EL FRACASO DEL ÉXITO, 1970-1985
ARIEL RODRÍGUEZ KURI
El Colegio de México
RENATO GONZÁLEZ MELLO
Universidad Nacional Autónoma de México
El objetivo de este capítulo es señalar las articulaciones del crecimiento de la población y su distribución en el espacio nacional, de un lado, y el desarrollo económico, social y cultural, del otro. Se intentará describir, además, algunas relaciones de esos fenómenos con los cambios y las permanencias en el sistema político autoritario. Se ha hecho especial énfasis en las décadas de 1970 y 1980, aunque por la naturaleza de algunos procesos la historia debe remontarse a décadas previas. En este periodo México tuvo experiencias similares —no idénticas— a las de otras muchas naciones. No hay nada sorprendente al respecto. Más de un historiador ha considerado que en la segunda posguerra mundial tuvo lugar una verdadera revolución cultural en sociedades de América, Europa y Asia. En México esa revolución cultural alteró la vida de millones de personas en varios planos: dónde vivir (campo o ciudad), en qué trabajar (agricultura, industria o servicios), cuántos hijos tener, cómo valorar la educación escolar y la cultura, cómo organizarse para defender derechos o participar en política, qué tipo de relaciones establecer con los gobernantes, la política o las iglesias, qué esperar de la economía. Para que todo esto fuera posible, los medios masivos de comunicación y entretenimiento (prensa escrita, cine, radio, televisión) se establecieron como catalizadores, vehículos y, con frecuencia, beneficiarios de una serie de cambios tecnológicos y empresariales.
LA POBLACIÓN Y EL CRECIMIENTO ECONÓMICO
Tres rasgos caracterizaron el comportamiento y distribución de la población en México entre 1950 y 1990: el incremento acelerado de la población total del país, el aumento del número de personas que vivían en las ciudades y, al mismo tiempo, el aumento absoluto de la población rural. La superposición de estas realidades demográficas y espaciales tuvo una influencia extraordinaria en el desempeño económico y en la política nacional, pues el volumen, la intensidad del crecimiento y la distribución de la población constituyen de por sí un problema de gobierno.
México pasó de una población de poco más de 25 millones en 1950 a unos 81 millones de habitantes en 1990. En 40 años el país más que triplicó su población. Las tasas de incremento son contundentes para la época dorada del poblamiento mexicano: 3.08% por año para la década 1950-1960 y 3.40% (la más alta de la historia mexicana) para 1960-1970; en los siguientes decenios la tendencia empezó a revertirse: 3.20% por año para 1970-1980 y un incremento más moderado aún de 2% para 1980-1990. Pero nótese el verdadero significado de estas tasas: en 1974 el promedio de hijos por mujer era de 7.6 en zonas rurales y de 5 en zonas urbanas; en 1980, de 7 y 5, respectivamente; y en 1990, 4.7 y 2.9.
La población no creció ni se distribuyó de manera homogénea en el territorio nacional; entre 1950 y 1970 seis de las ocho regiones mantuvieron o disminuyeron su participación en el total nacional y sólo el noroeste (que incluye Baja California, Baja California Sur, Sonora, Sinaloa y Nayarit) y el Valle de México aumentaron su peso específico, al pasar de 6.7 a 8.1% y de 17.2 a 22.4%, respectivamente.
El incremento de la población nacional tuvo entonces un doble efecto. Porque de una parte es necesario reconocer lo que significa para el gobierno y las administraciones nacional y locales enfrentarse a un mundo urbano en crecimiento acelerado. En 1950, 84 localidades en el país podían calificarse como ciudades (pues cada una de ellas tenía 15 000 o más habitantes); en 1970 eran ya 174 ciudades, y en 1990 eran 416. Si en 1950 esas 84 ciudades albergaban poco más de 7 200 000 habitantes (28% de la población nacional), en 1970 tenían casi 23 millones de personas (47% de la población total). En 1990 unos 51 500 000 personas formaban el mundo urbano mexicano (poco más de 63% del total).
Sin embargo, la urbanización mexicana ha sido fuertemente asimétrica. La ciudad de México representaba en 1950 poco más de 11% de la población total del país, pero también casi 40% de la población que vivía en ciudades; en 1970 (incluyendo su área metropolitana) concentraba ya 18% de la población total aunque su participación en la población urbana empezaba a declinar al pasar a 38%; para 1990 su participación en el total nacional era muy similar a la de 20 años antes (poco más de 18%), pero su contribución a la población urbana había declinado notablemente, al situarse en 29.5%. Por lo demás, si en 1950 sólo la ciudad de México estaba por arriba del millón de habitantes (en realidad casi tres millones ese año), para 1970 Guadalajara y Monterrey habían entrado al club (con 1 400 000 y 1 200 000 respectivamente) y sólo en 1990 se agregaría otra urbe: Puebla y su zona metropolitana (con 1 700 000).
El crecimiento de la población urbana no debe ocultar el fenómeno contrario. Las ciudades eran cada vez más importantes pero la población rural creció en términos absolutos. Si en 1950 unos 18 millones de mexicanos vivían en comunidades menores de 15 000 habitantes (y de éstos más de 16 millones lo hacían en comunidades menores de 2500 habitantes), en 1970 eran más de 25 millones de personas las que habitaban en el campo (de los cuales 23 millones lo hacían en comunidades menores a los 2500 habitantes). Para 1990 ya eran casi 30 millones de mexicanos los que habitaban en comunidades menores de 15 000 habitantes (de los cuales 23 millones vivían en comunidades menores de 2500 habitantes).
Si la imagen primera de la urbanización en un país como México genera la idea de una concentración espectacular de la población, paradójicamente lo contrario también es verdadero: la dispersión. En 1970 las localidades con menos de 2500 habitantes sumaron 95 000, pero en 1990 esa categoría alcanzó poco más de 154 000. La dispersión de un número muy importante de la población obedecía a razones de índole política, social y propiamente geográfica. Como antropólogos y geógrafos mostraron en sus estudios de las décadas de 1950 y 1960, el impacto de la reforma agraria en buena parte del México central, oriental y occidental consolidó a los pueblos y comunidades como agentes sociales y políticos capaces de resistir y convivir con las fuertes presiones centrípetas de la urbanización. Así, en un área muy amplia que comprende el Valle de México y el de Toluca, Morelos, el norte y oriente del Estado de México, Puebla y Tlaxcala, el Bajío michoacano y guanajuatense, el centro de Veracruz, parte de Guerrero y el área de influencia de Guadalajara, pudieron convivir algunas de las ciudades más grandes del país con un entramado de pueblos bien estructurados que no sucumbieron ni se debilitaron (aunque por supuesto debieron adaptarse) en medio de la ola urbanizadora.
Pero la proliferación de localidades en el mapa mexicano también obedece a los difíciles equilibrios entre las identidades culturales (a veces pero no siempre reductibles a la etnia), las modalidades de propiedad de la tierra y el control de los recursos agrarios (agua, tierra, pastos, bosques), las formas de defensa y gestión políticas (los gobiernos municipales) y la extensión del territorio y sus densidades de ocupación. En el caso de los estados con mayor número de localidades probablemente se combinan todos esos factores: Chihuahua tenía más de 10 000 localidades en 1980 y aumentó ligeramente en 1990; Chiapas, por otra parte, tendría algo más de 8300 en 1980 pero las duplicó en 1990 cuando superó las 16 000 localidades. Veracruz hizo también una contribución muy importante a la dispersión de la población: poco más de 9000 localidades en 1980 y casi 17 400 en 1990; Oaxaca registró otro incremento importante: más de 4500 en 1980 a más de 7200 en 1990.
Doble horizonte entonces en el paisaje de la sociedad mexicana: mundo urbano en expansión en cuanto al número de habitantes y en cuanto al número de ciudades que los conforman. Además, y de manera simultánea, crecimiento absoluto del número de los habitantes en el campo, cuya inmensa mayoría vivía dispersa en comunidades pequeñísimas. Mediando entre ambas realidades geográficas, sociales y económicas, las migraciones. Entre 1940 y 1970 se desplazaron unas 6 200 000 personas de las zonas rurales a las ciudades mexicanas. En 1970, 14.5% de la población registrada en el censo había nacido en una entidad distinta a donde vivía; ese porcentaje aumentó a 17.2% en 1990. La mexicana era (y es) una sociedad en movimiento. No puede considerarse a los migrantes como una masa indiferenciada. Sabemos que el perfil económico y cultural del migrante cambió a lo largo del tiempo. Sobre todo antes de 1950 migraban personas con niveles de educación superiores al promedio y no necesariamente los más pobres de las comunidades. Después de 1960, en cambio, se detectó que emigraban los más pobres de las comunidades y, en muchos casos, desde las comunidades más pobres del país.
Pero el horizonte migratorio siempre fue más amplio que los flujos campo/ciudad en el territorio nacional. En 1964 terminó el convenio migratorio denominado Plan Bracero entre los gobiernos de Estados Unidos y México. Hacia fines de la década de 1960, unos 200 000 mexicanos estaban en calidad de «deportables» en Estados Unidos; la cifra era similar al promedio anual de contratos firmados durante la vigencia del Plan. Sin embargo, al inicio de la década de 1970 la cifra de mexicanos deportables en Estados Unidos ascendía ya a unos 500 000 y al final de la década se acercaba al millón; al promediar los años ochenta había 1 500 000 mexicanos ilegales en Estados Unidos.
ÉXITOS Y LIMITES DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO
En ese mundo donde se incrementaba la población de manera acelerada, el desempeño de la economía debe ser evaluado atendiendo no sólo a supuestos criterios de ortodoxia sino de eficacia. Proponemos un matiz para entender con mayor precisión las continuidades e inflexiones de la economía nacional: el observatorio no debe estar montado de manera necesaria en las terrazas, familiares y cómodas pero engañosas, de los sexenios, sino emplazado en horizontes más extensos, que sirvan para identificar detalles y tendencias más claras. Un ejemplo: vista la economía desde la perspectiva del ritmo de incremento de la riqueza nacional, hay una marcada continuidad en el periodo comprendido entre los años 1961 y 1981 y una clara ruptura a partir de 1982 (véase el cuadro 1).
El incremento del producto interno bruto (PIB) para el periodo 1961-1981 alcanzó un promedio anual de 6.7%, y es notable que el incremento del producto por habitante fuera de 3.4% anual para el mismo periodo, lo que evidencia que la creación de riqueza pudo asimilar —al menos nominalmente— el crecimiento de la población, uno de los más altos del mundo. Resulta claro por lo demás que entre 1982 y 1988 se revierte esa tendencia; la economía casi no crece (apenas un incremento de 0.1% anual) y por supuesto el producto por habitante se retrae espectacularmente: –2.5% por año.
El comportamiento de los precios es asimismo ilustrativo. Su aumento entre 1961 y 1972 fue de un dígito (en ningún año fue superior a 6%), y con un importante crecimiento del producto; entre 1973 y 1981 el promedio de los incrementos de precios fue de 20.5% anual, pero aún con un importante crecimiento de la economía; a partir de 1982 se perfila uno de los peores escenarios: nulo crecimiento del producto con inflaciones anuales de 88% en promedio. A lo largo de la década de 1960 la prioridad gubernamental y empresarial fue que la economía creciera, y lo hizo en un contexto de estabilidad de precios al menos hasta 1972. La prioridad se mantuvo como política de Estado en la década siguiente (con excepción de la atonía de 1971), aunque se sacrificó la estabilidad de precios en el altar del crecimiento. Aunque hoy sabemos que esto generó inequidades y distorsiones, no fue una alternativa irracional. Con un crecimiento de la población como el mexicano, con los rezagos acumulados y con las tensiones políticas en ascenso, el crecimiento del producto (con baja o alta inflación) era social y políticamente manejable; no así el estancamiento.
En México la contribución de las distintas ramas de la economía al producto total varió dramáticamente en tres décadas. En 1960 la actividad agropecuaria representaba 15.2% de la riqueza nacional; en 1970 aportaba sólo 11.2%; para 1980 era 8.2%, y a mediados de la década de 1990 apenas un magro 5%. Entre 1961 y 1965 las actividades agropecuarias crecieron en promedio 3.8% por año, apenas por arriba del incremento demográfico pero muy por debajo del crecimiento global de la economía. Entre 1966 y 1970 las cosas empeoraron: las actividades agropecuarias crecieron apenas 2.1% por año, claramente por debajo del incremento de población y con mucho rezago respecto al desempeño de la economía.
Es imposible subestimar el impacto económico y político de este comportamiento de las actividades agropecuarias. En 1970 casi 42% de la población económicamente activa del país se ocupaba en el sector agropecuario (en 1990 todavía un muy alto 24% de la población económicamente activa seguía ocupada en ese campo); en otras palabras, el pobre desempeño de las actividades agropecuarias tenía un impacto directo en una proporción enorme de la población nacional. Esta realidad explica, al menos en parte, por qué el campo mexicano experimentará una reactivación de la insurgencia campesina en demanda de tierra a lo largo de las décadas de 1960 y 1970 (aunque también contribuyó el aumento en las restricciones para emigrar a Estados Unidos).
Pero había otra mala noticia: desde la década de 1940 el sector exportador de la agricultura y la ganadería era una de las fuentes de divisas indispensables para comprar en el extranjero las máquinas, herramientas e insumos que la industria necesitaba; con el abatimiento de las actividades agropecuarias, esas divisas iban a tener que buscarse, al menos por un tiempo, en otra parte. Mientras en 1970 los productos agropecuarios representaban 48% del valor total de las exportaciones, en 1980 contribuían con menos de 10% y en 1990 con menos de 5%. No obstante estos datos, es necesario establecer que la actividad agrícola y ganadera conservó islotes de alta productividad y capacidad exportadora, provistos de crédito y agua, que explotaron sobre todo las necesidades alimentarias del mercado estadounidense.
