EL CLÁSICO EN EL MÉXICO ANTIGUO

ENRIQUE NALDA †

Instituto Nacional de Antropología e Historia

INTRODUCCIÓN

La historia de las comunidades sedentarias del México antiguo en el primer milenio de nuestra era está marcada por la diversidad. Esa diversidad es evidente cuando se comparan los rasgos culturales de sus diferentes regiones. En el centro de México, por ejemplo, la agricultura de riego fue una práctica relativamente común en el Clásico (100/250-650/900 d. C.); de hecho, lo fue desde épocas tempranas en la región de Tehuacán y en los valles de Oaxaca desde el Preclásico. Sin embargo, en el área maya ese tipo de agricultura fue casi inexistente; ahí, mucho más común fue la agricultura en «campos levantados», que se llevaba a cabo en las planicies de inundación de algunos de sus ríos, similares en principio a las chinampas del Posclásico de la Cuenca de México. Lo mismo sucede cuando se comparan proyectos arquitectónicos: a los grandes basamentos sin templos de mampostería, frecuentes en Teotihuacán, se oponen las construcciones igualmente masivas coronadas por templos con altas cresterías; los techos planos de los cuartos teotihuacanos contrastan con las largas crujías cubiertas con bóveda maya (llamadas «en saledizo»); a los edificios decorados con grandes mascarones de estuco a ambos lados de la escalera principal de los edificios mayas se oponen los largos tableros y taludes estucados y pintados. La lista de diferencias es interminable, se encuentran no sólo en la tecnología aplicada en producir alimentos y en los espacios construidos; también se expresan en el patrón de asentamiento así como en los símbolos que dan cuenta de su historia, sus formas de organización y su cosmovisión.

Sin embargo, en su afán por dar a esa historia mayor coherencia y, sin duda, de simplificarla, muchos arqueólogos han desdeñado tal diversidad y, en su lugar, han resaltado lo común en los pueblos que poblaron el México antiguo. El término que han utilizado para el espacio en que se habría desarrollado esa aparente homogeneidad es el de Mesoamérica. Bajo este término se han agrupado todas las comunidades de agricultores sedentarios que compartieron prácticas comunes en la explotación del medio ambiente y el cultivo del maíz, el frijol y la calabaza; una misma cosmovisión; las mismas prácticas religiosas, y una misma cultura material con variantes regionales. En el Posclásico, el espacio compartido por estas comunidades incluiría, en general, todo el territorio comprendido entre la frontera norte marcada por los ríos Lerma y Moctezuma y una línea que pasaría por el Río Motagua en Guatemala y el Golfo de Nicoya en Costa Rica. En el Clásico, esa área habría sufrido una expansión considerable hacia el norte.

Así, se ha creado la idea de que todos esos pueblos compartieron una historia común y no sólo en fechas próximas a la llegada de los españoles, sino también en el Clásico y, quizá, en fechas aún más tempranas. De ahí —se argumenta— los rasgos compartidos.

Adoptar ese término al construir las historias particulares de las comunidades agrícolas del México antiguo implica, antes que nada, asumir la necesidad de recurrir a Mesoamérica, como totalidad inevitable, para explicarlas. Implica, adicionalmente, reconocer que esa totalidad se configura a partir de unos cuantos focos de desarrollo regional y, sobre todo, desde una especie de emisor central que da coherencia al todo. Ha sido tarea de esos arqueólogos definir e interpretar la dispersión de los rasgos comunes que dan sentido a esa historia compartida y encontrar, para los periodos mayores en que esa historia se ha dividido, los límites de la dispersión, límites que, básicamente, no son sino las sucesivas fronteras entre sedentarios y nómadas.

De esta manera, se ha acuñado la idea de que, a partir de las primeras fases de la vida sedentaria en este territorio, surgieron focos preeminentes desde los cuales se difundieron nuevas tecnologías, formas novedosas de organización social y política, códigos distintos de expresión plástica e ideas originales sobre el mundo de los fenómenos naturales y los dioses. Así habría sido el área nuclear olmeca en su momento, lo sería el centro de México en el llamado Clásico (100/250-650/900 d. C.) y de ese modo se expresaría finalmente en la tradición tolteca-mexica del último periodo de esa historia antigua.

Para el proceso que arranca hacia el comienzo de nuestra era, es decir para el Clásico, tal propuesta ha generado, por sí misma, una historia centrada en la Cuenca de México. Esa visión centralista se ha mantenido como tendencia en el análisis de todo el devenir prehispánico posterior y, de hecho, ha dado cuerpo a la idea que tenemos de la Conquista de México como una historia que concluye con la caída de Tenochtitlan, cuando en realidad buen número de las regiones mesoamericanas resistieron por muchos años más; los mayas, por ejemplo, no acabaron de ser sometidos hasta casi dos siglos después.

Para el primer milenio de nuestra era, el «ancla» habría sido Teotihuacán: según esa tesis, todo se habría movido a su alrededor. Muchos arqueólogos que han trabajado otros sitios de ese periodo, consideran que la aparición y desarrollo teotihuacanos constituyen el referente que explica lo esencial de la historia de sus sitios; por ello se empeñan en encontrar la inserción en el sistema teotihuacano de los lugares que estudian; y por ello, también, ven la «caída» de Teotihuacán como punto de arranque de un nuevo comienzo, de una profunda reconfiguración de la vida de los pueblos que integraban el México antiguo.

Tal tipo de enfoque, basado en una historia enraizada en Teotihuacán, oculta o minimiza el rasgo principal de ese primer milenio: la diversidad en la que se desenvolvió. Entre otras cosas, coloca en un plano inferior el análisis de los factores internos de la dinámica social de las comunidades prehispánicas; hace tabla rasa de las diferencias ambientales que fijaron los límites dentro de los cuales se desarrollaron; desdeña las relaciones entre los que están dentro y los que quedan fuera del espacio mesoamericano, lo que implica abandonar el campo fértil de los estudios de frontera, y elimina, por supuestamente inútil, toda consideración de tipo coyuntural que podría explicar las respuestas de esas comunidades a los retos que enfrentaron. Por ello, en este texto se utiliza el término Mesoamérica para designar un espacio geográfico ocupado por agricultores plenamente desarrollados, mas no para dar cuenta de un área o superárea cultural, poblada por comunidades unidas por una historia común.

EL CLÁSICO COMO PERIODO DE FLORECIMIENTO CULTURAL

El Clásico se ha visto, antes que nada, como un periodo de florecimiento cultural. Esta tesis es, de hecho, la que justificaría la utilización —sin duda desafortunada, aunque también difícil de eludir— del término «clásico» para designar el lapso que abarca, en términos generales, la historia de las sociedades agrícolas prehispánicas durante el primer milenio de nuestra era. Conlleva la idea de un «preclásico» que sería el periodo de desarrollo de los factores que dieron cuerpo a las sociedades «más evolucionadas» posteriores. Conlleva también la idea de un «posclásico» de declinación de los valores alcanzados previamente o, en otras presentaciones, de un retroceso superado tan sólo por las sociedades más tardías, en particular por la mexica. Expresa la idea de una historia general del México antiguo caracterizada por una génesis, un desarrollo y una desintegración que parece ignorar, entre otras cosas, el surgimiento de sociedades en el Epiclásico y el Posclásico de complejidad equivalente, y no sólo en el centro de México, sino en todo el territorio mesoamericano.

El Valle de Oaxaca

Esta idea de caracterizar al Clásico como un tiempo de florecimiento cultural habría que matizarla. En todo caso se trataría de un clímax con antecedentes plenamente establecidos y desarrollados tiempo atrás. El caso de Oaxaca ilustra el punto: durante el Preclásico surgieron en esta región los primeros grandes centros de población y, hacia finales de ese periodo (300 a. C.-200 d. C.), Monte Albán, con una población en alrededor de 15 000 habitantes y dotada de construcciones de una arquitectura compleja, se convirtió en el centro de integración y, quizá, en el centro de poder de una red de asentamientos relativamente próximos y de rango inferior del Valle de Oaxaca. Junto a la jerarquización de estos asentamientos, apareció en ese mismo sitio una fuerte diferenciación social, manifiesta sobre todo en la construcción de tumbas muy elaboradas. Las figuras esculpidas en las numerosas lápidas que adornan el Edificio de los Danzantes, esos individuos de cuerpos contorsionados, muchos de ellos desnudos y a veces mutilados, han sido interpretadas como cautivos de guerra. De las más de 300 lápidas encontradas en el sitio —unas simples fragmentos, otras completas—, 260 se han asignado al periodo de 500-300 a. C. Las 40 lápidas del Edificio J, más tardío, hacen referencia explícita a conquistas y podrían ser de la misma época de la construcción del edificio (300 a. C.-200 d. C.), cuya orientación particular demuestra un conocimiento astronómico refinado.

El adelanto tecnológico alcanzado en el Valle de Oaxaca durante el Preclásico es notable. Se aprecia no sólo en las construcciones de Monte Albán, sino también en la aplicación de técnicas agrícolas: en esos tiempos, y como parte de un desarrollo que arranca de épocas muy tempranas, con la presa Purrón (próxima a Tehuacán), en el Valle de Oaxaca aparecen terrazas y riego por canalización (notoriamente en Hierve el Agua) que se añaden a la práctica de «riego por braceo» que todavía se realiza en los fondos del valle. Junto al conocimiento adquirido sobre fenómenos astronómicos, hay que considerar el de los registros calendáricos: un monumento encontrado en San José Mogote con la inscripción «1 Movimiento» evidencia el manejo del calendario ritual de 260 días en esa época.

El área maya

Hacia finales de este periodo (350 a. C.-250 d. C.) apareció en el área maya una arquitectura monumental de dimensiones sorprendentes. Los casos de El Mirador y Nakbé en el Petén, Lamanái en Belice y Kinichná en México son los mejores exponentes de este tipo de proyecto constructivo. El basamento piramidal de El Mirador, conocido como Plataforma Danta, tiene una altura de 70 metros; la plataforma poniente (Estructura 1) de Nakbé alcanza 45; el Edificio N10-43 de Lamanái, 33, y el de Kinichná llega a cerca de 40 metros, incluida su crestería. La Pirámide del Sol, en Teotihuacán, cuya altura total es de 64 metros, es de la misma época; su diseño no tiene, sin embargo, la misma complejidad de los ejemplos mayas, que en esa época son con frecuencia construcciones con basamentos revestidos de sillares cuidadosamente labrados, con grandes mascarones de estuco como decoración y que llevan por remate un conjunto de tres templos repartidos en dos niveles, proyecto que se conoce como «triádico», el cual podría simbolizar las tres piedras que hicieron posible levantar el cielo sobre el mar primigenio del mito de creación que mencionan varios textos del Clásico maya. En esa época aparecen también los muros en voladizo que forman el llamado «arco maya», elemento distintivo de la arquitectura maya, ausente con contadas excepciones en el resto del territorio mesoamericano.

La construcción de estos grandes edificios fue posible gracias a la existencia de centros de población de gran tamaño y con una organización capaz de llevar a cabo obras monumentales que incluían, por cierto, el drenado de extensas zonas inundables. Para El Mirador, por ejemplo, se ha estimado una población equivalente a la de Teotihuacán del mismo periodo del Preclásico tardío, una economía basada en gran medida en la explotación de tierras en bajos, y una cohesión social asociada a un ritual complejo que implicó el trazo de grandes sakbe’ob’ (caminos blancos en maya) que conectaban los diferentes complejos arquitectónicos del sitio. Nakbé, contemporáneo, a 13 kilómetros al sudeste de El Mirador —con el cual se comunica a través de un sakb’eh—, así como los lugares relativamente cercanos de Tintal y Wakná, hacen ver que no se trata de asentamientos aislados, excepcionales, sino que expresan un momento de intenso desarrollo poblacional. Junto con este crecimiento demográfico, aparecieron profundas diferencias sociales como resultado de la aparición de artesanos y comerciantes, y sobre todo de especialistas en la planeación y organización de la fuerza de trabajo y el culto.

Para esa época ya se habían construido en el área maya las primeras canchas para el juego de pelota —estrechamente relacionadas con los mitos mayas de fundación—, así como los primeros conjuntos arquitectónicos que evidencian un marcado interés por los ciclos astrales —como los numerosos «grupos E», el primero de los cuales se encontró en Uaxactún— y la cuenta del tiempo. Los mayas lograron esto último contabilizando el número de días transcurridos a partir de un origen que fijaron en 3114 a. C., fecha en que según sus mitos los dioses crearon el mundo que hoy vivimos. La cuenta la expresaban en años de 360 días (18 meses de 20 días cada uno) y la registraban en un sistema vigesimal; en ese tipo de sistema el número de años de un registro es 20 veces mayor que el del registro que le sucede. Así, 9.12.5.2.1 se refiere a una fecha de 9 b’aak’tuuno’ob’ y 12 k’atuuno’ob’, es decir 192 k’atuuno’ob’, cada uno de ellos de 20 años (tuuno’ob’) de duración o sea 192 × 20 = 3840 años de 360 días cada uno, que habrá que sumar a los cinco años del registro siguiente para un total de 3845 años. Las dos cifras que completan la cuenta (2 y 1) indican el número de meses (winalo’ob’) y días (k’iino’ob’) que hay que añadir para tener la fecha exacta en días transcurridos.

