EL NUEVO ORDEN, 1821-1848

JOSÉ ANTONIO SERRANO ORTEGA

El Colegio de Michoacán

JOSEFINA ZORAIDA VÁZQUEZ

El Colegio de México

INTRODUCCIÓN

Para un Estado que en septiembre de 1821 lograba su soberanía no era fácil incorporarse al concierto de las naciones, en especial para los que como México se encontraban en situación crítica después de una larga lucha por su independencia. La emancipación mexicana estuvo rodeada de desventajas que contrastan con las condiciones que habían favorecido a las 13 colonias de Norteamérica. En 1783 la independencia de Estados Unidos fue reconocida por su antigua metrópoli, lo que legitimó su integración a la comunidad internacional. Además, en el contexto de la Ilustración, el reclamo de libertad y representación de las colonias les aseguró la simpatía europea, al igual que las discordias continentales les garantizaron aliados en su lucha independentista; todo ello permitió que la contienda armada fuera breve y poco sangrienta. Estados Unidos también contó con la ventaja de que en 1789 estalló la Revolución francesa y con ella advino un cuarto de siglo de luchas europeas, lo que le permitió al nuevo Estado experimentar su sistema político sin interferencias y aprovechar su neutralidad para expandir su comercio.

Por otra parte, el legado napoleónico y las revoluciones atlánticas modificaron drásticamente las relaciones internacionales. Desde el reconocimiento francés a la revolución norteamericana en 1778 se eliminaron los acuerdos entre dinastías con áreas exclusivas de mercados, para fincarse en la libertad de comercio, los derechos individuales, la tolerancia religiosa y la reciprocidad. La victoria sobre Napoleón enfrentó a los países a la contradicción entre sus intereses comerciales y su temor a las nuevas ideas, producido por los excesos de la Revolución francesa que había dado fin al utopismo ilustrado y generado desconfianza hacia las luchas independentistas hispanoamericanas. La Gran Bretaña, potencia comercial y financiera, tenía claros sus intereses y su ministro Castlereagh, consciente de que eran inevitables las independencias, se empeñó en que no se discutieran en el Congreso de Viena. Después de rehacer el mapa de Europa, Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia decidieron seguir reuniéndose periódicamente para solucionar los problemas que surgieran. Pero en Viena también se constituyó la Santa Alianza, una liga de príncipes cristianos que defendía el viejo régimen y que no contaba con la anuencia de Austria y Gran Bretaña. España no era miembro de ninguna de las dos alianzas, pero contaba con la simpatía de la Santa Alianza que fortalecía su situación internacional, sobre todo cuando en 1823 intervino militarmente en la Península para restablecer el absolutismo. Esto despertó el temor hispanoamericano de que aquélla apoyara a España en una reconquista y, aunque esto era harto improbable, obligó a los debilitados nuevos estados a endeudarse para preparar su defensa.

PARA HACERSE UN LUGAR EN EL MUNDO

Para ingresar en el concierto de las naciones era necesario obtener el reconocimiento internacional. El problema no se planteó en 1821, pues los Tratados de Córdoba prometían un miembro de la dinastía española para el trono del Imperio mexicano, lo cual aseguraba entrar con legitimidad al orden mundial. La Junta Provisional Gubernativa planteó la agenda de las relaciones internacionales en diciembre de 1821, reservando un tratamiento preferencial para España y sus hermanas hispanoamericanas, y prioridad a las relaciones con la Santa Sede, fundamental para un país católico. Pero al llegar la noticia de que las Cortes y la Corona declaraban «ilegítimos y nulos» los Tratados, el reconocimiento internacional pasó a ser esencial. En 1822 sólo Chile, Colombia y Perú reconocieron la independencia de México; Estados Unidos, que había mantenido la neutralidad para no dañar sus ambiciones territoriales, lo hizo en diciembre de 1822, una vez ratificado el Tratado Adams-Onís en 1821.

La amenaza de reconquista de la vieja metrópoli hizo prioritario el reconocimiento de Gran Bretaña que, además, podría otorgar préstamos. Para los británicos México era importante por su plata, sus tintes y su situación como puente entre Europa y Asia. Ante el legitimismo de la Corona española, lord Castlereagh y su sucesor Charles Canning intentaron convencer a Madrid de que las independencias eran inevitables, pero fracasaron. Esto decidió a Canning a enviar comisionados para estudiar la situación mexicana. Así, en 1823 aparecieron los británicos en México, al tiempo que dos enviados mexicanos partían hacia Londres para negociar el reconocimiento.

Al principio Canning sugirió que México ofreciera una indemnización a España para acelerar el proceso, pero los comisionados nombrados por el virrey Juan O’Donojú se negaron. Al llegar la noticia del fusilamiento de Agustín de Iturbide a mediados de 1824, Canning la interpretó como prueba de estabilidad y decidió arriesgarse a amenazar con la renuncia, para poder anunciar el 1 de enero de 1825 que Gran Bretaña reconocería a México, Colombia y Buenos Aires. Los inversionistas y banqueros se habían adelantado a hacer negocios y habían concedido dos préstamos a México que, aunque ruinosos a la larga, fueron momentáneamente un gran respiro.

La firma del Tratado de Amistad y Comercio fue más complicada por el empeño mexicano de reservar un trato preferencial para España e Hispanoamérica y por exigir la declaración clara de reconocimiento. Gran Bretaña, a su vez, exigía la tolerancia de cultos y consideraba que sólo España podía conceder el reconocimiento de jure. Para agilizar la negociación, el presidente Guadalupe Victoria ordenó a Sebastián Camacho trasladarse a Londres. El mexicano logró que se descartara exigir la tolerancia, ya que Gran Bretaña no la concedía a los católicos, mientras que Canning lo convenció de desistir del estatus privilegiado para las naciones hermanas por haberlo reservado ya en sus tratados. El documento se firmó el 26 de septiembre de 1826 y fue ratificado al año siguiente. México obtuvo trato preferencial por 10 años. Lo interesante es que el mismo texto del tratado fue firmado por las ciudades alemanas, Prusia y Holanda. En Francia, Tomás Murphy sólo logró que las casas comerciales nombraran agentes y, en 1826, el permiso para que barcos mexicanos tocaran puertos franceses. En 1827 se firmó un acuerdo comercial y un reconocimiento de facto y, en 1831, un tratado en París pero que México no ratificó. Eso mantuvo una indefinición que tendría graves consecuencias en 1838.

La firma de un tratado con Estados Unidos fue más difícil. El primer ministro plenipotenciario, Joel Poinsett, llegó en 1825 buscando contrarrestar el estatus privilegiado concedido a Gran Bretaña y convencer a México de «la conveniencia» de mover la frontera hacia el Río Grande del Norte, con la compra de Texas. Lucas Alamán, ministro de Relaciones, subrayó que la frontera había quedado definida por el Tratado Adams-Onís. Poinsett exigió la tolerancia religiosa y el estatus de nación más favorecida, pero el verdadero obstáculo fue la exigencia de que México se comprometiera a devolver esclavos fugitivos. El segundo ministro, Anthony Butler, aceptó eliminar esta cláusula y logró la firma del Tratado en 1832.

Los primeros años de vida independiente inspiraron a Simón Bolívar a soñar en la unión hispanoamericana. En 1826 se llevó a cabo un congreso en Panamá, donde se firmó un tratado de liga y confederación perpetua que comprometía a los nuevos estados a crear un ejército común para la defensa del continente, pero nunca fue ratificado. Lo inhóspito del clima hizo que el congreso se trasladara a Tacubaya, adonde sólo llegaron dos representantes. Lucas Alamán, al hacerse cargo del Ministerio de Relaciones en 1830, revivió el proyecto con un sentido más pragmático: presentar un frente común para negociar con España y el Vaticano y para la defensa común. Por desgracia, cuando al fin se realizó la reunión en 1847, México había sido invadido por Estados Unidos.

La preocupación más constante fue lograr el reconocimiento de España y del Vaticano. El gobierno nombró en 1824 al canónigo Francisco Pablo Vázquez para marchar a Europa y negociar un concordato con el Vaticano. Sus instrucciones eran no presentarse a menos que fuera recibido oficialmente. La misión era importante, ya que el gobierno mexicano consideraba que el ejercicio del Real Patronato era parte de su soberanía. La Santa Sede, presionada por España y la Santa Alianza, condenó las independencias en la encíclica Etsi jam diu de León XII en 1824. Sin tener noticia de la encíclica, Guadalupe Victoria había escrito al Papa para anunciarle su elección a la presidencia y la consagración de la católica como religión de Estado. Recibida en Londres, José Mariano Michelena envió la carta al Vaticano, acompañada de otra en la que aclaraba que México, país católico, reconocía la autoridad espiritual del pontífice, pero consideraba que la encíclica era la opinión del Papa en un «asunto temporal». La carta cumplió su misión y el Papa contestó en 1825 expresando su satisfacción porque la nación seguía siendo católica y, sin mencionar la República, la dirigía al ínclito duce Victoria. De todas formas, la respuesta causó júbilo, aunque Vázquez seguía esperando que lo recibieran de manera oficial. El canónigo Vázquez finalmente decidió presentarse en Roma y, aprovechando la elección de un nuevo papa, solicitó el nombramiento de obispos a partir de la lista de candidatos que el gobierno de Guerrero le había enviado. Se le ofrecieron obispos in partibus [sin sede real], pero Vázquez los rechazó. Al final, en 1831 logró que el Papa nombrara obispos propietarios, entre ellos la sede de Puebla para él mismo. No consiguió, sin embargo, el reconocimiento ni el concordato, pero su gestión fue un alivio para la Iglesia mexicana que se había quedado sin un solo obispo desde 1829.

Con España se intentaron diversas vías. La mediación diplomática encontró cierto eco después de la muerte de Fernando VII, pero fue obstaculizada por los cambios de gobierno en España. En 1836, Miguel Santa María logró superar la cuestión de la «soberanía» y de la deuda. Mientras la Santa Sede anunciaba el reconocimiento el 29 de noviembre de 1836, Santa María, después de aludir a la ley del 28 de junio de 1824 en la que la deuda se «había reconocido voluntaria y espontáneamente como propia y nacional», remontó el principal obstáculo. El Tratado de Paz y Amistad fue firmado en Madrid el 28 de diciembre de 1836.

DEL IMPERIO A LA REPÚBLICA FEDERAL, 1821-1824

El 27 de septiembre de 1821 con gran júbilo se juró la independencia de México y el mismo día se instaló la Soberana Junta Provisional Gubernativa elegida por el mismo Iturbide, tratando de que estuvieran representados los principales intereses sociales y políticos, lo que no obstó para que algunos se convirtieran en sus enemigos por ser republicanos o borbonistas. En octubre, la Soberana Junta designó a los integrantes de la Regencia encabezada por Iturbide, la cual se fijó como principales objetivos inmediatos reorganizar el ejército y la hacienda; fortalecer el gobierno imperial frente a las élites provinciales, puesto que el gobierno se había debilitado con la lucha independentista, y convocar a la elección de un congreso constituyente. El cobro de impuestos aprobados por la Regencia fue el tema que más enfrentamientos generó entre el gobierno imperial y las élites regionales, en especial cuando el ministro de Hacienda del Imperio, Rafael Pérez Maldonado, ordenó cobrar de nueva cuenta un impuesto directo sobre la riqueza agrícola, comercial e industrial.

El regente, con amplísimas atribuciones —mayores que las que tendría como emperador—, buscaba limitar las funciones de las diputaciones provinciales, instituciones que representaban a los grupos políticos y económicos locales. Esto causó tensiones con dichas diputaciones y con los mismos jefes políticos que la Regencia había designado. La Regencia procedió a organizar las elecciones de los diputados del Congreso Constituyente. En 1820 y 1821 se habían establecido los reglamentos para elegir diputados provinciales, cientos de nuevos ayuntamientos constitucionales y diputados a las Cortes Generales de la monarquía española, dando lugar a uno de los momentos de mayor movilización electoral del siglo XIX. Iturbide y el resto de la Regencia cometieron el error de modificar esos reglamentos electorales, que estipulaban elegir un diputado por cada 70 000 habitantes, y su convocatoria ordenaba que la elección de diputados se hiciera de acuerdo con el número de partidos en que se dividían las provincias. El abandono del principio demográfico, adoptado por las revoluciones norteamericana y francesa, provocó una desproporción del número de representantes entre las provincias más pobladas y las que, con pocos habitantes, se dividían en muchos partidos. Eso llevó a inútiles protestas de las provincias de México, Oaxaca, Veracruz, Guanajuato y Michoacán.

A pesar de las fricciones con los intereses provinciales, el Imperio parecía tener un futuro venturoso, tanto que la capitanía de Guatemala se unió al Imperio mexicano en enero de 1822, con lo que se preservaba la América Septentrional, territorio determinado en la Constitución española de 1812. No obstante, la Regencia enfrentó problemas con grupos políticos nacionales, pues la noticia de que las Cortes habían desconocido los Tratados de Córdoba desilusionó a los borbonistas y demás mexicanos que, unidos por ligas estrechas de amistad y comercio con la monarquía española, demandaron negociar con el gobierno peninsular. Pero la decisión de las Cortes también fortaleció al grupo que, inclinado por la República y encabezado por Vicente Rocafuerte y Servando Teresa de Mier, exigiría que el Congreso, como constituyente, aboliera la monarquía, «gobierno tiránico y antiliberal», y estableciera un nuevo sistema político. Lo cierto es que al inaugurarse el Congreso el 24 de febrero de 1822, las condiciones políticas eran poco favorables para que se desarrollaran con normalidad las sesiones parlamentarias. La herencia de las Cortes de 1810 había alimentado un clima de enfrentamiento, pues el primer acuerdo fue que el Poder Legislativo era el representante de la soberanía popular, mientras que los otros dos eran poderes delegados. Iturbide, en la cúspide de su popularidad, por el contrario, se consideraba representante de la voluntad nacional por la amplísima aceptación y respaldo al Plan de Iguala y a los Tratados de Córdoba, documentos fundadores de la nación mexicana, que el Congreso ignoró.