Entre 1961 y 1988 la industria manufacturera nunca aportó al producto nacional menos de 20%, y hubo momentos (1970) en que su participación llegó a 23%. En ese mismo periodo el sector manufacturero creció 5.3% por año, aunque con importantes diferencias decenales: 7.8% entre 1961 y 1970; 6.3% entre 1971 y 1980, y por debajo de 1% entre 1981 y 1988. La contribución de la industria manufacturera al sector externo de la economía, contra lo que usualmente se piensa, no era deleznable: en 1970 representó 35% del valor de las exportaciones, bajó a 19.5% en 1980 y repuntó espectacularmente en 1990 para alcanzar casi 80%. Con toda seguridad, la industrialización es el fenómeno más característico de todo el periodo y su impacto no puede ser ponderado sólo en términos de su peso en la economía. En buena medida indujo una revolución sociocultural y, más allá, determinó prácticas y maneras de gobernar.
El horizonte industrial mexicano estaba hecho de múltiples vertientes. Para entender su historia, sin embargo, es imprescindible reconocer que casi desde cualquier perspectiva o indicador (número de empresas, capacidad de crear empleos o contribución al crecimiento del producto), el ensanchamiento del parque industrial estuvo siempre vinculado a una política de fomento deliberada y prolongada en el tiempo. Coyunturas globales extraordinarias, que dejaron una profunda huella en el pensamiento económico y en los hábitos de los políticos y planificadores, como las secuelas de la depresión de 1929 y los efectos económicos de la segunda guerra mundial, mostraron las posibilidades del crecimiento endógeno como producto virtuoso del proteccionismo, de la disrupción de los circuitos comerciales internacionales o, como en el caso mexicano, del establecimiento de un virtual tratado de libre comercio, como el firmado entre Estados Unidos y México en 1943.
A partir de 1960 el comercio (categoría que incluye hoteles y restaurantes) fue el rubro más importante de la economía mexicana; entre 1960 y 1985 el comercio representó, poco más o menos, 25% del valor de toda la actividad económica nacional. Si al comercio sumamos otro tipo de servicios como los financieros (que representaron alrededor de 10% de la actividad) o los servicios personales (18%), estaremos ante lo que los historiadores y economistas han considerado un fenómeno típico del subdesarrollo: la temprana preeminencia —respecto a otras experiencias históricas— de los servicios en la economía. Sea o no del todo correcta esta caracterización, en la experiencia mexicana hubo una asociación mental entre la urbanización y el crecimiento de los servicios. Como en muchas economías subdesarrolladas o atrasadas, es difícil juzgar la real significación del llamado sector de servicios en México. Dado que éste incluye desde los grandes bancos, hoteles y comercios hasta pequeños negocios de baja inversión y productividad, el tamaño relativo del sector puede decir mucho y ocultar mucho de una economía y de una sociedad. Sabemos que ha sido por décadas el sector más importante de la economía. Sin embargo ha sido también el gran cajón de sastre del desempleo, el subempleo y el empleo informal. El comercio callejero, fenómeno típico de las ciudades mexicanas casi sin excepción, ha expresado todas las potencialidades y limitaciones del espíritu empresarial mexicano. Por una parte, esos negocios de baja intensidad de capital han resultado una salida para subsanar el acceso y la permanencia en el empleo formal, dificultoso sobre todo luego de las grandes crisis económicas como las de 1976 y 1982. Esos negocios, además, han contribuido a mantener las tasas de desempleo abierto muy por debajo de los niveles que se esperarían en los momentos más bajos del ciclo económico. Pero ese enmascaramiento ha hecho poco por elevar la productividad de la economía, por elevar los niveles de ingreso de las familias, por mantener niveles adecuados de captación fiscal, por promover reglas sensatas de competencia económica y por innovar el mundo de los negocios.
Pero las consecuencias y las representaciones ideológicas del desempeño económico siempre son complejas. Es cierto que la economía mexicana creció durante más de 20 años a tasas muy elevadas, superiores al incremento de la población. Es cierto también que en el periodo se consolidó la idea de que la economía habría de ser industrial y, sobre todo, de servicios. Pero no debe olvidarse que la industrialización, la urbanización y el despliegue de una economía de servicios se dieron en el contexto de un campo poblado y, en algunas regiones, superpoblado.
Entre la década de 1960 y principios de la de 1980 se crearon las condiciones de posibilidad del crecimiento, es decir, el primer momento de un círculo virtuoso. El desempeño económico fue acompañado y seguramente propiciado por la creación de infraestructura en una escala desconocida. La provisión de energía eléctrica, gas y agua creció 13.1% al año en promedio entre 1961 y 1970; 9.1% entre 1971 y 1980, y un todavía aceptable 6.1% entre 1981 y 1988. Hay años, como 1963, en que la producción de electricidad, gas y agua creció 22.3% respecto al año anterior; 1968 fue asimismo un año espectacular, con un incremento de 18.3% en ese rubro.
En las últimas dos décadas se ha interpretado la política de sustitución de importaciones que llevó a la industrialización de México como un modelo que tendía a la autodestrucción, debido sobre todo a sus limitaciones estructurales, es decir, a su nula o débil proclividad para exportar (y proporcionar divisas) y para producir bienes de capital. Ese diagnóstico fue apresurado y conllevaba ciertos componentes ideológicos, pues dejó de lado el impacto positivo, en términos de desarrollo social y humano, del proceso en su conjunto y la posibilidad de revisar y ajustar un modelo económico que generó empleo, crecimiento y bienestar. La evidencia disponible muestra que los niveles de vida más altos en la historia de la sociedad mexicana se alcanzaron a principios de la década de 1980, después de cuatro décadas de industrialización y urbanización. Así por ejemplo, 1982 es el punto de convergencia más alto en los ingresos salariales de los trabajadores mexicanos y estadounidenses.
No ha terminado aún el debate sobre el desempeño y las disyuntivas en la conducción de la economía mexicana, sobre todo para el periodo comprendido entre 1970 y 1982. Sin embargo, y si nos atenemos sólo al aumento del producto nacional y al comportamiento del ingreso por persona (véase el cuadro 1), en realidad se trató de una década estupenda, más todavía si se compara con el estancamiento o el avance muy lento de esos indicadores en los 20 años siguientes. Mejor aún, durante las décadas de 1970 y 1980 aumentó la equidad en la distribución del ingreso (que en 1984 alcanzó un índice de Gini de 0456, probablemente el más equitativo en la historia del siglo XX mexicano). Sin embargo el indicador más visible del progreso social tuvo que ver con el bienestar general; la esperanza de vida dio un salto notable: pasó de 60.9 años en 1970 a 66.2 años en 1980 y a 70.8 en 1990. Y la tasa de mortalidad infantil disminuyó notablemente: de 90.3 por mil nacidos vivos en 1960 a 76.8 en 1970 y a 36.2 en 1990.
No obstante, los límites para la economía mexicana estaban a la vista ya desde la segunda parte de la década de 1960. El retraimiento del producto agrícola, de una parte, y los problemas crecientes en la balanza comercial, de la otra, eran algunos de los más importantes. Era cada vez más obvio que se estaba comprando en el extranjero más de lo que se vendía; todavía a principios de la década de 1970 los ingresos por turismo y las llamadas transacciones en la frontera con Estados Unidos ayudaban a resarcir, de manera parcial, el déficit comercial. Pero existía un problema crónico para financiar el crecimiento, y ésta sería una obsesión y a la larga una asignatura pendiente de los gobiernos de Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982).
Hacia 1970 aceptar el estancamiento o retroceso en la economía no era una opción. Para el gobierno mexicano era obligatorio que la economía creciera y que además se redistribuyera el ingreso. Existía además la certeza, muy extendida en muchos círculos políticos e intelectuales, de que el crecimiento de la población y ciertas formas de descontento social amenazaban el orden político. Debido a un mayor debate público y a la paulatina democratización de ciertos espacios de la sociedad, los gobiernos de Echeverría y de López Portillo fueron observados al detalle por intelectuales y académicos, sus medidas económicas diseccionadas desde varios ángulos y la evidencia de sus fracasos (la grandes devaluaciones del peso frente al dólar de 1976 y 1982 y el estancamiento económico de la década de 1980, atribuidos a sus políticas) extrapolada para cuestionar aspectos esenciales del régimen político. No obstante, la gran paradoja del periodo fue que se alcanzaron dos de las metas más preciadas por todo gobierno moderno: crecimiento de la economía y redistribución del ingreso.
¿Por qué el éxito se convirtió en fracaso? Los dirigentes más avezados y el público más informado sabían que las supuestas fortalezas del Estado mexicano estaban ancladas más en imágenes que en realidades materiales. En 1970 el gobierno ejercía como presupuesto de gasto el equivalente a 13% del PIB. Los gobiernos de Chile (22%), Venezuela (21%), Brasil (20%), Perú (17%), Costa Rica (17%), Uruguay (15%) y Argentina (14%) tenían mayor disponibilidad relativa de recursos. Esa debilidad puede medirse de otra manera: en 1971 la recaudación fiscal del gobierno era equivalente a 7.2% del PIB, porcentaje tres veces menor a la recaudación de Estados Unidos o Venezuela, y apenas la mitad de países como Kenya, Sudáfrica, Perú o Turquía. El gobierno mexicano era débil no sólo para financiar con divisas el crecimiento de la economía, sino para captar, vía impuestos, los recursos necesarios para inversión y desarrollo.
Dada esa circunstancia se recurrió a dos herramientas para financiar el crecimiento: el manejo deficitario del presupuesto y los préstamos internacionales. Ambas opciones eran asequibles por razones político-institucionales: la más importante, que la representación política encargada de regularlas, el Congreso de la Unión, estaba sujeta a un partido oficial y casi único. Sin embargo, no debe suponerse que el empleo de esos instrumentos haya sido desde el principio una decisión fundada sólo en una «ideología» y asumida sin más; durante el gobierno de Echeverría, en los años 1971-1972, se trató de reducir el ritmo de endeudamiento externo y, como veremos, de implantar una reforma fiscal. Por razones políticas no se alcanzaron esos objetivos.
La política de endeudamiento y déficit encontró sorpresas. Sin previo aviso, en agosto de 1971, el gobierno de Estados Unidos aumentó en 10% todos los aranceles a sus importaciones. Luego, a raíz del conflicto árabe-israelí recrudecido por la guerra de octubre de 1973, se desató el embargo petrolero a los grandes consumidores y con ello la recesión más o menos generalizada en Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. La disminución o estancamiento en el crecimiento económico global afectó las exportaciones, el precio de algunas materias primas y el turismo. Las circunstancias económicas internacionales son una explicación parcial, pero importante, del aumento del ritmo del endeudamiento externo, del incremento del déficit fiscal, sobre todo en 1975 y 1976, y de un giro (como veremos) en la política exterior del gobierno.
Es claro que el año 1976 favoreció todas las mitologías antioficialistas de las clases medias y las élites económicas en dos procesos traumáticos: la devaluación del peso frente al dólar (que en agosto de aquel año pasó de 12.50 a casi 25 pesos por dólar) y el enfrentamiento del presidente Echeverría y su gobierno con los empresarios, que alcanzó intensidades inusitadas; más aún: se debió aceptar un programa de ajuste del Fondo Monetario Internacional. Pero en los dos años siguientes —ya en la administración de López Portillo— la percepción de la realidad mexicana cambió en los mismos círculos políticos y sociales que abominaron de Echeverría. De una manera un tanto sorpresiva, México tenía una de las reservas de petróleo más importantes del mundo, justo antes de que los precios de los hidrocarburos comenzaran un proceso de ajuste al alza. En 1976 las reservas de petróleo se encontraban en el rango de los 6300 millones de barriles; en 1983 alcanzaron los 72 500 millones de barriles. La capacidad exportadora de la industria petrolera se multiplicó por cinco en menos de cuatro años; mientras en 1978 se vendieron 365 000 barriles de petróleo mexicano por día en el mercado internacional, en 1982 se exportaron 1 500 000 barriles diarios; fue asimismo notable el crecimiento de la producción total (consumo interno más exportaciones): 810 000 barriles diarios en 1975 y 2 750 000 en 1982. Los incentivos para el aumento de la producción y, sobre todo, de las exportaciones, eran extraordinarios; el barril mexicano se vendió en 13.30 dólares en 1978 (promedio del año), para llegar a 32.30 dólares en 1981 (y bajar a 28 dólares en 1982).
Los problemas estructurales para el desarrollo parecían solucionarse de pronto, a pesar de que la política económica era intensamente debatida en los medios periodísticos, intelectuales y universitarios. Y así por ejemplo, el flujo de capitales del extranjero parecía paliar las deficiencias crónicas en la captación fiscal y en la capacidad exportadora de la economía. La inversión extranjera directa pasó de 540 millones de dólares en 1977 a 3075 millones en 1981, un nivel este último que no se recuperaría hasta 1989. El volumen de recursos disponibles permitió incrementar el gasto y la inversión pública en infraestructura de comunicaciones e industrial, así como en salud y educación. El gobierno pudo además subsidiar el consumo de alimentos y combustibles y ensayar una enorme gama de incentivos (créditos blandos, subsidios, permisos de importación) para el fomento de los negocios privados.
Pero la estabilidad de todo el modelo de financiamiento de la economía dependía de una serie de variables que no estaban en manos del gobierno nacional. El precio del barril de petróleo y las tasas de interés de los préstamos se definían en otra parte. En cambio, sí estuvieron en manos del gobierno decisiones cuyas consecuencias no fueron positivas: permitir la preeminencia de las exportaciones petroleras sin alentar el intercambio de otro tipo de mercancías con el exterior y contratar una parte sustancial de la deuda en el extranjero con periodos de vencimiento de muy corto plazo.
