DEL AUTORITARISMO AGOTADO A LA DEMOCRACIA FRÁGIL, 1985-2010
GRACIELA MÁRQUEZ
LORENZO MEYER
El Colegio de México
INTRODUCCIÓN
Los cambios políticos, sociales y económicos del México de fin del siglo XX y principios del XXI son de los que dejarán marca, aunque su naturaleza y profundidad dependerán de decisiones y sucesos que aún están en proceso. Sin embargo, la importancia de estas transformaciones hace suponer que los mexicanos del futuro no serán indiferentes en su juicio sobre lo que hicieron y dejaron de hacer los mexicanos de hoy.
De los cambios sociales destaca el de la población, que detuvo un crecimiento de casi medio siglo —después de varios decenios en que fue francamente explosivo— y entró en un proceso de envejecimiento. En el ámbito físico sobresale la urbanización pero también el deterioro ecológico. En el campo de lo político, entre 1985 y 2010, México pareció capaz de poner fin pacíficamente a un régimen autoritario que entre otras cosas permitió que durante 71 años un solo partido dominara la vida política nacional y, en más de un sentido, también la económica, social y cultural. Sin embargo, al escribir estas líneas, la naturaleza de fondo del nuevo régimen aún estaba por decidirse. En lo económico, México abandonó por completo el patrón de crecimiento centrado en el proteccionismo y en el mercado interno para concentrarse en el intercambio con el mercado externo, en particular el estadounidense. Estos cambios fueron acompañados y propiciados por el fin de la guerra fría, el fortalecimiento del poder hegemónico de Estados Unidos y el inicio del mundo posnorteamericano. Los efectos del acelerado proceso de globalización conectaron como nunca los fenómenos nacionales con los regionales y los mundiales. Al lado de transformaciones espectaculares, el peso de las inercias debilitó o de plano distorsionó algunas de las novedades. De esta manera, el estudio de los cambios, las inercias y las continuidades del México contemporáneo abrió la oportunidad de reflexionar sobre los logros, fracasos y retos que heredarán las próximas generaciones.
EL GRAN CONTEXTO GLOBAL
El fin de la guerra fría
El entorno mundial en que se desarrollaba la vida política mexicana en 1985 estaba dominado por la cada vez más evidente transformación de la bipolaridad propia de la guerra fría, bautizada así en 1947 pero iniciada, incluso antes de que la segunda guerra llegara formalmente a su fin. A mediados de la década de 1980, en la Unión Soviética, Mijail Gorbachov se empeñó en un dramático y fallido intento por llevar adelante la renovación del «socialismo real» desde arriba —perestroika y glasnost—, pero enfrentó dificultades insuperables. En Estados Unidos, un presidente abiertamente conservador, Ronald Reagan, comenzó su segundo mandato con una política claramente comprometida a apoyar el predominio de las fuerzas del mercado sobre las del Estado y a que la pugna global con el bloque socialista desembocara en un claro predominio estadounidense.
En una acción harto significativa, el ejército soviético desocupó Afganistán en 1988, tras nueve años de infructuosa ocupación. En Hungría, Polonia o Checoslovaquia, el control de los partidos comunistas se empezó a perder y pronto fueron arrojados del poder. En 1989 se derribó el muro que dividía a Berlín desde 1961 y al año siguiente las dos Alemanias se unificaron bajo la égida de la occidental. En septiembre, la guerra fría llegó a su fin al firmarse el arreglo final entre una Alemania unificada y las cuatro potencias que la ocuparon tras su derrota en 1945: la Unión Soviética, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Para el último decenio del siglo XX, el régimen soviético simplemente había sufrido una implosión y en 1991, la URSS misma desapareció para reaparecer simplemente como Rusia y un conjunto de nuevas repúblicas independientes.
Como resultado de lo anterior, México vio cómo su vecino norteño pasó de ser una de las dos grandes potencias mundiales a ser la única superpotencia —un poder hegemónico que muy pronto encontraría sus límites políticos y económicos en Irak y Afganistán, y en la gran crisis económica mundial que se inició en 2008. Entre las consecuencias de esa evolución se contó la decisión del gobierno mexicano de renunciar a su viejo modelo de desarrollo basado en un mercado protegido con el propósito de buscar la renovación de la economía mediante un tratado de libre comercio con su poderoso vecino Estados Unidos y con Canadá en 1993. Las exportaciones crecieron, y mucho, pero igual las importaciones así como la migración indocumentada hacia Estados Unidos y el tráfico de drogas; estos fenómenos fueron parte de la cara oscura de la integración de la economía mexicana a la norteamericana. En 2008 y 2009 la economía mundial se vio sacudida por una crisis económica y financiera de grandes proporciones, originada en los mercados estadounidenses. México figuró entre los países más afectados del orbe, en buena medida porque su ciclo económico estaba estrechamente vinculado a una economía estadounidense que en 2010 seguía sin recuperarse.
América Latina
Mientras sucedían los cambios apuntados, la guerra fría se transformó en caliente en América Latina. En la frontera de México con Centroamérica la acción estadounidense de apoyo abierto a la contrarrevolución nicaragüense, vació al principio interamericano de no intervención del poco contenido que aún le quedaba. La política exterior de un México que tenía que hacer frente a sus profundos problemas económicos, quedó a la defensiva y su intento de mediación en Centroamérica no llegó a funcionar. El llamado «nacionalismo revolucionario» se convirtió entonces en cosa del pasado, tanto en lo económico como en lo político.
La llamada «tercera ola democrática» mundial tuvo un impacto notable en América Latina y finalmente en México. Algunos de los personajes más notorios del autoritarismo de la región empezaron a caer: la derrota ante Inglaterra en la guerra de Las Malvinas acabó con la dictadura militar en Argentina y sus principales jefes militares enfrentaron a la justicia y fueron condenados. En Brasil, Uruguay y Paraguay, las dictaduras militares también fueron sustituidas por gobiernos elegidos. En octubre de 1988 en Chile, el dictador Augusto Pinochet se vio forzado a someter a plebiscito su permanencia en el poder y perdió. Fue ése el principio de la consolidación democrática en el subcontinente americano. El fin de la guerra fría combinado con el avance de la democracia política en el Hemisferio Occidental, hizo evidente que el autoritarismo mexicano —uno de los más exitosos del mundo en cuanto a estabilidad y longevidad— estaba quedando rápidamente fuera de lugar. Pero antes de adentrarnos en el examen de ese proceso político, conviene explorar las características y cambios experimentados por los mexicanos como conjunto a fines del siglo XX.
LOS MEXICANOS, 1985-2010
El perfil demográfico
En 1985 México contaba con 75.8 millones de habitantes, con un ligero predominio de mujeres sobre hombres. Un rasgo característico de esa población fue el descenso en su tasa de crecimiento, pues mientras que en 1970 el incremento fue de 3.4%, para 1985 había disminuido a 2.2%. En 2005, la población mexicana se calculó en 103 millones de habitantes y, según las estimaciones del Consejo Nacional de Población (Conapo), el número de mexicanos en 2050 será de casi 122 millones.
En 1985 la mayoría de la población vivía en zonas urbanas, esto es, en localidades de más de 15 000 habitantes, tendencia que continuó pues en 2005 esa población alcanzó 64% del total; pero lo más significativo fue que las ciudades de 100 000 o más habitantes albergaban a más de la mitad de los mexicanos. Paradójicamente, este proceso de concentración en grandes centros urbanos estuvo acompañado por la persistencia de la dispersión: según el conteo de población de 2005, casi una cuarta parte de la población residía en localidades menores a 2500 habitantes. De esta manera, mientras que 50.5 millones de mexicanos se concentraron en grandes ciudades, 24.3 millones se encontraron viviendo en localidades muy pequeñas. Estos dos rasgos extremos de la distribución geográfica de la población en los inicios del siglo XXI, implicaron grandes retos para el diseño de políticas públicas que debían atender de manera simultánea demandas y necesidades de naturaleza muy distinta.
El bono demográfico
Si bien México alcanzó los 75 millones de habitantes en 1985, con una tasa de crecimiento anual de 2.2%, en los siguientes 20 años el ritmo de crecimiento se desaceleró y para 2006 la tasa anual fue de sólo 0.9%. Las proyecciones apuntaban a que ese indicador continuaría disminuyendo lentamente hasta llegar a ser negativo en 2050.
Para 1985 ya era claro que con el abatimiento de la tasa de fecundidad y mortalidad la población «envejecería» gradualmente, de tal manera que en las siguientes décadas México tendría una elevada proporción de habitantes en edades productivas, es decir, entre 15 y 64 años. Además, el aumento de la participación de las mujeres en el mercado laboral reforzó la tendencia a un elevado crecimiento de la población económicamente activa (PEA). En efecto, mientras que en 1985 la PEA fue de 27.5 millones, en 2000 llegó a los 42.1 millones y las proyecciones la ubicaban en 51.2 millones para 2010. Por lo tanto, desde fines del siglo XX el perfil demográfico del país se encontró con el reto de generar empleos para los millones de jóvenes y adultos en edades productivas que cada año se incorporaban a la fuerza de trabajo, reto que no tuvo la respuesta adecuada. Con la disminución relativa de la población dependiente (menores de 15 y mayores de 65) respecto a la de edad productiva (entre 16 y 64 años) apareció el llamado «bono demográfico», que en las primeras décadas del siglo XXI estaba en posibilidad de ser un fuerte estímulo para el crecimiento. Sin embargo, una condición indispensable para aprovechar cabalmente los beneficios de este fenómeno demográfico favorable era elevar las tasas de empleo, pero el ritmo mediocre o de plano negativo del crecimiento económico lo impidió.
A UNA CRISIS SE AÑADEN UN SISMO Y SIGNOS DE DESCONTENTO
Los saldos de la década perdida
La llamada «década perdida» —término que acuñó la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de Naciones Unidas para caracterizar el anémico crecimiento material de la región latinoamericana en la década de 1980— dejó una gran huella en México. A las enormes dificultades económicas y financieras entre 1982 y 1992 se dio salida con la reestructuración de la deuda en 1989 y la reducción de la inflación. Los costos que implicó ese ajuste se manifestaron en una disminución de la inversión, pública y privada, el deterioro de la capacidad de crecimiento económico y el hundimiento de algunos sectores productivos que simplemente no estuvieron en condiciones de competir ante la apertura externa acelerada. El saldo más costoso de estos años fue social: el deterioro en los niveles de vida. El bajo crecimiento de la economía —que promedió 1.5% anual entre 1982 y 1992—, las reducciones en el gasto público en salud y educación, así como el aumento de la inflación, resultaron en un aumento de la pobreza con sus múltiples consecuencias, desde la migración a Estados Unidos hasta el aumento de la criminalidad. Aunque finalmente el gobierno pudo reestructurar su deuda y controlar la inflación, ya no se esforzó por revertir el deterioro en los ingresos de la mayoría. La distancia entre los resultados de la política económica en el nivel macroeconómico y los efectos de la crisis que enfrentaban los ciudadanos «de a pie» creció, sin que el gobierno mexicano mostrara capacidad para responder a una sociedad cuyos reclamos no se limitaron a la arena económica sino que se extendieron a la política.
El terremoto de 1985
y los equilibrios que se resquebrajaron
Para 1985, el problema central del gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) consistía en la administración de las crecientes tensiones originadas por la catástrofe económica previa a su toma de posesión. La añosa estructura política de partido «casi único», con un presidencialismo sin contrapesos y montada en una gran alianza corporativa, se vio sometida a las presiones combinadas de depresión económica con inflación. El descontento social se agudizó al final de 1985 ante la incapacidad de las autoridades para reaccionar de manera eficaz ante el desastre que provocó el terremoto del 19 de septiembre en la ciudad de México y en los estados de Michoacán, Guerrero, Jalisco y Colima. Las autoridades nunca revelaron la magnitud de la tragedia, pero las estimaciones sobre el número de víctimas oscilan entre 10 000 y 60 000. La incompetencia del gobierno para enfrentar de manera decisiva la emergencia llevó a que la sociedad actuara por sí misma. Esta situación fue el inicio de una movilización que se prolongó y se trasladó del problema original a otras arenas. Toda movilización social independiente con contenido político explícito, como la de 1968 por ejemplo, ponía en entredicho la naturaleza de un sistema autoritario como el mexicano y lo acontecido en 1985 volvió a hacerlo, aunque de manera diferente.
En 1987 surgieron nuevos problemas que acrecentaron la sensación en la opinión pública de una incapacidad estructural de la autoridad para responder a las demandas de actores que se movían ya de manera independiente del partido oficial, un auténtico partido de Estado pero que buscaba aparecer apenas como partido dominante: el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ejemplos de ello fueron la huelga estudiantil en la Universidad Nacional Autónoma de México, cuyo presupuesto había disminuido en términos reales, y la caída estrepitosa de la Bolsa de Valores por la fuga de capitales en un intento de los inversionistas de huir de la inflación.
Durante más de 40 años la economía protegida y un crecimiento anual promedio del PIB de 6%, habían permitido a la presidencia de la República ser el gran árbitro y mediador de los intereses de sindicatos y empresarios, de ejidatarios y agricultores privados, de colonos y clases medias, de inversionistas nacionales y extranjeros, de empresas privadas y empresas públicas, de la izquierda y de la derecha dentro y fuera del PRI, de regiones agrícolas e industriales y de servicios, de zonas relativamente ricas y zonas pobres, en fin, ser el árbitro de las innumerables contradicciones de una sociedad cada vez más compleja. Sin embargo, en los años aquí analizados todo este entramado de equilibrios empezó a resquebrajarse al punto que hizo imposible reestructurar el tejido siguiendo el patrón anterior.
