17

“Noche buena, noche muerta”.

Joan Maurici Faltriquera había aprendido a vivir sobre el filo de una navaja. Incluso había descubierto la comodidad de la arista metálica en la que se deslizaba cada día. Era tan inoxidable como sus pensamientos de broker. “La vida es un gran negocio del que es preciso sacar siempre una buena tajada”.

Se acercó a la cristalera y contempló de nuevo la ciudad a sus pies, como siempre, tan vulgar con sus millones de bombillas navideñas, con su realidad amortiguada por el blindaje de cristal y acero. Por el poder. “Hace veinte años, en una noche como ésta...”

Atardecía sobre Barcelona, y desde su palacete remodelado de Pedralbes, las nubes tendían a disiparse bajo su mirada. Desde el mar soplaba el xaloc, cálido y sin la incandescencia del sur, aunque él, a sus treinta y cinco años, sólo entendía de vientos bursátiles, de galernas en forma de dinero y divisas. “Cuanto peor, mejor”, era su lema. Tres años de recesión, con los pequeños ahorradores arruinados (los muy tontos se creyeron la monserga del “capitalismo popular”) y con el parquet hecho definitivamente unos zorros gracias al remate de Bin Laden y al galope sobre Irak del cowboy Bush, no habían tenido para él ninguna consecuencia nefasta. Mejor aún, nunca había ganado tanto dinero y poder como en aquellos últimos tiempos de bolsas en caída libre, con el dow jones bailando la pachanga. Vena niña de trece años a la queast quitaba la vista de encimader caro y comprar barato. Adelantarse a los acontecimientos, manejar información privilegiada sin que se note, tener una corazonada para deshacerse de valores cuando empieza la caída y volver a comprarlos más tarde a mitad de precio.

El placer que le otorgaba ganar donde otros perdían no era comparable a la emoción que aquella mujer había despertado en su instinto de jugador, que había hecho de la temeridad una virtud.

“Noche de paz, noche de amor...”.

Miró su Rolex con impaciencia. En menos de una hora ella aparecería, puntual, inevitable. Mientras otros colocaban el borriquito en el pesebre, él iba a hacer de las suyas.

“La carne quiere carne”, masculló el poema de Ausias March. Sí, que tuviera un corazón de acero no le impedía recurrir a los clásicos en el momento de asestar sus estocadas a la vida. “Se puede ser un poeta y un hijo de puta”, caviló. Y él sabía muy bien cómo conseguir lo que quería. “Los negocios son los negocios y a ti te encontré en la calle”.

Nunca había conocido a una mujer como aquella, tan potente e imprevisible. Tan guerrera. Al estudiarla, como quien ejecuta un balance de entradas y salidas, llegaba a la conclusión de que la tipa rompía todos sus esquemas. Su cuerpo le transportaba a otra dimensión. Su orografía a prueba de silicona, su manera de contonearse, cadenciosa; su forma peculiar de pronunciar las eses silbantes a pesar de su marcado acento barcelonés... Alta, de rasgos griegos sobre piel de ébano, como la Moreneta pero en carnal y con movimientos de fiera, aquella mujer obsesionante podía ser perdición para cualquiera, más allá de las operaciones virtuales, de los cash flow, de las opas hostiles o del vaivén insoportable de capitales imbéciles que cambian de mano sin moverse de la misma caja suiza.

“Un hombre pobre no puede permitirse una mujer bella”, concluyó. “Estoy más salido que un mono”.

Pero todo no era carne. Había algo más que perturbaba a Faltriquera. Estaba en aquellos ojos, en su forma de mirarle cuando le montaba y le dejaba arrebatado, exhausto, en piruetas elegantes, precisas, propias de una jaca cartujana si habláramos de hípica. Faltriquera se excitaba sólo con recordarlo y durante los embates tenía que pensar mucho en la muerte para evitar que cada encuentro acabara en gatillazo.