Como se puede observar en el cuadro 1, entre 1983 y 1988 la economía tuvo uno de los peores desempeños de su historia en el siglo XX. En realidad el periodo debe interpretarse también, más allá de los problemas heredados del modelo anterior, como un conjunto de ensayos y errores para reorientar la economía mexicana. A la larga prevalecieron dos medidas: la apertura comercial iniciada en 1986 con el ingreso de México al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y la venta a particulares de empresas y entidades de propiedad pública. Aunque los precios disminuidos del petróleo mexicano y los intereses de la deuda externa afectaban de manera cotidiana las finanzas del gobierno, no hubo intentos serios por realizar una reforma fiscal, aunque sí hubo un replanteamiento de la manera de gastar el dinero público por conducto de los gobiernos estatales y municipales. La prioridad del gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) fue reducir el déficit público (que en 1982 alcanzó casi 17% como porcentaje del PIB) por la vía del recorte del gasto. Evaluada la economía con los datos duros del crecimiento del producto y el comportamiento de los precios, las conclusiones no son halagüeñas: de los seis años comprendidos entre 1983 y 1988, en dos hay un decrecimiento del producto total, en cuatro un decrecimiento del producto por persona y en tres una inflación superior a 100% (en los otros tres la inflación fue superior a 50% por año).
EDUCACIÓN Y CULTURA
La cultura mexicana se caracterizó, en la segunda mitad del siglo XX, por la centralidad que adquirió la televisión. Esto ocurrió en todo el mundo: el pequeño cine portátil invadió la estancia, el comedor, la recámara, la cocina, y unió la vida privada con el mercado. En México había un régimen de partido que monopolizaba las representaciones políticas (particularmente los puestos de elección) y las otras representaciones: las que corresponden a la imaginación e incluyen las explicaciones o imágenes acerca de la sociedad, la cultura, el mundo y la política. El PRI, durante el siglo XX, buscó en varias ocasiones implantar una cultura de Estado ortodoxa y nacionalista; pero fue más frecuente que buscara establecer los márgenes de la disidencia, incluso abrirle espacios y construirle herramientas de expresión, con la finalidad de administrarla. En estas circunstancias, la televisión y la radio hicieron algo más que vender tónicos para el cabello, lavadoras y candidaturas presidenciales.
La hegemonía cultural que propician los llamados «medios masivos de comunicación» (la televisión, la radio y la prensa industrial) crece de la mano del esplendor priista. Recorre la cultura popular y las balbucientes certidumbres de las clases medias urbanas. No escatima nada: explora el arte de vanguardia, la pintura mural, los cómics, los institutos oficiales de cultura y la educación superior. El Estado también busca alcanzar la nueva conformación territorial y demográfica, estableciendo agentes e instituciones culturales en los nuevos centros urbanos. El Estado no es el único que tiene una política sobre la nueva demografía. También la tienen la Iglesia católica, que funda nuevas diócesis, y los gobiernos estatales. La insurgencia estudiantil de los años sesenta lleva al gobierno a aumentar el tamaño y número de las universidades públicas. Hay universidades e institutos tecnológicos en numerosas ciudades medianas, y algunos institutos de investigación expresamente dedicados al estudio de las identidades regionales o parroquiales.
Al inaugurar la Olimpiada de 1968, Gustavo Díaz Ordaz recibe una rechifla en el Estadio Universitario. No pasa mucho más. Al inaugurar el campeonato mundial de futbol de 1986, Miguel de la Madrid recibe otra rechifla en el Estadio Azteca. Sólo que esta vez sí pasa mucho más. Aquí vamos a señalar dos espacios —no sólo es metáfora— de esa ruptura: por una parte, la creciente importancia de manifestaciones y prácticas culturales en los márgenes; por la otra, la redistribución geográfica del poder simbólico. Ni una ni otra serían comprensibles sin el crecimiento de los medios electrónicos de comunicación. Hay que ver el crecimiento de la radio y la televisión en una suerte de «larga duración», más allá de los sexenios y las décadas concretas, porque éstos se articulan con un problema señalado por los estudios demográficos que obsesionan a los gobernantes priistas: con la dispersión poblacional.
La televisión cumple las promesas que había hecho la pintura mural. En cada uno de los cuatro censos nacionales de población, entre 1960 y 1990, seis millones de personas se declaran analfabetas. Esta cifra no incluye a quienes, sabiendo leer y escribir, tienen con la palabra escrita una relación instrumental y poco frecuente. Las «industrias culturales» mexicanas se dirigen deliberadamente a ese público. La pintura mural se describió a veces como una especie de gran biblia pintada para los que no sabían leer, supuestamente descifrable sin necesidad de instrucción básica. La realidad fue distinta: los murales de Diego Rivera y José Clemente Orozco, y también los de sus seguidores en la segunda mitad del siglo, fueron con frecuencia complejos y hasta indescifrables. Exigían, para una interpretación elemental, capacidades y herramientas mucho más sofisticadas que el mero dominio del alfabeto: exigían una cultura general. Esto no significa que las grandes masas campesinas no hayan pensado nada sobre las imágenes de los muralistas, pero sí quiere decir que aquellos pintores crearon una expectativa que ellos mismos no pudieron satisfacer: una cultura útil para la propaganda política del Estado, capaz de sobreponerse a las diferencias culturales e incluso anularlas.
La televisión se vuelve importante porque su discurso, verbal y en imagen, rebasa los límites de la élite cultural, que infructuosamente se propone controlarla o infiltrarla. La eficacia de la televisión es explicable: se debe a su capacidad para expandir sus alcances más allá de la capital y los grandes centros urbanos, hasta crear redes de transmisión y repetición de sus propios contenidos que abarcan vastos espacios del territorio nacional. Las burocracias y las élites políticas desarrollan con este vigoroso sistema una relación de odio y amor. Las cadenas nacionales de televisión y radio resuelven, mucho mejor que los carteles, grabados y murales, las necesidades de propaganda del Estado. Pero esos mismos agentes son vistos con miedo, en la medida en que alcanzan con facilidad a una población que se moderniza, pero lejos de los aparatos de control propios de los centros urbanos.
Los intelectuales de la posrevolución construyeron sus alianzas, entre ellos mismos y con el Estado, frente a dos adversarios. Uno de ellos, la Iglesia católica; el otro, las industrias culturales. Intelectuales y artistas compartieron con el Estado expectativas bastante halagüeñas sobre el poder de la prensa, y al mismo tiempo temores desorbitados sobre los periódicos, publicaciones, cromos y otros impresos. Esta ambivalencia se trasladó a los medios electrónicos de comunicación. Los gobiernos posrevolucionarios aspiraron a utilizarlos y controlarlos. El Estado estableció estaciones de radio y las usó intensamente para la propaganda, y también se inmiscuyó en la producción cinematográfica. Quizá en ningún ámbito fue tan intenso el intercambio como en el cine, donde poetas, artistas, políticos y directores construyeron una especie de caldo de cultivo de la cultura que fue reemplazado, durante las décadas finales del siglo XX, por un nacionalismo cristalizado y desprovisto de toda posibilidad de innovación (como lo puso en evidencia el programa radiofónico de Carlos Monsiváis en los años sesenta: El cine y la crítica). Era la repetición ad nauseam de los clichés. Es posible que el ascenso de la televisión fuera impulsado por la intrascendencia general, durante el periodo que cubre este capítulo, de la producción cinematográfica. Pero en ello también es determinante una política que trasciende los sexenios.
Al mismo tiempo que reorganiza el partido oficial, Miguel Alemán planea, con el Instituto Nacional de Bellas Artes, una serie de políticas de la cultura que pueden comprenderse mejor al relacionarlas con las políticas oficiales sobre la radio y la televisión. El naciente INBA comisiona a Salvador Novo para que estudie el funcionamiento de la BBC, con el fin implícito de establecer en México un sistema de televisión semejante al modelo británico, en el que los medios son de propiedad pública. El propio INBA publica el informe de Salvador Novo, que simpatiza abiertamente con la televisión pública y no con el modelo estadounidense de televisión privada. Las palabras de Novo son inequívocas: «El monopolio actuará de modo distinto frente a la pirámide social. Su reconocimiento del hecho de que 50% de la población es ignorante; de que 40% posee cierto grado de cultura, y de que 10% representa la cultura superior, lejos de inducirlo a fundirles en una sola cifra, le persuadirá de la necesidad de imprimir a estas tres capas un gradual movimiento de ascensión que permita reducir el porcentaje máximo inferior en beneficio del segundo y con tendencias a fortalecer el tercero». El Estado no debía dejar un instrumento tan valioso al arbitrio de las fuerzas del mercado. Curiosamente, a Novo no le parecía que los consumidores tuvieran importancia entre las fuerzas del mercado: «En fin de cuentas, todos prosperan: los dueños de las transmisoras, los locutores, los artistas, los anunciantes, los vendedores de aparatos de recepción. El dueño del aparato es lo de menos».
Pero las cosas tomaron otra dirección. En el medio siglo siguiente, se ensayaron modelos de televisión pública, pero en la realidad y, de manera muy especial, en la ley, prevaleció el modelo estadounidense: televisión privada, dedicada al entretenimiento. Las investigaciones de Fernando Mejía Barquera han mostrado que la política del Estado frente a los medios de comunicación electrónica se había definido décadas antes, con respecto a la radio. El Estado posrevolucionario había monopolizado la programación política en las estaciones de la Secretaría de Educación Pública, de la Secretaría de Gobernación y del Partido Nacional Revolucionario. Los emisores privados tenían prohibido, ya fuera en forma implícita o explícita, incursionar en la programación política. Este silencio tenía sus recompensas. El Estado garantizaba la permanencia de las concesiones establecidas desde la Ley de Comunicaciones Eléctricas, de 1926.
Tal vez más importante que lo anterior, cuando llega la televisión había ya una importante experiencia en el sistema de cadenas nacionales. La empresa Radio Programas de México estableció en 1940 una red que distribuía a las pequeñas emisoras locales los programas que éstas no habrían podido producir, y además les garantizaba el acceso a las refacciones, escasas durante la guerra. Emilio Azcárraga era uno de los socios principales en esta empresa. Aunque la televisión se inicia en los años cincuenta, para 1960 se había establecido la primera red nacional y un par de décadas después sus herederos incursionaron en las comunicaciones satelitales. En 1956 se fundieron los canales 2, 4 y 5 en la empresa Telesistema Mexicano, antecedente de Televisa —surgida en 1972, tras una nueva fusión con Televisión Independiente de México.
Nadie como Emilio Azcárraga Vidaurreta para conjuntar los buenos contactos con el gobierno y la alianza con el capital estadounidense. Desde tiempos de Manuel Ávila Camacho, Azcárraga había comenzado a afianzar una red de relaciones políticas. Prominentes funcionarios de las empresas radiofónicas o líderes de la industria (cuya cámara se había fundado en 1941) ocuparían puestos públicos importantes: subsecretarías y secretarías, ya fuera en el ramo de comunicaciones o en los departamentos encargados de la propaganda. Azcárraga negoció exitosamente con Miguel Alemán para evitar los proyectos de establecer un modelo de televisión pública semejante al que operaba en Gran Bretaña. Hacia 1952 se habían otorgado ya 30 concesiones para canales de televisión en toda la República, casi todas en el norte del país (aunque una de ellas en Mérida). Sólo una, sin embargo, había entrado en funciones regularmente, desde luego en la ciudad de México. Se trataba del canal 2, que comenzó sus emisiones en 1951.
Los concesionarios mexicanos más importantes participaban, además, en la Asociación Interamericana de Radiodifusión. La AIR era una organización que buscaba defender, en la región, el modelo estadounidense de televisión comercial, manejada por una industria privada. En el programa de la AIR había la intención explícita de influir en las distintas legislaciones nacionales, con el fin de garantizar los derechos de la industria privada de las telecomunicaciones, estrategia que culminó exitosamente en México con la Ley Federal de Radio y Televisión, publicada en 1960. No todo, sin embargo, fue miel sobre hojuelas. En 1969 Gustavo Díaz Ordaz propuso una ley que habría obligado a la industria a pagar impuestos de 25%. La alternativa, planteada en la propia ley, era poner a la disposición del público certificados de participación y ceder el control de sus empresas a fideicomisos controlados en instituciones públicas. Era tarde. La presión de los industriales fue suficiente para conmutarla por la cesión al gobierno federal de 12.5% del tiempo de transmisiones.
Los nombres que aparecen en los archivos de la historia temprana de la televisión llaman la atención por su futura articulación política. Luis M. Farías, dirigente de los locutores de televisión, dirigió la Cámara de Diputados en el sexenio de Díaz Ordaz, y repitió esta importante función entre 1979 y 1982, en la primera legislatura posterior a la reforma política. Se creó un sistema de circulación de élites que aún permite a los locutores de futbol convertirse en senadores o a los comediantes en diputados, y a los funcionarios de las televisoras en secretarios, subsecretarios o gobernadores. Aunque no le está vedado el Poder Ejecutivo (Farías llegó a ser gobernador de Nuevo León), es significativo que este circuito de transferencias funcione sobre todo en las instancias de representación: en el Poder Legislativo.
Durante este periodo, el Estado mantiene una modesta red paralela de televisión y radio. En 1968 el secretario de Educación Pública, Agustín Yáñez, que en los años treinta había sido jefe de la Oficina Radiotelefónica de la sep, reinaugura Radio Educación, la estación de la propia Secretaría que había quedado, desde los años cuarenta, subsumida entre las de la Secretaría de Gobernación, en particular Radio México. A Radio Educación la acompañan varias emisoras universitarias en la capital y en los estados. Radio Universidad había comenzado sus transmisiones en 1937 con un discurso inaugural de Alejandro Gómez Arias: la nueva estación serviría, en primer lugar, para «transmitir todas las tendencias, todas las ideologías», pero además, para contrarrestar los efectos de las otras estaciones, pues la radio «se vuelve contra el hombre al transmitir música que degenera y envilece». En 1958 comienza sus transmisiones el canal 11, del Instituto Politécnico Nacional, primera televisora propiamente estatal. En 1972, el canal 13 es adquirido por el Estado debido a sus problemas financieros y se convierte en el origen de un sistema de televisión gubernamental que sería convertido, en 1983, en el Instituto Mexicano de Televisión. De corta vida, esta empresa estatal fue privatizada en 1993 y convertida en Televisión Azteca. En esa misma oportunidad, el canal 22 quedó en manos del Estado como segunda televisora cultural.
