13
Intentó calcular las pocas monedas que había conseguido mientras pasaba al vagón siguiente, ya era el de cola, pero entre el traqueteo del tren de Cercanías en el que iba y que bordeaba la costa, día deprimente, gris, mar espejo de plata, su propia cojera, uno de los pies llenos de callos y un tobillo mal curado, y el constante dolor de cabeza que únicamente conseguía mitigar con vino barato, le fue imposible. Soltó un eructo agrio y pestilente, guardó las diminutas monedas en el bolsillo de los colgajos que llevaba por pantalones y cerró la puerta del vagón tras de sí. De inmediato, los pasajeros más cercanos le observaron con repugnancia y luego desviaron la mirada hacia las ventanillas respectivas o hacia los libros y revistas que estaban leyendo, en un vano intento de ignorar la presencia de aquel desarrapado, sucio, apestoso y vacilante mendigo. Únicamente una mujer negra, intensamente negra, esbelta, mantuvo sus ojos sobre él, ojos de fiera, con descaro e indiferencia, no, indiferencia no, algo más profundo y despectivo. ¡Hija de puta! —se dijo el Edu—. ¿Quién se creía que era para mirarle de esa forma? Mujeres, el veneno, la muerte del hombre... Puta Irene, puta Susana, puta la Sara, la “sarapienta”... Y la muy zorra negra continuaba observándole con malsana curiosidad.
El Edu parpadeóor no me acuerdo de cómo era, pero con la boca reseca y los labios agostados y se dispuso a soltar su inconexa perorata, la mayoría de las veces los labios no le respondían y las palabras surgían de su boca arrastradas como el chirriar de una cadena. “Señoras y señores, ya sé que es triste pedir, pero...”, aquí se quedaba cortado porque al ir a pronunciar “peor es tener que robar”, con la palabra “peor” la saliva se le acumulaba en las comisuras de la boca, blanquecina y pastosa, le impedía pronunciar y necesitaba tragarla, algo imposible en aquellos momentos de sequía física y psicológica. Generalmente no conseguía acabar la súplica y se limitaba a trastabillar por el pasillo del vagón esgrimiendo un vaso de plástico con varios céntimos que tintineaban en el fondo por el temblor de sus manos y con la mirada perdida en su propia y profunda miseria.
Al llegar junto a la negra, un frío gélido que no sabía de donde provenía le hizo estremecer de pies a cabeza y la jaqueca se intensificó con virulencia. La mujer de ébano le sonrió, únicamente con la boca, con los ojos no, abrió su bolso y extrajo un monedero, del que sacó un billete de diez euros, ¡diez euros!, que le dio. Mientras los recogía, su vista se posó en el bolso abierto y su corazón volvió a encogerse y dispararse dominado por un terror repentino. En el interior había una navaja automática de notables proporciones que la negra acariciaba con sus largos dedos sin dejar de sonreírle, sólo con la boca, con los ojos no, los ojos eran felinos, hambrienta pantera negra en busca de una presa con la que saciarse, el dulce sabor de la sangre y la carne hecha jirones. Le invadió un espasmo, una náusea insoportable de estómago vacío, nada que vomitar, y tuvo que asirse con fuerza a la parte superior del asiento para no caer.
—Gra... cias —carraspeó. Y se dirigió apresuradamente hacia la puerta más cercana olvidándose, prescindiendo, de los restantes pasajeros.
El tren estaba llegando a una estación, se bajaría allí, aquella negra le daba pánico, no sabía por qué pero era así, una sensación que le ponía la piel de gallina, angustiosa, paralizante. Sí, bajaría allí y esperaría el siguiente tren. Además, él ya había cumplido, a la Sara se le encandilarían los ojos ante aquel billete rojizo que había conseguido de una sola vez, ¡diez euros!, quizá la puta negra no fuera tan mala y el resto, imaginaciones suyas, sólo imaginaciones. Tenía sed, mucha sed. Se compraría un cartón de vino para recuperarse, necesitaba beber, sentirse bien y aquella negra le había hecho sentirse mal. Miró por el rabillo del ojo, no, la negra seguía sentada, ya ni siquiera le miraba, no bajaría allí. Respiró hondo.
Cuando finalmente se detuvo el tren y se abrieron las puertas, descendió con prisas, casi dejándose caer, deseando que tras él las puertas se cerraran de inmediato. Y lo hicieron, a aquella hora viajaba poca gente. Miró a su alrededor, la negra continuaba en el vagón, no pudo evitar sonreír. ¡Adiós, zorra!
Relajado al fin, se dirigió hacia el minisúper de la estación y se compró el cartón de vino. Pensaba, cavilaba, concluyó: no le diré nada a la Sara, estos diez euros son míos, me los he ganado yo, que se joda. Salió a la carretera, la cruzó y se sentó en un banco, junto a un parterre y un árbol tan escuálido como él. Estaba nublado, cada vez más, día gris plomizo, sólo faltaría que se pusiera a llover. Bebió un largo, largo trago de vino y de inmediato se sintió mejor, el temblor de las manos apenas era ya perceptible, las nubes de su cerebro, no las del cielo, comenzaron a disiparse.