No todas las fechas en las inscripciones mayas se hicieron en este tipo de registro, llamado de Cuenta Larga. Muchas se hicieron en lo que se ha llamado Rueda Calendárica, justamente porque las fechas registradas bajo este sistema se repiten cada 52 años de 365 días. Se expresan utilizando dos calendarios: uno, el Tzok’iin, tiene 20 nombres de días y 13 números que, combinados, dan 260 días; el otro, el Ha’ab, de 18 meses de 20 días cada uno que, sumados a cinco días adicionales de fin de periodo, dan un año de 365 días de duración. Una fecha, por ejemplo, de 6 ook 18 paax podría corresponder a 453 d. C., pero también, entre otras posibilidades, a 505 d. C., esto es, puede ser equivalente de 9.0.17.8.10 o, alternativamente, de 9.3.10.3.10. La combinatoria de ambas cuentas, la Larga y la de Rueda Calendárica, por ejemplo 9.3.10.3.10 6 ook 18 paax no se repite en la era actual de la creación.

Los primeros registros de Cuenta Larga en las tierras altas del área maya fueron realizados en el Preclásico tardío. La Estela 1 de El Baúl, en Guatemala, tiene una fecha en Cuenta Larga de 11 d. C.; la más temprana de Tikal, la Estela 29, es del año 292 d. C., ya en el Clásico.

Mucho se ha especulado sobre el interés de los mayas en el movimiento de los cuerpos celestes y el tiempo de sus ciclos; se ha propuesto como razón la necesidad de contar con un calendario de actividades que permitiera a los sacerdotes dar a conocer los tiempos del ciclo agrícola, en especial del momento de la siembra; se ha mencionado también la necesidad de contar con un calendario que asegurara que quienes estaban interesados en intercambiar sus mercancías convergieran en el punto de encuentro en la fecha acordada (especialmente importante si los intercambios no se realizaban en mercados tradicionales, como parece ser el caso de los mayas del norte de Yucatán, sino con traficantes que se desplazaban continuamente). Lo que parece indudable es que ese calendario marcaba fechas de celebraciones que debían cumplirse estrictamente y que no tenían que ver con actividades mundanas: la fecha de celebración del inicio del ciclo agrícola no tenía por qué coincidir con el de la siembra que cada campesino elegía según su criterio y experiencia. Situación diferente se habría aplicado a las fechas que se consideraban propicias para el inicio de la guerra.

En esas mismas fechas tempranas aparecieron, asimismo, los primeros textos jeroglíficos. Se trata de una escritura en la que los signos pueden expresar palabras completas o sonidos de sílabas, es decir fonemas. Esta última particularidad hace de la escritura maya un caso especial en Mesoamérica, sólo parcialmente igualado por los nahuas del centro de México más de un milenio después.

La revalorización

Todo esto sugiere la necesidad de una revalorización del Clásico, en particular, de la utilización del término. Es evidente que no puede caracterizarse como periodo de invenciones o descubrimientos. Al respecto es de llamar la atención que hayan sido pocos los avances tecnológicos que se dieron en el México antiguo desde el cierre del Preclásico. Ésa es una de las características fundamentales de su historia: que sea la de un desarrollo sin cambios significativos de productividad en los procesos que satisfacían las necesidades básicas de sus comunidades. La chinampa (y su equivalente maya, «el campo levantado») podría ser una de las excepciones, otra más sería la metalurgia, pero la primera se utilizó en zonas relativamente pequeñas y la otra no se aplicó en procesos productivos.

Tampoco puede caracterizarse como un periodo de explosión poblacional sin precedente. Si bien tal característica se puede atribuir a la Cuenca de México, en el área maya el crecimiento poblacional venía dándose desde épocas tempranas a un ritmo quizá no superado en el Clásico; de hecho, es muy probable que los primeros años de este último periodo hayan sido de declinación poblacional. Es difícil, sin embargo, llegar a una conclusión fundamentada cuando el número de sitios del Preclásico excavados, en general y en el área maya en particular, ha sido muy pequeño, y no tanto porque no existan en cantidad suficiente, sino porque en la gran mayoría de los casos sus estructuras se encuentran cubiertas por restos de etapas posteriores.

Y tampoco puede pensarse como un periodo de conformación de mitos de creación o de aparición de los iconos más importantes que se utilizaron en el México antiguo como referentes de esos mitos. El sistema de creencias sufriría modificaciones durante el Clásico, pero serían antes que nada adecuaciones que respondían a las condiciones sociales y políticas del momento. La serpiente emplumada, elemento frecuentemente asociado a Teotihuacán, resultaría ser un viejo icono que Teotihuacán, al igual que otros pueblos, utilizó en la presentación de mensajes cuya efectividad social sería incuestionable por su relación con el sistema de creencias vigente.

EL CLÁSICO COMO PROCESO DE CONCENTRACIÓN DE LA POBLACIÓN Y DE COLONIZACIÓN DE TERRITORIOS NORTEÑOS

En varias regiones del México antiguo, el Preclásico fue un periodo de crecimiento poblacional; fue, de hecho, de expansión demográfica excepcional. En el Valle de Oaxaca, por ejemplo, la tasa de crecimiento de ese periodo no se igualó nunca. La tendencia contrasta con la observada en el área central del valle durante el Clásico: ahí la población disminuyó excepto en Monte Albán, que mantuvo un crecimiento sostenido desde su fundación en el Preclásico. En la primera mitad del Clásico (200-450 d. C.) Monte Albán pudo haber alcanzado un máximo poblacional de 22 000 habitantes, y hacia finales del mismo periodo (450-600/700 d. C.), hasta de 30 000, cifras, por cierto, notablemente distintas, como se verá más adelante, de las de la ciudad de Teotihuacán, lo que sin duda sugiere desarrollos independientes.

En la Cuenca de México la situación no fue esencialmente diferente de la del área central del Valle de Oaxaca. A partir de 650 a. C., el ritmo de crecimiento demográfico de la cuenca se aceleró: hacia 100 a. C. la población había llegado a 145 000 habitantes. Entre esa fecha y el inicio del Clásico, en 150 d. C., habría habido una depresión en la curva poblacional de la cuenca, con una ocupación reducida a 80 000-110 000 habitantes. En el Clásico se invirtió la tendencia, pero el ritmo de crecimiento anual no llegó siquiera a la tercera parte de lo que había sido en el Preclásico. En 650 d. C., fecha de su clímax demográfico, la Cuenca de México tenía 250 000 habitantes.

Si se comparan estas cifras con las de la población de la ciudad de Teotihuacán, se llega a conclusiones interesantes. Teotihuacán creció sin interrupción desde 300 a. C. hasta finales del Clásico. Hacia 100 a. C. contaba con una población de 44 000 habitantes y hacia 150 d. C. con 94 000, es decir, duplicó su población en 250 años. Para el año 600 d. C. tenía 148 000 habitantes, lo que significa que incrementó su población tan sólo 60% en 450 años. La tasa de crecimiento poblacional de la ciudad en el Clásico fue, si se comparan cifras, inferior a la de la totalidad de la cuenca.

Llama la atención que hacia finales del Clásico, fecha del clímax poblacional de Teotihuacán, la ciudad había concentrado 60% del total de los habitantes de la cuenca, cifra notablemente superior al 30% del año 100 a. C. Una de las características más significativas en el desarrollo del Clásico de la cuenca es, sin duda, la preferencia de sus habitantes por vivir en la ciudad. No es posible, sin embargo, concluir, con base en las cifras disponibles, que la gran ciudad operó como un imán, más potente a medida que crecía en tamaño. Según esta idea, el flujo de migrantes hacia un punto es directamente proporcional al tamaño del asentamiento de destino; ese flujo, por cierto, puede acelerarse de manera notable —y quizá salirse de control— una vez rebasada una masa crítica determinada, situación común en el crecimiento de las megaciudades modernas (de la cuales la ciudad de México es un ejemplo); el modelo correspondiente se conoce como modelo de gravedad.

La idea, implícita en los escritos de muchos arqueólogos, no considera sin embargo el hecho de que la tasa de crecimiento de Teotihuacán se redujo durante el Clásico. Si Teotihuacán hubiera mantenido la tasa de crecimiento del Preclásico, aquélla con la que se duplicaba la población cada 200-250 años, entonces para fijar su población en 148 000 habitantes en el Clásico tendría que haber expulsado cerca de 200 000 habitantes a lo largo de ese mismo periodo. El número de habitantes desplazados desde la cuenca hacia el centro urbano habría sido menor que el de los que abandonaban Teotihuacán. Hoy día no es posible contestar la pregunta obligada de cuándo y en qué cantidad los migrantes llegaban y abandonaban el centro urbano; ese balance requiere la posibilidad de trabajar periodos muy cortos, que los arqueólogos, con las técnicas y materiales disponibles, simplemente no podemos aislar. Sí podemos asegurar, sin embargo, que los emigrantes se dirigieron fundamentalmente hacia el norte y el oriente de la Cuenca de México.

En esas fechas, y en especial a partir del siglo VI de nuestra era, en grandes extensiones al norte de la Cuenca de México, hasta entonces tierras de agricultores simples y de cazadores-recolectores nómadas, aparecieron asentamientos de cierta complejidad que muchos investigadores han interpretado como producto de contactos o de incursiones de migrantes, fundamentalmente del centro de México. A este conjunto de asentamientos pertenecen sitios tan importantes como La Quemada y Alta Vista, en Zacatecas; Balcón de Moctezuma, en el sur de Tamaulipas; San Rafael, en San Luis Potosí, y Ranas y Toluquilla, en la Sierra Gorda de Querétaro. Todos ellos muestran cierta afinidad cultural con Teotihuacán, un apogeo coincidente en el tiempo con el clímax demográfico de la ciudad y una declinación generalizada hacia el siglo X, fecha esta última en la que se habría iniciado un proceso de contracción del territorio de los agricultores sedentarios hasta alcanzar en el siglo XVI una línea que seguiría la frontera septentrional antes mencionada de la Mesoamérica de principios del siglo XVI: los ríos Lerma-Santiago, por un lado, y el Moctezuma-Pánuco, por el otro. Al norte de esta línea se localizarían los nómadas y agricultores ocasionales conocidos genéricamente como chichimecas, al sur, las comunidades de agricultores plenamente sedentarios y los grandes centros de población.

Una de las tesis más aceptadas para justificar esta expansión y posterior retracción de la frontera mesoamericana sostiene que entre los siglos VI y X de nuestra era, y bajo condiciones ambientales favorables para la expansión de la agricultura, se dio un proceso de colonización del norte del Altiplano Central de México y de una franja del Altiplano Septentrional, a lo largo de la Sierra Madre Occidental, hasta el extremo norte del estado de Durango. El proceso terminó en un «completo colapso»: entre los siglos XII y XIV, junto con un cambio climático hacia condiciones más secas, se habría producido un éxodo masivo que llevó a los descendientes de aquellos pioneros a regiones más al sur, más cercanas a las isoyetas de 600 a 800 milímetros, que marcan para el centro de México la diferencia entre una agricultura permanente y productiva y otra de riesgo.

Quedaría por explicar, sin embargo, cómo es que otras regiones del centro de México, mucho más propicias para la agricultura y más cercanas, no fueron escenario de movimientos poblacionales similares durante la época del cambio climático. El Valle de Toluca, por ejemplo, no acusó la entrada de gente de la Cuenca de México hasta ya entrado el Epiclásico (650-950 d. C.). Los valles de Morelos, por otro lado, recibieron escasos migrantes de la Cuenca de México durante el Clásico, pero el flujo se habría detenido totalmente en el Epiclásico. Para la Cuenca Puebla-Tlaxcala, se señala la existencia de un decaimiento poblacional que habría comenzado un siglo antes del inicio del Clásico y se mantendría a todo lo largo de ese periodo, calculado en 100-650 d. C. Al igual que en la Cuenca de México, el proceso habría comprendido una progresiva ruralización y una reducción del número de asentamientos mayores.

El sitio más importante de los que no participaron en ese cambio hacia lo rural fue Cholula; su población hacia el año 500 d. C., momento de su clímax demográfico, ha sido estimada entre 30 000 y 60 000 habitantes. Fue, en esas fechas, un centro regional de primer orden que escapó a la hegemonía y, en gran medida, a la influencia cultural de Teotihuacán; en efecto, si bien podría decirse que su producción alfarera sigue patrones teotihuacanos, su arquitectura dista mucho de seguir el esquema de la gran ciudad. Se cree que, de haber sido estrechos, los nexos entre Cholula y Teotihuacán, se enfriaron durante el Clásico medio. Después de su máximo de habitantes, la población de Cholula habría decaído de forma abrupta hasta alcanzar una cifra de aproximadamente 5000-10 000 habitantes hacia 600 d. C., lo cual evidencia una situación idéntica, aunque a escala menor, de lo que sucedió en Teotihuacán a fines del Clásico.

