¿REINO O COLONIA? NUEVA ESPAÑA, 1750-1804
DOROTHY TANCK DE
ESTRADA
CARLOS MARICHAL
El Colegio de México
LA VISIÓN CRIOLLA DEL REINO
A mediados del siglo XVIII los habitantes de Nueva España se sorprendieron al encontrar publicaciones que les revelaron información nueva sobre las características destacadas y únicas de su tierra. En vez de una multitud de obras religiosas, en el año de 1746 pudieron disfrutar de una serie de libros sobre la extensión geográfica, la demografía, la economía y las condiciones urbanas de Nueva España, así como sobre la alta calidad de los universitarios mexicanos y la complejidad de las culturas de los indígenas prehispánicos. Era una clara señal de la formación de una identidad propia, un cambio de conciencia acerca de la realidad presente y del pasado histórico del territorio y su población.
En dos grandes volúmenes el Theatro americano de José Antonio Villaseñor y Sánchez reseñaba el número de habitantes en las ciudades y pueblos de indios, su ubicación, las instituciones políticas y eclesiásticas, además de hacer referencia al comercio, la producción agrícola y minera. Con base en un cuestionario las autoridades locales en las provincias de Oaxaca, Puebla, México, Michoacán, Guadalajara y Durango informaron a los lectores sobre la riqueza natural y humana del virreinato.
La ciudad de México fue descrita por Cayetano Cabrera en el libro Escudo de armas de México, en el cual relataba, en prosa barroca, la historia reciente de la capital durante la terrible epidemia de matlazáhuatl y su terminación gracias a las oraciones a la Virgen de Guadalupe. Se refería a las costumbres de los indios, las iglesias, la opulencia de los edificios, los hospitales; especialmente destacaba el nombramiento de la Guadalupana como patrona de la ciudad y las comunicaciones recibidas de los ayuntamientos de las principales ciudades a favor de extender tal patronazgo a todo el virreinato.
Al italiano Lorenzo Boturini, aunque vino a México para promover la devoción a la Virgen de Guadalupe, le atrajo más investigar todos los aspectos de la antigua cultura indígena y terminó escribiendo una historia sobre los indios prehispánicos, en la que hacía hincapié en los avances en la astronomía, las matemáticas y la escritura jeroglífica; recolectó códices, mapas, narraciones, cantos y artefactos para formar el Museo Histórico Indiano, que fue visitado con interés por los capitalinos.
Pese a la profusión de textos aparecidos desde mediados del siglo, que celebraban las virtudes de Nueva España, empezaron a circular en Europa las obras del conde de Buffon que criticaban la naturaleza americana, y veinte años después Cornelio de Paw intentó establecer en sus libros la inferioridad no sólo de la flora y fauna sino de todos los habitantes americanos. Pero lo que más preocupaba a los letrados en esta época no eran las obras que denostaran al Nuevo Mundo en general, sino la crítica dirigida específicamente a Nueva España y a su vida académica, como fue el caso del canónigo de Alicante en España, Manuel Martí, quien publicó que en México no existían instituciones educativas ni personas que quisieran estudiar. Dos textos impresos en 1746 en latín rebatieron este argumento: el discurso de apertura de cursos en la Real y Pontificia Universidad de México, en el cual el orador llamaba a los jóvenes a encender «su justificada pasión vengativa» para desmentir a Martí, y puso en voz de la Patria el reclamo: «Hasta aquí aguanté como pude los muchos insoportables insultos de otros pobres hombres, escuché las ofensas y me callé todas las veces que me difamaron. Pero ahora me entrego a la sentencia de ustedes y a ustedes confío la gloria, el honor y la reputación». Por su parte, el profesor Juan José de Eguiara y Eguren publicó un gran tomo de teología, que incluía su ensayo sobre la Universidad de México, «insigne entre las más célebres de todo el orbe» y nombraba a 200 graduados sobresalientes de la institución desde el siglo XVI.
Durante los siguientes años, Eguiara preparó una réplica más amplia y contundente a Martí, «con el fin de aniquilar, detener, aplastar y convertir en aire y humo la calumnia levantada a nuestra nación… y vindicar la honra de la patria». Igual que Villaseñor y Cabrera, Eguiara se comunicó con colegas de todo el virreinato con el objeto de prevenirlos sobre los insultos de Martí y recabar datos acerca de los escritores de cada región. Estas redes de comunicación alcanzaron las lejanas regiones de Sonora y Yucatán y llegaron hasta Guatemala, Caracas y Cuba. En 1755 Eguiara publicó un grueso tomo titulado Bibliotheca mexicana que consistía de dos partes: 20 prólogos que formaban la respuesta a Martí y una bibliografía de autores «mexicanos», nombre que decidió aplicar a todos los habitantes del virreinato y no sólo a los indígenas o a los moradores de la ciudad y el Valle de México. Ocho de estos prólogos versaban sobre «nuestra historia», refiriéndose a los logros culturales de los indios mexicanos antes y después de la Conquista. Otros 10 de los prólogos contenían información sobre los «mexicanos» no indígenas que se habían destacado como literatos, así como descripciones de las instituciones educativas de la «América mexicana», término que usaba en lugar de Nueva España. Por primera vez, la historia cultural de la región se concebía como un proceso continuo, desde 1325 hasta 1755, incluía a indios y criollos y se desarrollaba en un espacio geográfico grande, cuyo nombre era precisamente América mexicana.
En 1754 el papa Benedicto XIV autorizó que la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe tuviera una misa en la Iglesia universal. Con gran regocijo se llenaron los templos desde Chihuahua hasta Yucatán para escuchar sermones en relación con el reconocimiento papal. De ahí en adelante, todos los años en diciembre se recordaba a los habitantes las riquezas naturales, la opulencia urbana, el papel del indígena Juan Diego, los dones intelectuales de los americanos, en suma, el lugar privilegiado entre todas las naciones del «Reino de México», nombre usado por el pontífice en el decreto.
Durante tres décadas, los poetas, teólogos, oradores y autores siguieron refiriéndose a las calumnias de Martí y destacaron los logros intelectuales de los habitantes de Nueva España. Todavía en 1779 un libro y un sermón guadalupano exaltaban por nombre a cientos de autores criollos, alababan a los sabios prehispánicos y rebatían a Martí y a dos autores más que habían menospreciado a los mexicanos. Estas obras divulgaron elementos de un «nacionalismo intelectual» y durante mucho tiempo promovieron en los moradores del virreinato actitudes de orgullo y de enojo ante cualquier crítica.
No sólo eran extranjeros los que despreciaban América, también altos funcionarios en España criticaban los reinos de las Indias, su forma de gobierno y la decadencia de la economía y la sociedad. El ensayo de José del Campillo y Cossío trató los abusos en la administración americana y propuso corregirlos con el establecimiento de intendencias para la administración regional, el envío de un visitador con amplios poderes, la reforma de las órdenes religiosas, el establecimiento del libre comercio y de estímulos para la minería, siempre y cuando la mejoría de España tuviera preferencia sobre la de América. Opinaba que las «provincias» de Nueva España y de Perú, antiguamente prósperas bajo los imperios indígenas, ya eran «incultas, despobladas y casi totalmente aniquiladas […] El país está hecho un medio desierto, lleno de páramos y montañas, sin caminos para la provincia, ni poblaciones, ni comodidad alguna. Los ríos sin puentes y los habitantes en muchas partes poco menos que irracionales». Campillo y Cossío proponía instalar en España y en las Indias (que en ocasiones llamaba «los dominios»), los métodos comerciales y prácticas políticas que estaban permitiendo a Francia e Inglaterra sacar mayor riqueza de sus «colonias» en el Caribe, y abandonar la evangelización de los indios en América.
LA VISIÓN IMPERIAL DEL REINO
Los cambios recomendados por Campillo y Cossío encontraron oposición en diversos sectores de la sociedad virreinal, los cuales consideraban su tierra como un reino y no como una colonia.
La resistencia se debía en parte a que los americanos en el siglo XVIII tendían a recurrir a conceptos políticos de los siglos XVI y XVII. Aunque algunas de estas ideas en la práctica habían perdido vigencia, subsistían todavía como base teórica para la sociedad en Nueva España. La noción tradicional sobre la naturaleza del gobierno virreinal se basaba en considerar a la Iglesia y al Estado como dos sociedades distintas que colaboraban para el bien común, pero cada una en su esfera de acción y con sus privilegios. Se sostenía que el poder del monarca tenía origen divino, pero era indirecto, por medio de la sociedad, y también que era limitado. Se aceptaba que uno de los fines primordiales de la Conquista y el título que la legitimaba era la predicación de la fe católica a los naturales de estas tierras.
Durante el siglo XVII, por la debilidad de los monarcas españoles, la lejanía de la madre patria, la costumbre de los gobernantes locales de «representar» al rey para posponer el cumplimiento de los mandatos y la ausencia de un ejército, varios grupos pudieron compartir el poder político. Esta participación en las funciones de gobierno y en los beneficios económicos hizo que los habitantes del reino dificultaran los intentos para cambiar el statu quo. Se concebía a Nueva España como un lugar de asentamiento permanente, como un reino unido a la Corona de Castilla, pero con cierto grado de autonomía. La publicación en 1681 de la Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, que en cuatro grandes volúmenes reunía miles de leyes del Nuevo Mundo, consideradas en su conjunto como el «derecho indiano», confirmaba, por lo menos teóricamente, la idea de que los reinos en las Américas disfrutaban de una situación jurídica parecida a los reinos de España.
El concepto ilustrado, a diferencia del tradicional, según la doctrina del regalismo, hacía hincapié en reducir los privilegios de la Iglesia y sujetarla a los fines del gobierno. Se planteaba que el poder real era de origen divino directo y de carácter ilimitado. En consecuencia, se sostenía la necesidad de centralizar y racionalizar el poder político, reduciendo la participación política de los grupos y corporaciones, como los ayuntamientos, la Audiencia y el clero. Bajo el primer rey de la casa de Borbón, Felipe V, la política de la Nueva Planta, a principios del siglo XVIII, proponía reducir la autonomía de los reinos dentro y fuera de la Península. Al avanzar el siglo, Nueva España era vista, desde la corte, mucho más como una colonia subordinada a la metrópoli que como un reino. Su fin principal era proveer de beneficios económicos y estratégicos a la Corona. Los ilustrados confiaban que la razón humana sería capaz de lograr no solamente el mejoramiento del mundo físico natural sino también obtener la perfección de la sociedad. El monarca y las autoridades gubernamentales promoverían los cambios económicos y sociales por medio del «despotismo ilustrado».
Basado en estas ideas políticas, Carlos III (1759-1788) emprendió cambios en la manera de gobernar las posesiones americanas. Tradicionalmente se ha denominado este periodo como el de las reformas borbónicas. Sin embargo, para muchos sectores de la sociedad virreinal, en vez de reformas positivas, fueron alteraciones nocivas que violaban la legislación y los intereses políticos y económicos de Nueva España.
Una vez terminada la guerra con Inglaterra en 1763, Carlos III emprendió acciones para que Nueva España aumentara los fondos que enviaba a la metrópoli. El monarca nombró a José de Gálvez visitador general y le encargó no sólo revisar los tribunales de justicia y la Real Hacienda, sino además intervenir en las finanzas de las ciudades, villas y pueblos de indios. Aunque los aspectos económicos tenían prioridad, los cambios políticos se consideraban imprescindibles para recuperar los poderes y privilegios delegados a diversas corporaciones en Nueva España. Fue necesario establecer un ejército permanente y un nuevo y numeroso cuerpo de administradores gubernamentales traídos de la Península, a fin de asegurar la administración eficiente y honesta del virreinato. En resumen, el intento era cancelar una forma de gobierno e imponer otra.
A fines de 1765, Gálvez y el general Juan de Villalba arribaron al virreinato, y en 1766 llegaron el virrey marqués de Croix y el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana, cada uno destinado a llevar a la práctica la nueva política.
Además de organizar un ejército de 5000 hombres se despacharon soldados a realizar el empadronamiento en cada poblado con el fin de formar milicias provinciales, pero los mulatos se amotinaron, temiendo ser empadronados y trasladados a Veracruz como se había hecho en 1762, donde muchos murieron debido a las enfermedades de la costa. Además, el gobierno retasó el tributo que debían pagar los indios y duplicó la cantidad de dicho impuesto para los mulatos. Otras medidas que causaron desaprobación fueron el establecimiento del estanco o monopolio real del tabaco y el cobro de la alcabala a las herramientas de los mineros.
Tres fueron las regiones donde en 1766 estas medidas provocaron no sólo descontento y sátiras anónimas, sino grandes alborotos en contra de los funcionarios y gritos en contra de los «gachupines»: las minas al norte de la ciudad de San Luis Potosí; la ciudad de Guanajuato, y Valladolid, Pátzcuaro, Uruapan y Apatzingán, en el obispado de Michoacán. Los levantamientos populares abarcaron una franja de 400 kilómetros de norte a sur y de 100 kilómetros de este a oeste. Para recorrer el área a caballo se necesitaban 10 días.
Los empadronamientos eran el motivo para motines en las plazas y calles, a los cuales se añadiría apedrear o saquear las oficinas del tabaco y de la alcabala. Después de cada disturbio, se restablecía una tensa tregua por medio de peticiones de perdón por parte de los alborotados y concesiones por parte de las autoridades.
