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—Que te follen, Sugaranyes —dijo el juez Espinosa, con una voz que pretendía ser melosa—. ¿Te lo digo en catalán para que lo tengas más claro? Que et follín. Querías jugar en la C se había movido en el fondo de la selva.o,, Jaume Ribera, Enrique Sánchez Abulí, Mariano Sánchez Solerhampions’ League, ¿no? Me suplicabas que te dejara entrar en la historia, ¿no te acuerdas? Y la mema de tu mujer que quería un chalet con piscina. Así que ahora que las cosas no nos salen bien, ahora no me vengas lloriqueando... Pues, te aguantas... Tómate un valium, Sugaranyes. Recuerdos a tu esposa. Y una cosa: no me vuelvas a llamar.

Espinosa colgó el auricular en el teléfono de la mesita, inclinó el cuerpo a su derecha, levantando la nalga izquierda un poco del asiento de su sillón de cuero viejo y se dejó escapar un pedo, que sonó en el silencio del salón como la explosión algo apagada de un petardo mojado.

Dio un suspiro mientras se dejaba caer de nuevo contra el respaldo de cuero negro y su mirada se perdía entre la diversidad de objetos que llenaban la sala: la chimenea de mármol de Carrara y su repisa con el elefante de jade con el tronco alzado, una copia poco creíble de una ánfora griega, una bailarina tailandesa de bronce, con un pie en el aire. Los muebles eran antiguos y pesados, de madera con gruesas capas de barniz oscuro, lámparas de bronce con pantallas amarillentas por el humo de los años, estanterías con colecciones encuadernadas en cuero de las obras de Agatha Christie, novelas Premio Planeta, la enciclopedia Larousse, jarrones de porcelana china. Frente a la chimenea, sobre una alfombra de estilo oriental, reposaba una esfinge de hierro negro con tetas de vedette de La Molina.

El juez Espinosa tomó un sorbo de leche tibia de un vaso largo y lo dejó sobre la mesita. De repente se quedó quieto, frunció el entrecejo y aguzó el oído, mirando, fijamente, a la puerta abierta a su izquierda, que daba a la galería, ahora totalmente oscura.

—¿Quién...? —dijo, con una voz entrecortada, que le sonaba extraña, algo patética a decir verdad.

Se quedó esperando, medio levantado, con las manos agarradas a los brazos del sillón, apretando el cuero entre sus dedos. Por unos instantes no oía nada aparte del ruido de su propia respiración, que de repente le pareció laboriosa y enfermiza, y el raquítico tictac del antiguo reloj con caja de porcelana que presidía la estantería, al lado de un viejo ejemplar del Espartaco de Howard Fast.

Ella salió de la oscuridad de la galería sin hacer ruido alguno y se quedó cerca de la puerta de cristal, en la media penumbra. Llevaba un jersey negro, un pantalón de cuero ceñido a su cuerpo, Reeboks, igualmente negras, una bolsa de tela que colgaba del hombro derecho. Se quedó allí con una postura relajada, algo insolente, las facciones de su cara escondidas en la oscuridad.

—¿Cómo ha entrado usted? —preguntó el juez.

—Por la ventana.

—Ah —y se le escapó una risita, que le sonó más bien idiota—. ¿Suele entrar en las casas de esa manera?

—Cuando es preciso —respondió ella.

—Ah —suspiró el juez de nuevo. Sintió una sensación alarmante en su bajo vientre, como si empezara a perder el control de la vejiga, tal vez del esfínter también. Sus manos clavadas como garras en los brazos del sillón. Tenía que hacer un esfuerzo para relajar los músculos, parar el tembleque interior de todo su cuerpo, tenía que dominarse.

Sonrió. Era una sonrisa seca y sin placer, con un toque de desprecio.

—¿Y qué es lo quiere?

—¿No lo sabe?

