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Anna Kubick confiaba en su instinto. Siempre se había preciado de ver llegar las cosas cuando éstas aún se hallaban lejos. Aquella noche su instinto la impulsó a rechazar las insinuaciones de aquel tipo, Toni, o Miki, o Beni, o como quiera que se llamase. Y cuando vio que, al ser rechazado, la mirada de él perdía toda amabilidad para reflejar la despiadada gelidez del acero ella no pudo por menos de felicitarse por su decisión. El destello acerado fue tan efímero como un fuego fatuo y el tipo enseguida recompuso la sonrisa, de acuerdo, pero aunque a veces su viva imaginación le jugaba malas pasadas, estaba segura de haber visto aquella súbita metamorfosis. También estaba segura de haber visto al tipo antes en el bar, tal vez por las mañanas, a la hora del desayuno, cuando ella acababa de limpiar los lavabos. No era una cara que una olvidase fácilmente. Y lo cierto es que, visto de lejos y antes de hablar con él, el tipo le había parecido muy atractivo. Y sin duda lo era, al menos físicamente. Pero había en él algo extraño, algo discordante que a Anna le costaba aislar y definir, algo que flotaba, más que en su cara, en sus ademanes y en su voz. Algo, en cualquier caso, que negaba su encanto, de la misma manera que un mal olor repentino supone la irrevocable abolición de la belleza de un paisaje.
Era algo así como la sensación de que podía dejar de ser amable en cualquier momento y que, si eso ocurría, llegaría a convertirse en alguien muy desagradable. Y, además, ¿por qué le había preguntado si ella tenía papeles? ¿Qué más le daba eso a él? Ella, por supuesto, juzgó preferible mentir y contestar que sí, que tenía papeles, que su situación era legal. En realidad, no era más que una mentira a medias, puesto que si no surgía ningún imprevisto iba a conseguirlos muy pronto. Pero Anna no había podido evitar responder con cierta crispación, a la defensiva, y la sonrisa del tipo pareció cobrar un matiz malévolo.
Eran las dos y media pasadas cuando Anna bajó la persiana del Ave Fénix y echó el cerrojo. Lanzó una rápida ojeada en torno a sí, guardó las llaves en el bolso y arrancó a andar en dirección a su casa, que se hallaba a tan solo cuatro manzanas y media de allí. No le gustaba salir tan tarde del trabajo ni mucho menos tener que hacerse cargo del cierre del local, pero, afortunadamente, eso no sucedía muy a menudo, sólo cuando la dueña estaba de viaje o enferma o, como era el caso ahora, tenía que cuidar de algún familiar.
Atravesó una plazoleta donde acampaba un grupo de mendigos que se las habían ingeniado para formar una especie de comunidad y de día improvisaban un tenderete para vender trastos de segunda mano que debían de conseguir hurgando en las basuras. Varios de ellos ocupaban un colchón grande tirado en el suelo. Los otros se repartían entre el suelo y los dos bancos de madera de la plazoleta. Todos parecían dormir profundamente. En lo más crudo del invierno habían desaparecido una temporada. Tal vez se trasladaban a los dormitorios habilitados por las organizaciones caritativas o se buscaban algún lugar más resguardado de la intemperie. En cualquier caso, al verlos dormir ahí tan confiados Anna se estremeció, como siempre que pasaba junto a aquella curiosa hermandad de desheredados, a medias conmovida y a medias feliz de no hallarse entre ellos. Ver a alguien un peldaño más hundido en el lodo es una terapia infalible. Mueve a hacer recuentos, a cuadrar balances.