El virrey informó al gobierno en España sobre los motines de 1766, advirtiendo que una «leve chispa» podría «abrasarlo todo», lo cual ocurrió el 25 de junio de 1767 debido a la orden de Carlos III de expulsar a los jesuitas de toda la monarquía. Desterrar a la Compañía de Jesús concordaba con el concepto regalista por el cual la Corona quiso disminuir o eliminar el poder de los grupos que rivalizaban con la autoridad del gobierno. En el caso de los jesuitas, se alegaba que habían promovido una rebelión en Madrid el año anterior, que ejercían demasiado control sobre las misiones en Paraguay y que la enseñanza de las ideas de Francisco Suárez en los colegios y las universidades promovía la idea de la soberanía popular.
De acuerdo con las instrucciones del rey, en secreto, con minuciosa preparación y ocultación, el virrey y el visitador, conscientes del predominio que tenían los jesuitas «en los corazones de los habitantes de todas clases», enviaron soldados a cada colegio y residencia, para que a la misma hora se ejecutara en todo el virreinato el real decreto. No fue posible realizar de inmediato la expulsión en San Luis de la Paz (pueblo de otomíes y chichimecas en Guanajuato), ni en San Luis Potosí ni en Guanajuato porque con flechas y piedras, cientos de indios, dirigidos por los gobernadores de las repúblicas y los mineros, se amotinaron para impedir que las autoridades sacaran a los jesuitas, repartiendo «sacrílegos papeles» y dando gritos acusando al rey de herejía. En San Luis Potosí los soldados dispararon a la multitud, causando algunas muertes, y en Guanajuato las hubo también entre los levantados que llevaron a los jesuitas a las minas para esconderlos. Cerca de San Luis Potosí un serrano se proclamó «Gran Potente», con la exigencia de «Nuevo rey y nueva ley».
Aunque durante los levantamientos de 1766 y 1767 ningún oficial gubernamental ni soldado murió, el visitador José de Gálvez dirigió durante cuatro meses una expedición punitiva para castigar a los rebeldes. Mandó a la horca a 85 personas, entre ellos por lo menos 13 gobernadores indios y oficiales de república, dos mulatos, dos mestizos y un español. A otros 854 ordenó castigar con la pena de 200 azotes (que muchas veces causaban la muerte), exilio perpetuo a los presidios o destierro de la provincia. Y regó las tierras con sal para completar la más grande y mortal represión jamás llevada a cabo en dos siglos.
A pesar de que el virrey Carlos Francisco de Croix había proclamado que «de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los altos asuntos de gobierno», en la ciudad de México los habitantes se reunían fuera de los colegios, con gritos y lágrimas. Sátiras en prosa y verso circularon en la capital y las monjas en los conventos de Puebla, Guadalajara y México pronosticaron el regreso de los jesuitas. El virrey Croix captó el ambiente de agitación que invadía el virreinato y afirmó la existencia de un «partido antigubernativo».
Mientras tanto, al recibirse en la Península las noticias de la oposición en Nueva España, el conde de Aranda y el Consejo de Indias revisaron un proyecto para mejorar las relaciones entre los vasallos de América y la metrópoli y para cambiar la opinión de los criollos de que todos «los que van de aquí no llevan otro fin que el de hacerse ricos a costa suya». En el informe de nueve puntos, siete eran medidas económicas para abaratar y agilizar el comercio trasatlántico y el octavo era una sugerencia para acercar a los criollos y a los peninsulares, promoviendo que hubiera americanos que estudiaran en España y fueran nombrados para puestos europeos, y de igual manera que hubiera españoles enviados a los principales empleos en América. En el noveno punto se proponía que diputados de las Indias residieran en Madrid para defender sus intereses en la corte.
Con el fin de silenciar la oposición en México, el arzobispo Lorenzana redactó una carta pastoral en la cual atribuía a los jesuitas «las opiniones abominables del regicidio y tiranicidio». En respuesta, circuló un manuscrito «antipastoral» que replicaba al prelado: «No os engañen hombres […] aduladores de los soberanos de la tierra cuando su principal objeto debe ser aquel Rey de reyes». El arzobispo llegó a la conclusión de que el autor de la antipastoral era el más renombrado intelectual de México, el canónigo Antonio Lorenzo López Portillo, doctor en cuatro facultades y rector de la Universidad de México. Basado en la insistencia de Lorenzana y Croix, Carlos III ordenó que López Portillo y otros altos funcionarios contrarios a la expulsión de los jesuitas salieran del virreinato hacia España: tres miembros del Cabildo de la catedral, dos miembros de la Audiencia y tres autoridades de las finanzas y de la secretaría del virreinato.
Con estos destierros, el visitador Gálvez emprendió uno de sus objetivos, el de disminuir el poder de tres instituciones en las cuales los criollos predominaban: la Audiencia, los ayuntamientos y los cabildos eclesiásticos. Gálvez tenía la convicción de que los funcionarios americanos y algunos peninsulares estaban muy ligados a los intereses económicos y sociales locales, considerándolos, así, menos leales y confiables. Doce de los 14 miembros de la Audiencia tenían las características criticadas por el visitador: cinco eran de Nueva España, tres de Guatemala, educados en México, y cuatro peninsulares casados con mexicanas. Sólo dos peninsulares no tenían esos impedimentos. Para cambiar tal situación, Gálvez creó un nuevo puesto, el de regente, y cuatro empleos adicionales, ocupados por peninsulares. Asimismo, cuando aparecían vacantes, llenaba el puesto con un español. Como resultado, durante los siguientes 30 años sólo tres criollos fueron nombrados para ocupar puestos en la Audiencia de México, cuya membresía quedó completamente dominada por los peninsulares. También en este periodo, el gobierno discontinuó la práctica de vender puestos administrativos y judiciales, con lo que eliminó una de las maneras que tenían los criollos para conseguir puestos gubernamentales.
Otro cambio en la política de empleos tuvo que ver directamente con el Ayuntamiento. En 1770, siguiendo una práctica recién iniciada en los cabildos municipales en España, se ordenó crear seis nuevos puestos en el Ayuntamiento de México. El objetivo era debilitar el poder de los regidores perpetuos y fortalecer el de los regidores nuevos, inclinados a aceptar las políticas del gobierno. También Gálvez había redactado una nueva ordenanza para la ciudad de México, la cual colocaba las finanzas de la capital bajo el control de la Contaduría de Propios y Arbitrios. El Ayuntamiento se rehusó a entregar sus cuentas por muchos años, protestó el nombramiento de los regidores honorarios y demoró la puesta en práctica del reglamento hecho por el visitador.
En medio de los esfuerzos para limitar la autonomía del Ayuntamiento, los regidores se enteraron de que un ministro o prelado había presentado a Carlos III un informe en el cual recomendaba que sólo se nombrara a peninsulares para los altos empleos civiles y eclesiásticos.
El Cabildo de la capital, respondiendo en «voz de toda la América Septentrional», orgullosamente presentaba su visión del papel que los españoles americanos deberían ocupar en el mundo cultural y político, una visión influida sin duda por Eguiara y Eguren y por otros autores que exaltaban las capacidades de los americanos, lo que contribuyó a crear una conciencia nacionalista basada en parte en la excelencia intelectual de los moradores del reino.
No es la primera vez que la malevolencia o perversión ha atacado el crédito de los americanos, queriendo que pasen por ineptos para toda clase de honores. Guerra es esto, que nos hace desde el descubrimiento de América […] Capaces son los españoles americanos. No ceden en ingenio, en aplicación, en conducta ni honor a otra alguna de las naciones del mundo.
En el documento, casi tan largo como los prólogos de Eguiara y Eguren, el Ayuntamiento contestaba las alegaciones de que los españoles americanos de Nueva España (sin usar en el documento el término «criollos») estaban abatidos, y rechazaba que «la suavidad obsequiosa del genio americano se pinte con los feos coloridos del abatimiento […] la blandura del clima no abate el ánimo, lo suaviza». Los regidores rebatían la crítica de que los indianos eran «ineptos» con ejemplos de la labor excelente de sus antepasados cuando tuvieron la oportunidad de ejercer el mando.
El Cabildo negaba que los peninsulares fueran mejores gobernantes que los americanos. Al contrario, ¡eran peores! El español sólo pensaba aprovechar «la opulencia del reino» y luego regresar a España, poniendo «todo su estudio en que le sirva el empleo para enriquecerse». Además, el peninsular llegaba sin conocimiento de la realidad del virreinato.
Viene a gobernar unos pueblos que no conoce, a manejar unos derechos que no ha estudiado, a imponerse en unas costumbres que no ha sabido, a tratar con unas gentes que nunca ha visto y para el acierto suele venir cargado de familia igualmente inexperta, viene lleno de máximas de la Europa inadaptables en estas partes […] y […] pierde miserablemente su tiempo. ¿Qué puede esperarse de su gobierno sino unos sobre otros los yerros y perjuicios?
El Ayuntamiento alegaba que la discriminación de los americanos era evidente: ningún obispo ni virrey; ningún gobernador, corregidor ni alcalde mayor; habían sido excluidos del estanco del tabaco; reemplazados por sacerdotes peninsulares en las parroquias; casi ausentes en la Real Hacienda; recibían sueldos inferiores en las milicias provinciales, y las disposiciones y reglamentos nuevos favorecían a los peninsulares para dirigir las órdenes religiosas. Los regidores hacían hincapié en su opulencia y nobleza e insistían en separarse de la plebe y de los indios.
Todos estos argumentos servían para apoyar la proposición contraria del Ayuntamiento. El Cabildo exigió excluir completamente a los peninsulares de los empleos porque los consideraba «extranjeros» en el reino, sin capacidad ni honradez.
Además, el Ayuntamiento advertía al rey del peligro de perder su dominio sobre la Nueva España, porque la exclusión de los americanos de los puestos «en la línea eclesiástica, en las mitras y primeras dignidades de la Iglesia y en el seglar de los empleos militares, gobiernos y plazas togadas de primer orden, es querer trastornar el derecho de las gentes». Dicha política implicaba discriminar al reino más rico de las Indias y «caminar no sólo a la pérdida de esta América sino a la ruina del estado y es contraria a los intereses y honor de una nación que hace la mayor parte de la monarquía».
De 1766 a 1771, los habitantes del virreinato vivieron en permanente tensión, enfrentamientos y temor. Rebeliones y crueles ejecuciones; prisioneros encadenados y con los pies sangrantes; familias de todas las regiones que lamentaban el exilio de los 400 jesuitas y la muerte de 34 de ellos antes de llegar a Italia. El Ayuntamiento de México apeló directamente al rey por las acciones unilaterales de Gálvez y sobre todo pidió su protección ante la amenaza del virrey Croix de enviarlos a los presidios por haber protestado por la ocupación de las tropas europeas en el colegio de San Ildefonso y por el destierro de miembros de la Audiencia y el Cabildo eclesiástico. Las razones del descontento no terminaron con estos hechos. En 1769 y 1770, tanto el arzobispo como el monarca afirmaron que la diversidad de lenguas nativas causaba rebeliones de los indígenas en contra de «los conquistadores», y en impresos distribuidos en América y las Filipinas acusaron a los «clérigos criollos» de Nueva España de ser la causa de la falta de aprendizaje del castellano por los indios; en consecuencia, ordenaron «que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los mismos dominios». En el IV Concilio Mexicano las órdenes religiosas externaron su preocupación de que pudieran ser expulsadas como los jesuitas. Las ciudades del virreinato se oponían al propósito de Carlos III de debilitar los ayuntamientos con los regidores honorarios y la vigilancia de sus finanzas. Culminó este ambiente de tensión con la crítica a los españoles americanos por carecer de lealtad y capacidad. Al recordar estos años, un autor en 1778 publicó una descripción del sentir de los habitantes del virreinato: «Se vieron los ánimos de los hijos del País rodeados de tan terribles tribulaciones por las repetidas novedades que cada día experimentaban […] funestas imágenes que medrosamente los encogían e intimidaban».
En seis años las autoridades enviadas de España habían logrado establecer las bases para una nueva época en la cual se limitaba la autonomía de las instituciones civiles y eclesiásticas del reino. Precisamente en 1776 ocurrió lo que los regidores del Ayuntamiento habían temido: dos cédulas reales ordenaban reducir a una tercera parte la participación de los americanos en los puestos de las catedrales; considerar solamente a peninsulares para el puesto más alto en el Cabildo eclesiástico de México, y proponer americanos para puestos en las iglesias y tribunales de España. El claustro universitario protestó al monarca que los «indianos», los nacidos en las Indias, tenían derecho a los puestos en América; específicamente para los altos empleos eclesiásticos la legislación estipulaba que se debía preferir a «los graduados de esta Universidad de México y los que se hubieran ocupado en el servicio de las doctrinas de indios». Reconocieron ciertos profesores de la Universidad que algunos criticaban la religiosidad de los habitantes por tener el reino tantos suntuosos templos, obras pías, colegios y hospitales; de hecho, «los americanos […] han merecido el concepto de tan adictos al culto, que no ha faltado enemigo de las sagradas ceremonias del catolicismo que los caracterice de nimiamente supersticiosos en la religión».
