11

A las cuatro de la madrugada todavía no se había dormido. Después de cenar se había tomado un whisky para tratar de conciliar el sueño, pero el alcohol no había conseguido atemperar un estado de tensión que había ido creciendo a medida que avanzaba la tarde.

La luz del destartalado dormitorio permanecía encendida: una bombilla de cuarenta vatios que imposibilitaba la lectura. A las cinco de la madrugada todas partes., Jaume Ribera, Enrique Sánchez Abulí, Mariano Sánchez Soler se incorporó y se sentó en la cama, y ésta crujió bajo su peso. Era un tipo corpulento; uno ochenta de estatura, ochenta y dos kilos de peso y brazos armados con dos grandes manos. Irina, a su lado, alargó los brazos y trató de abrazarle por la cintura.

—¿Por qué no lo dejas, Tomy? No vayas. No me gusta nada.

Tomás era Tomy para Irina. Tomy, un moderno caballero andante que la sacó de aquel bosque con lecho de pinocha en el que la bella rusa ofrecía sus encantos al mejor postor. Tomy, que nunca quiso conocer su pasado y al que sólo le preocupaba el futuro en común. Y el futuro simplemente empezaba dentro de tres horas.

—Me he comprometido y soy un hombre de palabra.

—No me gusta Alfredo.

—Ya sé que no te cae bien.

—No me fío de él.

Irina se incorporó en la cama. Llevaba un salto de cama granate, una pieza preciosa de lencería fina sustentada por dos delgados tirantes que parecían a punto de resbalar por sus redondos hombros.

—Y además trata mal a las mujeres, es un putero. Un macho despreciable y depredador.

Tomy se giró para mirarla.

—¿Hablas como si lo hubieras conocido? —le dijo secamente.

Irina estuvo, desde que llegó a España, dando vueltas por locales de alterne de media España en régimen de semiesclavitud al cuidado de un proxeneta lituano al que le faltaba un ojo, hasta que huyó de sus garras y decidió ejercer por su cuenta y riesgo en aquel solitario bosque entre Terrassa y Matadepera.

—Sé qué clase de hombre es, cómo mira a las mujeres. Yo no soy su tipo. Le gustan las negras.

—Las cubanas.

—Las negras —insistió.

El despertador comenzó a sonar. Eran las seis. Había que levantarse de la cama. Pero Tomy ya estaba levantado. Entró en el cuarto de baño, se cubrió la cara con espuma blanca, blandió la hojilla, se rasuró con tajos precisos, de arriba abajo, de abajo a arriba, a contrapelo, mientras Irina, apoyada en el marco de la puerta, observaba el rito.

—No vayas —volvió a insistir.

La hojilla se concentraba ahora en la parte de su cara que había entre el labio superior y la nariz. Se hizo un pequeñísimo corte. La espuma se tornó roja. Su cara parecía una suerte de helado de fresa y nata. Se arrojó con decisión agua a la cara, despejó la piel oculta, alardeó de mejillas suaves rozando con su cara la de la rusa.

—No es un golpe: es el golpe —remarcó—. No habrá violencia, no temas, cariño. Alfredo y yo entramos. Polski se queda en el coche. Tenemos una vía de escape rápida. Todo está bajo absoluto control.

—¿Cuánto? —por primera vez los ojos de Irina dejaron de transmitir temor para irradiar codicia.

—Eres muy curiosa. No lo sé. Mucho. Suficiente. Sesenta mil euros por cabeza, como mínimo. Podemos dar una entrada para una casa, podemos irnos de vacaciones a las Maldivas. Imagina, cariño, tú y yo en esas playas de ensueño, tomando daiquiris.

—Los daiquiris se toman en Cuba y el sol me quema la piel.

—Yo cuidaré tu piel.

Tomy atrapó a la chica por la cintura, la abrazó suavemente, posó sus labios con delicadeza sobre su boca mientras sus manos se deslizaban hacia la nuca, presionando todas las vértebras en su recorrido, ejerciendo un masaje.

—Anda, vuelve a la cama, y espérame Negra y Criminalas cualquier —le despidió con un suave cachete en el culo. Luego Tomy se vistió, de oscuro: pantalones tejanos negros, una camiseta del mismo color, ceñida, una cazadora gastada de cuero. Metió el pasamontañas en un bolsillo de la cazadora.

—No vayas.

Estaba en medio de la desordenada cama, sentada sobre sus tobillos. El último ruego salía de sus labios mientras lo miraba con ojos hipnóticos.

—Te quiero vestida a las doce. No creo que haya que salir corriendo. Pero estás preparada, por si acaso.

El beso de despedida fue largo porque los brazos de ella se resistían a dejarlo partir. Tomy la estuvo besando en el cuello cuando se libró de sus labios, pero se detuvo cuando ella se bajó los tirantes del salto de cama.

—Hazme el amor.

—Cuando haya pasado todo.

Cruzó el pasillo, sin encender las luces, abrió la puerta y bajó a la carrera el tramo de escaleras que lo separaba de la calle.

Polski lo esperaba en el coche robado el día antes, a cuatro manzanas de su casa. El polaco, a pesar de llevar viviendo en aquellas casas de la Verneda desde hacía diez años, seguía hablando español con un divertido acento de malo de película de agentes secretos. El hombre de confianza de Alfredo se jactaba de haber sido corredor profesional en su país, algo que nadie había podido demostrar. Era capaz de conducir con los ojos cerrados, de acelerar hasta alcanzar cincuenta kilómetros en marcha atrás sin que el coche sufriera un rasguño, de virar bruscamente impidiendo el más mínimo derrape. Tomy montó atrás y el vehículo se puso en marcha.

—Buenos días, Tomy. ¿Qué tal?

—Bien. ¿Tranquilo?

Ok. Tranquilo. Hoy es nuestro día.

