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Allí estaba su piel, de color ligeramente cobrizo, un poco brillante, suave, hermosa, un poco húmeda a causa del sudor. En contraste con la maravillosa piel de ella se veía la de él: bl perdí de vista.

t quitaba la vista de encimaancuzca, pálida, escurridiza como la de una serpiente, arrugada, atroz. Los ojos de la niña veían cómo aquel hombre acuoso y grueso tocaba el hermoso cuerpo de su madre, lo acariciaba, penetraba en él. Era algo que siempre la horrorizaba, algo que le hacía sentir pánico, que la llevaba al borde del llanto, del asco, que la sumía en la más tremenda turbación. Aunque al mismo tiempo, no podía dejar de mirar, de sentir una extraña fascinación. Era un sentimiento insano, cercano a la enfermedad. Aunque no se hubiera tratado de su madre, se habría sentido igualmente atraída por aquel espectáculo clandestino y desagradable. Pero era su madre, la única que había conocido desde que nació, la única mujer a quien había llamado madre. La otra piel, aquella piel resbaladiza y detestable no era la de su padre. Su padre, mientras todo aquello sucedía, se había marchado a la taberna. Allí se quedaba, solo, triste, avergonzado, bebiendo vasos de vino hasta que el otro hombre se había marchado de su propia casa, había dejado de abrazar a su propia esposa. Entonces, ¿a quién pertenecía aquella odiada piel? ¡Ah, era la de un hombre sin rostro, sin nombre, sin alma!

Ella, aquella niña negra pequeña e insignificante, siempre se escondía cuando el hombre llegaba. Luego, mientras permanecía haciendo el amor con su madre, se acercaba de puntillas a la habitación y miraba por la cerradura. No podía mirar más de uno o dos minutos, después tenía que huir, atemorizada por las imágenes que llenaban sus ojos, atemorizada de sí misma por ser capaz de volver una y otra vez a presenciar aquella ignominia. Más tarde corría escaleras arriba y se encerraba en su vieja y destartalada habitación, tan vieja, pobre y destartalada como toda su casa. La pobreza, no era otra la razón por la que su madre consentía en acostarse con aquel hombre. Eran pobres. Pero su madre no ejercía la prostitución, sólo se iba a la cama con aquel tipo, su casero. Habían llegado a un acuerdo. Su madre era tan hermosa, tan amable, tan encantadora, que aquel horrible tipo enseguida se había fijado en ella. ¿Qué podía ofrecerle un hombre como aquél a su madre? Era feo, gordo, peludo, cruel, repulsivo. Pero por desgracia, casi todas las casas del barrio del Margen le pertenecían, también las miserables tabernas, las humildes tiendas. Don Mauricio, un hombre que había hecho una considerable fortuna utilizando sus influencias políticas y explotando a la gente pobre, a quienes obligaba a pagar alquileres superiores a lo que podían permitirse.

¿Pero sabía algo de eso la niña negra? Puede que lo supiera, por supuesto que lo sabía, pero no era algo que tuviera presente. Ella sólo sabía que don Mauricio iba a su casa una vez a la semana, normalmente los sábados, y que mientras su padre desaparecía con la mirada triste y la humillación pintada en el rostro, aquel tipo se metía en la habitación con su madre. Era entonces cuando espiaba, cuando veía sus pieles juntas frotándose en la penumbra. Gracias a eso no pagaban alquiler y de ese modo podían vivir pobremente con el mínimo sueldo de su padre, un peón. Una vez le había oído decir a don Mauricio: “Un hombre pobre no puede permitirse una mujer bella” y sólo muchos años después había comprendido la vileza de aquella frase.