Anna pensó en los siete metros cuadrados de que disponía. De acuerdo: esa madriguera contaba con la d Enrique Sánchez Abulít quitaba la vista de encimaesventaja neta de no poseer ventanas, pero contaba con la ventaja neta de que era para ella sola. Por lo menos no se veía ya obligada a aguantar noche tras noche los espeluznantes ronquidos de Helga, aquel estruendo que de repente dejaba de ser regular y fluido para convertirse en una serie de pequeños y dolorosos estallidos, que quedaban súbitamente ahogados, como si sólo fueran el humilde prólogo de una tremenda explosión que nunca llegaba y que, aunque eran mucho menos estentóreos que los ronquidos regulares y plenos, resultaban infinitamente más mortificantes. Pero la posesión de la que Anna estaba más orgullosa era el equipo de música comprado un par de meses atrás con los míseros ahorros que había logrado escamotear a su miserable sueldo. Otra ventaja neta era el hecho de poder poner la música a un volumen considerable sin que nadie protestase, pues su casera, la inquilina de la otra habitación y ella misma rara vez coincidían en la casa, el piso de abajo estaba vacío y el de arriba lo ocupaba una anciana sorda como una tapia. Aparte de eso, Anna no tenía más que un puñado de ropa, algún libro, su colección de música y una baqueteada maleta. Pero, como era sobria y frugal, sus necesidades eran casi tan limitadas como sus pertenencias.
De noche y a tanta distancia, la larga cabellera de la ucraniana parecía oscura, de una pieza. Sin embargo, él recordaba aquel cabello castaño, irisado de hebras más claras, como uno de sus rasgos físicos más notables.
Al pensar en esa cabellera, Mik sintió una nueva oleada de rabia y apretó el paso.
La belleza de la ucraniana era un accidente estúpido. Los pobres no deberían ser guapos. Ni arrogantes. La belleza y la arrogancia de la ucraniana constituían un conglomerado fatal que él no podía evitar vivir como un ultraje.
No podía soportar a las personas que no sabían el lugar que ocupaban en el orden del mundo y la ucraniana se había comportado con un improcedente señorío que exigía un castigo ejemplar. Que aprendiera, esa muerta de hambre, que aprendiera.
Cuando un hombre como él cortejaba a una chica como ella, una muerta de hambre que no tenía más que un bonito pelo, un cuerpo apetecible y un pasaporte de tercera, la muerta de hambre tenía que mantenerse en su sitio. Y mantenerse en su sitio significaba sentirse infinitamente agradecida. Al fin y al cabo, sólo de su belleza podía una muerta de hambre como ella esperar algún ascenso en el escalafón social.
Una desdichada que ni siquiera tiene papeles no puede darse esos aires de aristócrata. El paria, que sea paria, que se le note. En la cara y en los modales. En el modo de inclinar la cabeza cuando se topa con alguien que está por encima.
Si al menos lo hubiera rechazado con humildad y modestia, si al menos los gestos de ella hubieran delatado que se tenía por alguien insignificante, si al menos se hubiera visto en la obligación de justificar de algún modo su negativa, si al menos hubiera hablado de un novio ucraniano que la esperaba ardientemente en su país. El imperativo de ser fiel a un Vladimir o a un Igor o a un Ilia era algo que él habría comprendido sin duda alguna.
El contraste entre el retumbar de los pasos de la ucraniana en las calles desiertas y silenciosas y el sigilo que le garantizaban a él sus zapatos deportivos le arrancó una sonrisa.
Si hubiera vivido aún, su madre habría deplorado con duras palabras la arrogancia de la ucraniana. Ella era una mujer muy recta que inculcó en Mik y en su hermana un estricto sentido de la jerarquía social. Les enseñó a ceder y a mostrarse respetuosos ante el que se hallaba un peldaño por encima, porque así lo exigían las reglas del juego y porque de ese proceder podían derivarse numerosas ventajas. Curios>
Su madre les había enseñado asimismo a no tratar mal a quienes se hallaban por debajo, porque ésa habría sido una crueldad innecesaria, pero se esforzó en hacerles comprender que tampoco era procedente tratarlos excesivamente bien porque de ese modo quienes se hallaban en una posición inferior corrían el peligro de olvidar quienes eran. Y eso era lo más indigno que podía hacer una persona: olvidar quién era y qué lugar ocupaba en el inmenso y complejo escalafón social. Ella lo olvidó una vez y el resto de su vida tuvo que pagar por su delito.
Mik apretó el paso. La ucraniana no estaba ya más que a unos quince metros.
Se sentía orgulloso de la sencilla y útil filosofía que su madre le había dejado en herencia. Ella había sufrido mucho. Cometió el error de enamorarse de un hombre sin oficio ni beneficio —el padre de Mik y Diana— y de casarse con él pese a la feroz oposición de su familia, una apacible saga de prósperos comerciantes que se habrían dejado amputar un miembro antes que apartarse de una tradición de cuyo milimétrico cumplimiento extraían sus mayores satisfacciones.