Se dirigieron hacia el centro de la ciudad. Iban bien de tiempo. El tráfico era el de un día normal, con atascos, con ejecutivos nerviosos al volante de sus coches y viandantes que se lanzaban a cruzar por los pasos de peatones antes de que el semáforo se pusiera verde. Recogieron a Alfredo en la confluencia de la calle Balmes y Mallorca. Se sentó al lado de Tomy. Nadie diría lo que planeaban. Polski bajó por la calle Balmes y giró por Consejo de Ciento.

—¿Cómo sabes que hay tanto dinero? —preguntó Tomy a Alfredo.

—Lo sé y basta.

Alfredo iba vestido como un dandy: traje oscuro, corbata rosa, la que lucían muchos políticos últimamente por televisión, y camisa blanca.

—La artillería —le susurró pasándole una pistola marca Astra.

Tomy la guardó en el interior de la cazadora.

—¿Llevas el pasamontañas?

—Sí.

—¿Repasamos?

—Repasamos. Yo bajo del coche, me coloco el pasamontañas, entro en la oficina, voy directo al despacho del director mientras tú te quedas en el patio de operaciones.

—Correcto. No nos conocemos. Yo soy un cliente. Ni me miras. Sólo estoy para cubrirte y tú te metes con el director en la nevera y le dices que te dé la saca.

—Bien.

—Y nada de violencia —dijo sonriendo Alfredo—. Todo limpio. Sin sangre, sin tiros. El reparto al día siguiente, en el camino forestal.

—Ok, jefe —respondió Polski mirándolos por el espejo retrovisor y guiñando un ojo.

Tardaron en encontrar un lugar en donde dejs se puso ,ar el coche. Dieron varias vueltas a la manzana y finalmente aprovecharon la salida de un vehículo y aparcaron junto a la acera, en la Meridiana, cerca del Hipercor. La entidad bancaria, la de la estrella, estaba en el chaflán y sus oficinas eran fáciles de atracar. Las llamaban “Oficinas de atención personalizada”; los empleados no estaban protegidos detrás de ningún búnker de cristal y manejaban el dinero en dispensadores a la vista del público. El problema era que aquellas máquinas atornilladas al suelo se bloqueaban a partir de determinado importe y eso lo sabían todos los que se dedicaban al negocio.

—¿Qué esperamos?

—Que llegue el dinero. ¿Qué vamos a esperar? —Alfredo volvió a sonreír. Hurgó luego en el interior de los bolsillos interiores de la chaqueta y esgrimió unas Rayban. Se las caló. Tomy se veía reflejado en su superficie. Estaba nervioso. Hubiera tenido que tomarse otro whisky cuando salió de casa. Ahora sudaba. Tenía las manos húmedas, resbaladizas, le dolía el cuello, le estallaban las sienes, no podía comprender como Polski y Alfredo eran capaces de conservar la flema.

—Bien. Mejor será que nos dispersemos. Tres tipos encerrados en este trasto despiertan sospechas. Tú y Polski os situáis en el bar —y señaló un modesto establecimiento en el que entraban tipos con mono de trabajo—. Yo esperaré en la acera. Atentos en cuanto llegue el furgón.

El polaco se sentó en un taburete, en el mostrador. Tomy lo hizo en una mesa, cerca de la puerta. Pidió un café, lo que le puso más nervioso, y lo pagó en cuanto el camarero se lo sirvió. Desde su posición dominaba perfectamente el tramo de acera que deberían recorrer los seguratas cuando bajaran del furgón y entraran en la oficina bancaria con el dinero. Cogió un diario y pasó las hojas en silencio, sin dejar de mirar al exterior. Polski no cruzaba ni una sola mirada con él; daba cuenta de un bocadillo y una cerveza y se bajaría del taburete en cuanto él lo hiciera. El tiempo no pasaba, podían estar esperando durante media hora o tres cuartos de hora, dependía del tráfico. Alfredo no les había dicho dónde tenía su informador sobre aquel transporte, si en la compañía de seguridad o entre los empleados de la propia oficina. Tomy tampoco se lo había preguntado. No convenía saber demasiado.

Apareció el furgón. Bajaron dos seguratas, con el dedo en el gatillo de los revólveres que se balanceaban del cinto. Los últimos atracos habían sido sangrientos y no se arriesgaban a ser tiroteados impunemente. Dos guardias de seguridad habían sido asesinados mientras retiraban la recaudación de unos multicines, y a la semana siguiente un atracador armado con una pistola de fogueo moría fulminado por las armas de los custodios del dinero. Miraron a derecha e izquierda, antes de abrir la puerta trasera. Alguien invisible, desde dentro, les alargó la saca. Luego cruzaron la acera, desaparecieron en el interior de la entidad bancaria, estuvieron treinta segundos en ella.

Tomy dobló el diario, se levantó de la mesa y cruzó la puerta del bar. Polski lo siguió y se dirigió hacia el coche. Los seguratas salieron de la oficina y subieron al furgón, después de barrer la acera con los ojos. Tomy estaba a diez pasos de la puerta de la entidad bancaria y demoró el paso mirando el escaparate de una tienda de lencería femenina. Vio a Alfredo reflejado en los cristales y eso le tranquilizó. El furgón se alejó rápido. Tomy, antes de entrar en la oficina, agachó la cabeza y con un hábil movimiento se calzó el pasamontañas en la cabeza. Entonces entró. Empuñaba la pistola, pero realmente no hacía falta. Los tres clientes que había se echaron a un lado, pálidos, temblando, y el empleado que atendía el dispensador del dinero no osó con el dinero del botínan se puso, levantar los ojos. Tomy sentía los dedos agarrotados y respiraba frenético dentro del pasamontañas. Era el golpe, el golpe definitivo.

—¡El director!

Localizó el despacho, una jaula de cristal a cubierto de las miradas por cortinillas de lamas, cuya puerta permanecía cerrada. Una mujer salía por otra puerta al fondo. Seguramente venía del lavabo. Palideció al verlo y pegó su espalda a la pared.