A veces su madre pedía clemencia para algún vecino que pasaba por dificultades económicas: que don Mauricio aceptara un retraso en el pago de la renta, que don Mauricio perdonara la cantidad de una mensualidad. Solía conseguirlo. ¡Ah, todos se lo agradecían!, su madre era tan amada como detestado era don Mauricio Faltriquera. Se trataba sin duda del hombre más odiado de la calle, del barrio, de Barcelona. Sólo su madre tenía alguna influencia sobre él. Algún día, cuando jugaba en la calle, un vecino se paraba frente a ella y le decía: “Dios bendiga a tu madre, pequeña, sólo gracias a su sacrificio podemos respirar con unnocru poco de paz, librarnos a veces de la crueldad de ese monstruo.” Al principio no podía comprender de qué sacrificio se trataba, pero se daba cuenta de que, tras haber estado con don Mauricio, su madre lloraba y su padre en ocasiones se mostraba rudo y de mal humor. Luego, ambos se abrazaban en la cocina, se consolaban, se limpiaban las lágrimas mutuamente. Se dio cuenta de que su madre no deseaba estar con aquel hombre terrible y tuvo un sentimiento que nunca antes había conocido: la rabia.

En algunas ocasiones se sentaba en la calle, descansando después de haber estado jugando con los otros chicos del barrio. Entonces veía llegar a don Mauricio Faltriquera que iba a cobrar las rentas de los vecinos. Caminaba lentamente, como un viejo cowboy, y cuando se daba cuenta de que ella estaba en la calle se acercaba, parándose a su altura y, como un águila ávida de carne fresca le decía:

—¿Qué tal, onza de chocolate, cómo estás? ¿Todo va bien en tu casa? Espero que tu madre esté bien, es lo único de valor que tenéis ahí dentro. —Solía soltar una risotada y añadía—: Tú eres como un trocito de carbón, como una gota de petróleo, como una caja de betún, como un tonel de brea, como una botella de tinta. ¡Ah, eres oscura como un mal pensamiento!

Volvía a reír y desaparecía calle abajo, contento de sus propias chanzas. La niña lo miraba en silencio. Sí, era negra, aunque sus padres fueran blancos, pero su madre le había dicho que ser negro era hermoso. Siempre recordaba sus palabras:

—Eres negra, hija mía, negra como los hermosos guerreros africanos, como el agua profunda, como el cielo estrellado en las noches de invierno. No te avergüences nunca de ello.

Al principio, los niños se burlaban de su color, pero después la dejaron en paz. Era negra, sí, pero cuando se miraba en el espejo su piel le parecía muy bonita; cuando salía de la bañera, el agua resbalaba sobre ella como sobre las plumas de un cisne. Las pieles blancas se le antojaban superficies poco discretas que revelaban a gritos cada estado de ánimo: la vergüenza, la ira, el miedo, la timidez. También cada imperfección: las irritaciones, los granos, las pecas, los lunares. Quizá asociaba la piel blanca a la de aquel hombre repugnante que cada sábado acudía a estar con su madre, a acariciarla, a frotarse sobre su cuerpo joven y moreno.

Con el tiempo fue notando cada vez menos miedo, fue volviéndose independiente, atrevida, capaz de decir lo que pensaba, aunque no lo que sentía, los sentimientos los guardaba para sí misma. Recorría las calles del barrio con cierta sensación de triunfo, cada vez más diferente, más impermeable a todo, más endurecida por las circunstancias. Era libre y se consideraba a sí misma capaz de afrontar sola la vida. Cada vez le gustaba más la soledad e iba alejándose progresivamente de los demás niños, que le parecían estúpidos, vulgares, capaces únicamente de corretear por la calle como niños pobres que eran. Los veía sin un destino que cumplir, sin una meta que alcanzar en la existencia. Yo seré de otra manera, se decía.