Tras la boda de Margarita con el padre de Mik, su familia actuó como si ella jamás hubiera existido. Constituidos en un bloque abrumadamente monolítico y sin fisuras observables, todos la borraron de sus corazones y la extirparon de la historia familiar. Y, al menos exteriormente, ella encajó aquello como si la actitud de sus parientes le pareciera dura pero también lógica y justa. Sólo una vez intentó Margarita revocar la sentencia dictada por su familia.
Tan pronto como Margarita se hubo rendido a la evidencia de que el padre de Mik y Diana era un pobre diablo lamentablemente desprovisto de ambiciones a quien le traía sin cuidado prosperar para ofrecer a su mujer y a sus hijos un futuro a su altura y que su único modo de enfrentarse a la adversidad consistía en atontarse bebiendo copas en el bar de la esquina con otros fracasados como él, decidió abandonarlo.
Fue entonces cuando ella acudió, por primera vez en nueve años, a su familia. Con un niño en cada mano, se atrevió a llamar a la puerta de sus progenitores. Con un niño en cada mano, escuchó sin rechistar a la criada mientras ésta le notificaba que los señores Claravall no conocían a ninguna mujer llamada Margarita y que, por consiguiente, lamentaban no poder recibirla. Con un niño en cada mano y en medio de un silencio que impresionó al joven Mik, Margarita Claravall se alejó de aquel lugar para siempre.
De lo que pensó o sintió su madre no tenía Mik la menor idea porque ella no hizo el menor comentario ni aludió jamás a este episodio. Tampoco recordaba haberla visto llorar o quejarse de su suerte. Se limitó a sacar adelante a sus hijos con una tenacidad y un coraje que sus allegados no podían dejar de comentar y admirar. Y cada día que pasaba andaba con la espalda más recta y la cabeza más alta, definitivamente atrincherada en la intrínseca justicia de su visión del mundo.
El ataque fue tan rápido y sigiloso que Anna no pudo defenderse. Apenas si tuvo tiempo de exhalar un grito ahogado de sorpresa, más mugido que grito en realidad.
Él la agarró brutalmente por el pelo y con la otra mano le tapó la boca. Luego la arrastró dos o tres metros hasta una de las entradas de un solar en obras en el que los promotores habían decidido mantener la fachada del anterior edificio, de modo que el lugar quedaba oculto a la vista. Como quiera que el terreno había sido rebajado para construir un parking, rodaron pendiente abajo unos cuantos metros. Anna aterrizó primero y él no tardó en caer no me acuerdo de cómo era, pero esEntonces, sobre ella y en volver a agarrarla por el pelo, inmovilizándola bajo su cuerpo.
Una vez que logró vencer la enconada resistencia de la muchacha y penetrarla, él la violó largo rato, lentamente, con la serenidad de quien cree tener la historia de su parte.
Ella no pudo mirarlo a la cara y mantuvo los ojos cerrados, por puro horror hacia quien así la humillaba.
Él interpretó erróneamente ese gesto pues creyó ver en él por fin la humildad y la sumisión que tanto había echado en falta. Le dio incluso por pensar si el rechazo de ella en el bar no habría obedecido a un simple deseo de jugar, de aguijonearlo para que él tomara a la fuerza lo que le pertenecía. Mik estaba convencido (Mik y con él media humanidad) de que las mujeres a menudo actuaban así.
Una vez que Mik se hubo vaciado ce todo deseo, con una pequeña navaja que llevaba en el bolsillo y una abominable paciencia le cortó a Anna su larga y espesa cabellera y desapareció de allí.
Incapaz de reaccionar, como si la sangre ya no la irrigara y el pensamiento se le hubiera congelado, Anna tardó una eternidad en reunir la voluntad y la energía necesarias para abandonar aquel sitio. No habría sabido decir si permaneció allí tendida, sola, una hora, dos o sólo tres minutos. En cualquier caso, ya había amanecido cuando consiguió escalar el terraplén. Justo cuando salía de allí, en el preciso instante en que emergía al mundo rebozada en tierra de la cabeza a los pies y dando tumbos, con las greñas cayéndole sobre la cara, por allí pasaba una mujer de color. Consciente del espectáculo que debía de ofrecer, Anna rezó para que la otra pasara de largo y la dejara en paz. Pero estaba visto que aquél no era su día de suerte.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó la negra acercándose a ella en cuanto vio el lamentable estado en que se hallaba la muchacha, sucia y con la carne asomándole por debajo de las ropas hechas jirones.