Bebió otro largo, largo trago. En otra época, en otro mundo, él había podido disponer de buenos vinos, de marca, de añada —no siempre, en contadas ocasiones, un profesor de Geografía no gana tanto dinero—, pero ah insoportable.
elEntonces,ora aquél le sabía a gloria, vaya que sí. En otra época, en otro mundo. Irene, su mujer, se había suicidado; Susana le había abandonado a los siete meses, sólo aguantó siete meses a su lado, la muy hija de puta. Una relación sietemesina, un aborto. Cuántas mentiras, cuántas broncas en las que ella no entraba en razón... Ni siquiera se lo dijo a la cara, le dejó una simple nota: “Adiós para siempre, cabrón”. ¡Qué idiota! No, idiota él por enamorarse de una alumna. ¡Qué buena estaba, Dios! Ahora estaría follando con otro, él todavía no lo había superado, qué bien follaba Susana, y entonces, al salir a la luz pública el romance y su desenlace, ella se había encargado de airearlo, su versión, claro, los curas le habían echado del colegio, hipócritas, le habían hundido, porque esas cosas pasan de colegio a colegio, corren como la pólvora, correveidile, así estaba ahora. Y además el suicidio de Irene, Susana le había cegado y no dudó ni un momento en separarse de su mujer. Irene se lo tomó a mal, a muy mal y se arrojó por la ventana desde un séptimo piso. Afortunadamente no habían tenido hijos. Y si los hubieran tenido, no habrían salido a su madre, él se hubiera encargado de ello.
Irene incluso le había amenazado:
—Eduardo, si me abandonas me mataré... —él no la había creído.
¿Por qué creerla? Siempre estaban peleándose, muchas veces ella no soportaba el carácter perfeccionista de él, que él llegase a casa y le dijera que fuera ordenada, que le recriminase que aquello era un caos, que aquella casa parecía una leonera. Y es que Irene nunca había sido una lumbrera, ni como esposa ni como nada, él sabía desde el principio que aquella mujer no estaba a la altura —universitaria— de él. Cierto que ella había estudiado una carrera, pero como quien ve una película, pasivamente, sin entusiasmo, por complacer a sus padres, y jamás la había ejercido. Mejor, el papel de la mujer está en casa, preparándola, adecentándola para cuando llegue el marido del trabajo. Como la madre de él, siempre cuidando del padre, feliz en el puesto que le había correspondido en la vida y sin moverse de ese puesto ni un pelo. ¡Bueno era su padre! La autoridad marital, por naturaleza, corresponde al hombre. Lo primero que hacen las mujeres que trabajan fuera de casa es abrirse de piernas a otro. Eso tampoco lo había entendido Susana. Quería vivir con él y a la vez hacer su vida... ¡Imbécil! ¿Qué se había creído? ¿Acaso él no la había cubierto literalmente de flores casi cada día, ramo tras ramo, cuando eran novios? ¿No la había tratado como a una reina, ¡cómo a una reina!, llevado a buenos restaurantes, cubierto de regalos? ¡Qué feliz parecía entonces! Pero la vida en pareja es otra cosa muy distinta. A partir de ese momento, la mujer en casa y Dios en la de todos. Y que no se pase ni un pelo, ¡ni ella ni Dios! ¡La democracia!, la democracia era la culpable de esa relajación de las buenas costumbres, había puesto al país patas arriba. Antes esto no ocurría. Qué extraño, hacía tiempo que no pensaba en Susana, y mucho menos en Irene. Malos recuerdos, sucios recuerdos, la hostia.
Al beber un nuevo trago alzó los ojos y el estupor le hizo atragantarse violentamente —estertores y lágrimas convulsas— sin poder creer en lo que creía haber visto. La negra del tren estaba allí, observándole desde un banco al otro lado de la plaza, sus acerados ojos fijos en él, dos luceros incandescentes que brillaban en la oscuridad que se iniciaba prematuramente a causa del mal tiempo creciente. El escalofrío regresó demoledor y le anegó la espalda de sudor gélido. Comenzó a tiritar. ¿Cómo era posible? ¿Acaso aquel espectro negro le seguía, le perseguía? ¿Qué quería de él? Recordó que se había asegurado de que ella no descendía del tren, que se quedaba sentada en el vagón. ¿Cómo demonios lo había hecho? Aquelo, no hay trato.
vi cualquierla palabra, “demonio”, le hizo estremecerse. Él no creía en Dios, era incómodo: misa todos los domingos y fiestas de guardar, confesión, comunión... Incómodo y molesto, siempre le había gustado levantarse tarde el domingo por la mañana. No creía en Dios, no desde el colegio religioso al que había asistido durante unos años que le habían parecido interminables —curioso: luego se convirtió en profesor de un colegio de curas—, pero temía al diablo y el infierno, el fuego eterno, el fuego, sobre todo el fuego, a veces soñaba que moría convertido en una antorcha humana, como en las películas cuando los soldados de un tanque incendiado surgían retorciéndose por la torreta de la máquina y entre una espesa humareda con las ropas prendidas, la piel ardiendo, los aullidos de dolor ensordecidos por el fragor de las bombas. Una vez, de pequeño, le habían llevado sus padres a ver una película sobre Juana de Arco y la escena en que la quemaban en la hoguera se le había quedado profundamente grabada, la vio entre los dedos de la mano con la que se tapaba los ojos. No es que saliera nada en la película, unas llamitas y la mirada de la santa, que parecía no sentir el dolor, con cara de pazguata, qué alucine, pero la imaginación había hecho el resto. Los ojos de la negra le recordaban aquellas llamas.