Frecuentaba la compañía de la señora Zoila, una anciana, que como ella, también era negra. Sólo se sabía de aquella mujer que era cubana, y había llegado a España huyendo de una desgraciada historia de amor. La señora Zoila regentaba una pequeña taberna y, por las mañanas, cuando ésta aún estaba cerrada, se sentaba a la puerta de su establecimiento fumando con majestuosidad un inmenso habano. En las noches de verano, cuando los clientes ya se habían marchado, salía de nuevo a la calle y cantaba algunos versos con su guitarra. La niña la oía desde la cama:

Negras son las penas míasnocru

Igual que es negro mi canto

Amé a un hombre despiadado

Que resultó ser un blanco.

Por eso todas las noches

Siento en mi alma el agravio

Que sólo desaparece

Con mis versos y mi habano.

La niña se asomaba entonces a la ventana y observaba cómo guardaba el instrumento, cómo pegaba una última calada intensa al cigarro, como si fuera un suspiro.

A la salida del colegio siempre acudía a hacerle una visita. Había adquirido esa costumbre cuando dejó de poder soportar el hecho de quedarse en casa mientras su madre estaba con aquel hombre. La señora Zoila se apiadaba de ella, le servía un vaso de leche al que inmediatamente mezclaba un poco de café mientras decía: “Bebe, hija, bebe, que la leche es buena, y Dios la hizo blanca sólo por equivocación”. Entonces le acariciaba la cabeza y cantaba algo, una antigua canción de esclavos libertos que siempre contenía grandes suspiros de melancolía y algún que otro bufido rebelde.

—¿Estás atribulada, hija mía? —le preguntaba utilizando un lenguaje que nadie sabía de dónde hubiera podido salir—. Pues no te preocupes. Las cosas pasan por encima de nuestra voluntad hasta que un día nosotros decidimos que deje de ser así. Es entonces cuando ponemos punto final a nuestra ignominia.

Naturalmente la niña negra no entendía ni una sola palabra, pero por el tono general le parecía que lo que debía hacer era esperar, esperar hasta que llegara el momento. No sabía qué momento, pero un momento importante.

Fue la señora Zoila quien le enseñó a estar orgullosa de ser negra.

—Ellos han perdido el color, niña mía. Dios empezó a crear al hombre en África, y sólo cuando ya no le quedaba piel negra, flexible y hermosa, sólo entonces, se puso a hacer hombres blancos que le salieron desvaídos como temerosos fantasmas.

La niña escuchaba y lo que decía la vieja a veces la hacía reír. Otros días le preparaba la merienda y le pasaba la mano por los rizos brillantes como el hierro:

—Come, hija mía, come y disfruta, porque tu vida puede estar alguna vez llena de rayos y truenos, de chaparrones que caen sobre el mar de tormenta.

Se trataba de una mujer extraña, pero no era necesario comprenderla, se decía la niña para sí. Le bastaba con su afecto y su amistad.

Pasaron los años y la niña negra cumplió doce. Su madre reunió dinero suficiente como para hacerle un regalo de cumpleaños: un enorme pastel comprado en la mejor pastelería. Cenaron los tres miembros de la familia como cualquier otro día y a la hora de los postres, la madre apareció en el comedor con el pastel sobre el que brillaban doce velitas encendidas. Fue una gran sorpresa, nunca había visto nada parecido: nata, chocolate y pequeñas fresas confitadas colocadas con esmero alrededor. Sopló las velas con ilusión y formuló un deseo secreto: pidió con todas sus fuerzas que don Mauricio Faltriquera no volviera nunca por allí. Rieron, comieron y por un momento, pareció que la felicidad podía de nuevo reinar en aquella casa. De pronto, llamaron a la puerta con golpes violentos. Los tres se miraron con inquietud, la sombra de Faltriquera, siempre presente, los amenazó, pero no, no era posible, Faltriquera nunca había hecho una cosa así. Durante todos aquellos años se había limitado a las visitas semanales sin irrumpir jamás en otro por Irene...

vi cualquier momento. El padre, serio, se levantó y fue a abrir. La niña contuvo la respiración. Al cabo de un instante Faltriquera en persona entró como un vendaval.