Cuando en el Café de la Ópera, media hora antes de que en el Liceo cantara la Pantoja, aquel monumento de mujer le pidió fuego desde la mesa de al lado y él le acercó el Dupont de oro a la cara por primera vez, el broker se supo arrastrado a un incendio que, desde entonces, le arrasaba por dentro y calentaba su sangre siempre gélida. Incluso en un día tan señalado como aquel, cuando se conmemoraba el nacimiento del niño dios y la muerte de su padre, trinchado como un pavo en Nochebuena por una niña de doce años que ni siquiera tuvo que pagar su culpa ante la justicia. Un pavo al coñac, porque don Mauricio estaba totalmente sumergido en alcohol cuando perdió todo lo que tenía y todo lo que podía haber tenido.

La orfandad para Joan Maurici había sido vivida como una liberación. Muerto el padre se acabó la rabia. Mientras mantenía a su esposa con la pierna quebrada y en casa, a él, su único hijo, lo había metido interno en un colegio de élite del Opus Dei, donde se codeó con los vástagos de la burguesía financiera catalana que hoy formaban su círculo de amistad y negocios. Porque, como muchos de sus compañeros de estudios, el joven Faltriquera heredó una fortuna considerable surgida de los negocios inmobiliarios forjados a la sombra del alcalde José María de Porcioles, camarada de su abuelo en el somatén, durante los años de la guerra, y socio indirecto de su padre+coas cualquier a través de Quadras, cuñado de Porcioles y auténtico gerifalte de urbanismo en el ayuntamiento de Barcelona desde 1957 hasta 1973. Esos contactos permitieron a Sebastián obtener las licencias de obra necesarias para convertir las casuchas del Margen en edificios baratos y encarecer los alquileres a su antojo. Retirado el abuelo, el progenitor de Joan Maurici lo tuvo demasiado fácil... El nuevo Plan General de Barcelona de 1974 demostró la gran cualidad de adivinos que los Faltriquera, y sus colegas de las grandes compañías inmobiliarias, atesoraban desde los años cincuenta. Con el aval de los terrenos del Margen, don Mauricio Faltriquera entró directamente en los negocios especulativos del suelo en las zonas suburbiales de Barcelona. El Barrio del Margen estaba en el centro de un gran plan de remodelación cuando, en la noche buena de 1983, a don Mauricio le visitó la muerte.

“Mi padre fue un cabrón con pintas, pero creo que siempre ha habido una manera de hacerse rico: la suya. Aunque los tiempos han cambiado la fachada de nuestro negocio”. La sangre seguía palpitando bajo su pantalón a pesar de sus divagaciones monetarias. “Piel y dinero, qué más da. Todo es poder, todo es sexo”, repitió su máxima antes de dejarse caer sobre su butaca anatómica. “Estoy hasta los huevos de las niñas pijas que sólo quieren amarrarte a la vida, y a mí me gustan a rabiar las mujeres que están de muerte”.

Extendió los brazos hacia atrás buscando un respaldo en el que aferrarse y dejó que sus pies tomaran posesión de la mesa diseñada por Mariscal y que le había costado un riñón... extirpado a otros, por supuesto.

Miró la hoja del calendario. Miércoles, 24 de diciembre, con el número marcado con un círculo en rojo. Era el día del maldito aniversario y era la primera vez que no había visitado el pabellón familiar, en el cementerio. Su madre había fallecido al final de la primavera y él ya no se sentía obligado a tanto paripé funerario. Era libre para olvidar, para zanjar las cuentas con el pasado, para resolver su destino a su manera.

El broker Faltriquera había aprendido varias cosas en la vida. No demasiadas, pero contundentes. Una de ellas se explicaba por sí misma: “Lo que tiene que ser tiene que ser y además es inevitable”. Parecía el trabalenguas de un torero filósofo, pero estaba convencido de que nadie podía ser capaz de burlar a su destino. “Si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos”, pensó con ritmo salsero. “Si naciste para rico, del cielo te llueven los billetes”.