De todas formas, él no iría al infierno, puesto que el infierno había venido a él desde que se enamoró de Susana.
Se incorporó tambaleante con el cartón de vino casi vacío en la mano y el hedor de bilis en el paladar y en la nariz, y bebió el resto del vino. Estrujó el cartón y lo arrojó a la papelera que tenía a su lado. Se sentía momentáneamente envalentonado. Se iba a enterar esa negra de lo que vale un peine. Sin pensárselo dos veces, más que caminar, arrastró los pies hacia ella, el vino le había situado en un mundo entre dos velas, sinuoso, complicado, en el que cada distancia se alargaba y distorsionaba ante sus ojos enrojecidos e hinchados. A medida que se acercaba la expresión, no, la fisonomía de la negra comenzó a cambiar, el rostro se diluía en otro rostro distinto, la mirada perdía brillo y se llenaba de amarillenta africanidad; la expresión, esta vez sí, se teñía de temor al él acercarse.
—¡Qué quiere usted!
No era la negra, sorpresa, era otra negra que le miraba con suspicacia, con acritud, con desprecio, como a un apestado, una negra normal y corriente, se dijo el Edu, y respiró hondo por fin. Soltó una sorda carcajada. ¿Cómo podía haberse confundido? Vaya tajada llevas, tío, pensó. Y añadió para sí: como siempre, jodeeer...
—Pe... perdone... —balbuceó.
Pese al aparente servilismo de aquella disculpa que le había surgido de los labios sin proponérselo, no era su intención, el Edu se sintió dominado por la rabia, contra aquella negra cambiante y contra sí mismo. ¡Pedirle perdón a una puta negra, aunque no fuera la puta negra que sus temores habían vislumbrado!
Se giró en redondo con un:
—Vete a la mierda —y se dirigió tambaleante a la estación justo en el momento en que comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia. Humedad, frío, aunque en la salita del cajero automático en la que solía reunirse con la Sara se estaba abrigado. Era en la próxima parada del tren, unas calles, estrechas calles, más allá.
En el corto trayecto hacia la estación —cruzar la carretera, pero con un semáforo interminable— la lluvia arreció y tuvo que correr entre los coches que se le echaban encima con los deslumbrantes faros encendidos y los bocinazos.
—Borracho! —le gritó un conductor que se había visto obligado a aminorar la velocidad.
El Edu soltó una trocito de carbón atráscarcajada. No le había dicho nada que él no supiera.
—¡Estréllate, hijo de puta! —gritó.
Llegó justo en el momento en que se le escapaba el tren. Mierda, musitó entre dientes, los pocos que le quedaban enteros, el alcohol tiene sus desventajas, a la larga pudre. Tendría que esperar, no mucho, pasaban trenes cada seis u ocho minutos, pero la humedad le calaba hasta los huesos. De todas formas estaba contento: aquella negra que había visto en la plazoleta no era la puta negra. Cómo odiaba a las mujeres, ese odio era incluso la razón última de su existencia, se mantenía vivo para seguir odiando; la mujer, el veneno, la muerte del hombre... Había hecho bien Irene en suicidarse, qué coño, si no sabía vivir en un mundo de hombres, porque el mundo era de los hombres y cuanto más amable eres con una mujer, más te jode ella, qué coño. Volvió a sentir sed, mucha sed, miró con los labios secos de nuevo hacia el bar de la estación pero desistió. Cuando descendiera del tren se compraría otro cartón de vino, al fin y al cabo tenía dinero, los diez euros que le había dado la bruja negra. Bruja, eso era, una bruja que quería echarle un mal de ojo, una maldición, apestarle todavía más la jodida vida. Pero la bruja negra había desaparecido y ya no podría hacerle daño, él le había dado el esquinazo. Una cosa más a la que darle el esquinazo. Eran ya tantas...
De pronto se sintió dominado por un profundo agotamiento, la jaqueca no remitía, la cabeza le daba vueltas, una violenta náusea le subió hacia la garganta y, sin poderlo evitar, vomitó —esta vez sí— sobre las vías del tren. La poca gente que había en la estación se apartó asqueada, pero el Edu no se dio cuenta. Casi no conseguía ver. Sin saber cómo, se dirigió a un banco y se dejó caer sobre él. Al instante se quedó dormido, desmayado, al instante comenzaron las pesadillas.
—¿Cómo es que no tengo una camisa limpia? —no había sido una pregunta, sino un reproche malcarado, impaciente y grosero que se reflejaba en el rostro de Eduardo como la arremetida de una tormenta, un reproche insultante que llevaba implícito la coletilla “¡estúpida!”.
Irene y él acababan de follar, él como siempre y como casi cada mañana, violentamente, sin esperar, sin prepararla, sin preguntarle, un derecho de pernada.
Irene, todavía desnuda, con la mirada baja, los brazos cruzados como si tuviera frío, se cubría los pechos con las manos, y los muslos, apretados el uno contra el otro, le temblaban.
—¡Te he hecho una pregunta! —La mujer comenzó a sollozar sordamente—. Ah, aquí... ¡Siempre la puta manía de cambiar las cosas de sitio! Y luego llego tarde a todas partes por tu culpa...