Menos clara, sin embargo, es la presencia teotihuacana en el Bajío y el Occidente de México. Plazuelas, en el Bajío guanajuatense, tiene una arquitectura muy propia, de basamentos con planos inclinados que confluyen y salientes y remetimientos que no guardan relación alguna con la arquitectura de Teotihuacán; su cronología no es clara, pero de ser correcta la fecha de 900 d. C. para el abandono del sitio, y en caso de haber existido alguna relación con el gran centro urbano del Clásico, deberían de notarse en su arquitectura elementos que expresaran ese contacto, y no es así. Por otra parte, más que una presencia teotihuacana en Pátzcuaro, se ha propuesto una secuencia cultural de desarrollo plenamente local que arrancaría con Chupícuaro en el Preclásico tardío y culminaría con el Estado tarasco del Posclásico tardío.

Más al poniente, las posibles relaciones con Teotihuacán se diluyen por completo: la Tradición Teuchitlán, centrada en los valles inmediatos al Volcán de Tequila, en la que destacan los «guachimontones» (arreglos arquitectónicos con estructuras dispuestos en un anillo, al centro del cual se levanta un basamento de planta igualmente circular) y las tumbas de tiro, algunas de ellas de gran profundidad, dan a esta región de Jalisco y áreas vecinas un carácter muy particular y muy distante de todo lo que en ese momento se producía en la Cuenca de México. La Tradición Teuchitlán arranca en fechas muy tempranas; su colapso se dio en el siglo VII d. C., fecha coincidente con la del «colapso» de Teotihuacán.

Mucho se ha escrito con respecto a la posible inserción de las comunidades «norteñas» del Clásico en redes de comercio que habrían tenido como núcleo principal a Teotihuacán. Se ha postulado, por ejemplo, que Alta Vista funcionó como redistribuidor de la turquesa que se explotaba en el distrito de Cerrillos en Nuevo México y en Lone Mountain, en Nevada, este último a través del Cañón del Chaco; y que Ranas y Toluquilla operaron como centros de producción del cinabrio (óxido de mercurio) que se utilizó en toda Mesoamérica como material de uso funerario. La profusión de materiales de este tipo y las afinidades culturales —expresadas sobre todo en la cerámica y la arquitectura— han hecho pensar a los arqueólogos que los sitios y regiones donde se han encontrado estas semejanzas funcionaron en una especie de sistema-mundo integrado por comunidades con economías dirigidas en gran medida a la producción de bienes para el mercado; en este contexto, la «caída» de Teotihuacán, y no el cambio climático, habría sido la causa de su propia declinación.

En el área maya no existen cifras que permitan contrastar las condiciones demográficas del Preclásico con las del Clásico; no se cuenta con estudios de patrón de asentamiento sobre áreas tan extensas como las trabajadas en la Cuenca de México o en regiones periféricas como los valles de Morelos o el Bajío. Las cifras con las que se especula sobre la dinámica poblacional maya son en su mayoría sobre sitios y, además, sitios del Clásico. Con base en la escasa información disponible, se piensa que las tierras bajas mayas tuvieron un crecimiento demográfico sostenido a todo lo largo del Preclásico, para luego sufrir un abatimiento en el Clásico temprano y una recuperación en el Clásico tardío, momento en que se alcanzó el clímax en el número de habitantes que precedió el «colapso del Clásico maya» que culminó con una caída demográfica en algunos de los centros de mayor población.

Esta idea de altibajos se ajusta a los resultados que se han alcanzado, por ejemplo, en Kohunlich, Quintana Roo, en el estudio de su patrón de asentamiento. Trabajos de prospección y de excavación intensivos en este sitio han mostrado importantes altibajos en su curva poblacional, los cuales definen al menos dos ciclos de desarrollo, uno de ellos en el Preclásico y otro más en el Clásico terminal. La imagen que se deriva de dicha curva es la de una historia de carácter cíclico, de un Kohunlich sujeto a constantes cambios sociopolíticos en respuesta a crisis recurrentes.

EL CLÁSICO Y LOS PROCESOS DE URBANIZACIÓN

La urbanización de Teotihuacán fue un proceso largo y también único en la historia prehispánica. Entre 150 a. C. y el inicio de nuestra era, abarcaba tan sólo 9 km2, pero 150 años después llegó a ocupar una superficie de 22 km2, la misma que tuvo la ciudad cuando vivía, a fines del Clásico, su clímax demográfico. Fue entonces cuando se levantaron edificios monumentales a lo largo de la Calle de los Muertos; uno de ellos, ligeramente desplazado hacia el este, sería el basamento piramidal, hoy emblemático, conocido como la Pirámide del Sol. Esa calle, eje rector del asentamiento desde entonces, se prolongaría en el Clásico hasta el cerro Patlachique; desde este punto hasta su remate, en el complejo arquitectónico de la Pirámide de la Luna, son alrededor de cinco kilómetros.

El trazo de la ciudad, su extensión, el tamaño de su población —que, como ya señalamos, hacia mediados del siglo II de nuestra era ya tenía 94 000 habitantes—, su relativa alta densidad demográfica y sus artesanos de tiempo completo —que dependían de los excedentes alimentarios producidos por los agricultores del sitio o de la región— le daban al lugar el carácter de una verdadera ciudad. Pero era, en realidad, una ciudad de bajo nivel de urbanización. No sería hasta ya bien entrado el Clásico (150-650 d. C.) cuando Teotihuacán se convirtió en fuerte imán de la población rural a su alrededor. Su crecimiento sin duda obligó a introducir cambios en su organización. Se trazó un eje adicional, el eje este-oeste que cruza el centro de la ciudad, interrumpido en su trazo por la Ciudadela y el Gran Complejo. El cruce de los dos ejes mayores dividió el asentamiento en cuadrantes, un reflejo de la división espacial que los indígenas hacen hasta nuestros días del mundo y plano de referencia de sus mitos de creación.

Para un viajero que entrara a la ciudad siguiendo la Calle de los Muertos, el recorrido debió de haber sido impresionante: la exageración de la perspectiva producida por el angostamiento de la calle hacia su tramo final habría acentuado la grandeza del sitio; las estructuras monumentales a ambos lados de la avenida muy probablemente indujeron en el visitante no sólo la idea de poder sino también de sacralidad. Parece razonable, entonces, que Teotihuacán no solamente fue centro de un gran sistema económico y de poder, sino también el «centro ritual preeminente de su tiempo en Mesoamérica». Según esta óptica, sus productos no deben verse como simples mercancías para el mercado: debieron de haber tenido también un alto valor simbólico.

La población no se distribuyó de manera homogénea dentro de la ciudad: la mayor densidad de población se encuentra en el Cuadrante Noroeste, en especial hacia su límite norte. En esta área, al noroeste de la Pirámide de la Luna, se concentra el mayor volumen de estructuras tempranas, de ahí que se le diera el nombre de Ciudad Vieja. La menor densidad se ubica hacia el sur de la urbe, sin duda por ser la zona de mayor potencial agrícola. El complejo residencial típico de la localidad era un conjunto de cuartos de un solo piso dispuestos alrededor de patios en los que solía levantarse un pequeño templo; es posible que algunos de ellos hayan sido habitados por artesanos o comerciantes. En Teotihuacán existieron más de 2000 de estos complejos; algunos estaban delimitados por altos muros y separados de otros complejos similares por estrechos callejones. La disposición y el tamaño relativamente uniforme de estos conjuntos habitacionales, su orientación y alineamiento, la solución dada a la circulación dentro y alrededor de ellos, así como el trazo de un complejo sistema de drenaje y, en algunos casos, de suministro de agua, son claros indicadores de una compleja planificación urbana. A esto hay que añadir la existencia de enclaves en la ciudad, entre los que sobresale el Barrio Oaxaqueño, habitado por individuos integrados a la vida citadina pero comprometidos a preservar costumbres que reforzaban su identidad como descendientes de oaxaqueños, concretamente prácticas funerarias, y la producción de cerámica de clara filiación oaxaqueña. Otro de ellos, el Barrio de los Comerciantes, parece que fue ocupado por individuos que, a juzgar por la cerámica y otros productos de origen maya y del Golfo de México encontrados en el lugar, se dedicaban al comercio de larga distancia, tenían al barrio como residencia temporal y mantenían nexos con la población local.

Este tipo de asentamiento es claramente distinto del que se encuentra en el Clásico en el resto de Mesoamérica. En contraste con Teotihuacán —que, en esencia, es un sitio abierto (sin dejar de reconocer la existencia de murallas relativamente cortas dentro de la ciudad)—, el patrón de asentamiento de Monte Albán parece estar condicionado por la necesidad de protegerse de enemigos potenciales. Y fue así desde épocas tempranas: en algún momento entre 200 a. C. y 200 d. C. se construyó un sistema defensivo en el borde norte-oeste del sitio —que en algunos tramos habría funcionado como depósito de agua— y un pequeño sistema de irrigación en la ladera oriente del cerro, todo lo cual obedecería al interés de estar preparados para resistir un sitio por parte de fuerzas invasoras. Al respecto es de señalarse que, a diferencia de Teotihuacán, cuyo crecimiento en el Clásico se dio mediante un fuerte debilitamiento de las comunidades de la cuenca, en el caso de Monte Albán, y excepción hecha de los poblados muy cercanos, la ciudad creció sin perjudicar la continuidad y desarrollo de los asentamientos en el Valle de Oaxaca (valles de Etla, Tlacolula y Zaachila): la capacidad militar de sus vecinos fue siempre, por lo tanto, una constante a todo lo largo del Clásico.

En el Clásico, la población de Monte Albán se asentaba en las laderas del cerro; en su cima se levantaron edificios de arquitectura monumental, la mayor parte de ellos construidos alrededor y al centro de una gran plaza de cerca de 300 metros en su eje mayor —cuyo acceso estaba arquitectónicamente limitado a pequeños pasadizos en tres de sus esquinas—, y sobre dos grandes plataformas en sus extremos norte y sur. Entre los numerosos edificios en esta plaza principal se encuentran el Edificio J antes mencionado y un juego de pelota, así como varios basamentos piramidales y estructuras de corte residencial. Dos caminos principales, de tres a ocho metros de ancho, serpentean el cerro hasta alcanzar la plaza en su cima. Las casas del común de la gente se construyeron en terrazas habilitadas en las laderas del cerro de Monte Albán, especialmente en su ladera poniente, pero también en el vecino cerro de Atzompa y en el más pequeño de El Gallo, ambos al norte de Monte Albán. Las terrazas, de diferente tamaño y geometría, habrían albergado, ocasionalmente, y en especial en las cercanías del extremo norte de la gran plaza y en el espolón del sur —el cual, por cierto, fue amurallado en casi toda su extensión—, estructuras de carácter ceremonial. Esta falta de homogeneidad en el patrón de asentamiento ha permitido, sin embargo, discriminar barrios y actividades artesanales, sobre todo de especialistas en el trabajo de la obsidiana. Resulta claro, sin embargo, que Monte Albán es, en gran medida, por su historia y topografía particulares, pero también por su tamaño y densidad de población, una verdadera ciudad, muy lejos, formal y funcionalmente, de Teotihuacán —la cual, sin embargo, respondió eficazmente a los retos particulares que tuvo que enfrentar.

Con todo, es en el área maya, sin duda, donde se encuentran los casos más alejados del patrón de asentamiento teotihuacano, y también la mayor diversidad de proyectos. Becán, en el sur de Campeche, es un asentamiento con un solo centro de gravedad arquitectónico. Su núcleo cívico-religioso, con sus templos sobre grandes basamentos piramidales, el juego de pelota y las residencias de mayor rango, se concentra en un espacio relativamente pequeño rodeado de un profundo foso que parece construido desde épocas tempranas y que tuvo carácter defensivo, con acceso controlado hacia el interior del centro monumental del sitio; en la periferia, con un patrón disperso, se ubicaron las residencias y solares de las familias de estatus menor.

Kohunlich, en el sur de Quintana Roo, tiene otro tipo de solución. Se tra ta de un asentamiento bipolar. En el Clásico temprano (250-600 d. C.) esa bipolaridad se produjo entre dos complejos de arquitectura de función cívico-religiosa, uno en la Plaza Yaxná y otro más, a poco más de 400 metros de distancia, en lo que debió de haber sido una acrópolis de la cual hoy día sólo queda el edificio que la remataría y que se conoce como el Templo de los Mascarones. Entre ambos complejos arquitectónicos, y alrededor de ellos, se construyeron conjuntos habitacionales, igualmente dispersos y ajustados a la topografía del sitio. Con el tiempo, y con la reubicación del centro cívico-religioso en la Plaza de las Estelas, esa bipolaridad fue reemplazada por otra en la que una de las zonas habitacionales de mayor extensión, el Complejo Norte, se ubicó a más de un kilómetro al norte de la plaza. El patrón con que se dispersaron las unidades habitacionales se mantuvo, sin embargo, y también el sistema de doble campo de cultivo en el que una parte de la producción de alimentos se localizaba en el solar alrededor de las casas, mientras que otra parte —el grueso de la producción básica: la de maíz, frijol, calabaza y tubérculos— se ubicaba en campos de cultivo en los márgenes del asentamiento.

