15
Eran casi las siete de la noche de un viernes, y en el instituto “Buenaventura Durruti” ya no quedaban más que el portero y se supone que el profesor de Ciencias Naturales, que, desde que lo había abandonado la mujer, permanecía todos los días en el laboratorio el tiempo que podía. Los pasillos estaban silenciosos y vacíos. El portero hacía una ronda para ver si todas las luces del edificio quedaban apagadas, todas las aulas cerradas, orden absoluto para el cierre del fin de semana, pero faltaba aún media hora y, además, siempre empezaba por el piso de arriba.
El “Gordo” Pasarón sudaba por la grasa y los nervios. Habían encontrado en el suelo las llaves que se le habían caído al profesor Salillas en un descuido. Peter tuvo la idea. En el recreo, un comando iría al cubil del Protasio y se harían una copia de todas ellas, para poder entrar impunemente en el despacho que Salillas tenía en el seminario de Lengua Española y enterarse con tiempo suficiente de las preguntas de los exámenes. Luego volverían a dejar las llaves originales en cualquier sitio, para que alguien las encontrara y las devolviera a su propietario. Normalmente, la Lengua Española no era una asignatura demasiado fuerte, pero Salillas la estaba convirtiendo en un hueso, a base de comparar tendencias literarias de un país a otro, sacando a colación a gente tan rara como Proust, Faulkner y Joyce. Los alumnos de 1º Bachillerato de Humanística y Ciencias Sociales estaban seguros de que Salillas aún se estaba vengando de ellos por lo que le habían hecho sufrir el curso anterior.
Hicieron un sorteo y le tocó la misión imposible al “Gordo” Pasarón. No era un guaperas como Santi Maza, ni avasallador como Merayo, ni un líder como Peter, así que tenía que espabilar y demostrar que se podía contar con él para lo que hiciera falta. De buena gana hubiera dicho que tenía miedo de que lo pillaran, que prefería intentar copiar en el examen. El problema era que las preguntas del Salillas no se copiaban, sino que se preparaban en casa acudiendo al internet o ibas de auténtico culo.
Julio Pasaron entró en el instituto por la puerta del aparcamiento de los profesores, que siempre solía quedar abierta. Esperó a que el portero se metiera en el cuarto que quedaba tras el mostrador, para volver a poner la cinta de las rumbitas en el compacto, y se deslizó escaleras arriba sin hacer ruido y acallando una respiración que, por los kil insoportable.
arciproporcionos, se hacía demasiado audible al menor esfuerzo. Comprobó que el primer pasillo estuviera desierto. Echó una ojeada a la sala de profesores. Vacía. Para obtener mayor tranquilidad, apagó la luz del pasillo. Así no le verían desde el exterior.
Abrió la puerta del seminario con la primera llave y entró en el despacho. Las paredes estaban recubiertas de anaqueles con libros de todas clases, incluyendo tomos de historias de la Literatura y una serie de clásicos españoles. En un espacio libre señoreaba una reproducción de “La tertulia del Café Pombo” de Gutiérrez Solana. Se dirigió a la mesa de Salillas, que había reconocido por el libro de Literatura de 1º y por la gavilla de rotuladores rojos especiales con los que el profesor corregía los ejercicios. Metió un llavín en el primer cajón y no encontró nada de interés. En el segundo, creyó tener la suerte. Allí había una carpeta azul con el rótulo escrito de “Examen extraordinario”. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, sintiendo que su corazón le galopaba de un lado a otro del pecho, agarró la carpeta y salió zumbando.
A partir de aquel momento, la misión se convertía en un problema contra reloj. Dio la vuelta al edificio y se plantó en la tienda de fotocopias que quedaba frente a la fachada principal. Sin mirar el contenido de lo que acababa de agenciarse, más bien con los ojos vigilantes a su alrededor, hizo una copia de cada una de las páginas escritas en letra menuda que se acababa de agenciar en la fotocopiadora puesta a disposición del cliente para que uno mismo la utilizara en trabajos rápidos. Pagó a una dependienta sosona y se largó a toda prisa a devolver la carpeta a su lugar.