El juez vio la mano derecha de ella metida dentro de la bolsa de tela. Sostenía algo. Pensó que seguramente lo que tenía en la mano dentro de la bolsa era un arma. Pensó que la sacaría con un movimiento fluido y sin prisas. Lo apuntaría, con una agencia de seguridad an se puso, las piernas bien separadas, como en la películas, apretaría el gatillo. Había un espejo en un marco dorado en la pared al lado de la galería y se le ocurrió al juez que si se levantaba de su sillón, podría ver su propia muerte, en directo.

—¿Quién la ha enviado? —preguntó— ¿Claret? No habría pensado que tuviera tanta imaginación.

Ella dijo que no con un movimiento de cabeza.

—Vicens —probó el juez, intentando entrar en el juego. Pensando que si podía transformar la escena en juego, el miedo se desvanecería. Pensando que era curioso cómo mantener la compostura le importaba más que morir—. Me sorprende —continuó—. Es tan tacaño, no me lo imagino gastando unas perrillas para pagar a una profesional. Y usted, por lo que veo, debe ser toda una profesional.

De nuevo la negra lo negó, con un movimiento de cabeza tan ligero que quizás el juez no lo vio.

—¿Cuánto le paga? —le preguntó con una voz no del todo controlada—. Le puedo ofrecer el doble. —Y de nuevo le vino la risa tonta—. Si con ello no infrinjo el código deontológico de su... gremio, claro.

—No me envía nadie —aseguró ella.

—No la entiendo —respondió el juez, con una sinceridad que le sentaba como un traje de segunda mano.

—Haga un esfuerzo.

El juez Espinosa la miró un rato, en silencio.

—Sí —reconoció al final—. Creo que he oído hablar de usted.

—Puede.

—Mmm. Usted ha leído de mí en los periódicos —aventuró el juez, con el atisbo de una sonrisa—. Los periódicos —repitió con sarcasmo—. Así que yo he sido juzgado por unos becarios con escaso dominio de la sintaxis, convertidos en nuevos cruzados para una utopía que ni ellos mismos se creen; condenado por una opinión pública que se masturba cada mañana con su dosis de Liberté, Égalité, Fraternité antes de salir a la calle a joder al prójimo. Ejecutado por una señorita que, por lo que puedo ver, se ha equivocado de oficio. Tengo entendido que hoy día las negras son muy cotizadas en la haute couture. ¿Cómo se le ha ocurrido, con esas piernas, convertirse en justiciera?

—Mis motivos no vienen al caso —respondió ella— ni mis piernas tampoco.

Se desprendió del marco de la puerta de cristal donde se apoyaba, cruzó el salón frente a él. El pecho bien marcado por el jersey, las largas piernas, la insolencia de sus caderas sugirieron en la entrepierna del juez una nostalgia de burdeles finos, de mulatas caribeñas y mamadas exquisitas. La negra se sentó en un sillón junto a la chimenea, al otro lado de la sala. Cruzó las piernas, sacó un cigarro de su bolsa y lo encendió con un mechero de plástico transparente.

—Al haber leído los periódicos, sin duda me toma por un juez corrupto, ¿verdad? ¿Me deja que se lo explique?

—Adelante.

—Los jueces, como es bien sabido, fumamos puros. ¿Sabe usted lo que vale un puro decente hoy día?

El juez miró a la negra, la negra lo miró a él, sin expresión, tiró un poco de ceniza de su cigarro en el cenicero de pie al lado de su asiento.

—No le ha hecho gracia, ¿eh? —dijo él.

—No.

—A mí tampoco, a decir verdad.

El juez cogió otra vez el vaso de leche, lo llevó lentamente y con cuidado a los labios y tomó un sorbo. Ya estaba casi fría. insoportable.

os de atrás

—El juez corrupto es un tópico. ¿Me va a matar usted por ser un tópico?

—No.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Simplemente —replicó la negra— porque usted es una mierda.

—Entonces —dijo el juez con una voz que se volvió dura, hastiada, que temblaba a pesar de su esfuerzo por controlarla—. ¿Por qué no me mata ya de una puta vez?

