LA REVOLUCIÓN MEXICANA
JAVIER GARCIADIEGO
SANDRA KUNTZ FICKER
El Colegio de México
EL PROCESO ARMADO Y SUS ACTORES
La Revolución mexicana fue un amplio y complejo movimiento sociopolítico que se desencadenó por causas de largo, mediano y corto plazos y que luego fue determinante en la evolución del país durante todo el siglo XX. Su estallido se debió, entre otras razones, al agotamiento del modelo porfirista de gobierno, a su incapacidad para lograr la renovación política pacífica durante la coyuntura de la sucesión presidencial de 1910 y a la ineficacia del sistema para satisfacer las aspiraciones de las clases medias y de los sectores populares. La crisis económica de 1907 había golpeado amplias capas de la población y el entorno internacional se había vuelto desfavorable debido a la rivalidad entre las grandes potencias por el recién descubierto petróleo mexicano. Las esperanzas de cambio que Porfirio Díaz propició desde febrero de 1908, en la famosa entrevista con el periodista norteamericano James Creelman, se vieron frustradas al ponerse en marcha los mecanismos de la reelección, lo que desató una ola de movimientos opositores.
Crisis y oposición
Al declarar a Creelman que vería con simpatía el surgimiento de partidos políticos y que no se postularía a una nueva reelección, Porfirio Díaz abrió la contienda sucesoria, creando un ambiente de indefinición política y alentando la aparición de varios aspirantes al poder. Los primeros en movilizarse fueron los seguidores del general Bernardo Reyes, quienes empezaron a proponerlo como vicepresidente para las elecciones de 1910, en lugar del «científico» sonorense Ramón Corral. También se organizaron algunos jóvenes miembros del aparato político, todos ellos destacados —como Benito Juárez Maza, hijo del héroe nacional—, que aseguraban defender principios antes que personalidades: fue así como fundaron el Partido Democrático a principios de 1909. Los últimos en movilizarse fueron los antirreeleccionistas, encabezados por el hacendado coahuilense Francisco I. Madero. A diferencia de los dos grupos anteriores —reyistas y demócratas—, los antirreeleccionistas provenían mayoritariamente de clases medias ajenas al ámbito político. De otra parte, el primer grupo opositor a Díaz, el de los magonistas, se fue marginando en este proceso como resultado de su radicalización durante el exilio al que fueron sometidos. Bajo la influencia de grupos anarquistas y socialistas de Estados Unidos, y por el nuevo contexto en que vivía, entre 1908 y 1910 el magonismo propuso, desde el exterior, la lucha armada, mientras que los grupos opositores que se estaban desarrollando en México exigían reformas políticas pacíficas. Como era de esperarse, el respaldo que obtuvieron los magonistas fue mínimo.
El movimiento reyista también declinó pronto, al quedarse acéfalo a finales de 1909, cuando el general Reyes aceptó una comisión oficial de Díaz en Europa en lugar de encabezar la lucha electoral alternativa. Sin embargo, buena parte de sus numerosos seguidores —como Francisco Vázquez Gómez, Venustiano Carranza y Luis Cabrera, entre muchos otros— se afilió entonces al antirreeleccionismo, aportándole a este grupo su experiencia política y su prestigio. También se sumaron los ex magonistas inconformes con la radicalización de su líder —como Antonio I. Villarreal—, lo que convirtió al antirreeleccionismo en el mayor grupo opositor al continuismo reeleccionista de Díaz y Corral. El movimiento maderista creció también por otros factores, como el temor generalizado de que Corral pudiera suceder a Díaz y la motivación que la campaña de Madero produjo entre numerosos sectores de la sociedad mexicana urbana (véase el mapa 1).
Porfirio Díaz no sólo volvió a postularse para la presidencia sino que obstaculizó cuanto pudo los esfuerzos del candidato opositor, y llegó al extremo de encarcelar a Madero poco antes de que se verificaran las elecciones en las que, como era previsible, se declaró triunfadora a la mancuerna Díaz-Corral. Con la dura actitud de Díaz quedó cancelada toda posibilidad de una democratización pacífica. Madero huyó de la prisión y se refugió en San Antonio, Texas. Aunque hasta ese momento era contrario a la violencia política, se vio obligado a cambiar de estrategia. Así, mediante el Plan de San Luis Potosí, promulgado el 5 de octubre, convocó a las armas para el 20 de noviembre de 1910. El oposicionismo electoral se convertiría en rebeldía y, posteriormente, en revolución.
El llamado de Madero no fue atendido por sus partidarios antirreeleccionistas, casi todos miembros de la clase media urbana y por lo mismo útiles para el oposicionismo electoral pero no para la lucha armada. En cambio, sí lo fue por otro sector de la sociedad mexicana, el de los grupos populares rurales de algunas regiones del país, como Chihuahua, Sonora, Coahuila, Durango, Guerrero y Morelos. Fue en estas regiones donde hubo alzamientos contra el ejército porfirista. Al principio —hasta febrero de 1911— los grupos armados fueron pocos y débiles, pero aumentaron en número y crecieron en volumen durante los meses de marzo y abril, y concluyeron la lucha a mediados de mayo con la toma maderista de la plaza fronteriza de Ciudad Juárez (véase el mapa 1). Resulta significativo que en muy pocos casos los levantamientos armados coincidieran con las rutas que Madero había recorrido durante sus giras en 1909 y 1910.
La lucha armada implicó la transformación radical del proceso, pues al pasar de oposición electoral a rebelión tuvieron que cambiar los participantes y los escenarios: el movimiento de clases medias urbanas se transformó en uno con bases populares rurales. Surgieron nuevos líderes, más aptos para la lucha armada que para las contiendas electorales. Los más destacados fueron el arriero chihuahuense Pascual Orozco; Pancho Villa, nacido en Durango pero radicado en Chihuahua, donde había desempeñado una amplia gama de oficios y labores, incluyendo el abigeato y el bandolerismo, y Emiliano Zapata, domador de potros que encabezaba los reclamos agrarios de su pueblo natal, San Miguel Anenecuilco, del estado de Morelos.
Estos grupos populares, tan distintos de los contingentes antirreeleccionistas originales, participaron en la lucha en su calidad de contrarios al gobierno porfirista y no porque hubiera entre ellos una alianza programática sólida. Eran poco afines a Madero, lo que hizo que éste diera por terminada la lucha tan pronto como le fue posible. Ni las autoridades porfiristas, ni Madero y sus principales colaboradores vieron con simpatía la participación popular, pero lo cierto es que estos sectores se involucraron indefectiblemente en el proceso revolucionario.
El nuevo gobierno: cambios y limitaciones
En los Acuerdos de Ciudad Juárez, firmados el 21 de mayo de 1911, se pactó la suspensión de hostilidades, las renuncias de Díaz y Corral y la sustitución del presidente por el secretario de Relaciones Exteriores, según lo disponía la Constitución de 1857. Su nombre era Francisco León de la Barra y sus principales responsabilidades fueron el licenciamiento de las fuerzas revolucionarias y la organización de nuevas elecciones presidenciales antes de seis meses. La desmovilización de los casi 60 000 rebeldes reconocidos no fue fácil: 16 000 se reorganizaron como nuevos cuerpos de «rurales», especie de policía que patrullaría los campos norteños y las entidades del centro y sur del país donde hubiera habido las mayores actividades rebeldes. El resto volvió a la vida civil, luego de recibir unas reducidísimas gratificaciones. Las fuerzas de Pascual Orozco, decisivas en la caída de Díaz, quedaron insatisfechas pues se sintieron relegadas por la dirigencia política nacional. A su vez, los zapatistas se negaron a entregar sus armas antes de recuperar las tierras que consideraban les habían sido usurpadas. La alianza de los meses anteriores amenazaba convertirse pronto en enfrentamiento.
Con respecto a las nuevas elecciones, que de acuerdo con la ley serían indirectas y tendrían lugar en octubre de 1911, Madero decidió transformar su Partido Nacional Antirreeleccionista en uno llamado Partido Constitucional Progresista. Decidió también que su mancuerna electoral fuera José María Pino Suárez, un abogado y periodista nacido en Tabasco pero radicado en Yucatán, en lugar del doctor Francisco Vázquez Gómez, quien había sido su compañero de fórmula en la contienda presidencial contra Díaz. Aunque Madero obtuvo un triunfo arrollador en esas elecciones, lo cierto es que el nuevo partido nunca logró el prestigio que había tenido el Antirreeleccionista ante buena parte de la opinión pública. Sobre todo, la sustitución de Vázquez Gómez significó el final de la alianza con los ex reyistas. Así, en lugar de contar con su experimentada colaboración, el nuevo gobierno habría de sufrir la oposición reyista.
La presidencia de Madero comenzó a principios de noviembre de 1911 y concluyó violentamente a mediados de febrero de 1913. A diferencia de su exitosa lucha contra Díaz, su gestión presidencial resultó fallida. Acaso su mayor mérito fue la apreciable transformación de todo el aparato gubernamental porfirista. Empezó con la integración de un gabinete formado por hombres de un sector social inferior al de los secretarios porfiristas, y siguió con el cambio de gobernadores en todos los estados, lo que a su vez dio lugar al cambio de los jefes políticos, que antes solían ser designados por los gobernadores como sus representantes en las distintas regiones de cada entidad, y ahora sustituidos en muchos casos por autoridades locales elegidas. Por último, a mediados de 1912 habrían de elegirse nuevos diputados y parte de los senadores, mientras que los diputados locales habrían de cambiar conforme hubiera nuevas elecciones estatales. En resumen, con Madero se conformó un nuevo aparato gubernamental, social e ideológicamente distinto del porfirista, pero peligrosamente inexperto. Además, con Madero llegaron también nuevas prácticas políticas. Para comenzar, hubo elecciones competidas y libertad de prensa, y desaparecieron la concentración de poder en el Ejecutivo y el centralismo, lo que se manifestó en una gran fuerza y notoriedad de la XXVI Legislatura y en varios desafíos políticos regionales. Con todo, puede decirse que durante la breve presidencia de Madero fueron más los problemas políticos que los cambios.
También en los ámbitos agrario y laboral hubo actitudes y propuestas novedosas, que reflejaban los orígenes socioeconómicos de las nuevas autoridades. Madero, por ejemplo, era un hacendado algodonero partidario de la propiedad privada de la tierra y contrario a la explotación comunal, que deseaba un país con una estructura agraria más equitativa y eficiente. Para ello dispuso fraccionar y vender terrenos nacionales, y destinar los recursos de esa venta a otorgar créditos agrícolas en favor de los pequeños y medianos propietarios. Obviamente hubo otras propuestas de solución al problema de la desigual estructura de la propiedad agraria, como la del diputado poblano Luis Cabrera, que ya consideraba restitución de las propiedades usurpadas o la dotación de nuevas tierras a las comunidades que las necesitaran. Si bien los avances legislativos en esta materia fueron moderados y escasos, hubo un cambio real de enorme significado: mientras los hacendados perdieron buena parte de su influencia política, los campesinos vieron por primera vez aumentar la suya, como resultado de su participación en la lucha armada.
Igualmente moderadas fueron las propuestas en materia laboral. Como buen liberal y demócrata, Madero era respetuoso de los derechos organizativos de los obreros y partidario de que éstos mejoraran sus condiciones laborales y salariales. A su vez, como buen capitalista, Madero pretendía que estos cambios no afectaran mucho los intereses de los empresarios, por lo que procuró encaminar los conflictos por el sendero de la negociación, para lo cual creó el Departamento del Trabajo. El resultado fue que durante 1912 aumentaron notablemente las huelgas y las organizaciones obreras. Algunas de éstas eran abiertamente contrarias al gobierno, como la Casa del Obrero Mundial, de clara orientación anarcosindicalista.
Todas estas transformaciones políticas y sociales tuvieron enormes consecuencias. Para comenzar, parte de la élite política buscó recuperar el poder; a su vez, los hacendados y empresarios advirtieron que los cambios agrarios y laborales, aunque moderados, implicaban riesgosos precedentes; por último, los campesinos y obreros quedaron insatisfechos por lo tibio de las propuestas maderistas, que consideraban un pago insuficiente a su participación en la lucha contra Díaz. Todas estas inconformidades se expresaron de diversas maneras: desde la crítica periodística y la oposición parlamentaria hasta la rebelión armada. En efecto, Madero fue tratado con rudeza por la prensa porfirista, padeció gran oposición parlamentaria y tuvo que enfrentar cuatro importantes rebeliones, dos encabezadas por miembros de la élite política porfirista y dos sostenidas por grupos populares que habían luchado contra Díaz pero que se habían desilusionado muy pronto del gobierno maderista.
Las dos primeras fueron la rebelión reyista, de finales de 1911 y que tuvo como escenario la frontera noreste del país, y la encabezada por Félix Díaz, sobrino de don Porfirio, que se desarrolló en Veracruz en octubre de 1912. Ninguna de las dos recibió apoyos suficientes y pronto fueron derrotadas, quedando sus jefes presos en la ciudad de México. Las dos rebeliones populares, la de Emiliano Zapata y la de Pascual Orozco, tuvieron sus respectivas particularidades, pero también compartieron similitudes. Lo más importante de ambas fue que con ellas se incorporaron plenamente al debate nacional los reclamos sociales, pues hasta entonces se había concentrado en temas políticos, como la aptitud o incapacidad para la democracia de la sociedad mexicana, el antirreeleccionismo o la continuidad de Díaz, y en la aparición de las nuevas autoridades, con la polémica sobre la conveniencia de la novedad o lo preferible de la experiencia.
El contingente zapatista fue el primero que transitó de la lucha política a la social, de carácter agrarista. Los campesinos del estado de Morelos y de otras entidades vecinas —como Guerrero, México y Puebla— que lucharon contra Díaz durante la primera mitad de 1911 no aceptaron el desarme pactado entre los líderes maderistas y las autoridades porfiristas, desarme que debía imponer el presidente interino Francisco León de la Barra. Alegaron que antes debían devolvérseles las tierras que les habían sido usurpadas por los hacendados locales en connivencia con las autoridades porfiristas. Su postura dio lugar a que León de la Barra los tratara como rebeldes, con lo que empezó una campaña militar contra ellos en el verano de 1911, encabezada por el general porfirista Victoriano Huerta, y ya durante la presidencia de Madero, en 1912, a cargo del severo general Juvencio Robles, y poco después al del conciliador general Felipe Ángeles. Si bien Madero les prometió que revisaría sus reclamos tan pronto llegara a la presidencia a cambio de que depusieran las armas, los zapatistas formalizaron y radicalizaron su lucha con la promulgación del Plan de Ayala, de finales de noviembre de 1911.
A todo lo largo de 1912 la guerra contra Zapata fue de reducida intensidad, pero la poca importancia militar del zapatismo no se corresponde con su enorme relevancia histórica, que radicó en introducir el factor agrario en la Revolución mexicana. En cambio, la importancia militar de la rebelión encabezada por Pascual Orozco fue mayúscula. Los contingentes orozquistas, que habían sido los más influyentes en la derrota militar de Díaz, tomaron las armas contra Madero en marzo de 1912, amparados en el Plan de la Empacadora. Su reclamo era doble: los líderes y cabecillas estaban insatisfechos con las retribuciones recibidas por su participación en la lucha antiporfirista; las bases, por su parte, consideraban que las reformas sociales del gobierno maderista eran insuficientes por tibias y lentas.
El escenario de la rebelión orozquista abarcó los estados de Chihuahua, Coahuila y Durango —la Comarca Lagunera— y fue militarmente muy intensa, al grado de que muchos temieron que llegara a derrocar al gobierno de Madero. Otra diferencia con la lucha zapatista fue que la de Orozco fue una rebelión pluriclasista, con numerosos contingentes populares, como campesinos, vaqueros, mineros, ferrocarrileros y proletarios agrícolas, con buena parte de la clase media chihuahuense e incluso con algunos miembros de la élite local, contrarios a los cambios promovidos por las nuevas autoridades, en particular por algunas medidas tomadas por los gobernadores de Chihuahua y Coahuila, Abraham González y Venustiano Carranza, respectivamente.