Tuvo que detenerse a la puerta del aparcamiento para calmarse y dejar de resollar. Le parecía que el ruido de su respiración alterada iba a resonar por todo el instituto. El portero andaba ya de inspección, de modo que el mostrador estaba vacío. Pasarón sabía que lo primero que hacía el poco insigne cancerbero era ir a charlar con el profesor de Ciencias, cuyo laboratorio quedaba precisamente al otro extremo del edificio. Tenía suerte. Subió las escaleras lentamente, procurando que no le traicionaran los nervios justo cuando estaba terminando la arriesgada operación, y puso de nuevo la carpeta azul en su cajón correspondiente. Lo cerró todo y echó una última ojeada a su alrededor, en busca de algún descuido, una pista que pudiera delatar luego la presencia de un intruso en el despacho. Una idea le pareció genial. Encima de un armario había un spray para limpiar el polvo de los muebles. Utilizó su contenido para ambientar la pieza con el fuerte olor acre del producto. Al “Gordo" le preocupaba su olor corporal.
El plan consistía en llamar por teléfono a Peter para comunicarle que tenía el botín en su poder. Por la noche, se reunirían los conspiradores en el Bar Tolo. Pero todo cambió cuando Pasaron empezó a leer lo que él creía eran las notas para un denso ejercicio de Literatura Comparada y se encontró con esto:
El cadáver era una preciosidad. Perpendicular al suelo, la lengua teñida de un color morado penitencial sobre el rojo pálido de los dulces sentimientos, los ojos abiertos, aunque no por la sorpresa —quisiera creer que por el sufrimiento—, la boca desencajada y la graciosa mancha de fluidos inevitables en los pantalones de comando.
Mario, conocido por todos como “Spaghetti”, porque era blanco, delgado y se enrollaba cantidad, colgaba de un sicomoro en el bosque de la hondonada, camino del Parque del Agua. Un caso claro de suicidio por desesperación aguda, aunque yo sabía que se trataba de un asesinato, el crimen perfecto que yo titularía como el de “manos limpias, corazón negro”.
Allí estábamos el co insoportable.
, cici,misario, un putero de más de cien kilos en canal, dos policías de uniforme que parecían gemelos de probeta, el padre del muchacho, que miraba al ahorcado en muda interrogación, y el “Papitu”, un minero jubilado que ejerce de campesino en los huertos colindantes y era quien se había encontrado con el cadáver, cuando, muy de mañana, atravesaba el bosque en busca de las setas crecidas por la acción de la lluvia nocturna.
Esperábamos la llegada del forense para el levantamiento del cuerpo, cosa que tenía su gracia, dado que Mario se alzaba a varios metros del suelo. Pasé la mano por la espalda del padre abatido, en una actitud que me pareció acorde con la escena, pero que, en modo alguno llevaba consuelo. Se me ocurrían frases como: “¡Ánimo, que su hijo ha llegado a lo más alto!” o: “Seguro que llamó a las puertas del cielo a cabezazos!”, pero supongo que no era momento para gracias de aquel calibre, y mi sentido del humor hubiera parecido algo inadecuado a los congregados. De todos modos, no hay muchos que puedan colgarse de un sicomoro en la comarca. Mario lo había conseguido, porque el bosque, aunque abandonado ahora a su suerte y sembrado de matorrales, salvo en el caminito del arroyuelo que lleva a los enamorados a su cubil de placer en las noches de estío, había sido plantel para árboles un tanto exóticos por parte de una empresa de jardinería que se había ido a pique por falta de riego fiduciario. O sea que mi poco dilecto alumno, en vez de ahorcarse en un pino, encina o bíblico olivo, había gozado espasmódicamente de todo un sicomoro, puesto a su disposición, no por la estricta naturaleza, sino por el apaño de la industria.
Llegó el forense, acompañado por dos enfermeros provistos de una camilla. Los dos bofias uniformados bajaron el cadáver y lo tendieron en la camilla. Allí, el doctor Maligno —no sé como diablos se llama— le examinó con rapidez profesional y lo declaró fiambre a efectos legales, por traumatismo cervical debido a la tensión de una soga. El cuadro no poseía la calidad de un descendimiento de Van der Weyden, pero resultaba plácido, sencillo y un tanto emotivo. Los pájaros se habían callado y el viento de la mañana había amainado, respetuoso en aquel Gólgota de la serie B.