El uso de la televisión con fines educativos tiene mejor fortuna. En 1967, después de un año de experimentos con grupos piloto, la SEP pone en marcha el sistema de Telesecundaria, inspirado en un modelo italiano. La Telesecundaria tiene éxito en la medida en que, a los pocos años de su inicio, revisa el modelo original, en el que el aparato receptor se concebía como una especie de multiplicador del maestro, cuya imagen en vivo se transmitía a aulas que no tenían profesores sino «monitores»: docentes encargados de complementar la información. En los años setenta, esta orientación cambia para hacer de las transmisiones un complemento de la labor docente, semejante a los libros de texto, y no un mero sistema de repetición de un mensaje centralizado. Con casi 17 000 planteles y 500 000 alumnos en el año 2008, el sistema tiene éxito por razones obvias: puede hacer llegar la oferta educativa a lugares remotos, reduciendo los costos del material didáctico pero, mucho más importante, proponiendo una forma de administrar racionalmente la diversidad de los espacios educativos, la formación de los profesores y las características locales con la unidad de la propuesta educativa. Algo semejante ocurre con la arquitectura escolar.
La televisión queda configurada como un sistema mixto: la mayor parte del espectro lo ocupa la televisión privada. La pública será, la mayor parte del tiempo, marginal: estará destinada a y será producida por ese 10% de la población que, según Novo, «representa la cultura superior». El Estado no aspirará a disputar el público masivo directamente, sólo buscará la administración de sus márgenes. Posiblemente esta política se derive de una conciencia sobre la importancia de esa franja, pequeña, pero con gran poder de representación pública. Es en ese margen donde se pone en peligro la hegemonía del sistema político, y donde una y otra vez se vuelve a negociar su vigencia. Las estaciones del Estado tienen el propósito de administrar las categorías y géneros que interesan a los intelectuales: la identidad, la sátira, la vanguardia, la narrativa, la comunicación, la variedad de los espacios.
Esta concesión marginal no disminuye las expectativas de los intelectuales sobre el potencial educativo de la televisión, la radio e incluso de las revistas ilustradas. Los estudios revelan que los jóvenes que tienen televisión (más de tres millones de receptores hacia 1970, según las encuestas) prefieren, sobre cualquier otro programa, Disneylandia, y además que la población en general aprecia los comerciales de automóviles (aunque no pueda comprar uno). Al comenzar la década de los setenta el público dice, por lo menos a quienes hacen las encuestas, que detesta el programa de variedades de Raúl Velasco. En cambio, el conductor de noticieros Jacobo Zabludovsky atrae simpatías de la mayor parte de los espectadores. En los años sesenta, los estudiantes de secundaria del Distrito Federal prefieren, sobre todas las publicaciones, la lectura de El conejo de la suerte, al que le siguen, relativamente lejos, Selecciones del Reader’s Digest y Mecánica Popular (aunque ésta sólo es interesante para el público masculino). El público adolescente detesta dos cosas: las revistas pornográficas y las ideológicas. De estas últimas, los escalones más bajos en la popularidad los ocupan El Popular, de Vicente Lombardo Toledano, La Voz de México, del Partido Comunista, y El Hombre Libre, ligado a grupos de ultraderecha.
En este panorama, algunos intelectuales ambicionan disputar al gran público con propuestas de vanguardia, pero no ideologizadas. El editor Guillermo Mendizábal publica, en la Editorial Posada, la revista Duda, dedicada a las naves interplanetarias, la versión del origen extraterrestre de las pirámides de Egipto y los fenómenos paranormales. Él mismo edita Los agachados y otros proyectos del historietista Rius, que intentan la crítica y la divulgación ideológica desde la izquierda. Mendizábal fue el conductor de un programa cultural en el canal 11 (Confrontación) y también el primer editor de las revistas Proceso y Vuelta. Alexandro Jodorowsky, que colaboraba en el suplemento de historietas de El Heraldo de México con unas muy notables Crónicas pánicas (1967), participó activamente en la revista sensacionalista Sucesos para Todos, al final de los años setenta.
Para mantener el control sobre los contenidos de la programación, y en general sobre las diversas ramas de la producción cultural, el Estado mexicano cuenta en esos años con un instrumento muy eficaz: la comisión calificadora. En 1939 desapareció el Departamento Autónomo de Publicidad y Propaganda, cuyo objetivo había sido centralizar toda la propaganda oficial. La Cámara de Diputados abandonó toda idea de autonomía en los órganos de cultura del Estado y aprobó la Ley General de Vías de Comunicación en la que se estableció la Comisión Consultiva de Radio, como un organismo para negociar con la iniciativa privada. Durante el gobierno de Ávila Camacho, y con el propósito de abrir espacios de negociación a una arrinconada Acción Católica, se crea la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas (1944). En 1949 se establece el Consejo Nacional Cinematográfico, que sirve como regulador de las relaciones entre los productores privados y el gobierno. En 1960, la Ley General de Radio y Televisión contempla una comisión, de la que forman parte tanto el gobierno como los radiodifusores, para calificar los contenidos de los programas, y atribuye a la Secretaría de Gobernación la facultad de castigar a quienes propaguen contenidos inapropiados, contrarios a las «buenas costumbres» y otras expresiones igualmente ambiguas, que en último término dan un amplio margen de negociación a los censores. Las comisiones de monumentos arqueológicos, artísticos o históricos consagradas en la ley de 1972, con amplia participación de los especialistas, están facultadas para proponer al Ejecutivo los objetos, edificios o documentos objeto de la protección federal, pero la facultad de hacer las declaratorias se reserva, con gran celo, al presidente de la República.
Los intelectuales lamentan la eficacia de la televisión comercial, cuya programación detestan, pero a los funcionarios les interesa apropiarse de sus contenidos. El modelo de telenovela «aspiracional» que inaugura Miguel Sabido es utilizado primero por la Secretaría de Educación Pública para promover la educación abierta, y después ha sido empleado por la unesco para objetivos loables, como el uso del condón para prevenir el sida. Pero el entusiasmo de funcionarios y activistas por el «modelo Sabido» no sería suficiente para avalar la conclusión, que durante este periodo sostienen algunos especialistas, de que la televisión reemplaza a la escuela como medio de educación masiva. La televisión se vuelve la fuerza hegemónica de la cultura, como antes lo había sido la educación elemental; pero de ninguna manera renuncia el Estado al control y reforma de su propio sistema educativo, y algunas de sus iniciativas más exitosas tienen lugar en forma paralela al aumento de los canales de televisión, las transmisiones por satélite y las cadenas nacionales.
Durante la gestión de Jaime Torres Bodet (1958-1964) se inicia la publicación de los Libros de Texto Gratuitos, que permiten al Estado convertirse en el principal agente editorial (o después cliente de las editoriales), decidir los contenidos en comisiones de expertos e incluso utilizar el diseño de los libros como herramienta de propaganda. La portada de la segunda edición (1962), obra de Jorge González Camarena, se dejó de usar en los años setenta, pero se retomó en los noventa y sigue empleándose hasta la fecha. Ninguna imagen del muralismo mexicano logra la difusión e impacto de esa alegoría, académica y bastante conservadora, de la patria. El Estado conserva o aumenta otros instrumentos importantes de hegemonía en la cultura. Bajo la dirección de Pedro Ramírez Vázquez (1958-1964), el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas abandona el regionalismo de sus primeros proyectos y promueve un diseño modular con el que es posible dotar de una escuela prefabricada, que puede transportarse incluso a lomo de burro, a los pueblos peor comunicados del país; la estructura que se levanta puede revestirse con los materiales disponibles en cada localidad. Ganador de la Trienal de Venecia, este proyecto se reproduce y multiplica en toda la República, estableciendo una imagen generalizada de futuro que consigue, por otro lado, convocar a la participación comunitaria e incorporar técnicas locales.
En 1973 se promulgó la Ley Federal de Educación, que reemplazó a la Ley Orgánica de la Educación vigente desde 1941. Aunque esa nueva ley recibió algunas críticas, fueron los nuevos libros de texto gratuitos, promovidos por el subsecretario Roger Díaz de Cossío, los que provocaron una verdadera polémica y pusieron en juego la capacidad del Estado para efectuar una reforma significativa. Esa capacidad quedó refrendada y los libros estuvieron vigentes durante años. El objeto central de las discordias fueron los libros de Ciencias naturales y Ciencias sociales correspondientes al sexto año de primaria. El primero incluía algunas nociones de educación sexual y en su contra se desató una campaña sumamente agresiva por parte del episcopado y la Unión Nacional de Padres de Familia. A diferencia de los años treinta, cuando Narciso Bassols renunció a la Secretaría de Educación Pública por la oposición a su proyecto de educación sexual, esta vez no renunció el secretario, no renunció el subsecretario y los libros se distribuyeron. El texto de Ciencias sociales fue objetado por las organizaciones patronales, en particular las de Nuevo León, porque su relato y análisis se referían ampliamente a las revoluciones socialistas y a los gobiernos de esa tendencia en los capítulos correspondientes al siglo XX. Parece haber sido la representación del mundo contemporáneo, más que la narración o análisis de su historia, lo que irritó a las organizaciones empresariales y a la Iglesia. Aunque en este caso el gobierno sí hizo algunas concesiones, es significativo que muchas de ellas estuvieran en las ilustraciones del libro, que yuxtaponían (por cierto, con calidad) las consabidas imágenes del muralismo mexicano con fotografías de época, timbres postales, ejemplos de propaganda y documentos. Es posible que haya sido este empleo del montaje, este diseño muy vanguardista y lleno de paradojas, lo que atrajo la ira de esas organizaciones, con las que el gobierno de Echeverría tenía además otros problemas. El libro de Español introdujo el método global de análisis estructural para la enseñanza de la lectoescritura. En este caso, la resistencia no fue tan escandalosa, pero probablemente tuvo mayores consecuencias. Los maestros siguieron usando los métodos fonéticos, a veces onomatopéyicos, desconfiando abiertamente de cualquier innovación «metodológica» en este campo, al que consideraban regulado sobre todo por su propia experiencia. En términos generales, los libros de texto modernizaron el discurso educativo e implantaron, además, un punto de vista universalista, si se los compara con los que se habían venido usando desde tiempos de Torres Bodet. Su influencia en el aula, sin embargo, está todavía por estudiarse.
La matrícula en la educación primaria creció. En 1970 había poco más de nueve millones de alumnos; para 1980 eran 14 500 000. Este crecimiento fue mayor en la secundaria, que pasó de poco más de un millón a tres millones en el mismo periodo, y aún más espectacular en el bachillerato, donde había menos de 300 000 estudiantes en 1970 y un poco más de un millón en 1980. Sólo en la educación secundaria continuó el crecimiento en la siguiente década: para 1990 había poco más de cuatro millones de estudiantes. Sin embargo, no todas las cuentas eran tan alegres: a principios de los noventa, terminaban la primaria 62% de los que la comenzaban.
La política cultural, de la mano de la política educativa, se desarrolla de forma paralela al crecimiento de la población, el cual por cierto es bastante disperso y provoca el surgimiento o la visibilidad de nuevas identidades regionales. Y en este proceso, el rezago del nacionalismo oficialista es notable. A partir de 1962, una Iglesia católica en franca recuperación funda numerosas diócesis sufragáneas para los arzobispados, quedando las tradicionales, como México y Guadalajara, como metropolitanas. La nueva territorialización es extensa y compleja, pero su magnitud es impresionante: se crean o recatalogan 57 sedes principales entre 1950 y el año 2007. De ellas, 14 en la década de 1950, 18 en la de 1960 y 13 en las dos décadas siguiente. Muchos focos de tensión política coinciden con las nuevas sedes: una diócesis en Ciudad Altamirano, Guerrero, se funda en 1964, y otra más (calificada de «territorial») en Madera, Chihuahua, en 1966. La jurisdicción de estas prelaturas «territoriales» coincide con el mapa de las comunidades indias, y tienen nombres como «del nayar» o «mixes». Esta estructura permite a la Iglesia tener, ante las comunidades, una flexibilidad inexistente en las estructuras constitucionales. En otras regiones, como la Sierra Tarahumara, se erige una diócesis hecha y derecha en 1993. Una más, en Atlacomulco, Estado de México, centro de un importante grupo de poder priista, se funda en 1984.
Algo semejante ocurre con las universidades. A partir de los años cuarenta, se crean numerosas universidades estatales, o bien se reforman sus leyes internas para dar estatuto de «universidad» a colegios e institutos que ya existían. También se establecen instituciones privadas. Así, en los años cuarenta se fundan El Colegio de México, la Universidad Veracruzana y la Universidad de Guanajuato; se reforma la Ley Orgánica de la UNAM y se fundan tanto el Instituto Tecnológico Autónomo de México como el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y el Mexico City College, futura Universidad de las Américas. En los cincuenta se modifican las leyes de las universidades de Tabasco, Oaxaca y el Estado de México. También en esa década se fundan la Universidad Iberoamericana y el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente. En las siguientes dos décadas, el gobierno federal apoya la creación o reforma de universidades e institutos técnicos: la antigua Escuela Industrial de Orizaba es transformada en Instituto en los años cincuenta, le siguen Celaya, Morelia, Ciudad Guzmán, el Istmo de Tehuantepec y otros.