Iturbide no tardó en enfrentarse al Congreso, promoviendo su descrédito. Por su parte, la gran mayoría de los diputados se dedicó a limitar las atribuciones de Iturbide, aumentar las facultades del Poder Legislativo y debatir cuestiones secundarias, sin emitir la Constitución ni las urgentes leyes sobre hacienda, guerra y justicia. Las tensiones llegaron al máximo cuando Iturbide amenazó con renunciar a su cargo. Al filtrarse la noticia, la noche del 19 de mayo de 1822 militares prominentes agitaron a los sectores populares afines a Iturbide para exigir su elevación al trono. Presionado por el pueblo, el Congreso se reunió esa misma noche y discutió la proposición de Valentín Gómez Farías, en ese momento diputado por Zacatecas y quien se convertiría en uno de principales dirigentes radicales de la primera mitad del siglo XIX, y otros 45 diputados para votar «que se corone el grande Iturbide». Aunque la mayoría votó a favor, una vez coronado se interpretaría como una imposición, lo que multiplicó los enfrentamientos y la organización de una conspiración republicana. La situación se agravó tanto que el 31 de octubre de 1822, Agustín I, aconsejado por diputados de todas las facciones, ordenó la disolución del Congreso, acción que provocó los primeros pronunciamientos.

La verdad era que se había esfumado el consenso político construido a favor de la independencia de México. Iturbide fracasó al intentar reunir de nueva cuenta a los grupos políticos imperiales y regionales con la elección de miembros para una Junta Nacional Instituyente entre los mismos diputados del Congreso. La Junta se afanó en legislar y redactar un proyecto de constitución, tarea infructuosa ante el malestar general, que fue aprovechado por las logias masónicas que se habían multiplicado entre la oficialía del ejército. Pero conspiradores y republicanos tampoco lograron sumar a su causa a los opositores al Imperio, tanto que el pronunciamiento de Antonio López de Santa Anna de diciembre de 1822, en el que se desconocía a Iturbide y se exigía el restablecimiento del Congreso, no encontró mucho eco. No obstante, el 1 de febrero de 1823 los propios oficiales encargados de someter a Santa Anna promulgaron el Plan de Casa Mata en Veracruz, el cual no proclamaba la República ni pedía la destitución del emperador, sino que exigía elegir un nuevo congreso constituyente y reconocía la autoridad de la diputación de Veracruz. El Plan se aseguró el apoyo de la mayoría del ejército por el reconocimiento que dio a esa diputación y, así, para mediados de marzo todas las diputaciones del país se le habían adherido y asumido el gobierno provincial, adueñándose de las atribuciones y facultades del gobierno imperial en los ramos de hacienda y guerra, lo que inició un proceso histórico que cambiaría la historia institucional del México decimonónico. Iturbide se confió en que el Plan de Casa Mata no lo desconocía y trató de negociar, pero sus enviados también se adhirieron al Plan, lo que lo decidió a restablecer el Congreso disuelto; y como eso no resolviera la situación, abdicó el 19 de marzo de 1823.

El Congreso declaró ilegal el Imperio, aunque le concedió una pensión a Iturbide, a quien se ordenó exiliarse en Europa. Asumiendo la totalidad del poder, el Congreso nombró un Supremo Poder Ejecutivo provisional formado por tres generales, los insurgentes Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y el realista Pedro Celestino Negrete, con dos suplentes. No obstante, la mayoría de las diputaciones y el ejército sólo reconocieron al Congreso como convocante y exigieron el cumplimiento del Plan de Casa Mata y la elección de un nuevo Congreso, de acuerdo con las reglas con que se habían realizado las elecciones de 1820 y 1821 para España. El ejército trató de convocar a las provincias a formar un gobierno provisional, pero la declaración de ilegalidad del Imperio permitió que las provincias asumieran su respectiva soberanía. La fragmentación del territorio parecía inevitable. La diputación provincial de Guadalajara, con el apoyo del comandante y jefe político, desconoció al Congreso y al Poder Ejecutivo provisional que éste había nombrado. El 12 de mayo, los diputados declararon establecido el Estado Libre y Soberano de Jalisco, ejemplo seguido por Oaxaca, Yucatán y Zacatecas. En julio, Guatemala votó separarse de México, sin lograr que Chiapas se reintegrara a su territorio.

La declaración de Zacatecas fue más ponderada y aclaraba que no deseaba dañar la unidad y que una federación lograría «el bien de la patria». La clase política del estado de Jalisco se convirtió en la dirigente del movimiento federalista, en gran parte porque Guadalajara se había convertido desde finales del siglo XVIII en uno de los más importantes centros económicos de Nueva España, además de que era la sede tanto de la Audiencia de la Nueva Galicia, que tenía jurisdicción sobre el norte del virreinato, como de la Universidad, donde se había educado la mayor parte de los profesionistas de las provincias norteñas. Así, bajo el liderazgo de Jalisco se desató un movimiento federalista que no tardó en ser respaldado por los principales actores políticos de la República: las élites regionales. República y federalismo se convirtieron en principios para forjar una nueva alianza política, favorecida por la amenaza de reconquista y por la decisión del Supremo Poder Ejecutivo —bajo la atinada dirección del ministro de Relaciones, Lucas Alamán— de enviar un ejército a Guadalajara bajo las órdenes de Nicolás Bravo con instrucciones de negociar. Las diputaciones provinciales apoyaron el federalismo para evitar una guerra civil que podría causar la «anarquía» que se había padecido desde 1810.

El Congreso se había apresurado a redactar un proyecto de constitución, pero por presión de las provincias tuvo que ceder y el 17 de junio de 1823 publicó la convocatoria para elegir el nuevo Congreso Constituyente, mismo que se instaló en noviembre de 1824 y que, para calmar la situación, el 31 de enero de 1824 promulgó el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana. Una de las decisiones del Congreso Constituyente fue declarar traidor a Iturbide si tocaba territorio nacional. Según parece, Iturbide, que desconocía el decreto, desembarcó convencido de que México iba a ser invadido por España. La legislatura de Tamaulipas dictó sentencia y fue fusilado el 19 de julio de 1824, sin considerar los servicios que había prestado a la independencia.

El federalismo de la Constitución de 1824 fue más radical que el norteamericano, ya que el regionalismo colonial heredado le dio matices confederales que subrayaban la soberanía de los estados, al concederles amplias facultades en la recaudación y usufructo de los impuestos y en la impartición de justicia, lo que los convirtió en actores esenciales de la República. Sin duda, la Constitución de 1824 fue un documento de compromiso. Los diputados, tanto federales como locales, tomaron de la Constitución de Estados Unidos la doble soberanía (del gobierno federal y de los estatales) y la representación en dos cámaras, pero fue la Constitución española de 1812 y la legislación secundaria de las Cortes su referente principal, evidente en dos instituciones fundamentales del nuevo orden político: los ayuntamientos y los procesos electorales.

En particular, el confederalismo determinó el sistema fiscal. Una ley aprobada en agosto de 1824 dividió los impuestos que administraría y usufructuaría la Federación y los correspondientes a las entidades federadas. En el reparto los beneficiados fueron los gobiernos estatales al obtener los principales ramos de ingreso del gobierno virreinal, con la obligación de entregar al gobierno federal un «contingente» o cupo fiscal anual, que se fijaría de acuerdo con su población y riqueza, y otro contingente de sangre para el ejército. Desde el punto de vista fiscal, el gobierno nacional resultó muy debilitado por el federalismo radical, ya que sólo cobraría los impuestos a la importación y exportación y a la acuñación de moneda, pero quedaban bajo su responsabilidad pagar la cuantiosa deuda nacional, la defensa de la República, las relaciones exteriores y la tranquilidad interior.

No obstante el radicalismo federal, la habilidad de Miguel Ramos Arizpe logró que se estableciera un gobierno unitario y que las leyes y decretos emitidos por los congresos estatales no pudieran entrar en contradicción ni oponerse a la normatividad federal, y que tuvieran que acatar los convenios internacionales que firmara el gobierno mexicano. La Suprema Corte de Justicia de la Nación sería la máxima instancia en los procesos judiciales y el Congreso nacional en la organización militar. El presidente de la República, en caso de amenazas al territorio nacional y de desórdenes sociales en el interior del país, podría movilizar a todas las milicias estatales con el consentimiento del Congreso.

Los Estados Unidos Mexicanos quedaron integrados por 20 estados, cuatro territorios y un Distrito Federal, con un gobierno nacional fiscal y militarmente dependiente de los estados. La ley suprema consagró la división de poderes con la supremacía del Legislativo y con un Ejecutivo elegido por las legislaturas estatales, tan débil que sólo con facultades extraordinarias logró funcionar. Aunque la Constitución federal no consagró expresamente los derechos ciudadanos, la mayoría de las constituciones estatales garantizaron los de igualdad, seguridad, libertad de imprenta y propiedad. La igualdad ciudadana quedó limitada por la persistencia del fuero militar y el eclesiástico. Hubo ciertas diferencias en la interpretación del federalismo: en el centro se le concibió como una descentralización administrativa; en los estados periféricos como un confederalismo moderado, y como uno radical en los marginales Yucatán, Sonora, las Californias y Tamaulipas. De todas maneras, el federalismo hizo el milagro de mantener la integridad territorial y permitió que Chiapas se incorporara a México en octubre de 1824.

Jurada la Constitución el 4 de octubre de ese mismo año, fue puesta en manos del primer presidente, Guadalupe Victoria, quien junto a Nicolás Bravo como vicepresidente fueron elegidos por las legislaturas estatales. Durante ese mes, el Congreso tuvo que debatir si el Distrito Federal se establecía en la ciudad de México, lo que produjo la primera tensión con los estados, al afectar la carga fiscal del Estado de México.

LA REPÚBLICA FEDERAL DESDE LOS ESTADOS, 1824-1828

La Constitución de 1824 determinó la soberanía de los estados en su régimen interior, asunto que los políticos locales tomaron al pie de la letra. Elegidos sus congresos constituyentes, redactaron las constituciones locales, que en algunos casos se contraponían a la nacional. Las legislaturas se convirtieron en ejes rectores de la vida política de los estados, ya que se erigieron en poderes supremos locales, por lo que se puede hablar de una revolución política derivada de la labor de estas instituciones.

Tres temas fueron muy debatidos por las legislaturas estatales: la reducción de ayuntamientos, el reparto de tierras de los pueblos de indios y el tipo de impuestos a recaudar. Todos los constituyentes coincidieron en reducir los más de 600 ayuntamientos que se habían fundado entre 1810 y 1821. Los pueblos de indios que habían tenido su propio cabildo, sin límite de habitantes, resultaron perjudicados; un buen número de ellos se habían transformado en ayuntamientos constitucionales, pero la reducción condenó a muchos a quedar supeditados a los ayuntamientos multiétnicos. Oaxaca fue el único estado donde los cabildos indígenas se convirtieron en ayuntamientos y se conservaron como repúblicas, lo que les permitió mantener importancia en la vida local.

Los beneficiarios de la fundación de los nuevos ayuntamientos fueron los vecinos principales de las poblaciones. Antes de 1819 existían menos de 30 cabildos en las villas y ciudades españolas; después de 1820 se multiplicaron, lo que permitió que vecinos principales, mestizos, criollos y aun mulatos, dueños de ranchos y haciendas, maestros artesanos y pequeños y medianos comerciantes, se convirtieran en actores políticos fundamentales en la vida institucional de los estados de la República, pues el sistema electoral los favoreció para cargos de representación. Los congresos constituyentes mantuvieron que todos los varones mayores de 20 años —o los casados de más de 18—, sin restricción de ninguna clase, votaran en el primer nivel, pues la elección era indirecta, por lo que el voto de los ciudadanos no elegía a las autoridades sino a electores municipales que a su vez elegían a los distritales, que eran los que decidían quiénes serían las autoridades. Así, vecinos principales desplazaron en algunos casos a las antiguas élites coloniales; en otros, se sumaron a los antiguos grupos económicos y políticos y fueron quienes eligieron a los congresos y dirigieron el rumbo de sus estados.

La necesidad de repartir tierras comunales también dio lugar a controversias en los congresos constituyentes de Guanajuato, San Luis Potosí, el estado de Occidente (Sinaloa y Sonora) y Jalisco. Sus legisladores y funcionarios consideraban importante el repartimiento para convertir a sus pobladores en propietarios individuales, lo que según las teorías liberales aseguraría su productividad. Oaxaca, Yucatán, Chiapas y México, con mayor población indígena, no intentaron privatizar las tierras comunales ante el rechazo de los pueblos de indios. Zacatecas compró haciendas para repartirlas a campesinos sin tierra y presentó un proyecto para establecer un banco con ese propósito, pero como éste se iba a financiar con bienes del clero, fracasó. El reparto de impuestos también dividió a las élites y grupos económicos dominantes. En Jalisco, Tamaulipas y México, los comerciantes exigieron al Congreso eliminar las alcabalas, impuestos pagados por mercancías al momento de su venta y, de acuerdo con el ideario liberal, experimentaron cobrar un impuesto sobre la riqueza de cada uno de los contribuyentes. En otras entidades la decisión fue unánime: en Zacatecas y Guanajuato, Michoacán y Veracruz, el Estado de México y Puebla se opusieron a que el peso fiscal recayera sobre los capitales, arguyendo que impediría invertir recursos importantes en sectores productivos y concluyeron que todos, independientemente de su riqueza, debían pagar los mismos impuestos. Oaxaca, Chiapas y Yucatán aprobaron que la población indígena siguiera siendo la principal causante fiscal de las tesorerías locales, como venía sucediendo desde el siglo XVI.