—Por curiosidad —afirmó ella, fumando tranquilamente—. Tenía curiosidad por saber si usted lo sabía. Que es una mierda, quiero decir.

—¿Será un atenuante? —respondió él, con rapidez y una chispa de sarcasmo en su ojos.

—No creo.

El juez se encogió de hombros.

—¿Puedo fumar? Tengo entendido que es un privilegio que se suele conceder al condenado, ¿no?

—Puede fumar, sí.

El juez se levantó del sillón y se dirigió, andando de una manera más bien torpe, hacia un mueble en la esquina del salón. Abrió las puertas de cristal y sacó una caja de puros, seleccionó un habano grande y grueso y con las manos temblando hizo un corte en un extremo del cigarro con una máquina larga y reluciente, se metió el puro en la boca, mojándolo lentamente con la lengua. Luego encendió la punta del cigarro, también lentamente, con una larga cerilla de madera.

—Es un Davidoff —avisó el juez, después de echar unas bocanadas de humo azul—. Le advierto que puede durar un par de horas.

—No tengo prisa.

—Un craso error, querida —dijo el juez, dejándose caer pesadamente sobre el sillón—. Lo de la curiosidad, quiero decir. Gente como usted, como yo, no podemos permitirnos el lujo de la curiosidad.

El juez llevaba una bata a rayas grises y negras sobre un pijama a cuadros. Tenía los hombros estrechos, el pecho hundido, la panza triste de hombre flaco, los pies de color de mármol en pantuflas de felpa. Desnudo, se le podría imaginar, con aspecto de polluelo desplumado, la cabeza de un procurador romano, decadente e infinitamente cansado, sobre los hombros. Con el habano entre los dedos parecía sentirse más seguro, casi relajado.

—Dejará que me defienda, ¿verdad? Intuyo que usted tiene un concepto muy afinado, aunque un tanto particular, de lo que es la justicia.

—Puede intentarlo.

—Gracias —dijo el juez, con cierto sarcasmo, chupando el Davidoff, echando una bocanada de humo entre gris y azul que se disipó lentamente en el aire, llenando la sala, poco a poco, con un aroma sutil, ligeramente amargo—. Le ha sorprendido cuando dije lo de “gente como usted, como yo”, ¿no es así?

La negra se encogió de hombros, impasible. El juez, por un instante, la imaginó desnuda, como una estatua esculpida de madera oscura, pulida, con curvas suaves y duras a la vez. Imaginó el pelo negro y duro del pubis, el sabor del coño, amargo como un whisky de malta e infinitamente más embriagador.

—Yo cumplo con mi papel —dijo—. Que a fin de cuentas es el mismo que el de usted: limpiar la mierda, ¿verdad?

—Usted no limpia. Ensucia.

—Trabajas con la mierda y acabas ensuciándote. Pregúnteselo a cualquier basurero. O a un policía, si tiene la oportunidad. ¿Cuál es la diferencia entre un camello que vende su droga al yonqui de turno y el empresario que vende su negocio a otro ante notario? Que el último se cambia de calzoncillos cada día. Nada más. una agencia de seguridad an se puso ,

—No veo qué es lo que tiene que ver...

—Usted ha tratado poco con abogados, señorita. Es el típico truco de abogado. Son como niños, pero algún truquito han aprendido. El despiste, mezclar uvas con peras. Pero cansa. No sabe usted lo que cansa.

El juez, con el Davidoff en la mano izquierda, cogió el vaso de leche con la derecha y tomó un poquito.

—Perdone —dijo—. ¿Quiere una copa?

—No. ¿Y usted?

—No, gracias —dijo el juez—. Prefiero estar sereno. Para seguir con mis argumentos. Sé que no la voy a convencer, pero me entretiene. Hace tiempo que me di cuenta de que los argumentos no convencen a nadie, que todo está decidido de antemano. Es triste, ¿verdad? Celebramos unas ceremonias, rendimos un homenaje vacío a la racionalidad, para luego hacer lo que sabemos desde el principio que se iba a hacer.