El Ayuntamiento de México también estaba alarmado y redactó una representación en la cual reclamaba que las cédulas, al dar puestos a los peninsulares, harían inútiles los grandes sacrificios de tiempo y dinero que las familias habían hecho para la educación de sus hijos. A pesar de que el Cabildo eclesiástico se sumó a estas protestas, Carlos III rechazó lo que consideró «quejas infundadas» y exigió con enojo al Ayuntamiento otorgarle el debido «reconocimiento, amor y gratitud».
Sin embargo, desde mediados del siglo, el regidor decano del Ayuntamiento de la capital, algunos predicadores como Eguiara y Eguren e intelectuales como Joaquín Velázquez de León, José Antonio de Alzate y José Ignacio Bartolache publicaron obras patrocinadas, como se decía en sus portadas, por «la imperial ciudad de México», frase que indicaba la pretensión de ser la sede del imperio de toda la América Septentrional, con la posible interpretación de que este imperio fue heredado de los aztecas, y proclamando así una actitud lejana al «reconocimiento, amor y gratitud».
La visión del reino del Cabildo municipal y de la Universidad se enfocaba primordialmente en los intereses de los criollos, mientras que las obras de Villaseñor y Eguiara abarcaban a todos los habitantes. En 1778 salió publicada una obra que reunía muchas de las inquietudes tanto de Eguiara como del Ayuntamiento, porque exaltaba la contribución de los indígenas, mestizos y criollos a la historia del virreinato. Escrita por el franciscano José Joaquín Granados y Gálvez, las Tardes americanas, gobierno gentil y católico […] de toda la historia indiana, destaca como la primera historia completa escrita en español acerca de la América Septentrional. En forma de 17 diálogos entre un cacique otomí y un español de Málaga, la obra presenta tres temas principales: la historia de los «indios gentiles» desde el siglo VI; el desarrollo político de la América Septentrional de 1521 a 1777, y la defensa de todos los habitantes contemporáneos.
Los censores del libro consideraron la obra una gran respuesta a «los tiros de envidia de los extranjeros», a las «calumnias», en resumen, como un «cumplido desagravio de la Nación Americana». En esta «nación», el cacique informaba sobre los toltecas, tlatelolcos, tepeacas, texcocos, tlaxcaltecas, chichimecas del norte, los totonacos de Veracruz y tarascos de Michoacán, con mención especial de los otomíes, los criollos y los mestizos del siglo XVIII, y de los logros de este «cuerpo de república distinguido, ilustrado, científico y lleno de dotes».
Los lectores encontraron opiniones positivas y negativas sobre Hernán Cortés y sobre el visitador Gálvez, referencias a las rebeliones de 1767 y comentarios acerca de la legislación reciente que limitaba el acceso de los criollos a los puestos. El español, por su parte, afirmaba que dichas leyes eran necesarias para prohibir la unión de los criollos y los indígenas en contra del rey, como había ocurrido en las colonias inglesas donde se veían a «los Bostonenses desmembrados en el día del cuerpo británico».
En varios diálogos, el indígena nombraba más de 300 autores, profesores, abogados, matemáticos, arquitectos y pintores sobresalientes para rebatir las críticas de que se ubicaba «el trono de los vicios en nuestro país» y que los americanos eran «individuos en cierto modo inferiores de la especie humana». La historia del reino quedaba así disponible para un público amplio, narrada desde el punto de vista de los americanos y destacando la riqueza natural y humana de Nueva España frente al menosprecio europeo.
LAS REFORMAS FISCALES EN EL MÉXICO BORBÓNICO
Pese a las protestas de la sociedad novohispana en contra de aspectos clave de las reformas borbónicas, el proceso de renovación administrativa, fiscal y militar siguió su curso. Gálvez fue particularmente exitoso en atender al tercer encargo de su nombramiento: la revisión de las finanzas de las ciudades, villas y pueblos de indios. Se ha podido verificar que existieron casi 200 diferentes ramos fiscales que se aplicaron en distintos momentos a lo largo del periodo colonial (siglos XVI-XVIII). Sin embargo, conviene subrayar que fueron unos 10 o 15 rubros las fuentes fundamentales de recursos para la Real Hacienda virreinal; las demás categorías de impuestos solían ser gravámenes de escasa importancia. El éxito de las reformas borbónicas de la Real Hacienda novohispana se fincó sobre todo en cuatro ramos: el tributo indígena, los impuestos a la minería, los impuestos al comercio (en especial, las alcabalas) y los estancos.
Sin duda, el impuesto más antiguo era el tributo que pagaban los jefes de familia de los pueblos campesinos o repúblicas de indios. En el siglo XVIII, el tributo era de aproximadamente dos pesos plata a pagarse cada año. Los ingresos anuales de este origen fueron subiendo de manera notable: de un promedio de 250 000 pesos recaudados en el virreinato a fines del siglo XVII, fueron incrementándose sistemáticamente desde principios del siglo XVIII hasta alcanzar una especie de techo hacia el decenio de 1780 con cerca de 800 000 pesos. Tal tendencia se detuvo después, debido a la gran mortalidad provocada por la crisis agraria de 1785, que conllevó un fuerte descenso en el universo de tributarios.
Acaso el menos estudiado de los ingresos ordinarios del gobierno borbónico, este derecho de capitación era más bien un reflejo de las tendencias demográficas que de la evolución económica de dichas comunidades. El incremento en la recaudación del tributo en los primeros tres cuartos del siglo XVIII mostró la recuperación y aumento notable de las tasas de crecimiento de la población indígena en México en ese tiempo. Después del decenio de 1770, en cambio, los esfuerzos de los administradores borbónicos por sacarles más jugo (fiscal) a los indios enfrentarían serios obstáculos debido no sólo a la crisis demográfica sino a la dificultad de modificar y homogeneizar el cobro de esta antigua contribución. Por ejemplo, en las zonas centrales —adscritas a la caja de México— las cifras indican un deterioro visible del tributo a partir de 1780. Aun así, un cuarto de siglo más tarde, los datos sobre los ingresos totales en el virreinato hacia 1805 indican un incremento considerable, lo cual hablaría del esfuerzo de los funcionarios por hacer el tributo cada vez más extensivo, con base en listas de tributarios cada vez más amplias.
Una segunda fuente tradicional de ingresos para la administración colonial provenía de la minería, y el más importante de ellos era el diezmo minero, gravamen de 10% impuesto a toda la producción de plata registrada en el virreinato. Desde el siglo XVI, varias contribuciones recaían directamente sobre la producción minera, lo que repercutía en las ganancias de los propietarios. Las tasas se fueron reduciendo y en el siglo XVIII la norma era que el impuesto minero fuera de 10% del valor de la plata extraída, el cual se cobraba en las cajas de rescate ubicadas en la provincia o en la Casa de Moneda en la ciudad de México, a donde se llevaba la plata para que la acuñaran. Alejandro de Humboldt, en su visita a México en el año de 1803, registró la importancia de la Casa de Moneda mexicana en la historia económica mundial:
Es imposible visitar este edificio […] sin acordarse que de él han salido más de dos mil millones de pesos fuertes en el espacio de menos de 300 años […] y sin reflexionar sobre la poderosa influencia que estos tesoros han tenido en la suerte de los pueblos de Europa.
Aunque es cierto que el diezmo minero era la contribución más importante de la amplia gama de exacciones que recayeron sobre la plata mexicana, un competidor cercano era el impuesto a la amonedación. Otro ingreso gubernamental provenía del monopolio estatal del mercurio (azogue), insumo esencial para el proceso de refinación de la plata. Los diversos impuestos mineros proporcionaban un promedio de 4 millones de pesos anuales al erario en la década de 1790, lo que representaba aproximadamente 26% del ingreso neto total del gobierno virreinal.
Un tercer ramo de ingresos fue derivado de los impuestos sobre el comercio; los más importantes eran los conocidos como «alcabalas y pulques» (impuestos sobre las bebidas alcohólicas locales). En la época colonial se exceptuó del pago de alcabalas a indios, iglesias, monasterios, prelados y clérigos. Durante los siglos XVI y XVII y primeros decenios del XVIII, las alcabalas fueron objeto de arrendamiento, sobre todo por el Consulado de comerciantes de la ciudad de México, pero a partir de 1754, la Real Hacienda le quitó el arriendo al Consulado y fue estableciendo un control general de la recaudación en todo el virreinato mediante un funcionario profesional que recolectaba este impuesto en las garitas de las ciudades.
A finales del siglo XVIII, las alcabalas y pulques representaban juntos aproximadamente 24% del total de los ingresos netos del gobierno virreinal. El monto de los impuestos sobre el comercio interno se elevó a partir de las reformas borbónicas debido en parte al aumento de la comercialización, pero también como resultado de la creciente presión fiscal ejercida por los recaudadores. El incremento en la recaudación de estos impuestos fue especialmente notable entre 1770 y 1785, lo que sugiere un avance en la comercialización de la producción agrícola, ganadera y manufacturera del virreinato en este periodo. El impuesto de la alcabala se cobraba tanto sobre los bienes importados («de Castilla») como sobre los productos locales («de la tierra»). Debe mencionarse que la venta de los locales solía ser sustancialmente mayor que de los importados de Europa, lo que resalta la importancia de la producción y de los mercados internos como fuentes de recursos fiscales. Hacia fines del siglo XVIII, sin embargo, se observa una baja en la recaudación, lo cual coincide con el impacto de la devastadora crisis agraria y demográfica de 1785. Este descenso se observa con particular nitidez en los datos sobre la recaudación del impuesto al pulque, la bebida alcohólica más popular de Nueva España.
Aparte de los ramos fiscales que podemos denominar propiamente como impuestos, el sistema de la hacienda colonial dependía de manera importante de los llamados «estancos»: éstos eran monopolios que consistían en el control por la Corona de la producción y venta de determinados artículos de consumo. Entre ellos podemos señalar los estancos del tabaco, pólvora, azogue, sal, naipes y nieves. En algunos casos, la Real Hacienda ejercía un control directo sobre la producción y venta de la mercancía en cuestión; en otros, los arrendaba a empresarios particulares que pagaban una renta anual por su explotación.
El estanco más importante fue el del tabaco, establecido en Nueva España en 1767, que hacia finales del periodo virreinal se convirtió en la fuente más importante de recursos para la Real Hacienda, al proporcionar casi 30% de sus ingresos brutos. Las funciones principales del estanco del tabaco eran supervisar la cosecha y comprar el producto acabado, gobernar y administrar la renta, resguardarla, fijar el precio y producir, distribuir y vender los puros y cigarros de hoja, y pronto de papel también. A fines del siglo XVIII, el estanco en la Nueva España se dividía en administraciones generales o factorías: Guadalajara, Valladolid, Durango, Rosario, Puebla, Veracruz, Oaxaca, Orizaba, Córdoba y Mérida.
La enorme fábrica de tabaco en la ciudad de México empleaba más de 10 000 trabajadores hacia 1800, pero ésta era sólo una parte del total de personas que dependían del monopolio para subsistir: otros más eran unos 2000 empleados administrativos y comerciales, entre ellos los vendedores de centenares de estanquillos ubicados a lo largo y ancho del virreinato, así como varios miles de agricultores que cultivaban tabaco en los valles de Córdoba y Orizaba, únicas regiones en las que estaba autorizada su siembra. No obstante, esta gran empresa no era autónoma, pues mantenía estrechos nexos financieros, comerciales y productivos con los monopolios del tabaco en Cuba, Luisiana y España. En realidad, el estanco de México era una compañía imperial, quizá la más grande de su tipo del mundo atlántico en el siglo XVIII.
A pesar del claro éxito en el incremento en la producción y venta de tabaco por el Estado, hacia fines del siglo XVIII los costos de producción aumentaron de manera notable, por lo que este ramo fiscal alcanzó una especie de techo. Los ingresos brutos por ventas de tabaco en forma de puros, tabaco en polvo y cigarrillos (una invención mexicana de acuerdo con algunos autores) subieron espectacularmente de apenas 1500 000 pesos en 1765 a más de 8 millones de pesos hacia 1800.
Pero cabe preguntar: ¿qué tan pesada era la carga fiscal para la población del virreinato? En el quinquenio de 1785-1790, los mayores expertos hacendarios, los funcionarios Fabián de Fonseca y Carlos de Urrutia, calcularon que los ingresos anuales de la Real Hacienda de Nueva España rondaban los 20 millones de pesos. Sobre la base de una población de aproximadamente 5 millones, ello indicaría que los habitantes del virreinato aportaban una contribución per cápita de cuatro pesos plata por año a la Real Hacienda. Estas cifras contrastan con los 2.9 pesos que aportaban los habitantes de España anualmente a su gobierno, de acuerdo con las cifras de la tesorería general de Madrid para fines del siglo XVIII.
CARGA FISCAL, FINANZAS Y GUERRAS IMPERIALES A FINES DEL SIGLO XVIII
Una de las facetas más notables de la recaudación fiscal en Nueva España era el monto tan alto que se destinaba a pagar gastos militares y a cubrir otros gastos fuera del virreinato. Los militares aumentaron de manera formidable en el último cuarto del siglo a raíz de la las demandas financieras que surgieron a partir de la guerra contra Gran Bretaña (1779-1783), la confrontación contra la Convención francesa (1793-1795) y la primera y segunda guerras navales contra Gran Bretaña (1796-1802 y 1805-1808). Los sucesivos conflictos bélicos requirieron ingentes sumas de dinero tanto para cubrir los crecientes gastos de defensa en el propio virreinato como para solventar el aumento de los gastos militares en otras partes del imperio y en la propia metrópoli. Los gobiernos de Carlos III y Carlos IV veían Nueva España como la colonia más rica, e instruyeron a los funcionarios de la Real Hacienda a aumentar la recaudación fiscal. Cuando no alcanzaban los impuestos —especialmente en las épocas de guerras internacionales— se pedían préstamos y donativos. Ello provocaría simultáneamente el aumento de la deuda pública española y la adopción de una política de progresivo endeudamiento de los gobiernos coloniales en los territorios americanos.