De mayor complejidad es el patrón de asentamiento de Tikal, en el Petén guatemalteco. Su Gran Plaza, centro arquitectónico del sitio, es punto de confluencia de tres anchas calzadas, las cuales miden entre 40 y 65 metros de ancho y uno y dos kilómetros de longitud; estas vías rematan y cruzan áreas construidas que debieron de haber tenido un significado especial. En el cruce de dos de estas calzadas, la Méndez y la Maler, estaría lo que se ha dado en llamar El Mercado, fundamentalmente por su fácil acceso y su arquitectura atípica.

En la Gran Plaza se encuentran dos de los templos mayores de Tikal, los muy conocidos templos I y II; en sus extremos norte y sur se abren, respectivamente, la Acrópolis Norte, integrada por varios basamentos piramidales rematados por templos, y la Acrópolis Central, un complejo masivo de cuartos que se ha interpretado como residencia de los gobernantes de la ciudad. Una cuarta calzada, que lleva el nombre de Percival Maudslay, autor del primer plano de Tikal, conecta las avenidas Maler y Tozzer; no existe un trazo que hubiera podido regular el crecimiento de la ciudad: ni cuadrantes, ni ejes ortogonales que, como en el caso de Teotihuacán, propiciaran la expansión hacia la periferia. Los conjuntos habitacionales de las familias de rango inferior se encuentran dispersos en un paisaje de bajos estacionalmente inundables y de depósitos naturales que retienen agua todo el año, conocidos como aguadas. Cada uno de estos grupos está integrado por tres o cuatro estructuras, casi siempre alineadas alrededor de un patio.

Todo este conjunto de edificios de corte administrativo, residencias de élite y de familias de estatus menor, así como estructuras de arquitectura ceremonial y de función especial, se encuentra distribuido en un área de alrededor de 100 km2; si se compara la población de Tikal, estimada en 62 000 habitantes, con la antes mencionada de Teotihuacán (148 000 en alrededor de 30 km2), puede obtenerse un índice de la dispersión relativa de la población en Tikal —y, en general, en el área maya y, con marcadas excepciones, en todo tiempo— respecto a un centro compacto como Teotihuacán.

Dzibanché, en el sur de Quintana Roo, tiene un patrón de asentamiento equivalente al de Tikal: varios conjuntos de arquitectura monumental unidos por largas calzadas, que en Dzibanché son sakbe’ob’ de 10 a 20 metros de ancho. La diferencia entre ambos sitios es que, en el caso de Dzibanché, los conjuntos arquitectónicos son complementarios: una verdadera acrópolis en el vértice norte (Kinichná); un complejo de edificios de función cívico-ceremonial (Grupo Principal) en el vértice oriente; un complejo adicional de edificios relacionados con la administración y el ritual en el vértice poniente (Tutil), y un grupo tripartito a la mitad del camino entre Tutil y el Grupo Principal. El carácter complementario de estos conjuntos se debe al hecho de que existen actividades repartidas entre ellos; por ejemplo, sólo en el Grupo Principal se han detectado dos juegos de pelota y numerosos palacios de élite que inducen a pensar que ése es el lugar donde habitaba la clase gobernante; sólo en Kinichná existe una acrópolis, definida esta última como un monumento masivo resuelto en varios niveles, tres en este caso, con edificios en cada uno de esos niveles, un templo que remata el conjunto y un acceso cada vez más restringido a medida que se acerca uno al nivel superior; sólo en el Complejo Central se observa un proyecto arquitectónico tripartito (de función hasta ahora desconocida); sólo en Tutil hay patios flanqueados por tres estructuras de tipo residencial (interpretados provisionalmente como espacios de comerciantes que intercambiarían sus productos en la Gran Plaza de Tutil). Es decir, en el Clásico existieron actividades y ceremonias específicas asignadas a cada uno de estos espacios. El carácter complementario de estos conjuntos está acentuado por los sakbe’ob’ mencionados: uno de ellos conecta Kinichná con Tutil, otro más arranca en Kinichná y se bifurca poco después para dirigirse hacia el Complejo Central, por un lado, y hacia el Grupo Principal, por otro. Entre estos sakbe’ob’ y alrededor de ellos, y de los conjuntos arquitectónicos, se encuentra un conjunto de unidades residenciales de familias de estatus menor y templos de rango medio, sólo interrumpido por aguadas y zonas ocasionalmente inundadas que fueron explotadas por sus suelos fértiles.

A los ojos de un observador familiarizado con los trazos reticulados (y, por lo tanto, con las orientaciones precisas) de las ciudades modernas, Teotihuacán resulta ser una respuesta ideal a las necesidades de albergar una población grande y diversa. Quizá ésa es la razón por la cual se la ha tomado como el modelo con el que se mide la racionalidad y el grado de evolución de los asentamientos prehispánicos. En esa óptica, profundamente occidental, las ciudades mayas estarían un paso atrás del gran centro urbano de la Cuenca de México en las tradicionales secuencias evolutivas. Nada más equivocado. Las respuestas que los pueblos mesoamericanos dieron a los problemas impuestos por las grandes concentraciones humanas fueron muy distintas, pero, vistas desde la perspectiva de las condiciones particulares en las que se produjeron, todas resultaron igualmente eficientes. Fueron respuestas a condiciones ambientales, históricas o funcionales específicas. En el caso de Monte Albán, se trató de la respuesta a una necesidad defensiva; en el caso de las ciudades mayas, que tienen una topografía donde se entreveran bajos y laderas bien drenadas, fueron formas de responder a la necesidad de integrar una población dispersa. Estos otros esquemas de asentamiento podrían, de hecho, ser más eficientes que los patrones reticulados, caracterizados por el trazo de avenidas y calles en ángulo recto: sin duda tienden a un reforzamiento de la identidad comunitaria, a una mayor cohesión social y, en la perspectiva del grupo gobernante, a un control social más firme. Monte Albán lo hizo por «recogimiento» de su población; Tikal y Dzibanché lo hicieron al revés: repartiendo actividades y ritos, y ampliando el espacio donde ambos se resolvían. Entender esto último requiere, sin embargo, abandonar nuestros propios parámetros, aceptar que las cosas se pueden hacer de varias formas y que quizá nuestra forma de realizarlas cotidianamente no sea la más eficaz, ni la que se ajusta mejor a nuestras necesidades, sean económicas o existenciales.

EL CLÁSICO COMO PERIODO DE INTENSIFICACIÓN DEL INTERCAMBIO DE BIENES

A todo lo largo de la historia de las comunidades sedentarias del México antiguo existió un comercio importante, sobre todo de bienes duraderos: concretamente, materias primas y artefactos terminados que se utilizaban en procesos de trabajo, en la guerra y en el ritual. Dadas las limitantes en el transporte que existieron en Mesoamérica por ausencia de animales de carga y de tiro, y de vehículos con ruedas, el flujo de alimentos fue notable sólo en aquellos casos en que los grandes centros urbanos impusieron cargas tributarias a las comunidades bajo su dominio, en particular a las poblaciones vecinas. Tal sería el caso de Tenochtitlan en el Posclásico, pero seguramente también el de Teotihuacán, Monte Albán y las grandes ciudades del área maya en el Clásico. Para estos otros casos, sin embargo, en ausencia de fuentes que mencionen las cargas tributarias —como sucede, por ejemplo, con la descripción detallada que se encuentra en el Códice Mendocino de los tributos que entraban a Tenochtitlan—, la lista de materiales sobre la que se puede especular es breve: se trata fundamentalmente de bienes de prestigio hallados en ofrendas, así como desechos producidos en talleres y en las operaciones de mantenimiento y aprovechamiento de los artefactos. En primer lugar, están la obsidiana y la jadeíta, pero no son los únicos materiales que circularon profusamente: en épocas tempranas habría que destacar la magnetita, utilizada en espejos de mineral de hierro; en épocas tardías, el cobre y el bronce, así como el oro y la aleación de oro y cobre conocida como tumbaga; en todo momento circularon también las vasijas de cerámica, el pedernal, los metates —en especial los de calizas finas y rocas metamórficas— y una gama muy amplia de objetos de procedencia marina: conchas, coral, espinas de mantarraya utilizadas en el autosacrificio, dientes de tiburón y, con ellos, un bien de consumo básico: la sal.

La importancia de la obsidiana en el comercio mesoamericano se debe en gran medida a su relativa escasez (se encuentra en pocas localidades en su mayoría concentradas en Hidalgo, Guanajuato, Michoacán, Jalisco, Puebla, Veracruz y los Altos de Guatemala) y a las posibilidades que ofrece no sólo para la producción de una amplia gama de herramientas de trabajo, como navajas, raspadores y cuchillos, sino también por su valor simbólico y, de manera especial, por su origen. Esta última característica podría justificar la razón por la cual se ha encontrado obsidiana verde de la Sierra de las Navajas, Hidalgo, en lugares tan alejados de la Cuenca de México como el sitio de Altún Ha, en Belice, o en lugares próximos a otros grandes depósitos de obsidiana, como Kaminaljuyú, en Guatemala.

Sin conceder que haya sido su consecuencia, el crecimiento de Teotihuacán corrió paralelo a la intensificación de la producción de artefactos de obsidiana. En la primera fase del Clásico, con la entrada masiva de materia prima de la Sierra de las Navajas, el número de talleres de obsidiana en la ciudad llegó a un centenar. Buena parte de esa producción fue para consumo local y corrió a cargo de artesanos independientes; otra parte estuvo controlada por el gobierno y se destinó al comercio a larga distancia.

Sin embargo, a juzgar por la relativa escasez de obsidiana encontrada fuera de la Cuenca de México y valles circunvecinos que pudiera atribuirse a los talleres de Teotihuacán, resulta obligado pensar que el comercio de esa ciudad con pueblos distantes debió de haber sido relativamente marginal. A pesar de ello, muchas de las hipótesis sobre la «razón de ser» de Teotihuacán asignan a este comercio una importancia vital. Quienes defienden esta idea han señalado, entre otras cosas, la existencia de rutas de comercio y centros redistribuidores entre el gran centro urbano y prácticamente el resto de las regiones mesoamericanas. Se ha propuesto la existencia de un angosto «corredor teotihuacano» en la Cuenca Puebla-Tlaxcala que iría desde Calpulalpan y Apan hasta la Laguna de Totolac, al oriente del cerro de La Malinche: una distancia total de alrededor de 70 kilómetros. Más aún, se argumenta que tal corredor tendría como remate la Huasteca, por un lado, y los valles de Oaxaca, por otro. La propuesta de ese recorrido comercial se basa en que, a todo lo largo de la ruta, es posible encontrar un material cerámico característico de Teotihuacan («material diagnóstico»), el llamado tipo Naranja Delgado, producido en el sur de Puebla pero comercializado por la urbe. Tal parece que ese material no se encuentra en sitios fuera del corredor.

Matacapán, un sitio a cinco kilómetros al oriente de San Andrés Tuxtla, Veracruz, se ha postulado como enclave teotihuacano que operaba como redistribuidor de mercancías de la gran ciudad. La propuesta se basa en que en Matacapán hay arquitectura de talud-tablero, así como formas de vasijas y otros artefactos que recuerdan los producidos en Teotihuacán en el Clásico. Hay quien piensa, sin embargo, que tales semejanzas son distantes y que Matacapán sería más bien un candidato a la categoría vaga de «contacto teotihuacano», como Río Verde en la costa de Oaxaca, donde se ha encontrado obsidiana verde y candeleros; o el Cerro de las Mesas, en el centro-sur de Veracruz, con su Estela 15 y una cerámica de sospechosa filiación teotihuacana, igual que Tres Zapotes, en la misma región; o el sitio de Los Horcones, también definido como tal por su cerámica. Se trata de asentamientos con rasgos culturales que sin duda merecen explicarse evitando caer en la simplificación del modelo centro-periferia, en el cual se asigna al centro (en este caso Teotihuacán) la capacidad de configurar el orden sociopolítico de todos los sitios a su alrededor, próximos o lejanos. Dista de constituir un indicador de la hegemonía teotihuacana sobre la región la mera dispersión de artefactos de ese tipo.

Es de señalarse, sin embargo, que se ha encontrado en otros lugares una cierta cantidad de materiales —sobre todo cerámica— y registros epigráficos e iconográficos que sugieren relaciones estrechas entre ese centro urbano y establecimientos importantes relativamente lejanos, entre ellos Kaminaljuyú, Tikal y Copán, relaciones que se han interpretado como producto de actividades comerciales o de contactos entre élites, o también como conquistas.