Elecciones con sentido
Las elecciones locales en 1983 y 1986 en Chihuahua y en 1985 en Coahuila, dejaron en claro que el proceso electoral tradicional —elecciones controladas y de resultados predecibles— simplemente había llegado a su límite. En las de Chihuahua el PRI perdió ciudades importantes pero logró conservar la gubernatura —oficialmente la victoria la obtuvo Fernando Baeza—, aunque recurriendo a un fraude tan abierto como escandaloso que debió ser respaldado con la presencia de 10 000 soldados. En esas condiciones, el proceso electoral no significó renovar la legitimidad sino perder la que se tenía. En 1985, en Coahuila, afloró la violencia entre quienes apoyaban al Partido Acción Nacional (PAN) y al PRI; el gobernador priista José de las Fuentes Rodríguez corrió peligro de ser linchado. El norte tomaba cada vez más distancia del PRI y se identificaba con la derecha democrática —el PAN— o mejor dicho, con el empresariado neopanista que se decía dispuesto a poner un alto a las arbitrariedades, corrupción e ineficacias de la clase política tradicional.
Hasta 1985, la principal oposición electoral en México provino del PAN. Sin embargo, en 1986, el predominio en el seno de la cúpula gobernante de un grupo compacto de jóvenes tecnócratas que apoyaban una solución neoliberal —dar al mercado el papel de asignar los recursos y minimizar la acción del Estado— al problema económico de fondo, generó una reacción en contra dentro del PRI encarnada en la llamada Corriente Democrática —encabezada por el ex gobernador de Michoacán, Cuauhtémoc Cárdenas, y por el ex presidente del PRI, Porfirio Muñoz Ledo— que cuestionó la orientación misma de la política presidencial. Esta posición no tardó en recibir la respuesta previsible: una reprimenda pública del presidente del comité ejecutivo nacional del PRI. Sin embargo, los reconvenidos no se amilanaron, mantuvieron su desafío y pronto dieron forma a una coalición de centroizquierda: el Frente Democrático Nacional (FDN), que presentó a Cárdenas como su candidato a la Presidencia de la República. El PAN, una organización política que durante más de 40 años se había mantenido en oposición sistemática al régimen priista dentro del marco de la legalidad pero sin mayor éxito, adquirió un nuevo impulso proveniente de grupos empresariales desilusionados por el fracaso tan rotundo de quienes formulaban y dirigían la política económica. Aglutinados en torno a ese partido de derecha, varios grupos de empresarios, alarmados por la nacionalización bancaria de 1982 y la ruptura de un pacto político no escrito entre ellos y los gobiernos del PRI, buscaron en la oposición partidista una mejor representación de sus intereses. Se formó así un nuevo grupo: los neopanistas, que transformaron al PAN de partido testimonial en otro que por primera vez aspiró a llegar al poder. La fuerza más importante del neopanismo se localizó en los estados del norte. Para cuando se llevó a cabo la elección presidencial de 1988, el PRI, que designó portaestandarte al tecnócrata Carlos Salinas de Gortari, enfrentó a dos fuerzas en crecimiento, una de derecha y otra de izquierda: el PAN, cuyo candidato era Manuel J. Clouthier, un empresario norteño recién llegado al partido, y el FDN con Cárdenas a la cabeza.
En julio de 1988, y por primera vez en su existencia, el PRI debió admitir que su victoria no correspondió a lo esperado, pues oficialmente apenas logró 51.7% de los sufragios: el porcentaje más bajo de su historia, no obstante ser un partido de Estado que siempre había jugado con los dados cargados. Sin embargo, la oposición en su conjunto no aceptó siquiera esa cifra y la denunció como producto de un fraude, acusación que tuvo como principal sustento la imposibilidad de los responsables de dar los resultados en tiempo y forma —pese a que se habían invertido 17 millones de dólares en un sistema de cómputo para tener las cifras al minuto— y la increíble explicación de que el flamante sistema de captura y procesamiento de los datos de la votación se había «caído», es decir, que por supuestos problemas técnicos no se habían podido recibir y procesar los datos enviados desde las casillas. Finalmente, el gobierno se tomó una semana para dar los resultados; para entonces las cifras habían perdido credibilidad. La oposición, en especial el FDN, se encontró en la disyuntiva de aceptar pero sin legitimar el hecho consumado o enfrentar directamente al régimen con movilizaciones que podían desembocar en violencia. Optó por la primera vía, pero aprovechó el impulso que le dio ser oficialmente la segunda fuerza electoral —30.98% de los votos— para transformarse en partido: el Partido de la Revolución Democrática (PRD), fundado el 5 de mayo de 1989. De esta manera y por primera vez en la historia posrevolucionaria, a una elección realmente competida le siguió el afianzamiento de la oposición principal, lo que no había sucedido en 1929, 1940, 1946 y 1952. De ahí a un cambio de régimen, sólo había un paso, paso que, sin embargo tardaría un par de sexenios más.
EXPANSIÓN DEL NEOLIBERALISMO ECONÓMICO,
ENDURECIMIENTO DEL PRESIDENCIALISMO
Y CRISIS DEL AUTORITARISMO
¿Ganar la presidencia desde la presidencia?
Carlos Salinas reaccionó al desafío que implicó el cuestionamiento de su victoria con una «huida hacia delante». Para reafirmar su autoridad, en 1989 purgó de desleales a la estructura corporativa del PRI. Primero, y con ayuda del ejército, fraguó lo que fue tanto un castigo ejemplar a un enemigo como la reafirmación de su poder: la remoción y sustitución por incondicionales de la directiva del poderoso sindicato petrolero y la prisión de su líder: Joaquín Hernández Galicia, «La Quina». En el caso de otro puntal del corporativismo priista, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), Salinas aprovechó una gran movilización en contra del viejo y enfermo líder, Carlos Jonguitud Barrios, para sustituirlo por una incondicional formada en la misma escuela del dirigente en desgracia: Elba Esther Gordillo.
Ante la existencia de una oposición dividida, Salinas buscó un entendimiento con la derecha, el PAN, y un endurecimiento frente a la izquierda, el PRD. En 1989, por primera vez en la historia posrevolucionaria de México, el gobierno reconoció un triunfo de la oposición en un estado con la llegada de un panista a la gubernatura de Baja California. Nada similar sucedería con el PRD, que posiblemente ganó Michoacán. Además, se dio el restablecimiento de relaciones con el Estado Vaticano en 1992 y una reforma a la Constitución —artículo 130— que reconoció personalidad jurídica a las iglesias. Un resultado de estas decisiones fue que en el Congreso federal las principales políticas económicas neoliberales del Presidente contaron con el apoyo de la bancada panista y que la jerarquía católica se sumó al apoyo de lo que ya se conocía como «salinismo». El conjunto de medidas económicas que se diseñaron a partir de la crisis de 1982 para combatir los efectos del sobreendeudamiento externo y la dependencia de la exportación petrolera tuvieron un rasgo común: todas partieron de la premisa dominante en las economías centrales: que la intervención pública en la esfera económica había generado distorsiones e ineficiencias que obstaculizaban la modernización económica. La primera reforma de envergadura fue la liberalización comercial. En apoyo a la estrategia de control inflacionario se desmanteló el sistema de permisos y licencias de importación. Para 1986, cuando las autoridades mexicanas formalizaron su adhesión al Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), el proceso de liberalización comercial estaba en marcha. Sin embargo, el viraje definitivo de la política comercial se confirmó con el inicio de las negociaciones de un tratado comercial con Canadá y Estados Unidos en febrero de 1991. Llegar a un acuerdo entre las partes fue arduo, requirió un gran cabildeo mexicano en Estados Unidos, y culminó con la firma de un tratado trilateral para dar forma a un mercado de 360 millones de consumidores. Firmado a fines de 1993 y vigente a partir del 1 de enero de 1994, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) comprometía a Estados Unidos, México y Canadá a reducir los aranceles y los controles cuantitativos con la finalidad de aumentar los flujos comerciales en la región. Con ello México pretendió dar credibilidad a su política de liberalización comercial y asegurarse un lugar privilegiado en el mercado norteamericano.
Además de la reducción en las barreras comerciales, el TLCAN exigía a sus socios reducir las restricciones a la inversión extranjera. Al igual que ocurrió con las importaciones, los primeros pasos en esta materia ya estaban dados con la flexibilización en la aplicación de la ley respectiva desde 1989. Ahora bien, el cambio definitivo en esta materia se concretó con la aprobación de una nueva ley en 1993 que garantizó la entrada de capital foráneo a sectores que hasta entonces habían estado reservados, parcial o totalmente, a inversionistas nacionales, aunque se mantuvieron algunos enclaves, notablemente el del petróleo. La prohibición al capital extranjero de participar en el sector financiero, una de las últimas restricciones al capital externo, se eliminó en 1998.
La privatización de empresas públicas fue otra de las reformas que alentó el programa neoliberal. Desde 1982, la privatización fue un componente constante de los programas de ajuste pues se le consideraba esencial para reducir el déficit público. No obstante, desde fines de los años ochenta una segunda ola de privatizaciones mostró que el objetivo final de sus promotores ya no era la corrección del déficit público sino el retiro definitivo del Estado de la actividad económica, bajo el supuesto que la eficiencia productiva estaba intrínsecamente asociada al capital privado. En la segunda ola privatizadora destacaron la banca y la única compañía telefónica del país. Reafirmada ya su autoridad política, en 1990 Salinas logró que el Congreso aprobara la reprivatización de la banca, pero sin devolverla a sus antiguos dueños sino entregándola a nuevos banqueros, sin experiencia pero afines al presidente. Sin embargo, el caso política y económicamente más relevante fue el de Teléfonos de México (Telmex) que en 1991 quedó en manos de Carlos Slim en calidad de monopolio temporal. Con el correr del tiempo, y teniendo como base a Telmex pero expandiendo sus actividades a varias otras arenas, Slim pasó de modesto empresario y luego «bolsero» acaudalado a ser, finalmente, el hombre más rico de México y cabeza de una de las mayores fortunas familiares del mundo.
Las reformas al agro se iniciaron entonces con cambios al artículo 27 de la Constitución en 1991 y continuaron en 1992 con la emisión de una nueva ley agraria, lo que, en conjunto, implicó el fin del reparto agrario. A partir del diagnóstico de que la baja productividad del campo estaba asociada a la forma de tenencia de la tierra, el gobierno eliminó las restricciones para la venta de terrenos ejidales con la expectativa de que eso impulsaría el mercado de tierras. A la par, se eliminaron tanto créditos subsidiados por Banrural como los precios de garantía para muchos productos agrícolas, y se restringieron hasta su desaparición, en 1999, las actividades de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares, Conasupo. Los apoyos a la comercialización fueron retomados con la creación del programa Apoyos y Servicios a la Comercialización Agropecuaria, que ya sólo benefició a los productores de maíz, trigo y sorgo de Sinaloa, Sonora y Tamaulipas.
Además de los cambios al artículo 27 de la Constitución, otro elemento clave de la política agropecuaria de esos años fue la liberalización del comercio exterior de ese sector. Contemplada en el TLCAN como una apertura gradual que extendería la desgravación arancelaria hasta el 2008, el gobierno confió en transformar toda la estructura productiva del campo. De esta manera, con la doble intención de mitigar los efectos de la apertura comercial y de reorientar la producción hacia cultivos exportables, se creó en 1993 el programa Procampo para financiar a los agricultores. Dos años después se dio forma a la Alianza para el Campo, cuya meta era capitalizar al sector para aumentar su competitividad y productividad. Tanto el Procampo como la Alianza para el Campo lograron reducir los efectos negativos de la apertura comercial sobre la producción de cultivos básicos pero resultaron poco efectivos para impulsar, como estaba originalmente diseñado, una sustitución de la producción de maíz por la de frutas y hortalizas. De hecho, lejos de desplomarse la producción de cultivos básicos aumentó, sobre todo la de maíz.
El TLCAN y la continuación y en algunos casos la profundización de las reformas estructurales en materia de liberalización comercial y financiera, inversión extranjera, privatización y tenencia de la tierra, delinearon un nuevo modelo económico que consolidó la imagen internacional del presidente Salinas como gran reformador y modernizador, como «revolucionario pacífico» y modelo a seguir en los países del mundo periférico.
La privatización de sus empresas, proporcionó temporalmente al gobierno recursos económicos suficientes para lanzar un gran programa de gasto social —el Programa Nacional de Solidaridad— que sirvió para organizar a centenares de miles de ciudadanos de los sectores populares en proyectos que incluían la construcción de caminos y drenaje, becas escolares y servicios médicos. Esa derrama de recursos palió durante un tiempo algunos de los efectos negativos de la mala situación económica y dio al Presidente una base social que, por momentos, pareció convertirse en un movimiento al margen y por encima del PRI. Comentaristas de la época resumieron la situación como el exitoso proceso de «ganar la presidencia desde la presidencia».
El presidencialismo mexicano pareció recuperar su fuerza y, por ende, también el régimen. No obstante, el último año del sexenio salinista sometió a una dura prueba al sistema político mexicano de la cual ya no salió indemne.