Los enfermeros se llevaron al ahorcado en la camilla hasta la ambulancia que esperaba al pie del camino. Los demás asistentes al acto desfilamos detrás en procesión.
—¿Cómo ha sido capaz de hacer eso? —se preguntaba el padre.
Yo hubiera querido decirle que no era fácil subirse a un árbol de aquellas características, sobre todo para un chico que no destacaba en Educación Física. Le hubiera seguido confortando con la idea de que, con la desaparición súbita de su retoño, se evitaba el resto de problemas de su adolescencia, oír como le echaba en cara sus debilidades, el gasto tremendo de una carrera mal empezada y peor terminada, tenerle en casa sin dar golpe a los treinta años, quizás una novia y un nieto llegados sin alegría ni bendición, gritos, reproches, amenazas, hasta que la madurez del hijo empezara a correr paralela a la senectud del padre y le hiciera patente su agradecimiento acompañándole en un coche de segunda mano hasta las puertas de la residencia de ancianos.
—¿Cómo podrá soportarlo mi mujer? —fue la segunda letanía.
La esposa de Roberto Expósito se llama Pilar y no precisamente por su fortaleza moral. Es una rubia oxigenada, provista de un par de tetas de cirugía estética y un culo airoso a fuerza de bicicleta estática. Acude a las reuniones de padres envuelta en perfume carísimo, en busca de todo el regodeo de piltra que, por lo visto, el sacramento le niega. El profesor de Tecnología Aplicada, tutor de Mario el año pasado, actuaba de consolador para aplacar su pirotecnia petarda. s una picadura de insectovi cualquierMe lo contaba con pelos y señales siempre que yo le invitaba a comer en el restaurante abierto frente al instituto y le permitía darse un par de lingotazos de “Cardenal Mendoza” al “ite missa est”. El profesor Matías, al que los chavales conocían como el “Masca” —o sea “más cabrón que ninguno”—, harto de las exigencias de la dama, se agenció un traslado a Palafrugell, sumiendo a Pilar en la más completa desolación vaginal. Ahora, huérfana del hijo, obtendría una aureola de tristeza proclive a despertar nuevos arrumacos lenitivos por parte de los depredadores que la rodeaban en las reuniones educativas.
No contesté a Bob Expósito con tales obviedades, sino que escogí las palabras melifluas, los tópicos puestos a nuestro alcance en estas ocasiones, y el hombre no me escuchaba. Seguía ensimismado en sus preguntas capitales, hasta que se tropezó con la raíz de una encina bastarda y se dio de bruces contra el suelo fangoso.
—¡Cago en l'hostia puta! —fueron sus inmediatas declaraciones.
¿Cómo habíamos llegado a este punto? Rebobinemos, como la técnica nos permite, y veamos cómo asesiné a Mario Expósito. Los motivos se irán viendo conforme avance mi relato, pero que quede claro desde ahora mismo que no le odiaba más que a cualquier otro de su edad. Él ha sido, en cierto modo, la víctima propiciatoria de mi necesidad de afirmación de dominio sobre este rebaño de seres ruines, que ejercen su crueldad cotidiana con la impunidad de las espaldas cubiertas por nuestra cobarde permisividad. Su muerte me ha salvado. He demostrado que podía defenderme de la persistencia de los enanos carroñeros, que sabía destruirlos con mi inteligencia, aprovechando que son mimados, perezosos y residuales, perrillos falderos que se creen mastines. No cometeré la locura de creerme superior; lo que sí es cierto es que ellos son inferiores. Ahora me siento bien, liberado de mis angustias, consciente de mi poder, fortalecido con la sangre del enemigo. Me encuentro tan a gusto en mi piel, que seguiría matando una y otra vez, pero soy consciente de que me va a costar repetir una hazaña tan perfecta. De todos modos, voy a hacerles todo el daño que pueda. Su dolor es la medida de mi energía, ya lo sé.
El año pasado, Mario Expósito formaba parte de la clase de 4º de ESO que tan mal sabor de boca dejó en el claustro de profesores. Formaban un grupo de perezosos deslenguados y arrogantes que nos hacían la vida imposible. Los pocos que deseaban estudiar fueron engullidos rápidamente por la masa, que llegó a ejercer una vergonzosa dictadura sobre todos nosotros. Les expulsábamos de clase y sus padres nos decían que no sabíamos educarlos; les suspendíamos y decían que no explicábamos bien la materia; les amenazábamos y ellos se nos reían en la cara. A mí me obligaron a pedir la baja por depresión y no se lo he perdonado nunca. Mario vertió la gota que colmó el vaso.