Irene alzó la mirada con los ojos enrojecidos.
—Me han dicho que tienes una amante... —susurró.
Eduardo se quedó de piedra, el silencio inundó el dormitorio como el maremoto de una película muda. Miró a su mujer y ésta, por primera vez en años, le mantuvo la mirada, ya no lloraba, ya lo había dicho, exteriorizado.
—¿Qué...?
—Se llama Susana y es una de tus alumnas... —La voz de Irene adquiría seguridad a medida que surgía de su boca, unos labios ahora fruncidos en una mueca de asco—. No lo niegues. No me tomes por una idiota.
Eduardo miró a su mujer como si fuera la primera vez que la veía, como si hubiera descubierto que se había casado con otra. Terminó de abrocharse los pantalones.
—Pues sí, tengo una amante —dijo— y me voy a vivir con ella. Tú te lo has buscado.
Frenética, fiera enloquecio, no hay trato.
vi cualquierda, Irene se abalanzó sobre él con las manos como zarpas.
—¡Maldito cabrón! ¡Después de todo lo que he soportado a tu lado!
Ambos cayeron hacia atrás e Irene le rasgó salvajemente las mejillas con las uñas. Eduardo gritó de dolor y, al principio desconcertado por la violenta reacción de ella, sintió que se cegaba. ¡Aquella puta le estaba pegando! La apartó de un golpe y se puso de pie. En el suelo, Irene jadeaba con la mirada llena de odio. Él se tocó la cara y observó luego con asombro sus dedos llenos de sangre.
—¡Te voy a matar, hija de puta!
Le dio una patada en el vientre que la levantó del suelo. Irene boqueó agónicamente, doblada sobre sí misma.
Erguido ante la mujer derrumbada, Eduardo la miró con desprecio, con odio incluso, sí, con odio, odiaba a Irene porque estaba enamorado de Susana, simplemente por eso, porque Irene había permitido que él se enamorara de otra. No era culpa de él si ella no había sabido conservarle.
Se dirigió al lavabo para lavarse la sangre de la cara. Frente al espejo comprobó que se le había manchado el cuello de la camisa. ¡Joder, eso era imperdonable! Se lavó y luego se palmeó las mejillas con loción de afeitar, para desinfectarlas. Se secó con cuidado pensando en la excusa que daría en el colegio por aquel aspecto y regresó al dormitorio.
Irene continuaba en el suelo, en posición fetal, su desnudez castigada, respirando trabajosamente. Había vomitado sobre la moqueta. Eduardo sintió una punzada de deseo al verla de aquella manera, vencida, destruida. Pero se limitó a decir al dirigirse al armario:
—¿Ves lo que has conseguido? Me has ensuciado la maldita camisa, mala puta... —Sacó otra y se la puso con prisas, quería salir de allí de una vez; continuó hablando mientras se abrochaba los cordones de los zapatos—. Esta noche no dormiré aquí. Volveré mañana para recoger mis cosas. Y que no me falte nada, ¿entendido?
Irene, ahora con el cuello trabajosamente alzado, le observaba con los ojos inyectados, pero no de odio sino de una profunda tristeza que a él le hizo parpadear durante unos instantes.
—¡No me mires así! —gritó.
—Eduardo, si me dejas, me mataré... —musitó ella.
Aquella frase fue la gota que desbordó el vaso de la cordura. Eduardo se incorporó de un salto, alzó a Irene por los hombros con una fuerza de la que ni siquiera él era consciente y le pegó un puñetazo que lanzó a la mujer contra la pared. Irene se desplomó inconsciente, sangraba por la nariz y por la boca.
—¿Cómo te atreves a amenazarme?
No obtuvo respuesta y aquel silencio le enfureció más. Se acercó al cuerpo inanimado y le propinó otra patada brutal.
—¡Vete al infierno!
Y se fue de la casa cerrando la puerta con estruendo.
—¡Eh, tú, despierta!
El Edu despegó los párpados trabajosamente.
—¡Venga, búscate otro sitio donde dormirla! —insistió otra voz.
El sueño, o la pesadilla, o los recuerdos vividos, la brutalidad desalojada a golpes, lo que fuera que había rememorado, se diluyó en esa zona recóndita del cerebro que es el baúl de los cadáveres, donde queda todo enterrado.
Por fin pudo abrir los ojos completamente e incorporarse, no sin trabajo. Ante él tenía a dos policías que le miraban con sorna mal disimulada.
—Sí, sí... Vale, vale... —tartaos cojonesas cualquiermudeó mientras se incorporaba.
Los dos agentes dieron media vuelta sin esperar a que él hiciera gesto de irse y desaparecieron por la puerta de salida del andén. Cabrones, se dijo el Edu, cabrones, os laváis las manos y me dejáis aquí sin cumplir con vuestro trabajo. Cuánto había cambiado la policía, antes los grises le hubieran aplicado la ley de Vagos y Maleantes, pero los policías de ahora eran unos maricones. Si él hubiera sido policía...