El neozapatismo
como indicador del problema social
La recuperación electoral del PRI en los comicios intermedios de 1991 fue un éxito para Salinas y, sobre todo, fue la preparación para la aceleración económica de 1994, cuando tendría lugar la siguiente elección presidencial en la que Luis Donaldo Colosio, un cercano colaborador de Salinas, sería el abanderado del PRI. Sin embargo, una serie de eventos tan inesperados como dramáticos interfirieron con este proyecto. El 1 de enero de 1994 entró en vigor el TLCAN, pero México amaneció con una noticia diferente dominando las pantallas de televisión: la de un levantamiento indígena armado en Chiapas. La irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) descuadró de inmediato la imagen ampliamente difundida por el gobierno, dentro y fuera del país, de un México que política y económicamente iba camino de ingresar a una etapa superior de su desarrollo. Con el EZLN, la marginación, la injusticia y el rezago social acapararon las primeras planas de la prensa nacional e internacional; las bondades del modelo neoliberal a la mexicana fueron puestas en entredicho.
Ante la aparición del EZLN la primera reacción del gobierno fue aplastarlo con el uso del ejército. Sin embargo, una notable movilización social obligó a un rápido cambio de estrategia y puso el acento en la negociación. El 26 de enero, los candidatos presidenciales firmaron un Acuerdo por la Paz y la Democracia que, entre otras cosas, propuso darle mayor autonomía al órgano electoral. Tres semanas más tarde, el 21 de febrero, se iniciaron en la catedral de San Cristóbal de las Casas las negociaciones entre el gobierno y los rebeldes. La movilización nacional e internacional en apoyo a los indígenas insurgentes fue un elemento decisivo para que al año siguiente, en 1995, el Congreso de la Unión aprobara la Ley para el Diálogo, la Reconciliación y la Paz Digna en Chiapas. Sin embargo, en medio de las negociaciones y con el consentimiento del nuevo presidente, Ernesto Zedillo (1994-2000), el ejército efectuó una sorpresiva operación para capturar a la dirigencia del EZLN; la maniobra fracasó, ahondó la desconfianza de los insurgentes y volvió a prender las manifestaciones en contra de una solución de fuerza a lo que a todas luces era un problema social. No obstante sus dificultades y contradicciones, el proceso evolucionó al punto de que en febrero de 1996 se firmaron entre el gobierno y los insurgentes los llamados Acuerdos de San Andrés, que supusieron el reconocimiento jurídico de los pueblos indios y de su autonomía. Sin embargo, al final el presidente Zedillo rechazó los términos del acuerdo alegando que ponían en peligro la unidad del país, y la solución a las demandas del EZLN se pospuso de manera indefinida.
Asesinatos, quiebras
y resquebrajaduras en la cúpula y elecciones
Es necesario retroceder un poco en el tiempo para comprender la coyuntura en toda su amplitud. En marzo de 1994, el panorama político se complicó aún más cuando en Tijuana el candidato presidencial del PRI fue asesinado y debió ser sustituido por su coordinador de campaña, un tecnócrata que carecía de experiencia política: Ernesto Zedillo. Nunca se esclarecieron completamente el asesinato de Colosio ni el posterior del secretario general del PRI y ex cuñado de Salinas, Francisco Ruiz Massieu. Lo único claro fue que había crisis tanto en el interior como en el exterior del círculo del poder. Para detener la hemorragia de legitimidad, Salinas se vio obligado a llevar adelante una reforma política que ciudadanizó la dirección del Instituto Federal Electoral (IFE), lo que implicó que el gobierno dejó de ser juez y parte de las elecciones federales y aceptó poner la organización y vigilancia de éstas en manos de un grupo de consejeros ciudadanos, independientes de los partidos y del gobierno.
Las elecciones de 1994, en las que Cárdenas volvió a ser el candidato de la izquierda y Diego Fernández de Cevallos el del PAN, fueron ganadas por el PRI pero con el mismo porcentaje de seis años atrás: Zedillo ganó por mayoría relativa pues sólo logró captar 48.7% del total de votos válidos. Todo indicaba ya que más pronto que tarde el PRI terminaría por ser derrotado. El PAN, por su parte, recuperó su posición de segunda fuerza electoral —25.9%—, en tanto que la izquierda apenas alcanzó 16.6%: la mitad de lo que se le había reconocido seis años atrás. El final de lo que resultó ser un pésimo año para el PRI y el régimen, se coronó con el inicio de una gran crisis económica, precipitada por la fuga del capital internacional especulativo. En 1995, Zedillo rompió con Salinas e incluso arrestó y puso en prisión al hermano de éste bajo el dudoso cargo de haber sido el autor intelectual del asesinato de su ex cuñado, José Francisco Ruiz Massieu. En el proceso salió a relucir la existencia de una gran fortuna —100 millones de dólares— en una cuenta en Suiza abierta por el hermano del ex presidente bajo una identidad falsa.
La crisis de 1994-1995:
el «error de diciembre» y el «efecto tequila»
Las expectativas creadas por el proceso de reforma en los años ochenta y por la firma del TLCAN en 1993, dieron un fuerte impulso a la entrada de capitales al país. Pero estos recursos se concentraron principalmente en inversiones de corto plazo, es decir, en instrumentos financieros y no en inversión directa. El sistema financiero canalizó esos recursos más hacia créditos al consumo y menos a inversiones productivas. Al mismo tiempo, reapareció un problema ya conocido: el déficit comercial, que alcanzó los 13 500 y 18 500 millones de dólares en 1993 y 1994, respectivamente. En lugar de corregir ese deterioro en las cuentas externas con una devaluación, y para no afectar las elecciones presidenciales, las autoridades mantuvieron los niveles del tipo de cambio en una banda de fluctuación, emitieron instrumentos financieros denominados en dólares —tesobonos— y utilizaron las reservas del Banco de México para satisfacer la demanda de moneda extranjera.
Así fue como durante el último año del gobierno de Salinas fue gestándose una delicada situación financiera, pues las reservas de dólares tarde o temprano serían insuficientes para mantener el valor del peso y cumplir puntualmente con el pago de los tesobonos cuyo monto a fines de diciembre superaba los 29 000 millones de dólares. Al inicio del gobierno de Zedillo se produjo el «error de diciembre», así llamado por el mal manejo del tipo de cambio que propició una fuga de capitales y la consecuente presión sobre el tipo de cambio. Con reservas internacionales casi agotadas, en unos pocos días la paridad pasó de 3.46 a 5.70 pesos por dólar. Además, en los primeros meses de 1995 vencían los plazos de pago de otros instrumentos de deuda del gobierno y de bancos privados por un monto de 50 000 millones de dólares. Con la finalidad de restaurar parte de la confianza perdida, el 28 de diciembre Guillermo Ortiz sustituyó a Jaime Serra Puche como titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y en las siguientes semanas el gobierno mexicano solicitó varias líneas de crédito a la comunidad financiera internacional, incluido el gobierno de Estados Unidos.
El difícil panorama económico mexicano provocó una reacción en cadena en otras economías emergentes que también enfrentaron una masiva fuga de capitales porque los inversionistas globales las consideraban igualmente vulnerables. El llamado «efecto tequila» fue la repercusión más visible de la primera crisis financiera global, producto de la percepción de los inversionistas de que todas las economías similares a la mexicana enfrentaban los mismos problemas. Esta situación de pánico en los mercados internacionales de capital se repetiría durante la crisis del sudeste asiático —el «efecto dragón» en 1997—, de Rusia —el «efecto vodka» en 1998—, de Brasil —el «efecto samba» en 1998-1999— y de Argentina —el «efecto tango» en 2001-2002.
A principios de enero de 1995, el Congreso norteamericano se mostró renuente a la petición del presidente William Clinton de otorgar un crédito a México por 40 000 millones de dólares sin antes revisar asuntos pendientes en la agenda bilateral, como migración y narcotráfico. A fines de ese mes, y para evitar mayores retrasos, Clinton utilizó las prerrogativas presidenciales para otorgar a México un préstamo hasta por 20 000 millones de dólares sin autorización del Congreso. Recursos adicionales del Fondo Monetario Internacional y de otros organismos multilaterales también fueron aprobados, pero estuvieron disponibles a cuentagotas pues implicaban un difícil entramado de negociaciones sobre el cumplimiento de metas y compromisos sobre la conducción de la política económica mexicana.
El paquete de rescate financiero finalmente logró resolver la falta de liquidez de México, pero las medidas de ajuste condujeron a una fuerte recesión económica. Las cifras a finales de 1995 revelaban la magnitud de la crisis: el crecimiento del PIB por persona cayó 7.8%, la tasa de inflación superó el 50%, la tasa de interés alcanzó 48% y el tipo de cambio cerró el año a 7.70 pesos por dólar. Más allá de las cifras, los efectos de la crisis fueron resentidos por las familias mexicanas que vieron caer sus ingresos —el salario mínimo real perdió más de 12%— y aumentar el desempleo, el cual llegó a 7.6% en agosto de 1995.
No obstante lo espectacular del deterioro, la recuperación comenzó con relativa rapidez. Alentadas por el tipo de cambio las exportaciones se convirtieron en el motor de crecimiento de la economía. Superado el tropiezo inicial, el resto del sexenio de Zedillo la economía registró tasas de crecimiento positivas aunque con desequilibrios agudos entre sectores.
El rescate bancario
La crisis que estalló en diciembre de 1994 creó un panorama muy complicado para la banca recién privatizada, pues durante los dos años previos se había registrado un auge en el otorgamiento de créditos al consumo sin que se tomaran las precauciones necesarias para evitar una situación de vulnerabilidad. El inesperado incremento en las tasas de interés convirtió en impagables muchos de los préstamos bancarios. A lo largo de 1995 la cartera vencida creció al punto que prácticamente llevó a la bancarrota al sistema bancario.
Con la finalidad de evitar el colapso del sistema financiero, el gobierno federal utilizó el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa) para evitar la quiebra generalizada del sistema. Esa operación de salvamento no tomó en cuenta, entre otros factores, que incluso después del estallido de la crisis muchos bancos actuaron de manera indebida y concedieron préstamos a empresas (algunas veces pertenecientes a los grupos financieros de los propios bancos) con baja capacidad de pago o de muy alto riesgo. Al no separar los préstamos bona fide de los que fueron producto de las acciones indebidas de los bancos, el costo del rescate fue muy elevado: superó los 500 000 millones de dólares, es decir, 40% del PIB de 1997. Por medio del Fobaproa el gobierno llevó a cabo el canje de la cartera vencida de los bancos por pagarés a 10 años del Banco de México. En 1998, con la Ley de Protección al Ahorro Bancario, la totalidad de los pasivos del Fobaproa se convirtieron en deuda pública. Los críticos de esta medida señalaron que con ello no sólo se comprometieron los ingresos futuros para el pago de esta deuda sino que se encubrió a los banqueros que incurrieron en ilícitas políticas de crédito. Esta maniobra de conversión a deuda pública del rescate de los bancos privados creó una división más entre la izquierda y la derecha, pues en este punto el PAN apoyó al gobierno y el PRD se opuso.
Violencia
Junto y en parte como efecto de las dificultades económicas, la sociedad mexicana de fines del siglo XX se vio sometida a las consecuencias de una ola criminal sólo comparable a las que en el pasado habían sido producto de las guerras civiles y la anarquía. Primero, la expresión más brutal de la capacidad e impunidad de las bandas criminales fue el secuestro al que, al cambiar el siglo, se añadirían las ejecuciones masivas producto de la lucha entre organizaciones de narcotraficantes. En más de un caso, las ligas entre los delincuentes y la policía quedaron expuestas, pero la reorganización de los aparatos de policía y judiciales no estuvo nunca a la altura del problema. Hacia 1990, después de Colombia, México registró el índice más alto de secuestros en el mundo. Un punto culminante de este fenómeno fue el secuestro en 1997 de quien fuera el principal operador de los servicios de inteligencia en México: Fernando Gutiérrez Barrios, ex secretario de Gobernación. La lucha entre bandas criminales desembocó en 5500 ejecuciones en 2008 y 6500 en 2009. Para 2010 la matanza se aceleraría. La sensación de inseguridad dominó a la sociedad mexicana.
En junio de 1995 tuvo lugar en Aguas Blancas el asesinato por la policía del estado de Guerrero de 17 campesinos que se dirigían a un mitin convocado por la oposición. La masacre puso de manifiesto lo mucho que aún faltaba por recorrer para que la lucha política mexicana se alejara del autoritarismo y la ilegalidad y se ajustara a los causes propios de un Estado de derecho. En 1996, en el primer aniversario de la matanza de Guerrero, apareció un nuevo grupo guerrillero —el Ejército Popular Revolucionario (EPR)— que justificó su existencia por la permanencia de situaciones de impunidad extrema como la de Aguas Blancas. El EPR refrendó su aparición con ataques a puestos policiacos y al ejército en el sur del país e incluso a instalaciones petroleras en el decenio siguiente.
La tragedia que tuvo lugar el 22 de diciembre de 1997 en el pequeño y desventurado pueblo de Acteal, en Chiapas, se convirtió pronto en el símbolo de la problemática y las contradicciones del proceso político desatado por la rebelión indígena. Ese día, civiles armados entraron al poblado, cuyos habitantes eran considerados simpatizantes de los neozapatistas, y durante varias horas procedieron a matar a sangre fría a 45 indígenas tzotziles desarmados —hombres, mujeres y niños— sin que la policía o el ejército, estacionados en las cercanías —literalmente, a tiro de piedra—, intervinieran. La protesta nacional e internacional no se hizo esperar y se denunció esa acción como parte de una estrategia contrainsurgente en que las autoridades civiles y militares habían organizado cuerpos paramilitares indígenas para lanzarlos contra la población que servía de base de apoyo al ezln. Los funcionarios locales y federales, por su parte, negaron la existencia de tales planes y procedieron a arrestar a 70 implicados, pero sin llegar a identificar a los responsables intelectuales del crimen. Al redactar estas líneas, casi 12 años después de la masacre, la justicia seguía sin descubrir a quienes organizaron y armaron a los asesinos y ordenaron la matanza. Por su parte, el grueso de los detenidos y sus familiares se consideraron meros chivos expiatorios y fueron liberados.
