequeño fajo de papeles y se lo acercó mucho para poder mirarlos a través de la lente.

—Parece —dijo despacio, con palabras forzadas— que nos enfrentamos a una situación que requiere actuar velozmente y con discreción.

—Usted debe de ser el señor Jeffries —afirmé, sin esperar respuesta—. Hubiera esperado, caballero, que de todos los que se encuentran hoy aquí en mi presencia, fuera usted el primero en darse cuenta de lo absurdo de lo que se me reclama. Los muertos no se levantan de sus tumbas, sin importar el vendaval económico que eso les proporcionaría a ellos mismos o a otros. Este hombre no puede ser Michael Adcott.

Jeffries levantó la vista de sus papeles a tal velocidad que el monóculo casi salió volando.

—Le aseguro, doctor Watson, que sí lo es. Llevo veinte años como procurador de los Adcott, y reconozco a mi cliente cuando lo tengo delante.

—Lo que me lleva a pensar, caballero, que usted ha certificado erróneamente la muerte del señor Adcott. —Silverman cruzó las manos frente a él y me miró por encima de su nariz.

Debo decir que antes admitiría un error de juicio que la posibilidad de un muerto resucitado. A pesar de todas las evidencias y de todas las pruebas, yo necesitaba que se marcharan ya.

—Regresen mañana a las cuatro en punto y tendré las respuestas que buscan —les dije; le devolví los papeles a Silverman y los conduje a la salida.

Holmes había ido entrando en un estado cada vez más contemplativo; sus ojos estaban enfocados, pero creo que no se centraban en ningún punto de la realidad que él y yo compartíamos. Inclinado hacia delante en mi silla, con las manos sobre mis rodillas, lo observé ansioso y concluí:

—Con la casa vacía de nuevo y con el corazón todavía latiéndome desbocado dentro del pecho, solo se me ocurrió hacer una cosa, y fue venir a comunicárselo a usted.

Los ojos de Holmes cambiaron de posición y se puso súbitamente en pie.

—E hizo usted bien, mi querido Watson, hizo usted muy bien.

Ya se encaminaba hacia la puerta, con una expresión distraída nada típica de él.

—Debo comprobar unas cosas, Watson —dijo de pronto—. Y usted, viejo amigo, debería descansar. Cuando el sol haya ascendido un poco más en el cielo, veremos qué podemos hacer.

—Pero, ¿no piensa usted nada de todo este asunto? —gemí.

—A menudo, todo lo que tenemos son ideas, Watson. No hay nada que pueda asegurarle, pero sí tengo algunas... ideas. Pero dejémoslo para mañana. Váyase y descanse.

Con eso, abrió la puerta y a mí no se me ocurrió nada que decir o que hacer, excepto salir a trompicones a la noche y dirigirme a casa, sin dejar de preguntarme si mi viejo amigo me consideraría en aquel momento un demente. El cielo ya se encontraba teñido del rojo sangre propio del amanecer.

Silverman miró furtivamente a ambos lados y luego se deslizó a través de la enorme puerta de madera y se introdujo en las profundidades del chato y monolítico edificio que se encontraba al otro lado. El exterior era de un sucio ladrillo; incluso el hollín y la porquería parecían estar asquerosos, y el lugar estaba cubierto de una capa aceitosa que brillaba enfermiza a la primera luz de la mañana.

Llevaba un maletín bajo el brazo, e iba a pie. No había ningún coche de caballos esperándolo fuera, y nadie lo vio entrar. En los últimos años, muy poco tráfico atravesaba esas puertas, y el poco que había se tendía a ignorar. Era mejor dejarles a los demás un conocimiento como este, o no dejárselo a nadie. Se trataba de un lugar oscuro, y los gritos de los que entraron en él y nunca fueron liberados resonaban por todo el lugar como si se tratase de electricidad. O eso les parecía a algunos.

El manicomio de San Elián había sido cerrado por razones nunca reveladas al público. Existían rumores acerca de experimentos oscuros, de tortura y de pecado, pero no solían repetirse, y normalmente morían antes de llegar a magnificarse. No había nada bueno en ese edificio, y, si no se requiriese entrar realmente en contacto con el lugar, muchos serían felices de esgrimir uno de los martillos que lo derribaran.

Silverman no había encontrado ningún problema para alquilar un sector del decadente edificio, y con Jeffries encargado de las cuestiones legales y del papeleo, había logrado hacerlo con bastante anonimato, pues al procurador se le había otorgado el poder de firmar en su nombre. El laboratorio de San Elián y la celda más próxima a ese maligno lugar habían caído fácilmente bajo el control de Silverman, y sin que nadie se lo disputase. Incluso los vagabundos y lo borrachos evitaban el lugar. Estaba tan vacío y desprovisto de vida como una tumba, y eso le parecía estupendo a Aaron Silverman.

En esos momentos acababa de cruzar el oscuro pasillo principal y sacaba torpemente una enorme llave maestra de uno de los bolsillos de su chaqueta, mientras equilibraba precariamente el maletín de cuero bajo un brazo. Lo había limpiado tanto como le fue posible (o necesario), pero el viejo cerrojo rechinó en sus piezas metálicas con un incrédulo sonido ante la intrusión de la llave. San Elián no lo recibía de buena gana.

Una vez en el interior, Silverman no perdió el tiempo. Recorrió la habitación encendiendo las tenues luces y colocó una caja de madera con mucho cuidado sobre una repisa que había en la parte interior de la puerta. El laboratorio se hallaba prácticamente en el mismo estado en que él se lo había encontrado. Habían dejado atrás gran cantidad de equipo cuando se cerró el edificio, y nadie había sentido la necesidad de regresar y llevárselo. La sola idea del uso que se le podía haber dado servía para alejar hasta los dedos más avariciosos. Silverman había llevado a su interior, de noche y ocultos bajo la más densa niebla londinense, los últimos restos de lo que pudo sacar de casa de su padre. Su herencia.

A pesar del zumbido y el resplandor de las lámparas, las sombras se aferraban a cada superficie y a cada mueble como si fueran líquenes de pantano. Silverman empezó a temblar; luego, enfadado consigo mismo, sacó una caja de cerillas y prendió la gran lámpara de aceite que estaba sobre la mesa que se encontraba junto a su maletín. Subió la mecha y observó cómo la llama la lamía, prendía y se asentaba. De pie en medio del círculo de luz que se creó con ello, sintió cómo se alejaba una parte del inquietante hechizo y exhaló profundamente.