Durante las primeras semanas de lucha los alzados orozquistas obtuvieron varios triunfos resonantes, que incluso provocaron el suicidio del secretario de Guerra, general José González Salas, quien había asumido el mando directo de las fuerzas gobiernistas. Para poder controlar la situación, en marzo de 1912 Madero puso al frente de la campaña al general Victoriano Huerta, a quien asignó numerosos elementos y recursos. Además, para contrarrestar la táctica del orozquismo, cuyos contingentes tenían pleno conocimiento de las regiones donde operaban, gran capacidad militar y abundantes redes sociales regionales, el gobierno dispuso que los gobernadores y presidentes municipales norteños organizaran fuerzas militares propias, tanto para rechazar las incursiones de los orozquistas como para prevenir potenciales alzamientos locales. Asimismo, muchos de los nuevos cuerpos de «rurales», organizados después del licenciamiento de las fuerzas antiporfiristas, participaron en el combate contra Orozco. Hubo una gran discusión entre las autoridades maderistas sobre si estos elementos debían ser asimilados al Ejército Federal o si debían operar a las órdenes de las autoridades civiles locales.
Con la suma de todos estos elementos y con la diestra y severa dirección de Huerta, los orozquistas fueron vencidos en dos o tres meses; en su derrota también influyó su acceso reducido a las armas y municiones del mercado norteamericano, seguramente una represalia del gobierno de ese país contra el nacionalismo popular de que los orozquistas habían dado muestras. Con todo, la rebelión de Orozco dio inicio a un doble proceso de grandes consecuencias: por un lado el Ejército Federal recuperó la confianza perdida en la lucha de 1910 y 1911, obtuvo un nuevo caudillo —Huerta— y aumentó su capital político al quedar como responsable de la sobrevivencia del gobierno de Madero. Por otra parte, el norte del país se militarizó, pues además de soldados federales y orozquistas operaron fuerzas estatales, «irregulares» y de «rurales». En otras palabras, quedaron armados y movilizados los futuros actores del conflicto que comenzaría en febrero de 1913.
Como era previsible, todos estos alzamientos golpearon las finanzas públicas, pues además de que la propia violencia y la toma de algunas aduanas fronterizas afectaron la recaudación fiscal, se tuvieron que destinar grandes recursos para sofocar las rebeliones. En efecto, en 1912 se dedicó 31% del presupuesto de egresos al renglón militar y 12% a la Secretaría de Gobernación, responsable de los cuerpos de «rurales». Dado que también debía pagarse la deuda externa, resulta comprensible que durante el gobierno de Madero se recurriera a utilizar parte de las reservas del tesoro, se decretaran aumentos a los impuestos en los textiles, bebidas alcohólicas, tabaco y petróleo, y se elevaran los derechos a la importación; además, se contrató un préstamo externo por 10 millones de dólares. En el caso del sector textil, las necesidades del erario cedieron ante los afanes de mejoramiento social, de manera que los impuestos eran menores para los empresarios que accedían a elevar los salarios de sus trabajadores.
De otra parte, el desempeño de la economía fue aceptable, a pesar de que el sistema ferroviario se empezó a utilizar con fines militares y de que algunas cosechas se perdieron por causas climáticas en varias regiones del país. Por ejemplo, en el sector industrial muchas empresas (de textiles, cerveza y cigarros) pagaron dividendos, lo mismo que las compañías ferroviarias; las huelgas en la industria textil disminuyeron tras prolongadas negociaciones que desembocaron en la aprobación de un reglamento que establecía la jornada de 10 horas (en lugar de las 14 y hasta 16 anteriores) y salarios mínimos fijos y obligatorios para todo el sector, y en el ámbito bancario aumentaron tanto los préstamos hipotecarios como los depósitos. Aunque la minería empezó a resentir los efectos de la violencia, las exportaciones de plata y cobre fueron cuantiosas, y junto con las de café, fibras (ixtle y henequén) y ganado, y con el inicio del auge petrolero, el valor total de las exportaciones en 1912 fue similar al promediado en el último lustro del Porfiriato (145 millones de dólares). Por su parte, las importaciones empezaron a verse afectadas por las perturbaciones internas y por algunas dificultades en el transporte, de manera que su valor cayó en casi 20 millones de dólares (de 97 a 77 millones entre 1912 y 1913), lo que explica que hubiera un superávit considerable en la balanza comercial.
Por lo que se refiere a la política internacional, si bien en un primer momento el gobierno y los grandes capitalistas de Estados Unidos simpatizaron con la llegada de Madero a la presidencia, pues les inquietaba el creciente acercamiento de Díaz a Europa y les preocupaba el envejecimiento de don Porfirio, a los pocos meses el gobierno de Washington comenzó a distanciarse de Madero. Le molestaba el aumento en los impuestos a la extracción del petróleo, la politización de los campesinos y la radicalización de buen número de los trabajadores industriales. Conforme avanzó el año de 1912, las élites gubernamental y empresarial estadounidenses se desilusionaron de la incapacidad gubernativa de Madero: las rebeliones reyista, zapatista, orozquista y felicista eran prueba fehaciente de la amenaza de ingobernabilidad que se cernía sobre el país.
Sin embargo, el peligro era otro: el nuevo caudillo militar, Victoriano Huerta, un reyista conocido como capaz, duro y ambicioso. No fue hasta que él asumió el mando del cuartelazo de febrero de 1913 cuando el presidente Madero pudo ser fatalmente derrocado. Organizaron el movimiento los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz desde sus respectivas prisiones, encarcelados como estaban tras la derrota de sus levantamientos. El contexto no favorecía a Madero: las oposiciones simultáneas de Washington, del Ejército Federal, de los grupos políticos porfirianos y de los hacendados y empresarios, molestos por las medidas reformistas de Madero, junto con la desintegración del frente antirreeleccionista original, el desencanto de las clases medias con su administración y la pérdida del respaldo popular zapatista y orozquista terminaron por hacer insostenible su gobierno. En rigor, Madero fracasó porque fue incapaz de crear un gobierno nuevo que pudiera alcanzar la estabilidad mediante un proyecto adecuado para el país: su propuesta política —la democratización— y su proyecto socioeconómico —liberal— resultaron prematuros.
El cuartelazo sumió a la ciudad de México en la violencia, el desorden y el desabasto entre el 9 y el 19 de febrero de 1913. Por eso se le conoce como «la decena trágica». El resultado del proceso no fue el que se planeó originalmente. Su líder, Reyes, fue muerto en el intento de tomar Palacio Nacional; posteriormente se aliaron Félix Díaz, Victoriano Huerta y el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, quien a su vez contaba con el respaldo de casi todos los otros representantes diplomáticos. El triunfo fue consumado en el edificio de la Ciudadela, donde se habían parapetado las fuerzas de Félix Díaz, y en la embajada norteamericana, donde se firmó el pacto con el que nacía el nuevo proyecto gubernamental. Madero y Pino Suárez, que habían sido aprehendidos por el general Aureliano Blanquet, fueron asesinados frente a la Penitenciaría de la ciudad de México el 22 de febrero de 1913.
El gobierno huertista
De acuerdo con la alianza triunfadora que sustentaba al nuevo gobierno, Huerta tomaría interinamente la presidencia y se abocaría a organizar unas elecciones en las que Félix Díaz debía resultar triunfador; por su parte, el embajador Henry Lane Wilson se comprometió a conseguirles el apoyo de Washington. El nuevo gobierno contaba, sobre todo, con el respaldo total del Ejército Federal, la clase política conservadora, la prensa antimaderista, la Iglesia católica, los empresarios y los hacendados; incluso contó con el apoyo del ejército orozquista, de origen popular pero decididamente antimaderista. En resumen, el primer gobierno huertista fue producto de varias alianzas. Si nos limitamos a analizar su gabinete, éste contaba con reyistas —Rodolfo Reyes—, «científicos» —Francisco León de la Barra—, «evolucionistas» —Jorge Vera Estañol— y felicistas —el general Manuel Mondragón. También tuvo el respaldo inicial de los miembros del Partido Católico, en particular en el Congreso y en algunas gubernaturas.
Seguramente Huerta y sus principales colaboradores comenzaron a gobernar con optimismo. Confiaban en obtener el reconocimiento norteamericano, en el poderío que alcanzaría la amalgama de soldados federales con orozquistas y en la experiencia y capacidad gubernamentales de los políticos antimaderistas. Sobre todo, empezaron con optimismo su gestión porque lograron maniatar a varios de los principales políticos maderistas (e incluso algunos fueron asesinados, como Abraham González, líder del maderismo en Chihuahua); porque otros declararon que no pretendían rebelarse, como el gobernador de Sonora, José María Maytorena, y porque los jefes de los grupos que se mostraban contrarios a Huerta parecían tener una fuerza militar limitada, como Francisco Villa, quien se había refugiado en Estados Unidos; como Zapata, que mantenía una débil rebelión en Morelos, y como Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, cuya capital —Saltillo— podía ser atacada desde Monterrey o desde Torreón, ambas plazas fuertes del Ejército Federal.
Contra su optimismo inicial, pronto aparecieron los problemas. Para comenzar, en marzo hubo cambio presidencial en Estados Unidos —de William H. Taft a Woodrow Wilson—, que trajo una actitud enérgica de Washington contra Huerta. Además, en el norte de México empezó a surgir una airada movilización contra el nuevo gobierno. La inmensa mayoría de los que se rebelaron había tomado las armas contra el régimen porfirista, y luego contra los orozquistas. Algunos eran autoridades locales que buscaban defender las posiciones que habían alcanzado durante el maderismo; muchos eran parte de alguna de las fuerzas militares organizadas durante el gobierno derrocado —nuevos cuerpos de «rurales» o «irregulares»—, por lo que a la llegada de Huerta estaban organizados y con las armas en la mano. Este doble factor: la participación de autoridades estatales y la estructura militar previa, explica la rápida profesionalización de las emergentes fuerzas norteñas. Además, pronto se adhirieron numerosos elementos de los sectores populares y de las clases medias locales, reacios a que volviera a imponerse un modelo de dominación basado en los políticos conservadores y en el Ejército Federal, para beneficio de los hacendados y las clases altas.
La lucha constitucionalista
La rebelión norteña contra Huerta tendría desde un principio tres escenarios principales. El primero fue Coahuila, cuyo liderazgo recayó en su gobernador, Venustiano Carranza; comprensiblemente, sus principales colaboradores se convirtieron en los mandos superiores del movimiento. Su naturaleza explica su actitud: la facción coahuilense se caracterizó por su postura legalista y por su capacidad política y administrativa, pues su experiencia se remontaba a los años de dominio porfirista y reyista en el estado. El aparato militar estaba compuesto sobre todo por «irregulares», quienes antes de 1910 habían sido vaqueros, mineros, ferrocarrileros o agricultores.
Otro escenario fue Sonora, donde el gobernador maderista, José María Maytorena, se rehusó a encabezar la lucha. El mando estatal fue tomado entonces por algunas autoridades locales, como Ignacio Pesqueira, Álvaro Obregón, Benjamín Hill, Adolfo de la Huerta y Salvador Alvarado, miembros de las clases medias constreñidas durante el Porfiriato pero que habían logrado acceder al aparato gubernamental durante el maderismo. Si bien tenían menos experiencia política que los coahuilenses que acompañaban a Carranza, contaban con una mayor capacidad militar, pues además de haber peleado contra el porfirismo y contra el orozquismo, muchísimos sonorenses se habían forjado en la lucha contra los indios hostiles. Igual que en Coahuila, en Sonora se integraron a la lucha vaqueros, mineros, ferrocarrileros y agricultores; además, algunos jefes lograron alianzas con los indios yaquis y mayos. Así, los sonorenses aportaron su gran capacidad militar y su experiencia en el establecimiento de alianzas con los sectores populares, como con los trabajadores del mineral de Cananea.
El tercer escenario fue Chihuahua, notoriamente distinto a los otros dos. Si allí habían encabezado la lucha contra Díaz dos miembros de las clases medias locales, Abraham González y Pascual Orozco, en 1913 el primero fue asesinado y el otro se adhirió al gobierno huertista. Esto explica que el liderazgo lo haya alcanzado un miembro del sector popular, Pancho Villa. Comprensiblemente, sus lugartenientes principales —como Tomás Urbina y Maclovio Herrera— también eran de origen popular. Lo mismo sucedía con sus soldados, entre los que predominaban los vaqueros, mineros, ferrocarrileros y agricultores pobres, aunque también fue notoria la participación de los vecinos de las antiguas colonias militares.
Las particularidades de Chihuahua son obvias: si los ejércitos de Coahuila y Sonora estaban encabezados por las autoridades estatales, en este caso el líder era un rebelde típico, pues la vida de Villa había oscilado entre la marginalidad y la delincuencia. La gran capacidad guerrera de los contingentes villistas era obvia: experimentados algunos por su lucha contra los apaches, en todos ellos había recaído el peso de las guerras contra los ejércitos porfirista y orozquista. Además de su experiencia militar, los villistas imprimieron al movimiento su carácter popular. Gracias a ellos la lucha política de las autoridades locales de Coahuila y Sonora contra las autoridades nacionales huertistas pudo convertirse en una revolución social norteña.
De ninguna manera fueron éstos los únicos escenarios bélicos del norte del país. Pronto hubo movilizaciones en Durango, donde los principales líderes —los hermanos Arrieta, Orestes Pereyra y Calixto Contreras— eran igualmente de origen popular, habían combatido a Díaz y luego fueron «irregulares» antiorozquistas. También las hubo en Sinaloa, con jefes como Ramón F. Iturbe y Ángel Flores; en Zacatecas, bajo las órdenes de cabecillas que habían luchado como maderistas —recuérdese a Pánfilo Natera—, y en Tamaulipas y San Luis Potosí, sobre todo en sus colindancias, donde destacaron como rebeldes los hermanos Cedillo y los hermanos Carrera Torres, quienes a diferencia de todos los anteriores se habían opuesto con las armas al gobierno de Madero, lucha que continuaron contra Huerta. En resumen, en contraste con la lucha de 1910 y 1911 contra Porfirio Díaz, que se concentró en Chihuahua, la que estalló en 1913 contra Huerta tuvo desde sus inicios una dimensión mucho más amplia, pues abarcaba casi todo el norte del territorio nacional.
También hubo respuestas inmediatas contra el gobierno huertista en la región centro-sur del país, en particular en el estado de Morelos y las zonas adyacentes de Guerrero y Puebla. Los zapatistas estaban levantados en armas contra el gobierno de Madero desde finales de 1911 —con el Plan de Ayala—, pero la llegada de Huerta al poder hizo que su lucha se ampliara y radicalizara, porque su modelo de gobierno para la región descansaba en el binomio hacendados y Ejército Federal y por sus violentos procedimientos represivos. Gracias a los zapatistas la lucha revolucionaria contra Huerta no fue meramente norteña, y debe reconocerse que se inició al menos como una rebelión birregional. Otra aportación de los zapatistas fue el reclamo agrario, que no era lo más importante en el norte, región caracterizada por una mayor disponibilidad de tierras y una menor densidad demográfica. El principal rasgo sociopolítico del zapatismo era su componente campesino, diferente del villista que, además de agricultores pobres —aparceros, medieros y jornaleros— incluía, como se ha señalado, a vaqueros, mineros, ferrocarrileros y ex colonos militares; otro de sus rasgos particulares era que la estructura de su ejército dependía de las fuerzas defensivas que cada pueblo tenía desde siempre, pero que en los últimos decenios habían crecido contra la expansión de las haciendas y la llegada de fuereños a partir de la introducción de los ferrocarriles.
Las diferencias sociales que caracterizaban cada región dieron como resultado diferentes procedimientos militares y distintas posturas político-ideológicas. En Coahuila la lucha comenzó con un decreto del gobierno local que negaba el reconocimiento a Huerta y que invitaba a las autoridades políticas y militares del país a proceder de igual manera. Semanas después —el 26 de marzo de 1913— los jefes coahuilenses proclamaron un plan —en la hacienda de Guadalupe, situada entre Saltillo y Monclova— en el que asignaban el liderazgo del movimiento a su gobernador, Venustiano Carranza, y fijaban como objetivo de la lucha el derrocamiento de Huerta y la restauración de la legalidad. Algunos de aquellos jefes, como Lucio Blanco, se inconformaron ante la falta de propuestas sociales. El resultado fue agregar al documento unos considerandos en los que se prometía que, luego de la victoria, se harían las reformas sociales que el país requiriera. El doble objetivo es obvio: atraer a grupos populares sin aterrorizar a los sectores medios y altos o al gobierno estadounidense, factor estratégico en una lucha fronteriza.