El caso de Kaminaljuyú —hoy día estrangulado por el crecimiento de la ciudad de Guatemala— es en particular interesante. En un área relativamente pequeña del sitio, se encontraron manifestaciones culturales que tienen como referente el centro de México, algunas de ellas de aparente filiación teotihuacana. Fechados hacia el inicio del periodo de 350/450-550/600 d. C., se descubrieron en uno de los montículos de esa área entierros de individuos de alto rango acompañados de vasijas, a las que se asigna una filiación teotihuacana, y de navajillas de obsidiana verde de la Sierra de las Navajas, Hidalgo. A una fecha ligeramente posterior corresponde la aparición de edificios con taludes-tableros y, en algunos casos, alfardas y remates, todo ello típico de la arquitectura de Teotihuacán.

El desfasamiento entre la aparición de cerámica extranjera en Kaminaljuyú y la de los rasgos arquitectónicos que podrían derivarse de Teotihuacán, más el hecho de que la cerámica de aparente filiación teotihuacana se encontró junto a vasijas de indudable origen maya, hizo pensar que existió una incursión temprana de teotihuacanos en Kaminaljuyú que habría culminado con el matrimonio de teotihuacanos con mujeres mayas del lugar; tal incursión habría tenido carácter comercial y habría contado con el apoyo de la gran metrópoli. Más aún, la aparición repentina y extensa de arquitectura de supuesto origen teotihuacano en el sitio se ha visto como un indicador de que algunos teotihuacanos o individuos fuertemente vinculados con la cultura de la gran ciudad habrían tomado finalmente el poder, se habrían desprendido de la dependencia de Teotihuacán y habrían propiciado el comienzo de un desarrollo marcadamente maya.

Una interpretación de este tipo requiere, sin embargo, considerar a Teotihuacán como una potencia expansionista, interesada en los excedentes potenciales de lugares tan distantes como Kaminaljuyú, estrategia que los mexicas, por cierto, no pudieron aplicar a un costo menor que el de los beneficios que podían obtener. Requiere también olvidar el hecho de que la presencia teotihuacana en Kaminaljuyú no permeó la vida cotidiana, ni el ritual en el ámbito doméstico; habría que ignorar igualmente que el volumen de artefactos que entraron en Kaminaljuyú con origen en Teotihuacán pudo haber sido trasladado por comerciantes que controlaran tramos de la ruta, tal como sucedía con los pochtecas mexicas, y habría, por lo demás, que olvidar que, con base en análisis de isótopos estables de estroncio, y excepción hecha de uno de los individuos enterrados en contextos teotihuacanos, todos los restos hallados son mayas; que el volumen de, por ejemplo, la obsidiana que se comercializó fue relativamente reducido (un «par de puñados de obsidiana»), y por último habría que hacer caso omiso de las importantes diferencias que existen entre el proyecto arquitectónico teotihuacano y el de Kaminaljuyú en los edificios que se ha argumentado ser de influencia teotihuacana: en la mayor parte de los casos se trata de adaptaciones locales de un proyecto casi irreconocible bajo los cánones de la gran ciudad de la Cuenca de México. La propuesta de un enclave, barrio o colonia teotihuacana en Kaminaljuyú no tiene, por tanto, mayor sustento. Sí lo tiene, sin embargo, la idea de que Teotihuacán ejerció una fuerte influencia en toda Mesoamérica, no por su capacidad económica o militar, o su organización particular: más que productor y distribuidor de mercancías para el intercambio, y en contraposición a la idea generalizada de un Teotihuacán hegemónico y expansionista, hay que verlo como proveedor de símbolos que cada comunidad mesoamericana utilizó, desmenuzó, reelaboró y puso en práctica de acuerdo con sus necesidades específicas. Más que un lugar físico fue un lugar mítico.

La discusión sobre la presencia teotihuacana en el área maya no se agota con Kaminaljuyú. De hecho, Tikal, en el Petén guatemalteco, y Copán, en el poniente de Honduras, han producido la evidencia más convincente sobre ese contacto. En Tikal, en la Acrópolis Norte, se encontraron dos estelas con claros rasgos teotihuacanos; la primera de ellas, la 31, muestra al gobernante Sihyaj Chan K’awiil (Cielo Tormentoso), quien ocupara el trono entre 426 y 457 d. C., flanqueado por imágenes de su padre Yax Nu’n Ahiin (Nariz Rizada), un personaje supuestamente de origen teotihuacano a juzgar por los iconos en su escudo y el átlatl (lanzadardos en náhuatl) que porta en una de sus manos. La Estela 32 muestra un personaje con anteojeras y un tocado típicamente teotihuacanos. También llamativo es un vaso con decoración incisa, encontrado en la Acrópolis Central en un depósito de materiales desechados, en el cual aparecen seis personajes con atuendos teotihuacanos dirigiéndose hacia un templo maya cuya plataforma está decorada con lo que parece ser una versión local de taludes-tableros. Todos están saliendo de un lugar en el que se encuentra un templo en el estilo teotihuacano de taludes y tableros. Los cuatro individuos al frente son guerreros: portan flechas y lanzadardos; los dos últimos llevan en sus manos vasijas de cerámica con tapaderas, posiblemente regalos para el personaje que se encuentra en el templo maya en ocasión de una ceremonia especial como podría ser la de una entronización; la presencia de guerreros en la iconografía ha sugerido, sin embargo, que podría tratarse de una incursión similar a la consignada en la Estela 31.

Una de las fechas en esta última estela, 11 ehb’, aparece también en Uaxactún, y aunque está asociada con un personaje diferente, muestra a un dignatario vestido como teotihuacano y portando un átlatl; las coincidencias han hecho pensar a ciertos epigrafistas que esa fecha, interpretada como 378 d. C., marca la llegada de extranjeros —tal vez teotihuacanos— a ambos sitios. Un año después sería entronizado Yax Nu’n Ahiin, el «teotihuacano» de la Estela 31; su padre, Jaatz’o’m Kuy (Búho Lanzadardos: su glifo lleva un búho y un átlatl, de ahí su nombre), habría ascendido al trono en 374 d. C., en un lugar desconocido, quizá Teotihuacán (a pesar de tener un nombre plenamente maya y a pesar también de que el topónimo de Teotihuacán no se ha encontrado en las inscripciones mayas hasta ahora conocidas). Habría sido este último quien patrocinara la «incursión de extranjeros» a Tikal y Uaxactún, incursión que habría conducido Sihyaj K’ahk’ (Fuego Naciente) con el apoyo de Búho Lanzadardos. El hecho de que quien precedió en el gobierno a Yax Nu’n Ahiin no haya sido su padre sino Chak Tok Ihch’aak (Garra de Jaguar), y de que éste haya muerto a la llegada de «los extranjeros», podrían indicar que la incursión fue violenta: que se trató de una acción militar cuyo desenlace fue el sometimiento de Tikal, el cual, por cierto, habría sido de corta duración, pues quien sucedió en el trono a Yax Nu’n Ahiin recuperó la iconografía y el estilo maya en sus representaciones.

En Copán aparece una historia muy parecida. En el llamado Altar Q, encontrado al pie de la famosa Escalera Jeroglífica, se muestra a 16 gobernantes en una secuencia dinástica que comienza con un personaje de nombre K’inich Yax K’uk’ Mo’ (Sol Quetzal-Guacamaya Verde). El altar fue esculpido por Yax Pahsaj Chan Yopaat (Madrugada) en la segunda mitad del siglo VIII. El personaje en la primera posición lleva anteojeras, rasgo reminiscente de las representaciones de Tláloc en Teotihuacán; habría llegado a Copán en 426 d. C., cerca de cuatro siglos antes de que Yax Pahsaj Chan Yopaat ordenara la construcción del Altar Q; vino desde el poniente, de un lugar desconocido en donde habría sido entronizado tres días antes. Aunque la distancia entre ambos sucesos es relativamente grande, 48 años, la fecha de la llegada de K’inich Yax K’uk’ Mo’ casi coincide con la de Yax Nu’n Ahiin a Tikal: 8 ajaw 18 yáaxk’iin en la Rueda Calendárica. En Quiriguá, por cierto, se registra el paso de K’inich Yax K’uk’ Mo’ tres días antes de llegar a Copán; venía, por lo tanto, del poniente.

La historia de K’inich Yax K’uk’ Mo’ parece estar apoyada por el descubrimiento de una tumba en la Acrópolis de Copán debajo de un piso asociado a un edificio con taludes-tableros, que podría ser la de este rey. El antebrazo derecho del individuo enterrado acusa una fractura, consistente con el hecho de que el personaje en el Altar Q lleva un pequeño escudo en esa misma parte del cuerpo; además, análisis de isótopos estables de estroncio indican que esa persona no nació en Copán, pasó la mayor parte de su niñez y vida de adulto joven en el Petén y no llegó a Copán hasta pocos años antes de su muerte. La ofrenda que acompaña los restos de este personaje incluye vasijas de cerámica que tienen relación con varias partes de Mesoamérica: dos vasijas del tipo Naranja Delgado y otra más, estucada, con motivos de estilo teotihuacano; dos vasijas adicionales que proceden del Petén central; una más de las tierras altas de Guatemala, y las restantes nueve vasijas de la misma región de Copán. Entierros posteriores, por cierto, siguieron registrando el nombre de K’inich Yax K’uk’ Mo’ e incorporando iconos y bienes de filiación teotihuacana. Uno de ellos es el famoso vaso trípode con tapa, estucado, con la representación de un búho que surge de un templo maya y echa a volar desde una plataforma con taludes-tableros.

La evidencia de Copán reproduce en cierta medida la de Kaminaljuyú. El parecido refuerza la tesis de que la «presencia teotihuacana», de haberse dado y de haber significado el arribo de teotihuacanos a esos lugares, habría sido un acontecimiento único, sin repercusiones políticas de larga duración y circunscrito al ámbito de la élite.

EL CLÁSICO COMO PERIODO DE APARICIÓN DE FORMAS DE ORGANIZACIÓN MÁS COMPLEJAS

Los arqueólogos consideran el Clásico como el periodo de la aparición del Estado, entendido como una forma de organización sociopolítica de un nivel de complejidad superior al de las sociedades estratificadas de épocas anteriores. El concepto es escurridizo: existen múltiples definiciones del mismo. En gran medida esto ocurre porque los arqueólogos estamos obligados a caracterizarlo con base en las evidencias materiales que produce su existencia.

En su forma desarrollada, las entidades políticas conocidas como «estados» aparecieron en un contexto de enfrentamiento de grupos antagónicos: el Estado resolvió el conflicto en favor de uno de ellos. Esos grupos se diferenciaban por su posición con respecto a la reproducción del sistema social. El control más efectivo fue el derivado de una forma de relación particular con los medios de producción: el de la propiedad privada, pero pudieron haberse dado otras formas de control y explotación de la fuerza de trabajo. Lo que sí fue una constante es que, ya constituido el Estado, el grupo dominante monopolizara la fuerza pública y la empleara a fin de mantener el sistema operando a su favor. Tal definición lleva a preguntar, entre otras cosas, cuáles fueron los mecanismos con los que, en una sociedad prehispánica particular, la élite extraía trabajo y bienes de la base social más allá de los que la sociedad en su totalidad requería para su operación, excedentes que esa élite aprovechaba para reforzar su presencia y distanciarse progresivamente de esa base social. Con toda la información escrita durante la Colonia sobre los mexicas, es muy difícil decir si existía en esa sociedad un Estado en los términos mencionados. Si pensamos que Teotihuacán es un milenio anterior a Tenochtitlan y que para esa época más temprana no existen fuentes escritas que arrojen luz al respecto, se podrá tener una idea de la dificultad que presenta la pregunta. Por ello, los arqueólogos hemos esquivado esa definición.

Junto a Tenochtitlan, el ejemplo más convincente de la existencia en Mesoamérica de un Estado plenamente desarrollado es, a juicio de muchos arqueólogos, Teotihuacán. Se ha tipificado de esa manera simplemente porque no es posible pensar que una sociedad del tamaño y complejidad de Teotihuacán pudiera haber funcionado con las viejas formas de organización basadas en relaciones de parentesco; tampoco es posible considerarla como sociedad homogénea, exenta de una diferenciación interna consecuencia de las diversas funciones que sus pobladores desarrollaban. Una población de 150 000 habitantes, concentrada en un área relativamente pequeña, con un sector muy importante de artesanos y comerciantes, con una estratificación evidente por las diferencias que se observan en sus edificios, donde se concedía una gran importancia al mito y al ceremonial —atestiguada por la traza de la ciudad y la proliferación de una arquitectura monumental no residencial—, y con una evidente fuerza pública al servicio de la élite, tuvo que haberse organizado como Estado. Hay que añadir, sin embargo, que hablando con rigor esa complejidad no es, por sí misma, razón suficiente para postularla como una sociedad estatal. En todo caso habría que preguntarnos cuál es el tipo de Estado en el que estamos pensando. Hay que señalar, además, que esa complejidad no puede ser el parámetro con el cual establecer la presencia o ausencia del Estado como formación política en una sociedad particular: la idea de que «si son como Teotihuacán, son sociedades estatales, y en caso contrario no lo son» debe rechazarse.

