12
A tres manzanas de la comisaría estaban derribando un edificio de cinco pisos. Encajonado en las calles estrechas del barrio viejo y adosado a otros edificios sobre cuya estabilidad nadie habría aceptado apuestas, la empresa demoledora se había visto obligada a renunciar a los procedimientos espectaculares: ni dinamita, ni goma-2 para provocar unos segundos de éxtasis apocalíptico, ni arietes pendulantes, ni siquiera modestas excavadoras. Derribo manual y lento, de arriba abajo y con cuidado, vaciando las tripas de la ruinosa casa de pisos a golpes de martillo y piqueta, los escombros lanzados a los contenedores a través de tubos que eran como impúdicos intestinos adosados a la fachada.
A Dan Baños le fascinaba el espectáculo. Lo miraba con el ánimo de quien se mira a un espejo.
Infiltrado entre los jubilados mirones de plantilla, invisible entre ellos porque parecía uno más, y no precisamente el más vivaracho, Dan perdía media, una, dos horas cada día en estado casi de hipnosis, convencido de que aquella lenta demolición avanzaba paralela a la suya propia.
De momento, el deterioro del edificio apenas era perceptible. Como en su caso.
La costra en el dorso de la mano.
—Pero esto es una picadura de insecto —le había dicho ofendido el doctor Plaza, cuando finalmente se la mostró, mitad por aprensión, mitad por sadismo.
—Sí, sí, ya.
—Es una picadura de insecto y aún te faltan años para tener síntomas de verdad. Por lo menos, síntomas físicos. Porque de la cabeza, estás fatal, Baños. Déjame que te haga los análisis. Déjame que te haga un recuento de linfocitos CD4 para saber...
—Dime que esto no es una picadura de insecto.
—Pero es que esto es...
—Adiós, Plaza, tengo que ir a ver una cosa.
Y se había ido al espectáculo de la demolición.
Un recuento de linfocitos. Otra de las pretensiones que el médico había elevado a la categoría de obsesiones. Dan se lo imaginaba a lo bestia. O sea, a Plaza, armado con una espátula y un microscopio, apartando uno a unos los linfoncitos de una mancha de sangre. Calculando a ojo a partir del montoncito de los ya contados y la cantidad de plasma que quedaba... “hum, ya llegamos, ya llegamos, unos cuantos más y cantamos victoria”. Idea delirante, lo reconocía, y aún más porque le daba la risa cada vez que la recreaba.
¿Cuál debía de ser el equivalente de los linfocitos para el edificio en ruinas? ¿Vigas? ¿Clavos? ¿Cuántos le debían de quedar al edificio?
En ocasiones, Baños sospechaba que estaba recuperando el sentido del humor, y eso le preocupaba.
Perdido en estas cavilaciones le encontró el inspector Egea, del grupo de Homicidios.
—Baños, coño, qué bien vives, como un jubilado pero cobrando la paga entera.
—¿Qué pasa?
—Tengo una cosa para ti.
Otra vez la misma historia. Aparecía una negra en un crimen y corrían a buscarlo para sacarse el caso de encima.
Volvió con Egea a comisaría y allí le contaron lo ocurrido.
La nueva víctima se llamaba Alfredo Sanjosé Carreño. En comisaría habían bautizado su expediente como “El caso del muerto de hambre”, porque le habían encontrado con la cabeza metida en la nevera. Dos balazos en el cuello. Sin huellas, sin con el dinero del botíner llegar vivo a un centro de rastros forenses, ni ADN, ni pelos teñidos con un tinte milagroso que sólo se puede comprar en una tienda concreta en todo el planeta, nada de nada. En todos esos detalles, Baños reconoció en seguida la marca de la negra que consistía, precisamente, en la ausencia de marca alguna.
Egea le puso una cinta de vídeo.
—Éste es el muerto. Mira qué cabrón. Fíjate, fíjate.
En la cinta de la cámara de seguridad de la oficina de La Caixa se veía al futuro difunto cambiando de papel a velocidad de vértigo. Al principio, no era más que un anónimo extra interpretando el papel de cliente. Acto seguido, empezaba a cobrar protagonismo como víctima de un atraco. Enseguida asumía funciones estelares como atracador, traidor al compañero al que asesinaba y, finalmente ejecutor a sangre fría de un empleado. Una carrera estelar concentrada en dos minutos.