El crecimiento de las deudas en Nueva España para pagar los gastos de las guerras tenía varios componentes. Allí, en apenas dos decenios se obtuvieron cuatro donativos universales y tres préstamos gratuitos («suplementos»), así como nueve préstamos a interés contratados por medio del Consulado de comercio y el Tribunal de Minería. En total, entre 1781 y 1800, se reunieron en el virreinato algo más de 4 millones de pesos plata gracias a cuatro donativos y 17 500 000 de pesos por préstamos y suplementos.
Al mismo tiempo que la metrópoli exigía dinero para sus guerras europeas, también requirió el apoyo de México para sufragar gastos de defensa del imperio, particularmente en el Gran Caribe por la amenaza que representaban los británicos en la región. Estos traslados de fondos en metálico (conocidos desde fines del siglo XVI en América como «situados») constituían una espesa red de transferencias intraimperiales cuya importancia cuantitativa y estratégica no debe menospreciarse. Servían al sostenimiento del gobierno militar y civil en una vasta zona geográfica que abarcaba Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Luisiana, las Floridas, Trinidad y otros puntos del Gran Caribe, al igual que las Filipinas. Estas regiones dependieron en buena medida de los envíos de plata mexicana en épocas de paz, y todavía más en las numerosas coyunturas bélicas. En pocas palabras, hacia fines del siglo XVIII Nueva España estaba operando efectivamente como una especie de submetrópoli financiera dentro del Imperio español.
La revisión de las series fiscales demuestra que se extrajeron casi 250 millones de pesos de las tesorerías de Nueva España entre 1780 y 1810 por parte de la Real Hacienda para ser remitidos al exterior. Éste era el verdadero precio fiscal de ser colonia. De tal monto, aproximadamente 100 millones de pesos se mandaron en concepto de «situados» a otras colonias hispanoamericanas (y a las Filipinas), mientras que unos 150 millones de pesos se enviaron a la metrópoli como transferencias fiscales netas.
A partir de estas sumas, puede estimarse que cada año se remitía un promedio de 8 300 000 pesos por año por parte de las tesorerías novohispanas. De los 12 millones de pesos restantes que recaudaba la Real Hacienda en el México borbónico, alrededor de cuatro millones se destinaban a cubrir los propios gastos de captación, y el resto a gastos militares propios del virreinato. En pocas palabras, una enorme parte de los impuestos que pagaban los habitantes de Nueva España servían para pagar los gastos del Imperio español, aunque no había una clara conciencia de ello pues los funcionarios reales nunca publicaban los datos de ingresos y egresos del gobierno. Esta información se incluía en la correspondencia reservada para los ministros en Madrid pero no se difundía.
Más allá de la pesada carga fiscal, los historiadores se han planteado preguntas acerca de su impacto económico. Concretamente, ¿cuál podría ser el efecto en cualquier economía de que 40% de las exportaciones se efectuaran como simple traslado de capitales hacia el exterior sin ningún retorno en mercancías o compensación crediticia? Es claro que ello tuvo un efecto desfavorable para la economía del virreinato y puede ayudar a explicar por qué, a pesar del auge minero del periodo, las tasas de crecimiento eran bastante bajas. En este sentido, es menester indicar que en cálculos recientes se estima que las remesas oficiales implicaban una pérdida de al menos 5% del producto interno bruto de la economía novohispana. En una economía de antiguo régimen ello significaba una limitación drástica al crecimiento económico potencial, aun mucho antes del estallido de las guerras de independencia.
LA ECONOMÍA DE NUEVA ESPAÑA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII
Si bien no hay duda de la capacidad y el empeño de los funcionarios de la Corona española en poner en marcha un gran número de reformas fiscales, administrativas y militares en las Américas y, más particularmente, en Nueva España, cabe preguntar por qué hubo tan pocos motines de origen fiscal, por motivos tributarios, en los decenios de 1770 a 1810. Seguramente, una de las razones principales del éxito en aumentar la recaudación a partir de 1770 se relaciona no sólo con el aumento de las presiones de la Real Hacienda, sino también con el desempeño positivo de varios, aunque no todos, sectores de la economía colonial del México borbónico. Sin embargo, analizar este problema no es sencillo y ha atraído la atención de gran número de historiadores esencialmente por dos motivos. El primero es que Nueva España se destacaba entre todas las posesiones hispanoamericanas por la complejidad de su economía, el tamaño de su población y el extraordinario auge de la plata experimentado en el siglo XVIII. La segunda razón es que existe una abundante documentación en los archivos sobre la agricultura, el comercio, las manufacturas, la minería y los transportes, así como sobre el fisco y las finanzas del periodo: las canteras de información estadística son especialmente ricas a partir de las reformas borbónicas que arrancaron en los años de 1760, las cuales establecieron las normas contables y de registro de las transacciones económicas más precisas y completas que las que conocemos para casi cualquier otro periodo de la historia virreinal.
A pesar de la multitud de estudios históricos realizados, debe subrayarse que los debates acerca del desempeño de la economía borbónica novohispana siguen siendo intensos y las opiniones divergentes. Sin duda, se trataba de una economía de antiguo régimen que crecía lentamente, pero que experimentó una serie de cambios importantes, entre los cuales destacó el auge de la minería de la plata a lo largo del siglo XVIII, el incremento de la actividad comercial (especialmente en la segunda mitad del siglo) y el despegue de determinadas economías regionales, sobre todo de Veracruz y del centro-norte. En ello coinciden los estudios sobre las haciendas y la producción minera en las zonas de Guadalajara, el Bajío y Michoacán en la segunda mitad del siglo XVIII, así como sobre la actividad agrícola y mercantil en Veracruz en el mismo periodo. Las investigaciones sobre las alcabalas, en particular, han permitido establecer mediciones del notable dinamismo de las economías regionales de Xalapa, Orizaba y el puerto veracruzano en la etapa final de la Colonia.
Un primer elemento que se ha de tener en cuenta para entender la economía novohispana es que su base era fundamentalmente agraria y que crecía de manera muy lenta, como lo demuestran las series de diezmos y las tendencias globales de la población. Con toda probabilidad, cerca de 80% de la población vivía en el campo, la mayor parte concentrada en las más de 4000 repúblicas de indios, que como ya se ha visto en otros capítulos eran las células fundamentales del cuerpo del virreinato. Se trataba de una economía agrícola y ganadera que tenía muchas semejanzas con las contemporáneas del antiguo régimen tardío de países europeos mediterráneos, para los cuales el crecimiento económico fue también lento, con cifras de aumento del producto total no superior a medio punto porcentual al año.
En algunos periodos, la economía agraria colonial lograba un incremento algo más rápido de la producción agrícola y ganadera, pero indefectiblemente estaba sujeta a crisis meteorológicas sucesivas que causaban pérdidas de cosechas, las cuales provocaban un descenso en las tasas de nacimiento y un aumento en las de mortalidad, con la consiguiente reducción de la tasa de crecimiento poblacional. Los ciclos de la economía de antiguo régimen estaban, por tanto, determinados por las tendencias coyunturales del clima, por el crecimiento poblacional y por el agotamiento relativo y regional de los recursos naturales: aguas, tierras y bosques. Y ocasionalmente estuvieron marcados por violentos y profundos cataclismos como la honda crisis de 1784-1785 y la también muy grave de 1809.
Las variaciones en los precios del maíz, en particular, eran lo que más perjudicaba a los pueblos campesinos, los cuales no contaban con los recursos de las haciendas agrícolas, que podían acumular el grano en épocas de escasez y esperar a que subieran los precios para venderlo. En este sentido, las haciendas virreinales —fueran propiedad de particulares o de órdenes religiosas— operaban de manera muy similar a las del antiguo régimen europeo y experimentaban la misma secuencia de protestas y motines de los pueblos campesinos en contra de la especulación realizada por los terratenientes.
Al respecto, debe destacarse que a fines del virreinato se identifica una oligarquía de grandes propietarios de haciendas agrícolas y ganaderas. Por ejemplo, las familias de los marqueses de Jaral de Berrio y de San Mateo Valparaíso eran dueñas —de acuerdo con sus libros de contabilidad— de decenas de propiedades en el Bajío, San Luis Potosí, Zacatecas y el norte. Se ha estudiado la evolución histórica de otros grupos importantes de grandes hacendados en los valles del centro del virreinato, cuyas propiedades se ubicaban en los alrededores de las ciudades de Puebla, México, Pachuca y Toluca. La más impresionante era la extensión de las haciendas de los marqueses de Aguayo en Coahuila y Chihuahua, que abarcaban literalmente varios millones de hectáreas, lo cual los situaba como los mayores terratenientes de la América española a fines del siglo XVIII.
Pero tampoco hay que olvidar que aparte de los grandes latifundios, también existía un amplio sector de productores medianos, otro de propietarios de haciendas más pequeñas en casi todas las regiones del virreinato, así como numerosos arrendatarios y rancheros. En el Bajío se ha demostrado una gran variedad de tipos de haciendas y de explotación agraria en esa época.
La rica y variada producción de los pueblos campesinos, de las haciendas y los ranchos encontraba mercado en todas las ciudades y centros mineros. Los estudios sobre el mercado de la ciudad de México —la mayor de todas por su población que rebasaba los 100 000 habitantes— indican un gran consumo de trigo, maíz, chile y frijol, todo tipo de ganado —especialmente ovejas y cerdos—, así como una extraordinaria variedad de frutas y verduras. Tampoco deben olvidarse las importantes cantidades de azúcar (en su mayor parte de las plantaciones de Cuernavaca), de pulques de las haciendas de Chalco y de aguardientes y tabacos de Veracruz.
Aparte de los grandes mercados urbanos, era manifiesta la vitalidad de las ferias locales que venían celebrándose desde el siglo XVI. En cada región existía un circuito de mercados de tipo agrícola y ganadero que se llevaban a cabo en diferentes días de la semana. En cambio, las mayores ferias solían realizarse una vez al año, como la de San Juan de los Lagos que atraía compradores y vendedores de mulas, vacas y caballos de una extensa región. Este ganado era esencial no sólo para la alimentación sino también —en el caso del ganado caballar y mular— para las minas y el transporte en todo el virreinato. La arriería era el medio fundamental de transporte (y lo seguiría siendo hasta entrado el siglo XX) ya que en un país tan montañoso como México la geografía la hacía imprescindible.
Si bien los sectores agrario y ganadero eran los dominantes, la minería de la plata constituyó uno de los pilares de la economía colonial, dada su alta productividad. Las estadísticas de acuñación de la Casa de Moneda de México revelan que durante la segunda mitad del siglo XVIII se lograron las cifras más altas de producción de plata, que alcanzó su cúspide al final de la época colonial: en efecto, se llegó a un promedio realmente extraordinario de más de 20 millones de pesos acuñados cada año entre 1790 y 1810, antes del estallido de las guerras insurgentes.
En esta época seguía siendo fundamental la producción minera en tres regiones: Guanajuato, Zacatecas y Real del Monte, pero al mismo tiempo se produjo un notable avance en la exploración y explotación de reales de minas en otras zonas, como Taxco, la región de Guadalajara, San Luis Potosí y, más al norte, Durango, Chihuahua y Sonora. Esta expansión norteña, que llevó a ampliar la colonización en la difusa frontera norte (los confines del norte), permitió descubrir muchos yacimientos y contribuyó al auge de la producción de plata en el último tercio del siglo XVIII y el primer decenio del XIX.
Como en el caso de la agricultura, en la minería también hubo una fuerte concentración de la propiedad. En Guanajuato, por ejemplo, las ricas y famosas minas de La Valenciana eran explotadas por una oligarquía de familias de la región —encabezadas por los Obregón, Otero, Rul y Pérez Gálvez— que se beneficiaron de un proceso extraordinario de acumulación a pesar de haber tenido que realizar grandes inversiones para explotar vetas cada vez más profundas. En esa empresa trabajaban más de 3200 operarios, lo cual la situaba como una de las mayores compañías mineras del mundo de la época.
Pero si las fortunas de los mineros de Guanajuato y Zacatecas eran considerables, las superaba la del conde de Regla, el minero más rico del periodo borbónico, dueño de gran cantidad de minas de plata en Pachuca y Real del Monte y de las haciendas de beneficio de San Miguel y Santa María de Regla. Estas últimas estaban en lugares donde abundaban el agua y la leña, indispensables para beneficiar los minerales y transformarlos en barras de metal fino.
Otro importante minero de la plata de aquella época fue José de la Borda, uno de los mayores promotores de Taxco. Como tantos otros grandes propietarios, Borda dedicó su cuantiosa fortuna no sólo a invertir en sus empresas sino también a establecer diversas fundaciones religiosas y a construir la espléndida iglesia barroca de Santa Prisca (Santa Priscilla) en el corazón de Taxco. Sería erróneo considerar que sólo hubo un grupo reducido de grandes mineros en el México borbónico: en los reales de minas del centro-norte y norte, los pequeños y medianos mineros eran legión y se multiplicaron en los últimos decenios del siglo XVIII, con lo que cambiaron la fisonomía empresarial del país.