Tenía poco tiempo, por lo que no le quedaba espacio para retrasos o dudas. Silverman abrió la caja y miró su contenido. El interior estaba forrado en terciopelo. Una hilera de seis viales descansaba en unos espacios fabricados especialmente para ajustarse a sus formas y tamaños exactos. Los tres primeros estaban vacíos. En los dos siguientes se agitaba un líquido verdoso. Este no estaba, tal y como debería haber sido, quieto, inmóvil sobre la mesa. Generaba remolinos y se curvaba hacia los bordes de los viales, trepando por los laterales y volviendo a caer, como si tratara de escapar. El último de los viales contenía un sencillo polvo rojo. Silverman lo contempló durante unos instantes como si estuviera hipnotizado.

Y entonces recobró el sentido, cogió el vial lleno más cercano y lo sacó junto al sexto, el que contenía el polvo.

Con un diestro movimiento de los pulgares, destapó ambos frascos. Dentro del primero, la solución (verde, líquida y luminosa) dejó de moverse. Levantó el segundo, ajustó el borde de este sobre el del primero y le dio unos suaves golpecitos, mientras contaba mentalmente los granos de polvo. El líquido verde lo devoró, cambió ligeramente de color y luego recuperó su aspecto normal, casi como si hubiese... digerido el polvo. Volvió a tapar los dos viales y colocó el polvo de nuevo en su lugar, dentro de la caja de madera. A la derecha de la caja, cerca del borde, había una caja de cartón abierta. Depositó el vial con mucho cuidado junto a ella, metió la mano en su interior y extrajo una bolsita de cuero. Le hubiese resultado más sencillo trabajar si hubiese desempacado todas sus cosas, pero había algo en el antiguo laboratorio y en las paredes del manicomio que lo rodeaban que hacía que Silverman deseara evitar un mayor contacto con el lugar del que fuera absolutamente necesario. Cuanto menos desembalase, menos tendría que volver a guardar una vez acabase de trabajar.

Abrió la bolsa y sacó de ella un pequeño equipo. Este consistía en una jeringuilla, una botella de alcohol y un pequeño conjunto de brillantes cuchillas y otras herramientas. Cogió la jeringuilla, que portaba una aguja larga y maligna, volvió a sacar los frascos y se dirigió hacia la puerta.

En ese mismo momento se oyó un gemido grave a lo largo de los pasillos que se encontraban al otro lado de la puerta, y Silverman se quedó helado. El sonido era profundo, se alzaba desde las entrañas de piedra del manicomio y se elevaba hasta convertirse en el alarido propio de una banshee, un gañido que reverberaba y volvía sobre sí mismo, formando ondas sonoras sin ritmo o razón alguna. Aquel sonido estaba teñido de dolor.

Silverman se tambaleó y se llevó la mano a la frente para secarse el sudor, de tal suerte que casi se sacó un ojo con la jeringuilla. Soltó un grito mientras esquivaba su propia mano, y maldijo en voz baja.

—Maldito seas —dijo suavemente—. Es demasiado pronto. Debería haber dispuesto de varias horas. —Miró hacia la puerta y hacia el oscuro pasillo en sombras que se encontraba más allá—. Debería haber dispuesto de varias horas —susurró.

Volvieron a oírse los gemidos, esta vez a mayor volumen, y hubo un fuerte ruido metálico. Casi creyó que el sólido suelo de piedra se sacudía.

Aaron Silverman empezó a musitar una plegaria. Rezó las palabras de hebreo antiguo que le vinieron a la memoria, el encantamiento que su padre le había enseñado y que procedía de la mente y la fe de su abuelo, y del padre de su abuelo. Se acordó de la tela antigua y rasgada, hecha jirones, de la caligrafía parecida a las patas de una mosca que la cubría. Si cerraba los ojos, podía ver esas letras ardiendo, como si tuviesen vida propia. Podía sentir la locura que yacía tras esos versos, casi podía ver los salvajes ojos entrecerrados. Los había oído describir tantas veces que parecían formar parte de sus recuerdos, y no de los del padre de su padre.

Silverman habló lenta y suavemente, intentando que su voz no se fundiera con la otra, ese sonido espantoso y lleno de odio.

Salió al pasillo, inspiró profundamente una sola vez y relajó un tanto la presión que estaba ejerciendo sobre el vial antes de que terminara por aplastarlo con la mano y le perforase la piel. Se le llenó la frente de sudor ante la idea de que aquel líquido de un verde resplandeciente penetrara en sus venas. Le vino repentinamente a la cabeza la imagen de la caja que había dejado en el laboratorio a sus espaldas, los viales y el oscuro terciopelo. Esto lo condujo a recordar otras cosas, diarios e historias, historias imposibles de creer, cuya prueba se encontraba apenas a una planta de distancia, en una habitación de piedra con barrotes de hierro.

Se sacudió esos recuerdos y salió al pasillo, y desde allí se dirigió, veloz y lleno de convencimiento, hacia la fuente del sonido. No importaba nada excepto el vial que tenía en la mano, la jeringuilla que lo vaciaría y las palabras. Tenía que pronunciar las palabras, repetirlas de memoria tal y como las había aprendido, o todo el esfuerzo habría sido inútil. La locura que reverberaba en las paredes sería suya, y el dinero... Todo ese dinero...

Había unas tenues luces a lo largo del pasillo que conducían hacia una ancha escalinata de piedra y hacia las sombras que se encontraban abajo. Bajó los escalones a buen paso ignorando los ruidos, que se habían convertido en un constante gemido enloquecido, en un incesante traqueteo metálico. Mientras bajaba, agarró la jeringuilla con más fuerza y la introdujo en el frasco. Sus pasos se aceleraron y los jadeos amenazaron con robarle las palabras de los labios, pero no podía esperar más. Tenía que ser ahora, y tenía que hacerlo rápido.

Llegó al último escalón, tropezó, recuperó el equilibrio y se apresuró por el corredor. Los ruidos se oían ahora más cerca, inmediatos y enloquecedores. A su derecha se alzaban puertas con barrotes, celdas que llevaban vacías muchos años, con sus puertas de hierro desvencijadas y oxidadas. Pasó frente a las dos primeras sin prestarles atención, redujo el paso y retrocedió hasta quedar en medio del pasillo. Unos dedos largos y nervudos se aferraron a los barrotes de esa tercera puerta, con fuerza. Los barrotes volvieron a agitarse.