Mientras la miraba, Anna puso sus neuronas a trabajar con la esperanza de que produjeran alguna patraña exportable.
—¿Te han hecho daño? ¿Te has caído ahí? ¿Te han empujado? —insistió la negra cogiéndola del brazo.
Tendría que ser una patraña verosímil, pensó Anna intuyendo que aquella mujer sospechaba algo y no se tragaría cualquier cosa. O quizá más valía callar. El silencio siempre es una opción más prudente que una burda mentira. Y, de todos modos, en aquellos momentos hasta pensar dolía.
—¿Quieres que te acompañe al hospital o a la comisaría?
De pronto, Anna tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por vencer unas ganas locas de echarse a reír. ¿No era una asquerosa ironía el que en un mundo donde predominaban la desconfianza y la indiferencia hacia los demás ella se topara con alguien con vocación de ayuda justo cuando menos lo deseaba?
—Estoy bien —logró articular no sin cierta dificultad, luchando contra la tentación, cada vez más intensa, de enviar a aquella desconocida a la puta mierda, de echarse a aullar, de rodar por el suelo dando puñetazos y patadas, lanzando alaridos y llorando. Escupirle a aquella mujer que se metiera en sus propios asuntos, vomitarle en los oídos que quién cojones se creía ella para ir entrometiéndose por ahí de esa manera, que se fuera a ayudar a su puta madre y la dejara en paz a ella, eso es lo que más le habría apetecido hacer. Y matarla. Si hubiera tenido una pistola, habría disparado todo el cargador contra aquella mujer con una rabia inmensa. Durante unos instantes se regodeó imaginando la escena con indecible perversidad. La sangre brotaba y dejaba manchas que parecían rosas rojas, o tal vez claveles, en las rop no me acuerdo de cómo era, pero esEntonces,as de color claro de la mujer. Y a cada impacto la negra se tambaleaba, con más estupor que miedo en la mirada. En realidad, el estupor no flotaba sólo en los ojos desorbitados de la negra. Era todo su cuerpo el que estaba estupefacto. Millones de células produciendo ingentes cantidades de estupefacción ante un fenómeno que no encerraba un significado particular a escala planetaria, pero revestía una importancia capital para aquel manojo de células.
La violencia y la absoluta irracionalidad de su odio asustaron a Anna. Sentía la violencia como un organismo físico y en expansión.
—¿No eres de aquí?
—Stoy bien...
—Te han atacado —ya no era una pregunta, sino una conclusión que había echado el ancla en aquel cerebro.
—No han atacado a mí.
—Pues tienes un aspecto espantoso. Oye, no vivo muy lejos. Si quieres, vamos a mi... —La negra no parecía muy dispuesta a dar su brazo a torcer.
—No. Stoy bien. No necesito ayuda. Gracias —la interrumpió Anna. Ya no sentía deseos de insultar ni de matar a aquella mujer desconocida, pero aquella conversación la agobiaba. Estaba harta. Lo único que quería era irse a su casa, meterse en su concha, donde nadie la viera, donde nadie le pidiera explicaciones. Meterse en su concha y cerrar compuertas.
—¿Estás segura...?
—Adiós. Tengo que ir —dijo Anna arrancando a andar. Resultaba patético ver el esfuerzo que hacía por caminar con cierta normalidad.
Afortunadamente, no se cruzó con nadie más en su camino a casa. Y, en cuanto llegó, se quitó la ropa hecha trizas, y se metió bajo la ducha en un inútil intento de borrar lo que no podía borrarse sólo con agua y jabón.
Betty, la dueña del Ave Fénix, tenía unos ojos desaforados, húmedos y muy redondos, y en ellos flotaba siempre una expresión de vaga perplejidad, como si no consiguiera acostumbrarse del todo a la vida o a ser quien era. Es cierto que los gruesos cristales de las gafas hacían un efecto de lupa pero, de todos modos, el tamaño de aquellos globos oculares era realmente notable.