—Un atracador con antecedentes. Dieron el golpe en una oficina de la Caixa y allí mismo se cargó a su cómplice. Al otro, un polaco, lo mató en el Garraf. Una alhaja. Le hubiéramos pillado, pero alguien se nos adelantó.
—¿Una venganza?
—O eso, o un cuarto cómplice que buscaba el dinero. Yo me inclino por la venganza. El primer cómplice tenía novia y el polaco, madre. Pero lo que cuenta es que la última vez que vieron al pájaro ese, la noche del crimen, salía de una discoteca acompañado de una negra. O sea, que ya sabes, para ti.
Otro hijo de puta asesinado. A Dan Baños no se le pasó por alto aquel cosquilleo en el estómago que imaginaba similar al del hincha futbolero cuando se entera de una nueva gesta de su equipo. Emoción que no se para en consideraciones sobre la limpieza o la legalidad del triunfo. Baños se daba cuenta de que recibía las noticias de los asesinatos de la negra con ánimo de forofo.
Por rutina, visitó a los deudos de las víctimas de Alfredo Sanjosé. La madre del polaco era una anciana nonagenaria desfallecida y estremecida por el dolor: si hubiera cogido una pistola con el ánimo de matar a alguien, como mucho, habría alcanzado a volarse un pie.
—¿Cómo se llamaba la negra aquella, amiga de su hijo? —le preguntó Baños, con aire casual.
—¿Uh? —hizo la mujer, aproximadamente.
—Olvídelo, señora.
Tal vez no había sido la Negra. Tal vez se trataba de un ajuste de cuentas con el dinero del botín como justificación última.
A la novia del otro, la localizó en el rodaje de una película porno. Baños tuvo que esperar en el plató, una torre en el Maresme, a que, disfrazada de esclava romana, acabara de satisfacer los complicados caprichos de una matrona entrada en carnes. Las dos revolcándose sobre racimos de uvas aplastados. El cámara reptaba por el suelo en busca de contrapicados reveladores. A la matrona le habían tenido que afeitar el bigote porque si no parecía un camionero y la secuencia perdía el toque lésbico.
Acabada la grabación, Baños se llevó a la actriz a un rincón. Era una rusa de cuerpo y rasgos delicados, que respondía por Irina.
—Es mi primer día. Una amiga me ha conseguido este trabajo... si no, tenía que trabajar de puta.
Baños se preguntó dónde estaba la diferencia, pero se ahorró el comentario. No le gustaba humillar a la gente.
—¿Para que tienes que trabajar? ¿No te basta con el dinero del botín?
—No señor, no tengo el dinero, no sé quién lo tiene, ni me importa ni lo quiero. Yo sólo quería a Tommy. —Se le nubló la vista sólo cone vez en cuandoas cualquier pronunciar el nombre de su amante atracador y difunto.
—O sea, que lo hiciste por venganza, no por el dinero...
—Yo no hice nada. Tengo coartada.
—Pudiste encargárselo a alguien.
—No, no —quería irse, parecía tener prisa por volver al abrazo de la matrona.
—Una negra —soltó Baños.
Irina abrió a la vez la boca y los ojos con asombro de niño ante el truco inesperado de un prestidigitador.
—No —alcanzó a decir.
—Una negra. Le contaste lo ocurrido y ella decidió vengarte, porque es así, porque se dedica a joder a los que joden a los demás.
—Que no.
Por sorpresa, Baños le plantó en los morros una foto de Donna Summer, cantante negra de la que había sido fan en su juventud. La había elegido, precisamente, porque no se parecía en nada a la imagen del retrato-robot de la Negra.
—Es ésta, ¿no?
—¡No, no era ésta!
Siguió un silencio denso.
—Entonces era una negra, pero era otra —dijo Baños, mirándola a los ojos.
—No, no, yo no he dicho esto.
—¡Has dicho que no era “esta” negra, joder! Esto quiere decir que era otra negra.
—Se equivoca, señor. Lamento haberme expresado mal. Aún tengo dificultades con el idioma.