La economía del México virreinal también contaba con un importante sector manufacturero, sobre todo de textiles, aunque debe reconocerse que se basaba en una tecnología y una organización tradicionales. En el centro y norte del país, la producción de paños de lana era especialmente importante, mientras que había una mayor cantidad de manufactura de telas de algodón en las zonas costeras y en el sur del virreinato. Una parte considerable de la producción de telas se realizaba con base en la elaboración casera de hilo y textiles en los pueblos campesinos, mientras que otra parte era artesanal y urbana. También debe destacarse la existencia de talleres relativamente grandes, conocidos como obrajes, en su mayoría concentrados en las regiones del centro del virreinato. Los obrajes no eran embriones de fábricas, entre otras cosas por la complejidad de la mano de obra que empleaban. En estos talleres se encontraba la curiosa combinación de trabajo libre y coactivo que caracterizaba gran parte de la economía virreinal. Allí se mezclaban trabajadores libres y esclavos, mestizos y mulatos, así como indígenas endeudados.
El aumento de la producción minera, agrícola, ganadera y manufacturera se reflejaba en el creciente dinamismo de los mercados urbanos y rurales de Nueva España que se expandieron en la segunda mitad del siglo XVIII. La actividad mercantil era especialmente notable en la ciudad de México donde se concentraban las mayores fortunas comerciales. En 1776 Antonio de Ulloa, comandante de la flota española, visitó la ciudad de México y, al observar la actividad mercantil en el centro de la capital, anotó: «No hay en Europa plaza de ciudad capital que se pueda comparar». El comercio mayorista y una parte del minorista en la gran urbe estaba controlado por el poderoso Consulado de la ciudad de México, que incluía aproximadamente a 200 grandes comerciantes, que regulaban buena parte de la circulación de la plata en el virreinato, pero también se dedicaban a la introducción de ganado y de granos a la capital, así como al negocio de las importaciones de España, en su mayoría telas. Los comerciantes del Consulado se dividían en dos bandos, vascos y montañeses, que se repartían los cargos a partir de elecciones anuales del gremio. En Veracruz se encontraba otro gran punto de concentración de comerciantes mayoristas, dedicados fundamentalmente al comercio exterior ya que este puerto era el principal punto de entrada de los productos europeos y algunos americanos: telas francesas, inglesas, alemanas y catalanas, ultramarinos (aceitunas, frutas secas, nueces, avellanas, almendras, aceite de oliva, vinagre, especias, carne y pescado seco, etc.), vinos, papel y azogue de España, cacao de Guayaquil y Caracas. Por su gran actividad surgió el Consulado de comerciantes de Veracruz, fundado en 1796, que pronto rivalizó en dinamismo con el de México.
La multiplicación de consulados en Nueva España y en el resto de la América española recibió el impulso de las reformas comerciales que pusieron en marcha los ministros de Carlos III. El primer paso fue ratificar el Reglamento de Libre Comercio en 1778 que fue instrumentado tanto en España como en Hispanoamérica, aunque curiosamente no se aplicó en México hasta 1789, quizá por la propia resistencia del poderoso Consulado de comerciantes de la ciudad de México que temía los efectos de la ruptura de su secular monopolio sobre el tráfico mercantil en el Golfo de México y en las costas del Pacífico.
Las reformas comerciales del régimen de los Borbones tuvieron gran impacto sobre el comercio trasatlántico en el último cuarto del siglo XVIII. Se ha demostrado que se produjo un fuerte aumento del intercambio entre los puertos libres españoles e hispanoamericanos, aunque con fortísimas oscilaciones debido a las numerosas guerras navales del periodo. Pero es menester subrayar que no se trataba de un verdadero «libre comercio», sino simplemente de mayores libertades para el intercambio entre los puertos de la metrópoli y los de las colonias americanas. Por otra parte, difícilmente puede argumentarse que se redujera el contrabando, ya que los comerciantes británicos y angloamericanos incrementaron sus esfuerzos por abrir nuevos y subrepticios canales para introducir mercancías y esclavos en todo el subcontinente. A ello se agregaba la mayor apertura y diversidad de importaciones y exportaciones que propiciaron las licencias para comercio a favor de navíos de diferentes naciones en las épocas del «comercio neutral» durante las guerras atlánticas entre España y Gran Bretaña en 1796-1802 y 1805-1808.
En resumen, si hemos de describir tanto el marco institucional de la economía como el contexto y dinámica social en extremo complejo del México borbónico, nos parece apropiado denominarlo como «antiguo régimen colonial». En otras palabras, si bien se observa una gran semejanza con la Europa de antiguo régimen en cuanto a la normativa de la organización económica y social, es necesario tener en cuenta elementos absolutamente originales y diferentes de los europeos, entre los cuales destacaban la vida y gobierno de los pueblos o repúblicas de indios.
EL GOBIERNO Y LOS PUEBLOS DE INDIOS
Como parte integral de las reformas fiscales y políticas propuestas por el visitador José de Gálvez, en 1766 se estableció la Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad para hacer vigente en el virreinato la ley española de 1760 que situaba los municipios de España bajo la vigilancia de los contadores reales.
La fiscalización del gobierno se aplicaba tanto a los ayuntamientos de las ciudades y villas de españoles como a los concejos municipales (llamados «repúblicas») de los pueblos de indios, que eran entidades corporativas reconocidas legalmente. El gobernador y los alcaldes indígenas, elegidos cada año por los nativos, representaban a los pueblos ante las autoridades gubernamentales, recaudaban el tributo, administraban justicia para crímenes menores, financiaban las celebraciones, manejaban los fondos municipales y supervisaban las tierras comunales. Durante cinco años los contadores reales recabaron información sobre los ingresos y gastos de los centros urbanos de españoles para elaborar ordenanzas que limitaban su autonomía y reducían las erogaciones para las fiestas religiosas. Cuando Gálvez regresó a España en mayo de 1771, el programa siguió, pero enfocado ahora a los 4000 pueblos de indios cuyos dirigentes, según el visitador, eran incompetentes.
Los [pueblos] de indios necesitan de doble cuidado y atención, así por lo que debieron siempre a las leyes como personas tan rudas y de suyo abandonadas que parecen racionales de segunda especie, como por el general desbarato con que manejan los bienes de sus comunidades donde no los han perdido enteramente, invirtiendo todos sus productos por lo regular en fiestas y cofradías.
El objetivo de la intervención gubernamental era ahorrar la mitad del ingreso total de los pueblos para que los indios tuvieran acceso a esos fondos en tiempos de hambre y epidemias. Ese ahorro forzoso estaría resguardado por el gobierno y sería distribuido a los pueblos después de cumplir siete pasos burocráticos para tramitar su devolución. Durante el gobierno del virrey Antonio María de Bucareli, con implacable tenacidad se registraba cada ingreso de los pueblos y se recortaban los gastos. Se buscaba así reducir el dinero para las celebraciones religiosas, limitándolas a una o dos por año, y se agregaba un fondo para pagar el salario de un maestro de primeras letras. El contador logró ejercer control sobre las finanzas de los indios por medio de los «Reglamentos de los bienes de comunidad», sistema financiero incorporado en la Ordenanza de Intendentes de 1786 y de ahí en adelante con vigencia en todo el virreinato, con excepción de Sonora.
La fiscalización de los bienes de comunidad provocó malestar entre los indios. Significó la rigurosa recaudación de un impuesto, el real y medio para las cajas de comunidad, sumado al tributo, que en esta época era de dos pesos al año. Los reglamentos marginaban a los gobernantes indios de la administración de las cosechas comunales, del arrendamiento de tierras y del manejo del dinero. Los indios tampoco estaban de acuerdo con la limitación de los gastos para las celebraciones religiosas y las comidas comunales de carne que se acostumbraba ofrecer a los habitantes. Los pueblos de Oaxaca expresaban «repugnancia, disgusto y resistencia» cuando se sacaba el dinero sobrante de las cajas de comunidad para invertirlo en el Banco de San Carlos, recién fundado en España con capital privado pero bajo la protección real. Varios subdelegados (las autoridades locales virreinales) extraían dinero de las arcas comunales para sus propios fines fraudulentos.
Muchos pueblos pasaron sus tierras comunales y su ganado a las cofradías para evitar la fiscalización y para tener la protección de la Iglesia. Las autoridades indígenas de la república nombraban a los mayordomos de las cofradías para que, de esa manera, el gobierno civil del pueblo pudiera seguir manejando los bienes de comunidad.
Con la vigilancia y la reglamentación, las cajas de comunidad de los pueblos de indios se convirtieron en nueva fuente de ingresos para el gobierno. Los fondos sobrantes de los pueblos del virreinato alcanzaron la suma de 180 000 pesos anuales, que significó un aumento de más de 20% respecto del total del tributo indígena de aproximadamente 800 000 pesos. Además, a partir de 1793, el gobierno tomó dinero sobrante de los pueblos en calidad de préstamos y donativos para financiar las guerras en Europa.
Ese mismo año las autoridades de los pueblos enviaron una protesta al rey en nombre de todos los indios del virreinato. «Los gobernadores, alcaldes, regidores y demás de los indios naturales de Nueva España, por sí y por todos los hijos de nuestros pueblos» expresaban que los indios no querían contribuir a las cajas de comunidad debido a los fraudes de los españoles en las intendencias. Las investigaciones, que tardaban varios años, terminaban con las afirmaciones de los intendentes de que no existía tal fraude.
Mientras tanto, el gobierno siguió tomando los fondos de los indios para sostener las guerras y las finanzas de la monarquía. En 1800, las cajas de comunidad habían entregado 1400 000 pesos al rey en préstamos, donativos y dinero «suplido a la Real Hacienda». Entre 1781 y 1800 no sólo los pueblos de indios sino todos los grupos de la sociedad (artesanos, mineros, comerciantes, hacendados, obispos y ayuntamientos) tuvieron que contribuir para financiar la fuerza bélica de la monarquía. De 21 millones de pesos entregados al monarca, las cajas de comunidad de los indios contribuyeron con 9%. En 1806, los contadores sacaron 680 000 pesos adicionales de los fondos sobrantes de las cajas de comunidad para enviarlos a la Consolidación de los Vales Reales, cuyo objeto era estabilizar las finanzas reales por medio de un recurso regalista que consistía en ordenar a la Iglesia de Nueva España que recuperara el monto de lo que sus prestatarios le adeudaran (por cobro perentorio, apropiación de bienes de garantía o remate) para, a su vez, prestar dichos fondos a la Real Hacienda de España, pero también ordenaba recolectar como préstamo los fondos de los indios. Del total recibido de todas las instituciones por la consolidación, de la intendencia de Yucatán, 40% venía de los pueblos de indios, y en Oaxaca, 25% tenía el mismo origen.
El gobierno quiso entonces aumentar los ingresos de las cajas de comunidad de los pueblos para así incrementar la cantidad del dinero sobrante entregado a las cajas reales. Por eso, los contadores tomaban medidas para proteger las tierras comunales de los indígenas, una de las principales fuentes de ingreso para los pueblos y el sustento de los que pagaban el tributo y el real y medio para las cajas de comunidad. En los reglamentos y otros mandatos fomentaron el uso de fondos municipales para litigar por la recuperación del fundo legal de cada pueblo (1 km2 en la Audiencia de México y 17 km2 en la Audiencia de Guadalajara); prohibieron que los no indios compraran solares dentro del casco del pueblo, y sólo se les permitió rentarlos y «confesar el dominio y señorío que los indios tienen en todas las tierras». Como en siglos pasados, las disputas por la tierra siguieron, algunas entre los mismos pueblos y otras entre éstos y los hacendados. En ciertas regiones los indios generalmente ganaron los pleitos para recuperar su fundo legal, y en las disputas entre indios y hacendados las resoluciones tendían a dividirse entre los dos grupos.
Además de los conflictos sobre la propiedad territorial, los indios litigaron en los tribunales asuntos relacionados con las elecciones anuales en los pueblos y con abusos de los curas y de las autoridades locales españolas; asimismo, presentaron protestas sobre el repartimiento de mercancías y peticiones de indultos. Se ha mostrado cómo los indígenas acudían al «amparo» del rey para conseguir su protección y que los procesos legales no solamente constituían una arena donde los indios se defendían y negociaban, sino también eran un ámbito donde podían hablar y relacionarse con el gobierno en una forma de participación política. El funcionamiento de un sistema judicial receptivo a los litigios de los indios hizo posible mantener la paz sin un gran ejército durante el periodo virreinal. La necesidad de contar con los fondos sobrantes de las cajas de comunidad y de mantener un equilibrio de poder en el campo, entre hacendados, Iglesia y pueblos de indios, también influyó en la tendencia del gobierno virreinal a tomar en cuenta los litigios que los indígenas promovían.