Si Mik se hallaba en el local, a esos enormes ojos de mirada húmeda y sensible les resultaba difícil apartarse de él aunque no fuera más que un instante. En realidad, de tanto como lo había observado, Betty tenía de Mik un conocimiento que no sería descabellado calificar de enciclopédico. Si los hubiera observado bajo la lente de aumento de un microscopio no conocería mejor sus gestos o las exactas correspondencias entre esos gestos y los estados de ánimo con que iban asociados.
Amaba a Mik desde hacía años, desde que él empezó a frecuentar el Ave Fénix. Lo amaba en silencio o, mejor dicho, en relativo silencio, pues sus ojos proclamaban con meridiana claridad lo que su boca callaba. Lo amaba sin esperanza alguna de ser correspondida, como había amado siempre, como aman los fuertes. Sólo los débiles necesitan ser amados para seguir amando. No se dan cuenta de que el placer de amar, el placer de hundirse en el propio amor como en un pozo sin fin o como en un vertiginoso remolino que se basta sí mismo y no depende de nada ni de nadie siempre será superior a la anémica satisfacción, mitad vanidad, mitad egoísmo, de sentirse amado. Encima, el amor de los demás está casi siempre condenado a resultar decepcionante a medio o largo plazo. O bien uno se siente poco querido, o bien el amor le viene tan grande que resulta aplastante y abrumador. O bien la modalidad exacta de ese amor le parece defectuosa en un aspecto u otro.
Mik no era ajeno a la devoción que suscitaba en Betty (al menos en su aspecto más no me acuerdo de cómo era, pero esEntonces,superficial) y sentía por ella algo que, si no era afecto, era su primo carnal. Digamos que en su presencia a menudo tenía que reprimir el deseo de darle unas amistosas palmaditas en la espalda, como se hace con un perro cariñoso y leal o con un compañero de colegio. Pero ni en sueños habría contemplado la idea de tener algo más con aquella mujer. Apenas debía de alcanzar el metro cuarenta y cinco y, aunque lo más probable es que hiciera ya tiempo que había cumplido los cuarenta años, sus lacios y cortos cabellos oscuros, las gafas y el exagerado tamaño de sus ojos le prestaban un aspecto de eterno niño prodigio. No es sólo que no tuviera el menor atractivo sexual, sino que había en ella algo decididamente asexuado.
Pero esa noche, mientras Elsa, la chica colombiana que había sustituido a Anna, servía las mesas, Betty se demoraba inexplicablemente en la elemental operación de limpiar el trozo de barra donde se apostaba Mik y éste advirtió que algo le rondaba la cabeza.
—¿Está Betty preocupada por algún motivo? —le preguntó él con aquella manía de hablar a la gente en tercera persona que ella encontraba irresistible.
Betty se limitó a hacer un vago gesto de asentimiento. En abierta contradicción con su imagen de chico empollón, su especialidad no era precisamente la expresión verbal. Por eso, porque uno siempre admira en los otros las cosas que no tiene, sentía debilidad por la gente que sabe hablar bien. Eso la convertía en fácil pasto de timadores con labia. Por dos veces ya la habían desplumado de una parte de sus ahorros con timos más o menos habilidosos, aunque no faltaran malas lenguas que afirmaban que en ninguno de los dos casos se había dejado engatusar, sino que, más bien, donaba el dinero a los timadores, que le parecían las criaturas más fascinantes y admirables, aunque este extremo no ha podido ser comprobado.
—¿Y no estará relacionado conmigo ese motivo de preocupación?
Betty volvió a asentir con la cabeza por toda respuesta.
—Dime, ¿qué te preocupa?
—Ten cuidado.
—¿Que tenga cuidado? —la perplejidad de Mik parecía absolutamente sincera. ¿Cuidado, por qué? ¿Y de qué?
—Sólo te digo eso: que tengas cuidado. Que vayas con mil ojos, nada más.