No la iba a sacar de ahí. Pero Baños no pretendía lograr una confesión: sólo buscaba una certeza privada. Sabía que la Negra no era estúpida. Si había estado en contacto con Irina, se habría ocupado de cortar todos los caminos que llevaban a ella a través de la rusa. Podía colgar a Irina de los pulgares y no sería capaz de sacarle un solo dato.
—Muy bien, sigue con tu trabajo.
Baños ya se iba cuando oyó la voz de la rusa a sus espaldas.
—Señor policía...
—Sí.
—Quién mató a ese hijo de puta... quién lo mató... tiene que tener el dinero.
Camino a la discoteca Moloko, Baños meditó sobre esta afirmación, y sus implicaciones. Si no había entendido mal, lo que le había insinuado Irina era que la Negra había matado a Alfredo Sanjosé para robarle su botín.
Absurdo. Descartó la idea sin pararse ni a considerar en los motivos que podía tener Irina para lanzar esta acusación.
“Se ha ido con una negra” era una frase reveladora y una pista estupenda en cualquier parte, excepto en el Moloko. Allí, como pronto descubrió Baños, todos se iban con negras, porque el noventa por ciento del público era de esa raza. De Alfredo Sanjosé, se acordaban muchos, precisamente por lo contrario, porque era blanco y llamaba la atención. Y porque era cliente fijo del local... el tipo exacto de cliente que justifica la existencia del cartelito “Reservado el derecho de admisión”.
Camorrista, putero, hijo de puta, maltratador de mujeres... al cabo de media hora de llegar Baños ya había anotado una página de adjetivos dedicados por personal y clientes al “muerto de hambre” de la nevera. Habían celebrado la noticia de su muerte con una noche de barra libre.
En cambio, el recuerdo de la negra que se fue con él parecía haberse desvanecido por completo, de una forma que a estas alturas ya le resultaba familiar a Baños. El identikit provocaba reacciones demasiado rápidas y s se estremeció atráseguras “No, no, no me acuerdo de cómo era, pero no se parecía en nada”. “Es que no era cliente habitual, sólo vino unos días, ni siquiera la vi, pero ésta no era, seguro”. Al cabo, un camarero sobornado le dirigió discretamente hacia un senegalés de ojos enormes y dientes blancos como el marfil que miraba a las chicas que bailaban en la pista con ánimo de cazador seleccionando su presa.
—Yo no me acuerdo de cómo era, pero ese también se fue un día con ella.
Baños abordó al senegalés.
—Dicen que te fuiste con la negra...
—Cada día con una —dijo el senegalés, disimulando la ansiedad con una sonrisa.
—Sabes a quién me refiero. Una nueva, una que rondaba por aquí como si buscara algo.
—No sé decirle. Hay muchas que buscan. Negras y también alguna blanca.
Baños le mostró la foto de Donna Summer.
—¿Era ésta, no?
Los ojos del senegalés se iluminaron de alegría.
—¡Sí, sí, ésta, ésta, ahora lo recuerdo! ¡O esta, o una muy parecida! —exclamó, feliz de poder aprovechar aquella inesperada oportunidad de confundir al policía.
Con esto, Dan Baños dio el asunto por concluido. La historia se repetía y, al repetirse, se confirmaba.
Por la tarde, en el edificio en demolición arrancaban las vigas del piso superior. Mesmerizado por el espectáculo, Dan Baños lo miraba sin verlo y pensaba en la Negra. Se decía que ya la conocía. Y que conocerla, para él, era más importante que detenerla.
Era como en aquellas películas del Oeste donde, al principio, unos cuatreros eliminan a toda la familia del protagonista. El protagonista se salva y pasa años entrenándose hasta convertirse en una máquina de matar. Empieza con los asesinos de sus familiares, pero una vez que ha terminado con ellos, ya no puede parar. Allí donde ve un abuso, allí donde detecta una injusticia, interviene.
Una especie de personaje mítico y fascinante. Alguien capaz de arriesgarlo todo a cambio de nada por ayudar a los demás.
Tal vez, antes de que cayeran sus propias vigas maestras, tendría el privilegio de conocerla.