PRÓLOGO

UN CADÁVER EXQUISITO

La Barceloneta de Barcelona es un barrio de pescadores, humilde a ratos, gastronómico según a qué horas del día, canalla cuando puede. En la calle de la Sal, peatonal para que rime y medio clandestina, existe una insólita librería que se llama Negra y Criminal.

Si te mira de lejos, es como un arrapiezo desgarbado, despeinado y provocador. De cerca, constatas que no existió nada igual desde que las librerías dejaron de ser lo que eran. Está decorada con antiguas ediciones de El Halcón Maltés de Hammett, en lugar preferente muestra la estatua modelada con el material de que están hechos un par de los sueños, tiene un móvil del crimen que se balancea con el viento, y un televisor desde el que los gángsters carismáticos de antaño se asoman a la vida real.

Los sábados dan vino y mejillones a quienes se acercan a preguntar los precios de los libros.

En ese enclave mágico y humano, insólito en la ciudad de la informática y el diseño, el 5 de febrero de 2003 se hizo la presentación de una magnífica novela de Paco González Ledesma titulada El pecado o algo parecido. Después de la homilía, nos ofrecieron vino y unas chucherías para picar y, sin duda influidos por el decorado y la presencia de aficionados incondicionales, hablamos de novela negra. Una limosnita para un género denigrado en este país de la preilustración. Allí estábamos José Luis Muñoz (La precipitación) y el norteamericano David Hall (No quiero hablar de Bolivia), el argentino Raúl Argemí (Los muertos siempre pierden los zapatos), y Andreu Martín (Corpus Delicti) y, armados de copas de vino y de un entusiasmo algo artificial, en nuestro afán por captar primeras plumas para la causa, acorralamos a Mercedes Abad (Sangre) y la invitamos a sumarse a la pandilla para perpetrar una de las fechorías que tanto nos gustan. Le hablamos del placer de la transgresión, le pedimos que hablara de crímenes y criminales en este ámbito cultural que nos rodea, tan pulcro, tan cotidiano, poblado de personajes a los que siempre les suceden cosas y que nunca hacen nada. Le propusimos que pasara a la acción de una vez. Formamos piña a su alrededor como miembros de una secta que necesita más sacerdotisas porque le sobran sacrificios humanos.

Se le pusieron los ojos como si le hubiéramos hecho otro tipo de proposición deshonesta. Quien no lo ha probado nunca siempre teme que, de las páginas de la literatura policíaca, surja una mano que lo atrape y lo abduzca para siempre. Todo asesino tiene miedo de no poder parar y convertirse en serial killer. Teme ese futuro terrorífico y, al final, cuando percibe la caricia de la mano que aprieta, termina deseándolo.

Posiblemente le hablaríamos de Poe y de sus crímenes en la Rue Morgue de un París imaginario. En aquella primera novela ejemplar, el precursor nos había hablado de juego y apuestas y del placer indescriptible que se obtiene en el momento de encajar la última pieza del puzzle. Como pertenecemos a la facción hard-boiled, seguro que añadimos que otros maestros como Hammett y Chandler nos habían enseñado que se puede gozar aprendiendo que no hay muerte limpia, y que la corrupción no llega después, como quieren hacernos creer, sino que precede al deceso, acompañada y estimulada por la crueldad, la indiferencia, el egoísmo y la codicia, y esa enseñanza hizo que la novela amarilla se volviera negra y roja, que el juego de las charadas se transformara en ruleta rusa.

Insistimos en nuestro acoso literario hasta que la escritora que de momento sólo se había manchado con tinta accediera a mancharse de sangre. Al fin reconoció, con cosquilleante regocijo, que le excitaba la perspectiva de participar en la confección de un cadáver exquisito.

Y, entonces, ansiosos ya de cadáveres, volvimos la vista hacia el veterano que nos acompañaba, nuestro querido amigo Francisco González Ledesma, y le preguntamos si querría jugar con nosotros.