Yo me sentía angustiado cada vez que tenía que trasponer el umbral del aula de 4º B. A pesar de mis años de experiencia, me temblaban las manos, empezaba a sudar. No sabía disimular y ellos lo notaban. Me defendía con el truco de ponerles trabajos en clase, para evitar tener que mantener demasiado su atención. Nunca les había caído bien, porque me veían tímido, bajito y solterón. Se burlaban de mí. Lo notaba en cuchicheos, medias sonrisas de perdonavidas, actitudes de desprecio. A las chicas incluso les sorprendía gestos de asco.
Un día que les había mandado un trabajo en equipos de cuatro sobre el primer tema que se me había ocurrido —en lugar de pensar en instruirles, me devanaba los sesos en busca de sistemas para entretenerles—, vi que Sandra, una pelirroja de cuerpo muy desarrollado, se sentaba en las rodillas de Mario. Les mandé guardar la compostura. Ella me miró desafi regresó al dormitorio.esEntonces,ante y él llegó a soltarme:
—¿Qué pasa? ¿Te ponemos nervioso?
El coro de risas que siguió a este enfrentamiento lo he guardado clavado en mi interior, hasta que he visto a Mario colgado del sicomoro y me he liberado. En aquel instante empezó la cuenta atrás, y el chaval, sin saberlo aún yo, se erigió en el cordero para el sacrificio.
No supe cómo reaccionar. Se me ocurrió la peor de las soluciones. Salí de la clase en busca del jefe de estudios, con lo que sellé mi declaración de impotencia. Mi colega los puso firmes con cuatro gritos. A ellos les echó un sermón y a mí una mirada de las que dicen: “A ver si espabilas y no me obligas a montar estos numeritos”. A partir de entonces, los alumnos me hicieron la vida imposible. Minaron mi ya agujereada moral con mil y una burlas, incluso cuando me veían pasar por la calle a pie, sin la protección de mi coche, y ellos iban en bandada a comprarse pastas rellenas a la panadería.
A las dos semanas, fui incapaz de enfrentarme a mis obligaciones profesionales. La angustia no me dejaba dormir, tenía palpitaciones y las piernas se me cargaban como de plomo. El médico de cabecera me diagnosticó una depresión y me aseguró que no tenía motivos para preocuparme demasiado: les pasaba a muchos, sobre todo a profesores. “¿Para cuánto tiempo quieres la baja?”, me ofreció. La cogí justo hasta el período de los exámenes finales. Suspendí todo lo que pude, pero la junta de evaluación menguó los inicios de mi venganza.
Me pasé todo el verano recomponiendo mi destrozada autoestima. Acudí a un psiquiatra por consejo de un compañero también atribulado. No paré de contarle mentiras, hasta que al final nos hicimos un lío y él se me quitó de encima proporcionándome unas pastillas euforizantes, que fueron la única cosa que de verdad le agradecí. Gracias a la bendita farmacia, pude contemplar el futuro con una tranquila perspectiva. Las cápsulas me permitieron aguzar en ingenio, sin tener que hacer frente a una autocompasión que me obligaba a arrastrame como un gusano. Alquilé un apartamento en la playa, me dediqué a dar largos paseos y a escribir páginas y más páginas para aclarar mis ideas. El dueño de un bar se creyó que era escritor y, a cambio de soportar la lectura de sus poemas —iban de la cagarruta lírica al cerote reivindicativo—, me acompañaba en el consumo diario de whisky. A veces, nos daban las tantas de la madrugada, y él arreglaba el mundo y yo me dejaba mecer por un sopor dulce a las puertas de la gratuita beatitud.
Me he presentado en el instituto este año fresco como una lechuga y dispuesto a sembrar el mal en lugar de la depreciada sabiduría. En la playa me he agenciado un contacto para la provisión de anfetaminas, un marinero moro que trafica con todo lo que puede en las noches de festiva impunidad, de modo que, a la espera de valerme por mí mismo, reconfortado por mi nueva personalidad agresiva, me apoyo en la química, tal como me ha enseñado mí paso por el diván del comecocos diplomado. Las cosas se ven de otro modo distinto, si no andas acobardado lamiéndote las heridas por los rincones.