La jefatura que le asignaba a Carranza el Plan de Guadalupe era nominal, pues se la otorgaban sus antiguos colaboradores, civiles y militares, ahora convertidos en sus lugartenientes. Para convertirse en el líder de todo el movimiento —llamado «constitucionalista», por buscar restablecer el orden constitucional roto— debía lograr el reconocimiento de los otros estados protagonistas: Sonora y Chihuahua. Esto lo consiguió en un cónclave que tuvo lugar en Monclova a mediados de abril. En realidad el reconocimiento sólo fue, en principio, formal. Por ello procedió a enviar algunos elementos armados suyos a los estados vecinos —Nuevo León y Tamaulipas, Zacatecas y San Luis Potosí—, a pesar de que con ello reducía su propia capacidad militar. Así, Carranza pasó de jefe estatal a jefe regional.
La debilidad del ejército coahuilense, originada en su carácter gubernamental y en su decisión de enviar parte de sus elementos a los estados vecinos, explica que en el verano de 1913, entre julio y septiembre, el ejército huertista les haya arrebatado el control de Coahuila, obligando a Carranza a buscar refugio en otra entidad y forzando a sus fuerzas a operar en el extremo noreste del país y en la franja fronteriza con Estados Unidos. Carranza eligió Sonora como su refugio, adonde llegó después de una ardua travesía que lo llevó por campamentos de revolucionarios de origen popular, muy distintos de sus colaboradores, por lo que el concepto que Carranza tenía de la Revolución se modificó radicalmente. Si para él y sus colaboradores más cercanos el objetivo de la lucha era esencialmente político, para los jefes populares de la Comarca Lagunera y de Durango el objetivo era principalmente socioeconómico.
Su decisión en favor de Sonora era comprensible. Se trataba de una entidad en la que gobernaban, incluso legalmente, los revolucionarios con los que tenía más afinidades sociales, políticas e ideológicas. La economía local no había sufrido alteraciones de consideración, lo que serviría para financiar su gobierno. Además, dado que los soldados huertistas habían sido expulsados de Sonora desde un principio, Carranza no corría allí mayores peligros. Sobre todo, don Venustiano pasó a ser el jefe real de los ejércitos rebeldes de dos regiones, la noreste y la noroeste. La alianza que estableció con los sonorenses habría de serle muy útil a lo largo de los siguientes seis años.
A diferencia de Coahuila y Sonora, Chihuahua tuvo la gran particularidad de que allí el Ejército Federal se unió a los orozquistas, antes sus enemigos, conformando una poderosa maquinaria militar. Al comenzar la lucha contra el gobierno usurpador, Pancho Villa estaba prófugo en Estados Unidos. Regresó al país en marzo, prácticamente solo, y luego de seis meses de agotadora campaña en las zonas donde tenía mayor respaldo social, en septiembre conquistó el liderazgo estatal villista-constitucionalista, y construyó su célebre División del Norte. A partir de entonces su capacidad castrense le permitió ir controlando el estado. A finales de 1913 y principios de 1914, después de una cruenta guerra regional, Villa dominó su entidad.
Las diferencias económicas fueron tan importantes como las políticas, sociológicas y militares. Cada facción financió de distinta manera sus adquisiciones de armas y pertrechos y el pago de los salarios de sus soldados. Los villistas impusieron préstamos forzosos, expropiaron ganado y cultivos de la oligarquía regional, y confiscaron sus haciendas, las que pasaron a ser administradas por una oficina dirigida por políticos civiles afines a Villa. Los sonorenses aprovecharon la continuidad gubernamental y la reducida destrucción física que la localidad padeció, para financiarse con la actividad económica normal; más aún, al no reconocer al gobierno huertista pudieron disponer de los derechos aduanales y de los impuestos federales. En Coahuila el movimiento no podía acudir a expropiaciones o confiscaciones pues estaba encabezado por el gobernador del estado, quien debía respetar la legalidad y cuya familia era propietaria de tierras y ganado. Su opción consistió en emitir de forma generalizada papel moneda. Obviamente, para no entorpecer su acceso al mercado estadounidense de armas y pertrechos, ninguno de los tres contingentes afectó intereses estadounidenses durante la lucha contra Huerta, que se prolongó de principios de 1913 a mediados de 1914.
Por su parte, en el centro-sur del país el zapatismo ocupó buen número de ingenios y haciendas; a otras les cobraban determinadas cuotas a cambio de no ser perjudicadas. También ocupó, a partir de abril de 1914, las minas de Taxco, lo que le proporcionó ciertos recursos económicos, nunca suficientes. Su escasez crónica de armas y pertrechos se explica también por su lejanía de la frontera estadounidense. Con todo, su estructura menos profesional y su carácter defensivo, sin necesidad de largos desplazamientos desde su región de origen, requerían recursos menos cuantiosos.
A principios de 1914 los tres ejércitos rebeldes norteños dominaban toda esa extensa zona del país, con excepción de Baja California. Además, a lo largo de la segunda mitad de 1913 se habían desarrollado importantes movimientos contra el huertismo en Jalisco y Michoacán, así como en Veracruz, Tlaxcala, Puebla e Hidalgo. El movimiento estaba dejando de ser sólo norteño; ahora también tenía presencia en el centro del país y en ambas costas. Por diferentes razones, y con las obvias excepciones de Morelos y Guerrero, el sur y el sureste estaban menos involucrados en la lucha. Ello explica que, mientras que la actividad productiva en el norte comenzaba a sufrir los estragos de la guerra, en el sur y sureste se siguiera exportando café, caucho y henequén.
Hacia marzo y abril de 1914, luego de reorganizarse y aprovisionarse, los tres ejércitos norteños iniciaron su avance al centro del país, decididos a expulsar a Huerta del Palacio Nacional. Moviéndose simultáneamente, los tres ejércitos eran incontenibles (véase el mapa 2). Para empeorar sus dificultades, el ejército huertista estaba en muy malas condiciones: desmoralizado, con una estrategia defensiva y estática, y sin recursos económicos, lo que le impedía adquirir armas y pertrechos y conseguir nuevos reclutas que no fueran producto del cruel —e ineficiente— procedimiento de la leva.
El gobierno de Victoriano Huerta no sólo tenía graves problemas militares, también enfrentaba severas dificultades políticas, diplomáticas y económicas. Por ejemplo, disolvió el Congreso en el mes de octubre luego de recibir severas críticas por el asesinato del legislador chiapaneco Belisario Domínguez, que lo había condenado expresamente. Además, las elecciones fueron pospuestas hasta finales de ese mes, desplazando de ellas, a pesar del compromiso inicial, a su ex aliado Félix Díaz. Proclamarse ganador le acarreó a Huerta la ruptura definitiva con aquél y sus partidarios, así como con cualquier miembro del gabinete que tuviera aspiraciones presidenciales. La disolución del Congreso y los cambios en el gabinete acabaron con la alianza gobernante inicial, lo que dio como resultado que su gobierno terminara siendo personalista, con poca representatividad y gran ineficiencia. Por otra parte, la llegada —en marzo de 1913— del moralista Woodrow Wilson a la presidencia estadounidense y el creciente dominio rebelde norteño sobre las regiones donde se encontraban las mayores inversiones norteamericanas provocaron un creciente distanciamiento del gobierno de Washington, que terminó en franco enfrentamiento. Por último, en enero de 1914 Huerta suspendió el pago de la deuda externa, lo que cerró la posibilidad de contratar un nuevo crédito del exterior. Todo esto tuvo trágicas consecuencias para su gobierno, que perdió los ricos estados norteños, junto con las aduanas fronterizas y el aprovisionamiento de armas desde Estados Unidos.
La derrota definitiva era previsible: a finales de abril de ese año la marina norteamericana ocupó Veracruz para impedir que un envío de armas europeas llegara al gobierno de Huerta. Éste, desesperado por la falta de armas y por la pérdida de los ingresos que le proporcionaba la principal aduana del país, aumentó varios impuestos y forzó al Congreso para que autorizara un endeudamiento interno hasta por 100 millones de pesos, imponiendo préstamos forzosos a empresas y depósitos bancarios. Además, obligó a los hacendados a que cooperaran con los gastos militares, armando y pertrechando a sus trabajadores. Aunque logró recaudar casi la mitad de esa cantidad de los grandes bancos y casas comerciales, el resultado de tales medidas fue desfavorable: Huerta perdió el apoyo político del sector social que más lo había respaldado a su llegada al poder.
A pesar del derrumbe del gobierno huertista, el arribo al centro de los ejércitos norteños distó de ser un paseo triunfal. Los conflictos entre Carranza y Villa eran abiertos y constantes. Luego de algunos meses de residir en Sonora, don Venustiano se trasladó a Chihuahua a finales de marzo de 1914, para tratar de imponer su autoridad sobre Villa. Los desacuerdos provenían de sus diferencias socioeconómicas: tenían distintas razones para participar en la Revolución y sus procedimientos eran radicalmente distintos; lo mismo podría decirse de sus propuestas para resolver los problemas nacionales. El dilema de Carranza era que necesitaba a Villa para emprender la campaña final contra Huerta, pero no quería que entrara triunfante en la ciudad de México. Para ello comenzó a obstaculizar su avance hacia el centro del país: dejó de surtirle carbón, imprescindible para mover sus ferrocarriles; trató de escindir la División del Norte, asignándole dobles objetivos, y dispuso que ese ejército permaneciera en el norte, que era su responsabilidad geográfica; para ello, don Venustiano decidió que, de Zacatecas al sur, la recuperación de esa zona del país le correspondía al Ejército del Centro, jefaturado por Pánfilo Natera. Todas estas disposiciones casi provocaron la separación de Villa, amenaza que se resolvió en el Pacto de Torreón, de principios de julio de 1914: Carranza y Villa seguirían reconociéndose mutuamente, y este último no pasaría de Zacatecas; al momento de triunfar se convocaría a una convención de generales constitucionalistas para que, juntos, propusieran las reformas políticas y sociales que el país requería.
La llegada al centro de los ejércitos norteños trajo importantes secuelas políticas, económicas y sociales. Provocó la huida —o el ocultamiento— de las autoridades huertistas regionales y de los propietarios de haciendas y otros negocios. Las autoridades militares carrancistas y obregonistas, junto con algunos políticos maderistas locales, tomaron el control de las instituciones gubernamentales, para lo que fueron apoyados, a cambio de varias concesiones agrarias y laborales, por los sectores populares de cada lugar. Muchas regiones del centro conocieron entonces, a mediados de 1914, la violencia revolucionaria. El abandono de las haciendas por sus propietarios y capataces, junto con la politización de los campesinos o su incorporación a alguna de las fuerzas carrancistas u obregonistas, provocaría una grave escasez alimentaria el año siguiente.
En términos generales, la guerra contra Huerta había dañado gravemente la agricultura y casi había hecho desaparecer la ganadería norteña; asimismo, la destrucción de ferrocarriles —o su uso para fines militares— había afectado la industria y la minería por la dificultad para abastecerse de insumos y para distribuir sus productos. Además, las desordenadas y profusas emisiones de papel moneda, hechas por cada facción rebelde, a las que se deben agregar las emisiones gubernamentales, provocaron el colapso del sistema monetario, lo que a su vez trajo la inflación y la devaluación como consecuencias inevitables.
Las alternativas revolucionarias
El proceso revolucionario comenzó una nueva etapa cuando los ejércitos del Noreste y del Noroeste tomaron la ciudad de México a mediados de 1914, tras derrotar al gobierno y ejército huertistas; esa victoria se plasmó en los Acuerdos de Teoloyucan, firmados el 13 de agosto, que disolvieron el Ejército Federal. A partir de ese momento los ejércitos rebeldes se convirtieron en gobierno, para lo que carecían de capacidad y experiencia. Los retos eran enormes: pacificar al país; satisfacer los reclamos socioeconómicos de los sectores que habían hecho la Revolución, y extender su dominio a todo el territorio, lo que implicaba imponer autoridades y su proyecto en regiones donde no contaban con cuadros y donde las élites no se habían debilitado.
Sin duda el problema mayor era que las facciones revolucionarias estaban profundamente divididas, sin posibilidad de llegar a un acuerdo, pues sus diferencias eran esenciales, de origen socioeconómico y con claras expresiones político-ideológicas. Comprensiblemente, cada facción pretendió que prevaleciera su proyecto de nación. Cierto es que se intentó llegar a un acuerdo pacífico, y algunos optimistas creyeron que ésa era la función primordial del Pacto de Torreón, pero rápidamente quedó en evidencia la verdadera naturaleza de ese compromiso: era el intento de crear un gobierno alternativo al de Carranza.
Las sesiones iniciales tuvieron lugar en la ciudad de México durante los primeros días de octubre. Los villistas se habían negado a asistir y los zapatistas no habían sido invitados. Sin ellos el objetivo reconciliador y unificador no podría cumplirse. Todavía motivados por el objetivo original, los delegados, todos constitucionalistas pero no necesariamente carrancistas, acordaron trasladarse a la ciudad de Aguascalientes, población equidistante entre la capital del país y el territorio dominado por los villistas. Éstos no sólo asistieron sino que lo hicieron en gran número, lo que les permitió imponer la propuesta de invitar al zapatismo. Cuando llegaron los delegados surianos se unieron al bloque anticarrancista, conformado, a pesar de sus grandes diferencias, por algunos delegados independientes y por los representantes del villismo. Declarada «soberana», la Convención exigió que Carranza le entregara el mando gubernamental. A principios de noviembre don Venustiano abandonó la ciudad de México, pero sin renunciar al poder, y se trasladó a Veracruz, población que consideraba menos vulnerable que la capital del país, y además autosuficiente: era la primera aduana.
Carranza comenzó inmediatamente a prepararse para la nueva contienda. Por su parte, Villa, al frente de las fuerzas de la Convención, se lanzó a ocupar la ciudad de México, donde se encontró a principios de diciembre con Emiliano Zapata. Los dos caudillos se comprometieron a una alianza política y militar mediante el Pacto de Xochimilco, que establecía la colaboración entre sus respectivos ejércitos y la aceptación del Plan de Ayala por parte del villismo. El estallido de una nueva guerra —la «guerra de facciones»— era inminente. Los pronósticos iniciales favorecían a la Convención. Los partidarios de Carranza, ahora únicos constitucionalistas, sólo dominaban el estado de Veracruz y sus ejércitos estaban conformados por las fuerzas de Álvaro Obregón y Pablo González: el primero hábil pero de cuya lealtad se dudaba; el segundo leal pero de reconocida torpeza. En cambio, los convencionistas dominaban casi todo el norte y el centro del país y contaban con la poderosísima División del Norte y con el ejército zapatista, del que se desconocía su dimensión y capacidad, pero que inspiraba en el común de la gente un temor generalizado.
El resultado contrarió diametralmente el vaticinio. En menos de un año el ejército villista fue vencido de manera rotunda. Las causas de su derrota fueron políticas, sociales, económicas y militares. En principio, en unas cuantas semanas los dos grupos populares, el villista y el zapatista, se enfrentaron con el gobierno convencionista, integrado por ex constitucionalistas como Eulalio Gutiérrez, Eugenio Aguirre Benavides, Lucio Blanco y José Vasconcelos, pertenecientes a las clases medias. Con esa separación, Villa y Zapata perdieron a los pocos elementos que tenían con capacidad gubernamental y visión nacional, únicos que habrían podido atraer para la Convención el apoyo de algunos sectores de las clases medias y altas. La facción convencionista sufrió siempre un caos gubernamental, pues sus tres sucesivos encargados del Poder Ejecutivo —Roque González Garza y Francisco Lagos Cházaro, además de Eulalio Gutiérrez— dependían de los dos grandes caudillos populares, y constantemente tuvieron conflictos con los principales delegados a las asambleas de la Convención o con algunos miembros notables de sus gabinetes. En cambio, los constitucionalistas contaban con un solo líder máximo, con facultades en lo político y lo militar; además, Carranza era un líder con capacidad, experiencia y legitimidad.