Llegaba un tren. El Edu se aprestó a cogerlo mientras echaba un vistazo al reloj de la estación. ¡Casi las once de la noche! ¡La Sara estaría que trinaba! Ya no llovía, pero la humedad calaba hasta los huesos. Dio unos pequeños saltos para acelerar la circulación de la sangre y se frotó las manos con vehemencia. Lo peor: la sed había regresado. Lo mejor: ya no le dolía la cabeza. Afortunadamente el tren venía casi vacío. Subió al vagón y se recostó en el quicio de la puerta cuando éstas se cerraron.
El reflejo del cristal de la ventana le devolvió su depauperada imagen, más amarillenta a causa de la iluminación interior. Hizo una mueca de desagrado y, al frotarse la rasposa barbilla, la perspectiva del interior del vagón que se reflejaba en la ventana cambió. Lo primero que vio —lo único que vio— fueron los ojos de fuego de la negra, sentada al fondo del vagón. El Edu se giró sobresaltado. Esta vez no había confusión posible: era la puta negra. Allí estaba. Se dejó caer en el asiento plegable que tenía al lado y se ocultó lo más posible de aquella mirada. Estaba horrorizado, aterrorizado, le temblaba todo el cuerpo, un repentino ataque de fiebre que le nublaba la vista y le convulsionaba. Le vino a la memoria el Juicio Final. Dos caminos, cielo e infierno, y Dios en la encrucijada, eligiendo a los justos y castigando a los pecadores, Dante, El Bosco. Y la cancioncilla medieval infantil que él había recitado tantas veces cuando era pequeño, hacía siglos:
Mira que te mira Dios,
mira que te está mirando,
mira que has de morir,
mira que no sabes cuándo...
Y Dios le condenaba, una injusticia.
¿Quién era aquella negra? ¿Un diablo de ébano que venía a buscarle? ¿Por qué? ¿Por qué a él? ¿Acaso no era un pobre desgraciado, una piltrafa humana que no hacía mal a nadie con su miseria, con la ruina de su vida?... ¿Qué significaba la presencia de aquella negra ahora allí, en ese tren, precisamente en ese tren, otra vez, otra maldita vez, si él había comprobado sin lugar a dudas que la negra desaparecía con el tren al que él había subido la vez anterior? La negra entonces no le había seguido, había continuado el viaje. El Edu hizo un cálculo mecánico pese a las brumas de su cerebro. No, no le salían las cuentas, ella no había tenido tiempo de regresar, de volver hacia atrás y coger otro tren para reencontrarle. ¿Qué coño estaba pasando?
En el exterior empezó a llover de nuevo, esta vez con virulencia. El tren comenzó a aminorar la velocidad. Estaban llegando a la estación. ¡Por fin! Saldré corriendo —se dijo el Edu— y me perderé por esas calles, no podrá encontrarme, y menos con esta lluvia. Seguro que no querrá mojarse su jodida piel negra. Y luego, junto a la Sara, ya no se atreverá a hacerme nada, porque la Sara es un testigo y la negra no se atreverá a hacerme nada, nada de nada delante de ella. Ja, hasta los mendigos tienen derechos...
Pero estaba mintiéndose, era desesperación lo que de verdad sentía en ese momento, y pánico. Aquello era horren con un movimiento de cabezaan se puso ,do, jamás había estado tan asustado, tan acobardado. Miró con el rabillo del ojo hacia atrás. La negra continuaba allí, ahora con una media sonrisa en los labios que a él le pareció satánica. Malditos curas, sólo te enseñan cosas que te meten el miedo en el cuerpo desde que eres un niño y luego has de pasar con ese miedo el resto de tu vida. Cómo los remordimientos, qué tontería, él no sentía remordimientos por nada, únicamente rabia por su mala suerte, por haberse topado siempre con personas, con mujeres, que no le convenían, mujeres que siempre habían estado por debajo de lo que él merecía. Y ahora aquella mujer negra le aterrorizaba. ¿Y si fuera una vampira que quería chuparle la sangre? Mejor me chupas otra cosa, mamona, hija de puta... Lo dicho: saldría corriendo.
Cuando el tren se detuvo, su dedo ya llevaba tiempo apretando compulsivamente el botón de apertura de las puertas. Saltó al exterior y se dirigió a toda velocidad hacia la salida de la estación sin pararse a comprobar si la negra descendía tras él o no.
Bajo la intensa lluvia, se dirigió a toda prisa hacia la oficina de la entidad bancaria en cuyo pequeño vestíbulo la Sara, recubierta por cartones y mantas viejas, estaría esperándole. No quedaba lejos, tres o cuatro calles más allá. Al embocar la primera calle miró hacia atrás. No vio nada, pero la intuición era intensa, sentía en la nuca la presencia de la bruja negra. Estaba allí, en algún lugar, acechándole, acosándole sin piedad. Se sintió de pronto empapado e indefenso, terriblemente indefenso, las manos le temblaban como si estuviese tocando un tambor. Las luces de las farolas, amarillentas y mortecinas bajo la lluvia, se reflejaban en los charcos a modo de arenas movedizas que quisieran tragarle. La misma lluvia parecía fosforescente, millones de gotas que caían convertidas en chispas que le empapaban y le abrasaban a la vez. El Edu gritó, sollozó, a la nada:
—¿Qué quieres de mí, hija de puta?