—¿Dónde está mi zorra? ¡Eh, puta, vamos a la habitación que hoy tengo ganas de ti!

Venía más pálido que de costumbre, despeinado, con los ojos vidriosos. Estaba borracho. La mujer se quedó paralizada, sin moverse ni poder reaccionar. La negra saltó sobre el tipo antes de que éste tocara a su madre tal y como se disponía a hacer. Faltriquera empezó a vociferar mientras ella intentaba darle patadas en las piernas.

—¡Eh!, ¿qué haces?, maldita sea, ¿qué coño quieres, tizón, quieres que te hunda tu feo cráneo negro?

En ese momento se oyó un fuerte grito tras ellos.

—¡Quieto, Faltriquera, no toques a ninguna de las dos!

El padre estaba en la puerta del comedor, serio, blanco, con la mirada fija y amenazadora como la de un felino. Su hija nunca lo había visto así. Empuñaba un gran cuchillo de cocina.

—He consentido durante años que vieras a mi mujer porque no sólo soy pobre, sino también débil. El miedo a ver a mi familia en la calle, sin un techo bajo el que dormir, podía más que mi dignidad. Pueden llamarme marido consentidor pero nadie sabe cómo detesto las paredes de la taberna donde espero que te hayas ido. Odio hasta el sabor del vino, Faltriquera, me sabe como sangre. A veces pensaba que me bebía tu sangre. Pero estaba demasiado dormido para darme cuenta de la realidad: era mejor no tener casa que soportar tantos sufrimientos...

En ese momento la niña negra se dio cuenta por primera vez de lo bien que hablaba su padre. Pero éste no parecía movido por ninguna retórica sino únicamente por la desesperación.

—Te agradezco que hayas venido hoy porque has conseguido despertarme de un mal sueño. Ahora eres tú quien va a entrar en un sueño, el sueño que permitirá que no vuelvas a hacer daño a nadie, el sueño de la muerte.

—¿Pero qué estás diciendo, maldito cornudo?

La negra vio entonces cómo su padre levantaba el cuchillo con ímpetu y daba tres pasos decididos hacia Faltriquera, que retrocedió de modo instintivo. Sin embargo, aquella mano quedó paralizada en el aire. La cara del agresor se congestionó súbitamente y los dedos, agarrotados primero, laxos después, soltaron el arma que hizo un estremecedor ruido metálico al caer. Entonces el padre se desplomó inerte en el suelo. La esposa se cubrió la boca ahogando un grito. Faltriquera dio otro paso atrás y tumbó una botella de agua que se derramó sobre los restos de pastel. Luego, se acercó despacio hasta el cuerpo inmóvil y lo miró con recelo.

—¡Pobre imbécil, está muerto! Me largo, no quiero complicaciones.

Salió rápidamente, como si hubiera recuperado la sobriedad de golpe. La madre se acercó a su marido y se arrodilló junto a él. Las lágrimas empezaron a brotar en silencio. Luego un pequeño lamento continuado se escapó de su boca y se extendió como una música fúnebre por toda la habitación. La niña se acercó a la mesa. El pastel estaba anegado por el agua, las velas se habían extendido por la mesa tiznando de pequeños puntos el mantel. Se dio cuenta de que los deseos ocultos no se cumplen, de que la magia de la vida no los hace realidad. Comprendió que sólo existen los hechos.

Dos días más tarde enterraron al peón en una caja de pino, la más sencilla, que aun siéndolo, tuvo que ser sufragada por las donaciones de todos los vecinos. El cortejo mortuorio caminó por la calle principal del barrio. Había fallecido de un ataque al corazónnocru, pero a nadie se le ocultaban las razones que lo habían provocado. Doña Zoila, sentada a la puerta de su taberna, vio pasar la comitiva con ojos adormilados. Aquella noche la negra, desde su cama la oyó cantar:

Un corazón que se rompe,

Siempre lleva a reflexión

De si estaba estropeado

Por la rabia y el dolor.