La agenda con Estados Unidos
Para mediados de los años ochenta y principios de los noventa, la agenda de la relación de México con Estados Unidos tenía en su centro el TLCAN pero también tres temas de gran irritación, dos de ellos de difícil solución. Uno era externo: las guerras civiles en Centroamérica crearon una situación en la que México buscó siempre un arreglo negociado en tanto que Estados Unidos vio esa posición como interferencia con un proyecto que tenía como meta la victoria total sobre las fuerzas de izquierda. Los otros dos problemas eran el narcotráfico y la migración de mexicanos indocumentados a Estados Unidos.
Desde la perspectiva del gobierno y de la sociedad mexicanas el desafío armado más importante del periodo no fue el de las guerrillas o del EZLN sino el del crimen organizado, y en particular el que representaba la actividad de los cárteles del narcotráfico. Debido a sus cuantiosos recursos, los narcotraficantes no sólo dispusieron de buen armamento adquirido en Estados Unidos sino que pudieron corromper a los aparatos del Estado encargados de su persecución o de plano ponerlos a su servicio. Ya desde mediados de 1985 había aparecido claramente el poder corruptor de las bandas de narcotraficantes cuando un agente de la Agencia Antinarcóticos de Estados Unidos (DEA) destacado en Guadalajara, Enrique Camarena, fue asesinado con la complicidad de agentes federales. Doce años más tarde, y después de una supuesta reorganización de los servicios policiacos y de inteligencia mexicanos, el gobierno se volvió a tropezar con la misma piedra. En efecto, en 1997 se descubrió que nada menos que el encargado del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, estaba al servicio de uno de los cárteles de narcotraficantes. De acuerdo con los datos oficiales, para entonces eran siete las agrupaciones de narcotraficantes que operaban en México al cambiar el siglo. Cuando entre 2007 y 2008 el gobierno de Felipe Calderón lanzó la «Operación limpieza» de nuevo volvió a quedar al descubierto la complicidad de altos mandos de la Secretaría de Seguridad con los narcotraficantes. Por otro lado, el mercado de las drogas, que en un principio era básicamente el norteamericano, se había extendido al punto que el narcomenudeo dentro de México ya era significativo. Un problema originado en Estados Unidos había terminado por convertirse en asunto plenamente mexicano.
En el extremo opuesto estaba un problema mexicano que terminó por ser también norteamericano. En 1964 expiró el «Acuerdo bracero» suscrito y renovado por México y Washington desde la segunda guerra mundial. Sin embargo, la demanda de mano de obra mexicana no calificada en Estados Unidos, continuó. El resultado fue una corriente sistemática de trabajadores indocumentados mexicanos al país del norte, misma que las autoridades migratorias de ese país no pudieron ni necesariamente quisieron contener.
Tras la desaceleración del crecimiento de la economía mexicana a partir de 1982, tanto la vigilancia norteamericana como la magnitud de la inmigración mexicana aumentaron pero sin que los gobiernos de los dos países pudieran llegar a un nuevo acuerdo al respecto. Para inicios del siglo XXI se calculaba en medio millón el número de indocumentados mexicanos que anualmente lograban cruzar con éxito hacia Estados Unidos, empujados tanto por el desempleo como por el diferencial de salarios. En conjunto, las remesas que los mexicanos que trabajaban en el país del norte enviaban a sus lugares de origen, fluctuaron entre los 20 y 25 000 millones de dólares al año, aunque empezaron a bajar a raíz de la gran crisis económica que estalló en 2008. Las cifras disponibles permitían afirmar que al inicio del siglo XXI en Estados Unidos vivían más de 12 millones de personas nacidas en México, de las cuales más de seis millones eran indocumentados. La búsqueda de un acuerdo para regular y controlar la migración se intentó varias veces, pero sin éxito. Para 2008, Estados Unidos construía un gran muro para cerrar parcialmente la frontera como solución, también parcial, al problema.
AL FILO DEL CAMBIO DE SIGLO
Las reglas del juego
En 1997, en el marco de un IFE recompuesto, se llevaron a cabo las elecciones federales intermedias y el resultado fue un revés para el partido del gobierno que tuvo implicaciones muy profundas. El nuevo IFE, al quitar de manos del gobierno el proceso electoral, rompió con las reglas prevalentes desde 1946. También acabó con un principio de más de un siglo: la prohibición a la Suprema Corte de pronunciarse en materia electoral.
En 1997, y por primera vez desde la creación del PNR-PRM-PRI, las urnas hicieron perder al partido oficial la mayoría en la Cámara de Diputados. De esta manera, el presidente perdió el control de una parte importante del Congreso, situación que aunada al triunfo de Cárdenas como jefe de gobierno de la ciudad de México y a la existencia de varios gobiernos estatales y municipales en poder de la oposición —sobre todo del PAN—, hicieron inoperante una de las reglas centrales en que se había basado el presidencialismo autoritario mexicano: la subordinación política de facto del Legislativo y de las autoridades estatales y capitalina al jefe del Poder Ejecutivo.
La vulnerabilidad del partido del gobierno llevó a que de cara a las elecciones del año 2000, el PAN y el PRD iniciaran negociaciones para presentar un frente unido que asegurara la salida pacífica del PRI de Los Pinos, pues una oposición dividida podría reproducir el resultado electoral de 1994, es decir, una nueva victoria priista por la vía de una mayoría relativa. Finalmente no se materializó la alianza de la oposición de izquierda y derecha en aras de asegurar la transición democrática. La lucha tripartita quedó encabezada desde el partido del gobierno, por el ex gobernador y ex secretario de Estado, Francisco Labastida, que tuvo el apoyo del presidente Zedillo. Por el PAN, el candidato fue el neopanista y ex gobernador de Guanajuato, Vicente Fox. El PRD por tercera ocasión eligió como candidato a Cuauhtémoc Cárdenas.
Desde el inicio las encuestas mostraron que la oposición más fuerte y con mucho era la panista. Fox, un desparpajado administrador de empresas —había estado al frente de la Coca Cola— resultó un buen candidato. Empleó con éxito un discurso simple y atractivo: si se sacaba al PRI de Los Pinos, la solución del grueso de los problemas nacionales —la mediocridad del crecimiento económico, la corrupción, la ineficiencia del aparato burocrático, la desigualdad, la persistencia de la rebelión en Chiapas— se daría por añadidura. Fox consiguió, como ningún otro opositor hasta entonces, el apoyo del sector empresarial y, en general, de los grupos conservadores no priistas pero, además, también recibió el voto de una parte de la izquierda que deseaba aprovechar la coyuntura para echar abajo el monopolio de 71 años del PRI sobre el Poder Ejecutivo, el llamado «voto útil».
En 2000 México vivió una intensa campaña presidencial. Las plataformas de los dos principales contendientes, PRI y PAN, no fueron muy diferentes, pero al PRI ya le pesaba mucho su historia como el partido de un sistema autoritario, corrupto y, desde 1982, incapaz de volver a encauzar el país por la senda del crecimiento económico.
El IFE desempeñó bien su encargo de organizar y vigilar unas elecciones presidenciales en las que disputaban el poder dos partidos sin grandes diferencias programáticas. Como fuese, por primera vez en la historia del México independiente, el campo de la competencia estuvo relativamente nivelado y las reglas del juego aceptadas por todos los actores. El presidente Zedillo, consciente de lo precario de la legitimidad del sistema que encabezaba, ya no intentó imponer a como diera lugar la victoria de su candidato —Labastida— y las elecciones se desarrollaron dentro de la legalidad. El cómputo oficial dio a Fox el triunfo con 42.52% de la votación, Labastida obtuvo 36.10% y Cárdenas 16.64%. El 2 de agosto fue el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y no el Colegio Electoral de la Cámara de Diputados, de triste memoria, la instancia que calificó la elección y otorgó al abanderado del PAN la constancia del triunfo.
La economía y el nuevo siglo
México llegó al siglo XXI con una economía de nuevo en crecimiento pero de manera muy desigual. La liberalización comercial iniciada en 1985 y fortalecida con la firma del TLCAN aumentó considerablemente las exportaciones, sobre todo las no petroleras, mientras que otras reformas facilitaron la entrada de la inversión extranjera directa, sobre todo en la producción de manufacturas. No obstante, el crecimiento impulsado por las exportaciones, materializado en un crecimiento promedio del PIB de 3.14% en el sexenio de Zedillo, distó mucho de ser espectacular (China crecía tres veces más aprisa) y menos homogéneo. Como lo muestra el siguiente mapa, los estados que más crecieron fueron los del norte y centro del país junto con Jalisco y Puebla, en tanto los del sur y sureste registraron tasas de crecimiento notoriamente bajas. En conjunto estos resultados indicaron que los efectos de arrastre derivados de la liberalización comercial fueron aprovechados por los estados o regiones que tenían una mejor posición geográfica respecto a los mercados externos, una planta productiva ligada a sectores exportadores o ambas cosas. La nueva configuración de una economía más abierta y con una menor intervención del Estado, acentuó el crecimiento regional desequilibrado y obligó a preguntarse si era necesario un TLCAN específico para el sur. En reconocimiento de esta desigualdad regional, el gobierno del presidente Fox puso en práctica programas de apoyo focalizados, entre ellos el Plan Puebla-Panamá y el Programa Marcha hacia el Sur, pero con escasos resultados. Al escribir estas líneas, lograr la disminución de las diferencias económicas regionales mexicanas era tarea pendiente.
El empuje de las exportaciones con el que se logró superar la recesión de 1995 y que continuó siendo el motor del crecimiento en los años siguientes, resultó insuficiente para alcanzar niveles de crecimiento similares al de otras economías de igual nivel de desarrollo que México. En efecto, el crecimiento promedio anual del PIB per cápita entre 1985 y 2006 en América Latina, el sudeste asiático y Estados Unidos fue de 1.20, 6.90 y 1.93% respectivamente. ¿Qué factores contribuyeron a que en términos de crecimiento la economía mexicana sólo alcanzara 1.13% en promedio anual en ese mismo periodo? Entre los factores que contribuyeron a resultado tan mediocre destacan tres. En primer lugar, el crédito otorgado por los bancos a empresas y familias se redujo 68% entre 1994 y 2007. Esta contracción del crédito frenó la inversión privada —en particular en los sectores cuya producción estaba conectada al mercado interno y en la gran mayoría de pequeñas y medianas empresas— con lo que no sólo se limitó el crecimiento general sino también se afectó el empleo. Los bancos concentraron sus préstamos en clientes con una posición financiera sólida y no necesariamente en los más urgidos de recursos frescos para mantener o expandir operaciones. Desde el punto de vista de los bancos, las prácticas extremadamente cautelosas en el otorgamiento de créditos tenían su origen en los deficientes instrumentos legales para recuperar deudas de clientes incumplidos. No obstante, una explicación más consistente de las restricciones crediticias a partir de 1994 apunta a que como los bancos tenían aseguradas las utilidades de los bonos emitidos por el Fobaproa, y luego garantizados por el ipab, el sistema bancario dejó de preocuparse por cumplir su tarea central: captar ahorro y canalizar estos recursos a los inversionistas.
En segundo lugar, la caída en la inversión pública en infraestructura (carreteras, caminos, puertos, presas, electricidad, etc.), acentuada por la crisis de 1994-1995, influyó negativamente en el crecimiento de largo plazo del país. Si bien es cierto que desde los 1990 aumentaron los flujos de inversión extranjera directa, como resultado de los incentivos otorgados por el TLCAN y las reformas legales en esta materia, el efecto del colapso de la inversión pública no fue revertido con la llegada de capital foráneo.
Un tercer factor que frenó el crecimiento fue el gasto en educación, que resultó insuficiente para incrementar el capital humano (es decir, el aumento de la capacidad productiva de los trabajadores como resultado de la educación). Los indicadores en este rubro muestran que a fines del siglo XX se expandió la cobertura de educación en los niveles básicos pero falló la ampliación del acceso a la educación media y superior. El rezago en la oferta educativa en estos niveles tuvo repercusiones sobre aquellos que carecían de la preparación para elevar su productividad y por lo tanto obtener empleos mejor remunerados.
LA
VIDA CULTURAL
ENTRE EL FIN DEL SIGLO Y EL NUEVO MILENIO
Todas las arenas en que se desarrolló ese proceso al que llamamos «alta cultura» tuvieron su equivalente en el México de la época. De entrada, el mundo de las letras. En 1986 murió Juan Rulfo, autor de la mejor novela mexicana del siglo XX: Pedro Páramo. La obra de otros autores ya consagrados y reconocidos, siguió adelante. En 1985 Octavio Paz recibió el premio Alfonso Reyes y cinco años más tarde coronaría su carrera con el Premio Nobel de Literatura. Para entonces, Paz ya había escrito el grueso de su obra, pero aún aparecerían algunos ensayos y poesía, como Árbol adentro, de 1987, año en que también salieron a la luz los tres volúmenes de México en la obra de Octavio Paz. El gran escritor murió, lleno de honores, en 1998. Gabriel García Márquez, el Premio Nobel colombiano, mantuvo su residencia en México, lo que no dejó de tener efectos en el medio literario del país. Carlos Fuentes, el otro grande de las letras mexicanas, publicó en 1985 Gringo viejo, que sería llevada a la pantalla. En 2008, con motivo de sus 80 años, Fuentes fue objeto de grandes homenajes y para entonces su currículum se había engrosado con numerosos premios y distinciones y su bibliografía con 14 nuevas obras. Sergio Pitol sumó a su obra una docena de títulos entre los que destacan El desfile del amor (1989) y El arte de la fuga (1996). En 1987 apareció Noticias del Imperio de Fernando del Paso, novela en la que superpuso planos y personajes para dar cuenta de la complejidad de la reconstrucción histórica.