El juez dejó de hablar, con la mirada perdida, un hilo de humo subiendo, en el silencio, de la punta de su puro habano.

—Ya se ha dado cuenta, supongo, de que aquí ha ocurrido una cierta inversión de papeles. Usted ahora hace de juez y yo de reo. No deja de tener cierta gracia, ¿verdad? Pero déjeme, por favor, que le dé unos consejos acerca del oficio.

El juez dio otra chupada al puro, echó el humo, mirando a la negra que le devolvía la mirada sin expresión. Como un ídolo, pensó el juez, un ídolo inescrutable y misterioso, más antiguo que todos los tiempos, y una mujer a la vez deseable pero imposible. De repente se le escapó otro pedo.

—Perdone.

—No se preocupe —dijo la negra.

—La gente —dijo el juez, con desprecio—, la gente que lee los periódicos, ellos creen que hay un orden y nos encargan a nosotros la tarea de mantenerlo. Y son felices. Y nuestra tarea, por encima de todo, es hacer que sigan felices. Ellos, como es natural, no tienen que tratar con la mierda, tienen lo que les dan, masticado y pasteurizado, los periódicos. Y están contentos con su idiotez. Lo cual demuestra que yo, y otros como yo, estamos cumpliendo bien con nuestro deber.

—Pero usted...

El juez, con los brazos cruzados sobre el pecho hundido, levantó una mano para detenerla.

—Sí, ya sé lo que me va a decir pero, mire usted, en este mundo todo se compra y se vende. A la gente no le quita el sueño un hombre de negocios que roba, le preocupa el chorizo que agarra el bolso de la señora, el violador escondido en el ascensor, el inmigrante... Todo hombre de negocios emprendedor tendrá que hacer, tarde o temprano, alguna cosa, digamos... dudosa. A la gente no le escandaliza que algún director de empresa se escape con el dinero. “¿Y los pobres accionistas?”, me dice. Pero, ¡si ellos hubieran hecho lo mismo! ¡Es pura envidia! “El vicio endémico del español”, dicen. No sé qué será lo de ustedes. La lujuria quizá.

La negra, fumando, lo miraba sin responder. El juez movió la cabeza.

—No, no, la gente no se preocupa por eso, les parece normal. Las cosas funcionan así, dicen. Y ¿quién confiaría sus ahorros a un banco regentado por San Francisco, quién invertiría en un negocio que lo llevase San Juan de la Cruz? ¿Eh?

—Pero a usted lo han pillado, al parecer.

—Es cierto —dijo el juez sin inmutarse—. Hay que dar ejemplo de vez en cuando, hacer ver que nadie es impune. Así pueden volver a dormir. Para eso tienen sus periódicos, su televisión, sus políticos, para asegurarles que el mundo se entiende, que todo una agencia de seguridad an se puso ,tiene solución.

El juez se detuvo, tiró un delicado tubo de ceniza de la punta de su habano y dio otra chupada.

—Pero a nosotros —prosiguió—, a usted, a mí, nos toca enfrentarnos a lo que hay. Estoy seguro de que usted sabe, tan bien como yo, que detrás de las palabras no hay más que selva. Le cito un ejemplo, uno de muchos, de una infinidad: una pandilla de chavales rocían a un indigente dormido con gasolina y luego le prenden fuego. Para divertirse, ¿me entiende? Yo los mandé a chirona. Y las madres quejándose. Que era una chiquillada, que estaba mal, pero vamos, aquel señor era un borracho, una basura, y probablemente habría muerto de todas formas dentro de poco tiempo. Y estos pobres chavales, por una travesura, con la vida destrozada y los gitanos dándoles por culo en las duchas de la cárcel.

El juez hizo una pausa teatral, chupó el cigarro y echó una nube de humo.

—Y, ¿quién sabe? Quizás ellas, las madres... tenían razón, ¿no?

—Es usted una mierda —dijo la negra en un susurro.