Los ángeles con su espada,

Velan a este pobre muerto,

Porque un día la venganza

Dejará al villano yerto.

La niña no lloró al oír estos tristes versos, como no había llorado durante el entierro de su padre, como no volvería a llorar nunca más en su vida.

Apenas había pasado una semana cuando su madre recibió la visita de don Mauricio Faltriquera. La pequeña corrió escaleras arriba para no verlo, pero se quedó en el descansillo a fin de oír lo que sucedía. Distinguió perfectamente cómo la voz de su madre sonaba firme y sin titubeos.

—¿Qué quieres, Faltriquera?

—Dora, lo siento, siento lo que pasó.

—Márchate, aquí no se te ha perdido nada.

—Estaba borracho, era la primera vez que sucedía, no me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Déjame entrar, hablaremos, aclararemos las cosas.

—No hay nada que aclarar. Márchate, y no vuelvas a acercarte a mí nunca. Eres despreciable, peor que un gusano, peor que una serpiente venenosa.

—¡Vives en mi casa, recuérdalo!

—¡Largo de aquí!

Sonó un fuerte portazo que estremeció las paredes, que hizo vibrar los cristales de las ventanas. Aquella noche la niña durmió de un tirón, como si hubiera estado enormemente cansada y hubiera encontrado un poco de paz que le permitiera relajarse.

Los días siguientes fueron de gran actividad para la viuda. Debía encontrar un trabajo a toda prisa. Pero no era tan fácil, carecía de estudios y nadie quería contratar a una mujer sin experiencia de ningún tipo. Fue de puerta en puerta y visitó todas las oficinas de empleo de la zona. Por fin, en una de ellas le ofrecieron un puesto. Se trataba de un trabajo duro: limpiar diariamente las dos enormes naves de almacenamiento de una fábrica. El sueldo era mínimo, pero ella ni siquiera lo pensó. No tenía más remedio que aceptar. Sin embargo, una vez de vuelta a casa, hizo cuentas y advirtió que con aquel dinero no le llegaba para todos los gastos. La negra se dirigió enseguida a su madre:

—Yo también puedo trabajar.

—No, ni hablar, tú acabarás el colegio. No consentiré que nadie te destroce la vida.

—Pero, mamá, tú sabes que él nos echará de esta casa si no pagamos el alquiler y entonces, ¿dónde vamos a ir?

—No, no lo hará, no se atreverá. Deja de preocuparte, yo me encargaré de todo.

—¡No quiero que vuelvas con él!

La madre, conmovida por el tono vehemente de la negra, le acarició la cabeza con pesadumbre.

—Puedes estar tranquila, hija mía, eso no sucederá.

Y no sucedió. Aquella hermosa mujer viuda, aún joven, noa una máscara.as cualquier volvió a ser la amante de don Mauricio Faltriquera. Sin embargo, su primera profecía no se cumplió. Una noche, cuando regresaba cansada del trabajo, su hija corrió hasta sus brazos:

—Mamá, ese hombre ha estado aquí. Dice que tenemos un solo día para sacar nuestras cosas de esta casa y marcharnos. Dice que no quiere que estemos aquí mañana por la noche cuando vuelva.

La madre notó cómo se le iba la fuerza de las piernas, cómo se le aflojaban las rodillas y le daba vueltas la cabeza. ¿Cómo había podido pensar que Faltriquera no se atrevería a echarlas? ¿Acaso significaba algo para él todo el daño que les había causado? Nada. Pero le daba igual, nunca volvería a hacer el amor con él. Ambas dormirían en la calle, en un portal, en una cama de la beneficencia. De pronto reconsideró lo que estaba pensando. Por ella misma no tenía importancia, pero ¿y su hija, cómo iba a permitir que la niña empezara a vivir como una mendiga? Porque existía una posibilidad peor, quizá le arrebatarían a la niña si ella no podía mantenerla y la dejarían en un hospicio o la ofrecerían en adopción. En ese momento, toda la fortaleza que la había mantenido en pie hasta aquel momento la abandonó y se echó a llorar, arrodillada sobre la acera. La niña no sabía qué hacer.