Como señalamos, la Constitución de 1824 limitó las facultades fiscales y administrativas del gobierno nacional, al otorgar a los estados gran parte de las atribuciones antes ejercidas por el gobierno virreinal y el Imperio. Por consiguiente, fueron los gobiernos estatales los que marcaron el rumbo de la primera República federal entre 1824 y 1835. Desde principios de 1825, los gobiernos estatales no sólo exigieron que el gobierno nacional les transfiriera el control de los ramos de ingreso que les había asignado la Constitución de 1824, también exigieron reducir el contingente fiscal y controlar por completo el monopolio del tabaco, una de las pocas rentas que usufructuaba la Federación. Aunque el Congreso nacional rebajó en dos ocasiones el monto del cupo, para 1829 los estados debían más de dos millones de pesos, deuda a la que se sumaba la derivada del tabaco entregado por la Federación, que alcanzaba casi cinco millones de pesos. Los gobiernos estatales no cumplieron con pagar sus deudas a la Federación por la negativa de grupos políticos y económicos locales a emprender una amplia reforma fiscal que permitiera aumentar la recaudación local.

Los estados demandaron también mayores prerrogativas en la organización militar, buscando que el ejército se encargara sólo de las fronteras, quedando el orden social en el interior a cargo de las milicias cívicas, cuerpos militares a las órdenes de las autoridades locales. En 1827 el Congreso nacional aprobó las reformas presentadas por los congresos estatales, pero sus autoridades comenzaron a incrementar el número de soldados cívicos, a los que se concedieron derechos y privilegios. Esta situación afectó al ejército, que se quedó sin recursos para modernizar sus armas y falto de hombres destinados a las tropas federales.

Así, entre 1824 y 1828 las élites políticas de los estados consiguieron limitar aún más las facultades y los poderes del gobierno nacional. Éste se vio incapacitado de pagar la deuda heredada y los intereses de los dos préstamos extranjeros negociados en 1824. Así, las élites políticas y económicas que controlaban las entidades federativas obstaculizaron el funcionamiento del gobierno federal.

LA VIDA PÚBLICA EN EL ESCENARIO NACIONAL

El 1 de enero de 1825 el primer presidente constitucional de México inauguró las sesiones del Congreso nacional, con un mensaje esperanzador compartido por todos los sectores sociales a lo largo y ancho del país, dado que funcionaban ya los tres poderes de la Unión. Habían llegado inversiones británicas a la minería y se confiaba en que la rehabilitarían, al igual que al comercio, dado el interés de las principales potencias.

Por lo pronto, los préstamos británicos permitieron que la administración del presidente Victoria funcionara, aunque tuvo que enfrentar dos acontecimientos que marcaron la vida pública de México entre 1825 y 1828: la movilización popular a favor de la expulsión de los españoles y la lucha encarnizada entre masones yorkinos y escoceses. Aunque la logia escocesa se había extendido entre los oficiales y políticos, había perdido la atracción de la novedad, lo que favoreció a los yorkinos, sobre todo al abanderar la expulsión de españoles, que grupos populares venían exigiendo desde 1821 y que había agudizado la fantasiosa conspiración del fraile Joaquín Arenas. Los yorkinos capitalizaron la movilización popular al lograr, a finales de 1827, que el Congreso nacional promulgara la primera ley de expulsión de españoles, que fue respaldada por las legislaturas estatales.

El funcionamiento del sistema político mexicano de la primera mitad del siglo XIX estuvo marcado por la continua negociación entre clases populares y grupos políticos regionales y nacionales. Antes de 1810 los motines y rebeliones no trascendían los pueblos y en contadas ocasiones sobrepasaban la provincia, pero la movilización de las clases populares que hicieron los insurgentes las convirtió en actores activos. Las negociaciones políticas no quedaron exclusivamente en manos de las élites políticas, la presión popular pasó a ser fundamental para modelar las instituciones republicanas y se vio favorecida por la división entre los grupos políticos nacionales y estatales.

En efecto, si un nuevo consenso nacional había permitido la fundación de la República federal, aquél se había diluido hacia 1826 ante las encontradas posturas sobre los proyectos de organización económica e institucional. El proyecto económico carecía de unidad: propietarios de industrias textiles del Valle de México, de Guadalajara y de Puebla demandaban apoyo gubernamental para fomentar la «industria del siglo»; mientras que agricultores y mineros apostaban por la venta de recursos naturales como materia prima en el mercado internacional. Los componentes básicos del sistema político tampoco contaban con apoyo unánime, por los distintos puntos de vista de la ideología liberal. Liberales moderados como Anastasio Bustamante, Carlos María de Bustamante, Miguel Ramos Arizpe, Lucas Alamán, Manuel Gómez Pedraza, José María Bocanegra y muchos gobernadores opinaban que la cultura política no estaba lo suficientemente desarrollada para que el pueblo ejerciera sus derechos políticos, es decir, para que se permitiera y alentara un amplio proceso electoral. Estaban convencidos de que era necesario fortalecer el gobierno nacional, reduciendo el radicalismo del federalismo mexicano. En cambio, los liberales radicales como los gobernadores de San Luis Potosí y Michoacán, Vicente Romero y José Salgado, y figuras nacionales como el militar José María Tornel y Mendívil y Lorenzo de Zavala querían ampliar la participación de todos los grupos sociales por medio de las elecciones directas y pugnaban porque los privilegiados aportaran mayores impuestos. Resumían su proyecto político en un «abajo la aristocracia», mientras los moderados aseguraban que «no se puede gobernar con la baja democracia».

Estas discrepancias llevaron a las dos logias masónicas a disputarse el poder y, aunque su lucha no determinó la vida política de la República, sí paralizó el Congreso. Esto llevó al vicepresidente Bravo a pronunciarse en 1827 solicitando la abolición de las logias, el respeto a la Constitución y sus leyes y la expulsión del ministro Poinsett por inmiscuirse en la política mexicana. En 1828 los dos candidatos que se disputaban la presidencia eran yorkinos: Gómez Pedraza, por su ilustración, era apoyado por los moderados, mientras los radicales apoyaban a Guerrero. A principios de septiembre, al contar el Congreso los votos de las legislaturas, Gómez Pedraza tenía 11 y Guerrero nueve. Los yorkinos impugnaron los resultados desde la prensa y con el pronunciamiento de Santa Anna en Perote, pero fueron el gobernador del Estado de México, Zavala, y el general José María Lobato quienes decidieron la situación a favor de Guerrero, al tomar la Acordada y provocar el saqueo del mercado del Parián. Días después se produjo otro motín de artesanos desempleados, indígenas de las parcialidades de San Juan Tenochtitlán y Santiago Tlatelolco, burócratas y soldados mal pagados, que demandaban la expulsión de los españoles. Los dos motines respondían a la crisis económica que golpeaba a las clases populares de la ciudad, y ambos despertaron el temor de una guerra de castas. Si bien el general Luis de Cortázar intentó organizar un ejército con las milicias del centro del país, los gobiernos de San Luis Potosí y Michoacán respaldaron a Guerrero. Como resultado, Gómez Pedraza renunció a la silla presidencial y fueron designados Guerrero como presidente y Anastasio Bustamante como vicepresidente.

UN MUY LENTO CRECIMIENTO: POBLACIÓN Y ECONOMÍA

En 1824 la población de la nueva República era de 6 500 000 habitantes; en 1839 había aumentado a siete, y para 1857 a poco más de 8 millones. La tasa de incremento anual de la población era de sólo 0.6%, muy por debajo del 2.3% registrado a lo largo del siglo XVIII y del 1.3% durante el Porfiriato. Varias circunstancias explican este lento crecimiento: durante la lucha militar entre insurgentes y realistas murieron más de 100 000 personas; las epidemias, sobre todo la de 1832-1833, diezmaron la población; la pobreza no favoreció las tasas de nacimiento, y México no fue un territorio atractivo para los migrantes europeos. Si bien la distribución demográfica continuó el mismo patrón del virreinato, es decir, el grueso de la población se concentraba en el centro y en el sur del país, se produjeron cambios importantes (véase el cuadro 1). En la región norte del país aumentó la población y en estados como Zacatecas incluso se duplicó. En claro contraste, la población de la zona central disminuyó 10% respecto al censo de 1793, y ciudades como Guanajuato, Valladolid y Pachuca redujeron su población en más de 60 por ciento.

La ciudad de México también creció a un ritmo muy lento, lo que afectó su posición como centro articulador de las regiones económicas del país. A finales del siglo XVIII, su creciente población demandaba productos de todo el virreinato; su poderosa élite de comerciantes dominaba y dirigía las principales transacciones mercantiles y monopolizaba la plata que se acuñaba en la casa de moneda de esa ciudad, desde donde también se administraban los puertos de Veracruz y de Acapulco. A partir de 1810, en cambio, cuatro circunstancias obraron en demérito de la preeminencia económica de la ciudad de México: la redistribución de la población; la abolición del consulado de comerciantes; la apertura de nuevas casas de moneda o cecas, y la habilitación de nuevos puertos en las costas del Pacífico y del Golfo de México. Si bien la capital continuó siendo el principal mercado urbano, el incipiente crecimiento poblacional del norte del país así como la disponibilidad de plata de sus minas modificaron las redes mercantiles; además, la apertura de nuevos puertos redujo el control que tenía sobre el comercio internacional. A Acapulco y Veracruz, que habían sido los únicos puertos, se sumaron a partir de 1821 los de San Blas, Tepic, Mazatlán, Guaymas, Matamoros y Campeche por donde se exportó, de manera legal o de contrabando, la plata acuñada y en pasta, y por donde se importaron bienes manufacturados de Estados Unidos y Gran Bretaña. La apertura de estos puertos segmentó más los mercados del centro, occidente y norte, y benefició las actividades productivas y la capacidad de ahorro e inversión de sus élites económicas. El privilegio que la Corona había otorgado a los comerciantes de la capital, que les había permitido monopolizar el comercio transatlántico, se fragmentó a partir de 1790 con el establecimiento de los consulados de Guadalajara y de Veracruz. Después de la Independencia, la apertura de puertos y la abolición de los consulados de comerciantes en 1823 reducirían aún más el control que ejercían los grandes comerciantes de la ciudad de México sobre las actividades mercantiles a lo largo y ancho del país.

La guerra civil de 1810 fraccionó la acuñación de moneda. A partir de 1821, los gobiernos nacionales permitieron que se establecieran cecas en todas las provincias mineras, lo que provocó que la de la ciudad de México y sus compañías comerciales perdieran el monopolio sobre la distribución y usufructo de la producción de plata. La casa de moneda de la capital únicamente acuñó 30% del total de la plata producida en los años veinte, 10% en los años treinta y 12% en los cuarenta, en claro contraste con las de Zacatecas y Jalisco con 47, 49 y 34%, respectivamente.

Según los datos de acuñación, a partir 1810 se desplomó la producción de metales preciosos (véase el cuadro 2). Para medir la magnitud de la catástrofe hay que destacar que en 1810 se acuñaron 19 millones de pesos, mientras que en 1822 sólo se amonedaron nueve millones. Si bien los inversionistas extranjeros, sobre todo los británicos, invirtieron más de 15 millones de pesos en distintos reales mineros, los efectos benéficos no fueron inmediatos, sino que se notaron hasta los años cuarenta, cuando de nueva cuenta se produjeron más de 19 millones de pesos. La debacle minera tuvo efectos negativos en todos los niveles de la economía. Los reales mineros dejaron de ser empresas que demandaban gran cantidad de fuerza de trabajo y consumían productos agrícolas, ganaderos y manufacturados; la única excepción fueron las minas del estado de Zacatecas, que no se vieron afectadas por la guerra de Independencia. En términos macroeconómicos, la crisis minera produjo un círculo vicioso: la contracción del sector minero, la exportación legal e ilegal de plata y la fuga de capitales provocaron restricciones monetarias que dejaron escaso capital líquido destinado a ser invertido en actividades productivas. A su vez, la falta de inversión limitó, por un lado, la capacidad de producir bienes destinados a la exportación o al consumo de los mercados regionales, y, por el otro, perjudicó el ahorro de los agentes económicos. Sin plata, la cantidad de dinero que circulaba en México era muy limitada y crecía muy lentamente. El gobierno nacional intentó paliar esta situación acuñando más de cuatro millones de monedas de cobre. Sin embargo, éstas pronto se depreciaron debido a que el Ministerio de Hacienda no tenía reservas en plata para respaldar su valor nominal y a que fácilmente se falsificaban.

La crónica falta de dinero y la abultada deuda del gobierno nacional afectaron la inversión y el ahorro. En 1821, el gobierno reconoció gran parte de la deuda colonial, más de 40 millones de pesos, y recibió dos empréstitos de los accionistas británicos. En 1831 el ministro de Hacienda calculaba la deuda total del país en más de 30 millones de pesos, es decir, tres veces los ingresos anuales del gobierno nacional y 10% del producto interno bruto. Los préstamos no pudieron ser pagados debido a que los gastos públicos siempre fueron mayores que la capacidad del gobierno nacional de cobrar impuestos y de evitar la evasión fiscal, amén de la falta de apoyo financiero de las élites regionales. Fue inevitable que en 1828 no se pudieran pagar los intereses de la deuda extranjera, lo que le cerró a México el mercado de capitales internacionales, y en 1832 se declaró la moratoria de pagos de todos los empréstitos. Esta obligada medida trajo consigo funestos efectos multiplicadores sobre la economía mexicana. En primer lugar estableció la incertidumbre como norma de negociación entre el gobierno y los prestamistas, ya que éstos no tenían la certeza de que se les pagarían los intereses y su capital. Frente a la incertidumbre, los comerciantes y las compañías, nacionales y extranjeros, exigieron intereses que llegaron a un estratosférico 300% anual. El gobierno mexicano no sólo se vio obligado a pagar dichas tasas, además fue presionado por sus acreedores para que a ellos mismos se les hipotecaran los impuestos de exportación e importación; se les entregara la administración de varios bienes públicos (el monopolio del tabaco y las salinas); se les arrendaran a precios ínfimos las casas de moneda locales, e incluso que sus empleados recaudaran algunos impuestos. Así, las más importantes fuentes de ingreso público fueron usufructuadas por los prestamistas, con el consiguiente aumento de las penurias sin fin de las finanzas públicas.