La ocasión para empezar a trabajar en el acoso y derribo de Mario se me ofreció a poco de empezar el curso. Durante el recreo, un par de andovas con pinta calorros pasaban hierba a un grupo de alumnos de 1º de bachillerato, a través de la alambrada que separa los campos de deporte de los desmontes de la antigua fábrica abandonada, a las espaldas de nuestro edificio. A Mario lo pillaron con las manos en la masa. Los repartidores y sus compañeros más listos ahuecaron el ala a la vista del profesor de guardia y le dejaron a él con el culo al aire. Cuando supe que estaba retenido en el despacho del director, sometido a las presiones del tercer grado académico, me present insoportable.
, cici,é allí dispuesto a meter baza.
El chico estaba realmente asustado. Parecía incluso más delgado y pálido. El director estaba dispuesto a acusarle ante el Consejo Escolar, como paso previo a su expulsión. Supongo que no tenía más remedio. En seguida me di cuenta de que a nuestra máxima autoridad docente no le hacía nada de gracia montar el escándalo. Jacinto Flores lleva ocho años al frente del instituto y le gusta mandar, aunque posee la habilidad de quitarse de encima los problemas para dar la sensación de que todo anda tranquilo y recibir los continuos plácemes de la Consellería. Va a la caza de algún puesto político que le permita medrar, sin tener que volver a soportar a los alumnos sesteando ante sus clases de Historia.
Estuve brillante. Le propuse a Flores denunciar sólo a los traficantes a la Policía y dejar a Mario en mis manos. Pinté un cuadro dramático, con muchacho en edad difícil, quién sabe si con problemas familiares, necesitado más de ayuda que de represión. No íbamos a ser nosotros más legalistas que la propia ley, que no condena el consumo. La frase clave fue la de “tapar el asunto”. Le sonó como a música celestial. Al fin y al cabo, la cosa tampoco tenía tanta importancia, dado que habíamos actuado a tiempo y la marihuana hace ya mucho que ha substituido a los geranios en las macetas.
Flores me entregó a Mario con harta alegría de su corazón. Los motivos por los que confiaba un muchacho con problemas a un profesor que el año pasado había sido baja por depresión dicen mucho acerca de la radical hipocresía del sistema, de la que pensaba aprovecharme a guisa de jubileo.
Invité al chico a comer en una pizzería que han abierto cerca del instituto. Estaba manso como un lechal y agradecido hasta la sumisión perruna. Se le había caído el mundo encima y, en un momento y gracias a mi intervención, todo había sido una tormenta de verano, impresionante de ruido, pero breve y pasada por agua. A falta de alguien que me jalee, he de admitir que estuve genial. Le dije que le comprendía y estaba dispuesto a ayudarle. En mí tenía a un amigo en el que confiar. Él se mostró un tanto descolocado al principio. ¿Era yo el mismo a quien despreciaban, el pobre hombre al que lograban poner nervioso hasta anularle? ¿No le guardaba rencor? Le respondí que lo pasado no tenía importancia. Entonces yo no me hallaba en mis mejores momentos y ellos estaban atravesando su etapa más borde.
Mi generosidad moral le impresionó. Aproveché la guardia baja para asegurarle que mi vocación me impelía a estar al lado de los alumnos, precisamente cuando más me necesitaban, y que me traicionaría a mí mismo si no lo hiciera. A la media hora, ya había conseguido borrar mi imagen anterior, substituyéndola por la del amigo fuerte que te va a sacar de apuros. Los chicos son tan perros que aceptan cualquier pantalla que les libere de sus responsabilidades. “Tus padres no sabrán nada” —prometí, y añadí de modo sibilino—: “Ya tienen bastante con sus propios problemas”.
Y a continuación, una jugada maestra. Le di un par de anfetaminas. No era nada malo, porque yo las utilizaba por prescripción médica. Te ayudaban a ver las cosas con optimismo y podías enfrentarte a las dificultades sintiéndote fuerte. No pasaba nada si las consumía un tiempo, mientras se sintiera bajo de moral. Resulta maravillosa la receptividad que tienen los jóvenes por las drogas. Puedes hacer con ellos lo que quieras, si consigues engancharlos. La puntilla fue pedirle que me diera los nombres de los agitanados que vendían hierba en el instituto. Lo único que sabía era que a uno de ellos le llamaban “Jipío” y zascandileaban por el barrio del Gas.