—Mamá, ¿qué haces? No llores. Ven, levántate. No te preocupes, ya te dije que yo trabajaré. Puedo hacer recados para la gente sin dejar de ir al colegio, puedo limpiar el piso de algún vecino. Pero no quiero que estés en el suelo. Levántate.

En ese momento oyeron una potente voz femenina que les hablaba desde detrás.

—¿Qué es lo que pasa aquí?

Era la señora Zoila, que había cruzado la calle desde su taberna.

—¿Por qué está arrodillada en el suelo? ¡Vamos, levántese, no hay nada que merezca que nos arrodillemos, nada, ni la muerte!

—Faltriquera nos quiere echar de casa, señora Zoila, y mi madre no gana bastante dinero para pagar el alquiler y todo lo demás. Tampoco quiere que trabaje yo. Sólo tenemos un día para sacar nuestras cosas del piso.

—Un poco de calma, un poco de calma. Lo primero de todo, levántese. Y ahora vamos a pensar. ¿Para qué tiene el hombre la cabeza, para llevar sombrero, para hacerse bonitos peinados? ¡No, para pensar! Y como mi cabeza es muy vieja y está muy acostumbrada a pensar en problemas, creo que ya he encontrado una solución.

—¿Qué? —preguntó la negra.

—Tengo un almacén bastante amplio en la parte de atrás que no utilizo para nada. Está hecho un desastre, es verdad, pero si sacamos las cajas vacías y las tiramos a la basura y le damos una buena mano de pintura quedará muy bien. Pueden llevar sus muebles allí hasta que encuentren otro sitio mejor.

—No podemos aceptar, señora Zoila, sería como vivir de candad. Se lo agradezco, es usted muy bondadosa, pero... —respondió la madre secándose las lágrimas.

—¿Caridad, bondadosa? Me parece que aquí hay un error. Si les propongo eso es porque me vendría muy bien tener a alguien que me ayudara a pelar las patatas. Tampoco estaría mal que una mano joven barriera cada mañana la taberna, yo me canso ya. Y esa mano podría ser la tuya, niña perezosa, te conviene levantarte más temprano y trabajar un poco antes de ir al colegio. ¿Eh, qué me dicen? Es un trato.

La negra miraba a su madre con el alma en un hilo, y cuando la vio sonreír dio un salto en el aire y dijo:

—¡Bien!

Todos los vecinos de la calle ayudaron al traslado. El odio a Faltriquera se unióa una máscara.as cualquier a la simpatía que despertaban la madre y su hija negra. Y la señora Zoila llevaba razón, una vez limpio y con las paredes pintadas de blanco, el almacén parecía otro lugar.

Empezaron a vivir allí y pronto establecieron una agradable rutina diaria. La negra se levantaba por la mañana a primera hora y, antes de acudir a sus clases, barría el local a conciencia. La señora Zoila preparaba el desayuno y lo tomaban las tres juntas en la cocina. Luego, la madre iba a su trabajo, la negra al colegio y la señora Zoila abría el bar. Por la noche, se reunían de nuevo y cenaban contándose cuáles habían sido las incidencias del día. Al cabo de un tiempo, la niña oyó reír a su madre por primera vez después de años. Le pareció un sonido maravilloso y comprendió que, aunque seguían siendo pobres y llevaban una existencia dura, habían recuperado algo tan valioso como la dignidad.