Las altas tasas de interés pactadas entre las administraciones públicas y los acreedores repercutieron negativamente en los créditos destinados a los sectores económicos: rondaban en promedio entre 12 y 40% anual, porcentajes muy altos si los comparamos con el 7% anterior a 1810. Por si fuera poco, los prestamistas preferían destinar sus dividendos y capital a préstamos usurarios al gobierno; cuando se decidían a invertir sus ganancias en sectores productivos seguían la misma lógica: maximizar sus ganancias a corto plazo y no reinvertir sus capitales a largo plazo; eran capitalistas especulativos, más que productivos.

El sector agroganadero, la rama económica más importante de México en términos del producto que aportaba y por la cantidad de mano de obra que demandaba, enfrentó serios obstáculos para crecer, sobre todo por los efectos devastadores de la guerra de Independencia (muerte de trabajadores agrícolas y destrucción de bienes de capital), los altos intereses de los créditos, la nula inversión en vías de comunicación y la inseguridad para trasladar bienes y productos agrícolas y ganaderos debido a que proliferaban las «gavillas de bandoleros». Se segmentaron aún más los mercados regionales, como lo sugiere el hecho de que en 1828 la tonelada de maíz costara en Guanajuato la mitad de lo que valía en Michoacán y el triple en Chiapas. Es muy probable que la falta de moneda y la diferencia de los precios relativos hayan aumentado la importancia de la economía natural, es decir el trueque de mercancías, de fuerza de trabajo por mercancía (el peonaje) y de trabajo por trabajo, sin que mediara el dinero como elemento de pago y de compra. Como se sabe, una economía natural o no monetaria provoca un lento crecimiento productivo y desalienta el cambio tecnológico.

A pesar de estas circunstancias adversas, la economía mexicana creció, aunque muy lentamente. Lucas Alamán calculaba que en 1846 se había alcanzado el mismo producto interno bruto de 1808. En particular, mejoró la situación de la industria manufacturera, sobre todo la rama textil que creció a ritmos sostenidos. En 1832 había cuatro fábricas y 52 en 1845, que daban ocupación a más de 20 000 trabajadores. La agricultura se recuperó en parte, ya que en esos años fueron abundantes las cosechas en Querétaro, Michoacán y Guanajuato, se habían ampliado las tierras cultivadas e incrementado la construcción de infraestructura hidráulica, todo lo cual hizo que aumentaran los precios de venta de los ranchos y de las haciendas. Como ya vimos, en los años cuarenta de nuevo se volvieron a amonedar más de 19 millones de pesos.

La depresión minera y la lenta recuperación de los sectores económicos, junto con la caída relativa de los salarios, el incremento del precio de los alimentos básicos y la inflación redujeron el bienestar de la población campesina y urbana. No contamos con series de precios y salarios que permitan medir con claridad las condiciones del mercado de trabajo; sin embargo, no es aventurado afirmar que estas décadas fueron muy difíciles para los trabajadores y que la pobreza ayudó a alimentar los motines y las rebeliones que estallaron a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, como el de la Acordada en 1828.

LA CRISIS DEL FEDERALISMO

En enero de 1829 el Congreso, sin consultar con las legislaturas estatales, declaró presidente electo a Vicente Guerrero y vicepresidente a Anastasio Bustamante. El hecho inédito de que un miembro descendiente de afromestizos llegara a la primera magistratura horrorizó a muchas personas; Lucas Alamán lo consideraba un simple «populachero». Guerrero tomó posesión el 4 de abril de 1829 y, aunque resulta exagerado afirmar que su gobierno nació muerto, fue una administración desafortunada que tenía que cumplir con las leyes de expulsión de españoles y enfrentaba la amenaza de una expedición de reconquista con las arcas públicas casi vacías. Además se sumaba el descrédito de México por no cumplir con el pago de intereses de los bonos ingleses y la bancarrota de la Casa Barclay, Harring, Richardson y Compañía, que dejó a México sin el dinero restante de uno de los préstamos de Londres.

El Presidente impulsó varias medidas para ampliar la base de apoyo social y político de su administración, entre ellas atender las demandas de los artesanos de los gremios de Puebla, Querétaro, México, Jalisco y de otras regiones que pedían elevar los aranceles a los textiles extranjeros que prácticamente habían acabado con la industria nacional. El Congreso prohibió la importación de tejidos extranjeros, y los colaboradores de Guerrero le propusieron ampliar la participación de las clases populares en la vida pública por medio de elecciones directas. Su ministro de Hacienda, Lorenzo de Zavala, ordenó recaudar un impuesto entre los sectores más ricos, que no pudo entrar en vigor hasta que Guerrero fue investido con facultades extraordinarias para enfrentar la expedición española del brigadier Isidro Barradas. Esta reforma fiscal provocó el rechazo de las élites políticas regionales que habían apoyado a Guerrero. Como expresaría el gobernador de San Luis Potosí, las nuevas contribuciones daban el tiro de gracia al pacto federal, pues la reforma violaba la soberanía de los estados.

La expedición de reconquista significó un gran reto para el gobierno. El 27 de julio de 1829 desembarcaban en Cabo Rojo, a 12 leguas de Tampico, unos 3000 oficiales y soldados españoles encabezados por Barradas. Confiados en que los mexicanos querían volver a depender de España, los invasores se lanzaron en el peor momento, de manera que las fiebres tropicales, un huracán, la falta de víveres y las tropas de Manuel Mier y Terán y de Santa Anna los hicieron rendirse el 11 de septiembre. No obstante, la victoria fue devastadora para la administración de Guerrero. El gasto de recursos, de por sí raquíticos, y el uso de facultades extraordinarias que le permitieron poner en vigor la reforma fiscal de Zavala, así como la suspensión de la libertad de prensa, resultaron medidas impopulares. En noviembre la guarnición de Campeche se pronunció por el centralismo y el 4 de diciembre el Ejército de Reserva, en Jalapa, por mantener el pacto federal. El Plan de Jalapa logró una gran aceptación en el país, dado el descrédito del gobierno. Guerrero intentó enfrentar a los rebeldes, pero terminó por retirarse a su hacienda, lo que facilitó la entrada en la ciudad de México de Bustamante para hacerse cargo del Poder Ejecutivo. El Congreso, a pesar de la mayoría guerrerista, calificó de «justo y nacional el Plan de Jalapa», reconoció a Bustamante y declaró la incapacidad de Guerrero para ejercer la presidencia.

El vicepresidente Bustamante aprovechó su cargo para reformar, en 1830, las constituciones, tanto la federal como la de los estados, para intentar fortalecer al gobierno federal. En su gabinete destacaron el ministro de Relaciones, Lucas Alamán, y el de Guerra, José Antonio Facio. El primero intentó poner en orden la hacienda pública, promover la economía y la educación. Facio, por su lado, consciente del estado lastimoso del ejército, incapaz de defender el territorio nacional e imponer el orden, intentó fortalecerlo. Los dos consideraban que era necesario reformar las milicias que, según Alamán, se habían convertido en la «escala de las pasiones» y fomentaban las discordias civiles. Como los intentos anteriores y posteriores de profesionalizar y disciplinar a la fuerza armada, éste también fracasó.

En cambio, el gobierno de Bustamante fue apoyado por algunos estados para aumentar las atribuciones fiscales del gobierno federal y restringir el derecho a voto únicamente a los que pagaran impuestos, como en otros países. Acorde con esta postura, las legislaturas estatales aceptaron modificar el sistema fiscal de 1824 con un aumento del contingente fiscal e incluso que sus tesorerías fueran intervenidas por funcionarios del Ministerio de Hacienda, hasta que saldaran sus deudas con la Federación. Las legislaturas de Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Veracruz, Puebla y México determinaron que sólo sufragaran aquellos que contaran con una renta o capital anual de más de 1000 pesos, una cantidad entonces considerable. Alamán y José María Luis Mora, el más reconocido ideólogo del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX, creían que el sistema electoral apenas merecía ese nombre, ya que permitía que fueran elegidos como diputados ciudadanos iletrados, propensos a doctrinas «anárquicas» y a agradar a la «plebe».

El gobierno de Bustamante y las élites regionales concretaron importantes acuerdos, pero las medidas drásticas para terminar con los pronunciamientos hicieron víctima a Guerrero, que fue fusilado. La prensa acusó a Alamán, Facio y Mangino de haberlo asesinado, de violar la libertad de imprenta y de favorecer a la Iglesia y a la aristocracia. Los estados esperaban que la ilegitimidad de los gobiernos se subsanara en las elecciones de 1832. Apoyaban como su candidato al general Manuel Mier y Terán, un federalista que aceptaba la abolición de los fueros, la reforma del ejército y la desamortización de bienes del clero. En la capital se mencionaba a Alamán y a Bravo, lo que decidió a Antonio López de Santa Anna, aspirante al puesto, a aprovechar el malestar y pronunciarse en enero de 1832 por el cambio de gabinete, aunque casi no recibió apoyo de las fuerza armadas. La élite de Zacatecas, estado convertido en «estrella del federalismo» por contar con la milicia cívica mejor pertrechada del país y enormes recursos de plata, temerosa de que Alamán manipulara desde el poder su elección, terminó por desconocer al gabinete. No obstante, al suicidarse el general Mier y Terán el 2 julio de 1832, los zacatecanos decidieron apoyar a Santa Anna a condición de que aceptara que Gómez Pedraza asumiera la presidencia para terminar el periodo para el que había sido elegido. Zacatecas proporcionó recursos y milicias que se unieron a las tropas de San Luis Potosí, Durango, Jalisco, Michoacán y Tamaulipas y se enfrentaron al ejército encabezado por Bustamante, que las derrotó, haciendo temer que avanzara sobre Zacatecas. No obstante, al derrotar Santa Anna a Facio en Veracruz, el Congreso ordenó a Bustamante regresar a la capital para defenderla. Los rebeldes habían dominado los puertos de Veracruz y Tampico y utilizado los impuestos, de manera que, sin fondos, Bustamante aceptó negociar la paz. El 22 de diciembre Santa Anna, Gómez Pedraza y Bustamante suscribieron los Convenios de Zavaleta que declaraban al ejército garante de la Constitución, reconocían a Gómez Pedraza como presidente de la República hasta el 1 de abril de 1833 y convocaban a elecciones estatales y nacionales. Las consecuencias de esta discordia civil fueron múltiples. La hacienda nacional y las arcas estatales quedaron exhaustas, de manera que el gobierno nacional quedó en manos de la usura. El ejército y las milicias perdieron sus mejores hombres, al tiempo que Santa Anna se convirtió en el candidato más viable para la presidencia. Gómez Pedraza, en los tres meses y días de su gestión, intentó la reconciliación.

El 1 de marzo de 1833 fueron elegidos como presidente Antonio López de Santa Anna y como vicepresidente Valentín Gómez Farías, quien había ocupado la cartera de Hacienda en la transición de Gómez Pedraza y había sido diputado en el Congreso nacional y en el de Zacatecas. Era un liberal radical, convencido de que había que abolir los fueros, desamortizar los bienes del clero y reformar al ejército. Los electores de los estados designaron como diputados a ciudadanos sin experiencia política e inclinados a posiciones radicales.

La nueva administración se estrenó con el pronunciamiento de Ignacio Escalada por la «religión y fueros», una protesta provocada por las medidas anticlericales del gobierno de Michoacán. Los generales Gabriel Durán y Mariano Arista también se pronunciaron, descontentos con la adopción de medidas semejantes en los estados de México y Veracruz; con las elecciones y con las propuestas en el Congreso sobre el patronato y con las disposiciones acerca del ejército, que limitaban su actividad a las fronteras y las costas, y con la entrega de armas del ejército a las milicias. Santa Anna tuvo que abandonar su hacienda y encabezar el ejército para someter a los rebeldes, por lo que buena parte del año Gómez Farías se encargó del Ejecutivo. El Congreso y el vicepresidente, preocupados por la resistencia a la reforma del ejército, aprobaron la deplorable «Ley del Caso», que desterraba a aquellos individuos que podían oponerse a las reformas y amenazaba con extenderla a otros «que estuvieran en el mismo caso». Las legislaturas departamentales la aplicaron contra sus enemigos, provocando el descontento social.

Hacia noviembre, Gómez Farías y el Congreso, con la aprobación de Santa Anna, emprendieron una serie de reformas: supresión de la Universidad; eliminación de algunos colegios y creación de una dirección general a cargo de la enseñanza; supresión de la coacción civil para el pago de diezmos y cumplimiento de votos monásticos, e incautación de los bienes de las misiones de California y Filipinas. Un decreto del 19 de diciembre de 1833 autorizó al gobierno a proveer los curatos y sacristías mayores vacantes y a preparar la erección de una diócesis en cada estado. Ésta fue la reforma que provocó la oposición de la Iglesia, pues los obispos habían instado «a obedecer a las autoridades» en las cosas humanas, pero ahora se veían «en el caso de resistir» por considerar que se trataba de una intervención del Estado en «potestades espirituales». Gómez Farías suspendió su aplicación.

El cólera, la proscripción de ciudadanos y las medidas anticlericales provocaron malestar en todo el país. Santa Anna las había aprobado con la esperanza de que resolvieran los problemas de la hacienda nacional, lo que no se concretó. Preocupado por la resistencia de la jerarquía eclesiástica y los proyectos de reforma del ejército, en los primeros meses de 1834 Santa Anna instó a José Antonio Mejía a pronunciarse contra el Congreso. Al hacer la denuncia, el Congreso ordenó a Gómez Farías, a principios de abril, poner en vigor el decreto del 19 de diciembre. Los obispos se prepararon para partir, provocando la desolación de la gente que se quedaba sin sus pastores.