—Tranquilos —dijo, controlando la voz, la alteración, el nerviosismo—. Nadie va a salir herido. Sólo queremos dinero. Rápido.

“Queremos”. Había aplicado el plural. Giró sobre sus talones. Alfredo era un cliente más, con la cartera oscura delante, detrás de la que escondía su arma, con sus gafas de sol y una forzada cara de susto, junto a la entrada. Tomy abrió la puerta cerrada del despacho bruscamente. El director interrumpió su conversación con un cliente sentado al otro lado de la mesa. Tomy intuyó el movimiento reflejo de la mano buscando el pulsador de la alarma.

—Adelante y te mato. Dame la saca.

El director se mostró frío, no perdió la compostura. La experiencia le había dado aplomo, o quizá no era la primera vez que le atracaban.

—¿Qué saca? No tenemos sacas de dinero. Sólo lo que dé el dispensador, mil doscientos euros.

Cambió de parecer cuando le puso el cañón de la pistola en la frente. Perdió todo el aplomo entonces. Le habían atracado, le habían amenazado, pero nunca había visto la muerte tan cerca, a merced de aquel dedo que temblaba sobre el gatillo de la pistola Astra.

El dinero tenía que estar en la nevera, la zona aislada de la oficina con puertas de seguridad metálicas que protegía los cajeros automáticos. No les podía haber dado tiempo de custodiarlo en la caja fuerte. Entró primero el director, luego lo hizo él. En un rincón, camuflada entre montones de cajas de sobres, estaba la saca que acababan de dejar los seguratas. No pesaba nada. Repleta de billetes y tan liviana, se dijo Tomy, sopesándola.

—No te muevas de aquí dentro hasta que no pasen cinco minutos. Luego haces lo que tengas que hacer.

Las Maldivas. Playas de arenas blancas, daiquiris, mar turquesa, un bungalow con un gigantesco ventilador e Irina envuelta en un hermoso pareo de seda. Salió. Todo seguía igual de petrificado, como en un cuento infantil, cada cliente en su sitio, cada empleado en su mesa, y Alfredo, imperturbable, que le sonreía.

—Listo —y levantó la saca, eufórico.

Escuchó una detonación seca. Alfredo había apartado la cartera. La pistola humeaba y los clientes, aterrorizados, se arrojaban al suelo, mientras la empleada se desmayaba y el cajero permanecía inmóvil, sin pestañear, con los ojos muy abiertos. Tomy se llevó la mano al estómago, incrédulo por la humedad de la sangre y por el dolor súbito. Se deslizó hacia el suelo, sin soltar ni la saca ni la pistola. Comenzaban a hervirle las tripas y, al mismo tiempo, sentía frío. Alfredo se acercó y le disparó en la cabeza. Ni aun así la mano liberó la saca. Y después disparó sobre el atónito empleado en el pecho y entre los ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —chilló Polski, nervioso.

—¡Joder! ¡Arranca ya! Se ha complicado —gritó Alfredo entrando en el coche, cerrando la puerta y dejando el dinero en el asiento de atrás.

—¿Y Tomy?

—Muerto.

—¿Muerto?

—Un puto empleado tenía una pistola escondida en el cajón. Lo es una picadura de insectovi cualquiero fulminó. Luego me lo cargué yo.

—Hostia, hostia, hostia.

En momentos así era cuando la sangre fría de Polski se ponía a prueba. El coche se apartó suavemente de la acera y corrió veloz por el lateral de la Meridiana. Alfredo aún conservaba el arma humeante en la mano, bajo la cartera de piel negra. La bolsa estaba en el asiento trasero, con el precinto y una inscripción en bolígrafo de la cantidad de dinero que albergaba: sesenta mil euros. Un buen palo.

—¿Cómo ha podido morir? ¿Tú no lo cubrías?

—Claro, pero ese gilipollas ha sacado la pipa por sorpresa. Le he metido dos balas en la cabeza. ¡Puto héroe!

—Dos muertos. Mal asunto. Dos muertos. Mal asunto.

Tenían que deshacerse del coche robado. Alfredo tenía el suyo en un vertedero del Garraf. Polski dio media vuelta y enfiló la Gran Vía hasta Plaza España. Pasaron luego por delante del solar de los cuarteles de la remonta. Aquella parte fronteriza entre Barcelona y L’Hospitalet estaba dando un cambio espectacular. La circulación era densa. Confluían los vehículos que se dirigían al Prat, al aeropuerto, a Castelldefels y a Sitges.

—Dos muertos, mal asunto —iba repitiendo Polski sin soltar las dos manos del volante, como un autómata, mientras vigilaba por el espejo retrovisor que ningún coche los siguiera.

—Iremos a partes iguales. No hay mal que por bien no venga.

Polski aflojó la presión del pie sobre el acelerador. Un coche patrulla de los mossos de escuadra los adelantaba. Conservó la sangre fría.

—Aún no saben nada. Tranquilo.

—¿Por qué dejamos el coche en el Garraf? Muy lejos Garraf.

—Amigo polaco, te estás volviendo un pejiguera de cuidado. Polski, Polski, como Roman Polanski. ¿Lo conoces? Un paisano espabilado, un judío follador que se rodea de palangres.

—¿Qué son palangres?

—Lo mejor entre las merluzas, lo mejor entre las chicas. Me gustaría ser director de cine. ¡Cómo me gustaría! Anda, pon algo de música.

Polski cogió a ciegas un cassette de Bruce Springstein. La voz de camionero del boss resonó en el coche por encima del rasgueo de su guitarra. El Tibidabo se alejaba, como la ciudad, y los aviones que aterrizaban en el aeropuerto volaban a cien pies de su cabeza, atronando el ambiente. El cielo aparecía moteado con algunas nubes en forma de borrego. Eran las doce del mediodía. El coche de Polski rodaba suavemente hacia su próxima parada. Alfredo bajó su ventanilla. El aire le despeinó súbitamente mostrando profundas entradas en las sienes.