Sin embargo, tras aquel lapso de calma, la negra empezó a inquietarse. Ya tenía doce años, edad suficiente como para que ningún detalle se le pasara por alto. Se dio cuenta de que en aquel período feliz, Faltriquera no se había dejado ver por el barrio. Cuando debía cobrar las rentas de sus inquilinos, lo hacía a horas tardías, procurando no ser visto, todo lo contrario de lo que solía hacer en el pasado. Sin duda se sentía culpable y avergonzado y se privaba de cualquier exhibición pública. Pero la niña lo vio una noche desde la ventana del almacén. Estaba quieto, medio oculto en la sombra, atisbando, intentando ver sin ser visto. No sintió miedo, sólo la preocupación de que un día a aquel monstruo se le ocurriera abordar a su madre cuando regresaba del trabajo. Sin embargo, se guardó su preocupación y no le comentó a nadie que lo había visto aun cuando desde aquel momento permaneció siempre alerta. No se iba a la cama sin dar una última mirada a través de los cristales, y allí volvió a descubrirlo varias veces, acechando como una fiera, escondido como una rata. A pesar de aquella presencia siniestra que se repitió algunas noches, Faltriquera nunca se atrevió a acercarse, de modo que la niña empezó a sentirse más tranquila. Un día dejó de rondar el bar de la señora Zoila, desapareció. Probablemente había perdido toda esperanza de reiniciar ningún contacto con su madre. La negra durmió de nuevo profundamente.

Se acercaba la Navidad, iba a ser la primera Navidad que pasaran solas y en paz. El día de Nochebuena por la tarde la madre no tenía que ir al trabajo. Volvió muy contenta porque sus jefes le habían regalado un enorme pavo y le habían dado no sólo una paga extra, sino también un aguinaldo.

—Lo ahorraré por si necesitamos algún dinero en el futuro —le dijo a la señora Zoila, pero la anciana se puso en jarras frente a ella y movió negativamente la cabeza.

—¡Ah, no, no me parece nada bien! Ese dinero debes gastártelo en ti misma. Es Navidad. ¿Cuánto hace que no vas para que te corten el pelo y te peinen, cuánto que no te has comprado un vestido nuevo? Es Navidad, y tienes la obligación de cuidarte un poco. Si necesitáis dinero, yo te lo prestaré.

Aceptó ir a la peluquería, pero decidió que el vestido nuevo lo compraría para su hija en el día de Reyes.

—De acuerdo, pero márchate ya. Tu hija y yo tenemos mucho trabajo que hacer esta tarde. Cocinaremos el pavo según una receta tradicional cubana y, como postre, haremos un rico pastel de plátano. ¡Vamos, vamos, esfúmate de una vez!

La madre se marchó riendo, encantada. Era la primera pequeña frivolidad que iba a permitirse y se sentía ilusionada. La señora Zoila y la negra se quedaron en casa cocinando. Fue divertido: cortar verduras, calentar el horno, preparar la salsa... y mientras lo hacían la vieja iba contándole historias y leportada: © 2003 Jordi Oliver

atrásyendas de su lejana tierra cubana.

Al anochecer volvió la madre con el pelo cuidadosamente cortado y arreglado. Incluso con su vestido pasado de moda estaba preciosa, y feliz. Hubo bromas, piropos, y después se prepararon para la cena de Nochebuena. La señora Zoila sacó un bonito mantel blanco que tenía guardado para las ocasiones y pusieron la mesa usando copas y hasta velas. La cocina estaba cálida, llena del perfume gratificante de las viandas. Se sentaron y comieron con la sensación de que aquella sí era una auténtica celebración navideña. El pavo estaba delicioso y lo acompañaron con una botella de buen vino. Rieron, bromearon... y al salir el pastel a la mesa, hubo aplausos y vítores a la cocinera. En ese momento, cuando la fiesta había alcanzado su momento más alegre, llamaron a la puerta. Quienquiera que fuera no utilizó el timbre sino que dio unos golpes en la madera. La negra se estremeció.

—No abra, señora Zoila, por favor.

La señora Zoila la miró con unos ojos profundos y graves y respondió:

—Abriré. No se puede cerrar la puerta al destino.