En ese contexto, el 24 de abril Santa Anna se presentó en la capital y reasumió la presidencia. Durante 1834 y los primeros meses de 1835 gobernó con un gabinete de federalistas moderados, críticos de «los excesos de los hombres del 33». Poco después suspendió los decretos radicales, a excepción del referente a los diezmos, y aprovechó un error reglamentario para impedir que el Congreso se reuniera en sesiones extraordinarias. El malestar no se había acallado y ayuntamientos y vecinos levantaban actas contra el Congreso radical y contra Gómez Farías. Hubo un intento de coalición de estados para defender el federalismo, pero el gobernador de Zacatecas y su élite no se comprometieron, ante el temor de que resultara tan costosa como la de 1832. Esta falta de apoyo disolvió la coalición y las élites estatales terminaron por aceptar que el Ministerio de Hacienda ordenara a los comisarios de Michoacán, México, Puebla, Querétaro y Guanajuato, en diciembre de 1834, hacerse cargo de las tesorerías de esos estados. Sólo el gobierno de Zacatecas protestó contra esta intervención del gobierno federal y la posible reforma del sistema fiscal de 1824.

De las elecciones de fines de 1834 resultó un Congreso con una mayoría de federalistas moderados decidida a hacer la reforma de la Constitución, de acuerdo con las propuestas de las legislaturas de 1830, en especial, la de implantar el voto censitario y reducir al mínimo las milicias cívicas para evitar que distrajeran brazos útiles y que contribuyeran al desorden. Algunos gobiernos estatales, como Guanajuato, Michoacán, el estado de Coahuila y Texas, San Luis Potosí y Oaxaca, habían desmovilizado a sus milicias cívicas en 1833, por temor a que los soldados causaran «desórdenes sociales», al oponerse a pagar impuestos, atacar haciendas o demandar la expulsión de españoles.

LA CUESTIÓN DE TEXAS

Para 1835, la situación de Coahuila y Texas era muy delicada porque los colonos estadounidenses preparaban su separación de la República mexicana. Las colonias habían surgido del intento de la Corona española de poblar el Septentrión, dando asilo a los súbditos españoles de las perdidas Florida y Luisiana, con privilegios para asentarse: concesión de tierras, permiso para importar lo necesario y siete años de exención del pago de impuestos. Desde luego, la oferta se limitaba a católicos que obedecieran las leyes españolas. Bajo estas reglas, Moses Austin solicitó una concesión para colonizar Texas con 300 familias, misma que se le concedió y fue aprovechada por su hijo Esteban, quien tuvo que revalidarla con el imperio y luego con el nuevo gobierno en 1823. El Estado mexicano mantuvo el mismo esquema de privilegios.

La Constitución de 1824 unió Texas con Coahuila y dejó la colonización como facultad de los estados. Esto convirtió a Saltillo en un imán para los especuladores angloamericanos. De jure, el territorio de Texas perdió la autonomía de que había gozado, y la lejanía y falta de vigilancia lo llenó de ilegales y dio gran libertad a los colonos para violar las restricciones religiosas y de importación de esclavos. Aun la colonia «modelo» de Austin se pobló con protestantes del sur de Estados Unidos, cuya explotación del algodón dependía de la fuerza de trabajo esclava. Austin, hábil y masón, logró relacionarse con los políticos radicales, lo que le permitió obtener extensas concesiones, incluso en la zona costera reservada a la Federación. La casi gratuidad de la tierra atrajo a oleadas de norteamericanos y la laboriosidad de los colonos aseguró su prosperidad; hacia 1830, por cada mexicano había 10 angloamericanos. Antes de la promulgación de la Constitución de Coahuila y Texas en 1827, la administración y la justicia estuvieron en manos de los empresarios que en 1826 habían alentado una rebelión separatista en Nacogdoches, la cual fue sometida con el apoyo de Austin, no sin aumentar el temor del gobierno federal ante el peligro que las colonias podían representar, por lo que ordenó en 1828 que Manuel Mier y Terán marchara al norte a fijar la frontera.

La dependencia de Saltillo provocó problemas administrativos y judiciales, por su lejanía. Pero la redacción de la Constitución estatal fue la que produjo verdaderas tensiones. El deseo de los coahuilenses de abolir la esclavitud se topó con la pregunta de Austin sobre la indemnización a los dueños de esclavos; ante la falta de recursos para hacerle frente, la Constitución se limitó a declarar que «en el estado nadie nace esclavo». Esto convertía a la esclavitud en temporal, provocando el temor de los colonos, que se agudizó con el decreto de abolición de la esclavitud de Guerrero en 1829. El gobierno exceptuó a Texas de la ley, a condición de que no se introdujeran nuevos esclavos, pero tal restricción fue violada por los colonos que hacían firmar a sus esclavos un contrato de trabajo en el que se estipulaba que trabajarían «hasta pagar su costo». Una vez que Mier y Terán logró tener una clara visión del problema de Texas redactó un informe que, al ser recibido por Alamán en 1830, lo llevó a promover ante el Congreso una nueva ley de colonización que la ponía en manos de la Federación y prohibía la entrada de norteamericanos. En 1832, cumplidos los plazos de exención de impuestos, Mier y Terán abrió una aduana, pero los barcos norteamericanos, acostumbrados a no pagarlos, dispararon contra las autoridades mexicanas, con el apoyo de los colonos desde tierra. El comandante militar tuvo que huir. Austin aprovechó el pronunciamiento de 1832 para adherirse a él y convocar a dos convenciones. La última decidió que Austin viajara a la capital para solicitar que Texas se convirtiera en estado, se extendiera la exención de impuestos y se aboliera la prohibición de entrada de colonos norteamericanos. Su relación con los radicales permitió que Austin tuviera éxito, de manera que se abolió la prohibición de la migración angloamericana y se extendió la exención de pago de impuestos por tres años. Santa Anna le explicó que no era propicio establecer el estado, pero se comprometió a promover que el gobierno de Coahuila hiciera reformas favorables a Texas. En efecto, en 1834 la legislatura dividió el departamento en tres distritos para aumentar su representación, se autorizó el inglés en trámites administrativos y judiciales y se nombró a un angloamericano juez superior del circuito de Texas. Por tanto, hacia 1835 los colonos carecían de razones de descontento, pero como Texas se había llenado de especuladores sureños que favorecían la anexión a Estados Unidos, aprovecharon la reapertura de la aduana en 1835 y la reducción de las milicias para desconocer al gobierno federal y promover la anexión.

TEXAS Y ZACATECAS, 1835

A principios de 1835, la presión popular obligó al Congreso a declarar a Gómez Farías incapacitado para gobernar. No tardó en debatirse la reducción de las milicias cívicas de los estados, apoyada por una petición de Jalisco para abolirlas. Esto despertó temor en algunas entidades, en especial Zacatecas, cuyo gobernador y diputados presionaron para evitar su aprobación y, al ser decretada el 31 de marzo de 1835, solicitaron su exención. El ministro José María Gutiérrez de Estrada explicó que eso iría en desdoro de los otros estados, ya que para todos era obligatorio obedecer las leyes del Congreso general. Coahuila-Texas y Zacatecas se rebelaron abiertamente, lo que obligó al gobierno a ordenar que el ejército marchara a Zacatecas a imponer el orden.

Santa Anna llegó a Zacatecas e instó al gobierno estatal a desistir en su resistencia. Como no recibió respuesta, avanzó, aunque no hubo confrontación porque las milicias, su comandante y el gobernador huyeron, por lo que el 10 de mayo de 1835 ocupó la capital. El gobernador de Coahuila, con el temor de que el ejército continuara hacia allá, solicitó su traslado a Texas, donde la población lo desconoció, ya que los texanos pretendían la independencia.

Los intentos anexionistas texanos y el desafío zacatecano fortalecieron a los grupos políticos centralistas que exigían la abolición del sistema federal y el establecimiento de una república central, «más análoga a sus necesidades, exigencias y costumbres», como estipulaban las actas de Orizaba y Toluca de mayo de 1835. El efímero fervor centralista se impuso en el Congreso, temeroso de que el federalismo estuviera provocando la desintegración del territorio. El Congreso inauguró sesiones extraordinarias el 19 de julio y el 29 una comisión de la Cámara dictaminó atender las peticiones de las actas, sin respetar el artículo 171 que garantizaba el federalismo. Con la aprobación del Senado, el Congreso se integró en una sola cámara para discutir el arreglo provisional del gobierno. El 23 de octubre de 1835 quedaron redactadas las Bases de Reorganización de la Nación Mexicana que regirían temporalmente y que establecían el centralismo. Los estados se convertían en departamentos, sujetos al gobierno nacional. Intentos federalistas aislados no impidieron que el Congreso redactara una nueva constitución sin «los errores del federalismo».

El establecimiento del centralismo vino como anillo al dedo para los anexionistas texanos, que declararon roto el pacto federal. No proclamaron la independencia para no perder el apoyo de los federalistas, pero enviaron una comisión a Estados Unidos para conseguir dinero y armas. El gobierno mexicano tuvo que mandar una expedición militar, pues una avalancha de voluntarios norteamericanos había cruzado la frontera para «luchar por la libertad» y obtener un pedazo de tierra en Texas.

Santa Anna partió hacia Texas en noviembre sin los recursos humanos y materiales indispensables. Para detener la afluencia de voluntarios norteamericanos, el Congreso decretó el 30 de diciembre de 1835 que todo extranjero que tomara las armas contra la República sería considerado pirata, es decir, sin protección de las leyes internacionales. El ejército llegó a Texas en febrero y obtuvo la victoria a pesar de que los soldados de leva no estaban bien preparados, habían cruzado desiertos de clima extremoso, sin alimento y ropas adecuadas y sometidos a marchas forzadas. El 24 de febrero, Santa Anna llegó a Béjar, donde tropas angloamericanas se pertrechaban en El Álamo. El 6 de marzo de 1836, las tropas mexicanas asaltaron el fuerte sin tomar prisioneros, basados en el decreto del Congreso que consideraba piratas a los rebeldes. Para entonces, el avance mexicano había decidido a los texanos a declarar la independencia el 2 de marzo y a elegir a David G. Burnet y a Lorenzo de Zavala, presidente y vicepresidente. La constitución de la nueva república era radicalmente esclavista, tanto que prohibió a los propietarios poder liberar a sus esclavos sin el permiso del Congreso. Santa Anna procedió a perseguir al gobierno rebelde, pero fue sorprendido por el ejército de Samuel Houston el 21 de abril en San Jacinto y tomado prisionero. Houston obligó a Santa Anna ordenarle a Vicente Filisola que retirara las tropas más allá del Río Grande del Norte y lo hizo firmar los Tratados de Velasco, que lo comprometían a promover el reconocimiento mexicano a cambio de ser embarcado a Veracruz con vida. Ninguna de las partes cumplió. Houston mantuvo a Santa Anna preso, con grilletes, durante 10 meses. La obediencia de Filisola a las órdenes del general preso fue costosa, pues consolidó la independencia de Texas, ya que la falta de recursos impidió organizar una nueva expedición.

LOS SISTEMAS POLÍTICOS CENTRALISTAS, 1836-1843

Aunque los federalistas acusaron al ejército y a la Iglesia de estar en connivencia con Santa Anna y de haber impuesto el centralismo, se ha demostrado que en el Congreso había «un equilibrio de fuerzas entre una clase alta y una de clase media en desarrollo». De los 20 congresistas más activos, los 14 centralistas lograron convencer a moderados y santanistas de que el federalismo provocaría que el territorio se desmembrara. El Congreso trabajó arduamente durante año y medio. El 15 de diciembre de 1836 estuvieron listas las Siete Leyes y fueron juradas el 1 de enero de 1837 por todas las autoridades.

Las Siete Leyes establecieron un centralismo liberal con representación ciudadana y división de poderes, que ahora garantizaban «los derechos de los mexicanos». Todos los ramos de ingreso del país serían administrados directamente por el gobierno nacional. Se incluyó un cuarto poder, el Supremo Poder Conservador, que podía anular las decisiones de los otros poderes, sancionar las reformas acordadas por el Congreso y declarar cuál era la voluntad de la nación en casos extraordinarios. Asimismo se impuso el voto censitario, es decir, restringido a los varones con propiedades o capital; se alargó el periodo presidencial a ocho años, pero el Ejecutivo mantuvo su debilidad, sujeto al Legislativo, al Conservador y a las iniciativas del Consejo de Gobierno; los departamentos tendrían gobernadores nombrados por el presidente, de una terna enviada por las juntas departamentales e integrada por siete individuos, y se canceló todo ayuntamiento inexistente en 1808, a excepción de los puertos con más de 4000 habitantes, lo que provocó la inestabilidad rural durante los 10 años del centralismo.

Pronto la República centralista perdió el apoyo de gran parte de los grupos políticos nacionales y regionales. A pesar del optimismo con que se recibió y de la elección de Anastasio Bustamante como presidente en abril de 1837, ese mismo mes estalló el movimiento «Federación o muerte» en San Luis Potosí. En realidad, el centralismo fracasó por las mismas razones que el federalismo: falta de recursos y de coordinación territorial, incapacidad para defender y controlar un extenso territorio casi deshabitado, expuesto al contrabando y al expansionismo, y la resistencia de las élites regionales. El gobierno nacional rentó las minas de Zacatecas y otras empresas, provocando malestar en los departamentos, al perder las élites locales los beneficios que producían. Casi todas se rentaron a los prestamistas del gobierno que pasaron a controlar los principales circuitos comerciales y monopolizar la producción y el comercio regionales. Los grupos económicos regionales se resistieron de nueva cuenta a una reforma fiscal que establecía impuestos directos a la riqueza industrial, agrícola y comercial, así como a los salarios. Frente a estas presiones, el Ministerio de Hacienda, en diciembre de 1837, anuló la centralización fiscal y concedió amplias atribuciones a las tesorerías departamentales.