LOS INDIOS PROPONEN CAMBIOS
Durante el siglo XVIII, los obispos ilustrados solían criticar a los indios por su manera de celebrar las fiestas religiosas y por el uso de sus propias lenguas indígenas, a las que atribuían la conservación de prácticas supersticiosas. En Europa otros autores juzgaban a los nativos por ser escasamente católicos y más cercanos a la idolatría. En sus escritos afirmaban que la naturaleza del Nuevo Mundo era inmadura, degenerada, y que sus habitantes eran apenas capaces de razón. Las autoridades indígenas de diferentes partes del virreinato se unieron con sacerdotes indios para defenderse de tales críticas y demostrar la capacidad y religiosidad de los indios. Animados por la real cédula de 1697 que permitió la ordenación sacerdotal de los indígenas y su acceso a puestos «eclesiásticos, políticos y militares», fundaron instituciones educativas y religiosas.
En la década de 1720, clérigos indios y criollos informaron al rey acerca de la capacidad de las mujeres indígenas para cumplir con los votos de las monjas. Hasta ese momento, en toda América sólo existían conventos para mujeres de ascendencia española. Con el apoyo financiero del virrey Valero, en 1724 se abrió el primer convento para monjas indias. En medio de grandes celebraciones y procesiones, las novicias llegaron con atuendos de seda y encaje de estilo indígena, para profesar como religiosas en el convento de Corpus Christi, ubicado frente a la Alameda, en la ciudad de México. Sacerdotes y caciques, con la colaboración de autoridades eclesiásticas y municipales, lograron la apertura de conventos para mujeres purépechas en Valladolid (hoy Morelia) en 1737 y para zapotecas en Oaxaca en 1782. Hubo letrados indígenas que defendieron a las monjas indias cuando algunas novicias españolas quisieron entrar en estos establecimientos. Al final del siglo XVIII, la abadesa indígena de Corpus Christi escribió a la reina en España pidiendo la fundación de otro convento en Puebla para las indias de la región. Los cabildos eclesiásticos de Puebla y México, apoyados por el Ayuntamiento poblano y 24 indios, entre sacerdotes y seglares, en 1802 se sumaron a la solicitud, de la que no se encontró seguimiento en la documentación.
A mediados del siglo XVIII, los clérigos de Tlatelolco y Tlaxcala, junto con los caciques, proyectaron establecer un seminario para indios jóvenes. En sus solicitudes hablaban no sólo de los indígenas del centro del virreinato, sino también «en nombre de todas las naciones que habitan este dilatado imperio». Hacían hincapié en la labor de los nativos, más que de los misioneros franciscanos, en la conversión durante el siglo XVI: fueron los «niños naturalitos» quienes, una vez instruidos en la doctrina cristiana, predicaron la fe, enseñaron las lenguas a los frailes y lograron la evangelización de una población de 18 millones. Alegaban que por ley los indígenas tenían el derecho de seguir usando sus propias lenguas sin que el gobierno les obligara a aprender el castellano; proponían que ellos asumieran la tarea de misioneros en el norte porque entendían mejor que los españoles la cultura de los indios seminómadas o «bárbaros». Además, como expertos en muchas lenguas autóctonas, no solamente del náhuatl y el otomí (enseñadas en la Universidad), podían servir como párrocos.
Este proyecto en la ciudad de México y otros similares en Pátzcuaro y Tlaxcala para establecer colegios para los indios se presentaron cuando los obispos del virreinato estaban llevando a cabo la secularización de las parroquias, proceso ordenado en la real cédula de 1753 por la cual se separaba a los frailes de los curatos de indios y se les reemplazaba con clérigos seglares diocesanos. Debido a la resistencia de los indios en Michoacán y Oaxaca, a las protestas de las órdenes religiosas y a las sátiras de los habitantes, Fernando VI discontinuó la secularización en 1757, pero el arzobispo Lorenzana la reinició, junto con un edicto que ordenaba castellanizar a los indígenas. Basándose en las ideas de Lorenzana, Carlos III ordenó que se extinguieran en las Indias los idiomas autóctonos, considerados como causas de los motines y por ser incapaces de transmitir los misterios de la fe y «parecerse a los mugidos de animales». El Ayuntamiento, en su representación de 1771, criticó al arzobispo por colocar a sacerdotes ignorantes de las lenguas indígenas en los curatos porque, además de estar en contra de las «leyes del reino», dichos clérigos hacían «el triste papel de pastores mudos y sordos para sus ovejas», opinión que contradecía directamente la cédula del rey que ordenaba a los feligreses hablar la lengua de los obispos. El representante del virrey en el IV Concilio Mexicano, el oidor Antonio de Rivadeneira, experto en náhuatl, atribuyó a «algún cura flojo» la idea de que los idiomas autóctonos carecían del vocabulario adecuado para la enseñanza religiosa, argumentando «que aun es más abundante y copiosa de voces la lengua mexicana que la castellana y que la latina». En la práctica, el gobierno virreinal pronto dejó de mencionar la extinción de las lenguas indígenas y permitió, como habían reclamado los padres de familia de Xochimilco, que los maestros de escuela fueran bilingües y que además trataran a sus hijos con «amor paterno para […] acariciarlos y no amedrentarlos».
Aunque los proyectos de los indios para fundar colegios de estudios mayores no prosperaron, posiblemente sirvieron para estimular la presencia de alumnos indios en la Universidad y el seminario diocesano de México. De 1750 a 1800, por lo menos 40 indígenas estudiaron durante cada década en estas dos instituciones, de los que algunos recibieron el grado de doctor, otros se licenciaron en teología y en derecho civil, y otros más alcanzaron el grado de bachiller en filosofía.
Las autoridades de los pueblos divulgaron obras que destacaban la ortodoxia religiosa de los indios y su papel distinguido en la sociedad. En 1782 las Memorias piadosas de la nación indiana incluían una colección de ensayos sobre los mártires indígenas del siglo XVI, los varones que habían tenido apariciones de la Virgen o de San Miguel, los indios que habían descubierto imágenes milagrosas que posteriormente se veneraron en santuarios; las biografías de indígenas virtuosos en Nueva España y en Nueva Francia (Canadá), y las obras de autores nativos sobre historia indígena. Los gobernadores indios de las parcialidades de la ciudad de México publicaron como libro de texto la vida de Salvadora de los Santos Ramírez, una mujer indígena fallecida en 1762, renombrada por los habitantes de Querétaro por su práctica de las virtudes cristianas. Lo distribuyeron gratuitamente como libro de lectura en las escuelas para alumnos indígenas. También hicieron pintar retratos de un obispo, de canónigos, de académicos y de monjas indígenas que habían logrado fama en la Iglesia y en la sociedad. Desde Madrid, dos clérigos indios promovieron durante muchos años la devoción a la Virgen de Guadalupe y la fundación de un colegio para sacerdotes indígenas en la Villa de Guadalupe. Los feligreses indígenas financiaron numerosos retablos y cuadros religiosos, y dejaron constancia de este patrocinio en los retratos de los donantes. Basados en los escritos de Carlos de Sigüenza y Góngora, Lorenzo Boturini, Juan José Eguiara y Eguren y José Joaquín Granados y Gálvez que mencionaban la tradicional predicación de santo Tomás apóstol en América, un sacerdote indígena de Tlaxcala encargó dos grandes lienzos del santo enseñando a los antiguos tlaxcaltecas y llevando a América la religión de Cristo antes de la llegada de los españoles.
LA EDUCACIÓN A FINES DEL SIGLO XVIII
En 1767, con la expulsión de los jesuitas, 635 miembros de la Compañía de Jesús dejaron Nueva España y se exiliaron en Italia. Dos tercios de ellos eran criollos. Salieron 454 jesuitas de los colegios donde se impartían las primeras letras, la enseñanza media de gramática latina y retórica, los estudios avanzados en filosofía y la teología universitaria. De un día para otro se cerraron todas las instituciones de los jesuitas en 21 ciudades y villas, y el gobierno expropió los fondos, edificios y propiedades pertenecientes a los patronatos de los colegios. La importancia de la educación de la Compañía de Jesús radicaba no sólo en el número de alumnos y la ubicación de los colegios en todo el virreinato, sino también en la calidad de la enseñanza, la cual se impartía gratuitamente. Existían instituciones de otras órdenes religiosas y siete seminarios diocesanos, pero eran principalmente para novicios y seminaristas y no para estudiantes seglares, como eran la mayoría de las instituciones de los jesuitas.
A partir de 1750 un pequeño grupo de profesores jesuitas había emprendido un movimiento para reformar los estudios con el fin de depurar los abusos del método escolástico en la filosofía y la teología y promover el método experimental en las ciencias. Francisco Xavier Clavigero se convirtió en el más eminente abanderado de la reforma. Cuando era alumno, se reunía con sus compañeros para leer las obras de Descartes, Newton, Leibniz, Bacon y Franklin, a pesar de la oposición de algunos; en palabras de un colega jesuita, en esta época «exageradamente se temía que, con las nuevas luces doctrinales, se introdujeran los errores contrarios a la religión cristiana». Asimismo, Clavigero intentaba descifrar los jeroglíficos de los códices legados a los jesuitas por Sigüenza y Góngora.
En 1763 la Compañía de Jesús en Nueva España permitió que el pequeño grupo de profesores introdujera innovaciones, pero no promovió estos cambios como una política general en los colegios. En Valladolid, Clavigero conjugó la ciencia moderna con la ortodoxia religiosa. Esta aceptación de los avances científicos sin cuestionar los dogmas religiosos se denominó «ilustración católica», divulgada en varios países de Europa y América. Debido a la práctica de los jesuitas de asignar a los profesores a diferentes colegios cada tres años, las nuevas ideas se esparcieron y los mejores maestros llegaron a varias regiones: Clavigero en Valladolid y Guadalajara, Diego José Abad en Querétaro y Francisco Javier Alegre en Mérida y México.
Para llenar el vacío dejado por la expulsión, los franciscanos y agustinos consiguieron que la Universidad de México validara los cursos que ofrecían en sus noviciados, ya no sólo a quienes iban a ser sacerdotes sino también a alumnos seglares. En Puebla, Guanajuato, Querétaro y México se reabrieron los colegios de los jesuitas, considerados a partir de entonces como instituciones reales (y no de la Iglesia), bajo la dirección y patrocinio del gobierno. Sin embargo, se restablecieron menos de la mitad y buena parte de los fondos recabados por la venta de las fincas rurales de los patronatos fueron enviados a España, lo que produjo una descaptalización de la educación en Nueva España.
Durante la década de 1780, cuando el ambiente de protesta y oposición se había calmado, Carlos III tomó en cuenta varias propuestas hechas por artistas y científicos desde Nueva España para fundar nuevas instituciones en tres áreas de estudio: las artes plásticas, la botánica y la técnica minera.
Con la Academia de San Fernando en Madrid como modelo, el director de grabado de la Casa de Moneda en México abrió una escuela de dibujo dirigida por profesores mexicanos y propuso que se enseñaran las bellas artes. En 1784 el monarca aprobó el plan y al año siguiente se abrió la Academia de San Carlos, con clases de dibujo, escultura, arquitectura, grabado y matemáticas, pero los maestros criollos fueron reemplazados por profesores peninsulares. En 1788 el director informó que una tercera parte de los alumnos había abandonado la institución debido a la ineptitud de tres de los cuatro maestros y opinó que debían regresar a España porque «no han adelantado cosa alguna en casi dos años […] de manera que si algún aprovechamiento hay en los discípulos actuales, se debe a los principios que tuvieron con los maestros del país».
Al mismo tiempo, los artistas mexicanos se quejaron ante la Junta de la Academia por la discriminación que sufrían por ser criollos. Afirmaron «que si ellos fueran gachupines, otra cosa fuera de ellos, y por ser criollos están despreciados y abatidos». Se habían percatado de la opinión despectiva de varios peninsulares sobre los edificios de la capital: «Ninguno tiene el más mínimo sentido de proporción […] De la falta de planeación resulta una monstruosidad general de edificios que desfigura las calles […] y que son un insulto para todo hombre inteligente». La Academia rechazaba el estilo barroco tan difundido en el virreinato por no seguir los criterios del arte clásico.
Justo en 1788, cuando los mexicanos se quejaban del favoritismo hacia los artistas peninsulares en la Academia de San Carlos, en la Universidad se llevó a cabo la ceremonia inaugural del Jardín Botánico, patrocinado por el rey y dirigido por dos españoles, Martín de Sessé y Vicente Cervantes. El claustro universitario y el Tribunal del Protomedicato se habían opuesto al curso, alegando que violaba los estatutos universitarios. Además, varios científicos criollos, con años de experiencia en las ciencias naturales, fueron ignorados al otorgarse los nombramientos a peninsulares. En un ambiente de tensa hostilidad, cuando llegó el representante del virrey al recinto universitario para abrir la sesión, frente a la gran concurrencia, el rector de la Universidad, en un gesto de desafío, rehusó ceder su asiento de honor al funcionario.
Controversia y desacuerdos también acompañaron el establecimiento del Colegio de Minería. La idea original fue de dos criollos, Joaquín Velázquez de León y Juan Lucas de Lassaga, que consiguieron la aprobación real para establecer un Tribunal de Minería y un «Seminario metálico». Carlos III nombró al joven español Fausto de Elhúyar como director y comisionó a once técnicos alemanes para acompañarlo a México. Su designación violaba las ordenanzas del Tribunal que prescribían que el director «debía ser electo por los mismos mineros» y que fuera «una persona con diez años de experiencia en la minería de Nueva España». En el otoño de 1788, Elhúyar llegó al palacio del virrey en la ciudad de México para tomar posesión de su puesto. Pero, como si fuera una repetición de lo ocurrido en mayo en la Universidad durante la apertura del Jardín Botánico, un minero criollo ocupó el asiento de preferencia y se lo negó al nuevo director. Tan agria fue la disputa entre los dos sobre quién debía ocupar la silla que se tuvo que despejar la sala y hubo que acortar abruptamente la ceremonia.