Aunque este proceso de modernización es considerable, el aumento de la población estudiantil provoca una crisis en las universidades públicas. En 1970 había 218 000 estudiantes de educación superior, en 1980 eran 731 000 y en 1990 un millón. Las universidades tecnológicas, aunque había antecedentes, se promueven con vigor a partir de los años noventa. En la década de los setenta se inaugura la Universidad Autónoma Metropolitana, con tres sedes en la ciudad de México; se crean cinco campus de la unam en la zona metropolitana de la capital, y se funda la Universidad Pedagógica Nacional.
Desde las décadas anteriores, y muy a pesar de los graves conflictos con la UNAM y su autonomía en 1968, parece haber habido un verdadero frenesí de leyes orgánicas y gobernadores que prodigan autonomías, con frecuencia a raíz de graves conflictos, o de universidades que añaden la palabra «autónoma» a su nombre, para refrendar una condición previa. Son los casos de Guerrero (1960), Colima (1962), Universidad Autónoma del Carmen (1967), Chihuahua (1968), Nuevo León (1971), Aguascalientes (1974), Yucatán (1984), Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro (1975) y Campeche (1989). Como ocurre con las diócesis, el mapa de estas reformas universitarias a veces se traslapa con el de los conflictos políticos, y es bastante probable que el recurso fuera visto como válvula de escape para las tensiones y el activismo.
Los institutos de investigación, aunque tienden a concentrarse en la ciudad de México, también experimentan un cierto grado de descentralización: se fundan El Colegio de Michoacán y sedes fuera de la capital del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. Los centros de cultura, aunque con mayor lentitud, también se descentralizan a partir de los años ochenta (sin tomar en cuenta la proliferación de museos arqueológicos, casi siempre diseñados para el turismo). En esa década, Monterrey y Oaxaca se convierten en polos del campo de las artes plásticas. El primero, organizado alrededor de un proyecto empresarial, busca reciclar el viejo nacionalismo populista y al mismo tiempo generar una cultura cosmopolita. El Museo de Monterrey se inaugura en 1977, aunque cierra sus puertas en 2000; el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey comienza sus actividades en 1991. En Oaxaca se intenta establecer un centro de promoción cultural cuyo discurso haga énfasis en lo regional. Aunque las colecciones del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (1988) tienen una orientación internacional, el discurso creado a su alrededor y, posteriormente, del Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (1992), tiende a la afirmación de una identidad estética regional. El proyecto oaxaqueño tiene vertientes de disidencia y crítica de lo oficial, y su relación con los gobiernos estatal y federal es también crítica. En los años ochenta, y a partir de una experiencia en Aguascalientes, se establecen numerosas «casas de la cultura» regionales.
Este proceso crea polos de crecimiento cultural en algunas capitales estatales (como lo reseña socarronamente Jorge Ibargüengoitia en Estas ruinas que ves), pero el fortalecimiento de las identidades y de la sociedad civil es problemático. Llama la atención la remodelación de los espacios del poder. En los años cuarenta, durante el gobierno de Jesús González Gallo, se adopta el proyecto de Ignacio Díaz Morales para remodelar el centro histórico de Guadalajara, creando la llamada «cruz de plazas» (pues en efecto, libera cuatro plazas que asemejan, alrededor de la catedral, una cruz latina). Es de destacarse que González Gallo, primero callista y luego alemanista, tuviera sensibilidad política para un proyecto que no ocultó nunca su simbolismo católico. En los ochenta, se da forma a una vieja fantasía de la élite local, con la creación de la Plaza Tapatía, para cuya construcción el gobierno destruye varias manzanas. En Tabasco, en los años ochenta, se remodela el Centro de Gobierno y el parque Tomás Garrido Canabal, ambos con proyectos de Teodoro González de León que enfatizan la transparencia, la visibilidad y la accesibilidad como metáforas de un poder cuyos orígenes históricos son múltiples (aunque el poder que consigue poner en práctica dichas obras públicas no siempre tiene esos matices). Los ejemplos abundan: la Macroplaza, en Monterrey, la plaza de Tuxtla Gutiérrez, amén de oficinas de gobierno surtidas en todo el territorio nacional. Sin embargo, y siempre en la década de los ochenta, en la cúspide de su autoridad, el presidente López Portillo no consigue llevar a cabo un proyecto para remodelar la Plaza de la Constitución, con una réplica gigante del Códice mendocino y un astabandera monumental. Fue un indicio claro de que el poder de los presidentes comenzaba a declinar. Y parecería que surge una nueva clase política descentralizada, que consigue establecer, en cada centro regional o estatal, el monopolio simbólico de la modernización, antes concentrado en la capital.
El Instituto Nacional de Bellas Artes (1946) sigue parcialmente el modelo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (1938), pero a diferencia de éste no aspira a concentrar la producción artística, sino a administrar su difusión. Se somete al control vertical del Poder Ejecutivo, y tanto su decreto de creación como los proyectos de su primer director, Carlos Chávez, le asignan la tarea de promover el arte nacional y filtrar, en cambio, las artes procedentes de otros países. Marginado de la televisión, las tareas más modestas que se le encomiendan lo convierten en un actor más bien chovinista y conservador. Sin embargo, en los años cincuenta y sesenta se convierte en el espacio natural para la discusión entre los muralistas, sus partidarios y los artistas jóvenes de la «ruptura».
A partir de los años cincuenta, el nacionalismo estético sobrevive porque cumple, para la diplomacia mexicana, una importante función. En las artes plásticas, Fernando Gamboa se convierte en el administrador de las relaciones entre el modernismo internacional, el nacionalismo y el modernismo mexicano. Organizador, desde 1952, de la mayor parte de las exposiciones itinerantes de arte mexicano en el extranjero, y también de las participaciones mexicanas en las ferias mundiales, Gamboa es uno de los actores importantes en las disputas de la diplomacia cultural durante la guerra fría. El recorrido museográfico de sus exposiciones, aunque cambió considerablemente a lo largo de los años, solía presentar un discurso de continuidad entre el arte precolombino y el arte moderno. Gamboa llegó incluso a encargar específicamente cuadros para sus exposiciones (como La vendedora de frutas, de Olga Costa), siempre teniendo en mente el impacto que causarían, como imágenes de propaganda y como objetos artísticos, en una cultura mundial monopolizada por la confrontación entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
Posiblemente se deba a esa funcionalidad como arte de Estado que la primera ruptura seria del discurso nacionalista se diera en las artes plásticas (y no en la radio o en la televisión, como temían las burocracias estatales). Amén de lo anterior, un nuevo grupo de pintores se vuelve visible a partir del manifiesto de José Luis Cuevas, «La cortina de nopal» (1956), y se organiza como grupo de presión para lograr una apertura en las políticas oficiales de promoción de las artes. Los artistas de lo que vendría a llamarse «la ruptura» no compartían un estilo (algunos eran abstractos y otros figurativos) y rechazaban explícitamente las doctrinas obligatorias respecto de las artes plásticas. A largo plazo, se propusieron (y consiguieron) modificar las políticas oficiales de patrocinio de las artes. A partir de la exposición Confrontación 66, en el Palacio de Bellas Artes, fue claro que el gobierno federal no tomaría partido por una u otra corriente pictórica, y declinó su apoyo a la pintura mural (que sin embargo se mantuvo con todo vigor en ámbitos provincianos, o muy tardíamente en otros poderes federales que fueron ganando notoriedad a costa del Ejecutivo).
Ese éxito señala también una de sus limitaciones. La «ruptura» no rechaza, como tal, el sistema de las artes. Se plantea como un movimiento de la sociedad civil, de los jóvenes, para volver más flexible la política del Estado. Puede hablarse de una «segunda ruptura», a partir de 1969, con características distintas (aunque a veces tuviera a los mismos protagonistas). Las tres ediciones del Salón Independiente (entre 1968 y 1970) se proponen articular una ruptura radical con la cultura oficial y, en general, con «el sistema». No es ya una política oficial más flexible lo que se busca, sino una política no oficial, no partidaria, que ponga en cuestión el sistema mismo de las artes y, en última instancia, del poder. Es a partir del Salón Independiente que se comienzan a articular búsquedas afines al arte conceptual y a los distintos neodadaísmos en boga en todo el mundo. Al final de los años setenta y principios de los ochenta, una primera oleada de artistas conceptuales organizados en grupos de creación colectiva, como Suma, Proceso Pentágono, Março y Mira, propone acciones politizadas, interviene en una crítica del lenguaje y traslada el teatro de sus acciones de las galerías a la calle.
A la par de este proceso, y con una paciencia que rara vez se aparta de su objetivo, las instituciones del Estado tejen una complicada maraña para negociar con los irreductibles. Desde los años sesenta se instauran, primero, el Concurso Nacional para Estudiantes de Pintura, que se convertiría en el Encuentro Nacional de Arte Joven. También, en los años setenta se inician los «salones nacionales», que incluyen desde 1979 una rama para «experimentación» o «espacios alternativos». En 1988, esta experiencia concluye cuando un grupo de extrema derecha consigue el cierre del Salón de Espacios Alternativos y la «renuncia no voluntaria» del director del Museo de Arte Moderno, Jorge Alberto Manrique. Este desenlace muestra los alcances, y por lo tanto los límites, de la cultura oficial. Siendo un sistema diseñado minuciosamente para administrar las diferencias en las franjas radicales, el inba y la sep no tienen la capacidad para detener la confrontación entre la comunidad artística y el grupo Pro Vida. En el peor escenario posible, el episodio desata una campaña internacional de solidaridad con el director depuesto y aparece en los populares telenoticieros nocturnos. El Museo de Arte Moderno queda seriamente afectado durante años. En 1989, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari inaugura en Nueva York, en el Metropolitan Museum of Art, la exposición Mexico: Splendors of Thirty Centuries. Dicha exposición restaura, aunque sea brevemente, los mitos del nacionalismo oficial.
La relación de la literatura con lo público aparece como una tensión entre modelos y géneros distintos: la crónica y la crítica, la narrativa y la poesía. La política de los escritores es la política, no la política literaria. No hay en la narrativa mexicana una ruptura análoga a la de los debates entre poetas y pintores durante casi medio siglo. Aunque la aparición de La región más transparente, de Carlos Fuentes (1958), provoca una intensa polémica, los participantes no buscan convertir sus posiciones literarias en políticas públicas obligatorias. Fuentes pertenece a grupos de intelectuales mexicanos, pero se significa sobre todo por su ubicación en el boom literario hispanoamericano, junto con Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, entre muchos otros. Fenómeno propio de una suerte de «big bang» de la literatura en español, el boom reivindica una narrativa que se liga igualmente a la realidad social que a la experimentación vanguardista. Como se ha señalado, con La región más transparente se inicia una literatura modernista (pues abarca las innovaciones de las vanguardias) cuyas deudas con la tradición mexicana son débiles. En ese sentido, se trata de una literatura que se adhiere al mito modernista de la ruptura radical y no al relato nacionalista del progreso. La siguiente generación de narradores mexicanos es reunida en la antología Onda y escritura en México (1971), de Margo Glantz. Estos seguidores del underground permanecen en el contexto mexicano, a diferencia de los narradores que los precedieron, y también a diferencia de los artistas plásticos de su generación. Esto no significa que sus intereses más importantes estuvieran en el nacionalismo. Por el contrario: los caracteriza su pasión por el rock, la literatura beat, la cultura de las drogas y el mundo de los hippies.
Pero tal vez por estas mismas contradicciones, la narrativa mexicana del último tercio del siglo XX parece dedicada a la demolición de las alegorías modernizantes típicas de las novelas de Fuentes, los murales de los pintores mexicanos y el cine de la llamada «Época de oro». En Las batallas en el desierto (1981), José Emilio Pacheco tiene un párrafo lapidario que señala una diferencia no generacional ni política, sino cultural: «Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa. De ese horror, quién puede tener nostalgia». La cultura mexicana de algo que podría llamarse «el priísmo tardío» describe su pasado inmediato como si se tratara de un refrigerador descompuesto de los años cuarenta. No en vano Gazapo (1965), de Gustavo Sáinz, ocurre en el multifamiliar Miguel Alemán, y Se está haciendo tarde (final en la laguna) (1973), de José Agustín, es una historia más bien decadentista de hippies en Acapulco. La mayor parte de los narradores en esta línea atienden a la crítica del lenguaje, pocos tan radicales como Federico Campbell en Pretexta (1979), donde describe la curiosidad por las palabras como una obsesión policiaca.
POLÍTICA Y SOCIEDAD
Uno de los grandes malentendidos para comprender la historia contemporánea es la sobrevaloración del presidencialismo. Es un hecho que la Constitución de 1917 es presidencialista en cuanto a su diseño y doctrina, en la medida en que el gobierno de la nación se ejerce desde la Presidencia de la República, sin subordinación a los otros poderes del Estado. El sistema político fue asimismo presidencialista dados los poderes metaconstitucionales de los que se benefició el titular del Ejecutivo federal, todos ellos vigentes antes de mediados la década de 1990: control o gran ascendiente sobre los medios masivos de comunicación, jefatura de facto del partido oficial y control de las cámaras federales, uso discrecional de la acción penal y arbitraje incontestado en la distribución de favores y castigos en la política y los negocios.
Sin embargo, es necesario reconocer que los poderes de hecho (grandes grupos empresariales nacionales y extranjeros, los jefes del sistema corporativo sindical y agrario, la Iglesia católica, ciertos núcleos de intelectuales) y las propias fronteras ideológicas y culturales de la sociedad, señalaban importantes limitaciones para un ejercicio desbocado del poder del presidente. En otras palabras, es difícil demostrar que los presidentes mexicanos se hayan aproximado siquiera a alguna forma de omnipotencia. La historia de las décadas de 1970 y 1980 muestra que la experiencia presidencial estuvo hecha también (y a veces principalmente) de limitaciones constitucionales (la prohibición de la reelección del presidente, la más importante), políticas (qué corresponde al partido oficial y qué a la sociedad), materiales (una fiscalidad anémica, por ejemplo) y, naturalmente, de incapacidades personales y de grupo.