Los males se multiplicaron, agudizados por el bloqueo francés en Veracruz en 1838 para exigir el pago de sus reclamaciones. Éstas eran exageradas o falsas, pero el gobierno no las había atendido. Sin previo aviso, el ministro francés se retiró en marzo a Veracruz y desde un barco lanzó un ultimátum. El bloqueo al puerto se convirtió en bombardeo a fin de año y, aunque la flota no pudo sostenerlo, obligó a la empobrecida hacienda mexicana a hacer gastos. Los franceses confiaban que el movimiento federalista que había estallado en Tampico y que se extendió por el norte, haría caer al gobierno. Éste, criticado por su lenidad con los federalistas, restringió la libertad de prensa y encarceló a Gómez Farías y a José María Alpuche, pero no logró detener el movimiento hasta 1840. El bloqueo francés dañaba intereses ingleses, por lo que Gran Bretaña presionó a los franceses a firmar la paz, aunque México tuvo que endeudarse para pagar reclamaciones injustas. El bloqueo también permitió a Santa Anna redimir sus culpas, pues en una escaramuza perdió una pierna, con lo que el público le perdonó sus pecados texanos.

A principios de 1840, restablecida la paz, todo giraba en torno a la reforma de las Siete Leyes. La Cámara aprobó la iniciativa el 30 de junio, al mismo tiempo que un motín liberaba de la cárcel a Gómez Farías y a José Urrea. Éstos apresaron a Bustamante y reinstauraron el federalismo, pero el ejército los atacó y el centro de la capital vivió combates que causaron grandes daños. La mediación del arzobispo permitió firmar un arreglo que aseguraba la vida, los empleos y las propiedades de los sublevados, lo que terminó por desprestigiar a Bustamante. Gutiérrez de Estrada, desilusionado, el 19 de agosto de 1840 le dirigió una carta a Bustamante en la que resumía el fracaso de los experimentos políticos mexicanos, concluyendo que la única salida era una monarquía con un príncipe extranjero, pues el ejército preparaba la dictadura. Tornel rebatió tales «aberraciones» y provocó un gran escándalo que hizo huir a Gutiérrez del país. El pesimismo se agudizó con la noticia del reconocimiento británico a Texas a principios de 1841. Gran Bretaña había dado tiempo suficiente para llevar a cabo la reconquista y aconsejado en forma constante que México debía reconocer la independencia texana «para evitar males mayores».

El desprestigio del gobierno propició otro pronunciamiento. Esta vez, la iniciativa la tomaron los comerciantes dañados por un impuesto de 15% sobre el consumo interno. Los comerciantes extranjeros instaron a los tres principales generales, Santa Anna, Mariano Paredes y Gabriel Valencia, a pronunciarse. Los pronunciamientos estallaron a partir de agosto. En Guadalajara, el día 8, Paredes publicó un manifiesto y un plan, exigiendo se convocara a un congreso extraordinario para reformar la Constitución y relevar al Ejecutivo. El 28, el Ayuntamiento de Veracruz pidió la derogación del impuesto de 15% y la reforma de los aranceles, en tanto representantes de los departamentos centrales, reunidos en Guanajuato, solicitaban un congreso que «reconstituyera a la República». Valencia, a su vez, desconoció las Siete Leyes el 4 de septiembre y exigió la elección de un ejecutivo provisional que convocara a un congreso constituyente. Mientras tanto, en Perote, Santa Anna desconocía a Bustamante y apoyaba la convocatoria a un congreso. Tantos planes confundieron a la población, pero una junta de generales, sin tomar en cuenta las instituciones, estableció la dictadura con la firma de las Bases de Tacubaya y prometió convocar el congreso constituyente.

La dictadura de Santa Anna, si bien fue flexible comparada con la que intentaría establecer Paredes en 1846, convirtió al ejército en el eje del gobierno nacional. Los intereses económicos de comerciantes y capitalistas nacionales y extranjeros, así como los de los gobiernos departamentales, fueron supeditados a la solución de las demandas de la jerarquía militar. Santa Anna aprovechó la renuncia de siete gobernadores para unir el cargo de gobernador con el de comandante general. La preponderancia del ejército se reafirmó cuando ordenó que los comandantes generales se encargaran de distribuir los presupuestos departamentales. Si bien los comerciantes extranjeros lograron una reducción del impuesto al consumo y la autorización para adquirir bienes raíces, la luna de miel con Santa Anna se esfumó pronto, pues la necesidad de recursos lo obligó a restablecer la reforma fiscal que gravaba a los contribuyentes, amén de la «capitación» que obligaba a todo varón de 16 a 60 años de edad a pagar un real mensual. El gobierno también tomó medidas proteccionistas para complacer a algodoneros y tabacaleros de Veracruz e industriales de Puebla, Veracruz y Jalisco.

Santa Anna cumplió y convocó a elecciones para el Congreso Constituyente en abril de 1842. Los federalistas moderados se movilizaron para ganar los comicios y derrotaron los esfuerzos del ejército por controlarlos. Santa Anna concedió una cierta apertura política, pero advirtió a los representantes sobre los peligros del federalismo, no sin que el presidente del Congreso le contestara que éste «conoce bien el mandato que tiene que cumplir y el poder que de la Nación ha recibido». El Congreso elaboró dos proyectos, ambos inclinados hacia el federalismo. Uno sostenía un federalismo moderado que protegiera al individuo de los abusos del poder (con el derecho de amparo que posteriormente introdujeron las reformas de 1847) y excluía «el servicio forzado en el ejército permanente» al crear una «guardia nacional»; otro planteaba un federalismo con tintes confederalistas parecido al de 1824. Santa Anna no estuvo de acuerdo con los proyectos legislativos, por lo que decidió regresar a su hacienda en diciembre dejando a Bravo como presidente provisional, al tiempo que un pronunciamiento exigía la disolución del Congreso, lo que tuvo efecto antes de terminar diciembre.

Para sustituir el Congreso, Bravo nombró una Junta de Notables presidida por el general Gabriel Valencia, que redactó las Bases Orgánicas. Éstas significaron un gran avance y reflejaban parte de los proyectos de 1842: anulaban el Poder Conservador y el plazo para efectuar reformas; elevaban el monto de rentas requeridas para desempeñar puestos representativos, y las juntas departamentales fueron ampliadas y convertidas en asambleas legislativas con mayores facultades. Se aumentaron las facultades del Ejecutivo, que así recuperó el mando del ejército pero con previo permiso del Congreso. El Senado de 73 individuos sería elegido en dos terceras partes por las asambleas y un tercio por el presidente de la República, la Cámara de Diputados y la Suprema Corte de Justicia.

Juradas las Bases Orgánicas, se convocó a elecciones que de nuevo ganaron los federalistas moderados, y en las cuales Santa Anna recibió el voto de la gran mayoría de las asambleas departamentales. Cuatro acontecimientos marcaron la vida institucional y social de los años 1843 y 1844: las amenazas de Texas, la separación de Yucatán, las rebeliones contra la capitación y las difíciles negociaciones con el Congreso. Santa Anna, preocupado por la separación de Texas y Yucatán, propuso una amplia autonomía para que se reincorporaran a la República; Pedro Ampudia logró convencer al gobierno de Yucatán, pero éste violó el acuerdo y volvió a separarse. Los texanos ni siquiera consideraron la oferta. El ministro de Relaciones británico ofreció en 1843 a Santa Anna la garantía franco-británica a la frontera mexicana, a cambio de reconocer la independencia de Texas, pero no lo tomó en cuenta. Para ese momento, se habían iniciado las negociaciones para su anexión a Estados Unidos y Washington tenía ya en la mira a California. La obsesión mexicana por Texas impidió al régimen darse cuenta de lo valioso de esa oportunidad.

El gobierno nacional intentó recaudar la capitación en un crispado ambiente social, provocando una de las más graves insurrecciones agrarias después de la independencia. Entre 1821 y 1840 habían estallado varias rebeliones campesinas (en particular la denominada guerra del sur de 1830-1832), que se agravarían en la década de los cuarenta como resistencia al pago de la capitación. La rebelión del sur del Estado de México logró la exención de pago de la capitación en julio de 1843. Los grupos económicos de mayor riqueza también se resistieron al pago de impuestos, lo que hizo que el Ministerio de Hacienda se viera imposibilitado para resolver los problemas del gobierno.

El Congreso, con mayoría federalista moderada, estaba dispuesto a hacer que Santa Anna acatara las Bases y, aunque estaba convencido de la pérdida de Texas, tuvo que autorizar recursos para una expedición. Ésta no se llegó a emprender al conocerse la noticia de que el Senado norteamericano había rechazado la anexión de Texas, lo cual hizo que el Congreso exigiera al Presidente aclarar el destino de los dineros aprobados para Texas. El escándalo que esto provocó lo aprovechó Mariano Paredes y Arrillaga para pronunciarse el 2 de noviembre y desconocer a Santa Anna. Éste salió a combatirlo sin el permiso del Congreso, y el presidente provisional ordenó la disolución del Congreso, pero esta vez el Legislativo se resistió y el 6 de diciembre de 1844 se negó a disolverse, y, apoyado por la guarnición, por el Ayuntamiento de México y por el Poder Judicial, al grito de «Constitución y Congreso» mandó apresar al presidente provisional y a dos de sus ministros y desaforar a Santa Anna. De acuerdo con las Bases Orgánicas, se entregó el Ejecutivo provisional al presidente del Consejo de Gobierno, José Joaquín de Herrera. Santa Anna fue encarcelado en Perote para ser juzgado, pero al final se le exilió a Cuba.

Como viejo general de carrera, Herrera era consciente del peligro de una guerra sin recursos, con un ejército poco profesional, armas obsoletas y una población dividida, por lo que trató de evitar el enfrentamiento armado con Estados Unidos promoviendo el reconocimiento de Texas, pero su oferta fue extemporánea. Aunque era federalista moderado consideraba inconveniente un cambio de sistema de gobierno en momentos tan críticos, por lo que promovió la reforma de las Bases para dar mayores facultades a los departamentos y estableció las «guardias nacionales». Muchos moderados lo abandonaron y sus enemigos lo acusaron de pretender vender Texas y California.

En 1845 el país hervía en conspiraciones. La primera era de Gómez Farías que, aliado con los militares, promovía la conocida como «Santa Anna y federación». Otra era internacional, cuya finalidad era restablecer la monarquía. Esta última había sido diseñada por el ministro español Bermúdez de Castro junto con Alamán, el usurero Lorenzo Carrera y el jesuita Basilio Arrillaga, quienes comprometieron al general Paredes a pronunciarse. Los conspiradores aprovecharon el hecho de que Herrera hubiera aceptado recibir a un comisionado de Estados Unidos, para acusarlo de pretender vender Texas y California. Herrera había estado de acuerdo con dicha visita pensando que sería para restablecer las relaciones rotas por la anexión de Texas, pero en realidad el comisionado venía con varias ofertas de compra de territorio, como último intento del recién elegido presidente James Polk para evitar los costos de una guerra. Herrera no lo recibió, por portar credenciales inadecuadas, pero eso no detuvo a los conspiradores.

Paredes y Arrillaga, comandante del Ejército de Reserva en San Luis destinado a apoyar la defensa de la frontera, tenía la sartén por el mango: contaba con un ejército nutrido por las tropas mejor disciplinadas y entrenadas del país y tenía el apoyo de los monarquistas que manipulaban a los principales usureros. El 14 de diciembre de 1845 se pronunció en San Luis Potosí, acusando injustamente a Herrera de negarle apoyo al ejército, y avanzó hacia el centro para asaltar el poder. La mayoría de las asambleas legislativas y corporaciones civiles lo desconocieron, pero la fuerza se impuso. Paredes afirmó que iba a mantener el orden constitucional, pero no lo hizo. Cambió autoridades, estableció una policía de seguridad y encargó a Alamán redactar la convocatoria para elegir un congreso constituyente, la cual se basaba en una representación por «grupos de intereses»: propiedad y agricultura elegirían 38 diputados; el comercio, 20; la minería, la industria, los letrados, los magistrados y la administración pública, 14 cada uno, y el clero y el ejército, 20 cada uno. Bermúdez de Castro patrocinó varios periódicos para hacer campaña a favor de la monarquía. Paredes esperaba el apoyo de Gran Bretaña, porque Polk amenazaba con ocupar Oregon. También estaba confiado en que esa nación y Francia apoyarían la conspiración monarquista «para salvar a México». Sus esperanzas se esfumaron cuando Polk negoció con Gran Bretaña.

El 7 y 8 de mayo de 1846 tuvieron lugar las primeras derrotas ante el ejército norteamericano y con ellas se selló el fin de Paredes y del centralismo. El Congreso, elegido para establecer la monarquía, se limitó a reconocer que existía un estado de guerra. Aunque Paredes sabía que salir al frente del ejército significaba su caída, un mínimo de dignidad lo obligó a hacerlo. Así, el 4 de agosto de 1846, cuando apenas traspasaba los límites de la capital, Mariano Salas se pronunciaba en la Ciudadela por el federalismo, seguido de la acostumbrada avalancha de adhesiones. Paredes fue desterrado, pero el daño estaba hecho.

Los federalistas estaban seguros de que sólo restableciendo la Constitución de 1824 podría hacerse una defensa efectiva. Sin embargo, su restauración en plena guerra obstaculizó la defensa del país, al dejar al gobierno federal con la responsabilidad militar, pero sin dinero, pues no contaba con el producto de las aduanas ya que la flota norteamericana ocupaba los puertos y las autoridades estatales habían reasumido su soberanía en materia de recaudación, administración y usufructo de impuestos, y apenas apoyaron la defensa.

Santa Anna, exiliado en Cuba, logró romper el bloqueo simulando aceptar una oferta de Polk que lo comprometía a facilitar un tratado de paz que entregara el anhelado oeste. Pero el acuerdo se publicó y vulneró el frente mexicano al despertar desconfianza hacia el jefe del ejército. Santa Anna llegó a la capital el 14 de septiembre y, sin ocupar la presidencia provisional, partió a San Luis Potosí con el fin de preparar la resistencia contra las tropas invasoras. La división política, un ejército poco profesional y con armas obsoletas y soldados improvisados predecían el desastre, pero Santa Anna se esforzó en preparar a los voluntarios, mientras la prensa capitalina lo acusaba de traición.