Estos brotes públicos de animosidad entre los americanos y los peninsulares en actos ceremoniales y en debates en los periódicos dieron pruebas a la opinión pública del injusto favoritismo del gobierno español hacia los peninsulares. Las controversias no sólo se debían a rencores personales, sino a la convicción de los habitantes del virreinato de que las prácticas artísticas, botánicas y mineras del virreinato eran superiores a las de España.
Ejemplos de estas confrontaciones circularon en una serie de artículos en la prensa escritos por José Antonio de Alzate, científico y sacerdote. En su periódico la Gaceta de Literatura publicó críticas al sistema de Carlos Linneo que agrupaba las plantas por género y especie, y describió ejemplos de la flora mexicana con los que desmentía las afirmaciones del botánico sueco. Alzate opinaba que el sistema linneano era excesivamente complicado y poco útil, pues no tenía relación con los servicios que las plantas podían prestar al hombre, y abogaba por el método de los antiguos mexicanos de dar nombres a los vegetales que fueran alusivos a su utilidad.
Durante un año y medio el público siguió con expectación el debate en los periódicos entre Alzate y Vicente Cervantes, profesor peninsular de botánica. Cervantes defendía la utilidad de la nomenclatura desarrollada por Linneo para que los científicos de todo el mundo pudieran intercambiar información (opinión que resultó ser cierta: el método de Linneo fue aceptado de ahí en adelante). El botánico español afirmaba con sarcasmo que no era necesario recurrir al idioma de los aztecas, que pudiera ser «muy bueno para hablarlo en plazas y corrillos con indias herbolarias y verduleras, mas no en Academias de Literatos».
El público debe de haberse sorprendido por la libertad de expresión en la prensa, y se pudo haber enojado o complacido por los insultos y acusaciones lanzados entre el criollo y el peninsular, e interesado en un debate científico salpicado con epítetos de índole política. Con enojo, Alzate criticaba la actitud de superioridad de los botánicos españoles. Se sabía que en una misiva confidencial, Sessé había pedido el envío de un jardinero de Madrid, «porque absolutamente no hay en todo este reino quien sepa cuidar una lechuga». Alzate, en la prensa, increpó a Cervantes por su menosprecio del nivel científico de los moradores del virreinato:
Concibió llegar a un país montuoso, lleno de bárbaros, y que venía a manifestar las riquezas que la naturaleza presenta y que en otros países son exquisitas, y ha encontrado más instrucción que la que concebía, y esto le tiene bien mortificado; pues sepa U. que la química y demás ciencias naturales no son exóticas en el país, se cultivan con más aplicación que la que U. juzga.
En el debate periodístico, la visión que Alzate tenía del reino se centraba en la defensa férrea de los logros intelectuales de los criollos e indios, frente al desprecio de los europeos. En 1772, el periodista había publicado una opinión laudatoria sobre «nuestro siglo verdaderamente de las luces», pero al estar inmiscuido durante 1789 en disputas con intelectuales peninsulares cambió su manera de pensar, y llamó la época «el pretendido siglo de las luces, título de que se reirán los sabios de los venideros tiempos». No obstante su ironía, Alzate no perdió su entusiasmo para divulgar sus propias investigaciones y las de sus coetáneos en los terrenos de astronomía, arqueología, cartografía, botánica, agricultura, minería, matemáticas y medicina. Asimismo, divulgaba noticias de los descubrimientos científicos de otros países, especialmente de Francia. Informaba con dibujos arquitectónicos sobre las exploraciones que él había realizado en el sitio prehispánico de Xochicalco y el descubrimiento en la plaza mayor de la ciudad de México de la piedra del Calendario Azteca, que las autoridades ya no consideraron, como lo habían hecho con los códices y otras esculturas cuando la Conquista, un objeto diabólico, sino «un apreciable monumento de la antigüedad indiana».
Avisaba a los lectores de una obra sobre los aztecas, la Historia antigua de México, del jesuita exiliado Clavigero, elogiada en Europa y traducida al alemán y al inglés. En la primera página del libro, declaraba la intención de su Historia, «para servir del mejor modo posible a mi patria, para restituir a su esplendor la verdad ofuscada por una turba increíble de escritores modernos de la América», específicamente contestando a Cornelio de Paw, el conde de Buffon, Guillaume Raynal y William Robertson. Alzate, quien había sido alumno del jesuita, citaba esta obra en la prensa, ya que Clavigero había enviado 50 ejemplares al virreinato.
A finales del siglo XVIII, tanto la Gaceta de Alzate como las biografías de 35 jesuitas mexicanos publicadas por Juan Luis Maneiro revivificaron la memoria histórica acerca de los jesuitas al divulgar las alabanzas de los europeos a las obras de los exiliados, tanto en derecho, historia y arquitectura como en poesía y filosofía. De hecho, Alzate expuso en la Gaceta que el objetivo de su periódico estaba claramente inspirado en el ambiente de nacionalismo intelectual de la época: «Me he valido de todos los medios que me ha sugerido el amor a mi nación […] procurando vindicarla de las falsedades con que la insultan varios extranjeros».
Pero en otro artículo, Alzate no se mostraba tan optimista en cuanto a la calidad de la educación del virreinato y las condiciones sociales. Lamentaba el retraso en los métodos y contenido de la enseñanza universitaria y su resistencia al cambio. Señalaba la injusticia y pobreza sufridos por los indios. Expresaba su desacuerdo con otros intelectuales y con algunas autoridades. Al final del siglo XVIII, su visión del reino no era tan segura y positiva como antes, aunque su insistencia en la superior capacidad intelectual de los habitantes y el derecho de los americanos de ocupar los puestos en el virreinato se mantenía con la misma fuerza.
Durante estos años, gradualmente se aminoró la disputa entre la Universidad y los profesores de botánica, a tal grado que Vicente Cervantes llegó a ser estimado por los universitarios. Aprendió náhuatl e inició la práctica de acompañar a los alumnos en excursiones al campo para examinar y colectar plantas. Sessé llevó a cabo con éxito varias expediciones botánicas, una hasta la costa de Vancouver en Canadá y otras a Centroamérica.
De igual manera mejoró la enseñanza en la Academia de San Carlos con la llegada de varios reconocidos artistas peninsulares, entre ellos Manuel Tolsá en escultura y Rafael Ximeno y Planes en pintura. La fama de Ximeno y Planes no superó la de Miguel Cabrera, el más renombrado artista del siglo, quien destacó como el pintor guadalupano por excelencia, como el creador de la más famosa representación de sor Juan Inés de la Cruz y como el autor de cuadros costumbristas de castas que mostraban el atuendo, oficios y escenas cotidianas de diversos grupos étnicos de la sociedad. Así, a partir de 1793, hubo satisfacción en la calidad de la instrucción artística y pronto la Academia aumentó los cursos de matemáticas y dibujo técnico, lo que la convirtió en una escuela técnica, ya que la mayoría de los estudiantes se inscribieron en estas clases y no en las de bellas artes.
El Colegio de Minería se abrió el 1° de enero de 1792 con ocho colegiales y cuatro maestros, todos europeos. Para el curso de mineralogía se seleccionó al español Andrés Manuel del Río, autor del estudio Elementos de orictognosia (de fósiles), y en 1797 se publicó la primera traducción al castellano del Tratado elemental de química, de Lavoisier. También, se añadió un curso de cálculo integral y diferencial y otro de latín, a petición de los alumnos.
A principios del siglo XIX las tres instituciones reales funcionaban con el apoyo de la sociedad. El científico alemán Alejandro de Humboldt, después de visitar otros países, reconoció los avances logrados en las nuevas instituciones: «Ninguna ciudad del Nuevo Continente sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México. Citaré sólo la Escuela de Minas […] el jardín Botánico y la Academia de pintura y escultura conocida con el nombre de Academia de Nobles Artes».
Varias órdenes religiosas, los seminarios diocesanos y las tres instituciones ilustradas sirvieron para llenar en parte el vacío dejado en los estudios medios con la expulsión de los jesuitas. La Compañía de Jesús también había sostenido escuelas de primeras letras, generalmente dirigidas por un hermano coadjutor. Durante 15 años, después del destierro, no se reemplazaron estas instituciones gratuitas. No fue hasta 1783 cuando Mérida, San Luis Potosí, Guadalajara y la ciudad de México abrieron escuelas municipales. En la capital, 70% de los alumnos estaban inscritos en escuelas gratuitas del Ayuntamiento, de las parcialidades de indios y de los conventos de frailes (el Ayuntamiento las supervisaba), y el resto recibía instrucción en escuelas de maestros particulares. Gradualmente, algunos grupos filantrópicos se organizaron para financiar escuelas gratuitas en Veracruz, Querétaro y Puebla.
El aumento de las instituciones de educación básica no se limitó a las ciudades y villas de españoles. Bajo la supervisión de la Contaduría de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad se establecieron escuelas de primeras letras en los pueblos de indios. A partir de 1773, el gobierno virreinal, y no la Iglesia, se encargó del programa educativo para los niños indígenas, ya que la selección del maestro era una de las facultades del subdelegado y el pago del preceptor provenía de fondos de la caja de comunidad. En 1808, la Contaduría registraba escuelas de primeras letras sostenidas con los fondos comunales en 26% de los 4468 pueblos de indios del virreinato. Las intendencias de México y Michoacán mantenían escuelas en 43 y 32% de los pueblos, respectivamente. Gracias a las cajas de comunidad y a las exigencias del gobierno, la educación rural se extendió a más de 1000 pueblos de indios, desde Durango en el norte hasta Yucatán en el sur.
LA SOCIEDAD
En 1810 la población de Nueva España era de aproximadamente 6 millones de habitantes: 60% indios, 18% españoles y criollos, 16% mestizos y 6% mulatos y negros libres; había además aproximadamente 8000 esclavos negros, menos de 0.2% de la población. En esta sociedad, cada grupo étnico tenía obligaciones y privilegios, por lo general relacionados con aspectos fiscales. Todos estaban sujetos a la alcabala, excepto los indios; ellos y los mulatos y negros libres pagaban tributo; los españoles entregaban la media anata, un impuesto a las profesiones; y los agricultores tenían que dar el diezmo a la Iglesia. Igualmente, las corporaciones, como las órdenes religiosas, los gremios, la Universidad, los cabildos eclesiásticos, los ayuntamientos, los pueblos de indios, el Consulado, las cofradías y el Tribunal de Minería eran entidades con personalidad jurídica propia y sus estatutos eran aprobados por el gobierno civil o eclesiástico y por ende podían ejercer facultades y reclamar derechos.
La ciudad de México, con una población de 112 000 personas, tenía más habitantes que cualquiera en el hemisferio, superando a Filadelfia, Nueva York y Lima. En cada una de las ciudades de Puebla, Guadalajara, Querétaro, Guanajuato y Zacatecas vivían más de 25 000 personas. Existían 21 ciudades de españoles, 10 ciudades de indios, aproximadamente 40 villas y cerca de 4500 pueblos de indios. Desde 1786, por la Ordenanza de Intendentes, el territorio se dividió en 12 intendencias en el centro del país y tres regiones en el noreste: Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila. (Estas jurisdicciones fueron la base de los estados creados en 1824 en el México independiente). En varias intendencias el gobernante español ejerció el poder durante un largo periodo, por ejemplo, el intendente Manuel de Flon, 24 años en Puebla; Antonio Mora y Peysal, 21 años en Oaxaca; Juan Antonio de Riaño, 18 años en Guanajuato, con lo que establecían cierta independencia política y económica regional frente al predominio de la ciudad de México.
Precisamente en relación con el censo de población levantado en la capital, Alzate y el virrey conde de Revillagigedo tuvieron un agrio debate sobre si la ciudad de México era más grande o más chica que Madrid. El virrey se refería al territorio como «los dominios de la Nueva España» y señalaba que «no debe perderse de vista, que esto es una colonia que debe depender de su matriz la España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades». En las partes céntricas de varias ciudades, los padrones muestran que las moradas de todas las etnias estaban entremezcladas y que en la misma calle, al lado de un oidor o un comerciante vivían familias de indígenas o castas. A pesar de las epidemias, durante el siglo XVIII la población del virreinato aumentó entre 1 y 2% al año, tasa de crecimiento más alta que la de los países europeos durante la misma época.
Desde la Intendencia de México hacia el sur, los indios formaban la mayoría de la población, pero en Michoacán y Guadalajara en el centro, y en las intendencias del norte, los indígenas constituían solamente una tercera parte, mientras que españoles, mestizos y mulatos constituían el resto. Las estadísticas del tributo recopiladas en 1805 revelan que la gran mayoría de los indios en el virreinato (90%) vivían en los pueblos de indios y 10% estaba registrado como «indios laboríos y vagos». La Intendencia de Guanajuato era la más densamente poblada, casi la mitad de los habitantes era indios (44%), pero solamente 32% de ellos (81 000) vivía en los pueblos y 68% (173 000) eran trabajadores en las minas o en las haciendas que no estaban adscritos a un pueblo. Esta situación no era frecuente en el resto del virreinato: en la Intendencia de México sólo 2.4% de los indios se consideraban laboríos. La sociedad norteña crecía más rápido que el resto del territorio, ya que atraía inmigrantes de todas las etnias a las minas y centros agrícolas. Era una sociedad más abierta y cambiante, menos estructurada y jerarquizada que la del Altiplano Central y el sur del reino.