Al lado de los consagrados, nuevos autores de novelas y cuentos, con propuestas y temas renovadores, aparecieron en el escenario de la literatura mexicana de fin de siglo. En 1985 Héctor Aguilar Camín publicó Morir en el Golfo, un drama de poder que se desarrolla en un medio dominado por un cacicazgo petrolero, una figura claramente inspirada en el entonces todopoderoso Joaquín Hernández Galicia, factótum del sindicato petrolero, y en el que también se reconocen las figuras de Fernando Gutiérrez Barrios, cabeza de la policía política del régimen, y de Manuel Buendía, influyente periodista de la época. En La guerra de Galio Aguilar Camín continuó con una narrativa en la que se funden la realidad política y la literatura. En Guerra en El Paraíso la narración de la realidad y no la ficción fue el enfoque elegido por Carlos Montemayor para exponer la lucha guerrillera encabezada por Lucio Cabañas. En 1991 Juan Villoro, que había empezado a publicar desde una docena de años atrás, lanzó El disparo de Argón, con una trama que se desarrolla en la ciudad de México teniendo como telón de fondo el lado macabro de su economía informal; pero sería en 2004, con El testigo —de nuevo, una obra que refleja al país contemporáneo aunque con referencias al México de las haciendas y la Revolución—, cuando Villoro se coloca entre las nuevas figuras de las letras mexicanas. En El seductor de la patria (1999), Enrique Serna toma la inverosímil biografía de Antonio López de Santa Anna como excusa para recrear, con un innegable sentido del humor, la triste vida pública de un México que aún no llegaba a ser una nación. Una influencia notable en los círculos literarios fue el poeta y novelista chileno Roberto Bolaño, quien retrató con gran maestría los claroscuros de la vida nocturna de la ciudad de México.
Una generación aún más joven publicó sus primeras obras en los años noventa o al despuntar ya el nuevo milenio. Una lista mínima incluye a Mario Bellatin, Ricardo Chávez Castañeda, Álvaro Enrigue, Guillermo Fadanelli, Mario González Suárez, Vicente F. Herrasti, Ignacio Padilla, Eduardo Antonio Parra, Jaime Ramírez Garrido, Pablo Soler Frost, Jorge Volpi y Naief Yehya. Por sus temas y propuestas literarias estos narradores marcaron la pauta literaria de principios del siglo XXI.
Las novelas y cuentos escritos por mujeres se multiplicaron en el periodo que cubre este capítulo. Elena Poniatowska, con una trayectoria consolidada, combinó su producción literaria con un gran activismo político de izquierda. Una generación más joven destacó por acompañar su producción no sólo de gran calidad sino también de perspectivas narrativas altamente innovadoras. En Arráncame la vida (1985), Ángeles Mastretta toma la Puebla de Maximino Ávila Camacho —la de los años treinta— como el entorno para desarrollar los temas del poder y la corrupción, la opresión de las mujeres y las posibilidades y consecuencias de su resistencia a esa condición. En 1988, Laura Esquivel publicó Como agua para chocolate, que tuvo una entusiasta respuesta de los lectores al combinar, en el México de inicios del siglo XX, un amor tan intenso como frustrado con la magia y los olores y sabores de la comida regional. Como Mastretta, Esquivel vio cómo su obra llegaba a un público mucho más amplio cuando fue llevada al cine. La recreación narrativa del pasado fue una perspectiva compartida por las novelas La familia vino del norte (1987) de Silvia Molina y La corte de los ilusos de Rosa Beltrán. A las autoras ya mencionadas deben sumarse, entre otras Carmen Boullosa, Ana García Bergua, Anamari Gomís, Bárbara Jacobs, Angelina Muñiz-Huberman, María Luisa Puga y Carmen Villoro, quienes enriquecen la literatura mexicana por derecho propio pues la calidad es el común denominador de todas sus obras.
Para 1985 Carlos Monsiváis, que se había dado a conocer desde 1970 como el gran cronista e intérprete de la vida política y cultural de México en Días de guardar, ya había publicado un sinnúmero de ensayos y otros cinco libros. En ese año aparecieron Conferencias y El poder de la imagen y la imagen del poder. Fotografías de prensa del porfiriato a la época actual; desde entonces y hasta 2009, la bibliografía de Monsiváis se acrecentó con 29 títulos más y un torrente de artículos que no daba señales de amainar. Cada semana, en diarios y revistas, en presentaciones de libros y conferencias, Monsiváis se convirtió en parte indispensable y anticipada de la interpretación de los procesos políticos y culturales del país. Gracias al afán coleccionista de este autor, se abrió en el centro de la capital el Museo del Estanquillo, dedicado a temas sustantivos de la cultura popular urbana. A mediados de 2010 el fallecimiento de este inclasificable intelectual dejó al país sin uno de sus más agudos observadores y singulares críticos. José Joaquín Blanco con Calles como incendios, publicada en 1985, mostró ser uno de los más destacados ensayistas de su tiempo, tarea que compartió con Adolfo Castañón, Christopher Domínguez, Evodio Escalante y José Emilio Pacheco.
En 1985, el poeta Jaime Sabines recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y en 1994 la medalla Belisario Domínguez. Con Sabines, un recital de poesía llegó a convertirse en un espectáculo de masas, pues el autor chiapaneco, con el sentido vehemente, sensual e informal de una poesía centrada en la experiencia personal, hizo que el lector común —mexicano y extranjero— no encontrara barreras para identificarse con su contenido; Sabines murió en 1999. José Emilio Pacheco, otro de los grandes poetas del periodo, siguió publicando y en 2003 recibió el Premio Octavio Paz y dos años más tarde el García Lorca; para entonces ya había acumulado más de media docena de reconocimientos de ese tipo. Afortunadamente, desde 1985 la poesía ha tenido exponentes de primer orden que imprimen al género un dinamismo muy alentador. Luis Miguel Aguilar, Efraín Bartolomé, Alberto Blanco, Coral Bracho, Ricardo Castillo, Elsa Cross, Antonio del Toro, Kyra Galván, David Huerta, Eduardo Hurtado, Jaime Reyes, José Luis Rivas y Silvia Tomasa Rivera forman parte de una nueva generación de poetas que se proyecta con gran fuerza a principios del siglo XXI.
Para finales del siglo XX, el teatro mexicano tenía ya una raíz honda y dramaturgos como Rodolfo Usigli, Salvador Novo o Emilio Carballido, entre muchos otros, se habían encargado de ello. Carballido, en el periodo aquí examinado, publicó Rosa de dos aromas (1986) y en 1996 recibió el Premio Nacional de Literatura; murió en 2008. De entre otros de los ya para entonces consagrados, destacan: Hugo Argüelles, con siete obras más entre 1986 y la fecha de su muerte en 2003; Vicente Leñero —un ingeniero civil convertido en hombre de letras—, con una decena de obras —libros y guiones— posteriores a 1985; Víctor Hugo Rascón Banda fue uno de los mejores representantes de la nueva dramaturgia mexicana, como se le reconoció al morir en el 2008; Hugo Hiriart es otro de ellos, lo mismo que Sabina Berman, exploradora de la visión y versión femeninas de un mundo aún dominado por los hombres.
El mundo literario no se redujo a los libros; las revistas le resultaban indispensables. En la época bajo estudio, aparecieron y desaparecieron muchas publicaciones periódicas pero los títulos dominantes fueron un puñado. En 1976, bajo la tutela de Octavio Paz, surgió Vuelta, que terminó con la muerte de su fundador, pero tuvo como sucesora inmediata a Letras Libres, bajo la dirección de Enrique Krauze. Desde una perspectiva ligeramente distinta, menos conservadora, se mantiene Nexos, revista fundada en 1978. La Revista de la Universidad de México, editada por la UNAM, permanece como otro de los pilares de la alta cultura mexicana, lo mismo que las revistas de las universidades de los estados.
En el último cuarto de siglo se consolidaron varios esfuerzos para la difusión de la producción editorial. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara se convirtió en el acontecimiento más importante del intercambio de publicaciones en español en el mundo y un evento nacional de primer orden. Una trayectoria similar siguió la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, auspiciada por la UNAM. Otras ciudades que también emprendieron esfuerzos por la organización de ferias de libros fueron Monterrey y León con gran éxito y perspectivas de crecimiento.
En 1991 murió el pintor Rufino Tamayo; con su desaparición, los «grandes de la pintura mexicana» se convirtieron definitivamente en historia, pero su crítico, José Luís Cuevas, siguió activo, polémico y exponiendo su obra en el escenario internacional. En 1992 se inauguró en el centro de la ciudad de México un museo que lleva el nombre del artista y donde se reúne parte de su obra. En 2006 murió Juan Soriano, otra de las figuras clave de la plástica mexicana posrevolucionaria, a quien Poniatowska retrató estupendamente en Juan Soriano, niño de mil años (1998). Francisco Toledo vive en estos años la plenitud de su capacidad creadora, que mezcla con gran maestría una modernidad adquirida en las escuelas de la capital mexicana y en Europa con los temas prehispánicos y fantásticos de su natal Oaxaca. El Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca inaugurado en 1992 es una de las varias instituciones artísticas oaxaqueñas a las que Toledo ha dado vida y razón de ser.
Suman cientos las exposiciones colectivas e individuales presentadas en museos y recintos culturales del país desde 1985. El auspicio de estas actividades contó con la colaboración creciente de fundaciones privadas y apoyos de individuos y empresas cuyo patrocinio resultó fundamental en tiempos de dificultades económicas. Asimismo, debe destacarse la aparición de museos e instituciones privadas dedicadas a la difusión cultural, entre otros, el Museo Franz Mayer (1991) y el Museo Soumaya (2004) en la ciudad de México; el Museo de Arte Contemporáneo, Marco (1991), en Monterrey; el Museo Amparo (1991) en la ciudad de Puebla, y la Fundación/Colección Jumex (1995) en el Estado de México. A fines de 2008 el acervo institucional público se enriqueció con la inauguración del Museo Universitario de Arte Contemporáneo en Ciudad Universitaria.
Para 1980, el cine mexicano había dejado atrás la llamada «edad de oro» y se había convertido, artísticamente hablando, en una actividad irrelevante. Sin embargo, poco a poco, y en medio de una gran penuria económica y grandes obstáculos para su exhibición, fue produciendo de nuevo obras de gran calidad. En 1989 se exhibió Rojo amanecer, obra en la que su director, Jorge Fons, recreó por medio de una familia de clase media, uno de los momentos cumbre del autoritarismo mexicano: la masacre del 2 de octubre de 1968. En 1991 se estrenaron La tarea, de Jaime Humberto Hermosillo —quien, con una treintena de obras en su haber, es considerado parte del «nuevo cine mexicano»—, Danzón, de María Novaro, y Sólo con tu pareja, de Alfonso Cuarón. Todo ello marcó la superación de la crisis del cine mexicano. En 1999 se estrenó una sofisticada comedia de enredos amorosos de Antonio Serrano, Sexo, pudor y lágrimas, y al año siguiente aparecieron tres obras que se hicieron notar: Amores perros, de Alejandro González Iñárritu, Todo el poder, de Fernando Sariñana, y La ley de Herodes, de Luis Estrada, que tuvo que sortear un intento de censura, ya que abordaba la corrupción del sistema político priista que estaba por terminar. Con El crimen del padre Amaro, de Carlos Carrera, basada en una obra de Eça de Queirós, se pudo superar también la oposición de la Iglesia católica a que el cine mexicano abordara temas desagradables para esa institución. En 2001 Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón, ganó tres premios en el Festival Internacional de Cine de Venecia. Al iniciarse el siglo XXI, un grupo de cineastas mexicanos ya se habían establecido como directores internacionales reconocidos, trabajando en el extranjero y capaces de abordar temas ajenos. Ése fue el caso, entre otros, de Alejandro González Iñárritu con 21 gramos (2003) y Babel (2006); de Guillermo del Toro con El laberinto del fauno (2006), o de Luis Mandoki con Voces inocentes (2004), y Alfonso Cuarón con Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004).
La música y la danza siguieron dependiendo de los apoyos institucionales. El Conservatorio Nacional mantuvo sus actividades hasta contar con 17 licenciaturas. La Orquesta Sinfónica Nacional, fundada en 1928, conservó calidad y dinamismo. La UNAM fue uno de los centros naturales más importantes de estas actividades con su Escuela Nacional de Música, sus varias orquestas y salas de concierto. Destacó también la labor musical de la Orquesta Sinfónica de Xalapa. Directores como Eduardo Mata, Fernando Lozano, Enrique Arturo Diemecke y Carlos Miguel Prieto, se movieron con entera familiaridad lo mismo en escenarios de México que de Estados Unidos, América Latina y Europa. Como en las otras artes, en la danza, la Revolución mexicana tuvo una influencia directa, pero a partir de los años setenta se despegó de ese pasado ligado al gran movimiento social y volvió la mirada a un mundo más urbano, moderno y cotidiano. Las estructuras institucionales como el INBA o las universidades fueron el núcleo duro de la actividad dancística que, por otra parte, vio multiplicarse las compañías y el esfuerzo por la experimentación con sus referencias internacionales. Gloria Contreras, después de tres lustros, regresó a México en los setenta y en la UNAM fundó el Taller Coreográfico, semillero de coreógrafos y bailarines, y en 2005 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes.