Silverman dio un paso al frente, esgrimiendo la jeringuilla sobre su cabeza como si fuera una daga. Las palabras fluyeron de sus labios, pero ya no poseía más control sobre ellas que sobre el temblor de su muñeca, o sobre esa paralizante sensación que amenazaba con negarle el uso de sus piernas. Se deslizó hacia la puerta con barrotes y de pronto un rostro se estampó contra ella, unos ojos desorbitados que lo observaban, flanqueados por una mata salvaje y enmarañada de pelo. La piel era pálida y cetrina, y los barrotes se sacudieron con más fuerza que antes, amenazando con soltarse de la piedra de los muros.

Con un grito, Silverman bajó la jeringuilla y la clavó en la carne de uno de los brazos, que, con los dedos estirados en busca de su garganta, salían por entre los barrotes. Sintió cómo se hincaba la aguja, llevó la mano libre al émbolo, apretó con fuerza con un gruñido de esfuerzo y retrocedió, dejando la aguja firmemente clavada en su objetivo; entonces observó con horror cómo el brazo se volvía a meter en la celda con mucha violencia, lo que provocó que la jeringuilla quedara atrapada entre los barrotes y se partiera por el centro de aquella aguja demasiado larga. El líquido verde salió volando y salpicó las paredes y el suelo con gotas que centellearon y sisearon. Silverman retrocedió aún más mientras profería un gemido ahogado. Su corazón empezó a latir con tanta fuerza, con tanta violencia, que temió que se fuera a parar. No podía respirar ni librarse del nudo que tenía en la garganta, y solo la pared que había a su espalda impidió que se desplomara sobre el suelo de piedra.

Los gritos atravesaron el aire con un volumen inhumano. Silverman se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos. No había nada que pudiese bloquear ese sonido, pero lo mitigó y, por suerte, en pocos segundos empezó a desvanecerse. Los gritos se convirtieron lentamente en gemidos, y los gemidos en sollozos. Abrió los ojos, se alejó de la pared y se dirigió hacia los barrotes de la celda. Inmediatamente, su voz se elevó para retomar el cántico: el antiguo hebreo volvió a la vida a través de su voz, y trató de imaginarse que controlaba la situación.

Se acercó más. La luz era muy tenue, y las huesudas muñecas y los amarillentos y escuálidos brazos ya no colgaban entre los barrotes. De hecho, el ocupante de la celda había retrocedido hasta la pared opuesta y se había deslizado hasta adoptar una posición sentada, con las rodillas elevadas y la cabeza gacha.

Silverman habló con más claridad, pronunciando con mucho cuidado. No hubo reacción alguna dentro de la oscura celda. Ningún movimiento, ningún sonido. Silverman se tranquilizó, ganó confianza y se acercó hasta quedar a un palmo escaso de los barrotes, desde donde miró fijamente al hombre que se encontraba encorvado contra la pared trasera. Salieron de sus labios las últimas palabras del cántico, fuertes y resonantes. Solo por un instante, cuando el pasillo quedó en silencio, Michael Adcott levantó la cabeza y miró a los ojos a su captor. Los del prisionero centellearon con algo que iba más allá de la furia o el dolor.

Pero solo fue un segundo. Y entonces esos ojos quedaron muertos. En blanco. No se reflejó nada en sus oscuras y vacías profundidades, excepto la pálida luz de las antorchas del pasillo. Silverman lo observó durante algún tiempo mientras permitía que su respiración recuperase un ritmo normal, se estiraba la chaqueta y se pasaba una mano por el cabello empapado en sudor.

Se llevó una mano al bolsillo, del que sacó un conjunto de llaves, e introdujo una enorme llave maestra de hierro en el gigantesco y antiguo cerrojo de la celda.

—Sal —dijo; se le quebró la voz un instante, pero luego recuperó su fuerza—. Sal, Michael. Tenemos trabajo que hacer, y ya he tenido suficientes tonterías por un día.

Adcott no se movió. No hasta que los dedos de Silverman lo agarraron por el brazo y tiraron de él. Y entonces, lentamente, con movimientos mecánicos, fue levantándose del suelo, sosteniéndose en la pared en busca de apoyo, hasta que se puso en pie. El hombre no se volvió hacia Silverman, ni tampoco le respondió. Cuando Silverman se giró hacia la puerta de la celda, Adcott lo siguió como si estuviese sujeto al paso del otro hombre.

Eran casi las tres cuando Holmes llegó a la puerta de mi piso. Se quedó fuera, y cuando lo invité a entrar negó impaciente con la cabeza.

—Su abrigo, Watson, deprisa. El tiempo es crucial, y tenemos varios sitios a los que ir antes de que se haga de noche.

Ni lo dudé. Los muchos años que pasé en compañía de Holmes habían eliminado varias capas de mi reluctancia habitual. Solo había dos elecciones posibles: seguirlo lo mejor que pudiera o permitir que me dejara atrás y perderme lo que fuera a ocurrir. Con mi abrigo en una mano y el sombrero en la otra, me deslicé al otro lado de la puerta y Holmes la cerró fuertemente a mis espaldas.

Cuando estaba a punto de marcharme, vi que se doblaba por la cintura y recorría con un dedo una de las grietas el suelo. Tras enderezarse, se sacó un trocito de papel del bolsillo y, con mucho cuidado, guardó en él lo que fuera que hubiera sacado del suelo bajo la grieta. Pensé en preguntarle qué estaba haciendo, pero luego me lo pensé mejor. «Todo a su tiempo», me habría dicho. ¿Por qué forzarlo a hablar?

Nos estaba esperando un carruaje en el arcén, y Holmes se subió a él. Yo lo seguí y, sin que Holmes pronunciara una palabra, el conductor se puso en marcha. Me hubiese gustado preguntar hacia dónde nos dirigíamos, pero la experiencia me decía que desperdiciaría mis palabras. Holmes tenía esa mirada de depredador, ese brillo en los ojos propio de un cazador que yo tantas veces le había visto, y sabía que solo hablaría conmigo cuando él estuviera listo. Me conformé con ponerme el abrigo y recostarme en el asiento para observar las calles por las que pasábamos.

El carruaje nos condujo al centro de la ciudad, y no pasó mucho tiempo antes de que nos detuviéramos en el arcén. Un rápido vistazo por la ventana confirmó mis sospechas: nos habíamos parado frente al depósito de cadáveres.

—¿Por qué hemos venido aquí? —pregunté, sorprendido—. Le he dicho que el hombre se encontraba en mi piso, vivito y coleando, como usted o como yo.