El origen del Estado teotihuacano —en su acepción de complejidad social que rebasa las posibilidades de un sistema basado en relaciones de parentesco— puede verse en el comercio a larga distancia de bienes, entre los que destaca de manera notable la obsidiana. A partir del año 300 y hasta su declinación en 750 d. C., el Estado teotihuacano no tenía como fundamento ese comercio; para ese periodo se ha propuesto la existencia de un Estado —o una estrategia— de tipo corporativo. En ese tipo de Estado, el poder queda repartido entre los diferentes grupos que actúan en la sociedad. En ausencia de uno de ellos que detente un poder especial, las decisiones se toman colectivamente; esto no impide que haya jerarquías, jefaturas y burocracias, pero sí que un grupo o agente particular llegue a monopolizar recursos esenciales y el poder. La diversidad entre los grupos constituyentes de una sociedad con una estrategia corporativa se supera con la introducción de una ideología en la que los objetos de culto y las ceremonias propiciatorias son incuestionables y, por lo tanto, fácilmente suscritos por todos: astros y fenómenos naturales, así como las ceremonias de renovación y de fertilidad, se encuentran en la cotidianidad y el imaginario colectivo.

En el caso de Teotihuacán, la idea de la existencia de un Estado corporativo se apoya en gran medida en evidencia negativa, concretamente en la ausencia de representaciones en las que se exalte la figura de un personaje particular. En la plástica teotihuacana se presentan dioses y animales emblemáticos, y cuando aparecen personajes de cierto rango, no llevan un nombre asociado: se distinguen entre sí por sus atuendos y no por su jerarquía; ninguno se manifiesta en primer plano, sea por su mayor tamaño, por su relación con otros personajes de ostensible rango menor o por la mayor riqueza de su vestimenta y adornos: todos se presentan en una especie de procesión monótona.

Más aún, en Teotihuacán no se han encontrado las llamadas «tumbas reales», es decir enterramientos de dignatarios acompañados de grandes ofrendas, quizá porque la costumbre era incinerar a sus gobernantes, igual a lo que parece haber sido la práctica entre los mexicas, pero quizá también porque esos dignatarios, investidos de un poder absoluto, no existieron. Tampoco se han encontrado palacios que parezcan la residencia de un personaje de estatus excepcional.

Por contraste, entre los mayas del Clásico es muy común la exaltación del gobernante: las estelas de esa época frecuentemente muestran al gobernante, sin acompañante, con múltiples referencias en su atuendo a su estatus y parado sobre un cautivo. Lo mismo sucede con los enterramientos de esos dignatarios: es común encontrarlos en cámaras abovedadas dentro de grandes basamentos, acompañados de ricas ofrendas. Esto ha dado pie a creer que en las ciudades más importantes del Clásico maya el poder se concentrara en el ajaw y en un número relativamente pequeño de nobles de rango menor. Esa estructura absolutista habría desaparecido hacia finales del Clásico para dar lugar a una forma de gobierno con el poder repartido entre representantes de comunidades aliadas, similar en principio a la ya mencionada estructura corporativa.

La copiosa información que se tiene sobre los mayas ha permitido ir más allá: en el Clásico el poder se transmitía por reglas de sucesión entre miembros de grupos dinásticos. Se tienen las secuencias dinásticas de varias ciudades, algunas de ellas muy largas. De Tikal, por ejemplo, se ha identificado a 33 gobernantes que ejercieron el poder entre 90 y 869 d. C.; de Palenque se sabe de 17 entre el año 431 y alguna fecha ligeramente posterior a 799 d. C.; entre Dzibanché y Calakmul, de 13 gobernantes de la dinastía Kaan (también llamada Kanu’l) entre 450 y, posiblemente, 736 d. C.

Una de las propuestas que los arqueólogos han avanzado sobre la organización política de los mayas en el Clásico, a partir de la información epígráfica, está basada en la distribución de los llamados glifos-emblema, glifos que supuestamente sólo las ciudades más importantes llegaron a tener. Con apoyo en estos glifos, se ha postulado la existencia de 60 a 70 ciudades-Estado, es decir, entidades políticas autónomas, con un territorio y un centro mayor bien definidos, y con asentamientos menores a su alrededor cuya integración se habría dado por las actividades productivas, comerciales y de orden simbólico que se desarrollaban en la ciudad.

La propuesta, aunque muy especulativa, tiene a juicio de muchos arqueólogos el atractivo de producir una geografía política similar, en lo general, a la que habría prevalecido en Yucatán a la llegada de los españoles: 16 provincias con territorios equiparables, cada una de ellas incapaz de someter por la fuerza a su vecino. Tiene asimismo afinidad con el altépetl prehispánico del centro de México, término que se equipara frecuentemente con el de señorío y que los españoles transformaron en «pueblo de indios».

Algunas hipótesis se apoyan en paralelos etnográficos y otras más son simplemente imaginativas. Se ha propuesto, por ejemplo, que el poder entre los mayas de las grandes ciudades del Clásico estaba fundado en la capacidad histriónica del ajaw, en la impresión que producía al mostrarse ante su pueblo con su atuendo elaborado y lujoso, y por su habilidoso manejo de la parafernalia asociada con la invocación de los dioses a los cuales servía como intermediario.

En casi todos los esquemas de organización política propuestos para el Clásico maya, es evidente el peso específico concedido al ajaw como cabeza visible del ceremonial. Nadie duda de la importancia concedida por los mayas a esa función, ni de su eficacia en la cohesión social; tampoco se cuestiona el poder de los gobernantes derivado de su ejercicio. De ahí la frecuente asociación en el arte maya de la imagen del gobernante con las fuerzas sobrenaturales, cuerpos celestes, monstruos sagrados y dioses. Los mascarones del Clásico temprano (ca. 450 d. C.) que adornan el edificio más prominente de Kohunlich ejemplifican este tipo de vínculo: personajes reales portando atributos del dios solar se apoyan en monstruos Kawak y quedan enmarcados por serpientes y bandas celestes. Una composición similar, de la misma época, se ha encontrado en este mismo sitio en la crestería que remata el edificio de las Estelas.

Los mitos tuvieron un papel importante entre los mayas. Algunos de esos mitos están plenamente establecidos en el Clásico temprano. La saga, por ejemplo, de los gemelos Junajpú y Xb’alamké, que aparecen en el texto colonial del Popol Vuh como vencedores de los dioses del inframundo, está representada en un plato del Clásico hallado en Chetumal (hoy día en el Palacio Cantón de Mérida y conocido como Plato Blom); una temática semejante se observa en una estela temprana de El Mirador.

Algo semejante pasa con los dioses. Si bien las deidades del Clásico parecen haber correspondido a fuerzas sobrenaturales, algunos de los dioses que conocemos por los códices mayas tienen su antecedente en el Clásico. Así sucede con Itzamná, el dios creador; aunque posiblemente con otro significado, su nombre glífico aparece en inscripciones del Clásico. Es de hacerse notar, sin embargo, que un dios puede presentarse de varias formas, dependiendo de las condiciones particulares de su aparición, y también que los diferentes rasgos que podrían tipificar a un dios pueden encontrarse en otros. Las similitudes formales entre unas deidades y otras pueden hacerse muy distantes, como también tuvieron que haber sido las necesidades que les dieron origen. Por ello, el estudio del significado de los mitos y dioses no puede realizarse al margen de las condiciones sociopolíticas en las que se expresaron.

Independientemente de cuál fue el origen del poder centrado en el ajaw y la élite a su alrededor, es evidente que los estados mayas se organizaron con un alto grado de estratificación social. Hay muchas fuentes que dan cuenta de las diferencias sociales que existieron en el Clásico; la más conocida es sin duda la pintura mural de Bonampak, la cual fue ejecutada en diferentes niveles, coincidentes con la manera en que la sociedad maya estaba estructurada.

COLAPSOS DEL CLÁSICO

Más allá de los cambios frecuentes en el registro arqueológico que señalan la aparición de nuevos tipos cerámicos y estilos arquitectónicos, lo mismo que formas nuevas de organización de los espacios construidos y fluctuaciones demográficas —todos ellos indicadores de ajustes tecnológicos, movimientos migratorios, conquistas o el establecimiento de nuevas redes de comercio—, existen en la historia del Clásico mesoamericano transformaciones que se han visto como verdaderas catástrofes. De ellas destacan dos: la «caída» de Teotihuacán y el colapso del Clásico maya. A pesar de ser acontecimientos que se han estudiado desde hace muchos años, aún no hay consenso sobre sus causas, ni siquiera sobre la manera en que se produjeron.

La «caída» de Teotihuacán

Antes que nada, se trata de un proceso caracterizado por una notable disminución de su nivel demográfico: de 150 000 habitantes pasó a tan sólo 30 000 o menos. No se conoce el ritmo al que se produjo esa reducción del número de pobladores, ni la fecha de inicio del proceso; lo que sí se sabe es que simultáneamente, hacia finales del Clásico, comenzó a recuperarse la población de la Cuenca de México y de regiones vecinas, en especial las ubicadas al oriente de esa cuenca, a costa de un éxodo masivo desde Teotihuacán.

El proceso de abandono del centro urbano y el consecuente desvanecimiento del poder e influencia teotihuacanos culminó con el incendio y saqueo de sus estructuras más importantes. Los responsables de tal vandalismo y, sobre todo, del movimiento histórico que llevó a Teotihuacán a ese desastre siguen sin conocerse. Se ha planteado la posibilidad de que ciertos grupos norteños, algunos de los cuales se encontraban ya establecidos en la urbe como residentes marginales, habrían perpetrado la destrucción; sin embargo, se ha señalado que, siendo pocos en número y con una limitada capacidad ofensiva, no es posible pensar en ellos como agentes importantes en la «caída»: se trataría, en todo caso, de grupos oportunistas que aprovecharon la desestabilización para lograr algún beneficio material.

Una de las causas que se han propuesto como origen de la «caída» ha sido la de un cambio climático que, influyendo sobre un ambiente ya deteriorado por la sobreexplotación agrícola, habría tenido efectos catastróficos; la tesis tendría alguna resonancia con la idea, ya mencionada, de haberse dado un movimiento migratorio desde la Cuenca de México hacia el norte, pero en este caso el cambio climático sería hacia condiciones menos favorables para la agricultura.

Más aceptada ha sido la idea de que las rutas de comercio de Teotihuacán quedaron estranguladas. Congruente con la tesis de que la razón de ser de Teotihuacán hay que buscarla en el comercio a larga distancia, se ha propuesto que los centros de población ubicados en las rutas que Teotihuacán utilizaba en ese tráfico crecieron gracias a ese comercio hasta alcanzar una importancia y una fuerza suficientes para colocarse ellos mismos como centros primarios en la red comercial. Tal habría sido el caso, por ejemplo, de Xochicalco: su crecimiento habría terminado por estrangular la ruta de Teotihuacán hacia el Pacífico. El modelo, por cierto, se ha aplicado al área maya y, concretamente, para dar cuenta —como se verá más adelante— del abandono masivo que experimentó Tikal hacia finales del siglo IX.

Una tercera hipótesis sobre la caída de Teotihuacán —a la cual me adhiero, en principio— es la que centra su causa en problemas internos, concretamente en el enfrentamiento entre grupos sociales colocados en diferentes estratos. La fortaleza de tal hipótesis depende en gran medida de que llegue a establecerse, con relativa precisión, la fecha de inicio y el ritmo del movimiento migratorio, pues de haberse producido a partir de 500 d. C., es decir en fechas anteriores a la «caída» de Teotihuacán, es posible pensar que el éxodo fue realmente un movimiento de resistencia a condiciones impuestas por una élite que crecía en número y en demandas. Lo contrario, es decir aceptar que ese éxodo fue intempestivo, obliga a pensar en la posibilidad, ya mencionada, de una invasión. Habría que establecer, sin embargo, las razones del proceso detrás de ella; eso, a su vez, nos obligaría una vez más a postular la idea de que la invasión fue posible porque existían las condiciones necesarias para ello: un deterioro generalizado del sistema por el enfrentamiento entre la élite y la base social. La cuestión, de cualquier manera, es si el éxodo es causa y no resultado de la desestabilización.