Con la respiración contenida, madre e hija esperaron en su lugar. Un segundo después, sin ninguna sorpresa por parte de nadie, entraba Faltriquera, borracho. Era como si hubieran estado esperándolo, de modo que no se asustaron, no hicieron ningún movimiento en falso. La madre incluso sonrió levemente.

—¿Qué quieres?

—A ti.

—Nadie te ha invitado, Faltriquera, márchate antes de que avise a la policía.

—Mira, lo he pensado bien. Estoy arrepentido de cómo me porté con vosotras y quiero rectificar. Tengo un piso vacío mejor que el que ocupabais. Tú y tu hija saldréis de este corral asqueroso y os iréis a vivir allí. No os cobraré nada, por supuesto.

—¡Ah, qué bien, estoy emocionada! ¿Y quieres algo a cambio?

—Sólo verte un día a la semana, como antes, no más. Hasta te daré dinero para que no tengas que trabajar. Todo será diferente, ya verás, podrás educar a tu hija y vivir dignamente.

—Es ahora cuando vivo dignamente. Vete, Faltriquera, eres un pobre hombre, me das pena y asco, lárgate.

Entonces el hombre se quedó callado, se tambaleó levemente y su rostro se oscureció hasta volverse rojo intenso. Empezó a acercarse amenazadoramente a la mujer y se dispuso a ponerle las manos encima.

—Serás mía esta noche, ahora mismo, cuando yo quiera, como siempre. Eres mi puta.

La negra cogió entonces el cuchillo con el que habían partido el pavo y con toda calma miró a la señora Zoila, que observaba desde la puerta. Ésta dijo:

—Niña, haz lo que estás destinada a hacer.

En ese momento la niña se interpuso entre el hombre y su madre y gritó:

—¡Mírame, Faltriquera, que quiero matarte de frente!

Y sin dudar le asestó una primera puñalada en el cuello. La expresión de Faltriquera fue más de pasmo que de dolor. Pero la niña no le concedió mucho tiempo para la sorpresa. Enseguida volvió a clavarle el arma en el pecho, en el vientre, en el costado. El rostro del hombre se contrajo, grandes chorros de sangre empezaron a manar de las heridas. Aún hizo un último intento agónico de aproximar su brazo a la mujer pero recibió un mortal envite: la hoja, ya sucia de sangre, le penetró profundamente por el ojo derecho. Entonces cayó al suelo.

Un silencio profundo se extendió por la habitación. La madre se tapó la os de atrásboca con la mano. La señora Zoila puso la suya sobre el hombro de la niña y exclamó:

—Ya se ha cumplido lo que tantas veces he visto en mis sueños. Pero no sufráis por el futuro, en esos sueños también he visto que Dios tendrá compasión de ti. Ayudadme a llevar a este amasijo de carne a un rincón y comamos en paz el pastel.

Y así lo hicieron. Sólo cuando hubieron dado la cena navideña por concluida, avisaron a la policía.

La niña fue conducida a un centro de menores mientras un juez examinaba su caso. Ese juez recibió la visita de todos y cada uno de los vecinos del barrio que le informaron de los abusos de Faltriquera. Un mes después, la niña negra salía libre. Todo el mundo la esperaba a la puerta del centro para abrazarla y vitorearla. Fue recibida como una libertadora. Mientras miraba cómo la gente la aclamaba, comprendió que su vida sería larga y complicada. Tenía algo que hacer en este mundo, y no podría dedicarse a las actividades cotidianas que hubiera llevado cualquier mujer. Pasado un tiempo, debería abandonar su casa y lanzarse por caminos duros. Supo que lo haría y lo aceptó.

La primera noche que durmió en el almacén de la señora Zoila la oyó cantar y tocar la guitarra a la puerta de la taberna. Fue un verso breve, acompañado de una suave melodía, que decía así:

Aquella negrita buena

De quien Dios tuvo piedad

Ahora ya no es sólo negra

Ahora es negra y criminal.