En diciembre de 1846 fueron elegidos Santa Anna y Gómez Farías como presidente y vicepresidente. Para obtener recursos, en uso de las facultades extraordinarias, Gómez Farías expidió un decreto que autorizaba la venta de bienes del clero hasta reunir 15 millones de pesos. La Iglesia, que había colaborado en la defensa, lo consideró injusto y los federalistas moderados alentaron una rebelión para deshacerse de Gómez Farías. Con agudeza, el pueblo llamó a los rebeldes «polkos», por favorecer al presidente Polk. A su regreso, Santa Anna restauró la paz, asumió la presidencia y suspendió el decreto mencionado a cambio de un préstamo de la Iglesia de dos millones de pesos. La mayoría moderada en el Congreso se concentró en la reforma de la Constitución que abolió la vicepresidencia, proclamó «los derechos del hombre» y estableció el amparo para evitar los abusos del gobierno, además de fortalecer al gobierno nacional. La reforma, impulsada por Mariano Otero, limitó la autonomía de los estados al darle al Congreso nacional autoridad para anular toda ley estatal que violara la Constitución y las leyes de la Federación. El Congreso no sólo suspendió las facultades extraordinarias concedidas al presidente por el estado de guerra, sino que también lo inhabilitó para firmar la paz, lo que debilitó su autoridad.

MÉXICO ANTE EL EXPANSIONISMO ESTADOUNIDENSE

El expansionismo de Estados Unidos era evidente desde la oferta de comprar Texas en 1825. Es más, cuando Santa Anna pasó por Washington en 1836, Jackson le expresó su interés en la compra del norte de California y antes de dejar el poder, en marzo de 1837, reconoció la independencia de Texas. También presionó al gobierno mexicano por el pago de las reclamaciones de sus ciudadanos, las cuales, al igual que las francesas, eran dudosas. Por fortuna, una profunda depresión económica obligó a Estados Unidos a someterlas a arbitraje internacional por medio de un comité constituido por dos mexicanos y dos estadounidenses, con el rey de Prusia como árbitro, quien después de estudiar las reclamaciones, sólo aceptó 20% y México empezó a pagar; por desgracia, las reclamaciones mexicanas no fueron consideradas.

Gran Bretaña empezó a insistir en que México reconociera a Texas para evitar males mayores y en 1840 el ministro de Relaciones recibió a un enviado texano y pidió que el Consejo de Gobierno dictaminara sobre el reconocimiento. Una comisión, presidida por Alamán dictaminó a favor, a condición de que Texas no se anexara a otro país, pagara una indemnización y Gran Bretaña y Francia garantizaran la frontera. Pero el procedimiento no prosperó y finalmente los británicos reconoceron a la república de Texas. Muchos sabían que la provincia se había perdido, pero las pretensiones texanas de que su territorio se extendía hasta el río Grande del Norte e incluía casi todo Nuevo México, obstaculizaron toda negociación y los gobiernos no aceptaron negociar hasta 1845. Mientras tanto, los norteamericanos se fueron familiarizando con Nuevo México y California, cuyas costas empezaron a ser vigiladas por la flota norteamericana desde 1840.

Washington se dispuso a preparar la guerra, mientras el expansionismo se convertía en una fiebre que racionalizaba la ambición de tierras de California y Oregon en una doctrina que, en 1845, John L. Sullivan bautizó como «Destino manifiesto»: cualquier pueblo podía establecer su autogobierno, solicitar su admisión y ser aceptado en la Unión, aunque algunos pueblos tendrían que ser educados para vivir en libertad. Este movimiento se convirtió en útil instrumento para los políticos. Así, el presidente Tyler promovió la anexión de Texas, y en 1844 el candidato demócrata James Polk utilizó como eslogan de campaña «reocupar» Oregon y «reanexar» Texas.

La elección de Polk provocó que la guerra fuera inevitable, ya que estaba dispuesto a todo para llegar al Pacífico, aunque prefería comprar el territorio para evitar los costos políticos y materiales de una guerra. Hizo preparativos y dio instrucciones al cónsul estadounidense en California para repetir el episodio texano de rebelarse contra el gobierno mexicano. Los secretarios de Guerra y Marina tenían órdenes de habilitar planes de acción. Cuando el 13 de enero de 1846 Polk recibió la noticia de que Herrera no había recibido al comisionado estadounidense, ordenó al general Zachary Taylor avanzar del Río Nueces (la frontera de Texas y Coahuila) al Río Grande, es decir, sobre territorio mexicano o, por lo menos, territorio en disputa. La presencia de los invasores posibilitó que en abril ocurriera un incidente entre las tropas de los dos países, con algunos muertos. Taylor envió a Polk un escueto telegrama en el que afirmaba: «las hostilidades se pueden considerar iniciadas». El presidente tenía lista la declaración de guerra en la que se refería a los «múltiples agravios de México» y al recibir la noticia sólo añadió que éste «había invadido nuestro territorio, derramando sangre de nuestros ciudadanos en territorio norteamericano». El Congreso estadounidense lo discutió el 12 de mayo y aprobó la declaración de guerra por 40 votos a dos en el Senado y por 174 a 14 en la Cámara de Representantes. La oposición la consideraba una guerra de conquista, pero no se atrevió a negar recursos y hombres para emprenderla. Para ese momento las tropas mexicanas ya habían sufrido las primeras derrotas y Taylor avanzaba hacia Monterrey, lo que demostraba que era una verdadera invasión, no una guerra defensiva.

La situación mexicana era desesperada. La asimetría entre los dos países era total. México contaba con unos 7500 000 habitantes y se enfrentaba a un dinámico Estados Unidos con casi 20 millones y una economía en expansión. Sin recursos, sin cohesión, sin aliados y con un ejército sujeto a grandes carencias, México se enfrentaba a soldados profesionales, con armas modernas y artillería de largo alcance, con miles de voluntarios entrenados, vestidos, pagados y bien alimentados. El contexto favorecía a los federalistas que llamaban a Santa Anna, y el 4 de agosto se restablecía la Federación. El gobierno nacional no contaba con financiamiento para la defensa.

Mientras Taylor avanzaba hacia Monterrey, Stephen Kearny y John Wool se enfilaban hacia Nuevo México-California y hacia Chihuahua. Poco después, un nuevo ejército comandado por Winfield Scott seguiría la «ruta de Cortés», de Veracruz a la ciudad de México. Conocedor de la situación mexicana, Polk confiaba en que la guerra fuera breve y sirviera sólo para firmar un tratado de paz. Nuevo México y California, sin defensas, fueron anexados con cierta facilidad, al igual que los puertos. Taylor logró vencer, tras un sangriento sitio, a Monterrey el 23 de septiembre y el 16 de noviembre ocupó Saltillo, mientras Wool hacía lo propio con Parras el 5 de diciembre. Estas noticias causaron euforia en Estados Unidos y convirtieron a Taylor en candidato whig para la presidencia. Un Polk incrédulo de que México mantuviera la lucha después de tantas derrotas, insistió en su mensaje anual de 1846 en que sus agravios no tenían «paralelo en la historia de las naciones civilizadas», ya que Texas «era una porción de la provincia de Luisiana» cedida por Francia en 1803.

Al mismo tiempo, Santa Anna intentaba fortificar San Luis para la defensa. Con su proverbial liderazgo hizo el milagro de formar ejércitos casi sin recursos y entrenar voluntarios, aunque esto no subsanó su falta de previsión y dotes militares. La falta de municiones hacía difícil entrenar y disciplinar tropas. Además, por carecer de servicios de sanidad e intendencia, las soldaderas y sus hijos acompañaban a las tropas, lo que era un lastre. Por si fuera poco, la entrevista de Santa Anna con emisarios de Polk lo convirtió en blanco de ataques y debilitó la defensa.

En lugar de dejar que Taylor se desgastara durante el cruce de las tierras desérticas y despobladas del norte, Santa Anna cometió el error de marchar a su encuentro en Saltillo. Enterado del avance, Taylor escogió el lugar adecuado para defenderse, lo que obligó a Santa Anna a atacar por el terreno accidentado de la Angostura. La batalla tuvo lugar los días 22 y 23 de febrero de 1847 y el ejército mexicano logró hacer retroceder varias veces al norteamericano. Por desgracia, la noche del 23 de febrero, en medio de una lluvia pertinaz, ante la falta total de agua y alimentos, Santa Anna ordenó el retiro de las tropas, lo que fue recibido con alivio por los invasores. La retirada se convirtió en desastre: el abandono de heridos y muertos en el campo de batalla desmoralizó a los soldados y la falta de agua y alimento sembró de cadáveres el repliegue.

Perdida la Angostura, Santa Anna se apresuró a marchar hacia la capital para mediar entre los moderados y el impolítico Gómez Farías. El levantamiento de los «polkos» había sido injustificable en la delicada situación del país: el 9 de marzo de 1847, los 70 navíos que conducían las tropas de Scott estaban frente a Veracruz, aunque el desembarco se retrasó por un norte. El puerto resistió durante cuatro días el bombardeo, pero el 26 de marzo se colocó la bandera blanca. El 29, las tropas de Scott entraban al puerto.

Con buena parte del norte y los puertos ocupados, Polk despachó como enviado plenipotenciario a Nicholas P. Trist para recibir propuestas de paz. Sus instrucciones incluían la cesión de las Californias, Nuevo México y el paso a través de Tehuantepec. En abril de 1847 Trist anunció su presencia al gobierno mexicano. La fama de Santa Anna condujo a Trist y a Scott a ofrecerle un soborno. Su situación era desesperada, sin facultades extraordinarias y sin poder firmar un tratado, enfrentaba toda la responsabilidad de la guerra, pues la mayoría de los congresistas se había retirado a sus lugares de origen. Esto lo llevó a aceptar el soborno para ganar tiempo y defender la capital.

A principios de agosto, los 14 000 hombres de Scott iniciaban la marcha hacia la ciudad de México. El general estaba seguro de que el ejército mexicano no podía hacerle frente, pero temía a las guerrillas. El 18 de agosto estaba frente a Tlalpan. Aunque algunos generales le habían advertido que era probable que Scout atacara por el sur, Santa Anna se empeñó en fortalecer el oriente, de manera que las derrotas se sucedieron. El 19 y 20 de agosto, en Padierna, el general Valencia fue sometido, al mismo tiempo que se rendía el convento de Churubusco, donde el batallón de San Patricio, integrado por soldados irlandeses que se pasaron al bando mexicano, había luchado con denuedo. Después de la derrota, sus miembros fueron juzgados y fusilados como traidores o marcados con una «D» (de desertor) en la mejilla o en la cadera.

Para fortalecer la ciudad, Santa Anna aceptó un armisticio. La suspensión de hostilidades permitió intercambiar prisioneros y a los comisionados mexicanos, oír la oferta norteamericana. Del 27 de agosto al 6 de septiembre, José Joaquín de Herrera, Bernardo Couto e Ignacio Mora y Villamil se reunieron con Trist, pero consideraron que las condiciones eran excesivas, de manera que el armisticio se rompió. El 8 de septiembre cayeron Casa Mata y Molino del Rey y el 13, el castillo de Chapultepec. Al día siguiente los invasores iniciaban la ocupación de la ciudad de México. Santa Anna y su Estado Mayor decidieron que era imposible la defensa, por lo que ordenaron al ejército abandonar la capital. El Ayuntamiento negoció con Scott una entrada sin violencia, pero grupos populares, al darse cuenta de la retirada del ejército mexicano, trataron de defender su ciudad. La desigualdad en cuanto a las armas terminó en un baño de sangre y el 15 de septiembre la bandera norteamericana ondeaba en Palacio Nacional. Esa noche, mientras los invasores celebraban ruidosamente su llegada a «los palacios de los Montezuma», los mexicanos velaban a sus muertos.

El mismo 15, en la Villa de Guadalupe, Santa Anna renunció a la presidencia y ordenó que, en cumplimiento de la Constitución, el presidente de la Suprema Corte de Justicia, don Manuel de la Peña y Peña, asumiera el Poder Ejecutivo y marchara a Querétaro. Aunque reticente, don Manuel emprendió la marcha. La tarea de los moderados para reconstruir la nación, en medio de la derrota y la invasión y del agudo faccionalismo, era ardua. Nuevamente el país parecía desaparecer, pues algunos estados no reconocían al gobierno de Querétaro y pretendían coaligarse en Lagos. Los monarquistas, dirigidos por el guerrillero Celedonio Domeco Jarauta y por Paredes y Arrillaga, al igual que los federalistas puros, exigían continuar la guerra hasta el último hombre. Gran parte del territorio estaba ocupado y Yucatán, que se había declarado neutral para evitar que sus puertos fueran bloqueados, era escenario de un violento levantamiento indígena que fue denominado «guerra de castas» y, para salvarse, estaba dispuesto a anexarse a España o a Estados Unidos. Otros estados sufrían insurrecciones semejantes o ataques de indios de las praderías. La falta de recursos y la situación producían una desmoralización general.

No fue fácil reorganizar el gobierno, pero apenas tuvo visos de existencia, el ministro Luis de la Rosa se dirigió a Trist expresando su disposición para negociar y anunciándole que en cuanto se reuniera el Congreso se nombrarían los comisionados mexicanos. El nombramiento de Bernardo Couto, Luis G. Cuevas y Miguel Atristáin como comisionados se dio justo cuando Trist recibía órdenes de volver a Washington. En Estados Unidos las victorias habían desatado un movimiento «por todo México». Polk quería ahora más territorio. El gobierno mexicano, Scott y el ministro británico pidieron con insistencia a Trist que se quedara, tanto por estar comprometido con la negociación como por la fragilidad del gobierno derrotado. Durante más de una semana Trist dudó, y al final, desobedeciendo las órdenes recibidas, decidió quedarse, a condición de que la negociación se hiciera con base en el proyecto original, sin cambio alguno, puesto que él asumía en lo personal una responsabilidad mayúscula.

