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Cuando el inspector de primera Dan Baños, cojo en público y enfermo en secreto, se reincorporó a su mesa del Grupo de la Policía Judicial, todavía resonaban en aquellos despachos y por los pasillos los gritos de alegría, las canciones, las carcajadas, y se podía oler cava en el aire. Eran residuos de la celebración por la muerte del Nen y sus fantásticas consecuencias.
El cuerpo había aparecido en un cuchitril de la calle Pizarra y su documentación decía que era Sibin Slavkovic, natural de Breslau, Polonia. Muerto por una bala del 9 corto sin duda procedente de la pistola, una HK P7 M13, con silenciador que había sobre la cama, junto a las manchas de semen que evidenciaban actividades sexuales recientes. El cadáver tenía una media enrollada a las manos como si hubiera estado pensando en estrangular a alguien y lucía una erección escandalosa que se había mantenido gracias a que el cuerpo yacía de costado, casi boca abajo.
, el veneno, la muerte del hombre...., Jaume Ribera, Enrique Sánchez Abulí, Mariano Sánchez SolerPrimero, se conjeturó defensa propia, «una puta amenazada que ha sido más rápida que el cliente sádico», pero luego resultó que, entre las ropas del polaco, encontraron otra pistola, una Astra 300, y la cosa empezó a oler a crimen organizado. Para confirmar la hipótesis, durante el registro de la casa, fue hallado un cargamento de diez quilos de heroína. Luego, resultó que la HK estaba registrada a nombre de un guardia de seguridad llamado Pombo y que el piso estaba a nombre de un tal Bertrán y el interrogatorio de uno y otro ayudó a desmantelar una tremenda organización dedicada al narcotráfico. Eso ya significaba un éxito, felicitaciones de la superioridad, grandes titulares en los periódicos y la admiración del público y merecía una buena celebración, pero es que, además, cuando se investigó a fondo aquella pistola Astra, resultó que de ella habían salido las balas de al menos veinte asesinatos recientes cuya autoría se desconocía hasta el momento. Resultó que aquel semental de la melenita maricona era ni más ni menos que un sicario que traía de cabeza a la judicial desde hacía mucho tiempo y al que, a falta de nombre, habían bautizado como Nuevecorto. Así se justificaba el cava consumido a chorros y las alegrías en los pasillos de Vía Laietana.
Pero ahí se acababa la investigación. Nadie tenía ganas de continuar con un caso que, a partir de ese momento, resultaría ingrato. Nadie tenía ganas de atrapar al asesino del Nuevecorto porque les parecía maravilloso que alguien se lo hubiera cargado. Además, al sicario lo habría matado otro sicario, o sicaria, nuevo en la plaza, una persona que había actuado fríamente y sin motivos, un encuentro casual, un callejón sin salida. Sería muy difícil dar con él. ¿Y a quién le gusta exponerse a la frustración segura después de disfrutar del éxito?
A Dan Baños lo recibió Maribel con los brazos abiertos. Él esquivó las efusiones afectivas, las voces de bienvenida y una euforia que le resultó inoportuna y obscena, y pidió un caso que investigar.
—Le daremos el del asesinato del Nuevecorto, que se entretenga un poco, el pobre —opinó alguien.
Le adjudicó el caso Maribel en persona que, de pronto, se había convertido en Jefe de Grupo, gracias a la fulminante operación contra los sicarios del cártel de Medellín en aquel despacho próximo a la Generalitat. Al fin habían llegado los colombianos a la trampa donde tendría que haberlos estado esperando Baños. Llegaron cargados de gomina, bigotes mexicanos y trajes que les iban pequeños y estaban deformados por los pistolones que ocultaban. Preguntaron por el abogado venal y, como el inspector estaba convaleciente del tiro a la femoral, fue Maribel quien exhibió su Mágnum y les dijo: «Quietos, policía». Ellos echaron mano al interior de sus chaquetas y se organizó la ensalada de tiros, la traca se oyó desde el Palau de la Generalitat, hubo un concurso de tiro al pene, los sicarios salieron con los pies por delante y Maribel se llevó el premio de Jefe de Grupo, la primera Jefa de Grupo Judicial de la historia de la ciudad. Seguramente, el cargo habría sido para Dan Baños si no le hubiera salido el inconveniente del Matanzas, pero ésas son cosas que pasan. Suerte tenía de haberlo podido contar.
—Tengo un caso cojonudo para ti, Dan —aseguró Maribel, alegremente, al tiempo que ponía sobre la mesa el expediente Slavkovic.
Las miradas de compasión que cayeron sobre él tendrían que haberle advertido de que el encargo era una especie de castigo, pero Dan Baños no se fijó en ellas. Clavó sus ojos en el papel y procuró que los atestados y las declaraciones de los testigos arrancaran su atención a otras preocupaciones más siniestras.
El día antes le había dicho al doctor Plaza que no pensaba tomar ninguna medic, Raúl Argemí, Alicia Giménezas cualquieración para combatir la peste que Matanzas le había metido dentro, y el doctor Plaza se había puesto a llorar.
Las últimas personas que habían visto con vida a Sibin Slavkovic, alias el Nen, alias Nuevecorto, eran el personal de un bar de la calle Ginebra llamado Jai-Ca y el taxista que los llevó hasta la calle Pizarro. Alejo Barandán, camarero, dijo que Sibin se había ido con una chica negra, que le parecía que la había llamado Sandra, o Sara. El taxista confirmó que la negra y Sibin Slavkovic habían entrado juntos en el edificio de la calle Pizarro unos cuarenta y cinco minutos antes de la que había sido establecida como hora de la muerte.