—Si, efectivamente, el hombre que usted vio es el mismo Michael Adcott al que declaró muerto —contestó Holmes mientras salía del coche y le indicaba al cochero que nos esperara—, entonces, sin duda alguna, encontraremos aquí su cadáver. El que se haya encontrado con un hombre que usted cree que es Adcott no significa que el Adcott al que firmó el certificado de defunción no esté muerto.

Luego guardó silencio y dejó que yo siguiera el hilo de sus pensamientos hasta sus obvias conclusiones. ¿Un hermano? ¿Un primo cercano? ¿Por qué no se me había ocurrido? Me ardían las orejas al darme cuenta de pronto de que había actuado como un estúpido, pero de todas formas seguí a Holmes hasta la entrada del depósito. ¿En qué había estado pensando? ¿Muertos que caminan?

Ya estaba el día bastante avanzado, y no era probable que hubiese demasiada gente caminando por los pasillos de ese sombrío lugar, pero Holmes entró confiado, como si le resultase familiar. No me quedaba más remedio que seguirlo.

A Holmes le llevó bastante engatusarlo, pero, por fin, el empleado de detrás del mostrador, un hombrecillo amargado con gafas gruesas y un fruncimiento perpetuo de ceño que le había marcado la frente con profundas arrugas, accedió a acompañarnos adonde habían almacenado el cadáver de Adcott. Nos aseguró que el cuerpo se encontraba justo donde lo habían dejado, señalizado y registrado.

—Le envié un informe hoy mismo, señor Holmes, ¿no recibió mi mensaje? ¿Entonces cree usted que se levantó y se marchó andando? —preguntó el hombre. Tenía un cierto tono de gravedad en la voz, pero ahora existía un brillo en sus ojos que no había estado allí cuando discutía con Holmes en el mostrador principal—. Hacen eso, ¿sabe usted? Un día están aquí, y al siguiente se levantan y se van, y días después vienen las esposas y las madres, las hijas y los amigos, y nos explican que se han encontrado con el cadáver en el camino y piden ver los restos. En ocasiones, simplemente no están aquí.

No aprecié demasiado la frivolidad del encargado, pero Holmes no le prestó atención alguna.

—Entonces ha visto usted al hombre —le preguntó Holmes sin dejar de observar el rostro del encargado con gran interés—. ¿Verifica personalmente la información que me envió?

El anciano se carcajeó.

—Si está en mi libro, señor Holmes, está en mi depósito. Deben rellenarse unos papeles antes de sacar un cuerpo, y deben conseguirse ciertos permisos. Esos papeles no han pasado por mi mostrador en relación con el difunto señor Adcott, y si no hay papeles no hay motivo para mirar. Está aquí.

—Pues entonces deseémosle buena suerte en su camino hacia el otro mundo —contestó Holmes—. Deje que veamos al señor Adcott con nuestro propios ojos, y luego ya veremos qué hacemos con el resto de este asunto.

Pero, por desgracia para mi cordura, los restos del difunto señor Michael Adcott no se encontraban en su lugar. Ninguna nota, ningún papel que lo explicara, ningún permiso. Los números y la documentación estaban pulcramente colocados en su sitio, pero no los acompañaba ningún cadáver. El hombrecillo se había vuelto menos parlanchín, así como algo menos seguro de sí mismo.

—Puede que lo hayan trasladado —sugerí.

El hombre negó con la cabeza sin mirarme a los ojos, con la vista fija en el vacío en el que debería haber estado el muerto.

—No había papeles. No se traslada a nadie sin papeles. A nadie.

—Y aun así —observó Holmes sarcásticamente—, parece que al señor Adcott le apetecía un paseo vespertino.

—¿Lo buscamos? —pregunté, dispuesto a remangarme y ponerme a la tarea.

—No hay tiempo —contestó Holmes, y su expresión cambió en un instante a la vieja y conocida intensidad de la caza—. La verdad es que no esperaba encontrarlo aquí, pero sin saberlo... —Se le fue apagando la voz, y lo seguí mientras salía por la puerta. Sin pronunciar palabra, regresó al coche y me sostuvo impaciente la portezuela mientras yo entraba.

Justo en ese momento se oyó un grito al otro lado de la calle, y me giré sobresaltado. Un joven apareció corriendo del otro lado de la esquina del edificio del depósito, con un pelo alborotado que enmarcaba una cara de pícaro y un papel aferrado entre los dedos gordezuelos. Lo reconocí de inmediato, al igual que Holmes, que se levantó y salió del carruaje, tras pedirle al cochero que esperara.

Wiggins era el jefe de un grupo de chicuelos de la calle que Holmes había empleado varias veces en el pasado. Holmes aseguraba que se podía conseguir más y mejor trabajo de uno de esos pequeños mendigos que de una docena de miembros de la flor y nata de la sociedad londinense, y he tenido ocasión de comprobar la veracidad de tal afirmación. Pero, como siempre, la llegada de Wiggins fue toda una sorpresa para mí.

—Señor Holmes —gritó Wiggins mientras se detenía y le entregaba el papel—. Lo hemos encontrado, señor, tal y como nos pidió.

Holmes no dijo nada, sino que cogió el papel de la mano del chico, con los ojos centelleantes. Lo leyó rápidamente y luego lo dobló y lo guardó en uno de los bolsillos de su abrigo.

—¿Los otros están en sus puestos? —preguntó con ansia.

Wiggins asintió.

—No escapará, señor. Cuente con ello.

—Eso hago —le contestó Holmes, casi sonriendo. Unos chelines cambiaron de manos y Holmes se dio la vuelta y volvió a entrar en el carruaje antes de que yo pudiera preguntarle qué había escrito en ese papel o a quién estaban vigilando los «irregulares».

Sabía que era mejor no preguntar. Había observado demasiadas veces esa expresión en el rostro de Holmes. Estaba tras la pista de algo, y hasta que no lo consiguiese no lo compartiría con nadie. Era mejor continuar a su lado, guardarle las espaldas y esperar hasta que estuviese dispuesto a hablar. El carruaje se puso en marcha sin que Holmes pronunciase una palabra, y de pronto me di cuenta de que él ya había anticipado nuestra siguiente parada. O bien la nota que Wiggins le había llevado había confirmado sus sospechas, o bien trataba de un asunto completamente distinto.