En un intento por coordinar mejor las actividades culturales y evitar con ello la duplicación de esfuerzos institucionales y presupuestales, en 1988 se creó el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Desde entonces, esta institución se propuso ser el eje rector de la política cultural del gobierno aunque no siempre con el resultado deseado. Entre sus logros pueden destacarse la creación de una muy necesaria red de librerías en el país y de fondos estatales para la difusión cultural. Sin embargo, Conaculta cayó en la centralización administrativa que tanto aquejó a otras áreas del quehacer público. En Coahuila, Michoacán y San Luis Potosí se aprobaron leyes para reforzar la participación social en el diseño de políticas culturales y la promoción de la educación artística.
A partir de 1989, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) institucionalizó la canalización de fondos a proyectos artísticos individuales y colectivos, independizando el patrocinio de la discrecionalidad de los funcionarios. Las becas del Fonca resultaron ser un estímulo esencial para muchos artistas, aunque no faltaron las demandas de mayores apoyos financieros para dar vida a actividades culturales que lograran tener impacto en la vida cotidiana de los mexicanos.
En el periodo de análisis, los libros, las revistas especializadas y la prensa escrita de opinión fueron adquiridos por una minoría. Las cifras de 2006 arrojaron que, en promedio, había una librería por cada 72 272 habitantes, que el mexicano leía 2.9 libros por año y que el 58% no examinaba ningún diario. Un efecto de la poca lectura fue que la cultura popular mantuvo en un lugar privilegiado a la televisión comercial (forma dominante de ocupar el tiempo libre en un país en el cual 90.5% de los hogares contaban con televisor en 2005), es decir, a un monopolio hasta 1993 y a un duopolio a partir de entonces, formado por Televisa —la cadena dominante— y Televisión Azteca. La radio comercial experimentó cambios; uno muy notable fue la explosión de noticieros y mesas de análisis político, en los que se materializó la pluralidad ausente en la televisión. Por otra parte, la radio y la televisión públicas en la capital y en los estados ampliaron su presencia pero no superaron su carácter marginal. Las telenovelas, los programas de deportes —donde dominó el futbol—, los de espectáculos, la telerrealidad (reality shows) y en menor medida los noticieros, fueron los principales forjadores y diseminadores de entretenimiento, valores e ideas del mundo de los grupos mayoritarios.
La cultura popular fue predominantemente urbana, sin embargo, en la música sobrevivió y prosperó un género con una fuerte raíz en el pasado rural: los corridos. Grupos como Los Tigres del Norte o Los Cadetes de Linares, creadores y popularizadores de ese tipo de música, dieron expresión a formas de interpretar no sólo los eternos temas amorosos sino también otros de índole social —incluidos los de la llamada «sociedad narca»— ante auditorios masivos que comprendían e incluso se identificaban con esas expresiones. Desde mediados de los ochenta el rock en español, con contenidos propios, algunos críticos, atrajo auditorios masivos aunque siguieron existiendo los grupos alternativos, con un público más reducido, centraron su producción en el punk. En los años noventa las disqueras comerciales abrieron algunos espacios a las propuestas nacionales seguidoras del movimiento indie, pero al final de la década dichos proyectos se cancelaron al no alcanzar la difusión masiva. En el jazz, El Arcano y el Zinco, en la ciudad de México, se convirtieron en foros que alentaron proyectos musicales de todo orden y sin el cual no se entendería el desarrollo del género en esos años. A su regreso de Estados Unidos, muchos de los jóvenes migrantes trajeron consigo el hip-hop, ritmo que extendió su influencia a prácticamente todo el país.
Si en 1985 internet y la telefonía celular aún estaban confinados a los grupos de altos ingresos, para el primer decenio del siglo XXI su uso ya se había extendido: en 2005 había 17 usuarios de internet y 44 de teléfono móvil por cada 100 habitantes. Como nunca antes, la cultura popular tuvo elementos de la globalidad, lo que no significó pérdida de su contenido nacional y menos local.
PRESENTE Y FUTURO: MÉXICO EN EL SIGLO XXI
El dominio del factor político
Con la victoria de la oposición panista, México entró en un contexto inédito: por primera vez en su historia política la oposición pudo desplazar pacíficamente al partido en el poder. Ese hecho equivalía no sólo a una alternancia en el poder sino también a un cambio de régimen. Del presidencialismo autoritario el país pasaba al pluralismo democrático. Sin embargo, hubo otra novedad cuyos efectos serían más problemáticos: el nuevo presidente debería llevar a cabo su tarea sin tener mayoría en el Congreso y por tanto estaría obligado a negociar con una mayoría de legisladores y gobernadores de la oposición. Para el nuevo grupo en el poder, la tarea de encabezar un gobierno dividido pareció representar un problema serio pero no imposible de resolver, pues el cambio había significado un aumento de legitimidad de la presidencia y de toda la estructura de autoridad —el llamado «bono democrático»—, lo que, supusieron, proveería la energía política y social para remontar los obstáculos que pudieran poner la oposición y las inercias. De todas formas, había una gran interrogante que se abrió a finales del año 2000: a falta de un gran pacto, ¿con qué fuerzas y bajo qué condiciones se podría armar la coalición que permitiera evitar la parálisis legislativa y lograr la aprobación de las iniciativas del presidente en el Congreso?
El optimismo fue entonces la nota dominante entre la opinión pública nacional e internacional interesada en México, pues por fin el vecino sureño de Estados Unidos se integraba a la llamada «tercera ola» democrática. El PRI, aunque cimbrado hasta sus cimientos por la derrota, se preparó para sobrevivir como la primera minoría en la Cámara de Diputados y como la mayoría en los gobiernos estatales y municipales.
El hecho de que el candidato ganador se identificara abiertamente con la economía de mercado y con las posiciones adoptadas por Estados Unidos, hizo que el cambio de régimen no repercutiera negativamente en la economía; al contrario, 2000 concluyó con un aumento de 5.1% del PIB. Sin embargo, y justamente por la dependencia económica del mercado norteamericano, al año siguiente, el primero de la democracia formal, la caída de PIB fue espectacular: –1.1%. Fue resultado directo de la recesión en que entonces entró la economía de Estados Unidos, mercado en el que México colocaba 90% de sus exportaciones. Al final, el promedio sexenal de crecimiento bruto resultaría de apenas un modestísimo 1.4%, lo que no facilitaría el complejo proceso de consolidar la democracia en un país de tradiciones diferentes.
Comienzan los problemas
La supuesta facilidad para que, una vez que el PRI fuera expulsado de Los Pinos, se operara el cambio en las principales variables políticas y económicas, pronto se topó con una realidad dominada por el enorme peso de las inercias, por la falta de acuerdos fundamentales entre los actores relevantes y por los intereses del pasado. Por ejemplo, en su campaña, Fox había prometido solucionar «en 15 minutos» la rebelión indígena en Chiapas. No fue el caso. El 24 de febrero de 2001 y al calor del cambio, una comisión del neozapatismo encabezada por el subcomandante Marcos decidió salir de sus montañas. Pese a las presiones para que impidiera el desplazamiento, el nuevo presidente no intentó obstaculizarlo sino todo lo contrario. Tras un espectacular recorrido por varios estados, una de las representantes de los rebeldes —la comandante Esther— logró ser recibida en el Congreso de la Unión para exponer directamente las razones por las que su movimiento exigía el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés en materia de legislación indígena —regirse por sus usos y costumbres y ejercer la propiedad colectiva de los recursos naturales de su zona— que habían sido rechazados por el gobierno anterior. Ese cumplimiento requería un cambio constitucional que reconociera a las comunidades indígenas como corporaciones autónomas. Sin embargo, semanas después, en abril, una amplia coalición PAN-PRI con elementos del PRD se opuso a esa autonomía y en julio se aprobó una reforma al artículo segundo de la Constitución —su reglamentación quedó pendiente— relativa a los derechos indígenas, pero sin dar forma a la base territorial autónoma exigida por los rebeldes y por muchos otros grupos en municipios con mayoría indígena. Un indicador de esa insatisfacción fue la presentación ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación de más de 300 controversias constitucionales. La ausencia de diálogo entre los neozapatistas y el gobierno se mantuvo a lo largo del sexenio de Fox e incluso después, aunque en 2006, y aprovechando el ambiente creado por la campaña presidencial, el subcomandante Marcos volvió a salir de Chiapas y a recorrer el país en lo que se llamó «la otra campaña»: una movilización cuyo propósito era volver a intentar echar las bases de una «democracia desde abajo» y en la que el papel del neozapatismo fuera central. Al final los rebeldes siguieron confinados en su territorio original.
Los insurgentes chiapanecos no fueron el único problema que enfrentó el gobierno en materia de resistencia popular. El proyecto presidencial de construir un nuevo aeropuerto para la ciudad de México, anunciado como la obra pública más importante del sexenio —su costo sería de 1800 millones de dólares, de los cuales 75% sería capital privado—, se inició en octubre de 2001 con la expropiación de 5376 hectáreas en los municipios de Atenco, Texcoco y Chimalhuacán, en el Estado de México. Sin embargo, hasta ahí llegó el proyecto, pues la movilización intensa de las comunidades ejidales de Atenco en defensa de sus tierras desembocó en choques violentos con la policía en julio de 2002 e hicieron que el gobierno federal se enfrentara al dilema represión al viejo estilo o abandono del proyecto. Finalmente optó por esto último, lo que le valió una dura crítica del sector empresarial por no imponerse a los atenquenses —a quienes se pretendía indemnizar con la irrisoria suma de entre 0.70 y 2.2 dólares por metro cuadrado— y hacer valer el Estado de derecho. Al final no habría nuevo aeropuerto sino ampliación del ya existente, pero sí habría represión, pues en 2006 vino la revancha de la autoridad, pues por una razón bastante secundaría —un desacuerdo sobre permisos para vendedores ambulantes— el choque revivió y esta vez las policías federal y del Estado de México la emprendieron con ferocidad contra los atenquenses, para concluir con largas condenas de prisión a sus principales dirigentes. A principios de 2009 la Suprema Corte declaró que en la represión en Atenco se habían violado los derechos humanos de sus habitantes, aunque inexplicablemente se abstuvo de identificar a las autoridades responsables. En 2010 los detenidos de Atenco fueron liberados.
La reforma de un sistema fiscal que apenas le daba al gobierno recursos equivalentes a 11% del PIB era una necesidad percibida por todos los especialistas desde los años sesenta, pero imposible de lograr por la presión de los intereses creados. En 2001 Fox mandó al Congreso una iniciativa al respecto. Su punto fundamental era la eliminación de la exención del iva a medicinas y alimentos. La oposición del PRI y el PRD a ese tipo de impuesto por su naturaleza regresiva, hizo que el intento de reforma resultara inviable. En noviembre de 2003, y suponiendo asegurada una negociación con el PRI por vía de Elba Esther Gordillo, lideresa del poderoso sindicato de maestros y persona muy cercana al presidente, el gobierno volvió a fracasar y Gordillo perdió su puesto de coordinadora de la bancada priista, lo que finalmente la llevó a alejarse de ese partido. Un aumento en los ingresos por las exportaciones petroleras en la segunda mitad del sexenio permitió finalmente al gobierno de Fox disponer de los recursos que la frustrada reforma fiscal le negó.
En las áreas de petróleo y electricidad la propiedad pública seguía dominando, pero el gobierno federal intentó llevar adelante la política de privatización iniciada por Miguel de la Madrid e intensificada en los gobiernos priistas posteriores. Sin embargo, la resistencia que encontró Fox en este campo por parte del PRD, y en menor medida del propio PRI, resultó mayor de lo que esperaba. Pese a todo, el proceso de privatización siguió adelante pero con lentitud: el capital privado fue admitido en la generación de electricidad, que luego es vendida a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y en los llamados «contratos de servicios múltiples» para la extracción de gas en el norte del país. Al concluir 2006, las dos grandes empresas públicas en el campo de la energía, Pemex y la CFE continuaron como centros de sus respectivas industrias aunque bajo una gran presión para dejar de serlo. En 2008, el Ejecutivo envió al Congreso una serie de iniciativas de ley para permitir al capital privado, nacional y extranjero, intervenir en la perforación, transporte, almacenamiento y refinación del petróleo, pero una gran movilización encabezada por Andrés Manuel López Obrador obligó a reducir significativamente los alcances de la política privatizadora.