—¿Qué vas a hacer con tanto dinero, Polski?

—Le enviaré la mitad a mi madre.

—¿Tu madre? Eres la hostia, polaco. Robas y le das la mitad a tu madre, y la otra a Teresa de Calcuta. ¿Eres un delincuente o una ONG? Debe de estar contenta tu mamá de tener un hijo así.

—¿Y tú? ¿Qué harás con tu parte?

—Primero una buena celebración. Una fiestorra privada para sacar el stress del cuerpo. Un sándwich con dos putitas negras y unas cuantas rayas de coca para mantener alto el espíritu.

—¿Putas negras?

—No. Putas negras, no. Así parece que las estés insultando. Putitas negras, que es muy distinto. ¿No serás racista, Polski? Te aseguro que una vez que has hecho el amor con una de esas amazonas de caoba las el interrogatorio atrás blancas son como agua de Vichy sin gas...

—Los maderos nos buscarán. Dos muertos. Un atraco con dos muertos...

—Sí, da mal fario, lo sé. ¿Crees que me hace gracia? ¿Crees que me siento muy macho después de haberle metido a ese gilipollas dos tiros en la cabeza? Pues no. Odio la violencia, joder, odio la puta sangre, me dan mareos. ¡Pobre Tomy y pobre Irina! ¿Conoces a la rusa? Es fina, demasiado fina, como una modelo de pasarela.

Llegaron a la pista forestal. Se detuvieron un momento por si algún coche les seguía. Nada. Polski siguió avanzando, galopando entre socavones rellenos con gravilla, hasta que descubrieron el viejo Ford Sierra gris de Alfredo lleno de polvo.

—Me compraré un coche nuevo con la pasta. ¿Qué coche te comprarías tú, Polski?

—Un BMW.

Polski detuvo el vehículo junto a unos árboles. Bajaron. El paraje estaba desierto. Hacía tanto calor que se oía el canto adormecedor de las chicharras y el bosque desprendía un perfume a incendio.

—Tu viaje acaba aquí, amigo.

El polaco se giró despacio cuando notó la frialdad del cañón de la pistola junto al oído.

—Alfredo —gimió—. Partes iguales.

—Claro, Polski. ¿Cuándo te he fallado yo? Dime. ¿Cuándo? Nunca. Métete en el maletero.

Alfredo le apuntaba con la pistola en una mano y en la otra llevaba la saca con el precinto de seguridad que la cerraba herméticamente.

—Vamos, abre el maletero —insistió, impacientándose.

Polski lo abrió con la llave.

—Y ahora te metes dentro, te tumbas y te pones lo más cómodo posible.

Polski lloraba mientras obedecía milimétricamente las órdenes. Apartó una deshinchada rueda de recambio, arrinconó una llave de cruceta, alisó los plásticos, se tendió sobre ellos, abrazándose las rodillas: el maletero no era muy amplio.

Y entonces Alfredo vació el cargador sobre él, cerró el capó del coche y arrojó la llave a un zarzal. Luego se puso al volante de su viejo Ford Sierra, desanduvo el camino y rodó en dirección a Barcelona. Salió de la carretera cuando vio el primer cartel que anunciaba Castelldefels.

El dinero se transparentaba a través de la bolsa de plástico. Había por lo menos diez paquetes enfajados de cincuenta euros. Resistió la tentación de abrir el precinto y ocultó la bolsa en la nevera, detrás de unas bandejas de solomillos. Comenzó a hacerse uno de aquellos gruesos trozos de carne sobre una parrilla eléctrica mientras marcaba un número en su celular. Le echó una pizca de pimienta, otra de sal y un chorrito de aceite; luego lo pinchó con el tenedor, lo dejó en el plato y se sentó en el comedor de la casa. Le gustaba crudo, sangrante.

—Irina, soy Alfredo.

La policía todavía no había tenido tiempo de identificar a Tomy. El chico estaba limpio, no le había enganchado nunca, era absolutamente legal, y no llevaba ningún documento encima. Nadie le iba a relacionar con él, ni tampoco con Polski cuando encontraran su apestoso cadáver en el maletero de su coche.

—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está Tomy?

—Tengo malas noticias, Irina. Lo han herido. Hubo un maldito tiroteo —dejó de masticar carne, se levantó y se acercó a la terraza a mirar el mar mientras trataba de imaginar el rostro de la rusa—. Un puto empleado que quiso hacer el héroe. Pero no hay que temer por su vida. Tiene un disparo limpio en la pier insoportable.

s se puso ,na, vendrá un médico amigo y le sacará la bala. —Hizo una pausa, y como ella no dijera nada, continuó hablando—. Imagino que querrás verlo.

—¿Se encuentra bien? ¿Seguro que se encuentra bien? ¡Dios mío! ¿No me ocultas nada, Alfredo?

—Está bien, Irina. Cálmate. En diez minutos paso por tu casa y te llevo.

—¿Dónde está?

—A buen recaudo. No temas. Ha ido bien, por lo demás. Hemos hecho un buen negocio.

—Ponme con él.

—Está sedado. Imagino que en un par de horas estará despierto. Creo que llaman a la puerta. Debe de ser el médico. Paso a buscarte mientras le dejo que trabaje sobre la pierna de tu querido Tomy. No es nada, ya lo verás. El disparo no le ha afectado ninguna parte especialmente sensible que pueda perjudicarte. ¡Ja!

Terminó de comerse el bistec. Aun estaba caliente y sangraba. Tomó luego un cargador, la pistola y bajó al parking por la escalera que nacía en la cocina. Condujo hasta la casa de Tomy e Irina cuando era media tarde.

—Le echas un polvo y luego la matas. No, la matas sin echar ningún polvo. ¡Puto ADN! —rumiaba, mientras conducía, absorto—. Te pones los guantes de látex y la estrangulas. Pero que no dé un solo grito.