—Puede —sonrió el juez—. No siempre fue así, ¿sabe? Yo creía... defendía a los pobres y a los desamparados, era creyente de esta religión de la racionalidad que nos hemos montado. Pero los pobres y desamparados huelen mal ¿sabe usted? y son tan mierdas como los otros, sólo son más tontos.

Sonrió de nuevo, una sonrisa levemente torcida, como si oliese algo desagradable.

—Y uno tiene que tratar con abogados, que son una especie de payaso, pero sin gracia. Y cansan. ¡Joder si cansan! No se fíe usted de los que se ganan la vida con la palabra, los abogados, los curas, los escritores. Acaban consumidos por su propia palabrería, idiotizados por el dulce murmullo de sus propias voces.

Dio un suspiro de cansancio. La negra lo miraba, pero él evitó sus ojos.

—Hubo un tiempo, es cierto, en el que me fascinaba la ley. Es laberíntica, alucinante, un juego maravilloso. Y, fíjese, todo juego tiene sus reglas, pero en la ley las mismas reglas son a la vez el juego en sí. ¿No es bonito?

—No —respondió ella sin dudar.

—Pero, al final —continuó él, como si no la hubiese oído— tuve que rendirme frente a las evidencias. A fin de cuentas me habían formado precisamente para eso, ¿no? Yo era un farsante en un espectáculo sin ton ni son. Perdí la fe. O tal vez, simplemente, me hice adulto, entendí por fin la verdad del oficio.

—¿Pretende que le tenga lástima?

—Ah, no. Yo me he convertido en hombre de negocios. Compro y vendo, que es la única cosa realmente fiable en que todo el mundo está de acuerdo. Tan sólo intento ilustrarla. ¿No ha asumido usted mi papel en este teatro que estamos representando? Y creo que usted me entiende mejor de lo que querrá admitir. Usted es algo así como uno de esos personajes de cómics, ¿no? Una especie de Spiderman, pero en versión femenina, y africana además. Pero los cómics son para niños y percibo que usted ya no es una niña.

Miró lo que quedaba del Davidoff, con el atisbo de una sonrisa en sus labios.

—Usted ya sabe —dijo, con voz lenta y segura— que todo esto de la justicia no es más que una coartada. Seguro que ha experimentado la embriagadora certeza de que nada de eso tiene sentido y que ya no le importa. Este maravilloso estremecimiento frente al caos, a hacer simplemente lo que le sale de los ovarios.

Se quedó pensativo. Luego la miró a los ojos.

—Dígame la verdad, ya que nadie nos oye. ¿No sient una agencia de seguridad an se puso ,e un delicioso cosquilleo en la entrepierna cuando aprieta el gatillo?

Se oyó, en el silencio, un ruido vago e indefinible del otro lado de la puerta de vidrio que separaba el salón del resto de la casa. El juez saltó del sillón, con la cara torcida de dolor y desconcierto.

Sin levantarse, la negra, con un movimiento rápido y preciso, sacó la pistola de su bolsa y disparó.

Con el silenciador, el tiro sonó como un golpe seco y metálico. El juez cayó hacia atrás sobre el sillón y quedó sentado, casi como antes, con las manos reposadas sobre el cuero. El pequeño agujero negro en su frente se llenó de sangre, al principio con una extraña lentitud. Luego la sangre empezó a brotar, pintándole la cara de rojo. Y el puro Davidoff, caído al suelo, empezó a quemar un agujero en la alfombra oriental.

La puerta de cristal se abrió y una mujer se quedó allí, una anciana con el cabello gris y lacio, suelto, cayendo sobre sus hombros, vestida con una bata de seda con dragones chinos de rojo y amarillo sobre un fondo verde.

—¿Sergio?

—¡Mierda! —dijo la negra, ya de pie, en un susurro. Sabía que la esposa de Espinosa había muerto años atrás. La madre, pensó.

—¿Quién hay? —preguntó la anciana con una voz que temblaba de angustia.

Y entonces la negra, mirándola a los ojos, se dio cuenta de que era ciega.