—¿Nada más? ¡Vaya con Betty! ¡Nada más ni nada menos! Si no piensas acabar una cosa, es mejor no empezar, ¿sabes? No puedes ir por ahí dejando a la gente a medias, empezar a decirles algo sólo para excitar su curiosidad y dejarlos con las ganas de saber. Y que luego corran detrás de ti tratando de sonsacarte. Eso no es noble. Es juego sucio, Betty. Es como esas tías que empiezan a coquetear con un hombre y a juguetear y a encenderlo y después pretenden dejar al tipo ahí plantado, aguantándose las ganas. ¿Me oyes, Betty? Si empiezas, tienes que acabar. Es de ley. Es lo justo. Yo siempre acabo lo que empiezo.
—No todo el mundo es tan virtuoso como tú —le soltó a Mik una negra impresionante que acababa de acercarse a la barra y que, por lo visto, había escuchado la última frase—. Mi último novio remataba fatal. ¿Qué te debo? —le preguntó a Betty sin hacer ni medio segundo de pausa entre frase y frase.
—¿Un Ballantine’s con hielo?
—Dos, cariño, dos. Una mujer como yo no se consuela fácilmente.
—¿Tan dura te parece la vida? —inquirió Mik con su mejor sonrisa.
—Dura y larga.
—¿Qué tal si te invito a un tercer Ballantine’s?
—Tal vez mañana, guapo. Esta noche tengo una jaXas cualquierqueca espantosa.
Betty había seguido aquel breve diálogo con una mirada de alarma. Y sin duda se habría sentido aliviada ante la partida de la negra, que desplazó mucho aire al abandonar el local, de no ser porque Mik, tras echar unas monedas sobre la barra, hizo amago de salir corriendo a su vez.
—No, Mik —casi gritó Betty—. No vayas detrás de ella, por favor.
—¿Desde cuándo me...?
—Mik, escúchame. Esa mujer no me gusta...
—¿No serás racista? —soltó Mik sin perder la sonrisa y encaminándose hacia la puerta.
—¡Mik, por favor!
—Nos vemos mañana. Sé buena chica y bébete algo a mi salud.
Y Mik se adentró en la noche en pos de la imponente y sinuosa silueta de aquella mujer, cuyos pasos retumbaban en las calles silenciosas y desiertas.
A la mañana siguiente, un albañil ruso encontraba poco después de las ocho el cadáver de un hombre de unos treinta años en el solar en obras donde trabajaba. Aunque aquí ejercía de albañil, el ruso era médico, de modo que una simple ojeada al cuerpo exánime le permitió concluir que los genitales le habían sido amputados al tipo antes de morir. Los tenía en la boca y daba la impresión de que, antes de matarlo de dos disparos, uno en el abdomen y otro en el pecho, su asesino, quien quiera que fuera, lo había obligado a comérselos.
A las dos de la tarde, en el Instituto Anatómico Forense del Hospital Clínico, el patólogo retiró la sábana que cubría el cuerpo de aquel tipo. Tanto el médico como el inspector de policía ofrecían el aspecto de quien se prepara para enfrentarse a cualquier contingencia. Aquella era sólo una parte de su trabajo, una rutina más. Y, sin embargo, era difícil no apiadarse de quienes se veían obligados a identificar el cadáver de un allegado. Cualquier reacción era posible. No era extraño que la gente se desmayase, vomitara, tuviera ataques de nervios, estallara en llanto o se quedara absolutamente paralizada. Sin embargo, pese a que no habría cumplido aún los treinta años y pese a que era una mujer de aspecto vulnerable y de belleza frágil y antigua, con una piel blanca y transparente que parecía reflejar la luz, Diana García Claravall no sólo mostró una entereza fuera de lo común, sino que incluso dio la sensación de demorarse mucho más de lo normal en la contemplación de aquel cuerpo emasculado.
—¿Lo identifica usted como Mikel García Claravall? —se vio obligado a preguntar el inspector en vista de que ella nada decía.
—Sí, es mi hermano. Mikel...
Mientras el patólogo volvía a cubrir el cadáver con la sábana blanca, al inspector le sorprendió capturar en el rostro de la muchacha un conato de expresión triunfal rápidamente sofocado. Muy mal debían de llevarse, pensó el inspector. Para que una hermana se alegre de ver a su hermano con las pelotas en la boca...