El ajuste de las cuentas históricas con el antiguo régimen autoritario por sus notables abusos a los derechos humanos pareció iniciarse bien cuando el 27 de noviembre del 2001 el Presidente ordenó abrir los archivos sobre la «guerra sucia» que se había desarrollado en México tres decenios atrás y deslindar responsabilidades. La posibilidad de juzgar al ex presidente Luis Echeverría y a otras figuras notables del pasado, apareció no sólo como una búsqueda de justicia sino también como el inicio de una ofensiva contra lo que quedaba del PRI. La creación de una Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) abrió la puerta para que se presentaran más de 300 denuncias. Sin embargo, el empeño por confrontar a fondo el pasado pronto perdió fuerza, pues el nuevo gobierno, ante fracasos como el de su reforma fiscal, optó por no distanciarse más del PRI sino, por el contrario, invitarle, en palabras de Fox, a «cogobernar el cambio». Cuando la Femospp fue disuelta en noviembre de 2006, sólo había logrado que se giraran un par de órdenes de aprehensión y ambas contra personajes secundarios. La acusación contra el ex presidente Echeverría por genocidio fue desechada en 2009 y el tema de la impunidad siguió sin encontrar solución formal.
La apertura de los archivos de la «guerra sucia» fue parte de una política en torno a la información pública que, no obstante el fracaso de la Femospp, finalmente constituyó uno de los éxitos del nuevo régimen: el acceso a la información del gobierno federal y sus dependencias. El Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI), creado por ley el 11 de julio de 2002, significó un paso mayor para hacer real el concepto de ciudadanía, pues el ocultamiento sistemático de la información gubernamental había sido una de las herramientas básicas en el ejercicio del antiguo autoritarismo. No fue fácil echar abajo las inercias, pero al finalizar el sexenio de Fox, el gobierno había dado respuesta a millares de demandas ciudadanas de información y el derecho a la misma ya había arraigado como parte de la normalidad de la vida cívica mexicana.
El otro ajuste de cuentas con el pasado prometido en la campaña del 2000, debería haber sido con la legendaria corrupción de la clase política del régimen priista. Era prácticamente imposible llevar al banquillo de los acusados a los numerosísimos sospechosos: ex presidentes, antiguos secretarios de Estado, ex gobernadores y presidentes municipales o administradores anteriores de empresas estatales, entre otros. Sin embargo, la opinión pública sí esperaba al menos la acusación y consignación de los «peces gordos» del pasado reciente, por ejemplo los dirigentes de Pemex y de su sindicato, responsables de haber desviado ilegalmente 500 millones de pesos —alrededor de 44 millones de dólares— de la empresa paraestatal hacia las arcas del PRI para ser empleados en la parte final de la campaña electoral del 2000. La expectativa no se cumplió ni siquiera a medias. Ningún «pez gordo» terminó en la cárcel y la razón principal fue la necesidad del presidente Fox de negociar con el PRI su colaboración en los momentos decisivos del sexenio.
Lo ocurrido en Oaxaca en 2006, en circunstancias dominadas por la lucha por la sucesión presidencial, fue un ejemplo extremo de la dificultad de actuar contra los abusos pasados o presentes del PRI. Como resultado de una represión fallida el 14 de junio contra una protesta de los maestros de la sección 22 del SNTE en la capital de ese estado, se inició un movimiento popular contra el gobernador de origen priista Ulises Ruiz, que terminó por dar vida a una organización muy heterogénea (maestros, universitarios, colonos, activistas) denominada Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) que paralizó la ciudad hasta llegar a un estado preinsurreccional. Sin embargo, la coyuntura electoral ayudó a forjar una alianza de facto PRI-PAN que impidió que el Congreso federal decretara la desaparición de poderes en el estado y que, finalmente, se empleara a las fuerzas federales para recuperar con violencia el control de la ciudad, encarcelar a los líderes del movimiento y reafirmar el poder de un gobernador típico de las formas y contenidos autoritarios del antiguo régimen.
Al final del sexenio foxista, la permanencia de la impunidad pareció haber ganado la partida, con la consecuente merma de legitimidad y posibilidades de lo que se suponía sería un ejercicio del poder democrático, muy distinto del pasado. Al concluir el primer gobierno de la alternancia, el protagonismo excesivo de la esposa del presidente, Martha Sahagún de Fox —que por un tiempo aspiró a suceder a su esposo en la presidencia—, y la sospecha de enriquecimiento ilícito de los hijastros del Presidente, ahondaron la desilusión con lo se llegó a suponer sería el inicio de una nueva moral política.
Una relación difícil con el mundo exterior
Desde su inicio, el nuevo gobierno se propuso reencauzar su principal relación externa: aquélla con Estados Unidos. Dos fueron los ejes del intento. Por un lado, usar a fondo el «bono democrático» para llegar a un acuerdo en torno a los migrantes indocumentados mexicanos en Estados Unidos y, por el otro, un cambio en la relación con Cuba, resumido así, en febrero de 2002, por la cancillería mexicana: «Acabó la relación con la Revolución cubana e inician las relaciones con la República de Cuba». Un gobierno del PAN no necesitaba ninguna «relación especial» con la Revolución cubana para reafirmar sus propias credenciales revolucionarias, como había sido el caso del PRI, pues esas credenciales no existían ni importaban. En 2004, las tensas relaciones México-Cuba llegaron al punto en que ambos países retiraron temporalmente a sus respectivos embajadores. Y aunque pronto volvió una cierta normalidad, ésta careció de contenido.
A diferencia del régimen priista, el de Fox eligió el tema de la crítica a la violación de los derechos humanos en Cuba para tomar distancia del régimen castrista —en sentido estricto, los primeros pasos en esa dirección ya habían sido dados por Ernesto Zedillo— y, a la vez, empezar a negociar con Washington el grave problema que representaba la presencia de entre cuatro y seis millones de trabajadores mexicanos indocumentados en Estados Unidos. En la visita de Estado que hizo Fox a la Casa Blanca a principios de septiembre de 2001, y mientras el presidente norteamericano George W. Bush aseguraba que su país no tenía relación externa más importante que aquélla con el vecino México, el presidente mexicano demandó llegar rápido a un acuerdo que permitiera regularizar la situación migratoria de los indocumentados mexicanos. La demanda mexicana fue acogida con muchas reservas por los funcionarios norteamericanos, pero definitivamente fue puesta en el congelador unos cuantos días después, el 11 de septiembre, cuando el ataque de radicales islámicos a Nueva York y Washington llevó a un cambio total de prioridades internacionales en la Casa Blanca. A partir de ese momento lo más importante para el gobierno de George W. Bush fue la «guerra contra el terrorismo» y la relación con México devino en algo muy secundario. Esta distancia en las agendas de los dos países se ahondó aún más cuando en 2003 México, que había buscado un lugar entre los miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (onu), no dio muestras de apoyar abiertamente a Estados Unidos en su empeño por contar con un respaldo explícito de la onu para invadir Irak con la intención de desactivar las armas de destrucción masiva que Washington aseguraba que ese país tenía. Al término del sexenio, Estados Unidos había aumentado notablemente sus medidas para impedir el ingreso de mexicanos indocumentados —que incluían la construcción de un muro a lo largo de varios tramos de la frontera— y pospuesto para un futuro indefinido la posibilidad de un acuerdo sobre trabajadores indocumentados.
El aumento de la violencia de las organizaciones o cárteles de narcotraficantes, especialmente en los estados fronterizos con Estados Unidos, llevaron a que las autoridades de ese país se empezaran a mostrar preocupadas por el tema e incluso presionaran de una manera muy abierta a las mexicanas para que recuperaran el pleno control de la zona. En 2005 la embajada de Estados Unidos anunció el cierre de su consulado en Nuevo Laredo alegando la falta de garantías en esa ciudad, y para inicios del 2009 se discutía en los medios y el gobierno norteamericanos si el concepto de «Estado fallido» debía aplicarse a México. En realidad, y pese a la creciente acción del ejército y la armada, las actividades del crimen organizado no pudieron ser neutralizadas y llegaron a convertirse en un serio problema de seguridad pública y en un asunto de seguridad internacional, pues a principios de 2009 el procurador general de Estados Unidos calificó el asunto como de seguridad nacional, lo que irritó a las autoridades mexicanas. La visita del nuevo presidente estadounidense, Barack Obama, a la ciudad de México en abril de ese año, fue interpretada como una señal de apoyo de Washington a la forma como se llevaba la campaña mexicana contra el crimen organizado, con lo que disminuyó la tensión entre los gobiernos, pero la raíz del problema —la precariedad de las instituciones encargadas de la seguridad y la justicia en México— aún tenía que demostrar su eficacia.
En la América Latina de inicios del siglo XXI se acentuó un cierto giro a la izquierda, pero lo más importante fue que las elecciones norteamericanas de 2008 alejaron a Estados Unidos de la derecha. Sin embargo, en México y Colombia la evolución política se orientó hacia la derecha. En esas condiciones, fracasó el intento del gobierno mexicano de lograr la presidencia de la Organización de Estados Americanos para el canciller Luis Ernesto Derbez. Por otra parte, los esfuerzos de México en relación con los intentos de integración en América Latina fueron mínimos y su relación con Venezuela se enfrió al punto de que en 2005 ambos países retiraron a sus respectivos embajadores. Por otro lado, la iniciativa mexicana de noviembre de 2000 para llevar a cabo el Plan Puebla-Panamá —una integración de infraestructura y económica del sur de México con Centroamérica— no logró despegar.
El conflicto con la izquierda y la permanencia del PRI
Una de las consecuencias de elegir al PRI como el interlocutor principal del gobierno panista para alejar así la posibilidad de una alternancia hacia la izquierda en 2006, fue un fortalecimiento del viejo partido de Estado en las elecciones intermedias de 2003. Gracias al fracaso de las principales iniciativas políticas de Fox combinadas con la fuerza de sus gobernadores, el PRI logró ser la primera minoría en la Cámara de Diputados, tras obtener 222 curules frente a 151 del PAN y 95 del PRD. La posibilidad de una mayoría panista en el Congreso en la segunda mitad del gobierno de Fox simplemente se evaporó y con ella también la opción de llevar adelante su agenda de cambios.
A partir de 2003 el eje de la lucha por la sucesión presidencial se perfiló no tanto como una disputa entre los tres grandes partidos —los pequeños simplemente buscaron el mejor lugar en ese tripartidismo de facto— sino entre dos proyectos de nación: uno de izquierda y otro de derecha. En efecto, para entonces las encuestas ya destacaban las posibilidades de victoria de la izquierda si el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), encabezaba la planilla del PRD. En 2004, la entrega por parte del PAN a las televisoras de una serie de videos donde se veía a miembros del PRD recibiendo dinero de un empresario y más adelante otro en el que el secretario de Finanzas del gobierno capitalino aparecía en un lujoso casino de Las Vegas, fueron el principio de una intensa campaña mediática que buscó destruir la imagen de AMLO como político honesto, su principal capital político. Esa campaña tuvo cierto éxito, pero no el suficiente para eliminarlo como candidato presidencial. En ese mismo año, el gobierno federal procedió a un juicio de desafuero del jefe de Gobierno bajo la acusación de no haber obedecido a tiempo la orden de un juez para detener la apertura de una calle que buscaba dar salida a un hospital recién construido en el poniente de la ciudad. Una nueva coincidencia en el Congreso entre el PRI y el PAN dio por resultado que el 7 de abril del 2005 AMLO fuera desaforado. La desproporción entre la supuesta falta administrativa y el castigo político, hizo evidente el propósito de la maniobra: el marco legal mexicano impedía que un partido pudiera registrar como candidato a un individuo bajo juicio, independientemente del motivo, y AMLO ya lo estaba, por tanto automáticamente quedaba fuera de la carrera presidencial. La izquierda no tenía la posibilidad de presentar otro candidato con expectativas de triunfo; de esa manera el desafuero aseguraba que en la elección de 2006 el triunfador tendría que ser del PRI o del PAN, es decir, que el curso ideológico ya establecido del proceso político se mantendría.
La eliminación de amlo de entre los candidatos para la contienda presidencial se vio frustrada por algo que no previeron el gobierno o el PRI: una reacción adversa de la prensa internacional y, sobre todo, una enorme movilización de las bases populares en apoyo al jefe de Gobierno de la capital. El 7 de abril de 2005, una marcha de protesta reunió en la ciudad de México a casi un millón de opositores al desafuero; un mes más tarde el gobierno de Fox consideró prudente dar marcha atrás. Para hacerlo, acudió a otra maniobra tan peculiar como aquélla conque había empezado el problema: desistirse de la acción legal contra amlo alegando que en los códigos no había castigo para el tipo de delito por el cual se le quería enjuiciar. Al final, el único que perdió el puesto fue el acusador de amlo: el procurador general de la República. Sin embargo, la dureza de la lucha por el poder entre izquierda y derecha se agudizó, pues ya habían quedado claros los alcances y el significado de la rivalidad.
A finales de 2005 los tres grandes partidos nombraron a sus respectivos candidatos presidenciales. En el PAN se eligió no a quien Fox apoyaba sino a un panista tradicional: el michoacano Felipe Calderón, ex presidente de ese partido e hijo de uno de los fundadores del mismo. El PRI optó por un miembro destacado de la vieja guardia pero sobre el que pesaban sólidas sospechas de fraude y corrupción mientras fue gobernador de Tabasco: Roberto Madrazo. Finalmente, el PRD, en contra de la voluntad de su fundador, Cuauhtémoc Cárdenas, designó a AMLO su portaestandarte. Tres partidos pequeños se unieron a los grandes —el Partido Verde jugó con el PRI y los partidos del Trabajo y Convergencia lo hicieron con el PRD—, pero Nueva Alianza y Alternativa nombraron candidatos que recibieron apenas 0.96% y 2.71% respectivamente. En la práctica, su papel fue sumarse al PAN (Nueva Alianza) o restar votos al candidato de izquierda (Alternativa).