Las conferencias se iniciaron formalmente el 2 de enero y concluyeron el 25, pero el tratado tuvo que ser sometido al visto bueno del gobierno en Querétaro. El tratado, llamado de Guadalupe Hidalgo, consolidaba la pérdida de los territorios conquistados: Nuevo México (incluido el que sería Arizona y partes de otros estados) y la Alta California (con Texas la pérdida fue de 2 400 000 km2, más de la mitad del territorio nacional), pero se salvaron Baja California y el Istmo de Tehuantepec. Aunque los mexicanos se empeñaron en la frontera de Texas en el Río Nueces, tuvieron que aceptar fijarla en el río Grande. Dos cláusulas garantizaron los derechos de los ciudadanos mexicanos y su salida del territorio perdido, en caso de desearlo. El artículo xi comprometía a Estados Unidos a impedir las invasiones indígenas, pero esto quedó en letra muerta y fue anulado en el Tratado de la Mesilla en 1853. Se aprobó una «indemnización» de 15 millones de pesos por daños a la República, en el que estaban incluidos la parte proporcional que a los territorios cedidos les correspondía aportar del monto total de la deuda nacional. En este sentido, no fue un pago por territorio, puesto que éste había sido conquistado. El tratado se firmó en la Villa de Guadalupe el 2 de febrero de 1848. Por una carta de la señora Trist podemos revivir la triste escena. En el momento de la firma, Couto le comentó a Trist: «Éste debe de ser un momento de orgullo para Ud., pero menos orgulloso que lo humillante que es para nosotros». Trist se limitó a responder: «Estamos haciendo la paz, que ése sea nuestro único pensamiento», pero más tarde le comentó a su familia:

Si esos mexicanos hubieran podido leer en mi corazón en aquel momento, se habrían percatado de que mi sentimiento de vergüenza como americano era más profundo que el suyo como mexicanos […] Éste había sido mi sentimiento en todas nuestras conferencias, especialmente en momentos en que tuve que insistir en aspectos que detestaba. Si mi conducta en esos momentos hubiera estado gobernada por mi conciencia como hombre y mi sentido de justicia como americano, habría cedido en todas las instancias. Lo que me impidió hacerlo fue la convicción de que entonces el Tratado no tendría la oportunidad de ser ratificado por nuestro gobierno. Mi objetivo no fue obtener todo lo que pudiera, sino por el contrario, firmar un tratado lo menos opresivo posible para México, que fuera compatible con ser aceptado en casa.

Polk recibió el tratado el 19 de febrero, furioso por la desobediencia de Trist, pero como respondía a las instrucciones y se iniciaba la campaña presidencial, lo envió al Senado para su aprobación, y éste lo hizo el 10 de marzo, lo que causó desilusión entre los expansionistas que querían la anexión total. En México, la firma permitió suspender las hostilidades y llevar a cabo elecciones para el Congreso, que se reunió el 7 de mayo. El presidente De la Peña le presentó el Tratado, recordando las tristes circunstancias en las que se había hecho cargo del Ejecutivo, subrayando que se salvaba «la nacionalidad», aunque lamentaba «la separación de la unión de los mexicanos de la Alta California y de Nuevo México». A pesar de la polarización del Congreso, la razón se impuso y el Tratado fue ratificado. El 30 de mayo pudo hacerse el intercambio con los senadores de Estados Unidos, enviados para ese propósito. Los viejos sueños de grandeza se desvanecieron. El pesimismo profundo y la experiencia traumática provocaron una depresión general y despertaron la conciencia nacional en la población, no sin que la pérdida de territorio fuera utilizada por las facciones para culparse mutuamente. De la amarga experiencia surgió una generación empeñada en definir el futuro del país, lo que permitiría reaccionar con mayor vigor ante la intervención francesa en los años sesenta.

CULTURA MEXICANA, 1821-1850

Una sociedad a la que los acontecimientos habían transformado e imbuido de nuevas ideas políticas entró gozosa a la vida independiente. Sin experiencia y aquejada por los males que había traído la violencia, tanto la desarticulación administrativa como el contraste y la heterogeneidad social y la bancarrota, serían retos difíciles de resolver y que obstaculizarían el progreso anhelado. Ningún país resiste una lucha semejante, y aunque la sociedad mantuvo muchas costumbres, las novedades fueron múltiples. El establecimiento de extranjeros y los viajes de mexicanos importaron modas y cambios que contribuirían a la lenta secularización de la sociedad.

La confianza en el poder transformador de la educación, presente en la Constitución de Cádiz de 1812 al ordenar el establecimiento de escuelas de primeras letras en todos los pueblos, continuó en el Reglamento General de Instrucción Pública del 29 de junio de 1821. Todos los gobiernos sucesivos reconocieron la importancia de la educación para el civismo, la consolidación y el progreso de la nación, aunque antes de 1867 estuvieron limitados por la escasez de recursos. Las importantes reformas que se intentaron en 1833, 1843 y 1854 no lograron llevarse a cabo. La única iniciativa que prosperó para combatir el analfabetismo fue la emprendida por un grupo de ciudadanos ilustrados que patrocinaron en 1821 la fundación de la Compañía Lancasteriana, cuyo sistema de enseñanza mutua permitía a un solo maestro atender a grandes grupos, auxiliado por alumnos avanzados. Las familias ricas podían recurrir a tutores o escuelas particulares de prestigiosos extranjeros, mientras las de recursos medios enviaban a sus hijas y a veces a sus hijos a las «amigas» en las que, por una modesta cuota, les enseñaban lo indispensable.

La educación media y superior también sufrió los embates de la guerra y aun prestigiosas instituciones como el Colegio de Minería, la Academia de San Carlos y el Jardín Botánico iniciaron su decadencia, mientras el liberalismo combatía a las universidades de México y Guadalajara por obsoletas. En los estados, los liberales fundaron institutos científicos y literarios que ofrecían nuevas disciplinas y se convirtieron en los educadores de la generación de la Reforma. En la ciudad de México, los interesados se reunieron en asociaciones e instituciones especializadas para desarrollar estudios avanzados, como la Academia de Medicina fundada en 1838 por los médicos Casimiro Liceaga, Manuel Carpio e Ignacio Erazo. También, grupos preocupados por el conocimiento económico y social fundaron en Zacatecas la Sociedad de Amigos del País y en la ciudad de México la Sociedad de Geografía y Estadística. Otros, con inquietudes literarias, iniciaron reuniones en un espacio del Colegio de San Juan de Letrán en 1836, a iniciativa de José María Lacunza, buscando sustituir La Arcadia, fundada en 1808. En la Academia de Letrán participaron Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Fernando Calderón y Manuel Eduardo de Gorostiza, inspirados en la poesía romántica de Lord Byron y José de Espronceda.

La vida cultural que había impresionado a Humboldt se esfumó ante los embates de la guerra. No obstante, a contrapelo apareció la primera novela mexicana en 1816: El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, género que tardaría en fructificar, a pesar de intentos como Netzula de Lacunza (1832). Bajo el influjo del neoclasicismo dieciochesco y el romanticismo, destacaron las poesías de Francisco Manuel Sánchez de Tagle, José Joaquín Pesado, Manuel Carpio, Fernando Calderón, Ignacio Rodríguez Galván y Guillermo Prieto. La lucha independentista y el interés político favorecieron la poesía heroica y el epigrama satírico.

Como la penuria no afectaba a todos, el teatro tomó auge como distracción del pueblo, la élite y la intelectualidad, propiciando que, a pesar de que no se hicieran obras públicas, se utilizara el Coliseo y se construyera el Teatro Nacional o de Santa Anna, como se le conoció, para presentar conciertos, funciones de teatro y óperas francesas e italianas. Los capitalinos se familiarizaron con las óperas de su tiempo y con la música de Mozart, Haendel y Beethoven. Se presentaron dramas y comedias de Manuel Eduardo de Gorostiza (Las costumbres de antaño, Contigo, pan y cebolla, Indulgencia para todos), Fernando Calderón (Reinaldo y Elvira, Armandina y A ninguna de las tres) o Rodríguez Galván (autor de dramas históricos como Muñoz, visitador de México y El privado del virrey).

La vida social hizo que la música traspasara la enseñanza del piano como adorno de las jóvenes, para preparar a los músicos requeridos por las tertulias, los salones de baile (como La Bella Unión) y las funciones religiosas. Eso permitió que José Mariano Elízaga, con apoyo del ministro Lucas Alamán, fundara en 1825 la Sociedad Filarmónica que organizó una orquesta, un coro y una academia; al desaparecer en 1838 fue sustituida por la Academia de Música dirigida por el padre Agustín Caballero y Joaquín Beristáin, que funcionó hasta 1864.

La Academia de San Carlos, reabierta en 1828, vivió precariamente y no logró recobrar su cabal funcionamiento hasta la década de 1840, cuando el establecimiento de una lotería para financiarla permitió traer a México a Pelegrín Clavé y Manuel Vilar para enseñar pintura y escultura. Al margen de la Academia, Juan Cordero alcanzó renombre por sus retratos y los artistas europeos Federico Waldeck, Thomas Egerton, Carlos Nebel, John Phillips y Juan Moritz Rugendas visitaron México atraídos por su exotismo y por la lectura de Humboldt. Con la llegada de Claudio Linati se empezó a utilizar la litografía y en su taller se llevó a cabo la impresión de libros y revistas como El Diario de los Niños y El Museo Mexicano.

La ciencia no logró recuperar el brillo que había tenido antes de la Independencia, pero Casimiro Liceaga hizo aportaciones a la anatomía y Pedro Escobedo a la cirugía. Pablo de la Llave contribuyó al conocimiento biológico con su descripción de nuevas especies animales y de plantas nativas, al tiempo que Rafael Chovell y Juan Luis Berlandier describieron la flora del norte de México. El interés de Alamán por promover el conocimiento de la naturaleza mexicana lo llevó a enviarle plantas al francés Agustín de Candolle. Andrés Manuel del Río contribuyó con sus Elementos de oritognosia o conocimiento de los fósiles (1832) y Manual de geología (1841).

La politización surgida de los sucesos vividos entre 1808 y 1824 se contagió a la sociedad y le dio su tinte a expresiones culturales como la prensa, la historia, la filosofía y los estudios sociales. El interés por los acontecimientos políticos se reflejó en periódicos y folletos, muchas veces patrocinados por el gobierno, las facciones o las logias, como El Águila Mexicana, El Sol, La Lima de Vulcano, El Federalista, El Cosmopolita, El Registro Oficial, El Tiempo, Don Simplicio, El Siglo XIX. Muchos de los escritores vivieron del periodismo desde los años de la lucha independentista, entre ellos Lizardi, Carlos María de Bustamante, José María Luis Mora, Alamán, Manuel Gómez Pedraza e Ignacio Cumplido, quienes cuando desafiaron la censura, terminaron en la cárcel. Las discusiones políticas alimentaron la aparición de «publicistas» (gente que publicaba sus opiniones) que se convirtieron en historiadores, como muchos de nuestros historiadores de la primera etapa nacional; tanto Servando Teresa de Mier como Bustamante, Zavala, Mora y Alamán escribieron artículos periodísticos y textos de historia. La Historia de la revolución de Nueva España, de Mier, resultó de interés por rebatir los escritos de José María Blanco White en Inglaterra. Bustamante se inició temprano en la prensa y la utilizó para defender sus causas, como los demás lo harían para difundir sus ideas. La pasión política de liberales y románticos promovió el debate, la oratoria política y los escritos sociales, de manera que Mora escribió sobre la Iglesia y el Estado, la hacienda y la política; Manuel Payno sobre deuda pública, desamortización y reforma; Mariano Otero sobre problemas sociales y políticos; Melchor Ocampo sobre la separación de la Iglesia y el Estado.

Los acontecimientos de la Independencia llevaron a reflexionar sobre ellos y sobre el pasado colonial, permitiendo la aparición de obras realmente importantes, como las interpretaciones liberales de Mora (Méjico y sus revoluciones, publicado en 1836) y de Lorenzo de Zavala (Ensayo histórico de las revoluciones de México, de 1831), así como la magistral obra conservadora de Alamán (Disertaciones sobre la historia de Méjico e Historia de Méjico, editadas entre 1844 y 1849). Carlos María de Bustamante redactó la primera visión general de la Independencia, que alimentó el orgullo «nacional» al acuñar mitos fundacionales, y publicó fuentes de historia virreinal y prehispánica. También se publicaron testimonios como los de José María Bocanegra, Memorias para la historia del México independiente, 1821-1846, y José María Tornel, Breve reseña histórica de la nación mexicana, que salió a la venta en 1852. La guerra con Estados Unidos hizo reflexionar a un grupo de testigos presenciales que publicaron en 1848 los Apuntes para la historia de la guerra con Estados Unidos.

Cuatro décadas de vida independiente habían transformado en gran medida y de manera fundamental a la sociedad mexicana. El México de la primera mitad del siglo XIX era muy distinto a la Nueva España de finales del siglo XVIII El título de este capítulo da cuenta de nuestra posición al respecto: en estas décadas se estableció y funcionó un nuevo orden. Como afirmara el diputado Bernardo Couto en 1836: «De más de medio siglo acá se han propagado y defendido opiniones que no están en armonía con el orden y el modo de ser de las sociedades de antes». La crisis económica estableció nuevas bases para el desarrollo de las estructuras y sectores productivos. Los procesos electorales para designar a miles de autoridades de los ayuntamientos, de los congresos estatales y nacionales, y a los gobernadores y los presidentes de la República transformaron la antigua cultura política, y con ello las relaciones de poder entre los grupos sociales. En cambio, la vida cultural palideció frente a la de la Nueva España: los esfuerzos educativos fueron importantes, pero no alcanzaron la dimensión de los años anteriores a 1810, y las actividades artísticas decayeron en igual medida.

La inmensa carga de estas décadas, heredada a la nueva generación de mexicanos nacida después de 1821, fue darle estabilidad política al país. Al contrario de lo que sucedió en otros lugares, ni siquiera las amenazas del exterior lograron unificar las voluntades de todos los actores políticos.

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