A las nueve la tendría allí, en su lujoso palacete; sin testigos ni presencias molestas, a su merced para hacer cuanto quisiera; para que ella se lo hiciera todo. Absolutamente todo, como nadie se lo había hecho nunca hasta ahora. Joan Maurici Faltriquera se excitó al pensarlo, babeó como el perro de Pavlov y deseó que las agujas del reloj avanzaran con la aceleración de una vieja película muda de Mack Sennett. También tenía su gracia que durante aquel embate carnal, tan esperado, mientras él iba a estar follándose a su negra, el reloj marcaría la hora exacta del veinte aniversario, el instante preciso de la muerte de su padre, el cruel arrebato de Don Mauricio Faltriquera, decano del Ilustrísimo Colegio de Agentes Inmobiliarios de Cataluña, mano derecha del trascendental alcalde Porcioles e inventor de una fórmula mágica para hacerse ricos y que su jefe supo aplicar desde el ayuntamiento con absoluta dedicación: el Decreto de los Edificios Singulares, una ley que sembró Barcelona de monstruos de cemento y ladrillo y que hizo multimillonarios a no pocos cuñados y capitostes del Movimiento, siempre de guardia junto a los luceros... de las recalificaciones de terrenos y las compraventas fraudulentas.

Don Mauricio había muerto de una forma absurda, a manos+coas cualquier de una niña... negra que ahora tendrá la edad de...

“Bah”, concluyó, “lo lógico hubiera sido que mi padre cayera a manos de alguno de sus numerosos enemigos, de un competidor al que había arruinado o de cualquiera de los maridos cornudos que fue dejando a su paso como picha brava”. Una mocosa que apenas levantaba un metro del suelo fue capaz de cercenar mortalmente a uno de los pocos hombres que, con el carnet de Falange, ejercían el poder real en Barcelona desde los años sesenta, cuando el despegue económico posibilitó que la ciudad volviera a convertirse en una meca prodigiosa para los dueños del dinero.

“Tendrían que hacerle un monumento”, se dijo el broker. “Todavía no es tarde para conseguirlo”.

Y entonces pensó en el viejo conseller Nomdedéu que tanto le debía, y en el director general de la vivienda, el hijo del falangista Calviño, joven de Primera Línea reciclado al catalanismo de derechas.

“Nos deben todo lo que son”.

Las ocho y media. Ella siempre había sido puntual. Era una virtud que Faltriquera valoraba en su justa medida. Sonó el teléfono privado.

—¿Necesita algo?

—No.

—Ya sabe que me tiene a su disposición. Estaré en casa. Mi móvil...

—Sí, Laia, no te preocupes —respondió Faltriquera, impaciente—. Hasta el lunes. Disfruta de estos cuatro días. No, no lo dudes. Yo también lo haré.

Colgó el auricular y pensó que aquella mujer era demasiado sumisa y disciplinada, eficiente hasta el cansancio: aburrida y previsible. Siempre embutida en su traje de chaqueta, pulcra, bien peinada y con olor a jazmines. “Insoportable y monótona”, pensó Faltriquera. “Incluso en la cama”. Su fidelidad estaba incluida en el abultado “Plus de empresa” contenido en su nómina. También la discreción ante los desmanes de Faltriquera. En este mundo hay que pagarlo todo. Se compran conciencias, cuerpos, amistades. “La dignidad de los demás también tiene un precio y yo puedo comprarla cuando me da la gana”.

Todo se consigue con dinero. Menos a ella, que no había aceptado ni un duro, que jamás había permitido ningún regalo o detalle caro. La negra lo hacía por vicio, o por algún motivo inconfesable. Orgánico, quizá. ¿Qué sabía él de aquella mujer? Nada, absolutamente nada; a pesar de los meses transcurridos desde aquel primer encuentro en el Café de la Ópera.