El semáforo estaba rojo. Ya estaba cerca de la Verneda. Dejó la pistola en el asiento de al lado, debajo de un diario. Rodaba ahora entre bloques de viviendas pobres separadas por escuálidos jardines en donde había niños jugando y grupos de magrebíes en corrillos. Detuvo el coche. ¿Sospechaba Irina? Le detestaba, eso sí, desde el primer momento, cuando Tomy los presentó y él hizo el comentario de que estaba muy delgada, que parecía una chica famélica, una de esas rumanas, mientras miraba sus pechos. Dudó antes de bajar del coche. Podía ver el portal de la casa y aparentemente la zona estaba tranquila. Irina no podría saberlo, no hasta el día siguiente, ya que los del departamento de dactiloscopia de la policía aun tardarían algunas horas antes de averiguar a quién pertenecían las huellas de aquel atracador muerto en tan extrañas circunstancias.

Tomó la pistola, bajó del coche y cruzó los descuidados jardines en diagonal. Unos niños le tiraron un balón a la pierna y él se la devolvió con un potente chute.

Subió andando. Se acordaba que Tomy vivía en el segundo piso. Reconoció la puerta en cuanto alcanzó el rellano: era la más descuidada. Quería irse de la Verneda con el botín, eso le dijo, comprarse un piso nuevo en otra zona, poner un negocio de reparaciones para acariciar la piel blanca de aquella rusa y dejarle chorretones de grasa. Llamó al timbre. Nadie le respondió. Volvió a intentarlo mientras se colocaba delante de la mirilla.

—Abre, Irina, soy Alfredo.

Reinaba el silencio, pero estaba convencido de que al otro lado de la puerta la rusa estaba al acecho, conteniendo la respiración. Golpeó con impaciencia con la palma de la mano abierta. Nadie le abrió. Supo entonces que quizá la rusa sospechara de él, y bajó rápidamente los escalones, salió a la calle, cruzó el depauperado jardín municipal sembrado de cacas de perro, se dispuso a entrar en su coche.

Irina se apartó de la ventana en el mismo momento que Alfredo miraba hacia arriba. Luego, emboscada detrás de las cortinas, espió como él entraba en su coche y éste se separaba de la acera y se alejaba.

A media tarde sonó el teléfono. Se sentó en un butacón y lo miró sin descolgarlo, angustiada. Cuando empezó a anochecer empezó a perder el aplomo que la había mantenido durante todo el día serena. De noche, so Negra y Criminalas cualquierla en la casa, se derrumbó. Con lágrimas que le saltaban de los ojos y rítmicos respingos, abrió el armario en donde Tomy guardaba su ropa, sus camisas, pantalones, americanas, y las fue acariciando lentamente. El telediario de la noche le confirmó lo que sospechaba. Carlos Francino, el conductor de noticias de TV3, hablaba de un asalto a una entidad bancaria que tenía en vilo a la policía: un atracador había asesinado a su compinche y a un empleado de la oficina atracada y después se había dado a la fuga con todo el dinero. La policía aún no había conseguido identificar el cadáver.

Irina permanecía petrificada delante del televisor, en estado de shock profundo. Ya no lloraba. La pantalla se había convertido en una nebulosa en la que su vista se perdía. Se mordió lentamente los labios, hasta hacerse sangre, y se mesó los rubios cabellos con las manos en un gesto de desesperación. Luego deambuló por la casa, sin rumbo, dejando encendidas todas las luces a su paso, hasta llegar de nuevo al armario de Tomy. Ya no acarició las ropas, se limitó a abrir uno por unos los cajones y a hundir la mano debajo de la ropa interior, de los calcetines, de los pantalones deportivos que se ponía para hacer footing por las calles de la Verneda. En el fondo del último cajón tropezó con un objeto duro y metálico. Lo empuñó: era una vieja pistola con el número de serie borrado. Chupó el cañón y acarició el gatillo. Permaneció un minuto así, de pie, con la pistola en la boca y la mano temblando, sin decidirse. Desistió y la dejó en su sitio. Luego se derrumbó en la cama, de bruces, y siguió llorando durante el resto de la larga noche, abrazando, a falta del cuerpo de Tomy, sus rodillas.

Los policías se personaron a la mañana siguiente. El registro fue exhaustivo una vez que exhibieron la orden del juzgado. Pusieron toda la casa patas arriba. Irina les preguntaba, sin obtener respuesta, qué buscaban. No encontraron la pistola, que había camuflado en el interior de la almohada de la cama. Ni tampoco el dinero, el objetivo primordial del registro.

—¿Cómo se llama su novio?

—Tomás Deulofeu.

—¿Qué más?

—No lo sé.

—¿No sabe el segundo apellido? Su novio está muerto. ¿Lo sabe?

El momento más duro fue cuando tuvo que ver a Tomy. Le habían lavado las heridas y parecía que dormía. Los cadáveres eran esculturas de carne helada y el rictus de paz se apoderaba de sus rostros pasadas unas horas aunque su muerte hubiera sido violenta.

La llevaron luego a comisaría. El policía que llevaba la investigación se mostró amable y en varias ocasiones le ofreció una caja de pañuelos de papel para que se enjugara las lágrimas de los ojos. No les cuadraba a los maderos que no hubiera denunciado enseguida la desaparición de su novio, ni que no supiera lo que estaba haciendo la mañana en que encontró la muerte. Pero lo que más le aturdía al inspector que dirigía el interrogatorio era la negativa de la rusa a dar el nombre del asesino, algún dato acerca de él.

—No la entiendo —dijo, dando vueltas a su alrededor con las manos en los bolsillos y mordiendo un cigarrillo apagado para no contravenir las normas antitabaco que regían en las dependencias policiales—. ¿No quiere vengarse? ¿No quiere ver entre rejas al tipo que tendió una trampa a su novio? Le traicionó, le asesinó.