—¿Una negra? —murmuró Dan Baños. Y, automáticamente, recordó a la niña negra que él detuvo, veinte años atrás. La niña que apuñaló a un hijo de puta que violaba a su madre, o algo así. Aquella piel tan oscura, aquellos ojos tan enormes y brillantes. ¿Cómo se llamaba la chavalina?
Dan Baños se trasladó a pie al barrio de la Barceloneta, como si ya supiera que no corría prisa la solución del asesinato, o como quien pasea convencido de que el aire de mar va bien para sus males. Bajó por Vía Laietana y cruzó por el Moll del Dipósit, como un turista, hasta el amasijo de casas que parece decorado para película del Mediterráneo visto por yanquis. Sombras y humedad y ropa tendida en los balcones, y olor a pescaíto frito, y terrazas llenas de gente tomando cerveza. Dan Baños se figuró al tipo fondón y seboso, con aquella melenita ridícula, abrazando a una negra espectacular por la cintura.
Ahí estaba Alejo Barandán, que se rapaba la cabeza para disimular la calvicie y se limpiaba las manos en el pantalón, aún cuando lucía mandil y paño al hombro.
—Soy policía —Dan Baños le enseñó la placa.
—Usted dirá.
—Es sobre el polaco al que mataron, ése que salió de aquí con una negra —Alejo Barandán lo miraba inexpresivo, pasándose un mondadientes de la comisura derecha de la boca a la izquierda y viceversa—. ¿Cómo era la negra?
—¿La negra?
—Sí. ¿Cómo era de negra? ¿Cómo el betún, mulata, café con leche...?
—No sé de qué negra me habla.
—Usted declaró —se impacientaba Dan Baños— que Sibin Slavkovic salió de aquí...
—Perdone, pero yo no sabía cómo se llamaba aquel tipo. Yo me imagino que hablamos del mismo, porque era rubio y llevaba melenita y hablaba así como raro, con un acento raro. Pero de esto ya han pasado muchos días y yo aquí veo a mucha gente.
—Pero usted dijo que vio cómo hablaba con una negra.
—¿Con una negra?
—Sí. ¡Usted declaró que vio cómo hablaba con una negra!
—Bueno, si lo declaré, pues así será...
—Pues cómo era la negra.
—No me acuerdo. ¿Cómo dije que era?
—No dijo nada, por eso se lo pregunto.
—A lo mejor no era negra.
—Eso usted sabrá.
—A lo mejor me refería a que era morenita, pelo negro, cara oscura, un poco agitanada, o a lo mejor había tomado mucho sol. No me acuerdo.
La figura de la negra hermosa que iba abrazada a Sibin Slavkovic empezaba a difuminarse. Ya no era seguro que fuese negra, mucho menos que fuera hermosa. Tal vez ni siquiera era una mujer.
Dan Baños volvió a imaginársela montando en el taxi negri no me acuerdo de cómo era, pero a mujer a.gualda cuando fue a hablar con el segundo testigo.
—Yo no dije que fuera negra —afirmó el taxista.
—Sí, señor, usted aseguró que era negra.
—¿Qué era negra? No, no. A lo mejor, supuse que estaba negra, o sea, enfadada. Porque estaba muy cabreada. Pero yo la recuerdo blanca, blanca.
Cuando Dan Baños regresó a su despacho, la imagen de la mujer negra se había ido borrando de su imaginación: como si Slavkovic hubiera salido solo del Jai-Ca, como si hubiera subido solo al taxi. La negra era una especie de fantasma, la presencia que se va borrando de la fotografía.
Abordó al compañero que había transcrito las primeras diligencias.
—¿Te hablaron de una negra o no?
—Bueno, yo no lo sé —murmuró él, evasivo—. Pero tengo mi propia teoría —Dan Baños esperó—. Cuando hablé con ellos, nadie sabía quién era el muerto. Todos estaban dispuestos a colaborar para dar con su asesino. Pero, después, las cosas se saben, y resulta que el polaco aquel de la melenita era el Nen, un hijo de puta con las mujeres... Y al final, además, era el Nuevecorto, con su Astra 300. Esa clase de información hace estragos entre los testigos, Baños. Bueno, qué te voy a contar que tú no sepas.
Dan Baños bajó la vista hacia el expediente para comprobar si se había borrado de allí también la palabra negra.
No. La palabra continuaba allí.
—Había una negra —recordó, casi en voz alta—. Y ese polaco quería estrangularla con una media. Y ella se adelantó, utilizando una pistola que, en realidad, pertenecía a un gángster.
Pero luego habló con el guardia de seguridad a cuyo nombre estaba registrada la HK P7 M13, y que estaba en espera de juicio por un delito de narcotráfico, y aunque le prometió que sería recompensada su colaboración, él también declaró que no conocía a ninguna negra.
Es más: afirmó que, como encontrara alguna vez al hijo de puta o la hija de puta que se había llevado a Slavkovic para matarlo precisamente en aquella puta casa con su puta pistola, le retorcería el cuello hasta arrancarle la cabeza de cuajo.
Dan Baños pensó que una negra invisible, una negra transparente, le parecía un contrasentido.