Gustavo Díaz Ordaz designó como sucesor en la Presidencia de la República al secretario de Gobernación Luis Echeverría Álvarez (1970-1976). Éste fue el primer presidente de la posrevolución que jamás ocupó un cargo de elección popular antes de ser el candidato presidencial del PRI. Su carrera la hizo en ese partido, y luego en las secretarías de Marina, Educación y Gobernación. Durante la crisis de 1968 se mantuvo irremediablemente cerca del Presidente, al contrario de otros políticos del régimen que habrían tratado de hacer su propio juego para apaciguar y conciliar con los estudiantes insurrectos. En todo caso, investigaciones recientes muestran que Echeverría estuvo comprometido en los sucesos del 2 de octubre en Tlatelolco mucho más de lo que él mismo ha estado dispuesto a reconocer.
Gustavo Díaz Ordaz eligió a Echeverría como sucesor porque la intensidad del conflicto social y las secuelas de la represión de 1968 parecían exigir un hombre procedente de las esferas del control político y la represión; ayudó asimismo una cierta ambigüedad de Echeverría en cuanto a su adscripción a las grandes familias políticas del oficialismo. Pero no bien fue investido con la candidatura del PRI, Echeverría buscó formas de acercamiento con estudiantes y campesinos; a veces, esos acercamientos traían aparejada una fuerte carga simbólica: en un acto de campaña guardó un minuto de silencio por los estudiantes muertos en la represión gubernamental de 1968. Algunos testimonios afirman que el presidente Díaz Ordaz estuvo a punto de defenestrar al candidato. No se atrevió. No podía.
Es usual en la literatura especializada, y más aún en la crónica y el comentario en los medios de comunicación, asociar a Echeverría con una suerte de refundación del populismo. Echeverría habría llevado al extremo una tendencia latente en el sistema político mexicano, en el sentido de que los recursos del gobierno nacional se habrían utilizado sin orden ni concierto para crear un crecimiento económico y un desarrollo social ficticios. Echeverría fue un populista en la medida en que fue un demagogo (y viceversa): un irresponsable en la conducción económica del gobierno, un político que no tuvo nada —o muy poco— detrás de las palabras. Fue tan poderosa la imagen que como presidente transmitía Echeverría que llevó a Daniel Cosío Villegas a escribir un libro memorable, El estilo personal de gobernar, utilizando una categoría, el «estilo», prestada de la teoría de las artes plásticas, en la que el estilo suele entenderse como la forma sin contenido. Sin embargo, la utilización laxa y reiterativa del término populismo en el estudio de la política ha aportado poco al entendimiento de las prioridades de acción de los actores individuales o colectivos en las décadas de los setenta y ochenta. Se olvida con facilidad la existencia de fortísimas determinaciones socioeconómicas, como vimos antes, en las prácticas expansivas del gasto gubernamental.
Es claro que en el transcurso del gobierno de Echeverría hubo una especie de innovación en la manera de hacer política en México: el Presidente tomaba acuerdos y despachaba asuntos durante sus giras por el campo y las ciudades, rodeado de un equipo de secretarios de Estado y burócratas más jóvenes que su jefe. Sus discursos hacían referencia al agotamiento del modelo económico del «desarrollo estabilizador» y a la necesidad de ajustarlo a imperativos de justicia social. Todo esto es cierto, pero los juicios tajantes sobre su presidencia usualmente expresan una confusión entre la forma y el fondo. No hay duda de que Echeverría fue un demagogo, casi un predicador como lo han llamado algunos de sus críticos, con pocos precedentes en la política mexicana. Pero debe intentarse una interpretación más estricta y atrevida de su gobierno; de no hacerlo se corre el riesgo de incurrir en una historia sólo signada por la voluntad de los personajes notabilísimos.
La presidencia de Luis Echeverría estuvo jalonada con intensidad desde abajo y desde afuera del partido oficial por grandes actores colectivos (obreros, campesinos, estudiantes y empresarios). Más aún, la sensación oficial de acechanza y peligro para la estabilidad política no era sólo, como ocurrió en 1968, una fantasía paranoica ante la inconformidad. La inseguridad del grupo hegemónico era mayor y se originaba en procesos objetivos de gran envergadura: un muy alto crecimiento de la población, con sus correlativas presiones sobre el sistema de salud, la educación y el empleo; rendimientos decrecientes del modelo económico; distribución inequitativa del ingreso, y un desarrollo regional desequilibrado.
Esos apremios se convirtieron en prioridades del gobierno, pero también en obsesiones políticas. Una de ellas tenía que ver con el financiamiento gubernamental y su papel en el desarrollo económico. El diagnóstico era fácil de establecer: el gobierno enfrentaba una muy baja recaudación fiscal, de tal suerte que estaba limitado en términos de disponibilidad de recursos para gastar e invertir. El gobierno intentó reformar la hacienda pública en dos momentos distintos: en diciembre de 1970, apenas a unos días de iniciado el sexenio de Echeverría, funcionarios del gobierno propusieron gravámenes a bienes suntuarios o de lujo; luego, en 1972, se planteó en la prensa y en reuniones con empresarios la acumulación de los ingresos, la desaparición del anonimato de acciones y de ciertos títulos, la ampliación de la base gravable y el aumento de la tasa en el impuesto sobre la renta. Ambas propuestas fracasaron y en cierta forma definieron un síndrome para todo el sexenio: algunas organizaciones empresariales denunciaron que la manera de emprender la reforma por parte del Ejecutivo estaba rompiendo el pacto tácito según el cual toda modificación a las reglas del juego entre los grupos de interés y el gobierno debería pasar por consultas previas y negociaciones, tal vez informales pero siempre decisorias. Los desencuentros crecieron en el vocabulario: algunos grupos empresariales dijeron que la reforma atentaba contra la propiedad privada (argumento luego recuperado para atacar una ley de asentamientos humanos).
El fracaso de la reforma fiscal de Luis Echeverría tiene varias aristas, pero ejemplifica muy bien las fortalezas y límites del sistema político autoritario. De hecho, la economía creció de manera importante en los seis años, a un promedio de casi 6% anual (véase el cuadro 1). Sin reforma fiscal y en litigio con los empresarios, el gobierno encontró a rajatabla la manera de que el producto nacional no se estancara. Esto fue posible a costa del desequilibrio de las finanzas públicas, en la doble modalidad de endeudamiento externo y déficit presupuestario, y con crecientes presiones sobre el nivel de precios. Un dato: el número de empresas públicas ascendió de 86 a 740 en ese sexenio. La devaluación del peso frente al dólar de agosto de 1976 fue el precio pagado por un gobierno que, ante la necesidad ineludible de expandir el gasto, fracasó muy pronto en la reforma fiscal.
La reforma política fue instrumentada en un nivel casi simbólico. En la elección presidencial de 1970 Luis Echeverría obtuvo poco más de 11 700 000 votos contra un 1 900 000 de su más cercano perseguidor (el candidato del Partido Acción Nacional); es decir, 85% contra casi 14%, con una concurrencia a las urnas de 65% de los ciudadanos empadronados. Es probable que se haya hecho una lectura optimista o interesada de esos resultados, que no estaban sujetos a ninguna forma de escrutinio independiente, de tal suerte que se propuso una reforma que tocaba sólo aspectos de la integración de la representación en el Congreso, pero se omitían los controles oficiales sobre el sistema electoral y una definición moderna del régimen de partidos propiamente dicho; en otras palabras, sólo disminuyó el porcentaje de votos para acceder al sistema de diputados de partido. De hecho, ningún partido nuevo quedó legalmente registrado en la Comisión Federal Electoral entre 1970-1976 (e incluso se endurecieron las condiciones), a pesar de cierta tendencia hacia la organización política en la sociedad; en este mismo periodo aparecieron cinco nuevos partidos, todos los cuales quedaron sin registro ante la autoridad electoral. En el gobierno de Echeverría se expresaron en toda su plenitud el principio y el límite de las reformas políticas del oficialismo mexicano de la segunda posguerra mundial: que los opositores pudieran tener un acceso mínimo a la representación nacional (siempre en la Cámara de Diputados) sin que se pusiera en riesgo el control gubernamental, pleno y autoritario, del proceso electoral.
Aquella reforma electoral se hizo sobre las líneas establecidas en la de 1963, que creó en México la figura de diputados de partido. Éstos eran una especie de diputados de representación proporcional a los que tenían derecho los partidos que alcanzaran 2.5% de la votación nacional; la reforma de 1973 redujo el porcentaje de votos a 1.5% para que los partidos tuvieran curules en la Cámara de Diputados. No parece haber habido ninguna modificación de fondo en la correlación de fuerzas en la Cámara de Diputados. En 1970 los partidos de oposición con registro consiguieron 35 diputados de partido en la cámara y ninguno de mayoría, contra 178 diputados de mayoría del oficialismo; para 1973, la oposición alcanzó 36 diputados de partido contra 194 de mayoría del PRI (en esta ocasión el PAN obtuvo dos diputados de mayoría). En 1976 se mantuvo la cota de diputados de partido (41); no obstante, el PRI estaba seguro en su control de la Cámara baja pues contaba con 194 diputados.
La reforma política de Echeverría fue deliberadamente limitada. Esto es más sorprendente dadas las circunstancias políticas generales. Desde muy temprano en su campaña y luego en su administración, Echeverría dijo pugnar por una apertura democrática de la política en México; después de los conflictos de la década anterior (resueltos con represión no disimulada y a veces publicitada) parecía una promesa que muchos, sobre todo en la izquierda política, estaban dispuestos a creer. Pero Echeverría no quiso conceder un papel de interlocución a las oposiciones partidarias, lo que él mismo habría de necesitar en los momentos más álgidos de sus disputas con los grupos de interés. Al menos desde 1973 las confrontaciones entre el gobierno y sectores empresariales habían estado presentes, y no sólo por cuestiones como la política fiscal o económica, sino por la expedición de leyes como la de asentamientos humanos o la política exterior. El asesinato en Monterrey del empresario Eugenio Garza Sada en 1973, durante un intento de secuestro por un grupo guerrillero, llevó el distanciamiento entre un sector del empresariado nacional y el gobierno a un límite del cual sería imposible volver. No es improbable que algunas organizaciones empresariales hayan derivado hacia sucedáneos de la militancia política e ideológica. Las grandes discusiones públicas se daban entonces entre personeros del gobierno (o el mismo Presidente) y organizaciones como el recién creado Consejo Coordinador Empresarial (una entidad de coordinación política de los empresarios, fundada en 1975) o la Confederación Patronal de la República Mexicana.
Pero las disidencias en la década de 1970 fueron mucho más amplias —política, social e ideológicamente hablando— que las de los empresarios. De ahí la trascendencia indudable de que el gobierno federal no haya intentado establecer nuevas reglas para la vida pública. Además de los movimientos de protesta pacífica de los estudiantes de distintas universidades, una de cuyas expresiones fue duramente reprimida en el Jueves de Corpus de 1971 en la ciudad de México, grupos de jóvenes se organizaron para derrocar al régimen en distintos puntos de la República. Hacia 1970 había unos 15 grupos que trabajaban en la clandestinidad y reivindicaban la lucha armada como camino o catalizador del cambio social. Pero en realidad, tomando en cuenta sus orígenes organizativos (sobre todo a partir de 1965) y sus escisiones y su desarrollo posterior, que llega incluso a la década de 1990, es posible hablar de unos 30 grupos guerrilleros actuando en el campo y las ciudades entre mediados de la década de los sesenta y mediados de la de los noventa.
El origen social de los insurrectos era variado. En la guerrilla rural los militantes provenían de organizaciones campesinas legales (como la Unión General de Obreros y Campesinos de México), de partidos (como el Popular Socialista o el Comunista) y del gremio de maestros rurales (son los casos de Arturo Gámiz y Pablo Gómez en Chihuahua y de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en Guerrero). En la guerrilla urbana su origen era más diverso: estudiantes universitarios con experiencia en organizaciones radicales como la Juventud Comunista o la Liga Espartaco; jóvenes universitarios educados en escuelas confesionales como las de los jesuitas, o bien jóvenes de los barrios populares de las grandes ciudades, como el de San Andrés en Guadalajara, algunos de los cuales participaron en la fundación de la Liga Comunista 23 de Septiembre. La represión del ejército y la policía política contra las diversas formas que adquirió la guerrilla en México dejó una cauda de ilegalidades y violaciones de los derechos humanos: desapariciones forzadas, torturas, asesinatos.
Echeverría quiso en los inicios de su sexenio replantear las relaciones entre el gobierno nacional, el partido oficial y las centrales obreras y sindicatos nacionales de industria. Para nadie era un secreto que una revisión de las relaciones corporativas entre el gobierno y los trabajadores pasaba por la defenestración o al menos la marginación del gran cacique de la Confederación de Trabajadores de México, Fidel Velázquez. Esa sospecha parece reafirmarse por contraste: la burocracia sindical respondió con la militancia renovada de los sindicatos oficiales alrededor de temas como las reformas al artículo 123 constitucional que crearon el Instituto Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (1972), las reformas a la Ley Federal del Trabajo (1973) que permitían las revisiones anuales de los salarios y los ajustes salariales de emergencia (como el decretado en septiembre de 1973), en momentos en que la inflación parecía integrarse orgánicamente a la vida diaria de las personas comunes. De manera simultánea se introdujeron demandas que gravitaban sobre el bienestar general de la población trabajadora, como la exigencia de la semana laboral de 40 horas con pago de 48. Y si bien la tasa de sindicación disminuyó ligeramente entre 1970 y 1976, al pasar de 15.2 a 14.1% de la población económicamente activa, el número de emplazamientos a huelga en las jurisdicciones local y federal se disparó: en 1970 hubo poco más de 9900 emplazamientos y en 1976 se registraron más de 38 300.