Igualmente grave resultó que no se cumpliera el Pacto de Xochimilco, pues los villistas pelearon duramente en varios frentes —el Bajío, el occidente, el Ébano y el norte— a lo largo de la primera mitad de 1915, mientras los zapatistas estaban dedicados a reorganizar la estructura agraria morelense y a reanimar los gobiernos locales a partir de las autoridades tradicionales de los pueblos. Es indiscutible que la alianza convencionista no llegó a fructificar, pues los zapatistas nunca obstaculizaron la línea de abastecimiento constitucionalista que surgía de Veracruz y se dirigía por varios caminos al centro del país. La alianza entre villistas y zapatistas fue tardía y considerablemente artificial. Sus diferencias sociales se reflejaban en sus aspiraciones y proyectos, y también en sus distintos procedimientos bélicos. Si bien ambos pertenecían a los sectores populares, unos, la gente de Zapata, eran campesinos tradicionales, mientras que los otros, la de Villa, incluían mineros, ferrocarrileros y vaqueros, más dispuestos a enfrentar una guerra distante que los surianos, de mentalidad defensiva. Conocer esas disparidades permitió a los constitucionalistas programar su estrategia militar: primero dedicarían todos sus esfuerzos a luchar contra los villistas, a sabiendas de que los zapatistas preferían dedicarse a labores sociopolíticas regionales.
El contexto internacional también tuvo repercusiones en el conflicto mexicano. En agosto de 1914 estalló la primera guerra mundial, que trajo enormes consecuencias en el mercado internacional de armas y municiones. Hasta entonces los tres ejércitos norteños habían dependido de la producción estadounidense, pero ahora ésta se destinaría a los países aliados. Los más afectados fueron los villistas, pues los carrancistas habían trasladado a Veracruz la fábrica de cartuchos y el taller de armas que encontraron a su llegada a la capital del país. El villismo tuvo que buscar el mercado clandestino, considerablemente limitado y muy caro.
Lo grave fue que la carestía sobrevino justo cuando los recursos de Villa comenzaban a reducirse. En Morelos se había optado por entregar las tierras de las haciendas a los pueblos en lugar de establecer una organización estatal que las explotara para proporcionar recursos al ejército zapatista, para lo cual sólo contaban con las minas de Taxco. A su vez, en Chihuahua habían terminado por consumirse los productos agropecuarios que antes se cambiaban por dólares o armas. De otra parte, al principio del conflicto los villistas contaban con las aduanas de Piedras Negras, Nuevo Laredo y Matamoros, así como algunas otras en las fronteras chihuahuense y sonorense, pero las perdieron en la segunda mitad de 1915. Las limitaciones económicas no sólo complicaron la adquisición de armas en un mercado que se había encarecido en poco tiempo, sino que también dificultó pagar los salarios de la tropa y conseguir nuevos reclutas. En cambio, los constitucionalistas se establecieron en regiones del centro, del oriente, del sur y del sureste que no habían sido escenarios de la violencia revolucionaria, por lo que sus cultivos y zonas industriales se mantenían en buenas condiciones. Más aún, los constitucionalistas disponían de la importante aduana de Veracruz y controlaban las zonas donde se extraía petróleo, lo que les proporcionaba considerables divisas. Lo mismo podría decirse del henequén yucateco y, desde finales de 1915, del algodón que se cultivaba en la Comarca Lagunera.
Pueden consignarse otros renglones en los que las ventajas de los constitucionalistas fueron significativas como, por ejemplo, su expansión al centro, oriente, sur y sureste, que les dio, además de recursos económicos y bienes de consumo, contingentes humanos para hacerse de reclutas. Su expansión por el país también les dio legitimidad y una creciente perspectiva nacional. Para poder realizar esta expansión, y para luego beneficiarse debidamente de ella, desde agosto de 1914 los constitucionalistas confiscaron la empresa Ferrocarriles Nacionales, lo que les permitió atender sus propias exigencias militares, comerciales y de abastecimiento alimentario. Los constitucionalistas adoptaron también una atinada estrategia sociopolítica: buscando evitar que la Convención consiguiera el respaldo de los elementos populares del país, a principios de 1915 promulgaron una ley agraria —el 6 de enero— y firmaron —el mes siguiente— un convenio de colaboración con la Casa del Obrero Mundial, que federaba varias organizaciones obreras, las que a cambio de determinadas concesiones organizaron algunos «batallones rojos».
Durante la mayor parte de la guerra entre las dos grandes facciones revolucionarias, la ciudad de México estuvo controlada por los convencionistas. Paradójicamente, si bien esto aparentaba superioridad, lo cierto es que ocupar la capital del país era muy costoso y problemático. Implicaba alimentar la mayor concentración demográfica nacional en un momento en el que escaseaban los productos agropecuarios. También les creó enormes dificultades establecer la vigilancia policial y el cuidado sanitario adecuados, pues el hambre y la guerra provocaron la aparición de un par de epidemias y los varios cambios de gobierno de los últimos años habían afectado a las corporaciones responsables de la seguridad.
Más consecuencia que causa de la victoria constitucionalista, en octubre de 1915 el gobierno estadounidense otorgó su reconocimiento diplomático al gobierno de Carranza, y lo mismo hicieron Alemania y Gran Bretaña en los meses siguientes, lo que lo ayudó en forma sustantiva a consolidar su triunfo.
Hacia el nuevo Estado
Después de vencer a las fuerzas villistas el carrancismo pudo iniciar su etapa gubernamental, lo que no significa que ésta estuviera exenta de gravísimas dificultades. Muchos ámbitos de la actividad económica seguían estando muy afectados, al grado de enfrentar una severa escasez alimentaria y una fuerte inflación. Los problemas sociales eran igualmente dramáticos: desde finales de 1915 y por los siguientes dos años se padecieron epidemias; sobre todo, la de tifo causó estragos en varias regiones del país. Con toda seguridad, el problema militar fue el predominante: era necesario seguir reduciendo al villismo, controlar la región dominada por el zapatismo y combatir las rebeliones de Manuel Peláez y su ejército mercenario en la zona petrolera; de Félix Díaz, en la región central de Veracruz; de los «soberanistas» oaxaqueños, contrarios a la llegada del constitucionalismo a su estado; de los finqueros chiapanecos, también conocidos como «los mapaches»; la lucha del bandolero michoacano José Inés Chávez García, así como los movimientos armados en San Luis Potosí y Tlaxcala, que tenían como jefes a los hermanos Cedillo y a los hermanos Arenas, respectivamente (véase el mapa 3).
El problema más grave en 1916 fue, además de militar, diplomático. Puede resumirse así: en venganza por el reconocimiento diplomático de Estados Unidos a Carranza, Villa hizo una breve pero violenta incursión contra el pueblo de Columbus, en Nuevo México, a la que el gobierno estadounidense respondió con una «expedición punitiva» que persiguió —infructuosamente— a Villa por cerca de un año, a partir de marzo de 1916, en el extremo norte del país. La «expedición punitiva» agrió las relaciones entre Washington y el gobierno de Carranza: se suspendió cualquier tipo de ayuda estadounidense —financiera o de armamento— y aumentó el nacionalismo entre las autoridades constitucionalistas, como lo reflejaron algunas posturas asumidas en el Congreso Constituyente, que comenzó sus sesiones a finales de 1916.
Pese a todo, el año de 1916 implicó mejorías en varios renglones. El gobierno superó la situación de bancarrota en que se encontraban sus finanzas gracias a los ingresos provenientes de algunos productos de exportación que gozaban de amplia demanda en el mercado internacional debido a la primera guerra mundial, como el petróleo y el henequén, y también al cobro de algunos impuestos interiores. Además, buscó reordenar el sistema bancario y acabar con el caos monetario, retirando las emisiones anteriores y lanzando a la circulación un billete con dos pretensiones: ser nacional y ser «infalsificable». Desafortunadamente, este billete también redujo su valor, y la estabilización de la moneda tardó un par de años en consolidarse, no obstante lo cual desde finales de 1916 la inflación empezó a disminuir. Por último, tratando de remediar la muy baja producción agrícola, a fines de 1915 se creó la Dirección General de Bienes Intervenidos, para administrar y poner a producir las propiedades rurales incautadas durante la lucha armada. Algunas haciendas fueron devueltas a sus propietarios, aunque ello no los hacía inmunes al proceso de reparto agrario legal que por entonces comenzaba. Todas estas medidas son prueba contundente de que el constitucionalismo había dejado de ser una facción revolucionaria y se había convertido en gobierno.
La principal expresión del triunfo de la facción constitucionalista fue la elaboración una nueva constitución, la que debía normar y orientar al nuevo Estado mexicano, producto de ese gran reencauzamiento del proceso histórico nacional que era la Revolución. A pesar de que los que se definieron como constitucionalistas se habían lanzado a la lucha contra Huerta con el objeto de restaurar el orden legal emanado de la Constitución de 1857, las limitaciones que ésta había mostrado desde que fue promulgada y su falta de consideración a las comunidades campesinas, que eran uno de los grupos más activos en la lucha revolucionaria, obligaron a que se optara por transitar a un nuevo texto constitucional. Además, era preciso incorporar las concesiones hechas a los campesinos y obreros mediante los muchos decretos de contenido social dictados desde los años de la lucha contra Huerta.
Para alcanzar este propósito se convocó un congreso constituyente para finales de 1916. Los diputados serían elegidos en todas las regiones del país. Así, a diferencia de los delegados a las sesiones de la Convención, que eran o representaban a los jefes de los ejércitos revolucionarios, los constituyentes de 1916 y 1917 representaban a los habitantes de la República, lo que les daba mayor legitimidad. Había una restricción insalvable: no podían ser elegidos diputados quienes fueran o hubieran sido enemigos del constitucionalismo. El mensaje era elemental: se buscaba que los vencedores en el proceso revolucionario diseñaran el México del futuro. Si ellos habían destruido el «antiguo régimen», a ellos les correspondía construir el nuevo Estado. Esto no implica que entre los diputados hubiera una completa homogeneidad, pues la facción constitucionalista estaba conformada por una abigarrada variedad de grupos y corrientes de diferentes características socioeconómicas y, por lo tanto, con distintos proyectos de país. Fue por esto que hubo varias polémicas entre diputados de corte progresista y otros de tendencia más moderada.
La nueva constitución no fue la propuesta más radical del decenio. Lo que es incuestionable es que fue el único planteamiento que contemplaba una reorganización nacional completa. Comprendía los principales temas políticos, diplomáticos, económicos, sociales y culturales. Además, los abarcaba desde la más amplia perspectiva geográfica, con alcance nacional. Si los estados más activos en la lucha revolucionaria, o sea en la destrucción del «antiguo régimen», fueron Chihuahua, Sonora, Coahuila y Morelos, el diseño del nuevo Estado lo hicieron las entidades con mayor número de diputados, lo que dependía del número de habitantes —como Jalisco, Guanajuato o Veracruz, entre otros—, aunque su influencia en el conflicto armado hubiera sido menor.
En términos políticos, la Constitución de 1917 otorgó más facultades al Poder Ejecutivo que al Legislativo. Otra característica fue el predominio que confirió al gobierno federal sobre los poderes estatales y locales; o sea, resultó una constitución presidencialista y centralista. También fue una constitución estatista, pues daba al gobierno facultades en materia de propiedad y en temas económicos, sociales y culturales, buscando construir un Estado fuerte, incluso intervencionista. En efecto, varios de sus preceptos implicaban un gran giro en las condiciones institucionales de la actividad económica. En primer lugar, el artículo 27 reivindicaba a la nación como propietaria de la tierra y del subsuelo, transformando la propiedad privada en una mera concesión estatal. Esta nueva postura trajo enormes conflictos con los hacendados —nacionales o extranjeros— pues obligaba al gobierno a modificar la estructura de la propiedad agraria, expropiando a los hacendados y restituyendo o dotando de tierras a los campesinos. También dio lugar a constantes y severos conflictos con las compañías petroleras.
Otro cambio fundamental, con hondas repercusiones económicas, políticas y sociales, fue el que produjo el artículo 123, que significó varios cambios en el ámbito laboral, como la legalización de los sindicatos y del derecho de huelga, así como el establecimiento de una jornada máxima de labores —ocho horas— y de un salario mínimo. Estas disposiciones, así como asignar la responsabilidad de los accidentes laborales al empleador, provocaron claros rechazos entre el empresariado, por lo que el gobierno trató de aminorar las tensiones mediante el inicio de una política de fomento a la actividad industrial. Obviamente, los cambios prometidos en ambos artículos sólo pudieron llevarse a la práctica varios años después, cuando el gobierno alcanzó la fuerza suficiente para imponerlos y pudo expedir las leyes reglamentarias necesarias.
La puesta en vigor de la Constitución y el inicio de la presidencia constitucional de Carranza, en mayo de 1917, fueron el arranque formal del Estado posrevolucionario. Sin embargo, no fue hasta 1920 cuando cesó la lucha armada y se delinearon las características que realmente marcarían al Estado mexicano por varios decenios, cuyo elemento esencial fue el liderazgo de una clase media revolucionaria no radical, sustentado en un gran pacto con los sectores populares.
La presidencia de Carranza enfrentó varios problemas graves. Los principales en el ámbito político consistieron en el intento de implementar principios y procedimientos poco usados en el país. Para comenzar, después de más de treinta años de Porfiriato y de siete de guerra revolucionaria, en los que los procesos electorales padecieron irregularidades de diversa índole, se tenía que empezar a elegir desde presidente de la República hasta presidentes municipales, además de gobernadores, senadores y diputados —nacionales y locales—, a pesar de que se carecía de la cultura electoral y de las instituciones partidistas adecuadas. Además, las autoridades militares, tan poderosas durante los últimos años, tenían ahora que supeditarse a las autoridades civiles. Sobre todo, debían ponerse en práctica las libertades de expresión y asociación que garantizaba la nueva Carta Magna. Aplicar los preceptos llamados jacobinos de la Constitución (los artículos 3° y 130) habría de crear graves conflictos en algunas regiones.
Aunque la problemática militar no era tan grave como en los años previos, Carranza tenía que continuar la lucha contra las fuerzas villistas y zapatistas, contra los ejércitos llamados contrarrevolucionarios y contra un par de movimientos armados regionales. Para colmo, no eran pocos los grupos de bandoleros que asolaban el país, producto de la desintegración de los grandes ejércitos y de la crítica situación económica. Lo que se logró en esta materia fue insuficiente debido a la diversidad y amplitud geográfica de las campañas que debían organizarse, a la indisciplina y corrupción reinantes en el ejército carrancista y a su escasez de armas, pues el ingreso de Estados Unidos al conflicto bélico en Europa, en abril de 1917, afectó gravemente al ejército carrancista. Aun así, si bien Carranza no acabó con todos los ejércitos rebeldes, sí obtuvo avances apreciables en cuanto a la pacificación nacional: Chávez García murió en 1918; Zapata fue víctima de una celada en abril de 1919; a finales de ese año fue fusilado el ex villista Felipe Ángeles; también fallecieron Aureliano Blanquet, principal colaborador de Huerta y luego lugarteniente de Félix Díaz, y José Inés Dávila, líder del movimiento «soberanista» de Oaxaca.
Los conflictos militares se vinculaban con los problemas económicos, pues la producción de alimentos siguió deprimida, continuaron las dificultades de abasto y buena parte del presupuesto gubernamental debía dirigirse al renglón militar en lugar de asignarse a revitalizar la economía. El país llevaba ya siete años de perturbaciones que perjudicaban las actividades productivas, en especial en las zonas agrícolas y mineras del norte. Muchas propiedades fueron confiscadas y otras padecieron exacciones constantes por diversas facciones revolucionarias. Asimismo, muchos negocios fueron abandonados por sus dueños, gerentes y capataces, y un número enorme de trabajadores se incorporó a alguna fuerza armada. Por su parte, el colapso del sistema ferroviario, ya fuera por la destrucción de vías o trenes o por su uso para fines militares, asestó severos golpes a la distribución de productos agropecuarios de consumo y a la actividad industrial. La crisis del sistema bancario, que había empezado con los préstamos forzosos durante el huertismo, alcanzó su culminación con la incautación de los bancos en diciembre de 1916. Al mismo tiempo, la primera guerra mundial impuso cambios significativos en las relaciones económicas con el exterior: por un lado, obstaculizó las inversiones y los flujos comerciales europeos, y provocó que éstos se concentraran en Estados Unidos; por el otro, alentó cierto crecimiento del comercio latinoamericano, particularmente con Argentina y, en menor medida, con Chile, países a los que se exportó petróleo. Pese a las restricciones al comercio por el Atlántico, las necesidades de la marina de Estados Unidos y de Inglaterra impulsaron el auge de la industria petrolera.