De pronto se hizo la oscuridad más absoluta, la boca del túnel, el fondo del pozo. Un apagón había sumido el barrio en la más completa de las tinieblas. El Edu creyó enloquecer. Sí, aquello sólo podía ser obra de Satanás. Comenzó a correr como un poseído, apenas podía vislumbrar la calle, no sabía dónde pisaba, los charcos explotaban en sus piernas, las suelas gastadas de los viejos zapatos resbalaban, trastabilló, se dio de bruces y sintió un agudo dolor en la nariz que le hizo lloriquear, casi perder el sentido, salir de allí, salir de allí, se incorporó y continuó corriendo por el agujero negro que le envolvía, donde no existían direcciones que seguir, únicamente la locura. Era inútil, inútil. Se detuvo jadeante, fue consciente de que no podía continuar, estaba al borde de sus fuerzas, una repentina y angustiosa debilidad le atenazaba, la náusea le retorcía el vientre, se dejó caer arrodillado, silueteado por el fulgor de un relámpago. El mismo relámpago que, al mirar él hacia atrás en aquel instante, iluminó a la bestia negra, pantera, bruja, que se había detenido y permanecía erguida a poca distancia bajo la lluvia en espera de que él se incorporase. Parecía una estatua esculpida en lava ardiente, el ídolo pagano de la diosa de la muerte que aparecía y desaparecía bajo el estruendo de las descargas eléctricas.
El Edu gateó alocadamente para huir de su perseguidora y volvió a caer. Se levantó cojeando y continuó alejándose de la mujer para salvar la vida, porque ahora estaba seguro de que la negra quería matarle, un convencimiento aterrador. Estaba condenado a muerte, lo sabía, ahora lo sabía. ¿Qué había hecho él para merecerlo? Un nuevo rayo iluminó a la negra, que permanecía inmóvil, sin hacer el menor amago de seguirle. El Edu llegó por fin a la confluencia con otra calle y giró la esquina. Se quedó un momento apoyado con un movimiento de cabezaan se puso, en la fachada, oculto, en un vano intento de calmarse, de relajarse, de pensar, era inútil, el alcohol le pasaba factura, hacía mucho tiempo que no estaba sereno, la resaca ya era una constante. ¿Dónde se encontraba? Ah, sí, ahora debía embocar la siguiente calle a la derecha, una callejuela. Brilló la luz de las farolas de nuevo, aunque sólo un instante, estaban intentando arreglar la avería aquellos cabrones de la compañía eléctrica. ¡Venga ya, inútiles! ¿A qué esperáis? Antes de dirigirse hacia la otra bocacalle, y para asegurarse, miró con el rabillo del ojo desde la esquina hacia donde estaba la negra. Había desaparecido.
¡Dios mío, Dios mío!, rezó sin acordarse de que no creía en Dios. ¡Dios mío, Dios mío! Debía llegar cuanto antes junto a la Sara, encontrar refugio, compañía, le aterraba estar solo, solo con Dios y con el diablo negro que le acosaba. Nunca había sabido estar solo, había sido un niño cargado de miedos, de terrores, a la oscuridad, a las sombras, a los fantasmas, al hombre lobo, a los demás. Sobre todo a los demás, hombres lobos a los que siempre veía superiores a él, sobre todo en el colegio, los niños matones que se metían con él, que lo zaherían por no saber pronunciar bien la erre, por hablar despacio, por ser bajo y débil (luego crecería y sería más alto que varios de aquellos hombres lobos). En su juventud cambió radicalmente, la debilidad se convirtió en superioridad, soberbia. ¿Cuándo ocurrió aquello? Con la muerte de su madre, fue entonces. Frente al cadáver que yacía en la cama de matrimonio envuelto en un sudario blanco, escuchó que su padre musitaba:
—Por fin te has muerto, hija de puta...
Eduardo se quedó mirando a su padre fijamente y en aquel momento le pareció que acababa de descubrir a otro hombre, que jamás había conocido a su padre hasta entonces. ¿Imaginaciones de adolescente? ¿Su subconsciente había inventado aquella imagen desoladora, aquellas palabras hirientes de marido que odia, de viudo alegre? Era la primera vez que recordaba aquel suceso, la muerte de su madre, pero desde entonces, imaginaciones o no, había aprendido a odiar, a tratar a las mujeres como se merecían.
Regresó la luz. ¡Por fin! El mundo a su alrededor volvió a tomar forma definida. Incluso la lluvia amainaba. Miró de nuevo de reojo desde la esquina. Efectivamente, la negra había desaparecido. ¿Se habría cansado de aquel juego? No, de eso estaba seguro, la fiera se había agazapado en algún lugar en espera de que él diera el siguiente movimiento, le tocaba a él mover ficha. De todas formas, se sintió más animado. La oscuridad le había enloquecido, ahora podía ver a dónde se dirigía. Tenía que llegar cuanto antes junto a la Sara, cuanto antes. Además, tenía frío, mucho frío, una humedad terrible. Se tocó la frente: sin duda tenía fiebre, sólo le faltaba eso... Bueno, quizá la Sara tuviera alguna aspirina, con eso bastaría.