Tanto en las ciudades como en los pueblos rurales, ciertas prácticas eran iguales. La campana de la iglesia servía como reloj público para anunciar con sus toques las horas del día, las fiestas civiles y religiosas y el peligro en las emergencias. Lo mismo en las casas elegantes que en las humildes, el cuarto de la cocina estaba separado del resto del hogar, ubicado en el patio o jardín. La ropa, mucha o poca, se guardaba en una caja de madera o en un baúl, porque la mayoría de las viviendas no contaba con roperos. En todas las casas existía un lugar apartado para rezar; en las ricas, capillas adornadas con altares, estatuas y cuadros, y en las medianas y pobres, una mesa con velas y, pegada a la pared, una estampa de la Virgen o de un santo o una bula de la Santa Cruzada. El 2 de noviembre era común que las familias regalaran pequeñas figuras de alfeñique: féretros, tumbas y calaveritas a sus amistades. Llevaban flores al cementerio y dejaban en los sepulcros los alimentos favoritos de sus parientes difuntos.
Las fuentes en las plazas eran sitios de donde se podía llevar agua para beber y para lavar ropa. Eran también lugares de convivencia e intercambio de chismes para madres y niños. Muchas mujeres pasaban una hora y media todos los días moliendo en el metate el maíz remojado para elaborar la masa para las tortillas. No sólo los hombres, sino también las mujeres, «las señoritas más delicadas y melindrosas», y los muchachos fumaban cigarros y cigarrillos y a veces aspiraban rapé, en la casa, la calle, el teatro y la plaza. Las cigarreras de plata colgaban de la cintura de los vestidos de las ricas, mientras los clérigos también fumaban en la calle y hasta en la sacristía. El chocolate, preparado con agua hervida, chile y azúcar «lo toman todos los criados y criadas, cocheros, lacayos, negros, mulatos», así como los letrados, amas de casa y sacerdotes, servido en recipientes de barro o en grandes tazas, los «cocos chocolateros», por lo menos dos veces al día, en la mañana y a las tres de la tarde. Las damas de la alta sociedad se pegaban un círculo de terciopelo oscuro en la sien, como señal de belleza, mientras que, en casa, los hombres pasaban el día con un gorro blanco. En 1806 las mujeres y niñas empezaron a usar vestidos de estilo imperial napoleónico, de tela ondulante, cinturón alto y mangas cortas, que reemplazaron los de encaje y seda, con cinturón apretado en la cintura y faldas amplias, de moda en tiempos anteriores. Las mujeres indígenas llevaban listones de seda de color encarnado entretejidos en sus trenzas, y los varones, al caminar en el campo, se ponían una jícara o media calabaza en la cabeza, que los protegía del sol y les servía de vaso para beber en las fuentes y arroyos. Los hombres y niños indígenas arreglaban su cabello en el estilo llamado «balcarrota», esto es, con la cabeza rapada, dejando dos mechones largos que les caían a ambos lados de la cara.
En las familias urbanas y rurales la muerte de los niños era frecuente. Las estadísticas europeas probablemente eran parecidas a las del virreinato, las cuales mostraban que uno de cada cuatro infantes nunca llegaba a cumplir un año de vida, porque moría al nacer o de graves enfermedades durante los primeros meses de vida. La mortandad perseguía a los niños: una cuarta parte fallecía antes de cumplir 10 años. Por eso, el tamaño promedio de las familias del virreinato era alrededor de cuatro personas. A los infantes muertos era costumbre vestirlos como ángeles, con coronas de flores en la cabeza, una palma en la mano o uno de sus juguetes. En 1804 la expedición patrocinada por el rey y dirigida por Francisco Javier de Balmis introdujo en Nueva España la vacuna de la viruela. Además de disminuir los fallecimientos, la cooperación entre médicos, ayuntamientos y sacerdotes para organizar la administración de la vacuna señalaba el desarrollo de actividades preventivas de salud pública y «el nacimiento de la ciencia médica moderna en México». Humboldt informó que la relación de nacimientos con muertes (170:100 en Nueva España) era mayor en el virreinato, en comparación con países como Inglaterra, Suecia y Francia, pero menor que en Prusia (180:100) y Estados Unidos (210:100).
Aunque en varias ciudades más de la mitad de los niños estaban registrados en las escuelas, muchos faltaban por estar enfermos. Otras razones de las inasistencias eran la necesidad de ayudar a sus familias en los oficios artesanales o en las milpas y el desinterés de los padres, que no percibían ningún beneficio en el hecho de que los niños asistieran a clases. Sin embargo, en algunas regiones los alumnos encontraron maestros con nuevas ideas que posiblemente ayudaban a hacer la enseñanza más amena, no basada en el lema de «la letra con sangre entra». En 1802, el padre José Ignacio Basurto, del pueblo de indios de Chamacuero (hoy Comonfort, Guanajuato), publicó el primer libro recreativo para niños, cuyo título revela un enfoque educativo poco frecuente en esa época: divertir a los infantes: Fábulas morales… para la provechosa recreación de los niños que cursan las escuelas de primeras letras. Los personajes de los 24 poemas eran campesinos, animales e insectos del Bajío; el autor dedicó el libro a los niños, «estas personas [que] son para mí muy respetables», con «mi afecto» y «amor», sentimientos distantes de las actitudes de severidad y castigo.
Gradualmente, gracias a las obras públicas de entubar el agua, adoquinar las calles, ponerles faroles de alumbrado, encomendarlas a los serenos uniformados, recoger la basura y limpiar las banquetas, las ciudades fueron atrayendo a la gente a pasear y congregarse fuera de sus casas, aunque todavía se oía el temido grito de «¡agua va!», con el que se avisaba que iban a vaciarse las bacinicas desde alguna ventana a la calle. Aparecían los nuevos billares y en las pulquerías, a partir de 1794, el gobierno de la ciudad de México permitió la entrada a mujeres. Algunos cafés atraían clientes, aunque los puestos de comida ubicados en todas las plazas y rincones de las ciudades tenían una clientela más numerosa. Las familias acomodadas tendían a recluir a las mujeres dentro de sus casas, recibían a sus invitados en el «estrado» o plataforma, en la sala, pero desde mediados del siglo XVIII se abrieron algunos hogares para realizar tertulias, con la asistencia de hombres y mujeres, estudiantes y clérigos, comerciantes y maestros, en las cuales se discutía de literatura, filosofía y los acontecimientos llamativos locales e internacionales y, ciertamente, se contaban los últimos chistes y escándalos.
La prensa abrió la puerta a un mundo nuevo, porque el periódico oficial, la Gazeta de México (1784-1809), publicaba noticias de Europa y de las ciudades y villas del virreinato; junto con la Gaceta de Literatura (1788-1795), proporcionaba mucha información sobre gran diversidad de temas: medicina, enfermedades, crímenes, ejecuciones, venta de libros, artículos perdidos, sugerencias para mejorar la educación, la llegada de barcos y las guerras europeas. Se publicaban cartas sobre casi todos estos temas, a veces con disputas entre los corresponsales. Los lectores se enteraban de acontecimientos y de ideas de otras partes del virreinato, y se creaba conciencia de la realidad nacional e internacional. Para fines de siglo, el español había reemplazado al latín en las publicaciones académicas, científicas y religiosas. A menudo, una persona leía las noticias en voz alta, mientras un grupo de personas, muchas de ellas analfabetas, escuchaba a su alrededor. Para muchos de los lectores y oyentes, el hecho de que la información estuviera impresa significaba que era verdadera y autorizada, dada la práctica de la Iglesia y del gobierno de censurar los libros antes de su publicación.
Durante todo el año, personas de diferentes edades participaban en procesiones. Las más concurridas eran las de Corpus Christi, Semana Santa y los santos patronos de cada lugar. Asimismo eran importantes las «tres pascuas»: Navidad, Resurrección y Pentecostés. Especialmente para los niños, la procesión de Corpus en la primavera era un momento de diversión y belleza, con el temible dragón llamado «La Tarasca» que abría el desfile y perseguía a los infantes, seguido por los cuatro gigantes que representaban las partes del mundo (Asia, África, Europa y América), y luego por las niñas que danzaban y tiraban flores en el camino del desfile de las repúblicas de indios, los gremios, las cofradías y los clérigos. Al final de las procesiones siempre aparecía una multitud de vendedores de comida y de juguetes. Los indios celebraban con esmero el Jueves Santo, ofreciendo la «comida de los apóstoles» a los 12 hombres más ancianos y enfermos del pueblo. A veces este banquete de pescado, camarón y legumbres era distribuido a todos los feligreses. La fiesta más concurrida y de mayor duración era la del santo patrono, sea de una ciudad, villa, pueblo, parroquia, cofradía u orden religiosa. Generalmente duraba dos o tres días: comenzaba con oraciones en la noche y al día siguiente había procesión, misa, sermón, cantos gregorianos, música de órgano, chirimías y trompetas, danzas prehispánicas llamadas «mitotes» en el atrio, seguidas por los mercados en las plazas, fuegos artificiales, corridas de toros, mucha carne asada, frijoles y pozole, junto con el tepache y el pulque. Los cohetes, los buscapiés y los castillos pirotécnicos añadían el gran espectáculo de luces y estrépito a la celebración. En ocasiones especiales se levantaba el palo volador, prohibido por el arzobispo por su significado en la época prehispánica, cuando se representaban el sol y el calendario de 52 años (cuatro voladores dando trece vueltas), pero practicado sin problema en varios lugares durante este periodo.
A fines del siglo XVIII creció el número de folletos y libros con noticias acerca de los santuarios regionales de San Juan de los Lagos en la Intendencia de Guadalajara; Chalma, la Villa de Guadalupe, Los Remedios cerca de Naucalpan, Izamal en Yucatán, Ocotlán y San Miguel del Milagro en Tlaxcala, San Marcos en Aguascalientes y el Pueblito de Querétaro fueron especialmente favorecidos con numerosa concurrencia de peregrinos y vendedores. En todas las celebraciones los habitantes del reino «exceden a los europeos en mucho», y debido a estos «excesos» el virrey y el arzobispo prohibieron las tarascas, los «armados» (procesión de supuestos centuriones a cargo de vecinos disfrazados) en Jueves Santo y los danzantes y penitentes lacerantes en las procesiones, tratando de reducir la emoción, fervor y alegría de los participantes y sustituirlos con la oración privada y ceremonias piadosas sin ruido. Por lo menos en una ocasión, la música profana logró invadir los recintos santos, ya que un sacerdote reportó que durante la misa en un convento de monjas, el organista tocaba «el son comúnmente llamado “Pan de manteca”», un baile lascivo. El virrey Revillagigedo limitó el número de celebraciones en los pueblos de indios, calificándolas de «superfluas y viciosas»; también el arzobispo y varios párrocos criticaron las borracheras y peleas que a menudo acompañaban las fiestas. Por otra parte, al final del siglo XVIII, los sacerdotes peninsulares en el Cabildo eclesiástico de México se opusieron a la procesión del beato Felipe de Jesús, mártir mexicano, cuya canonización promovían los clérigos criollos por medio de cientos de cartas enviadas a las autoridades de las diócesis, del gobierno civil y de los ayuntamientos de las ciudades y villas del virreinato. También hubo donaciones de miles de personas para apoyar esa causa. Tanto el Ayuntamiento como la Universidad escribieron al rey en defensa de la procesión y consiguieron su permiso para continuar el ruidoso y emotivo desfile, aunque no lograron la canonización del primer santo mexicano.
Cuando en 1803, el gobierno convocó a la población de la capital a la plaza mayor para develar la estatua ecuestre de Carlos IV, los observadores pudieron ver el simbolismo representado ante sus ojos: el caballo del monarca pisoteaba el águila y el carcaj con flechas de los antiguos mexicanos. Una vez más, ahora en bronce neoclásico, a la vista de todos en el centro de la ciudad, se recordaba la dominación de España sobre el virreinato y sus habitantes. No todos estaban de acuerdo con esa representación, porque durante décadas autores y oradores habían divulgado ideas y sentimientos que promovían la formación de una identidad nacional, conformada por el orgullo de las riquezas naturales y urbanísticas, por la creencia en la bendición de la tierra por Dios con la intercesión de la Virgen de Guadalupe, por la apreciación de la grandeza de las culturas indígenas prehispánicas y por la certeza acerca de la capacidad intelectual de los americanos y su derecho a participar en el gobierno del reino.
Casi al final del siglo XVIII, el Consulado de comerciantes y el obispo de Guadalajara, al igual que el de Michoacán, destacaban las grandes desigualdades económicas entre los indios y mulatos, por un lado, y, por otro, los españoles americanos: «ellos solos tienen casi toda la propiedad y riquezas del reino». Criticaban la discriminación de las castas, la ineficacia económica del tributo, la falta de propiedad privada entre los indios y las tierras realengas sin cultivo en grandes extensiones. Percibían las tensiones sociales que resultaban de todo ello.
Al comenzar el siglo XIX, junto a las alabanzas al país, surgían las críticas por las injusticias y las deficiencias económicas: visiones divergentes del reino.
LECTURAS SUGERIDAS
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