La primera guerra mundial provocó también serios problemas diplomáticos. Para comenzar, el gobierno norteamericano presionó para que el mexicano actuara en favor de los países aliados, a lo que Carranza respondió que México permanecería neutral en el conflicto. A su vez, Alemania buscó provocar un enfrentamiento entre Estados Unidos y México mediante la alianza militar que ofreció en secreto el canciller Arthur Zimmermann, para que buena parte de las fuerzas militares estadounidenses se tuvieran que emplear en un hipotético frente mexicano en lugar de ser enviadas a Europa. Aunque Carranza rechazó el proyecto de apoyo alemán para recuperar los territorios perdidos en 1848 a cambio de que atacara a los estadounidenses, su gobierno fue considerado germanófilo, lo que le acarreó conflictos y presiones de Washington por el resto de su mandato.
Sin embargo, más que buscar un castigo para Carranza, pues ello podría generar un clima nacionalista contraproducente para los cuantiosos intereses estadounidenses, Woodrow Wilson prefirió esperar al proceso electoral, que debía tener lugar a mediados de 1920, para influir en él y lograr que fuera elegido como presidente mexicano alguien más favorable a su país. Las elecciones enfrentarían al general Álvaro Obregón, como candidato independiente con fuertes apoyos en el ejército y entre los políticos revolucionarios, con el candidato de Carranza, el ingeniero Ignacio Bonillas, embajador suyo en Washington, poco conocido entre los políticos y soldados revolucionarios o la opinión pública. Además de que el gobierno norteamericano prefería a Obregón, éste contaba con la institución de mayor organización, presencia territorial e influencia política del país: el Ejército Nacional. Además, Carranza perdió los apoyos que podría haber tenido en la milicia al no escoger al general Pablo González como sucesor. Por si esto fuera poco, el mayor de los partidos políticos existentes, el Partido Liberal Constitucionalista, optó por respaldar también a Obregón y lo mismo haría el Partido Laborista, fundado en 1919.
Ante la debilidad de la campaña en favor de Bonillas y la fuerza creciente de la candidatura de Obregón, el presidente y sus allegados recurrieron a tácticas autoritarias. Por ejemplo, se nombró un jefe de Operaciones Militares en Sonora muy leal a Carranza, para tratar de prevenir cualquier rebelión estatal, y se trató de anular la candidatura de Obregón involucrándolo con las actividades de un jefe rebelde que operaba en Veracruz. En respuesta, a finales de abril de 1920 los seguidores de Obregón lanzaron el Plan de Agua Prieta, en el que se desconocía el gobierno de Carranza. La revuelta fue breve e incruenta, pues, seguramente por la popularidad de Obregón y el antimilitarismo de Carranza y de Bonillas, el Ejército Nacional se pasó masivamente al lado de los insurrectos. A pesar de su brevedad, el movimiento de Agua Prieta fue muy importante, pues no sólo condujo al poder a un nuevo grupo gobernante, el de los sonorenses, sino que dio inicio al verdadero Estado posrevolucionario.
En efecto, a partir del triunfo de los aguaprietistas se estableció un gobierno encabezado por la clase media revolucionaria —Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta, entre otros—, que no tenía mayores vínculos con el «antiguo régimen», como sí los tenía Carranza. Además, la revuelta de Agua Prieta fue una lucha unificadora, integradora. Así, villistas, zapatistas y demás grupos de ex revolucionarios a quienes el gobierno de Carranza había tratado como rebeldes, ahora fueron incorporados al nuevo aparato gubernamental o pudieron volver tranquilamente a la vida pacífica. Asimismo, el nuevo régimen estableció rápidamente fuertes alianzas con los principales sectores populares, representados por ligas agrarias locales y agrupaciones obreras como la Confederación Regional Obrera Mexicana —CROM—, fundada en 1918. Dicha alianza aseguraba el respaldo político a cambio de concesiones sociales que Carranza no había estado dispuesto a otorgar.
La naturaleza del nuevo régimen no puede ser definida como radical. Sin embargo, fue el resultado lógico del proceso conocido como Revolución mexicana, misma que se puede sintetizar como un proceso bélico y sociopolítico de casi diez años de duración, que implicó la movilización y el ascenso de los sectores medios y populares, y también la sustitución de las élites porfirianas. La Revolución comenzó encabezada por miembros disidentes de esas élites, como Madero, apoyados por numerosos grupos de clase media y algunos elementos populares. Posteriormente la clase media asumió el control y el liderazgo, y creció en importancia la participación popular, encauzada por el villismo y el zapatismo. El nuevo Estado no resultó democrático, objetivo que sólo había planteado el grupo maderista. Resultó, en cambio, un Estado con una clara identidad nacionalista, autoritario pero ampliamente legitimado y estable, ya que contó con grandes apoyos populares y con la conducción de un grupo político-militar hábil y flexible, procedente de la clase media. Aun cuando la nueva dirigencia no era radical, entendió la necesidad de satisfacer los principales reclamos de los grupos populares que habían participado decisivamente en la lucha revolucionaria. La conformación que este grupo daría al régimen político se prolongaría hasta cerca de 1940, pero marcó para siempre el futuro del país, por lo que resulta incuestionable afirmar que la Revolución mexicana fue el acontecimiento nacional más importante del siglo XX.
BALANCES DEL DECENIO
El impacto económico de la Revolución
La repercusión que la Revolución tuvo sobre la economía mexicana no fue la de una destrucción generalizada que provocara la destrucción del aparato productivo o que imposibilitara la realización de cualquier tipo de actividad económica. Aunque el estado de inestabilidad política, movilización social y violencia afectó la economía durante la mayor parte del decenio, hubo algunos años, algunos sectores y algunas regiones en que se concentraron sus más graves efectos. En términos cronológicos, los efectos de la lucha revolucionaria en la economía mexicana deben dividirse en antes y después de 1913. En el primer periodo, de finales de 1910 a principios de 1913, el daño se limitó a tres regiones. Para comenzar, la lucha maderista contra el gobierno de Díaz fue breve y con pocos combates mayores. Además, se concentró en Chihuahua, la Comarca Lagunera y tardíamente en Morelos, lugares que sufrieron los pocos destrozos que hubo. Además, estas mismas regiones fueron los principales escenarios de las rebeliones orozquista y zapatista contra el gobierno de Madero. Si bien algunos ámbitos de la economía —como los ferrocarriles y el comercio de importación— empezaron a sufrir las consecuencias de la guerra, la actividad productiva siguió su marcha; de hecho, muchas empresas industriales pagaron dividendos hasta 1912.
El periodo de mayor violencia sobre la economía empezó con el estallido de la lucha constitucionalista en el norte del país, a principios de 1913, y se mantuvo hasta el avance de los ejércitos revolucionarios hacia la ciudad de México durante el segundo tercio de 1914, cuando medio territorio nacional quedó físicamente ocupado por los ejércitos norteños. La fase de impacto agudo se prolongó durante todo el año de 1915, debido a la guerra entre las facciones constitucionalista y convencionista, y continuó durante el siguiente año, aunque la situación comenzó a mejorar con la paulatina institucionalización del nuevo régimen a partir de 1916.
Aun cuando se puede hablar de actos de saqueo y vandalismo por parte de algunos ejércitos, el proceso revolucionario no tuvo entre sus propósitos la destrucción de la propiedad. Más aún, ni la estrategia ni la tecnología militares desplegadas durante la contienda entrañaban un efecto destructivo severo sobre la riqueza material del país. Al contrario, los revolucionarios de cualquier bando tenían plena conciencia de la importancia de los recursos económicos, y antes que buscar aniquilarlos intentaron generalmente adueñarse de ellos para hacerlos útiles a sus propósitos, sometiéndolos a una racionalidad económica que beneficiara a su facción, ayudándola a pagar haberes y a adquirir armas, pertrechos, alimentos y medicinas. Así, por ejemplo, Pablo González ocupó la Cervecería Cuauhtémoc, de Monterrey, en abril de 1914; los zapatistas operaron la fábrica textil de Miraflores desde agosto de 1914 hasta 1919; los villistas se dedicaron a vender ganado propiedad de los hacendados del clan Terrazas, tanto en Estados Unidos, para hacerse de dólares con los cuales pagar salarios y comprar armas, como en los mercados de las poblaciones norteñas que iban conquistando, para ganar la simpatía de sus pobladores por los ventajosos precios de venta; a su vez, Venustiano Carranza confiscó los Ferrocarriles Nacionales a partir de 1915. Todo ello perjudicaba la buena marcha de la actividad productiva, pero —salvo excepciones— sólo en forma transitoria. Obviamente, esto no significa que la violencia no haya tenido en determinados momentos graves efectos sobre algunas actividades, como la producción y comercialización de artículos agropecuarios, lo mismo que sobre la minería.
La Revolución mexicana tuvo repercusiones diferenciadas sobre la economía, en términos geográficos y sectoriales. Desde el punto de vista geográfico es fácil identificar las distintas repercusiones de la guerra civil que fueron, por ejemplo, más severas en el campo que en la ciudad, lo que significa que la agricultura sufrió más daños que la actividad industrial. De igual forma puede reconocerse un efecto inmediato y considerable en los escenarios mismos de la guerra, por las incursiones de los ejércitos, las ocupaciones de poblaciones y propiedades y por la imposición de contribuciones forzosas. Asimismo, la radicalización política de los trabajadores se expresó en huelgas, paros y otras formas de movilización en las regiones del país donde hubo militares o políticos revolucionarios. En términos generales, las zonas del norte sufrieron consecuencias directas más prolongadas, salvo la Península de Baja California. Por su parte, en la zona central del país se hicieron sentir los efectos de la violencia sobre la economía conforme al ritmo del avance y la confrontación de los ejércitos entre 1914 y 1915. En la región centro-sur, escenario de las actividades zapatistas, también se padeció una actividad militar constante durante casi toda la década, lo que originó el desplome de las actividades agrícolas en el estado de Morelos y en las zonas adyacentes de Guerrero y Puebla.
En cambio, las costas del Pacífico y del Golfo se vieron menos perjudicadas, y en el sur y sureste prácticamente no se sufrieron hechos de guerra. Las actividades de los grupos rebeldes de Tamaulipas y Veracruz no impidieron que continuara la explotación petrolera ni la exportación de ciertos productos agrícolas. Asimismo, en regiones periféricas no involucradas en la guerra siguieron verificándose con regularidad las actividades económicas, como la producción de café en Chiapas y de henequén en Yucatán, o de cobre en la parte sur de la península bajacaliforniana y de algodón en su extremo norte. Sin embargo, incluso las áreas que se mantuvieron al margen de la contienda armada experimentaron cambios por la llegada de nuevas autoridades y de mandos militares diferentes. Sobre todo, aparecieron nuevos impuestos y leyes dictadas desde el centro de la República por la facción triunfante, aplicables en todo el territorio.
Aunque pueda parecer paradójico, incluso en el norte del país —el escenario bélico por excelencia— hubo una actividad económica permanente a lo largo del decenio, aunque ésta padeció tantas adversidades que lo correcto sería considerarla como una economía «de guerra». Así, los productos que se confiscaba a los hacendados se exportaban y se convertían en recursos para los revolucionarios: piénsese en el ganado de Chihuahua, Sonora y Coahuila, en el algodón de La Laguna y en la candelilla de las zonas áridas de Coahuila y Nuevo León, todo ello destinado masivamente al mercado norteamericano, donde se realizaron grandes ventas entre 1913-1916. Acaso otra expresión de los cambios traídos por la violencia revolucionaria fue la reubicación geográfica de ciertas actividades: por ejemplo, la caída de la producción azucarera de Morelos —donde sí se experimentó una gran destrucción de la planta productiva— propició el aumento del cultivo de caña en la costa noroccidental del país, particularmente en el estado de Sinaloa.
La guerra tampoco impidió que aumentaran las exportaciones de jitomate, garbanzo y otras leguminosas de la costa occidental del país, con jugosos beneficios para los revolucionarios que controlaban esa región. De hecho, algunos de ellos pronto se convirtieron en empresarios, pues sus actividades exportadoras fueron exitosas en la medida en que disponían de la red ferroviaria interna para transportar sus productos. Por esto mismo, y contra lo que muchas veces se ha dicho, la variedad de las exportaciones no disminuyó respecto a los parámetros del Porfiriato. Si a ello se suma el aumento de precios que tuvo lugar en el mercado internacional entre 1914 y 1918, debido a la primera guerra mundial, se puede entender el aumento en el valor de las exportaciones durante los años más intensos de la guerra civil. En efecto (véase la gráfica 1), los productos agrícolas y minerales siguieron siendo componentes fundamentales de la canasta de exportaciones, incluso en los años de mayor violencia revolucionaria. A su vez, las exportaciones de petróleo alcanzaron un gran auge en los últimos años del decenio.
En contraste con las exportaciones, el comercio de importación experimentó con mayor rigor los efectos de la guerra civil. Por un lado, su valor nominal cayó precipitadamente, de 105 millones de dólares en 1910 a tan sólo 40 millones en 1914 (sin contar el contrabando, que sin duda aumentó en esos años), para recuperarse lentamente en los dos años siguientes. Como aconteció con las exportaciones, hacia el final del decenio las importaciones adquirieron también un impulso inusitado al llegar a los 282 millones de dólares en 1920. Por otro lado, su composición varió a lo largo de la década: mientras que al principio predominaron las importaciones de bienes de producción, lo que reflejaba el proceso de modernización económica e industrialización que se venía llevando a cabo en el Porfiriato, en los años centrales de la guerra aquéllas fueron desplazadas por bienes de consumo, que pasaron de menos de 40 a 70% del valor total de las importaciones. Si en 1914 y 1915 un componente importante fueron los pertrechos de guerra, a partir de 1916 destacaron las adquisiciones de alimentos y manufacturas textiles, las cuales fueron eximidas temporalmente del pago de derechos de importación a fin de aliviar su escasez en el mercado interno (véase la gráfica 2).
En conjunto, resulta claro que la composición de las importaciones refleja el impacto de la guerra, con la desarticulación del comercio interior, la falta de alimentos y, en ciertos momentos, el predominio de las necesidades militares sobre las actividades productivas. Otro cambio en el comercio exterior tiene que ver con su distribución geográfica: desde 1914, a causa del estallido de la primera guerra mundial, disminuyó abruptamente el comercio de Europa con México, lo que propició una mayor presencia estadounidense en la economía mexicana: mientras que en 1910 poco más de 50% de las importaciones procedían de Estados Unidos, para 1920 la proporción había crecido a tres cuartas partes de su valor total.
Los ámbitos de la economía más gravemente dañados por el movimiento armado fueron el sistema financiero y monetario y la red ferroviaria, con amplias repercusiones en el resto de la actividad económica. Los efectos sobre las finanzas fueron graves y duraderos. En 1914 se suspendió el pago de la deuda externa, y en septiembre de 1916 el gobierno carrancista decretó la incautación del sistema bancario. Ambas decisiones acentuaron el clima de desconfianza y agudizaron la grave escasez de crédito que padecía la economía mexicana. Ninguno de estos problemas se había resuelto en 1920.
El problema monetario fue aún más serio en sus efectos, aunque menos duradero. Las dificultades empezaron cuando el gobierno de Huerta redujo el monto de las reservas legales de los bancos y aumentó la circulación de billetes de 117 a 222 millones de pesos, entre noviembre de 1913 y abril de 1914. Además, desde el comienzo de la lucha antihuertista, Venustiano Carranza decretó varias emisiones de billetes (entre ellos los llamados «bilimbiques») y algunos gobiernos estatales realizaron también emisiones irregulares de papel moneda, como Ignacio Pesqueira en Sonora. Poco más tarde Francisco Villa hizo lo propio, por lo que puede decirse que el mercado estaba inundado con papel moneda de escaso valor y cuya aceptación era impuesta a la población en la zona de influencia de cada uno de los ejércitos. Se estima que todas las emisiones irregulares juntas rebasaron los 1000 millones de pesos. Ello sucedía al mismo tiempo que una gran cantidad de moneda metálica abandonaba la circulación, ya porque se le atesorara o porque saliera del país —pese a que desde agosto de 1913 se prohibió esta práctica—, y cuando México se apartaba del patrón monetario que había asumido en 1905, basado en el oro. El resultado de todo esto fue una devaluación que hizo caer la cotización del peso de 49.5 centavos de dólar en febrero de 1913 a siete centavos para julio de 1915, y una severa inflación, que tuvo ásperos efectos sobre la capacidad de compra de la población.