Irina comenzó a creer que la policía sospechaba que ella estaba implicada en el crimen y que podría ser beneficiaria del reparto del botín. Pero se mantuvo en sus trece, permaneció con la boca cerrada, diciendo vaguedades y llorando, después de tres largas horas de interrogatorio. insoportable.

s se puso ,

—Está bien. Puede marchar. Pero esté localizable en cualquier momento. —Y terminó, cuando se levantaba para irse—: ¿Sabe una cosa, Irina? No la entiendo. Usted parece una chica juiciosa, es francamente guapa, intuyo que inteligente. No entiendo que esté encubriendo a quien ha asesinado a su novio y seguramente planea acabar con usted. Queremos protegerla. ¿No se da cuenta?

Irina envolvió al inspector con la mirada cálida de sus ojos azules.

—Si lo supiera, se lo diría.

Tres días más tarde Tomy fue incinerado en una ceremonia íntima a la que asistió Irina y Waleska, una polaca amiga y vecina de la rusa. Tomy no tenía familia conocida, era un Deulofeu. Ese mismo día la prensa daba la noticia de que el cadáver de Polski había sido encontrado acribillado a balazos en el interior de un maletero en una pista forestal del Garraf y asociaba esa muerte al atraco de la sucursal de La Caixa.

Después de los entierros, o incineraciones, suele abrirse el apetito de los vivos. Irina y Waleska entraron en un bar. Waleska, antigua camarera de alterne y ocasional actriz porno, protegía con su brazo a Irina, la acompañó hasta una mesa.

Pidieron dos cafés con leche descafeinados de máquina y croissants. Eran las diez de la mañana y el día iba a ser caluroso. Había un hombre sentado en la barra, sobre un taburete, que no les quitaba la vista de encima mientras devoraba un platillo de aceitunas rellenas y bebía un vaso de vermouth Cinzano negro.

—¿Será un policía?

—Un admirador tuyo —ironizó Irina—. Alguien que te ha visto actuando en una de tus películas. ¿Sigues en ello?

—Cada vez menos. Los rodajes son agotadores y aburridos.

Waleska bebió un trago largo de café con leche antes de hacer la pregunta que le bullía por la cabeza.

—¿Quién fue? Tú lo sabes. Tú sabías que iban a asaltar el banco.

Irina mojó un croissant en la taza. Movía las mandíbulas con lentitud. De nuevo sus ojos se velaban por las lágrimas.

—Sólo sé que se llama Alfredo. No sé ni dónde vive, ni cómo se llama realmente. Pero lo cogeré.

—¿Cómo?

Tomó el último sorbo y dejó la taza en el plato.

—Conozco sus gustos. Sus gustos sexuales —sonrió—. Es uno de esos machos insaciables, un depredador de mujeres, un putero.

—No te cojo.

—Le gustan las mujeres negras. Tiene fijación por ellas. Va en su busca por burdeles, las localiza mediante anuncios en los diarios. Un adicto sexual.

Waleska le colocó la mano en el hombro.

—¿Quieres matarlo?

—¿Tú qué crees?

—Puedo ayudarte.

—¿Cómo?

—Conozco a la persona adecuada. Una amiga. Me tendió la mano en los peores momentos: es una mujer negra.

—¿Una prostituta negra?

—No. Pero podría convencerla para que se hiciera pasar por tal.

—¿En serio? —Los ojos azules de Irina mostraban cierta incredulidad.

—Hablaré con ella. Le explicaré el caso. No te garantizo que lo haga.

—No acabo de entenderte bien, Waleska. ¿Esa mujer es capaz de matar a alguien?

—Sí, claro. Si hay un motivo y una recomp se había movido en el fondo de la selva.esEntonces,ensa no creo que ponga objeciones.

—¿Me estás diciendo que ya ha matado?

—Exacto.

—¿Y nunca la han cogido?

—Es bastante buena. Acabará con ese bastardo.

Waleska llamó a Irina un par de días más tarde.

—Mi amiga dice que sí, pero antes quiere verte.

Quedó con la desconocida en el restaurante Samoa del Paseo de Gracia. Cuando Irina llegó ella ya estaba. Resultaba inconfundible. No había otra mujer negra en el local y la rusa hubo de reconocer que era muy guapa. Llevaba un vestido de colores llamativos, tornasolados.

—Soy Irina.

—Perdona que no te diga mi nombre.

—Lo entiendo.

Se sentó a su lado. Pidieron dos pizzas mediterráneas con anchoas, aceitunas y alcaparras y dos cervezas de barril bien frías. Irina se fijó más en ella. La mujer negra tenía una mirada penetrante. Le llamaron la atención sus manos: eran inusualmente largas, o quizá era el efecto que causaban las uñas tan exageradas, como zarpas de pantera.

Irina le explicó algunas características de Alfredo. Le dijo que era alto, delgado, rubio, que llevaba el pelo corto y aparentaba poco más de treinta años.

—Aunque dudo que se llame realmente Alfredo. Quizá ya no está en el país.

—Pero tú crees que sí, tú tienes fe en encontrarlo.

Le explicó que era un putero, su afición por las muchachas de color. Lamentó no tener ninguna fotografía de él.

—Necesitaría una característica física determinante, algo. No sé. Un lunar, una señal, una cicatriz.

Irina se devanó los sesos tratando de recordar algún rasgo característico que lo hiciera fácilmente identificable. Cerró los ojos y se concentró en visualizar la cara.

—El labio. Tiene un labio leporino. Una boca desagradable, como mordida.

—Sé lo que es.

—¿Qué quieres a cambio?

—Waleska me comentó que se había quedado con el botín de un atraco. Un porcentaje. ¿Cuánto dinero era?

—Tomy me prometió sesenta mil euros.

—Veinte mil serán para mí. Mejor veinticinco.