Todo parece haberse conjuntado para que la historia política del periodo abriera un apartado a los trabajadores organizados: ante las intenciones gubernamentales de desplazar a los líderes oficialistas, llamados «charros», éstos respondieron haciendo sentir su poder con demandas de coyuntura o programáticas; ante los acosos y maniobras de los grupos de presión y de interés del empresariado, el gobierno permitió una movilización más o menos controlada de la burocracia sindical y de sus bases sociales, con demandas que no carecían de legitimidad; y en medio de las disputas de las élites empresariales y políticas, algunos sindicatos, nuevos y viejos líderes marginados, y trabajadores comunes aprovecharon las circunstancias para aumentar su capacidad de gestión y de movilización. Tal fue el caso de la Tendencia Democrática de los electricistas (trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad), quienes disputaron el control del sindicato a la dirigencia oficialista apoyada por Fidel Velázquez y quienes lograron, entre 1975 y 1976, las movilizaciones populares más grandes de la década alrededor del problema de la autonomía sindical; así también los trabajadores de la industria automotriz, que organizaron algunos de los sindicatos de empresa más autónomos y combativos que se recuerden en los anales del sindicalismo mexicano (a lo que contribuyó, y no en grado menor, que las empresas de automóviles pasaran de ser simples ensambladoras a verdaderos fabricantes sobre una base tecnológica moderna y sofisticada, pero que generaba fuertes presiones en las líneas de producción).
La presión demográfica y el estancamiento económico convirtieron el campo mexicano en una arena de alta conflictividad política y social en la década de los setenta. Sobre todo después de 1973 el gobierno de Echeverría enfrentó una renovada actividad de las organizaciones oficiales y no oficiales de campesinos, que solicitaban reparto de tierras. Ya en 1971 el gobierno había promulgado la Ley de Reforma Agraria, y en 1974 elevó de departamento a secretaría de Estado el rango de la entidad gubernamental encargada del reparto. Más aún, el gobierno aumentó significativamente los recursos para la inversión en infraestructura hidráulica y fomento agropecuario. Debido a que en 1975 y 1976 el gobierno federal expropió, para su reparto entre miles de solicitantes, tierras de riego de alta calidad en Sinaloa y Sonora, propiedad de prósperas élites agrarias, se tiende a encasillar la militancia campesina del periodo como una faceta más del conflicto entre sectores empresariales y el presidente Echeverría. Hubo algo de eso, pero la presión desde abajo era real, y el número de invasiones de predios probablemente se pueda contar por miles. A partir de 1973 la movilización por el reparto de tierras se convirtió en un fenómeno nacional, que si bien no tuvo una clara articulación política, adquirió un tono amenazante para el control oficial del mundo rural. Y eso en el entendido de que el acceso a la tierra no era el único componente del descontento. Los precios de garantía de algunos productos del campo y las condiciones salariales y de vida de los jornaleros agrícolas también colaboraron en el aumento de la efervescencia.
Quizá fue la política exterior lo que mejor ilustra cómo el sexenio de Luis Echeverría estuvo determinado no sólo por convicciones ideológicas sino por imperativos de la realidad. Hasta el segundo semestre de 1971 los pronunciamientos del Presidente eran de bajo perfil, como asumiendo la realidad geopolítica y económica dictada por la dependencia de Estados Unidos; de hecho, una de las primeras medidas de su gobierno fue declarar no gratos a funcionarios de la embajada soviética acusados de colaborar en el entrenamiento de grupos guerrilleros. Pero la sobretasa arancelaria de 10% impuesta en 1971 por el gobierno estadounidense a las importaciones, incluyendo las mexicanas, fue un golpe muy importante para el gobierno, pues afectaba la de por sí vulnerable balanza comercial del país. Al respecto, el tono de la respuesta mexicana no fue muy diferente a la de Canadá, el otro gran afectado. Ambos países pensaban que merecían un trato diferente pues eran socios comerciales leales (y en el caso mexicano, deficitario) de Estados Unidos.
El gobierno dio un giro y pasó a una intensa actividad en el plano internacional. Echeverría visitó 32 países (incluyendo el Vaticano y la Unión Soviética) y recibió a 30 jefes de Estado o de gobierno (o a líderes políticos controvertidos como Yasser Arafat), participó en dos asambleas de la Naciones Unidades y propuso documentos normativos como la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados. Aunque algunas de las posiciones mexicanas tuvieron también usos políticos internos (por ejemplo, su acercamiento al gobierno de Salvador Allende en Chile), o fueron precipitadas y mal comunicadas, en general podría decirse que Echeverría fue convencido por una realidad que juzgó, no sin razón, cambiante y amenazante, sobre todo en términos del intercambio comercial y de los arreglos financieros internacionales. No obstante, la política exterior de su gobierno sería uno de los puntos más cuestionados por la oposición no formalizada de los grupos de interés.
En las elecciones presidenciales de 1976 el principio democrático de competencia entre entidades política e ideológicamente distintas se vació de contenido. La gran paradoja es que esto sucedió en medio de una acerba disputa entre facciones del empresariado y el gobierno nacional y cuando los saldos de una fuerte insurgencia obrera y campesina (dentro y fuera de las organizaciones del oficialismo) estaban a la vista. Más aún, ese vaciamiento se dio cuando no se habían aplacado por completo las expresiones de la disidencia armada en el campo y la ciudad, a pesar de la represión policiaca y militar implacable. Los fortísimos niveles de conflicto político en la sociedad mexicana no encontraron correspondencia en el diseño y funcionamiento de las instituciones concebidas precisamente para dirimirlo, es decir, las elecciones y la constitución de la representación política nacional.
El candidato oficial José López Portillo obtuvo casi 15 500 000 votos (que representaron poco menos de 88% de los votos emitidos), en una contienda donde habrían votado 68% de los empadronados. Cifras llamativas en todo sentidos, porque López Portillo no contendió contra nadie; la oposición electoral histórica, la del Partido Acción Nacional, no presentó candidato presidencial en virtud de pugnas internas. El Partido Comunista, que sí lo hizo, no tenía registro ante la Comisión Federal Electoral y el nombre de su candidato no apareció en la boleta electoral. López Portillo ganó la Presidencia de la República como candidato único, en medio de una polarización notable entre los círculos empresariales y el gobierno de Echeverría, y en medio de una severa crisis devaluatoria y financiera, que generó un ambiente de pesimismo y frustración en la sociedad.
Como su amigo de la niñez Luis Echeverría, José López Portillo tampoco fue diputado, senador o gobernador antes de alcanzar la candidatura presidencial; pero a diferencia de su antecesor, no transitó por los pasillos del control y la represión política, es decir, por la Secretaría de Gobernación. Secretario de Hacienda en el momento de su designación como candidato del oficialismo, tampoco era un economista consagrado; en realidad, estudió derecho en la Universidad Nacional, y se veía a sí mismo como un hegeliano que enseñaba teoría del Estado. Culto, aunque retórico, se miraría a sí mismo como el último presidente de la Revolución mexicana hecha gobierno.
Su gobierno respondió al vacío político de las elecciones de 1976 con la reforma electoral más importante desde la de 1945. La nueva ley que regularía los comicios federales abrió posibilidades para el registro de partidos políticos dispuestos a competir electoralmente y estableció una doble representación en la Cámara de Diputados: diputados de mayoría relativa (los que obtuvieran el mayor número de votos en cada uno de los 300 distritos electorales) y 100 diputados de representación proporcional (los partidos tendrían derecho a un determinado número de diputados según la proporción de votos obtenida en una circunscripción).
Mientras que en 1976 estaban registrados ante la autoridad electoral cuatro partidos (Partido Revolucionario Institucional, Partido Acción Nacional, Partido Popular Socialista y Partido Auténtico de la Revolución Mexicana), en 1979, en virtud de la reforma electoral, pudieron competir siete en las elecciones federales y nueve en 1982. Y mientras que en 1976 la fórmula de diputados de partido proporcionó 42 escaños a la oposición, la reforma política permitió que los partidos de oposición sumaran más de 100 diputados en 1979. Aunque el control de la Cámara de Diputados por el presidente y su partido no estuvo propiamente en riesgo (el PRI tuvo en ese año 295 diputados y 299 en los comicios de 1982), un juego político electoral más amplio tenía visos de establecerse en México. Más aún, la reforma política de José López Portillo y Jesús Reyes Heroles (su secretario de Gobernación) permitió que dos partidos de orígenes añejos (el Comunista y el de los sinarquistas) participaran en elecciones constitucionales, luego de décadas de estar casi proscritos.
Desde la campaña electoral, López Portillo definió una estrategia para recuperar la confianza de los sectores empresariales más importantes del país. La llamó Alianza para la Producción y era una propuesta que aprovechaba los modos y encantos corporativos del régimen con el fin de atenuar el conflicto, redefinir las relaciones del poder público con los empresarios y reorganizar la economía después del descalabro de 1976. Y tuvo éxito. Al menos hasta mediados de 1981, el gobierno de López Portillo colmó, y con creces, las expectativas de los empresarios nacionales y de los representantes de los inversionistas extranjeros. Por eso Manuel Espinosa Yglesias, un banquero notable, expresó en 1979 que «entre las muy claras virtudes de estadista que se le reconocen al licenciado José López Portillo, presidente de la República, figura señaladamente la de ser un excelente administrador», y acorde con ese entusiasmo financió las excavaciones arqueológicas del Templo Mayor en la ciudad de México, uno de los proyectos favoritos del mandatario.
El desempeño general de la economía y la renta petrolera crearon una impronta política peculiar: la ilusión de que los recursos disponibles serían suficientes para perpetuar una suerte de patronazgo y mediación presidencial con todos los sectores sociales. La imagen del presidente como fiel de la balanza —que el propio López Portillo difundió— no estaba errada, y describe bien los límites y alcances de su gobierno: quiso mediar entre las facciones de la burocracia hacendaria y financiera (esto es, entre los estructuralistas y los liberales); entre los partidarios del incremento de las exportaciones petroleras y los que exigían un límite preestablecido; entre los partidarios de ingresar al Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio y los que pretendían dejar como estaba la protección arancelaria.
Otra vez el campo mexicano expresó los alcances y limitaciones del voluntarismo presidencial. Como vimos, era importante el conflicto social y político en el agro, al menos desde 1973. Entre 1977 y 1978 es probable que López Portillo haya tratado de moderar el giro agrarista de Echeverría, reprimiendo o tratando de controlar las solicitudes de tierras. Pero la presión fue suficientemente fuerte para que a partir del segundo semestre de 1978 el gobierno hiciera concesiones a quienes exigían tierra. A las demandas por reparto de tierras se agregaba, claramente, la disminución de la capacidad de autosuficiencia alimentaria. México se estaba convirtiendo en un importador neto de alimentos (granos básicos, leche). López Portillo decidió inyectar recursos extraordinarios al campo, como también lo había hecho Echeverría, y se planteó además alcanzar la autosuficiencia promoviendo un complejo modelo de apoyos y subsidios llamado Sistema Alimentario Mexicano, que resultó oneroso e ineficaz, y que sólo tuvo un año de gloria: 1981.
Es cierto que el monto de las reservas de petróleo, el precio del barril, la publicidad internacional y la disponibilidad de créditos externos fomentaron la ilusión de una presidencia sobrepuesta al conflicto y de una sociedad plena de futuro. Pocas veces se reconoce que esa ilusión fue ampliamente compartida en la sociedad mexicana al menos entre 1977 y 1981 (aunque con excepciones notables como las de los intelectuales Heberto Castillo y Gabriel Zaid), y generó uno de los momentos de euforia colectiva más importantes en la historia contemporánea de México. Este asunto es crucial a la hora de tratar de entender la futura animadversión de amplios sectores sociales hacia el gobierno, su política y la personalidad del presidente después de 1982. No se trató de un desencuentro sino de un desengaño, casi de una traición; tal imagen fue, además, convenientemente alimentada por los gobiernos que sucedieron al de José López Portillo.
Sin embargo, es erróneo suponer que el gobierno federal, incluso en los mejores años del sexenio, dejó las cosas como estaban con tal de no tener problemas ni en la política interior ni en la exterior. En 1980 se estableció el impuesto al valor agregado, una de las reformas fiscales más importantes en la historia de los impuestos en México. Si bien muchos analistas consideraron entonces que los impuestos al consumo de bienes básicos eran regresivos (es decir, que acaban pagando más los pobres que los ricos), debe subrayarse que dicha reforma era la primera en casi 20 años en México. Como presidente, López Portillo hizo lo que tres predecesores suyos en Palacio Nacional no se atrevieron.
Riesgos igualmente importantes asumió López Portillo en la política exterior de México. El restablecimiento de relaciones diplomáticas con España, una vez iniciada la transición de la dictadura a la democracia en aquel país, debe más a la historia y a la biología (la muerte de Francisco Franco) que a una idea geopolítica estructurada. Pero en otras áreas la cosa fue más compleja. Podría decirse que el petróleo cambió, en términos modestos pero significativos, la inserción del país en el escenario internacional, sobre todo en Norteamérica, Centroamérica y el Caribe. Entre 1977 y 1978 las relaciones con Estados Unidos fueron en lo esencial de bajo perfil y con una conducción ortodoxa, en parte debido a los compromisos adquiridos con motivo de la recuperación económica luego del descalabro de 1976. Una vez reconocidos el monto e importancia de las reservas de petróleo, López Portillo creyó ver una oportunidad para realizar algunos ajustes. No fue ajeno a esta reconsideración el proyecto de construir un gasoducto a Texas que, una vez garantizado el financiamiento internacional, se vio truncado por las exigencias del gobierno de Washington (no de las empresas) respecto al precio del pie cúbico de gas, lo que anunciaba además los peligros de tener un solo cliente. México renunció al gasoducto, al menos en su trazo original.