Miré a través de la ventanilla cortinada cómo nos íbamos introduciendo más en la ciudad, mientras trataba de no pensar en el trozo de papel que Holmes llevaba en el bolsillo, o en el pálido rostro de Michael Adcott, que me miraba a través de esos ojos de párpados cargados.

Silverman caminaba enérgicamente calle abajo, con las manos metidas profundamente en los bolsillos de su abrigo. Michael Adcott le pisaba los talones a un paso más lento, forzado y algo patoso. Silverman no prestaba atención alguna a su compañero. Debían reunirse con Jeffries en los tribunales antes de que el último de los jueces abandonara su despacho, por lo que les quedaba realmente muy poco tiempo. Se le estaba escapando entre los dedos a demasiada velocidad, y no había conseguido cosas que había esperado tener solucionadas para entonces.

El doctor (Watson, así se llamaba) estaba resultando un problema. El hombre ya debería haber visto lo que resultaba obvio, debería haber asumido el mal menor y haber firmado los documentos. Sin esa firma, se verían forzados a permitir que fuera un tribunal quien decidiera la situación de Michael, y, como mínimo, descubrirían que no era capaz de hablar por sí mismo. No podía permitirlo. Michael Adcott no podía hablar con nadie, y ese era otro problema.

De momento, las cosas seguían bajo control. El suero, por sí solo, no era suficiente. Eso habían dejado claro las escuetas notas que se habían incluido en la caja que esperaba en el laboratorio de San Elián. Solo el destino (una botella de vino) y una lengua suelta le habían proporcionado a Aaron Silverman la información que necesitaba.

—Hubo un tiempo —había dicho su padre, con la cabeza inclinada hacia la mesa y los dedos torpes sobre su vaso de vino— en el que teníamos formas de solucionar nuestros problemas. Nosotros sabemos cosas. —El anciano levantó la vista para ver si su hijo sabía a quiénes se refería ese «nosotros»—. Siempre hemos guardado secretos, Aaron. Hubo un tiempo en el que éramos menos vigilantes; en el que un rabino podía caminar por las calles sintiendo el respeto de aquellos que lo rodeaban. Lo sabían. Yo lo sé.

Varios vasos de vino después, y tras un montón de halagos por parte de Aaron para engatusarlo, esos secretos comenzaron a aflorar. Hombres de arcilla. La Cábala. Esquemas de palabras y formas, de ritmo y de respiración, que emulaban la creación del primer hombre. Un poeta árabe enloquecido que hablaba como si se encontrase en otro tiempo y lugar y que veía a través de distancias que no estaban allí. Esas palabras, que se copiaron en una esquina de la tela de una tienda, se guardaron y estudiaron, se cambiaron y recombinaron a lo largo de los años. El hombre se llamaba al-Hazred y, aunque había estado loco, también había sido un profeta. Un profeta con poder. Al principio, la idea le había resultado ridícula. Un monstruo de arcilla controlado por aquel que le había dado la vida, nacido de las palabras adecuadas, de la tierra adecuada (las oraciones), la fe del rabino y la visión de un demente.

Después de jurar mantener el secreto, Aaron abandonó la casa de su padre y trató de encontrarle algún uso a su recién descubierto secreto. Se recordaba a menudo que el dinero no lo era todo, pero el no tenerlo era algo que se debía evitar a toda costa. El dinero era poder, y si no eras tú quien tenía el poder te hallabas bajo el pulgar de otro. Aaron Silverman no quería sentir el peso del pulgar de ningún hombre.

Un encuentro fortuito le puso la caja de madera en las manos: se la ganó al póquer a un estúpido borracho. El hombre la apostó contra un billete de cinco libras, mientras la sostenía contra su pecho y anunciaba con voz pastosa que contenía los secretos del universo, y que por eso servía para apostarla contra cinco libras. Afirmaba que habían encontrado la caja flotando más allá de la costa de la isla de Eucrasia, tras la explosión que destruyó su civilización y a su gobernante. Había ido pasando de mano en mano desde entonces, y no se sabía nada de su contenido, excepto que procedía del laboratorio de un tal doctor Caresco Surhomme. Silverman, que conocía el trabajo de Caresco, había accedido con impaciencia, ansioso por poner sobre la mesa los cuatro treses que tenía en la mano, y se marchó con todo el dinero del otro hombre y con la caja de madera. Aún podía oír las palabras de aquel tipo en su cabeza: «allí dentro se va a encontrar con más de lo que se espera. Me alegro de haberme librado de ella. Dios carga con un enorme peso, amigo mío; no se dé tanta prisa en cargar con él».

Le llevó años de correspondencia y artículos, de diatribas a favor y en contra de Caresco, de obras de ficción acerca del hombre y su obra, el darse cuenta de qué era lo que poseía. Le llevó otros cinco años analizar el suero y atribuirlo a una pequeña sección marginal del trabajo de Caresco: la forma de dar la vuelta al envejecimiento. La manera de eliminar los estragos del tiempo. Y llevado al extremo, junto con ciertas adiciones desarrolladas por Silverman, la forma de revertir el proceso de la muerte.

Silverman sacudió la cabeza para librarse del recuerdo de los sucesos pasados. Era más importante centrarse en las necesidades del momento. Condujo a Michael al otro lado de una esquina y desaparecieron en la niebla. Jeffries sabría qué hacer, y deberían realizarlo, fuera lo que fuera, sin perder más tiempo. El suero, los hechizos y los amuletos que su padre, reacio, le había proporcionado estaban resultando ser menos fiables de lo que había supuesto. Lo ocurrido antes en la celda había sido un paso en falso que no quería ver repetido.

El manicomio se cernía sobre la calle que tenía debajo, proporcionando una sensación de densidad tan inamovible y antigua como el tiempo. Cuando el carruaje se detuvo frente a aquel lugar y Holmes se bajó y le dio una buena propina al conductor, creí que había perdido totalmente el juicio. El manicomio de San Elián llevaba abandonado desde que yo era joven y aún recibía la educación y los títulos que me ayudarían a labrarme una carrera dentro de la medicina. Las historias que había oído acerca del lugar me parecieron risibles en aquel momento, pero cuando me enfrenté a la realidad y las recordé con toda su fuerza, traspasaron todos esos años y se instalaron en mi mente a una escalofriante velocidad.

Holmes no tuvo ninguna duda. Cruzó el espacio entre el carruaje y la puerta con pasos enérgicos, levantó la mano y llamó a la puerta con fuerza. Lo miré, y luego al edificio que se alzaba ante nosotros. Habría apostado mi última libra a que nadie había cruzado esa puerta durante los últimos diez años. Holmes volvió a llamar, y luego se volvió hacia mí con decisión.