A pesar de su declive y final desaparición como centro económico y político, Teotihuacán continuó ejerciendo una poderosa influencia en el resto de Mesoamérica, y lo hizo hasta el fin de la historia prehispánica. Rasgos que podrían relacionarse con Teotihuacán —como por ejemplo la arquitectura a base de taludes-tableros y la distintiva iconografía teotihuacana, reflejo de sus creencias— siguieron apareciendo en el área maya incluso después del colapso del centro urbano; de hecho, fue entonces cuando la dispersión de tales características fue más intensa. La memoria de lo que fue y significó Teotihuacán persistió, aunque los iconos y las ideas relacionadas con esa gran metrópoli dejaron de pasar «en bloque»: fueron desmenuzados y recompuestos de acuerdo con las necesidades de quienes recurrían a ellos. Descontextualizados, adquirieron significados nuevos.

El colapso maya

El colapso del Clásico maya se ha postulado como un proceso similar en forma al observado en Teotihuacán. En ambos casos se produjo un éxodo de la población poco tiempo después de haber alcanzado su clímax demográfico y un aparente auge cultural. Hay, sin embargo, varias diferencias que señalar. Primero, el colapso maya no se refiere a una ciudad en particular sino a varias, y además corresponde a urbes distantes: lo mismo Copán en Honduras, que Yaxchilán sobre el Usumacinta mexicano. Segundo, el colapso en el área maya es del siglo IX, mientras que el de Teotihuacán es, básicamente, del siglo VII. El fin del Clásico en el área maya coincide, en principio, con el fin del registro calendárico en la Cuenta Larga: la última fecha encontrada en este tipo de registro es de 909 d. C.

Es necesario señalar, además, que los abandonos en cada uno de los grandes centros del área no son contemporáneos. En efecto, si las fechas hasta ahora conocidas del fin del gobierno del último dignatario corresponden a las del fin de la secuencia dinástica y, por lo tanto, al «colapso» del sitio en cuestión, entonces la fecha de ese «colapso» resulta inconsistente: Yaxchilán y Palenque en México, Copán en Honduras y Dos Pilas, Naranjo, Piedras Negras y Quiriguá en Guatemala habrían sufrido una desestabilización en el primer cuarto del siglo IX, pero Calakmul y Toniná en México, Tikal en Guatemala y Caracol en Belice habrían pasado por el mismo trance casi 100 años después: demasiado tiempo si se quiere postular un fenómeno generalizado y simultáneo, aun considerando la posibilidad de que haya habido una especie de efecto dominó en el cual los sitios habrían «caído» uno tras otro, con algunos años de diferencia entre los acontecimientos, y todo ello a partir del derrumbe del más importante de todos. El problema aquí es que dos de los más importantes, Tikal y Calakmul, parecen haber sido los que más resistieron.

A lo anterior debe añadirse que una parte muy considerable de sitios en la misma región de las tierras bajas del sur no sufrió el abandono masivo que caracterizó el colapso en, por ejemplo, Tikal. Lamanái en Belice y Dzibanché en Quintana Roo, dos centros muy importantes por su tamaño y larga secuencia de ocupación, continuaron habitados a todo lo largo del Posclásico, el primero de ellos hasta bien avanzada la Colonia. Esto debilita la tesis del «colapso del Clásico maya» como fenómeno generalizado en las tierras bajas del sur.

La falta de correspondencia de fechas entre la «caída» de Teotihuacán y el colapso del Clásico maya va en contra de la idea misma de Mesoamérica como espacio con una historia común. Ni los problemas que condujeron a la declinación de Teotihuacán, ni los que culminaron con su «caída», afectaron el área maya: sus urbes siguieron creciendo como lo habían hecho desde años atrás. No puede decirse siquiera, como podría sospecharse de ciudades que surgieron en el Epiclásico del centro de México, que la desaparición de Teotihuacán como centro de poder haya propiciado el desarrollo de las ciudades mayas. Si algo se evidencia del proceso teotihuacano, es que no tuvo ningún efecto sobre el área maya. A propósito del significado de una ofrenda descubierta en Altún Ha, no muy lejos de la costa beliceña, entre cuyos objetos se encontró la mayor cantidad de piezas de obsidiana verde de la Sierra de las Navajas hallada en el área maya —248 piezas en total—, se ha afirmado que «[colocada la ofrenda y sellada la tumba del gobernante], la presencia teotihuacana se hundió con las olas del Caribe sin perturbar sensiblemente la superficie del mar».

Quizá la hipótesis más generalizada entre quienes han estudiado el colapso de las ciudades mayas es que el punto de partida de ese derrumbe fue un crecimiento poblacional fuera de control que terminó por degradar la tierra de cultivo. La idea fundamentalmente es la misma que la primera de las hipótesis mencionadas para la caída de Teotihuacán. No hay, sin embargo, evidencia sólida en estas ciudades de un impacto humano sobre el medio ambiente de consecuencias catastróficas; en principio tal posibilidad es difícil que se dé en sociedades humanas, pues éstas suelen operar con dispositivos regulatorios de tipo social que inhiben el crecimiento demográfico mucho antes de que la población se acerque al límite de la capacidad de sustentación del medio ambiente. Sí se tiene, sin embargo, información de que a finales del Clásico hubo un cambio climático en el norte de Yucatán hacia condiciones de relativa sequía y aridez, cambio que, de haber ocurrido también en las tierras bajas del sur, podría haber sido un factor de importancia en el abandono masivo de sus ciudades. Que haya sucedido tal cosa en esta región meridional es, sin embargo, improbable por sus condiciones particulares: su régimen pluvial, significativamente más húmedo, la hace menos propensa a sufrir los efectos de cambios climáticos moderados.

En el Clásico tardío se observa una tendencia hacia una mayor burocratización del aparato de gobierno: se incrementa el número de integrantes de la élite y se da una mayor movilidad social. El glifo de sajal, un título nobiliario de alto rango que apenas aparece en unos cuantos textos anteriores al siglo VIII, abunda en registros posteriores en la cuenca del Usumacinta y en la zona Puuc. Pintores, escultores y escribas aparecen como nobles en inscripciones de finales del Clásico tardío, un reconocimiento que se encuentra hasta ese momento ausente en estelas, dinteles, bancas y vasijas de cerámica. Ese aumento de integrantes de la élite habría ido acompañado de un debilitamiento y eventual eliminación de la jerarquía del ajaw. La menor importancia concedida a la arquitectura monumental, sumada a la proliferación de palacios claramente distinguibles del resto de los conjuntos habitacionales y la progresiva uniformidad de los entierros de élite sugieren una reducción en la rigidez de la estructura política a medida que se acerca el colapso, pero también indicarían la existencia de una mayor cantidad de miembros de la élite. Podría especularse que la razón de esto último es que, frente a una situación de crisis política inminente, era necesario ampliar las lealtades o, en otros términos, eliminar enemigos potenciales incorporándolos al aparato de gobierno.

Existe, además, una tendencia hacia una mayor secularización del ceremonial. En Kohunlich, por ejemplo, hacia finales del Clásico, las ceremonias de renovación de los dioses se realizaban ya no en espacios públicos (las grandes plazas que habían sido el locus de las ceremonias más importantes), sino en los complejos habitacionales, algunos de ellos residencias de élite, pero otros del común de la gente. Conducir esas ceremonias debió de haber sido responsabilidad de individuos de estatus menor, quizá simples moradores de esos espacios.

Una élite obligada a ceder poder y posiciones tuvo que haber buscado reforzar su imagen empleando distintivos cada vez más elaborados, más lujosos, y sobre todo haber buscado en otros dominios la riqueza perdida. La guerra se convirtió así en una actividad obligada. Y lo fue a todo lo largo de la historia de los mayas: la relativa proliferación de construcciones defensivas y de representaciones muy explícitas sobre combates evidencian que la guerra se practicó: Becán, con un foso y un parapeto, y El Mirador, con una muralla que rodea su recinto sagrado, son ejemplos de defensas tempranas; Tikal, con sus fosos y albarradas del Clásico; Chacchob en el Puuc yucateco, con su muralla del Clásico tardío, y Tulum, Xelhá e Ichpaatún en la costa de Quintana Roo, con sus murallas del Posclásico, son algunos de los ejemplos de este tipo.

El Clásico tardío se distingue por una intensificación de esa actividad bélica, y quizá también por un cambio en su carácter. En efecto, según algunos académicos, la guerra en el Clásico temprano era una empresa entre élites cuyo desenlace no daba ventajas materiales significativas al vencedor; se trataba, en esencia, de batallas que se desarrollaban bajo códigos consensuados y eran motivadas por la necesidad de contar con cautivos para el sacrificio. Esa especie de «guerra pactada» cambió en el Clásico tardío: los enfrentamientos no sólo se hicieron más frecuentes, sino que cambiaron en carácter y motivación: se hicieron abiertos y tuvieron como objetivo lograr ventajas económicas, políticas y territoriales. Sea o no correcta esta idea con respecto al cambio de carácter de la actividad bélica, y la existencia en una primera fase del equivalente de la guerra florida de la que dan cuenta las fuentes coloniales del centro de México, en lo que sí parece haber consenso es en que, a medida que avanzaba el Clásico tardío, las hostilidades se hacían más frecuentes y más intensas.

El clima generalizado en algunos de los principales centros de población de las tierras bajas del sur tuvo que haber sido, bajo estas condiciones, propicio al éxodo, entendido este último como forma de resistencia a las condiciones asimétricas impuestas por la guerra y las pugnas entre miembros de la élite. La pérdida de población de esas ciudades no es, por tanto, de extrañar. Lo que en última instancia habría terminado sería el poder que en un inicio giraría alrededor de la figura del ajaw y, con el tiempo, se habría fragmentado, repartido y, finalmente, habría desaparecido. La historia de quienes abandonaron esas ciudades se tendría que buscar en otros lugares, en aquellos que se convirtieron en destinos de sus desplazamientos.

REACOMODO: LA APARICIÓN DE NUEVOS CENTROS DE POBLACIÓN, NUEVOS DOMINIOS Y RECUPERACIÓN DEL NIVEL DE COMPLEJIDAD SOCIAL

El éxodo y la dispersión de la población teotihuacana y de las ciudades mayas de las tierras bajas del sur produjeron nuevas oportunidades. Los habitantes del centro de México volvieron a distribuirse: antiguos residentes de Teotihuacán se reubicaron en diferentes puntos de la Cuenca de México, sobre todo en las orillas de sus lagos. A partir del estudio de la cerámica de estas comunidades (conocida genéricamente como Coyotlatelco) se han definido diversas áreas de asentamiento para esa época. La primera es la región entre Azcapotzalco y Ecatepec, en el borde poniente del Lago de Texcoco, la cual comprende, además, las poblaciones de Ahuizotla, Tenayuca y Cerro Tenayo; la segunda es la región de Chalco-Xochimilco, en la que destacan los sitios de Chalco y Xico; la tercera es Cerro Portezuelo, ubicado en la margen oriental del Lago de Texcoco.

Otros grupos teotihuacanos, quizá la mayoría, migraron hacia las regiones vecinas: al Valle de Toluca habrían llegado desplazándose a través de la región Azcapotzalco-Ecatepec; a Tlaxcala, siguiendo la ruta oriental. La escasez de materiales Coyotlatelco en los valles de Morelos es no obstante notoria, sin duda porque nunca fue un territorio dominado por Teotihuacán o de interés para la metrópoli.

Todas estas comunidades posteriores a la caída de Teotihuacán conformaron pequeños asentamientos; sólo Ahuizotla y Cerro Portezuelo parecen haber tenido cierta importancia demográfica, y sólo este último parece haber contado con arquitectura monumental. Debieron de haber sido, por tanto, comunidades autosuficientes en lo económico y políticamente autónomas. Se habría regresado al punto de partida del desarrollo de la Cuenca de México que culminó con el gran centro urbano de Teotihuacán. La cuenca, con sus buenas tierras, muchas de ellas abandonadas, con agua en abundancia y recursos de todo tipo, entre ellos una fuente importante de alimento y materiales de origen lacustre, fue sin duda un fuerte imán para quienes buscaban mejores condiciones de vida. El escenario estaba preparado para la entrada y reubicación de nuevos pobladores.

Fue en regiones distintas de la Cuenca de México donde se produjo el resurgimiento de las formas complejas de organización social, de nuevos centros de poder y de ciudades nuevas. De ellas destacan, en el centro de México, Cantona, Cacaxtla y Xochicalco, todas ellas con un desarrollo que se inició hacia mediados del siglo VII y concluyó alrededor de 900 d. C., es decir en el periodo llamado Epiclásico. Al término de este ciclo comenzaría, por cierto, el auge de Tula y el Tajín en el centro de México, y de Chichén Itzá en el norte de Yucatán.

Cantona es un sitio sorprendente, entre otras cosas, por su patrón de asentamiento y sus numerosos juegos de pelota. Ubicado en un malpaís, entre tierras fértiles, el sitio se extiende sobre una superficie de más de 12 km2, nada despreciable si se recuerda que Teotihuacán tuvo una extensión de 30 km2 en el momento de su clímax demográfico. Su patrón de asentamiento es relativamente compacto, con unidades residenciales y espacios de culto integrados por un basamento que pudo rematar en un templo, una plaza y un juego de pelota. Un complejo sistema de calles y andadores empedrados que serpentean el sitio permite el acceso a ambos: a residencias y espacios de culto.