Se dirigió renqueante hacia la siguiente bocacalle, al caer sobre el empedrado se había torcido un tobillo. Todavía existían allí calles con empedrado, no asfaltadas. ¿Dónde se habría metido la puta negra? A la espera en cualquier lugar, espiándole. Pero esta vez él estaba decidido a enfrentarse a ella, a no permitirse que el pánico le paralizase, a preguntarle en la cara: “¿Qué quieres de mí, puta negra?”, a decírselo y pegarle en sus grandes morros africanos. Al fin y al cabo sólo era una mujer, una mujerzuela. Y, bien pensado, estaba buena, de eso no cabía la menor duda, debía de tener unas buenas tetas y un culo... enorme, como todas las negras, bueno, algunas no. Sin poderlo evitar, el Edu se puso a reír a convulsas carcajadas. Y todavía reía cuando llegó a la bocacalle y vio, en el otro extremo, a la negra, que le esperaba, ahora con la navaja abierta en la mano, una larga y reluciente hoja de aceroos cojonesas cualquier. El Edu tragó saliva, se había olvidado por completo de la navaja.
La negra comenzó a caminar con parsimonia hacia él, cada paso acortando distancia, la navaja cada vez más nítida, cegadora a los ojos del Edu, que volvía a temblar de pies a cabeza; sobre todo, ahora, las piernas, no podía dar ni un paso para huir, antes tendría que girarse y correr en dirección contraria, y ese giro se le hacía improbable, no, imposible, si lo intentaba se desplomaría y ya no podría levantarse de nuevo. Imaginó aquella navaja atravesándole el pecho, o cortándole la yugular, desangrándole en vida, un gran charco de sangre, ¡su sangre!, a los pies. Cómo odiaba las navajas, le daban pánico, el acero penetrando en la carne, cortando músculos y segando arterias. No quiero morir, no quiero morir. La negra estaba ya a pocos metros de él, su sonrisa se recortó en la noche como la del gato de “Alicia en el país de las maravillas”.
—¿Quién eres? —balbuceó el Edu.
La negra no respondió, pero mientras continuaba aproximándose cerró la navaja y la guardó en el bolso.
—¿Quién eres? —repitió el Edu dejándose caer, desmadejado, de rodillas.
Ya junto a él, la negra le obligó a incorporarse con mano de hierro.
—Vamos, Eduardo —se limitó a decir.
—¿Cómo... —el Edu se tambaleó mientras ella le llevaba con fuerza inusitada por el brazo— cómo sabes mi nombre?
—No preguntes.
Y eso hizo el Edu, no preguntar y dejarse llevar. Estaba demasiado cansado, agotado, aterido, ya no era ni siquiera miedo a la muerte, al diablo, al infierno, al fuego que todo lo devora, a los fantasmas, al hombre lobo, terrores infantiles, se sentía vencido, derrotado, ahogado por una resignación autodestructiva que le impedía todo conato de rebelión. Dejarse llevar, qué más daba... Giraron por otra calle y el Edu vio con asombro que la mujer le conducía hacia la entidad bancaria donde la Sara le estaría esperando. ¿Qué significaba aquello? A medida que se acercaban, la luz de la salita donde se encontraba el cajero automático iluminó a la “sarapienta” recostada entre cartones y ropa vieja. Debía de estar durmiendo, se dijo el Edu. ¡Seguro que se había bebido todo el vino! La negra no dejaba de obligarle a continuar a paso rápido, él casi arrastraba los pies. Cuando llegaron a la puerta del banco, ella le dejó apoyado en el dintel, sacó una cartera del bolso y de ella una tarjeta de crédito que introdujo en la ranura de entrada. La puerta zumbó de inmediato, la negra la empujó, empujó al Edu hacia el interior y después entró ella. El Edu tropezó y cayó de bruces sobre la Sara. El cuerpo, debajo de los cartones, no protestó ni se movió un ápice.
El timbre del teléfono sonaba con denodada insistencia. Imposible hacer oídos sordos. ¿Quién sería capaz de llamar a aquellas horas? Eduardo miró con un ojo cerrado y el otro abierto, todavía cegado por la luz de la mesita de noche que acababa de encender, el reloj despertador: las cuatro y media de la mañana.
—¿Por qué no lo coges de una vez? —protestó Susana desde el otro extremo de la cama.
Eduardo se incorporó pesadamente y se dirigió al saloncito. Descolgó el teléfono malhumorado y espetó:
—¿Quién coño...?
Era su hermana, a la que había llamado el hermano de Irene para decirle que Irene se había suicidado.
—¿Qué... qué estás diciendo?
—Que tu mujer se ha tirado de un séptimo piso... —La hermana de Eduardo todavía consideraba a Irene la mujer de éste; ambas insoportable.
elEntonces, había congeniado en otros tiempos más fáciles. Al otro lado de la línea, la mujer lloraba.