—Me llamo Joan Maurici ¿y tú?

—Llámame Leonor —respondió echándole el humo a la cara, suavemente, como un mensaje claro.

¿Aquel era realmente su nombre? ¿Y su apellido? Nunca lo dijo, tampoco su lugar de nacimiento, o su edad. ¿Dónde vivía? ¿A qué se dedicaba? ¿Tenía familia?

—Soy tu negra —le decía escuetamente por teléfono—. Si quieres nos podemos ver en el Café, como siempre, a la misma hora.

Así montaba sus citas. Ni un sólo dato concreto. Su voz, además, sonaba con dificultad, atropellada por el ruido de la calle y la comunicación era tan breve que dejaba al broker con la palabra en la boca.

—Mi negra —repetía Faltriquera, con emoción, mientras colgaba el auricular—. Y que lo diga.

Ahora la esperaba, por primera vez en su casa. Sin servidumbre. Ni siquiera iba a toparse con el rottweiler de la puerta, que él había encerrado para la ocasión. Los dos podrían cenar solos, juntos al calor de la chimenea, sin que nadie les interrumpiera; lejos de los villancicos y los discursos del Rey. A pelo.a niña de trece años a la que intencici,

—¿Por qué tomas tantas precauciones?

—Soy una mujer casada —respondió Leonor— y mi marido es un hombre muy celoso. Cuando pierde los estribos es capaz de cualquier cosa.

Faltriquera la creyó. No era la primera vez que se enredaba con las mujeres de otros. Las citas con ellas en secreto conferían al sexo el valor añadido de no respetar las reglas; de adentrarse en corral ajeno, arrebatar los beneficios aprovechando la confianza de los demás, subir fraudulentamente el precio de la acción y, sobre todo, utilizar información privilegiada con fines ventajistas. Follarse al mundo. Lo había hecho con éxito desde que cumplió los veinte años, cuando regresó de Yale con un flamante Master en gestión financiera que le abrió las puertas de la zona noble de la Caixa. Después, todo fue coser y cantar. Es decir: especular como un mago y jugar a la Bolsa con planteamientos de tahúr. Un tiburón con éxito. Pero a partir de los primeros cien millones, hacerse rico se convierte en un verdadero aburrimiento. “El dinero llama al dinero y ya no te quedan amigos a quienes traicionar. Así es que... Pero entonces llegó la negra y en nuestra segunda cita me la chupó; de repente, sin avisar, en plena calle y a la luz del día”. Faltriquera se corrió a los treinta segundos. “Rápido y en seco”, como si se tratara del eslogan de una tintorería.

Los encuentros posteriores quedaron marcados por el juego y por la sorpresa del escenario que la negra elegía para darle a Faltriquera una nueva dosis de esa medicina que puede volver loco a un cuerdo. El broker jamás llevaba la voz cantante, iba a la defensiva y se sentía vulnerable, siempre a merced de los caprichos de “su” negra, haciéndoselo con ella tras una columna de la Sagrada Familia, junto a las ranitas del Parque Güell o en los servicios de la Pedrera... Había pasado el año Gaudí y, según ella, no había lugares más discretos que aquellos, dominados casi siempre por bandadas de turistas japoneses y por excursionistas del Inserso que pugnaban por la canonización del arquitecto iluminado.

—Espero que un día nos veamos en un ambiente más íntimo —le dijo Faltriquera, asomándose al balcón para comprobar que el tráfico era intenso en el paseo de Gracia.

—¿En tu casa o en la mía? —contestó la Negra, mientras se subía las bragas.

—¿Y tu marido?

—Me deja sola en Nochebuena. Tiene que marcharse al extranjero. Operan a su madre. Y madre no hay más que una.

—¿No le acompañas?

—Su familia no sabe que está con una negra y son más racistas que los del Ku Klux Klan.

—En la mía entonces.