A partir de 1979, el avance de la revolución sandinista en Nicaragua permitió reelaborar el posicionamiento de México en política exterior. Por lo pronto rompió relaciones con el gobierno de Anastasio Somoza, aduciendo la violación masiva y sistemática de los derechos humanos, un quiebre notable en la tradición mexicana sobre el reconocimiento de los gobiernos extranjeros; pasó, por decirlo así, de una pasividad con sustento doctrinario a una militancia obvia. En 1981, en un comunicado conjunto con el gobierno socialista francés de François Mitterrand, solicitó a la comunidad internacional el reconocimiento de la guerrilla izquierdista de El Salvador como parte beligerante en la guerra civil. Menos en el primer caso que en el segundo, estas medidas planteaban una competencia evidente con respecto a la hegemonía estadounidense en la región.
Cuando el precio del barril de petróleo empezó a bajar a mediados de 1981 y cuando se cerró la llave del financiamiento relativamente abundante y barato en el extranjero (y, más aún, cuando los vencimientos en el pago de la deuda comenzaron a acumularse en un periodo muy breve) el fiel de la balanza dejó de serlo. López Portillo debió tomar decisiones que, sin el amortiguamiento de los recursos, tendrían costos políticos importantes. Restringir el gasto del gobierno y devaluar el peso parecía una salida obvia en el segundo semestre de 1981. Ambas medidas seguramente habrían puesto en tensión a todo el aparato de gobierno y habrían provocado un gran debate público e incluso resistencias de distinta índole en sectores del mundo político. De todas formas, tales respuestas estaban en el terreno de lo políticamente manejable para cualquier gobierno bien establecido.
No fue así. Durante largos meses críticos (sobre todo entre febrero y agosto de 1982) el gobierno pospuso aplicar medidas de fondo o bien tomó decisiones contradictorias, como restringir el gasto gubernamental y al mismo tiempo decretar aumentos de salarios. La ambivalencia de López Portillo estaba fundada en dos motivos: la inminencia de las elecciones presidenciales ese verano, las primeras con una amplia concurrencia de partidos y candidatos después de la reforma política (se registraron siete candidatos presidenciales), y el cálculo de que sería muy complicado tener una explicación razonable a una crisis profunda de la economía después de prometer durante casi cinco años tiempos de abundancia.
A la larga, 1982 sería un año crucial en la historia contemporánea de México. La crisis económica devino en otra cosa. José López Portillo decretó la expropiación de los bancos privados nacionales y el control de cambios el 1 de septiembre, ciertamente una de las operaciones encubiertas más exitosas de los gobiernos mexicanos del siglo XX. Casi todas las interpretaciones de este acto lo consideran un ajuste de cuentas casi personal de un presidente paranoico con sus aliados apenas unos meses antes (los banqueros) o bien una vindicación tardía e ineficaz de unos tambaleantes principios del Estado de la Revolución.
Estimaciones conservadoras calculan en más de 8000 millones de dólares los recursos transferidos por mexicanos al extranjero en aquellos meses (otras multiplican ese monto por tres o por cuatro). De otra suerte, el cambio en las reglas del juego implicó que unos 6000 millones de dólares depositados en bancos mexicanos por ahorradores locales fueran en adelante pagados en su equivalente en pesos (en medio de devaluaciones e inflación), lo que supuso un profundo agravio para los sectores medios y altos de la sociedad. La nacionalización de la banca fue bien recibida por la población en general, pero fue el detonante para el divorcio de sectores medios y empresariales del oficialismo histórico en México. Es necesario señalar que incluso un sector importante de la burocracia financiera y hacendaria del gobierno tomó su distancia respecto a la medida, y se adscribió, sin renunciar y con frecuencia profundizando en sus hábitos autoritarios, a un proyecto de redefinición de las funciones y metas del Estado mexicano. En ese grupo se encontraba Miguel de la Madrid. Sin duda, él fue el hijo predilecto de la crisis económica de 1981 y 1982.
Miguel de la Madrid Hurtado, presidente de la República entre 1982 y 1988, aparece desde la intimidad de sus memorias políticas como un político profundamente avergonzado de sus orígenes partidarios e ideológicos. Escribió, a propósito de José López Portillo: «Hay un gran peligro en el enloquecimiento de los presidentes. Los locos hacen enloquecer al presidente, porque la locura es contagiosa». De la Madrid no enloqueció; en cambio, fracasó en cuatro temas y momentos cruciales: la recuperación económica, la renegociación de la deuda externa, el manejo de la crisis después de los sismos de 1985 y la conducción imparcial de las elecciones presidenciales de 1988.
Nacido en Colima en 1934, estudió derecho en la Universidad Nacional y luego hizo una maestría en administración pública en la Universidad de Harvard. Prácticamente toda su carrera como funcionario transcurrió en el Banco de México y la Secretaría de Hacienda. Compartía con sus dos predecesores inmediatos no haber ocupado nunca un cargo de elección popular anterior a la presidencia. Cuando López Portillo lo designó candidato en el otoño de 1981, era el titular de la Secretaría de Programación y Presupuesto, es decir, el encargado de programar, distribuir y ejercer el presupuesto público.
En la elección constitucional de 1982 De la Madrid obtuvo poco más de 16 millones de votos, algo así como 68% de la votación efectiva; tal porcentaje representó una caída de 20 puntos porcentuales respecto a los resultados de los candidatos del PRI en las elecciones de 1970 y 1976. Fenómeno nada extraño, por otra parte, porque ésta fue la primera elección después de la reforma política de 1978 y tuvo lugar justo cuando asomaban en el horizonte los nubarrones del huracán económico y fiscal de 1982. Que la oposición se haya llevado más de 30% de los votos (sólo el Partido Acción Nacional obtuvo 15%) era un producto natural de la apertura en las reglas de la competencia político-electoral y de la coyuntura misma.
Con una cómoda superioridad en el Poder Legislativo (298 de 400 diputados y los 64 senadores de la Cámara alta), De la Madrid ensayó una serie de reformas a la Constitución, que llegaron a 19. Una de las prioridades de De la Madrid, y pieza clave en su marketing político desde la campaña, fue lo que llamó la «renovación moral» de la sociedad. Ésta pretendió ser una respuesta a la percepción generalizada de corrupción e impunidad en la administración anterior. Entre unos pocos más, dos personajes de renombre fueron juzgados y encarcelados por corrupción: el ex director de Petróleos Mexicanos, Jorge Díaz Serrano, y el ex jefe de la policía de la ciudad de México, Arturo Durazo.
Sin embargo, De la Madrid fue más que prudente al modificar las reglas de la competencia político-electoral; como saldo final, su reforma fue insuficiente en cuanto a los mecanismos de calificación de las elecciones y a la creación de un tribunal eficaz, y avanzó poco en el tema del control político y jurídico del gobierno en los comicios: el secretario de Gobernación siguió presidiendo la Comisión Federal Electoral. Aunque se creó por vez primera desde 1929 un órgano de representación popular en el Distrito Federal (la Asamblea de Representantes), éste sólo tuvo atribuciones reglamentarias, no legislativas. El fracaso de la reforma fue mayúsculo si nos atenemos al proceso electoral de 1988, única prueba empírica pertinente para juzgarla.
Si se contrastan las reformas a la Constitución y las certezas que exhibe De la Madrid en todos los documentos respecto al tipo de desarrollo económico deseable para el país, de un lado, y los resultados netos del desempeño de la economía y del desarrollo social, por el otro, nos encontramos ante un enigma sobre el tipo de referencias del Presidente. Recordemos que entre 1983 y 1988 la economía creció apenas 0.1% anual en promedio y que el producto por habitante se retrajo la friolera de 2.5% por año. Ni siquiera las consecuencias dramáticas de los sismos de 1985 convencieron al gobierno nacional de una negociación más agresiva para manejar la deuda externa y México debió esperar la iniciativa de otros países con problemas similares (Brasil, por ejemplo).
Para entender la timidez mexicana en la crisis de deuda, es necesario reconocer que el escenario internacional se había modificado de manera considerable al iniciarse la década de 1980 con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos, con la hegemonía neoconservadora en otros países de gran peso estratégico y con el recalentamiento de la guerra fría. De hecho, De la Madrid pudo mantener a salvo el interés nacional en Centroamérica cuando el llamado Grupo Contadora (del que formaban parte, además, Colombia, Panamá y Venezuela) ejerció un contrapeso eficaz frente a la política estadounidense contraria al gobierno sandinista de Nicaragua y a la facción izquierdista en la guerra civil salvadoreña (y que bien pudo convertirse en una intervención militar directa). La política exterior de Miguel de la Madrid profundizó en la idea heredada de su antecesor de un papel más activo en las zonas de interés estratégico de México, aunque apelando ahora, otra vez, al principio de no intervención en los asuntos de otros países.
Los sismos de septiembre de 1985 cambiaron el ambiente del país o al menos de algunas áreas como la ciudad de México. Hubo un tránsito de la frustración sin expresión política a la movilización social en aras del rescate de las víctimas y la negociación para reconstruir y tener acceso a viviendas nuevas. En todo caso hubo un reconocimiento y utilización de la calle (primero en la ciudad de México y luego en otras regiones del país) como lugar y vehículo para la negociación política entre los márgenes crecientes y no disciplinados en el aparato corporativo del oficialismo, de un lado, y el gobierno, del otro. En este sentido, antes incluso de reformas electorales más sustantivas, comenzó una nueva era en la política de masas en México.
LA IMAGEN Y LA PALABRA
En una encuesta de 195, 68% de los alumnos de secundaria en el Distrito Federal declaró que le gustaba participar en concursos de oratoria, 42% declaró (tal vez exageradamente) haber participado por lo menos una vez en un concurso de ese tipo, 84% aseguró que le gustaba la declamación y el mismo porcentaje dijo que participaba en asambleas. Sin embargo, 42% de los estudiantes afirmaron que se ponían muy nerviosos cuando el profesor les encomendaba dar la clase; un dato que pone en evidencia la importancia que se otorgaba (¿y se otorga?) a la palabra pronunciada públicamente. Desde los años treinta, los expertos en educación recomendaban fomentar dos tipos de lectura: la silenciosa, que construía al individuo, y la lectura pública en voz alta, con la que participaba en la construcción de la comunidad. La otra cara de esta preferencia por la palabra hablada es ingrata: en los censos nacionales de población de 1970 a 1990 el número absoluto de analfabetas se mantuvo igual: seis millones de personas.
Al surgir la televisión, Salvador Novo señaló la importancia que tenía, para ese medio, el sentido de la vista, «el sentido por medio del cual el Hombre ha hecho la Ciencia; sin el cual, el mundo exterior le estaría vedado, desconocería las formas, los colores, las estrellas, las magnitudes, las distancias, el alfabeto, el rostro de sus semejantes, sus propias manos». Y más aún: «los demás sentidos son auxiliares». Pues bien, la televisión exigiría, a diferencia de la radio (que sólo convocaba a «los ojos de la imaginación»), la atención exclusiva del público. Las amas de casa, dijo Novo, no podrían atender «el desempeño de sus labores domésticas» mientras veían la televisión, como sí ocurría con los programas de radio. Novo consideraba improbable, por esta circunstancia, que el nuevo medio reemplazara por completo a la radio.
Esta tensión entre las imágenes y las palabras también aparece en las artes. El arte conceptual, desde los años setenta y ochenta, utiliza artefactos y métodos que no siempre se constituyen como «imágenes». Buen ejemplo de lo anterior es la acción realizada en 1980 por el Grupo Março, Proyecto del poema urbano. Frente al Monumento a los Niños Héroes, estos artistas surgidos de la Escuela Nacional de Artes Plásticas ofrecieron tarjetas con palabras a los transeúntes, invitándolos a disponerlas sobre el pavimento, en un poema colectivo. Esta acción puede contrastarse con una obra de Rufino Tamayo: La gran galaxia (1978). Se trata de un paisaje nocturno, con evidentes alusiones a la Noche estrellada de Vincent van Gogh, pero también al romanticismo alemán del siglo XIX. En esta comparación no sólo se opone la imagen (de Tamayo) con la lengua (del Grupo Março). La obra de Tamayo apela a lo universal (es la Tierra frente al cosmos, es el paisaje desprovisto de cualquier identidad). Pero lo contrario de universal no es lo nacional. La obra de Março no es nacionalista y no hace caso del monumento patrio. Lo contrario de lo universal es lo concreto e irrepetible (las tarjetas están aquí, las palabras se acomodan en esta banqueta, no volverá el poema urbano a verse igual). Uno de los integrantes de Março, el escultor Sebastián, tuvo buena fortuna como escultor público, y unos años después inauguró la Puerta de Monterrey, una escultura geométrica y monumental, que podría compararse con el artículo publicado por Enrique Krauze en 1983, y cuyas ideas amplió en el libro que apareció en 1986: Por una democracia sin adjetivos. La escultura no es una obra completamente autónoma, pero sí es la metáfora de una modernidad convertida en sistema formal: un arte combinatoria de aristas y volúmenes, una forma plástica que deja pendiente su articulación final a la reflexión de los espectadores. Y esa ambivalencia, entre la autonomía y la intervención del público, recuerda las afirmaciones de Krauze que, por una parte, reivindicaba el «progreso político» como «un fin en sí mismo» y advertía, por otra, sobre los peligros de «vaciar la democracia de contenido político». Las formas de la escultura se originaron en obras de pequeño formato del propio Sebastián, que se armaban y desarmaban. Serían muchos los ejemplos en la plástica, las letras y la política, de expresiones críticas o utópicas articuladas con lucidez y claridad. Los años ochenta fueron plurales, pero es obvio que la historia fue más complicada que las previsiones expresadas por la cultura de la transición. La forma del arco triunfal es optimista; se podría debatir si la democracia puede serlo también.
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