Eduardo colgó el auricular con lentitud y se quedó durante un par de minutos paralizado. ¿A qué venía todo aquello? ¿Qué había hecho aquella loca? ¿Qué se había atrevido a hacerle aquella loca? La imaginó cayendo al vacío y se sintió repentinamente mareado, un ataque de vértigo. Siete pisos. Fue hacia el mueble bar y se sirvió un coñac mientras en su cerebro bullían las justificaciones. Sin duda Irene lo había hecho para vengarse de él, para que el resto del mundo pensase que él era el responsable, el culpable de su locura. Y para que él muriese de remordimientos el resto de su vida. ¡Ah, no! ¡No caería en esa trampa! La muy puta... ¡Hacerle aquello a él! A medida que pensaba, notaba que la furia crecía en su interior. Se tomó el coñac de un trago y se sirvió otro. Irene siempre había estado loca, era enfermiza, depresiva, todo el mundo lo sabía, desde niña, se dijo. Jamás había sabido apreciar lo que era tener a su lado a un hombre inteligente y trabajador, un hombre que no estaba para puñetas. Irene, muerta. Menos mal que no habían tenido hijos. ¿Cómo hubieran crecido sabiendo que su madre había sido una suicida? Ésa era otra de las razones por las que el matrimonio no había funcionado. Aparte de ser una mojigata en la cama, Irene no le había dado hijos. ¿Para qué sirve una mujer si no es para eso? Él se lo había reprochado alguna vez, claro que sí, no había podido evitarlo, las cosas claras. A Eduardo le hubiera gustado tener un hijo, dos, para educarlos como Dios manda, hombres de pelo en pecho y de provecho. Un matrimonio sin hijos no es un matrimonio. Y la mujer está hecha para la procreación, su sagrada misión. Sonrió para sus adentros, pese a no creer en Dios siempre le salían palabras relacionadas con ella: como Dios manda, sagrada... Al infierno con Irene. Si creía que iba a ir a su entierro, estaba muy equivocada.
Se bebió el segundo coñac y regresó a la cama.
—¿Quién era? —le preguntó Susana, somnolienta.
—Nadie —y volvió a dormirse.
—¿Sara? —preguntó el Edu incrédulo.
Un rastro de sangre humedecía los cartones. El Edu se echó hacia atrás horrorizado llevándose una raída manta tras de sí. El rostro de la vieja quedó al descubierto. Estaba muerta. Una profunda herida le horadaba la garganta y de ella surgía aún un manantial de sangre.
—Parece imposible, ¿verdad? —le dijo la negra a sus espaldas—. La cantidad de sangre que contiene un cuerpo...
—¡Maldita seas! —gritó el Edu girándose—. ¡La has matado! ¿Por qué?
La negra se acuclilló a su lado.
—Ella también tenía una cuenta pendiente. Pero no te preocupes, a ti no te mataré, simplemente me encargaré personalmente de que pases solo el resto de tu vida, algo que soportas muy mal. Cada vez que te vea acompañado por alguien, lo mataré.
El Edu sollozaba histérico. La negra le alargó un cartón de vino.
—Bebe, emborráchate.
El Edu lo cogió con ansia sin dejar de lloriquear.
—¿Por qué me haces esto? ¿Quién eres, hija de puta? —bebió ávidamente el vino, que le resbaló por la comisura de los labios hasta caer y entremezclarse con la sangre de la harapienta.
—Soy... digamos que un ángel vengador... —contestó la negra con su sonrisa felina.
—¿Vengador? —balbuceó el Edu—. ¿Qué he hecho? ¿De qué soy culpable? Nunca he hecho daño a nadie...
La sonrisa trocito de carbón atrás de la negra adquirió tintes metálicos.
—Tu ex mujer, Irene, se suicidó...
El Edu abrió los ojos desmesuradamente. ¿Así que era aquello?
—¿Y qué culpa tengo yo? ¡Estaba loca, enloqueció y se tiró al vacío! ¿Qué culpa tengo yo? ¡No puedes culparme de eso, nadie puede!
—Yo sí —la negra hizo una pausa y al Edu aquel silencio le pareció aún más peligroso—. Pero no estoy aquí por Irene...
Al oír aquellas palabras el Edu respiró hondo.
—Entonces no puedes cargarme el muerto...
La mirada de la negra le atravesó como una daga.
—Hubo otro muerto, Eduardo. Y por esa razón Irene se suicidó. No pudo soportar tanto dolor...
—¿Otro muerto?
—Sí —la negra acompañó la afirmación con un movimiento de cabeza.
—¿Qui... quién...? —El Edu repasó febrilmente nombres y lugares en su desvencijada memoria. ¿De quién podía tratarse? Nunca había matado a nadie...
La respuesta de la negra le llegó como mecida por el viento que augura tempestades:
—Tu hijo.
El asombro hizo que el Edu dejará caer el cartón de vino.
—¿Mi hijo? —se le escapó una carcajada histérica—. ¿Pero qué estás diciendo? Yo... yo nunca he tenido un hijo...
La negra comenzó a hablar, y cada palabra penetró en el Edu como clavos ardientes que le torturaban de forma insoportable.
—Irene se había quedado por fin embarazada. Te lo pensaba decir, pero al enterarse de que tenías una amante, una de tus alumnas, prefirió guardar silencio. Aquella mañana en la que la pateaste salvajemente en el vientre, mataste a tu hijo. Irene abortó, y no pudo superarlo. Por eso se suicidó.
El Edu se retorcía convulsivamente sobre la sangre de la Sara y el vino derramado. Sus labios se movían trémulos sin que de ellos surgiese sonido alguno, sólo un profundo estertor apenas audible.
La negra se incorporó y abrió la puerta del cajero automático. Antes de cerrarla tras de sí, volvió a mirar al Edu y dijo:
—Muérete, cabrón.
Luego, desapareció en la oscuridad.
—Mi hijo, mi hijo... —gimió el Edu—. Perdón, perdón...
Al cabo de pocas horas, hombres y mujeres despertarían para iniciar un nuevo día lleno de buenas intenciones, de amor y de paz.