Se han encontrado 26 juegos de pelota, la mayor parte de ellos contemporáneos. Curiosamente no parece que haya habido un modelo único aplicable a la construcción de estos juegos de pelota: todos son diferentes, se distinguen en las dimensiones, la orientación, el proyecto arquitectónico, los elementos complementarios y la ubicación de sus accesos. Esta variedad contrasta con la fuerte homogeneidad de su cerámica. Resulta difícil conciliar ambos aspectos: el primero sugiere que en Cantona vivían grupos de carácter distinto, quizá ocupacional, quizá étnico, que trataban de afirmar su identidad por medio de diferencias en sus espacios de culto, que a su vez serían centro de sus respectivos barrios; el segundo indicaría que todos los grupos que poblaron Cantona tenían un origen común, o que desarrollaron y produjeron en el sitio una cerámica cuya carga simbólica, manifiesta en su decoración, era aceptada por todos, lo cual lleva a pensar en un movimiento migratorio desde un mismo punto o, alternativamente, en el desarrollo de mecanismos de cohesión social en una comunidad diversa.

Cacaxtla, en el estado de Tlaxcala, es un sitio más pequeño, pero de gran importancia, primero porque un cronista de la Colonia lo cita como la capital de los olmecas y xicalancas, supuestos constructores del sitio, y, más que nada, por su pintura mural. En el Mural de la Batalla del Edificio B se escenifica un enfrentamiento entre dos grupos; en él los vencidos de mayor rango se muestran humillados; otros se representan desnudos y heridos o mutilados, y sin armas; otros más aparecen siendo sacrificados; a los vencedores, algunos de ellos vestidos con pieles de jaguar, se los ve con escudos y lanzas, hiriendo a sus enemigos, y agrupados alrededor de al menos dos personajes principales que parecerían dirigir, más que una batalla, una ceremonia de sacrificio humano. Se trataría, entonces, de una representación dirigida a exaltar la guerra y dar sentido al sacrificio humano; seguramente tenía como destinataria a la comunidad en general, sin distinción alguna.

Un segundo mural, pintado en el Edificio A —más tardío—, contiene dos de las figuras más conocidas: en el muro sur aparece un personaje sobre una serpiente emplumada, con yelmo y garras de pájaro, portando un cetro rematado en ambos extremos por cabezas de serpiente; el cetro lleva amarres triples que en el área maya se asocian frecuentemente a ceremonias de sacrificio. En el muro norte el personaje está representado con una piel y yelmo de jaguar, así como con garras de ave; se apoya en una serpiente con piel de jaguar y abraza un atado de lanzas de cuyas puntas escurren gotas de agua.

Lo importante de esta pintura mural es que estilísticamente tiene una fuerte relación con las tierras bajas del sur del área maya y, por otro lado, que incorpora muy pocos elementos que pudieran adscribirse a Teotihuacán, y cuando lo hace es con iconos descontextualizados. El alejamiento del estilo teotihuacano parece intencional. Sería una forma de expresar distancia política e ideológica, y de construir una identidad propia en un sitio físicamente cercano a Teotihuacán y, quizá también, dentro de su esfera política en algún momento del Clásico. Es notorio asimismo que, a pesar de la amplia adopción de rasgos y formas de representación propios del área maya, no haya glifos mayas en los murales. Independientemente de si se trataba de crear o no una distancia respecto a Teotihuacán, quienes encargaron y ejecutaron el fresco no tenían los elementos suficientes para producir una obra en un estilo estrictamente maya; se trata de una producción local. En ese sentido, la pintura mural de Cacaxtla ve hacia el futuro, hacia la constitución de un espacio propio, independiente.

Una situación similar de ruptura con las tradiciones hasta entonces vigentes se encuentra en Xochicalco, un sitio ubicado en el extremo poniente del estado de Morelos. Emplazado en una serie de colinas interconectadas bordeando el río Tembembe, un afluente del río Balsas, es, comparado con Cantona, un asentamiento más compacto pero menos extenso: cubre tan sólo poco más de 2 km2. La relativa proliferación de templos, juegos de pelota y residencias palaciegas han hecho pensar a algunos investigadores que Xochicalco funcionó como centro ceremonial y seguramente administrativo de una gran región a su alrededor, compuesta por asentamientos pequeños. Sin embargo, quienes han trabajado con mayor intensidad en este sitio sostienen que se trata de una ciudad-Estado, y basan su tesis en el hecho de que en Xochicalco se observa una disposición ordenada de sus estructuras, así como obras dirigidas a satisfacer las necesidades de una población fija, fuertemente estratificada; tal es el caso de la construcción de fosos y el aprovechamiento de estanques naturales que rodean el asentamiento para almacenar aguas pluviales.

Xochicalco comparte con Cantona cierta preocupación defensiva que se infiere por la existencia de dispositivos de control del flujo poblacional hacia dentro del sitio y en su interior. Y sobre todo comparte el afán de buscar espacios propios y de abandonar la norma. Ese anhelo se manifiesta en la producción de bienes muebles, muchos de ellos sin paralelo y sin que pueda asignárseles relación alguna con otros sitios; se trata de piezas realmente innovadoras ejecutadas en cerámica y en piedra. Pero también se encuentra en bienes inmuebles, entre los que destaca la Pirámide de las Serpientes Emplumadas, y no sólo por el alto valor estético de su estructura, sino también por su riqueza iconográfica: su intención es dar a conocer la lista de pueblos sujetos a Xochicalco, representados en los tableros de la plataforma por personajes sentados, con la cara de perfil y el cuerpo de frente, portando anteojeras, una bolsa en la mano y el glifo de «año» en el tocado; frente a ellos se presenta el nombre del sujeto y un posible locativo: una quijada de perfil amenazando comerse un disco cuatripartito. En la fachada principal la iconografía se refiere, posiblemente, a un ajuste calendárico. En la base del templo, hoy casi desaparecida, que remataba el basamento, se colocaron lápidas representando guerreros equipados con escudos y lanzas; al igual que la procesión de figuras en el basamento, frente a estos guerreros se encuentra un topónimo y un numeral.

Esta iconografía recuerda la de Cantona en cuanto al interés por exaltar el papel representado por los guerreros, pero difiere en cuanto al sacrificio humano: en Xochicalco parece estar ausente. Comparte también el eclecticismo del estilo. Más notorios aquí los iconos de origen teotihuacano, no dejan de ser un simple elemento en la composición, que está más bien dominada por referentes que se encuentran en el área maya y en Oaxaca. En cualquier caso, como en Cantona, se trata de interpretaciones locales, a veces muy alejadas de lo que habrían sido los modelos originales.

Paralelamente se desarrollaron otros centros de población de importancia en el centro de México: Teotenago en el Valle de Toluca alcanzó su máximo desarrollo hacia 900 d. C. A su vez, Plazuelas, Cerro Barajas y Peralta en el sur de Guanajuato alcanzaron su expansión máxima hacia esas mismas fechas. Igual lo hicieron La Quemada en Zacatecas, Río Verde en San Luis Potosí y Ranas y Toluquilla en la Sierra Gorda de Querétaro. Todos ellos, sin embargo, sufrieron una notable declinación hacia 900/1000 d. C. Sin querer decir que hay una vinculación entre ambos fenómenos, no deja de llamar la atención que todos estos sitios, importantes por su tamaño y sus logros culturales, tuvieron un desarrollo acelerado a partir de la declinación de Teotihuacán; ninguno de ellos, por cierto, logró sobreponerse a las condiciones imperantes en sus respectivas regiones ni prolongar esa presencia en el Posclásico.

Mientras esto sucedía en el centro de México, en el área maya se vivía otra realidad: los años del Epiclásico, de 650 a 900 d. C., fueron precisamente los de mayor desarrollo, los del apogeo de las grandes ciudades mayas de las tierras bajas. El Epiclásico del centro de México corresponde en realidad a lo que en el área maya se ha llamado el Clásico tardío (600-800/900 d. C.), una época que en muchos sitios —a excepción de los antes mencionados a propósito del «colapso maya»— se prolongó uno o dos siglos más, en lo que se conoce como el Terminal (800/900 -1050 d. C.).

En el sur de las tierras bajas mayas, el Terminal es un periodo de inestabilidad que contrasta con el crecimiento sostenido de los sitios del norte de Yucatán. En la región del río de La Pasión (en la cuenca del Usumacinta, del lado guatemalteco), la presencia hacia finales del siglo IX de cerámicas comunes en la planicie costera del Golfo, concretamente en el área de Jonuta y de Moral-Reforma, ambos en Tabasco, más la aparición de supuestos rasgos no mayas en algunas estelas y en la arquitectura del sitio de Ceibal, han hecho pensar a algunos arqueólogos que el Terminal en esta región —fundamentalmente en Ceibal, Altar de Sacrificios y Ucanal— estuvo caracterizado no sólo por una intensificación de la actividad bélica, sino también por la aparición de grupos invasores provenientes de la Chontalpa tabasqueña. A este desplazamiento de larga distancia se le llamó «la expansión putún» (maya-chontal).

No fue la primera vez que en el área se vivió un ambiente de guerra: en el tercer cuarto del siglo VIII en la región del Lago Petexbatún, entre los ríos Salinas y La Pasión, los sitios de Dos Pilas, Tamarindito, Aguateca y, por vez primera, el propio Ceibal dejaron de producir monumentos con registros de sus gobernantes. En ausencia de materiales no mayas, es posible especular que se trató de cambios políticos de orden regional; de ser así, no extraña que, inmediatamente después de la pérdida de hegemonía de estos sitios del Petexbatún, cobraran importancia sitios vecinos como Cancuén y Machaquilá.

La idea de que el Terminal es un periodo de movimientos poblacionales está alimentada por dos hechos. Uno de ellos es la proliferación de sitios de la Costa Oriental (costa de Quintana Roo) y el inusual crecimiento de las comunidades del norte de Yucatán durante el Posclásico, lo cual ha dado pie a opinar que el abandono de las ciudades mayas durante el colapso del Clásico pueda reducirse a un simple desplazamiento de habitantes desde las tierras bajas del sur hacia la costa del Caribe y el norte de la Península de Yucatán. El otro hecho son los relatos contenidos en fuentes coloniales entre las que destacan el Chilam Balam de Chumayel y el Devocionario de nuestra señora de Izamal y conquista espiritual, este último de fray Bernardo de Lizana; en estos textos se mencionan dos oleadas de migrantes. Las fechas en que se realizaron y los itinerarios que se siguieron son poco claros. Se ha datado la primera oleada o «gran bajada» en 970 d. C., una fecha demasiado tardía con respecto a la aparición de rasgos no mayas en Ceibal y Altar de Sacrificios y, por lo tanto, relativamente incompatible con la idea según la cual una expansión de comerciantes-guerreros con origen en la Chontalpa habría culminado con la invasión de la región del río de La Pasión. La segunda o «pequeña bajada» se calcula que ocurrió hacia 1230 d. C., con la entrada de los tutul xiúes en Uxmal y, quizá, de los itzaes en Mayapán.

Nuestras propias excavaciones en Kohunlich, en el sur de Quintana Roo, tienden a confirmar no sólo el ambiente de inestabilidad que se produjo en el Terminal: también se hace evidente la intensidad de los movimientos migratorios, hacia el sitio y desde allí. Es notoria la cantidad de estilos arquitectónicos que aparecen al mismo tiempo en Kohunlich, sin duda cada uno de ellos como reflejo de tradiciones del lugar de origen de quienes migraron hacia el sitio a todo lo largo del Clásico tardío y, en especial, durante el Terminal. Creemos que ello fue posible por haber existido en esos momentos una desintegración del poder que en el Clásico temprano se hallaba fuertemente centralizado. Las oportunidades abiertas a los nuevos habitantes de Kohunlich sin duda operaron en favor de la creatividad en todos los campos, pero quizá fue esto mismo lo que debilitó la posibilidad de construir un proyecto común a todos los que integraban esa comunidad. El sitio fue abandonado hacia 1050 d. C., concluido el Terminal.

Mientras esto sucedía en el sur de Quintana Roo, otros sitios en la misma región, entre ellos Dzibanché, prolongaban su presencia. Igual sucedió en Belice y las tierras bajas del norte: la costa caribeña sufrió una expansión considerable y los sitios del norte de Yucatán entraron en un desarrollo sin paralelo. No fue un surgimiento intempestivo de ciudades, sin raíces: el norte de Yucatán tuvo una ocupación muy importante en el Clásico y en el Preclásico que hoy día, con nuevas exploraciones, está apareciendo, y sorprende.

Con este trasfondo de movimientos migratorios, de reclamos territoriales y de nuevas formas de organización social y política es como arrancó y se desarrolló la última etapa de la historia prehispánica de México, la del Posclásico.

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