—Parece que no hay nadie, Watson. Debemos apresurarnos.

—¿Apresurarnos adónde? —le pregunté.

Holmes ya estaba tratando de abrir la puerta. Por supuesto, estaba cerrada con llave, pero me fijé, con sorpresa y algo de alarma, en que Holmes había sacado una pequeña herramienta de su bolsillo y había introducido uno de sus extremos en la cerradura. Unos cuantos diestros movimientos de dedo y muñeca y oí cómo cedían los cierres. El cerrojo se rindió y Holmes abrió la puerta y se coló en el interior. No me quedaba otra opción que seguirlo entre las sombras y rezar porque la mayoría de las cosas que oí en la universidad fueran las tonterías que me parecieron entonces. La pesada puerta se cerró a nuestras espaldas con un fuerte chasquido. Holmes forcejeó con ella durante un instante y luego se dio la vuelta.

—Cerrada —susurró.

No había luz, pero Holmes se movía con rapidez y velocidad, y se abrió paso hasta la primera fila de puertas que se encontraba a su izquierda. Sacó una caja de cerillas, encendió una y la sostuvo en alto mientras entrábamos en la habitación. Era algún tipo anticuado y basto de laboratorio. En una de las estanterías había varias cajas abiertas, material de embalaje y otros objetos, como si las hubiesen abierto y hubiesen rebuscado en ellas a gran velocidad y sin mucho cuidado.

Me acerqué a Holmes y miré por encima de su hombro, mientras la luz de la primera cerilla parpadeaba hasta terminar por morir. Ese rápido vistazo fue suficiente.

—Equipo médico —susurré.

—Tal y como sospechaba —contestó Holmes, y se dirigió hacia la otra estantería. Encendió otra cerilla, y esta vez palpó la pared hasta que encontró el interruptor de la luz. La encendió.

—Nos van a ver —siseé.

Mi amigo me ignoró y, tras un breve vistazo a la habitación, me di cuenta de mi error. No había ninguna ventana. Estábamos rodeados de piedra por todas partes, como si nos encontráramos dentro de una tumba. La luz era muy tenue, pero Holmes hizo un rápido uso de ella y se abrió camino hasta una caja de madera que se encontraba abierta en la parte superior de una de las estanterías.

En la caja había dos viales, y vi cómo Holmes ignoraba el centelleante líquido verdoso y se centraba en el otro, que estaba lleno de algo que parecía arena. Lo sacó de la caja y lo sostuvo contra la pálida luz. Luego extrajo el papel doblado que había traído desde la puerta de mi piso y lo abrió. Puso juntos los dos objetos y me di cuenta de que lo que había en el papel era un poco de arcilla. Arcilla roja, diferente a todo lo que se encontraba cerca de la ciudad. El polvo o la arena que había en el frasco tenía esa misma tonalidad rojiza.

—Watson, ¿ha oído usted hablar de un hombre llamado Caresco?

Me sorprendí tanto que casi me caí sobre la estantería más cercana.

—Caresco está muerto —le contesté, algo más calmado—. Su isla quedó enterrada bajo cenizas volcánicas. ¿Ese Caresco?

Holmes levantó la mano y yo guardé silencio. El verdoso contenido de esos frascos había adquirido un nuevo significado para mí. Había oído hablar de Caresco y de sus infernales experimentos, y conocía el fin que recibió. Jugar a ser Dios con la anatomía humana, esclavizar la mente. Buscar una cura para la muerte y el tiempo.

—Yo también conozco a Caresco —me aseguró Holmes—. Estaba bastante convencido de que su trabajo se hallaba ligado a esto, pero hay algo más, algo vital que se nos escapa.

Devolvió la tarjeta a la caja y empezó a dar vueltas por la habitación, revolviendo las otras cajas y haciendo a un lado documentos y equipo. Estaba claro que no tenía intención alguna de mantener nuestro allanamiento en secreto. Holmes se giró y levantó el vial que llevaba en la mano para que yo pudiera verlo mejor.

—¿Arcilla? —preguntó. No creí que esperara que le respondiese, así que permanecí en silencio mientras él volvía a guardar el frasco y seguía mirando la caja.

Y entonces, cuando estaba seguro de que él se daría la vuelta asqueado y nos marcharíamos de aquel maldito lugar, Holmes encontró un librito encuadernado en cuero. Lo acercó a la luz y abrió las portadas, que no tenían escrito nada más que unos pocos caracteres en hebreo. Holmes frunció el ceño y empezó a pasar las páginas a gran velocidad, gruñendo para sus adentros.

Miré por encima de su hombro cómo pasaba las páginas. La letra era algo ruda, y aunque yo no soy lingüista me pareció ver frases alternas en hebreo y alguna versión anticuada de árabe. Había notas garabateadas en los márgenes. No pude descifrar ninguna de ellas, pero parecía que Holmes las estaba devorando.

—No tenemos tiempo que perder, Watson —dijo finalmente, mientras volvía a colocar el libro en su sitio y ordenaba la habitación lo suficiente como para que una mirada casual no detectara evidencia alguna de nuestra presencia—. Debemos escondernos.

En buena hora lo hicimos. Holmes acababa de apagar la luz y de arrastrarme a través del pasillo y de otra puerta cuando oímos el raspar de una llave de hierro al girar lentamente en la cerradura. Reconocimos a través de la gruesa madera la voz de Aaron Silverman, que no paraba de maldecir y que iba aumentando el volumen a medida que abría la puerta hacia dentro y penetraba en el interior.

—Maldigo el día en que te vi por primera vez —decía.

Había dos series diferentes de pasos, y supuse que la segunda pertenecería a Michael Adcott. No hubo respuesta alguna a la furiosa diatriba de Silverman, pero un eco de pies que se arrastraban siguió a sus rápidas y enérgicas zancadas hacia la sala. La puerta volvió a cerrarse y Silverman empezó a moverse por el laboratorio, revolviendo las cosas con furia. Contuve el aliento, pero no dio la impresión de que encontrara nada fuera de lugar.

—Supongo que no me queda más remedio que volver a encerrarte en tu celda e ir a buscar a Watson —dijo al final—. Existe más de una forma de conseguir que se firme un documento, y si Jeffries no logra solucionar esto sin la autorización del buen doctor, entonces obtendremos esa autorización.