Se dice que en la ciudad de México el precio de los alimentos se multiplicó por 15 entre mediados de 1914 y mediados de 1915. Los salarios reales cayeron estrepitosamente, y en el segundo semestre de ese año se desató una ola de protestas sindicales por el alza de precios. Ante los reclamos de los trabajadores, muchas empresas prefirieron añadir al pago en efectivo raciones de maíz y frijol en vez de conceder aumentos salariales. En realidad, los únicos que se mantenían a salvo de esta situación eran quienes tenían acceso al dinero metálico o a las divisas, como era el caso de los que se dedicaban a actividades orientadas a la exportación, que por lo mismo eran el blanco preferido de los ejércitos revolucionarios. Tras varios intentos fallidos y gracias a un esfuerzo sostenido por parte del gobierno, la situación monetaria empezó a estabilizarse hacia finales de 1916, con el retiro progresivo de los billetes devaluados (billetes caducos, o de distintos bancos, de bancos comarcanos y lugareños que habían quebrado, de gobiernos de facciones revolucionarias diversas y contrarias, de gobiernos provisionales de algún estado o región, incluso derrocados o sustituidos).
Por lo que se refiere al sistema ferrocarrilero, los daños que sufrió fueron severos, ya por la destrucción de infraestructura y equipo, ya por el uso de los trenes para fines militares. En la medida en que la guerra civil afectó la principal red de transporte del país, los sectores que sufrieron estragos mayores fueron los que dependían del abasto de insumos a mediana o larga distancia, o los que enviaban su producción a mercados lejanos; esto es, los que tenían vínculos estrechos con el mercado interno o debían recorrer parte del territorio antes de llegar al mercado exterior. En muchas regiones la desarticulación del mercado provocó un retroceso en términos de la especialización productiva alcanzada, pues las unidades agrícolas debieron volver al cultivo de alimentos básicos ante la situación de escasez y la imposibilidad de comercializar su producción en mercados distantes. En algunos casos la producción que antes se destinaba al mercado interno se reorientó temporalmente hacia la exportación, como sucedió con una parte de la producción de café en Veracruz o de algodón en La Laguna, debido a las dificultades en el transporte interior y al atractivo que representaba obtener divisas extranjeras. En el caso de la industria, el efecto fue menor para los establecimientos cuya localización les permitía abastecerse de insumos y combustibles cercanos, o vender en mercados ubicados a corta distancia. En cambio, el impacto fue mucho mayor para las industrias que dependían de materias primas o semielaboradas que había que traer de lejos o que producían para mercados remotos. Tanto la producción como los rendimientos de la industria sufrieron los mayores estragos entre 1913 y 1916, y no empezaron a recuperarse hasta 1917.
Otro sector gravemente perjudicado por las dificultades para abastecerse de insumos y encauzar sus productos fue el minero: muchas minas cerraron temporalmente y las plantas metalúrgicas debieron disminuir el ritmo de su actividad o suspenderla debido a las limitaciones en el suministro de minerales y carbón. La minería también fue afectada por las dificultades existentes para tener acceso a la dinamita, por los asaltos o por la ocupación de fuerzas rebeldes, por confiscaciones y contribuciones de guerra, así como por paros y huelgas de los trabajadores. Obviamente, el efecto sobre la actividad minera dependió de la intensidad de la violencia. Aun cuando los minerales industriales hicieron su aparición durante el Porfiriato, la demanda extraordinaria relacionada con la primera guerra mundial aumentó sus precios, lo que fue un estímulo para mantener la producción durante los años de la guerra civil. Si bien antes de 1914 la Revolución no había tenido un efecto muy grave sobre la minería, salvo en el caso del plomo y el zinc, el mayor quebranto tuvo lugar, para casi todos los minerales, entre 1914 y 1916, y a partir del año siguiente los índices de producción empezaron a elevarse, exponencialmente en el caso del zinc, en forma notable en el del cobre y más lentamente en el caso del plomo y los metales preciosos, particularmente el oro. Por lo demás, los altos precios que alcanzaron los metales en el mercado internacional hicieron que la caída en el volumen producido durante los años más agudos de la guerra fuera menos catastrófica para las empresas (véase el cuadro 1).
Acaso el verdadero problema de la economía mexicana durante los años de la Revolución no fue que la guerra civil provocara su total parálisis, ni mucho menos su destrucción, sino que una parte desproporcionadamente grande de la riqueza generada no se reinvirtiera en forma productiva, sino que se desvió a satisfacer las necesidades de la guerra o terminó fuera del país. Piénsese tan sólo en las dimensiones de las fuerzas armadas, cuyo mantenimiento constituía una pérdida constante de recursos en usos improductivos: se ha estimado que en 1914 había 60 000 hombres en los ejércitos del Noreste y el Noroeste; 30 000 en la División del Norte y otros 10 000 guerrilleros en el ejército zapatista, todo ello sin contar a las tropas del Ejército Federal, cuyos soldados pasaron de 50 000 a 150 000 durante el régimen huertista. Aunque los efectivos gubernamentales se redujeron después de los Acuerdos de Teoloyucan, volvieron a sumar 125 000 hombres en 1916, al término de la «guerra de facciones», cuando Obregón ocupó la Secretaría de Guerra y Marina.
Es sabido que los ejércitos villistas se financiaron en buena medida con las incautaciones de tierras, ganado y otros bienes de los hacendados de Chihuahua, Coahuila y Durango. A su vez, los zapatistas sufragaron el costo de su rebelión con los productos confiscados a los ingenios azucareros y a las minas de plata en el estado de Guerrero, así como con las pequeñas colaboraciones de las comunidades campesinas vecinas y con las contribuciones impuestas a algunos hacendados. Por su parte, la Oficina de Bienes Intervenidos fue tanto una fuente de financiamiento militar como de enriquecimiento personal para los oficiales carrancistas. Por último, los jefes rebeldes de todas las facciones y las autoridades locales de todos los gobiernos especularon con el abasto de alimentos y obtuvieron provecho pecuniario de su control sobre los trenes y vagones ferroviarios. Asimismo, las autoridades de mayor nivel otorgaron discrecionalmente licencias y permisos especiales para exportar artículos destinados al mercado interno, y los revolucionarios de todo rango impusieron diversas exacciones a los productores, ya fueran mayores o pequeños, nacionales o extranjeros. Además, tales ingresos se disipaban rápidamente en forma de beneficios personales, en el pago a la tropa, en la compra de alimentos o en la adquisición de armas y pertrechos, a veces en el mercado externo y otras a los elevados precios del comercio ilegal.
Por su parte, había productores y comerciantes que acaparaban los cultivos agrícolas para venderlos a precios exorbitantes en los momentos de mayor escasez, o que adquirían bienes confiscados pagándolos con billetes devaluados para revenderlos después en dólares. Las empresas petroleras y mineras que siguieron operando obtuvieron enormes ganancias gracias a los altos precios ocasionados por la primera guerra mundial, y si bien una parte de los beneficios se iba al exterior, o por lo menos se colocaba temporalmente en cuentas bancarias extranjeras, esperando que pasara la tempestad revolucionaria, lo cierto es que Carranza obtuvo cuantiosos ingresos de los impuestos a las empresas petroleras y a muchas otras actividades productivas, lo mismo que del control sobre un número creciente de aduanas, de administrar los bienes intervenidos y de las comisiones reguladoras, especialmente la del henequén, que transfirió continuamente fondos al gobierno federal para ayudarlo «en la pacificación de la República». Tan sólo las contribuciones impuestas a este producto rindieron al erario federal 17 millones de pesos entre 1915 y 1918. De toda la riqueza manejada por los constitucionalistas quedó poca huella, salvo la que dejó la marcha, acaso por ello triunfante, de sus ejércitos.
Como todo proceso histórico, la contienda produjo resultados contrarios o notablemente distintos de los que sus promotores y participantes deseaban. Muchas empresas pequeñas y medianas, incapaces de soportar la escasez, la carestía, las huelgas, las dificultades de transporte, las contribuciones forzosas o las confiscaciones, debieron suspender sus operaciones y muchas fueron vendidas, mientras que los grandes establecimientos pudieron sobrellevar mejor la situación. Ello elevó el nivel de concentración industrial, de manera que al término de la década sólo las compañías más grandes, mejor equipadas y con mayor acceso al crédito y a otras ventajas, como la protección militar, derivadas de su influencia política, habían sobrevivido. Algo similar sucedió en el sector minero, aunque éste, a diferencia del industrial, estaba controlado por el capital extranjero. Numerosas compañías —pequeñas y medianas— debieron cerrar transitoria o definitivamente sus explotaciones debido a los golpes que les propinaron la caída del precio internacional de la plata en 1913 y los disturbios que se extendieron en la región norteña desde finales de 1910 hasta 1916. En cambio, las grandes corporaciones, muchas de ellas de origen estadounidense, como la Asarco o la Consolidated Copper Company, se encontraban en mejores condiciones para resistir los embates de la rebelión, e incluso aprovecharon las circunstancias para adquirir fundos abandonados o absorber empresas modestas, lo que las llevó a dominar el panorama de la industria minero-metalúrgica durante la década siguiente.
En el escenario rural la repercusión de la guerra civil fue muy compleja y se reflejó en la incorporación de peones y jornaleros en los diferentes ejércitos, lo que redujo la fuerza laboral de las haciendas; en la politización de los campesinos de los pueblos; en las constantes exacciones padecidas por los ranchos y las haciendas; en la huida masiva de propietarios, administradores y capataces, y desde 1915, en la amenaza de las expropiaciones agrarias que provocaron el declive y la depreciación de las explotaciones agrícolas. Fueron pocos los que se arriesgaron a adquirir más tierras, aprovechando su bajo precio, pues precisamente sólo las grandes propiedades agrícolas eran objeto de las expropiaciones contempladas por la reforma agraria, a la que eran inmunes las pequeñas y medianas propiedades rurales. Esto confirma que la Revolución mexicana fue agrarista pero no contraria a la propiedad privada en general, llámese propiedad urbana o industrial. La Constitución de 1917 sólo era contraria a las grandes haciendas. Este hecho, y el que no se hubiera padecido una destrucción masiva de la planta productiva, hizo posible una reactivación relativamente rápida de la economía nacional al término de la contienda.
La reestructuración de la sociedad
Así como la Revolución tuvo efectos inmediatos en los ámbitos políticos y económicos, tuvo también, como toda guerra, graves repercusiones sociales y demográficas. Considérese que uno de los «dichos» más extendidos sobre la Revolución sostiene que en ella hubo «un millón de muertos». Si bien la cantidad es incorrecta, permite suponer las consecuencias enormes del proceso revolucionario en la sociedad mexicana. En rigor, lo que debe decirse es que los muertos fueron como la mitad del millón, pero la pérdida de población fue de más de dos millones: por los que murieron, los que no nacieron y los que emigraron. El censo de 1910 consigna una población de 15 160 369 habitantes, mientras que el de 1921 registra una población de 14 334 780, lo que supondría un descenso de poco más de 825 000 habitantes. Si bien se cuenta con un par de cálculos de la población en 1920 —uno de ellos de Gilberto Loyo—, que argumentan que el censo de 1921 contenía una subestimación de hasta medio millón de personas, de cualquier modo tendría que aceptarse que hubo un decrecimiento poblacional real durante los años revolucionarios. Aunque también existe la posibilidad de que el censo de 1910 haya sobreestimado el número de habitantes del país, debido a que el gobierno de Porfirio Díaz quería mostrar el progreso nacional, o que los cálculos de 1921 realmente lo hayan subestimado, resulta innegable que durante el decenio revolucionario la población no sólo no creció lo que naturalmente debió haber crecido —alrededor de 1 430 000 nuevos habitantes—, sino que incluso hubo un descenso en números absolutos. O sea que, de haber continuado con el patrón de crecimiento de los primeros años del siglo, para 1920 México debió haber tenido poco más de 17 millones de habitantes. Por lo tanto, las pérdidas real y virtual de población rebasan los 2 500 000 de personas (véase el cuadro 2).
¿Cuáles fueron las causas de este descenso poblacional? La respuesta debe tomar en cuenta tres elementos: la mortalidad producida directamente por la guerra; la que provocaron las epidemias (y las endemias y pandemias), y el aumento en el rubro de las emigraciones, sobre todo a Estados Unidos. Obviamente, las muertes causadas por la guerra misma se concentraron en las regiones donde tuvo lugar el mayor número de combates, destacando los estados de Chihuahua y Morelos, así como en los años de mayor violencia, que fueron los de 1913 a 1916, durante las llamadas «etapa constitucionalista» y «guerra de facciones». Previsiblemente, en los censos de 1910 y 1921 se consigna una disminución mayor de los varones, entre quienes la violencia se cobró más víctimas que en las mujeres. Asimismo, los que en 1910 tenían entre 10 y 14 años eran más que los que en 1921 llegaron a la edad de 20 a 24 años, lo que prueba que los varones jóvenes fueron los más golpeados por la guerra.
Por lo que se refiere a las muertes producidas por las enfermedades colectivas, debe decirse que aumentó el efecto de las enfermedades llamadas endémicas, como la fiebre amarilla y la viruela, pues los constantes cambios gubernamentales hicieron que se debilitaran los aparatos sanitarios y los programas públicos de salud, en particular los esfuerzos de vacunación. Las epidemias que más se padecieron fueron dos: la de tifo y la llamada «influenza» española. La epidemia de tifo, asociada con la proliferación de piojos en los campamentos militares, fue especialmente severa entre 1915 y 1916, luego de las batallas de Zacatecas —finales de junio de 1914—, Celaya y el Bajío —abril a junio de 1915—, y azotó sobre todo las ciudades de México, Chihuahua, León, Guadalajara, Querétaro y San Juan del Río, lo que permite suponer que ahí los soldados infectados buscaron curarse, con lo que el mal se multiplicó.
La «influenza» española fue en realidad una auténtica pandemia, responsable de un enorme número de muertes en todo el mundo. Para México algunos cálculos rondan la cifra de 300 000 fallecimientos, aunque otros aseguran que la cifra real lindó los 100 000 muertos, cantidad de cualquier modo aterradora. Surgida en Europa durante la primera guerra mundial, asoló México de septiembre de 1918 a mediados de 1919, sobre todo el norte (Chihuahua, la Comarca Lagunera y Nuevo León), el centro (Querétaro, Puebla y Morelos), así como la zona del Golfo, particularmente Veracruz. En términos más precisos, la ciudad de México tuvo en 1915 una mortalidad 30% superior a la del año anterior, y volvió a alcanzar estas desastrosas cifras en 1918, años de tifo y de «influenza», respectivamente. De Chihuahua podría decirse lo mismo: sus peores años fueron 1915 y 1918.
Tanto en la disminución real como en el hecho de que la población no creciera influyó también la migración internacional, sobre todo a Estados Unidos. El flujo de mexicanos al vecino país del norte no era un fenómeno nuevo. Proceso constante desde los últimos dos decenios del siglo XIX, motivado por el atractivo que implicaba el crecimiento de la economía estadounidense, aumentó notablemente durante la lucha revolucionaria a causa del deterioro económico, la inestabilidad política y la violencia, aunque también se debió a la demanda de trabajadores agrícolas, pues Estados Unidos debía alimentar a los países amigos enfrascados en la primera guerra mundial. Comprensiblemente, los que migraron fueron más varones que mujeres. Si bien se ignora el lugar de origen, la fecha y el número real de los individuos que partieron hacia el país vecino, los censos estadounidenses registran en 1910 poco más de 200 000 mexicanos establecidos en Estados Unidos, mientras que en 1920 la cifra se acercaba al medio millón distribuido en los estados fronterizos de Texas, Nuevo México, Arizona y California. Así, resulta incuestionable que el decenio revolucionario fue un periodo de expulsión de habitantes en las regiones donde hubo desempleo, hambre, inseguridad o violencia. Además, las pérdidas de población por la violencia, las epidemias y la emigración hicieron descender el índice de natalidad: la población en 1920 de niños menores de 10 años fue inferior a la de 1910, en lo que obviamente influyó la baja nupcialidad y la separación de las parejas.