Se iluminaron los ojos del maestro ante la proposición. ¿No va a querer jugar quien se ha ganado la vida con la literatura desde que la vocación es vocación?

Luego, por un motivo u otro, se nos sumaron Alicia Giménez-Bartlett (Serpientes en el Paraíso), Miguel Agustí (Amante muerta no hace daño) y Enrique Sánchez Abulí (señora.Torpedo) y Mariano Sánchez Soler (Para matar) y Manuel Quinto (Estigma) y Jaume Ribera (La sangre de mi hermano), y todos pidieron naipes en la timba. Hablamos también con Juan Madrid, que no pudo afiliarse a la banda porque estaba poseído por el demonio del celuloide, dirigiendo su primera película. Nos reunimos en un restaurante gracioso (del barrio de Gracia) llamado Tastavins, y comimos y bebimos y pergeñamos el argumento y emprendimos al fin la aventura, aun conscientes de que nos dejábamos a grandes profesionales por el camino. Fernando Martínez Láinez, por ejemplo; Julián Ibáñez, por ejemplo; Manuel Vázquez Montalbán, por ejemplo, y tantos otros, pero el vehículo tenía plazas limitadas y bastante difícil nos pareció de pronto hacer algo coherente a 24 manos.

A la hora de tomar decisiones, resolvimos que, puesto que todo había comenzado en una librería denominada Negra y Criminal, bautizaríamos así a nuestra novela, como acto de homenaje y gratitud. Negra y Criminal. Para que el mundo conozca su existencia y acuda a este templo-antro del asesinato perfecto, a esta cueva de Alí-Babá llena de policías y ladrones y a mucha honra.

Y permitimos que el título dirigiera nuestros actos. Tal vez la denominación de origen Negra y Criminal pudiera contener connotaciones políticamente incorrectas, pero no nos importó, porque los doce autores somos políticamente incorrectos por convicción. Pertenecemos a esa clase de personas, discutibles y discutidas, que piensan que tan racista es decir que todos los negros son criminales como defender que ningún negro es criminal. Ideamos una protagonista hermosa y seductora, un otro yo de todos los doce, capaz de conjugar su negritud con una criminalidad plausible, unidos ambos conceptos por una contundente conjunción copulativa.

Y así nació nuestro querido personaje central, una mujer negra y criminal que lucharía por la justicia. ¿Una justiciera? ¿Una superheroína? ¿Una vengadora con toques fascistas? ¿La mano invisible de los desheredados? Eso debía decidirlo la escritura de cada uno de los doce. Y, con el tiempo, muy poco tiempo, lo decidió y ése es el cadáver exquisito que hoy tenemos entre manos.

Aquí está, embalsamado con amor, hermoso, sonriente, impasible y tranquilo, y nos contempla mucho menos sorprendido de como lo contemplamos nosotros a él.

Aquí lo tenemos, a punto para someterse a la autopsia de los lectores, brillante como la suma de doce ilusiones, travieso como un resumen de nuestra capacidad lúdica, tan crítico como los cadáveres en la morgue, que ponen en cuestión a quien los llevó allí, y a quien los disecciona, y a quien los contempla. Insolente como la novela negra, que denuncia las lacras de la sociedad por el elemental sistema de limitarse a describirla.

Aquí lo tienen. Éste es el cadáver exquisito y nosotros somos los culpables. Y no hagan caso si quienes perpetramos el crimen nos buscamos una coartada y señalamos, como cabeza de turco, a una hermosa negra y criminal. No hacemos más que comportarnos como nuestros asesinos preferidos. En realidad, si este prólogo sirve de algo, es para confirmar que nosotros todos somos los autores de este crimen exquisito, los abajo firmantes

Mercedes Abad, Miguel Agustí, Raúl Argemí, Alicia Giménez-Bartlett, Francisco González Ledesma, David C. Hall, Andreu Martín, José Luis Muñoz, Manuel Quinto, Jaume Ribera, Enrique Sánchez Abulí, Mariano Sánchez Soler.