—¿Cómo piensas dar con él?

—No te preocupes, cariño. Ese es mi trabajo.

Se despidieron en el Paseo de Gracia. Irina le dio dos besos. La rusa se dirigió andando hacia la calle Aragón mientras la mujer negra detenía un taxi y le indicaba al taxista su dirección.

El loft estaba en la calle Verdi, muy próximo a los multicines. El portal tenía una apariencia engañosa que luego no se correspondía con el interior de su vivienda: la escalera era vieja, los escalones gastados por el medio, las paredes, un día ilustradas con bonitos relieves, eran ahora una borrosa mancha. Detrás de una puerta de principios de siglo con mirilla de rejilla se escondía otro mundo, el suyo: paredes de vivos colores, una decoración minimalista, alfombras de piel de cebra y anaqueles con artesanía africana.

Se quitó los zapatos y se acarició los pies. Abrió la nevera luego y tomó un zumo de frutas. Estuvo bebiendo mientras encendía con el mando a distancia el televisor. Silenció el sonido y tomó un cigarrillo de una cajetilla. Lo prendió mientras miraba abstraída las imágenes silentes. Luego descorrió la cremallera later insoportable.

s se puso ,al de la falda y se desprendió de ella. Buscó la comodidad de un sofá mientras se acariciaba las piernas. Y su cerebro empezó a trabajar.

A la mañana siguiente ya tenía un plan trazado. Quienes buscaban chicas negras frecuentaban un par de locales de la ciudad. Uno estaba a dos pasos, al lado de la Plaza Rius i Taulet; el otro, mucho más conocido, el Moloko, se encontraba en el Born, en una de las calles que desembocaban en el Fossar de les Moreres.

Esperó a que se hiciera de noche para dejarse caer por él. A partir de las doce el local se llenaba. Acudían chicas de Gambia, de Senegal, nigerianas, compatriotas guineanas, y hombres de todo el espectro subsahariano. Había prostitutas, pero también muchachas que buscaban plan para una noche, o con la esperanza de trabar una relación duradera. Sonaba constantemente la música de Amidé Lou, Papa Kenteje, Tekala, los hits de la música senegalesa tan en boga, y reinaba en el local un ambiente irrespirable de humo. Las chicas bailaban en la gran pista central, contoneaban las caderas, flexionaban las piernas sin dejar de moverse hasta que casi rozaban con sus traseros el suelo del local. A la una aparecieron algunos blancos, bastante colocados. Importunaron a una de las muchachas. Hubo algunos trompazos. Nada serio. Nada más hasta que bajaron el cierre del local.

Durmió por la mañana. Y por la tarde. Se levantó resacosa y entró en la ducha abierta en una esquina del loft, sin más cobertura que una pared de vidrio al ácido que dejaba ver la silueta de su cuerpo. El agua fresca, corriendo por su piel, la despertó de golpe. Hizo luego su tabla de ejercicios diarios, las cincuenta flexiones y la serie de abdominales, y se pesó en la báscula. Se dirigió luego al armario ropero, lo abrió y echó una ojeada: hoy se vestiría de forma informal y sexy, con tejanos blancos muy ajustados y una camiseta escotada.

Volvió al Moloko. Tomó asiento tras bailar un rato en la pista central, y pidió leche de pantera. Tuvo que aguantar a algunos moscones: un gambiano pegajoso, un senegalés que se creía el amo del mundo, y un blanco, pero éste no tenía el labio leporino. Aquella espera podría prolongarse si no tenía un golpe de suerte, o quizá ese momento no llegara nunca. Empezaba a dudar que pudiera llevar a buen término el encargo.

—¿Te puedo acompañar a casa?

Más bien sonaba a “me puedo acostar contigo”. La verdad es que era un senegalés atractivo, un armario de mirada descarada que movía mucho los brazos al hablar y mostraba dientes de marfil cuando sonreía.

—Bueno.

Estuvieron haciendo el amor toda la noche, sin parar. Era un buen amante. Hacía meses que un hombre no le hacía disfrutar tanto. Al alba, tras besarlo por todo el cuerpo, le pidió una tregua para dormir.

—¿Me puedo quedar?

—Prefiero que te vayas. Nunca duermo acompañada.

Pasaba las noches en vela sin ningún resultado en el Moloko. Había algunos blancos que se parecían a la descripción, que podían ser el maldito Alfredo por su edad y por su apetito de carne fresca negra para llevarse a la cama, pero cuando se acercaban tenían labios normales.

—¿Bailamos?

Dos semanas justas. Fin de semana. Aquella noche había mucha menos luz en el local y los ritmos eran exclusivamente lentos, para bailar muy juntos, para intimar y excitarse en las aproximaciones. Blanco, pelo corto y rubio, unos treinta años y alto. Insistió de nuevo, cogiendo su mano, y ella aceptó y se dejó conducir hasta la pista de baile. El blanco ciñó con sus brazos su cintura y ambos giraron lentamente entre las demás parejas. Ahora estaba muy cerca Negra y Criminalas cualquier de él y de vez en cuando, en sus evoluciones, pasaban por debajo de un haz de luz que lo iluminaba. Creyó ver un labio deforme, un labio leporino. Podría ser él. Su pareja, a medida que el baile se prolongaba, empezaba a tomarse algunas libertades: sus manos habían descendido lentamente por su espalda y se habían posado con osadía sobre sus nalgas.

—Quiero acostarme contigo —le susurró, rozando el cuello con su boca.

—¿Quién te ha dicho que yo quiero? —respondió riendo.

—¿Cuánto?

¿A cómo se cotizaba el kilo de carne negra? Debió preguntarle a Waleska.

—Trescientos —aventuró.

—¿Dónde?

—En tu casa. En la mía hay una amiga con un cliente.

Estaba en la dirección correcta. Mientras más detenidamente lo observaba más cuenta se daba de ello. Podía ser Alfredo, se parecía mucho a la descripción que había hecho de él Irina. Era él.