Las consecuencias sociodemográficas de la Revolución mexicana no se redujeron al descenso de la población. También fue notable la migración interna, proceso de intensidad considerable que terminó por modificar la distribución poblacional del país. A diferencia de otras revoluciones, en la mexicana hubo poca violencia urbana: la violencia se concentró en la zona rural, por lo que allí hubo mayor mortalidad vinculada con la guerra. Por esta razón, durante los peores años de la lucha armada buena parte de la población rural buscó seguridad en las ciudades. Se calcula que cerca de 15 000 hacendados abandonaron sus grandes propiedades. Obviamente, el número de campesinos que huyó de las vulnerables zonas rurales fue mucho mayor: a lo largo del decenio arribaron 100 000 inmigrantes a la ciudad de México, en tanto que Tampico, ciudad que resultaba especialmente atractiva por el auge de la industria petrolera, pasó de 12 500 habitantes en 1900 a cerca de 60 000 en 1919.
Los procesos de crecimiento poblacional rápidos e intensos suelen ser desordenados. Así, en la ciudad de México y en Veracruz, lugar que también recibió un número enorme de nuevos habitantes, sobre todo en 1915 por la llegada de la administración carrancista, se experimentaron crecimientos anárquicos y se sufrió por la falta de servicios. Sobre todo, se padeció desabasto alimentario, insuficiencia sanitaria y escasez de casas habitación para arrendamiento, lo que propició abusos de los propietarios —muchos de ellos españoles— y las consecuentes respuestas sociales, expresadas en dos movimientos inquilinarios. Como síntesis, podría decirse que la Revolución mexicana, realizada básicamente por campesinos en escenarios rurales, aceleró la urbanización del país: si en 1910 sólo 8% de la población vivía en las capitales estatales, al término de la lucha armada el porcentaje había ascendido a casi 12%, es decir, un crecimiento de 50 por ciento (véase el cuadro 3).
Además de la apreciable urbanización, la lucha revolucionaria produjo otra gran modificación social: un enorme número de campesinos —ciertos cálculos alcanzan el medio millón— se incorporó en determinado momento de la guerra a alguno de los ejércitos en pugna, y muchos de ellos nunca volvieron a sus ocupaciones agrícolas, al hacerse definitivamente militares o al encontrar nuevas ocupaciones una vez dejadas las armas. Este proceso, junto con el de la migración de los campesinos a las ciudades, colaboró al despoblamiento del México rural. La incorporación de los campesinos a los distintos ejércitos revolucionarios también dio lugar a un doble y complejo proceso de modernización y de integración de la sociedad mexicana. Tómense como ejemplo dos casos paradigmáticos: fuerzas armadas sonorenses terminaron operando —bajo el mando de Salvador Alvarado— en el sureste, y pusieron en contacto no sólo a sonorenses y sinaloenses con yucatecos, sino a indios yaquis con mayas (como antes había sucedido con la deportación yaqui a las plantaciones henequeneras en tiempos de Díaz). Asimismo, fuerzas armadas provenientes del noreste fueron enviadas a Oaxaca —piénsese ahora en Jesús Agustín Castro y su División 21. Los ejemplos podrían multiplicarse, como el del zacatecano Joaquín Amaro operando en Michoacán o el del michoacano Lázaro Cárdenas en la Huasteca. Los revolucionarios no sólo atravesaron el país, sino que atravesaron también la pirámide social: cada ascenso en el escalafón militar equivalía a un ascenso en la estratificación social. La Revolución mexicana modificó, incuestionablemente, la estructura social del México porfiriano.
¿Obreros revolucionarios?
Si bien la Revolución fue un movimiento campesinista, el movimiento obrero, aunque no siempre se encaminó por cauces revolucionarios, experimentó un importante auge durante los años de la guerra civil. La clase obrera era un sujeto colectivo surgido tardíamente de la modernización porfiriana, y estaba conformada sobre todo por trabajadores de la industria en general, destacando la textil, el sector minero-metalúrgico, los ferrocarriles y el petróleo. Se estima que hacia 1910 el sector se componía de unos 800 000 individuos, que por lo general habitaban en las ciudades y centros mineros, tenían mejores niveles de calificación laboral y de alfabetización que el promedio de la población rural, y percibían remuneraciones más elevadas que las de los trabajadores del campo, sobre todo en el norte, el centro y la zona del Golfo. A ellos habría que agregar los trabajadores empleados en los servicios urbanos (tranvías, telégrafos, correos, teléfonos), los muchísimos artesanos —como carpinteros, panaderos, tipógrafos o zapateros— y los numerosos grupos de trabajadores temporales o semiproletarizados, a medio camino entre el taller o la fábrica y el trabajo agrícola.
Estos grupos en transición alimentaron de una u otra forma los ejércitos revolucionarios, sumándose a la movilización campesina en el centro o a las filas villistas en el norte, mientras que los artesanos y los empleados públicos o privados protagonizaban motines en las ciudades como respuesta a la inflación o la escasez de alimentos. En cambio, los auténticos obreros siguieron líneas propias de organización y movilización, y optaron generalmente por la huelga, que se iniciaba a partir de reivindicaciones más pragmáticas que ideológicas, e incluso por la participación política de corte electoral. Si alguna generalización es pertinente, cabe afirmar que lo suyo no era la lucha armada, a pesar de que participaron en la llamada «guerra de facciones», en 1915, en los «batallones rojos», del lado de los constitucionalistas.
El movimiento obrero mexicano de entonces contaba con influencias ideológicas y organizativas diversas, como el mutualismo, el liberalismo, el socialismo, el catolicismo social y el anarquismo. El sindicalismo, que hizo su aparición en los últimos lustros del Porfiriato, cobró gran ímpetu con la caída de ese régimen, al punto de que en 1911 se fundó la Unión Minera Mexicana, y en 1912 la primera gran organización obrera nacional, la Casa del Obrero Mundial, la cual confederaba organizaciones de distintos sectores y de apreciable amplitud geográfica, ostentaba una ideología anarcosindicalista y competía con la Gran Liga Obrera de la República Mexicana, que respaldaba al gobierno. El régimen de libertades establecido por el maderismo aceptó no sólo la asociación obrera sino también su movilización. Durante estos años proliferaron las huelgas en todas las actividades económicas y en todas las regiones del país, y si bien generalmente perseguían objetivos limitados, como la reducción de la jornada laboral o la homologación de los salarios (el caso típico fue el de la industria textil), en los sectores más avanzados se pugnaba también por la equidad salarial entre trabajadores mexicanos y estadounidenses y por la progresiva sustitución de éstos por aquéllos, lo que en el caso de los ferrocarrileros dio un gran paso tras la huelga de 1912.
Contra lo que cabría esperar, Victoriano Huerta no reprimió desde el principio la actividad obrera ni los esfuerzos organizativos de los trabajadores. De hecho, la Casa del Obrero Mundial vivió un cierto auge en los primeros meses de su gobierno, cuando se toleraron algunas manifestaciones en contra de la usurpación, quizá porque en realidad no pretendía escalar a una confrontación directa ni resultaba amenazante para Huerta, o porque éste no quería tener conflictos en el escenario urbano, como los tenía en el ámbito rural. Sólo desde mayo de 1914, cuando Huerta se vio acorralado por los ejércitos revolucionarios, la creciente agitación obrera le resultó intolerable, por lo que la Casa del Obrero Mundial fue clausurada y sus líderes arrestados o perseguidos. Con el declive del huertismo se multiplicaron las huelgas en muchas partes del territorio, sobre todo en busca de reivindicaciones económicas, que ahora solían incluir el pago de salarios en oro (y no en billetes de escaso valor). En la zona petrolera del Golfo y en algunas minas que continuaban en operación solía atenderse esa petición, no así en las actividades que no tenían lazos con el mercado externo —en el que se generaban las divisas—, como la industria textil y de alimentos o los servicios urbanos.
La relación entre el constitucionalismo y el movimiento obrero estuvo marcada por una fuerte ambivalencia hecha de recelo y colaboración. El primer acercamiento lo propició la mutua desconfianza por los movimientos campesinos: la Casa del Obrero Mundial no sólo celebró la entrada triunfal de los constitucionalistas a la ciudad de México —gracias a la cual pudo reabrir sus puertas— en agosto de 1914, sino que a principios del siguiente año firmó con ellos un acuerdo para combatir a villistas y zapatistas mediante la formación de los «batallones rojos», en los cuales militaron unos 8000 obreros, adición apreciable a las filas del constitucionalismo, ya fuera como soldados o como propagandistas. La agitación obrera estuvo determinada por el acicate de la inflación y el desempleo, con la novedad de que ahora la Casa del Obrero Mundial se sentía con pleno derecho para afiliar bajo sus banderas al mayor número de sindicatos del país, lo cual hizo con notable éxito. El pacto resultó utilísimo para Carranza en el momento en que debía sumar fuerzas para enfrentar a los ejércitos campesinos, pero se volvió incómodo a medida que iba consolidando su posición frente a ellos y cuando trató de avanzar a una etapa de estabilización política y social.
En estas circunstancias, la persistencia de los trabajadores en sus huelgas, con sonados triunfos entre los obreros textiles, y su actitud crecientemente reivindicativa frente a las autoridades, a las que exigían ceder a los obreros el control de la producción, los precios y los salarios, colmaron la escasa paciencia del nuevo gobierno, lo que precipitó la ruptura de su efímera alianza a principios de 1916. Primero se produjo la disolución de los «batallones rojos» y, ante las protestas a que eso dio lugar, el gobierno mandó ocupar las sedes de la Casa del Obrero Mundial en todo el país. Las tensiones siguieron creciendo y, tras el triunfo aparente de los trabajadores en la huelga general convocada en la ciudad de México en mayo de 1916, ellos mismos sufrieron una dramática derrota cuando una segunda huelga general, programada para finales de julio, fue sofocada inmediatamente. En los meses siguientes la Casa del Obrero Mundial fue clausurada y declarada fuera de la ley. De hecho, la inclusión del artículo 123 en la Constitución, que contenía importantes reivindicaciones laborales como el derecho a huelga, el salario mínimo y la jornada de ocho horas, se produjo como una concesión en un momento de repliegue de la movilización obrera, a sabiendas de que su plena ejecución quedaría a la espera de que se expidiera la ley correspondiente.
La experiencia de la huelga general de 1916, la incapacidad de la Casa del Obrero Mundial para dirigir el movimiento obrero nacional y las nuevas condiciones en materia laboral avaladas por la reciente Constitución de 1917 impulsaron a algunos líderes a formar una nueva organización. El proyecto se materializó en mayo de 1918 al fundarse la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), bajo el mando de Luis N. Morones, quien ascendió en el liderazgo sindical desde los días de la alianza con Carranza. A diferencia de su antecesora, esta organización no actuó en bloque en su relación con el gobierno, sino que muy tempranamente se dividió entre los defensores y los detractores del régimen; estos últimos formaron el Gran Cuerpo Central de Trabajadores (GCCT). Mientras que la CROM propugnaba por una política realista, el GCCT expresaba las corrientes más radicales y se dedicó de inmediato a sindicalizar a los grupos obreros más politizados, como los telegrafistas y los tranviarios. De este mismo impulso provino la fundación, en 1919, del Partido Comunista Mexicano. Mientras tanto, el clima de agitación continuó en todo el país, lo cual distanció a Carranza incluso de los líderes sindicales que en un principio lo apoyaron, quienes pasaron a respaldar al grupo de Obregón y de Plutarco Elías Calles. Cuando se lanzó el Plan de Agua Prieta, en abril de 1920, Morones envió trabajadores a combatir contra el Ejército Nacional y en favor de Obregón y de los otros líderes sonorenses. Fue así como en el seno de la CROM se fue fraguando una larga y fructífera alianza entre el movimiento obrero organizado y el régimen surgido de la Revolución.
Nuestra revolución cultural
Así como la Revolución tuvo graves repercusiones en la política, la economía y la estructura social de México, también las tuvo en los ámbitos educativo y cultural. En el terreno de la educación los cambios deben analizarse desde tres perspectivas. La primera considera el grado de participación y la tendencia político-ideológica que los diferentes componentes del sector tuvieron a lo largo de la lucha revolucionaria. La segunda debe examinar las vicisitudes que las instituciones e instalaciones educativas enfrentaron a lo largo de esos años, tomando en cuenta consideraciones temporales y geográficas para evaluar correctamente qué consecuencias sufrieron las actividades y labores educativas. Por último, también debe compararse la política educativa sostenida por cada uno de los grupos y gobiernos de la década.
Es un lugar común asegurar que fue nutrida la participación de los profesores en el conflicto revolucionario. Entre sus causas podrían referirse las duras condiciones laborales del magisterio, así como su clara conciencia del contraste existente entre los valores ideológicos del liberalismo —al que se debía el sistema de educación pública organizado por el Estado central— y la realidad política del país a finales del Porfiriato. Esto también explica el muy significativo hecho de que prácticamente todos los grupos revolucionarios, desde el magonista hasta el aguaprietista, lo mismo que el maderismo y el carrancismo o el zapatismo y el villismo, hicieron promesas sobre la educación. Su participación se entiende, asimismo, porque el magisterio era el grupo social más adecuado para servir como intermediario entre los mensajes ideológicos y políticos de los grupos revolucionarios y las diferentes comunidades y sectores sociales del país.
De hecho, la participación del magisterio en el conflicto fue muy diferente, dependiendo de las etapas, los escenarios geográficos y los componentes sectoriales en turno. Por ejemplo, numerosos normalistas y maestros de educación primaria en provincia participaron desde un principio en favor del cambio, pero lo hicieron más con instrumentos políticos que armados: se afiliaron a los clubes o asociaciones políticas liberales, magonistas, reyistas y antirreeleccionistas. En cambio, a los profesores de la ciudad de México la Revolución les fue impuesta desde fuera, y los de nivel universitario tendieron a apoyar a los gobiernos porfirista y huertista. Por otro lado, al margen de sus simpatías políticas, lo cierto es que los maestros eran empleados gubernamentales, por eso la mayoría de ellos continuó laborando con los regímenes que se sucedieron a lo largo de aquellos años. A esta participación se sumó otra al término de la lucha: ante la incapacidad de los campesinos para asumir algunos puestos públicos luego de expulsar a las autoridades del «antiguo régimen», fueron los profesores quienes los ocuparon, ya fueran cargos de representación popular, administrativos o de conducción cultural e ideológica. Los ejemplos podrían ser numerosísimos: Alfonso Cravioto, Valentín Gama, José Natividad Macías, Félix F. Palavicini, Alberto J. Pani, Alfonso Pruneda y José Vasconcelos, entre otros intelectuales que alcanzaron posiciones influyentes en los gobiernos revolucionarios. Piénsese también en su participación en la prensa nacional o regional, en cuyas páginas muchos maestros se convirtieron en líderes de opinión, al analizar los principales problemas sociales y políticos del país desde las más diversas posiciones.
En relación con los varios proyectos de educación planteados por los distintos grupos y gobiernos revolucionarios, hubo tanto continuidades como rupturas con la educación impartida durante el régimen porfiriano. Por ejemplo, la naturaleza laica de nuestra educación no sólo se preservó sino que se radicalizó en algunos aspectos, pues la Constitución de 1917 adoptó un acento más anticlerical e incluso antirreligioso. Podría decirse también que la propuesta educativa de las diversas facciones revolucionarias tenía un carácter más nacionalista, igualitario y democrático que la porfirista, ya que se comprometía abiertamente con una ambiciosa ampliación de la cobertura educativa y privilegiaba las enseñanzas básica, técnica y rural sobre la universitaria. Recuérdese que desde 1911 fueron cuestionados los presupuestos de la Universidad Nacional en general, y de la Escuela de Altos Estudios en particular, criticándoseles su elitismo y hasta su inutilidad social en un país con 80% de analfabetos. Acorde con esta crítica la propuesta educativa de los grupos revolucionarios constitucionalistas no sólo buscaba una sociedad más igualitaria sino que descansaba en una organización más regionalista. En efecto, el proyecto porfiriano —el impulsado por Justo Sierra— aspiraba a conformar un sistema nacional uniforme, administrado por el gobierno central; en cambio, a partir de 1917 predominó la perspectiva regional: los Congresos Nacionales de Educación Primaria fueron sustituidos por diversos congresos estatales, y con igual propósito se suprimió la Secretaría de Instrucción Pública y se entregó a los municipios y ayuntamientos el manejo de la educación.