Para 2006 ya había quedado claro que la disputa por la presidencia volvería a ser como la del año 2000, una entre dos candidatos, pero esta vez no entre PRI y PAN, cuyos programas si bien eran diferentes en la forma no lo eran en la esencia, sino entre el PAN y el PRD. En este sentido, la elección terminó por presentarse como una entre proyectos realmente distintos: el de la izquierda y el de la derecha. El año se inició con una ventaja de la izquierda en las encuestas, pero una muy bien llevada campaña de publicidad basada en el miedo —AMLO fue presentado como un «peligro para México» y se le equiparó con Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, a quien los medios caracterizaban como un populista entre ridículo y siniestro—, apoyada por el grueso de los medios masivos de comunicación y una muy tardía e insuficiente respuesta del PRD, hizo que esa ventaja inicial se evaporara para el momento de la votación. Felipe Calderón tuvo el apoyo abierto del presidente Fox, de los sectores empresariales y de las dos grandes cadenas de televisión al punto que se violaron las normas vigentes. La campaña de la derecha destacó menos las virtudes del candidato del PAN y de su programa que el desastre que significaría el triunfo de un «populismo irresponsable» representado por AMLO. Al final, los resultados oficiales dieron la victoria a Felipe Calderón, aunque por un margen insignificante: 35.89% para Calderón y 35.33% para AMLO, con Madrazo del PRI en un distante 22.23%. En el Congreso, el PAN logró las mayores bancadas de su historia tanto de diputados como de senadores, pero de nuevo se le escapó la mayoría absoluta.
El resultado de la elección de 2006 no fue aceptado por la izquierda, que sostuvo que había habido fraude y exigió un recuento de «voto por voto y casilla por casilla», pero las autoridades electorales se negaron sostenidas por el grueso de los medios masivos de comunicación, los empresarios, la Iglesia católica y, de manera indirecta, por algunos gobiernos extranjeros. El fraude del que habló el candidato perdedor nunca fue probado, pero como lo mostrarían más adelante las actas de escrutinio, los errores de cómputo superaron la diferencia entre el ganador oficial y quien quedó en segundo lugar y, por lo tanto, sin el recuento demandado no pudo haber certeza sobre el ganador. Sin embargo, y pese a que hubo elementos para declarar nula la elección, las autoridades electorales —IFE y TEPJF— optaron por avalar la victoria del PAN. Los resultados de esa decisión fueron, entre otros, la negativa de una parte de la izquierda a aceptar la legitimidad del nuevo gobierno y dejar al PRI como el fiel de la balanza en el proceso político inmediato —entre 2006 y 2009. La posibilidad de que el voto priista hiciera posibles o deshiciera las iniciativas del gobierno, reafirmó la dependencia del segundo gobierno panista de la conducta que asumiera el viejo partido autoritario, cuya dirigencia se mantuvo en manos de líderes cuyas carreras se habían hecho en el México no democrático. Por su parte, dentro de las filas del gran perdedor, el PRD, la lucha interna se agudizó y su ala más radical, encabezada por AMLO, optó por ponerse al frente de un movimiento de resistencia civil pacífica —el «gobierno legítimo»—, cuyo objetivo de largo plazo fue tan ambicioso como difícil: la construcción de un movimiento social-popular que pudiera modificar de raíz la cultura política de las clases mayoritarias y cuyas formas de actuar —la organización desde la base y las movilizaciones en calles y plazas a favor de causas como la no privatización del petróleo o la protección de la economía popular— se hicieran al margen de los partidos y del proceso electoral mismo. La crispación y la polarización que no fueron factores importantes en el 2000 sí lo fueron seis años más tarde y se convirtieron en una característica central del escenario político mexicano.
Las perspectivas políticas
Al concluir el primer decenio del siglo XXI la transición política mexicana de un autoritarismo secular a la democracia, en buena medida se había quedado en el plano electoral y sin ser un éxito completo. De acuerdo con las cifras de una encuesta nacional sobre cultura cívica llevada a cabo por la Secretaría de Gobernación en 2008, dos terceras partes de los mexicanos no consideraban que los resultados electorales fueran confiables. La construcción de la confianza en el proceso electoral era una de las tareas inmediatas de autoridades y partidos, pero según esa y otras encuestas, los partidos mismos y sus militantes destacados —los legisladores— sufrían de un agudo déficit de confianza ciudadana.
El poder que perdió la presidencia autoritaria se dispersó y se asentó en otros sitios. Por un lado, el Congreso adquirió independencia efectiva, pero la polarización política en su interior resultó un obstáculo serio, a veces insalvable, para llegar a acuerdos legislativos. Los gobernadores de los estados fueron ganadores naturales en este proceso ya que obtuvieron mayores recursos económicos de la Federación y el presidente dejó de ser su jefe nato. En teoría, ese fortalecimiento del federalismo debió ser, también, un fortalecimiento de la democracia; en la práctica el resultado fue diferente, pues en poco más de la mitad de los estados aún no se experimentaban los efectos de la alternancia en el poder y el PRI se mantenía como el partido en el gobierno por 80 años ininterrumpidos, con las prácticas caciquiles y las áreas de impunidad que eso implicaba. Como sea, la gran concentración territorial e institucional del poder había dejado de operar en México.
El Poder Judicial fue otro depositario de la fuerza que perdió la Presidencia de la República. Una consecuencia de lo anterior fue la «judicialización de la política»: la Suprema Corte empezó a decidir sobre temas importantes que un gobierno dividido era incapaz de negociar políticamente. Por último, los llamados «poderes fácticos», ese heterogéneo mundo que comprendía lo mismo a las grandes cadenas de televisión que a las grandes concentraciones de capital, las iglesias o, incluso, los cárteles de narcotraficantes, también se apropiaron de manera legal o ilegal de partes del poder que el cambio de régimen restó a la presidencia y a su red institucional.
En el inicio del nuevo régimen, se lanzó la idea de transformar una transición que se había originado en el voto, en algo más sólido: en una transición pactada mediante una gran negociación política. Se propuso y se discutió la posibilidad de dar forma a una nueva constitución o, al menos, de llevar a cabo una reforma a fondo del Estado. En un primer momento los partidos se comprometieron a emprender tan histórica tarea; los especialistas la delinearon con puntualidad en propuestas específicas, pero finalmente nunca se logró fusionar la voluntad y el consenso de los principales actores políticos para hacerla realidad. El resultado fue que las viejas estructuras y marcos jurídicos y la nueva realidad tuvieron que mal convivir en un compromiso cotidiano que a pocos les pareció satisfactorio y que no resultó base adecuada para dar forma a un verdadero proyecto nacional.
Para 2010 era claro que una parte medular de la agenda política mexicana consistía en una acumulación de problemas políticos, sociales y económicos resueltos a medias o de plano sin resolver. Por otra parte, México experimentaba una auténtica novedad política: el surgimiento, lento y contradictorio pero real, de una opinión pública, de una sociedad civil que por mucho tiempo había estado ausente de la plaza pública pero que por fin había surgido y echaba raíces.
Las perspectivas económicas
A mediados de 2010, cuando México preparaba la celebración del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, el panorama económico de México era muy poco alentador: la crisis económica mundial de 2008 y 2009 afectó severamente el crecimiento y el empleo, mientras que las remesas de los trabajadores migrantes en Estados Unidos se desplomaron. Las políticas de combate a la crisis fueron poco efectivas y fracasaron en contrarrestar los efectos adversos de la situación económica. Una vez más el nivel de vida de millones de mexicanos disminuyó y, según los reportes de mediados de 2009, la pobreza aumentó.
Al concluir el periodo bajo examen, era posible afirmar que en el futuro previsible México enfrentaría retos cuya naturaleza determinaría la trayectoria del crecimiento de largo plazo. Como ya se señaló, a fines del siglo XX la población mexicana entró en un proceso de «envejecimiento» que aumentó la proporción de los individuos en edad productiva. A lo anterior se le caracterizó como «el bono demográfico» el cual, según las estimaciones de Conapo, se agotaría alrededor del año 2030. Por lo tanto, se puede considerar que esa fecha fija un horizonte crucial para el futuro y para el que se podrían construir tres posibles escenarios económicos, dependiendo de cuál sea finalmente el crecimiento anual promedio del PIB per cápita entre 2007 y 2030.
Un crecimiento per cápita promedio de 5% anual es un supuesto en extremo optimista que permite resaltar las posibles consecuencias de un crecimiento alto y sostenido. Una segunda trayectoria es la que se obtiene de suponer un crecimiento anual promedio de 3.13%, que equivale al ritmo de expansión de la economía en el periodo 1940-1970, uno de los de más alto crecimiento en la historia de nuestro país. Un tercer escenario considera una tasa de crecimiento de 1.13%, es decir, similar al del periodo que se analizó en este capítulo. Finalmente, se explora lo que sería la economía mexicana en 2030 si lograra tener un comportamiento similar al que tuvieron en 2006 —antes de que se desatara la crisis mundial— las economías de Corea, España e Irlanda por un lado, y Estados Unidos por el otro. Si bien las tres primeras economías eran ya las propias de países considerados ricos, no lo eran a mediados del siglo XX. Sin duda, Estados Unidos es una referencia obligada por ser nuestro principal socio comercial.
Los resultados del ejercicio comparativo descrito se muestran en la gráfica 1. Bajo el supuesto de una tasa de crecimiento de 5% —la más improbable— en 2030 México, al fin, habría alcanzado un nivel del PIB per cápita similar al de Irlanda en el año 2006, pero aún por debajo del de Estados Unidos. Para hacer realidad esa primera posibilidad sería necesario avanzar sustancialmente en la elevación de la productividad de la mano de obra y que se aprovechara a cabalidad la ventaja ofrecida por el bono demográfico.
En el escenario intermedio —el que supone una tasa de crecimiento de 3.13%— similar al que ocurrió durante los años de la industrialización bajo el impulso del Estado, llevaría a un PIB per cápita equivalente a 26 000 dólares al año en el 2030. En ese caso México estaría por debajo de lo alcanzado por Irlanda y España en el 2006, pero arriba de Corea. El escenario menos optimista sería repetir lo que ocurrió entre 1985 y 2006, con lo cual en 2030 México continuaría lejos de alcanzar no sólo el PIB per cápita de Estados Unidos en 2006 sino tampoco los de Irlanda, España y Corea (véase la gráfica 1). El resultado final sería la perpetuación o agudización de los problemas del presente y el desperdicio del irrepetible «bono demográfico».
EPÍLOGO
Hace casi dos siglos el viajero alemán Alejandro de Humboldt anotó: «México es el país de la desigualdad. En ninguna parte existe una desigualdad más espantosa en la distribución de la fortuna, de la civilización». Desgraciadamente, el juicio mantuvo su vigencia. Una forma de cerrar este capítulo y la Nueva historia general de México en su conjunto es volver a centrar la mirada en el fenómeno de la desigualdad, tema persistente a lo largo del proceso histórico mexicano.
La concentración de ingreso y privilegios en manos de unos pocos —ya fueran gobernantes, casta sacerdotal, conquistadores, presidentes o dictadores, comerciantes, terratenientes, banqueros, industriales, administradores de lo público o líderes sindicales— dio origen y reprodujo una desigualdad social persistente. Como consecuencia de esa desigualdad y de la injusticia que implicaba se gestaron movimientos sociales y políticos que intentaron, desde perspectivas diversas, redistribuir ingreso y privilegios. El movimiento encabezado por José María Morelos durante la guerra de Independencia planteó claramente como uno de los grandes objetivos a alcanzar, un cambio en la estructura de inequidad que tanto sorprendió a Humboldt. A mediados del siglo XIX, los liberales elaboraron y lucharon por un proyecto de país que eliminara los privilegios heredados de la Colonia por gremios y grupos sociales. La Revolución de 1910 fue más clara en sus propósitos redistributivos como centro de la justicia social. El cardenismo impulsó reformas sociales en el campo y el medio sindical que mejoraron las condiciones económicas de millones de campesinos y trabajadores. En la posrevolución, especialmente entre los años sesenta y principios de los ochenta, el crecimiento de los salarios reales y del gasto público en educación y salud, volvieron a disminuir en algo la brecha entre los extremos sociales. No obstante, en todos los casos la fuerza de grupos e intereses políticos y económicos impidió la transformación de México en una sociedad que realmente hubiera superado la inaceptable desigualdad heredada de sus distintos periodos históricos. Al despuntar el siglo XXI, México se mantenía como uno de los países más desiguales en América Latina, y ése, nuestro subcontinente, era la región más desigual del mundo. Para evitar que México siguiera figurando como un país notable por su disparidad social, se requería la adopción de un proyecto nacional que buscara garantizar el acceso a la educación y a la salud, que acabara con los privilegios económicos de los grupos de más altos ingresos y se comprometiera a reducir las crecientes diferencias entre regiones. Ese proyecto nacional implicaría un pacto social y político en el que los intereses de los grupos más poderosos quedasen realmente supeditados a políticas redistributivas. Y es que los esfuerzos por llevar adelante el crecimiento de la economía deberían ser, a la vez, promotores de un desarrollo más equitativo.
Si en las próximas décadas México logra disminuir la desigualdad social se habrá cambiado uno de sus rasgos más negativos y persistentes a lo largo de su historia. Sólo de esa manera un estudio del pasado tendría sentido para permitir al presente intentar un futuro digno y viable. Sólo entonces la frase de Humboldt perdería su indeseable vigencia, la propuesta de Morelos se haría realidad y México tendría verdadero sentido como nación, como proyecto histórico colectivo.
LECTURAS SUGERIDAS
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