—No quiero que esté ni la sirvienta. Porque tienes sirvienta, ¿verdad?

—Tres.

—Dales vacaciones.

—Y dos secretarias.

—¿Todas mujeres? Te gusta sentirte como un sultán, rodeado por un harén.

—Trabajan para mí, no sobre mí.

—No debe haber nadie en la casa.

—Estaremos completamente solos.

—Me juego mucho y no deseo correr ningún riesgo.

—Estaremos de muerte.

—Eso espero.

Aquella Nochebuena iba a ser distinta, definitiva. La Negra no olvidaría nunca aquel encuentro, concluyó Faltriquera. En su mansión, en su cama inmensa como un campo de tenis, sobre su alfombra persa... en su terreno, por fin. El broker había decidido que a niña de trece años a la queioas cualquiersu negra iba a pertenecerle durante toda una noche, en exclusiva, y, si era posible durante todos los días hasta el roscón de Reyes... O quién sabe. Pero ¿y si de repente aparecía su marido vestido de paje, o cámara en ristre? ¿Y si sus gustos secretos, sus vicios privados, de encaje, eran descubiertos y utilizados para exprimirle como a un limón? Faltriquera lo tenía muy claro. Su casa era su fortaleza. En cuanto ella estuviera dentro, soltaría al rottweiler, cerraría con llave y accionaría las alarmas exteriores. Sería más inexpugnable que una cámara acorazada del Banco de España. Nadie podría entrar y nadie saldría sin utilizar la combinación numérica que guardaba en su cerebro.

—Serás mía —dijo en voz alta—. Yo llevaré la voz cantante. Vas a descubrir por qué he sido capaz de arruinar a más de un rockefeller.

Preparó las luces dando palmadas y ordenó a las puertas que obedecieran a su voz. Aquel era el edificio más inteligente de toda Barcelona. Comprobó que todo estaba en su sitio, buscó el frasco en uno de los armaritos de la cocina y guardó varias pastillas en el bolsillo izquierdo del pantalón. Movió la botella de cava dentro de la cubeta de plata y colocó las copas sobre la bandeja. Un cóctel de bienvenida que le convertiría en dueño y señor; como le hubiera gustado al macho de su padre, que de repente estuvo más presente que nunca en sus pensamientos. “Esta noche tendré la negra”, se dijo, presa del buen humor.

Para inspirarse, ordenó al tocadiscos que pusiera un tema musical de Amancio Prada, sobre un poema de Rosalía de Castro:

Cuando pienso que te has ido,

negra sombra que me asombras

al pie de mi cabecera

vuelves haciéndome mofa

Entonces sonó el timbre de la puerta exterior. Miró por el video—portero y la reconoció tras las gafas oscuras.

La Negra avanzó por el jardín y llegó al porche. La puerta blindada se abrió a su paso.

—Adelante, trocito de carbón. Hoy cenamos pavo.

—Yo te lo trincharé. Soy una especialista —respondió la Negra sin estremecerse.

—Pero antes brindemos.

La primera copa dejó paso a las lenguas. Faltriquera se relajó. La Negra comenzó a desnudarse. Despacio, junto al fuego.

Una segunda copa mezclada en los fluidos. Se acostaron sobre la alfombra, con la hoguera quemándoles el cerebro.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Faltriquera.

—Relajada. ¿Y tú?

No contestó. Los dedos del broker, todavía vestido, comenzaron a desabrocharle los últimos botones. Sólo estaba cubierta por una camisa de seda blanca, sin nada debajo. Dispuesta.

—Espera, voy a comprobar cómo va el horno.

—Estaré desnuda cuando vuelvas.

Apenas unos segundos más tarde, frente a frente sobre la alfombra, volvieron a los besos. Brindaron. La Negra dio un sorbo a su copa, largo y cadencioso, mientras Faltriquera, con una sonrisa complacida, vaciaba el cava de la suya.