Solo obtuvo el silencio por respuesta, y las dos series de pasos se volvieron a acercar a donde estábamos nosotros, cruzaron el pasillo pasando frente a nuestra puerta y se perdieron en el tenebroso interior del viejo manicomio. Holmes dudó solo un instante, y luego los siguió. Yo lo seguí a él, algo más lentamente, con la mano derecha pegada a la pared más cercana. No quería arriesgarme a tropezar y alertar a Silverman de nuestra presencia. La verdad es que no sabía qué planeaba hacer Holmes, y deseaba estar lo más preparado que pudiese para cualquier circunstancia.

Seguimos a la pareja hasta las entrañas de esa retorcida estructura, y al final sentí la mano de Holmes sobre mi brazo y me detuve. Justo delante, al otro lado de la última esquina, había un resplandor estático, como si sostuvieran una antorcha o una linterna. Seguía oyendo los murmullos de Silverman, a los que se unió el ruido metálico de las llaves de un llavero. Holmes había vuelto a avanzar, esta vez muy lentamente, y yo lo seguí desde una cierta distancia, pues no quería que mi compañero tropezara por mi culpa.

Las palabras de Silverman empezaron a entenderse mejor. Estaba tan nervioso que le temblaba la voz. Si lo estuviera tratando en mi consulta, le habría prescrito un trago de brandy y unas cuantas horas de sueño, pero Silverman no estaba en absoluto preparado para descansar tal y como debe hacerlo un hombre.

—Lo encontraré, no te preocupes —decía—. Le obligaré a firmar estos papeles, le demostraré dónde se ha equivocado. Te ha visto en sus mismas narices, caminando. Vivo. No hay ninguna razón para que no firme, y por los dioses que lo hará.

Decía muchas más cosas. Sus labios no dejaron nunca de moverse, las palabras fluían de forma continua. Se oyó el retumbante clic de una llave al girar en la cerradura y el chirrido de unas bisagras oxidadas, al que siguió el arrastrar de unos pies. Empecé a deslizarme hacia delante, pues no quería perderme ni una palabra de lo que decían, pero sentí cómo Holmes me agarraba el hombro con fuerza y me quedé quieto.

Se acercó más y me susurró al oído:

—Está ocurriendo algo, Watson. ¡Escuche!

Lo hice... y oí dos voces. La segunda, nada coherente, comenzó como un gemido bajo y tembloroso que surgía de alguna profunda oscuridad que yo no lograba relacionar con una consciencia humana. Oí unos zapatos arrastrarse por el suelo de piedra, pero no tenían la regularidad de unos pasos. El ruido era salvaje y aleatorio, y pronto se vio ahogado por esa quejumbrosa voz. Pasó de un gemido al alarido de una banshee a tal velocidad que quedé físicamente conmocionado por la onda de choque. Se produjo un golpe, y un grito agudo, al que siguió una retahíla de enloquecidas maldiciones.

—Ahora, Watson —siseó Holmes—. Debemos darnos prisa.

Holmes dobló la esquina sin mirar atrás y se detuvo. Lo seguí a corta distancia y miré por encima de su hombro.

Aaron Silverman empujaba frenéticamente a Michael Adcott hacia la puerta de la celda, insultándolo con cada inspiración mientras trataba de evitar los agitados brazos del otro. Adcott aferraba la cabeza de Silverman con ambas manos, le agarraba el fino y encrespado cabello entre los dedos, tiraba de él, volvía a agarrarlo y tiraba de nuevo. Los mechones volaban entre los dos en un pausado contrapunto de su pelea.

—Métete en esa celda, maldito —gruñó Silverman entre dientes.

O bien Adcott no oyó esas palabras o bien decidió ignorarlas. Empezó a avanzar, estampó a Silverman contra el muro de piedra, se hizo a un lado y empezó a golpear su propia cabeza con tanta fuerza que me puso enfermo verlo. Silverman, atontado por un momento, dio un paso hacia Adcott, pero luego pareció pensárselo mejor. Se llevó la mano a un bolsillo y sacó una hoja de papel muy arrugada. Con voz temblorosa empezó a leer, o al menos creo que estaba leyendo. Las palabras me resultaron totalmente desconocidas, y su cuerpo temblaba con tanta rabia y frustración que apenas podía sostener el papel quieto para alcanzar a leerlo.

Adcott se quedó inmóvil, pero solo un instante. Se volvió hacia Silverman, que se encontraba entre Holmes, yo y el propio Adcott, con lo que nos proporcionó una buena visión de conjunto. Nunca, hasta el día de mi muerte (que espero que sea más completa y duradera que la del propio Michael), olvidaré la imagen de aquellos ojos. Brillaban con una luz interior tan intensa que podía imaginarme mundos en su interior, brazos que se agitaban y voces que gritaban suplicando merced. Esos ojos eran ventanas abiertas al infierno, y en ese segundo penetraron con toda su fuerza y abrasaron el alma de Aaron Silverman.

Silverman comenzó a retroceder. Trató de continuar salmodiando, pero se le trabucaron las palabras y le falló la voz, y luego quedó en silencio. Adcott comenzó a moverse con pasos rápidos y decididos que se convirtieron en una carrera en cuestión de segundos, lo que propulsó su escuálido cuerpo contra su atormentador a gran velocidad. La locura de unos instantes atrás se había transformado en una gran concentración de furia.

—Dios mío —susurré.

Adcott cayó sobre Silverman a toda velocidad. Una de las manos de Michael agarró al otro hombre por la garganta y lo empujó contra la piedra, lo que produjo un crujido enfermizo. Silverman trató de hablar, pero ni las palabras ni el aire lograron atravesar la zarpa de hierro que le aferraba el pescuezo. Le fallaron las piernas, y cuando Adcott siguió presionando hacia delante y apretó incluso con más fuerza que antes, Aaron Silverman cayó de rodillas con los ojos desorbitados.

Y entonces habló Adcott, con una voz tan nítida y pura que cayó sobre la escena como el agua de un arroyo de montaña sobre una llama. Pronunció dos breves palabras, y mientras lo hacía Silverman se estremeció por última vez, con los ojos aún más abiertos, si eso era posible, y luego quedó absolutamente inmóvil y la vida abandonó su cuerpo.

Adcott cayó hacia atrás. El esfuerzo de concentrarse lo había dejado seco, y esa rabia y fuerza sobrenaturales que había utilizado para propulsarse desaparecieron por completo. Se dio la vuelta, nos vio por primera vez y levantó la mano hacia Holmes, como si le estuviera pidiendo algo. Segundos después, vi cómo Michael Adcott moría por segunda vez en una semana, y casi me desmayé en el sitio.