Su coche estaba aparcado en la calle Princesa. Bordearon el mercado del Born, enfilaron el Paseo Colón, siguieron por el Paralelo y en Plaza España tomaron la salida de Barcelona.

—¿Dónde vives?

—En Castelldefels.

Conducía con una mano mientras la otra permanecía sobre el muslo de la mujer, del que la retiraba cuando tenía que reducir la marcha. Al llegar a Castelldefels se desviaron del núcleo central de la población para avanzar por una zona con bastantes solares y algunas casas aisladas. La arena que cubría de forma intermitente el asfalto les indicaba que el mar estaba próximo.

—Aquí es.

Bajaron. La casa no era gran cosa. La rodeaba un jardín inhóspito, comido por la arena de la cercana playa, en el que languidecían algunos geranios. El mar estaba cerca, se olía, se oía. Franquearon la puerta protegida por barrotes de hierro. Siguió al hombre por las habitaciones, por los pasillos, hasta el salón. Cada casa habla de quien la habita. Aquella sencillamente era una casa muda: mobiliario aséptico, cuadros de tiendas de muebles, anaqueles con enciclopedias clasificadas por colores.

—Ponte cómoda.

Se sentó. Pero no era esa comodidad la que deseaba el anfitrión.

—Desnúdate.

¿Dónde guardaba el dinero? ¿Dónde tenía el arma? Empezó a quitarse la ropa diciéndose que aquél tenía que ser el precio inevitable que tenía que pagar. A medida que emergía su cuerpo notaba un creciente entusiasmo en las miradas del hombre, que la ayudó a quitarse el sostén y le estuvo acariciando los senos.

Lo hicieron en el sofá. Rogó para que fuera rápido. Gruñía como un animal, encima de ella, besuqueando sus labios y sus pechos. De vez en cuando se detenía a tomar fuerzas y hablaba de cualquier tema, para distraer su excitación.

—¿Cómo te llamas, negrita del demonio?

—No importa. Negra. Llámame Negra.

—¿Negra? Tiene gracia. ¿De dónde eres?

—De Guinea.

Volvió. Ahora estaba en la recta final. Lo ayudó ella moviendo las caderas y cruzando las piernas sobre sus nalgas. Luego, simplemente, se sintió sucia. Y lo odió un poco más.

—Puedes lavarte en el bidet. Es la tercera puerta.

Cogió toda su ropa y se encerró en el cuarto de baño. Se aseó a conciencia. Detestaba aquel olor penetrante, acre, entre las piernas. Despuéss se puso, se vistió y revisó su bolso. La pistola era pequeña, pero efectiva. Parecía un juguete. Podía llevarla junto al lápiz de labios, los kleenex, los tampax o los preservativos. Con ella en la mano salió. Alfredo seguía en el mismo sitio en donde lo había dejado, desnudo, absorto en un partido de fútbol que retransmitían por televisión. La miró de reojo, pero no vio la pistola que colgaba de su mano, pegada al muslo.

—Acércame el billetero —e hizo un signo con la mano hacia el respaldo de la silla del que colgaba su chaqueta.

Cuando le apoyó el cañón de la pistola en la sien la mujer olió el miedo de su víctima. Alfredo tembló mientras giraba la cabeza y la miraba sin comprender exactamente lo que ocurría, preguntándose si esa pequeña pistola de culata nacarada era un juguete o bien un dispensador de muerte. Fue la cara de ella, su expresión amenazadora, lo que le convenció definitivamente de que no era una broma de mal gusto.

—Coge lo que quieras y lárgate —dijo, conciliador—. Me ha salido caro este maldito polvo.

—La saca del banco, Alfredo.

—¿Qué? —evidentemente le había sorprendido desagradablemente que supiera su nombre.

—La saca del banco —insistió.

—No sé de qué me hablas. ¿Qué saca? ¿Qué banco?

La presión del cañón de la pistola sobre su sien se duplicó.

—Te voy a mandar al infierno si no me dices dónde está.

—¿Quién coño eres?

—Sé que la tienes aquí. Dime el lugar.

—No la tengo. No sé de qué me estás hablando.

Había dos maneras de convencerle: disparando, con lo que no podría informarle dónde guardaba el dinero robado, o diciendo un nombre que le aclarara las cosas.

—Irina.

—¡Puta rusa! ¿Cómo sé que no me matarás?

—Tú no lo sabes. Yo, sí.

—Bien, de acuerdo. Yo te llevo.

Pidió vestirse. Ella no le concedió ese deseo. Un hombre desnudo resulta muy vulnerable junto a una mujer vestida. Caminó delante de él, a un par de pasos, encañonado por la espalda. Entraron en la cocina.

—No veo la saca.

El hombre señaló la nevera.

—Está allí dentro.

—Abre la puerta.

Abrió la puerta. Sólo se veían bandejas de carne en primer término, y packs de yogurt en segundo.

—Está al final de todo.

—Sácala tú.

Se arrodilló y estiró la mano en el interior de la nevera, tiritando de frío. Asió la saca cuyo precinto aún no había sido abierto. La alargó, sin levantarse, a la mujer negra, y ésta la tomó de su mano, la sopesó y trató de mirar a través del plástico helado y empañado los diez paquetes de billetes de 50 euros.

La mujer disparó dos veces, a bocajarro: una bala en el cuello, que salió por la garganta, la segunda en la nuca, sin salida. Alfredo se desplomó y golpeó los anaqueles del frigorífico con la frente mientras sus manos, tras una breve agitación, rozaron el suelo. Al poco rato la sangre de su cabeza goteaba sobre las bandejas de los bistés. No se cayó, permaneció así, de rodillas, en esa pose algo surrealista, con la cabeza dentro de la nevera.

En ese momento la Negra tomó la decisión de que no iba a repartir con nadie el con el dinero del botínan se puso, botín.