—Ahora bebe de la mía —dijo la Negra, insinuante.

—No... —masculló Faltriquera.

—Da un sorbo, anda —ordenó la Negra, con dulzura—. Después beberé yo.

Sin podera niña de trece años a la que intencici, reaccionar, el broker se tragó el contenido de la copa.

—Y ahora seré tuya.

El corazón de Faltriquera comenzó a latir más despacio, a pesar de que “su” negra estaba ya completamente desnuda y a su merced. Sintió que se distanciaba del mundo, que flotaba en una extraña sensación. Sus oídos latían inexplicablemente mientras ella lo desnudaba sin dejar de mirarle, con una sonrisa que le provocó un escalofrío, un cambio de tensión, cierto malestar.

Completamente desnudo sobre la alfombra, vio como aquella mujer, erguida a la altura de su pecho y con las piernas abiertas, le dedicaba un gesto de victoria.

—Te voy a follar como nadie te lo ha hecho nunca, pero antes te voy a contar una historia. Había una vez una niña negra...

—Tú eres la...

—Aquella niña negra que acabó con tu padre; aquella niña negra que hoy se dispone a terminar la faena. Él también me llamaba trocito de carbón.

—¿Y el cava? —A Faltriquera le faltaban las fuerzas.

—Antes de quedarme dormida, tú estarás muerto. Luego despertaré y me iré.

—¿Por qué...?

—Soy tan oscura como un mal pensamiento. Tu padre destruyó mi familia y tú eres su reencarnación, su triunfo. ¿No lo entiendes? Tú eres su dinero, su crimen. Y estoy aquí para hacer justicia.

—¡No me jodas!

—Tu estirpe acaba aquí. El círculo se cierra.

—Suponiendo que no te deje embarazada el polvo —dijo Faltriquera, con una mueca cínica, en un acceso de humor delirante.

—No temas. No tienes ninguna posibilidad.

El broker sintió dentro de sí la boca de la Negra y la sangre en su entrepierna cambiaba de volúmenes, bombeando carne donde antes apenas había un colgajo.

—No serás capaz de hacerlo.

—Matando a uno he hecho felices a muchos. Eso dice la Policía. ¿No has oído hablar de mí? Soy una leyenda. Me han concedido libertad total para matar.

—¿A quién harás feliz con mi muerte?

—A cientos, quizás a miles. Todos se alegrarán. Un hijo de puta menos. Los periódicos dirán que te has suicidado después de follar con una desconocida, quizás una prostituta, o una de tus secretarias. Ya sabes, sólo existen los hechos, las pruebas de ADN, las huellas, el video—portero... Pero dejaré tu casa más limpia que una patena. Soy una profesional experimentada.

—Qué torpe he sido.

—No te quejes. Disfruta del momento.

—Creí que podría dominarte y...

—De todos los malditos a los que he dado puerta, tú eres el peor.

—Yo sólo soy un hombre de negocios, un financiero.

—Eres el jefe de todos los canallas. El que mueve los hilos y siempre queda impune.

—Estás loca.

—Escúchame bien: quien te mata y quien te folla es Leonor Esgueva Loza, aquella niña negra que acabó con tu padre y con tu estirpe. Seré para ti como la mantis religiosa.

Mientras la Negra cabalgaba sobre él a galope tendido, Joan Maurici Faltriquera tuvo tiempo para escuchar la suave melodía con la que Leonor acompañaba sus movimientos de gacela.

Aquella negrita buenaa niña de trece años a la queioas cualquier

de quien Dios tuvo piedad

ahora ya no es sólo negra

ahora es negra...

—...Y criminal... y criminal... y criminal... —masculló Faltriquera, buscando hasta el fondo el último placer—. ¡Ay, criminal!

Sus ojos se cerraron mientras el semen se le escapaba a borbotones. Como la vida.

V.1 marzo 2014

Edición Digital Sagitario