Respecto a las vicisitudes por las que pasó la educación, resulta comprensible que la ingobernabilidad y las carencias financieras de aquellos años provocaran una grave inestabilidad en todo el sistema escolar público, incluidos varios momentos —por ejemplo durante 1915— en los que funcionó en forma mínima. La violencia y la insalubridad provocaron mermas en la matrícula, y la caída en el gasto educativo o las actividades militares obligaron al cierre o al mal uso de numerosas instalaciones; también hubo despidos de maestros por motivos ideológicos y políticos, así como una enorme irregularidad en los pagos de los salarios magisteriales, lo que orilló a muchos a cambiar de oficio.
Un par de ejemplos sobre las consecuencias de la Revolución en dos instituciones educativas y culturales puede resultar suficiente: la Universidad Nacional fue fundada en septiembre de 1910, apenas dos meses antes de que estallara la lucha revolucionaria. Así, para sobrevivir tuvo que emprender un largo proceso de renovación, pasando de institución porfiriana, de «élite», diseñada por Sierra, a institución para las clases medias y de gran compromiso y sensibilidad sociales, rediseñada por Vasconcelos. Por su parte, el Ateneo de la Juventud también atravesó por un proceso de cambio provocado por la Revolución. Fundado a finales de 1909 por jóvenes que se habían beneficiado de la educación positivista porfiriana, ahora ellos mismos proponían una renovación que incluyera las humanidades y la cultura. Dichos jóvenes —Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, entre otros— también representaban un reclamo generacional, pues exigían un relevo en el ámbito cultural, al que consideraban envejecido y excluyente. El Ateneo cambió su nombre en 1912 al de Ateneo de México; sobre todo, cambió de actitud: algunos de sus miembros constituyeron una institución no elitista ni culturalista, la Universidad Popular, mediante la cual se ofrecerían ciclos de conferencias con públicos y temas populares durante el resto del decenio. Sus críticas al positivismo han dado lugar a que se considere el Ateneo como un elemento precursor de la Revolución en el ámbito cultural, lo que ratificarían con su conducta jóvenes como José Vasconcelos, Isidro Fabela, Alberto J. Pani y Martín Luis Guzmán, luego revolucionarios. Sin embargo, debe reconocerse que la mayoría de sus miembros colaboró con el gobierno de Huerta, y que no lo hicieron con el de Madero. Por ello, el triunfo constitucionalista en 1914 forzó la disolución del grupo.
Con todo, deben hacerse dos precisiones. La primera, que el funcionamiento o las transformaciones en el sector educativo durante la lucha armada dependieron de las condiciones de cada región. Un ejemplo lo puede ilustrar: en lo que respecta a la orientación ideológica de la política educativa fue más radical el laicismo en algunos estados, como Sonora, Veracruz y Yucatán, mientras que en otras entidades, como Guanajuato y Jalisco, se mantuvo el laicismo moderado, propio de la época porfiriana. La segunda precisión consiste en que en términos educativos y culturales los años de la violencia revolucionaria fueron más bien de transición. Esto es, desaparecieron —física o políticamente— los grandes educadores porfirianos, pero no llegaron a consolidarse sus sustitutos. Ejemplos: Justo Sierra se fue a España como representante diplomático del gobierno maderista, después del derrumbe del régimen porfiriano, y allí murió en 1912; Porfirio Parra, discípulo directo de Gabino Barreda, también murió en 1912; Pablo Macedo, último director porfiriano de la Escuela de Jurisprudencia y notable «científico», murió en España en 1918, y Eduardo Liceaga, postrer director de la de Medicina, falleció en 1920. Cierto es que algunos profesores porfiristas pudieron ser útiles para el nuevo régimen: Ezequiel Chávez es el mejor ejemplo. Al mismo tiempo, Antonio Caso, alegando ser apolítico, pudo convertirse en uno de los principales profesores universitarios durante los años revolucionarios. Sin embargo, es obvio que no hubo actividades docentes constantes durante los años de lucha armada. En cuanto a cambios, el más importante fue el desmantelamiento de la pedagogía positivista y la instauración de la enseñanza del humanismo moderno, del humanismo revolucionario. Si bien ello se facilitó con la desaparición de los maestros porfiristas, resulta paradójico constatar que el mayor golpe al positivismo educativo se asestó durante el gobierno de Huerta, entre 1913 y 1914, gracias a las trasformaciones propuestas por el secretario de Instrucción, Nemesio García Naranjo, con la colaboración de los profesores Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña.
Algo parecido puede decirse del ámbito de la literatura, pues varios escritores porfiristas importantes murieron junto con el régimen: Juan de Dios Peza en 1910, Amado Nervo en 1919 y José López Portillo y Rojas en 1923. Otros simplemente desaparecieron de los espacios públicos: dado que Porfirio Díaz otorgó canonjías a los escritores que le eran favorables, al triunfo de la Revolución éstos perdieron sus prebendas, tuvieron que salir al exilio y sobrevivir de su oficio en el extranjero: tales fueron los destinos de Salvador Díaz Mirón, Federico Gamboa, Amado Nervo, Victoriano Salado Álvarez y Luis G. Urbina, entre otros.
Las transformaciones culturales no corresponden mecánicamente a los cambios políticos. Si bien la cultura está en última instancia determinada por el contexto sociohistórico, tiene su propia lógica, su propia dinámica. En este caso, los escritores e intelectuales porfirianos fueron relevados, por razones biológicas y políticas, por otra generación. Los nuevos escritores surgieron con la Revolución mexicana. Este contexto hizo que su temática fuera nueva; sus personajes, distintos; su ritmo, intenso; el cambio en el lenguaje, y su uso, fue enorme. Se acabaron las pretensiones academicistas del Porfiriato, así como los afanes esteticistas del modernismo. Se rescató el lenguaje popular, pero sin las distorsiones pintoresquistas del costumbrismo. Además de una nueva estética, surgió una ética nueva. Fue así como apareció entonces la literatura de la Revolución. Si bien los nuevos literatos, los que vendrían a sustituir a los escritores porfirianos, produjeron sus mayores obras durante los siguientes dos decenios, es innegable que algunos publicaron libros importantes durante la lucha armada: el jalisciense Mariano Azuela se afilió como médico en las filas villistas de Julián Medina y publicó su gran novela, Los de abajo, por entregas en un periódico carrancista de El Paso, Texas, hacia 1916; Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos, ejemplos relevantes de la nueva generación y las nuevas tendencias, comenzaron entonces a publicar sus primeras obras.
Un caso difícil de ubicar dentro de la nueva corriente literaria es el de Ramón López Velarde, quien simpatizó con el maderismo y al radicarse en la ciudad de México en 1914 ocupó varios puestos docentes y administrativos; además, colaboró en diversas revistas literarias, todas efímeras —explicable por las condiciones sociopolíticas prevalecientes—, y publicó sus poemarios La sangre devota y Zozobra en 1916 y 1919, respectivamente. Lejos de simpatizar con la literatura revolucionaria que ensalzaba la participación épica de los sectores populares, López Velarde era un escritor de íntima religiosidad, contrario a la modernización de principios del siglo XX y en cierto sentido nostálgico de la estabilidad y la placidez provinciana. Son igualmente difíciles de ubicar dentro del contexto de la literatura revolucionaria las obras de Enrique González Martínez y Alfonso Reyes. El primero, colaborador de los gobiernos de Díaz y Huerta, ardua y penosamente continuó durante esos años la construcción de su admirable obra poética. Alfonso Reyes, hijo de uno de los más importantes políticos porfiristas —el general Bernardo Reyes—, inició en 1913 una larga ausencia de 25 años, comenzando en el extranjero la edificación de su vasta obra, espiritual y temáticamente ajena a la corriente revolucionaria. Sin embargo, sus temas, valores morales y filiaciones estéticas no son propios del periodo anterior; ambos encarnan el proceso de transición, de cambio cultural.
En la pintura sucedió el mismo proceso. Esto es, a finales del Porfiriato y durante los años violentos desaparecieron los principales pintores porfirianos. Aunque sus relevos despuntaron durante aquellos mismos años, las principales aportaciones de éstos serían posteriores: Santiago Rebull, representante de la pintura académica, murió en 1902; Julio Ruelas, modernista e hijo de un influyente político zacatecano, falleció en 1907, y el paisajista José María Velasco murió a principios de la lucha, en 1912. Saturnino Herrán, que cronológicamente debió pertenecer a la pintura del periodo revolucionario, pues fue coetáneo de Diego Rivera y de Roberto Montenegro, falleció en 1918, precisamente cuando se iniciaba la transformación de la pintura mexicana. El tapatío Montenegro y el guanajuatense Rivera vivieron los años violentos en Europa: el primero pintó sistemáticamente desde su regreso al país; el segundo enfrentó a finales del Porfiriato las últimas expresiones del «academicismo»; pasó en Europa el segundo decenio del siglo XX, donde predominaban el tardío postimpresionismo y el naciente cubismo, entre la primera guerra mundial y la Revolución rusa, y regresó a México al terminar la lucha revolucionaria, cuando pintó los espléndidos murales de la Secretaría de Educación Pública. Si bien realizada a partir de los años veinte, la pintura mural tuvo como tema la lucha revolucionaria, con sus causas y consecuencias sociales.
La transformación de la pintura mexicana fue técnica, temática y estética; esto es, de forma y contenido. Sin embargo, los cambios artísticos y morales no se lograron fácilmente. Por ejemplo, la primera exposición personal de José Clemente Orozco se montó en 1916, pero tuvo poca atención por las condiciones sociopolíticas del país. Por su parte, Gerardo Murillo, mejor conocido como «Dr. Atl», militó en las filas constitucionalistas, ilustró periódicos revolucionarios y sirvió de mediador con el movimiento obrero. Su obra ilustra claramente las diferencias entre la pintura porfiriana y la revolucionaria: muchos de los paisajes de Velasco incluyen unos distantes y tranquilos volcanes del Valle de México; en cambio, los volcanes del Dr. Atl suelen reflejar toda su furia eruptiva. A su vez, el chihuahuense David Alfaro Siqueiros abandonó sus estudios en la Academia de San Carlos para incorporarse a los ejércitos revolucionarios; como en la pintura de Rivera, sus protagonistas son los sectores populares —campesinos, obreros y soldados revolucionarios—, el contexto es político y el discurso estético es épico. Sin embargo, es preciso recalcar que el proceso revolucionario acabó con la académica pintura porfirista, si bien las principales obras de Orozco, Rivera, Siqueiros y Atl se elaborarían después de 1920.
Las vicisitudes de la guerra también dificultaron el desarrollo normal del arte musical. Algunos de los músicos que habían sido beneficiados o que tenían puestos de responsabilidad a finales del Porfiriato, como Julián Carrillo, director del Conservatorio, y Manuel M. Ponce, becado en Europa a principios del siglo XX, prefirieron radicar en el extranjero durante la lucha armada. No fue hasta que se consiguió mayor estabilidad en las principales ciudades, una vez terminada la «guerra de facciones», cuando se reanudaron las actividades musicales: Carrillo dirigió el Conservatorio después de 1917, y Ponce la Orquesta Sinfónica Nacional. Con todo, como compositores la propuesta de ambos era culta —Ponce— y vanguardista —Carrillo—. Igual que en la literatura y la pintura, la Revolución produjo en los músicos una profunda renovación estética, tanto en los temas como en los estilos: surgió la música nacionalista, con compositores en los que fue característica la recuperación de las tradiciones y melodías populares. Para la música popular —corridos, «bolas» y canciones— también fue decisiva la lucha revolucionaria, pues la proveyó de nuevos personajes y numerosos acontecimientos, trágicos unos, épicos otros. Comprensiblemente, igual que sucedió en la literatura y la pintura, fue en los decenios siguientes, cuando se pudo contar con el respaldo económico y político de un Estado sólidamente establecido, con un proyecto cultural propio y definido, que la música mexicana entró en un proceso de cambio y desarrollo claramente identificable como nacionalista y de inspiración popular. Para el posterior desarrollo de la música debe considerarse la trascendencia que tuvo la invención del fonógrafo, de la radio y del cine sonorizado.
En el aspecto ideológico, parte esencial de los ámbitos educativo y cultural, la Revolución también tuvo una repercusión definitiva, aunque las nuevas expresiones ideológicas tardarían algunos años en manifestarse. No es de extrañar que la derrota del Porfiriato haya provocado la desaparición física o política de sus intelectuales: Justo Sierra moriría lejos en 1912; Francisco Bulnes tuvo que salir exiliado del país, lo mismo que Emilio Rabasa, y murieron el primero en 1923 y el segundo en 1930, tras dedicar los últimos años de su vida a sobrevivir con un puesto docente, alejado totalmente del poder político. Entre los nuevos ideólogos sobresalieron Andrés Molina Enríquez, Antonio Díaz Soto y Gama, Luis Cabrera y José Vasconcelos, todos ellos intelectuales de alguna facción, todos ellos revolucionarios. El periódico en el que descansaba la justificación del régimen porfiriano, El Imparcial, fue clausurado en 1914, a la caída de Huerta, lo mismo que El País, el principal periódico católico. Durante el decenio revolucionario hubo dos momentos claramente distinguibles en lo que respecta al periodismo: hasta 1915 proliferaron los periódicos faccionales y a partir de 1916 comenzaron a fundarse periódicos de alcance nacional y sin una definición política explícita. Entre los primeros destacaron Regeneración, de los hermanos Flores Magón, de tendencia anarquista; México Nuevo, reyista; El Diario del Hogar, liberal; El Mañana, antimaderista, y La Vanguardia, constitucionalista. Entre los segundos fue significativa la fundación de El Demócrata, Excelsior y El Universal, este último dirigido por Félix F. Palavicini, otro notable intelectual revolucionario.
Uno de los procesos ideológico-culturales más importantes de aquellos años fue la aparición de la Generación de 1915, en la que sobresalió el grupo de «Los Siete Sabios» al que debe agregarse un grupo más, el de «Los Resabios». A diferencia del Ateneo de la Juventud, activo entre 1909 y 1914, con claros intereses culturalistas, la Generación de 1915 estuvo marcada por la violencia revolucionaria, lo que explica que se haya fijado tres objetivos: comprometerse con la urgente e inaplazable reconstrucción del país; participar en ella mediante propuestas técnicas, rigurosas, y no con planteamientos faccionales e ideologizados, incluso románticos, y abocarse a la construcción de instituciones, única forma de resolver auténticamente los enormes problemas sociopolíticos del país. Los más destacados entre «Los Siete Sabios» fueron Alfonso Caso, Antonio Castro Leal, Manuel Gómez Morin y Vicente Lombardo Toledano, quienes frisaban los veinte años cuando se constituyeron como grupo y al ponerse como objetivo participar activamente en la reconstrucción nacional. Entre el grupo extendido de aquella generación —«Los Resabios»— destacaron Miguel Palacios Macedo, Luis Enrique Erro, Narciso Bassols y Daniel Cosío Villegas, entre otros. A diferencia del grupo de intelectuales porfiristas conocido como los «científicos», quienes también buscaron soluciones técnicas —«científicas»— a los problemas nacionales de finales del XIX, los jóvenes de 1915 no se convirtieron en plutócratas ni justificaron siempre a los gobiernos emanados de la Revolución. Al contrario, muchos de ellos asumieron posturas de oposición. En cualquier caso, sus creaciones institucionales tuvieron lugar en el segundo tercio del siglo XX.
Igual que en los ámbitos educativo, cultural e ideológico, a lo largo de la lucha armada se venció al «antiguo régimen» en términos sociopolíticos y aparecieron los nuevos actores sociales, las clases medias y los sectores populares. No obstante, fue a partir de 1920 cuando surgió el Estado posrevolucionario, basado en un nuevo pacto político —la Constitución de 1917— y con un nuevo objetivo social. También durante la lucha armada se cuestionó el proyecto educativo y cultural del «antiguo régimen», se desplazó a sus artistas e intelectuales, los que perdieron toda legitimidad e influencia, y entraron en escena los nuevos actores y protagonistas en estos campos. Sin embargo, no fue hasta que se desarrolló el Estado posrevolucionario cuando se pudo crear una nueva cultura, lo que se hizo a partir de 1920, con Vasconcelos y el amplio grupo de artistas, educadores e intelectuales que respaldaron dicha misión. En resumen, 1920 debe verse como un «parteaguas»: fin del proceso revolucionario e inicio de la reconstrucción posrevolucionaria.
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