Holmes me agarró por el brazo y me condujo hacia la puerta antes de que me volviera loco, y sin decir palabra salimos y subimos al carruaje que nos estaba esperando, no sin antes cerrar a cal y canto las puertas de San Elián. Holmes se quedó mirando fijamente hacia la noche y yo me hundí en el asiento y en mis propios pensamientos, mientras el carruaje se perdía entre la niebla.

Esa misma noche estábamos en el estudio de Holmes, bebiendo brandy y mirando el fuego. Holmes tenía la vista fija en las llamas y no ofrecía explicación alguna. Finalmente, no pude soportarlo más.

—Holmes —le dije—, cuando estábamos en aquel laboratorio comentó que se nos escapaba algo. El trabajo de Caresco no me es desconocido, ni tampoco las abominaciones que se supone que creó. Me han contado que logró revertir el proceso de envejecimiento en algunos sujetos, aunque a costa de su mente; todo esto me supera. Pero nunca había oído que lograra engañar a la muerte y, de todas formas, Adcott no mostraba ninguno de los síntomas de locura que se dice que sufrieron los primeros experimentos. Gran número de sabios ha examinado al detalle lo que queda de sus notas; han llegado a la conclusión de que su investigación es una abominación y de que el proceso no tiene solución posible. ¿Era Silverman un genio loco?

—No lo era —contestó Holmes, y por fin me miró, juntó los dedos e inspiró profundamente—. Aaron Silverman era judío.

Contemplé a mi amigo, preguntándome si el asunto de aquella noche no le habría dañado la mente. Me devolvió la mirada con su habitual expresión franca y medio divertida en el rostro. Esperé, pero finalmente me derrumbé.

—¿Y qué demonios —le pregunté con cautela— tiene eso que ver con este desastre?

Por primera vez desde que abandonamos aquel manicomio dejado de la mano de Dios, Holmes sonrió.

—¿Qué conoce usted de la historia judía? —me preguntó. Yo me encogí de hombros, y él continuó hablando—. Existen leyendas. Leyendas que se remontan a Tierra Santa y que solo conocen unos pocos. La primera vez que me habló del asunto, yo estaba casi seguro de que Adcott tenía un hermano gemelo del que nadie había oído hablar, o un primo que poseía un sorprendente parecido con el difunto y al que trataban de hacer pasar por Adcott para conseguir el dinero de la tontina. Eran respuestas obvias, pero rápidamente, una a una, las respuestas obvias tuvieron que ser desestimadas.

»Entonces empecé a explorar otras menos obvias, y hubo algo que me preocupó desde el principio. El nombre de Silverman. Sabía que me resultaba familiar, pero Aaron es un nombre bastante común, igual que Silverman, así que traté de descubrir qué era lo que me preocupaba.

»Mi búsqueda me condujo al templo local, y el rabino, un viejo amigo, me sirvió de gran ayuda. Recordó inmediatamente el nombre de Aaron Silverman, pero el Silverman que él recordaba llevaba muerto muchos años. Silverman era, o había sido, rabino. Emigró a Londres hará unos cincuenta años y se hizo aquí un hogar, pero incluso entre los suyos se encontraba aislado. El rabino Silverman había pasado varios años en el desierto de Arabia, estudiando y ayunando. Regresó... cambiado de esos estudios. Llevaba consigo rollos de pergamino y enseñanzas que los que ya estaban allí asentados desconocían, rollos que hacían referencia a criaturas legendarias y a la Cábala. Rollos que hablaban del gólem. Se dice que llevaba un jirón de tela en el que había unos versos del propio al-Hazred escritos en sangre. Un fragmento de una obra más amplia.

—¿El Necronomicón? —pregunté dubitativo—. Esa obra se considera desde hace mucho una leyenda. ¿Y qué demonios es un gólem, Holmes, y qué tiene eso que ver con Michael Adcott?

—El gólem era un instrumento de venganza —explicó Holmes—. Fue una criatura hecha de arcilla a la que trajeron a la vida la voluntad, la fe y la furia de un rabino. Servía al propósito de esa rabia y solo el rabino podía controlarlo.

—¿Y Adcott? —pregunté, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta—. Él no era ningún hombre de arcilla.

—No. —Holmes se mostró de acuerdo—. Era un hombre al que la ciencia de Caresco Surhomme y las diabólicas investigaciones de Aaron Silverman condujeron a una dolorosa e infernal no-vida. Fueron los hechizos y la arcilla, Watson, arcilla que procedía de otro lugar, de otro tiempo. Arcilla heredada del padre de Silverman, Aaron Silverman padre, el rabino Silverman. La sustancia de ese sexto vial era esa arcilla de la que hablo. Cuando encontré un poco ante su puerta, me quedé intrigado. Cuando vi el frasco, estuve seguro.

»A través del poder que otorgaba la arcilla, Silverman era capaz de controlar la forma reanimada de Adcott y manejarlo en público. Se acordará de que Adcott no habló nunca, ni durante su primer encuentro ni después.

—Pero sí que lo hizo —dije al cabo de un rato—. Dijo algo, justo al final. ¿Qué cree usted que fue, y qué le permitió hacer lo que hizo?

—Habló en hebreo —contestó Holmes de inmediato—. Las palabras fueron muy claras, y sospecho que adecuadas. Creo que el alma de Adcott logró utilizar el mismo poder que el anciano Silverman había utilizado para animar la arcilla. Utilizó su fuerza de voluntad y su fe, y pronunció las únicas palabras que podían traerle la paz. Dijo: «está hecho».

Observé a Holmes durante mucho tiempo, tratando de ver duda, o fe, cualquier cosa en esos ojos grises que me sirviera de pista para entender la mente que se escondía detrás, pero él había vuelto a centrar la mirada en el fuego y todo quedó en silencio.

—Me pregunto —dije mientras me levantaba y cogía mi abrigo, sintiéndome de pronto muy cansado y listo para ir a casa y meterme en la cama— quién consiguió el dinero.

Holmes no levantó la mirada mientras yo me iba, pero sentí la sonrisa que había en su respuesta.

—Los despojos siempre van a los vivos, Watson. Siempre a los vivos.

Sacudiendo la cabeza, abrí la puerta y me alejé entre la niebla de última hora de la tarde.