A los dos días, Mario se hacía el encontradizo conmigo a cada momento. Se movía ante mis narices como cuatro manzanas atrásun puto y yo supe que le tenía en la red. Acabó por pedirme más pastillamen. Le di todo un tubo y le dije que las fuera tomando mientras sintiera que sus efectos le beneficiaban. Añadí, con una magistral muestra de maquiavelismo, que mejor que no las tomara el fin de semana, que descansara un poco de sus efectos, sabiendo que precisamente por esos mismos efectos buscaría drogas de diseño en los baretos que frecuentaba con su pandilla de pazguatos para sentirse el rey del mambo.
Sólo precisé de un par de meses para engancharlo. Le suministraba yo mismo las anfetas que conseguía del moraco de mierda y, lo que son las cosas, conforme iba creciendo en Mario la necesidad de empastillarse, a mí cada vez la euforia me venía más de natural. No hay nada mejor para sentirse fuerte que ir destrozando al enemigo. Eso ya lo sabían los aztecas y los mayas, cuando hacían sacrificios humanos y se comían la carne de sus víctimas.
Durante el tiempo que pasé cultivando la adicción de Mario, me fui enterando en paralelo de su situación familiar. Empecé por su madre, que era el personaje que prometía mayores facilidades para una investigación. Sabía que nuestro director, quizás como consecuencia de sus ambiciones políticas, era un cotilla de cuidado. Con la excusa de mi interés por Mario y la experiencia de su relación con nuestro recordado profesor de Tecnología, le pregunté a Flores si la madre del muchacho seguía dando que hablar en las reuniones. No podía ser de otro modo. Flores me informó de que Pilar mosconeaba alrededor del secretario de la Junta de Padres, un guapo maduro cuya leve cojera y aire despreocupado le otorgaban una apariencia aristocrática.
Pedí, con cualquier excusa, participar en la nueva reunión entre padres y profesores. Allí estaban Pilar y el Cojo mirándose con atisbos de promesas. Acabada la sarta de discusiones —nadie escuchaba a nadie y todos se alteraban por cualquier cosa—, me embosqué entre los árboles del jardín y vi como la pareja se metía en un “Polo” y salía zumbando. Yo les seguí a prudente distancia en mi fiel “Corsa”, hasta que desembarcaron en un edificio de apartamentos del barrio de la Alegría y se deslizaron dentro furtivamente. Al secretario, la perspectiva de meneo le acentuaba la cojera. Cojito, “ergo sum”.
Con Bob Expósito resultó un poco más difícil. Tenía una pequeña empresa de construcción y andaba a todas horas pidiendo chollos al ayuntamiento. Busqué a un periodista del diario local, con problemas alcohólicos proclamados, y le atiborré de “Cardenal Mendoza”. Al plumífero se le soltó la lengua en proporción al linimento. Se decía que, en realidad, Expósito actuaba por cuenta de otra empresa de mayor entidad, que subcontrataba a la suya para no tener problemas con la admisión de extranjeros sin papeles o con la bondad de los materiales. En aquellos momentos iba de auténtico culo, porque se le había derrumbado parte de un edificio en el nuevo barrio que se iba extendiendo detrás de las escuelas universitarias y se veía obligado a levantarlo de nuevo por su cuenta. Mi macerado informador añadió que Expósito no gozaba de la confianza de los bancos. “¡Como no vaya a la Banca Gando, lo tiene crudo!”, apostilló.
Ya sabía, pues, vida y milagros de la familia ejemplar, de la que Mario era el hijo único. Sin embargo, me faltaba aún un dato que la suerte me proporcionó días después. Bueno, no fue la suerte, sino mi persistencia y mi agudeza, cualidades ambas que iba perfeccionando y me llenaban de orgullo. Pero hablar de ello ahora sería adelantar acontecimientos.
Llegó el momento de cortarle el suministro a Mario. La excusa fue que en la farmacia me pedían receta y el médico ya no quería proporcionármela. Anudé una especie de solidaridad con él, dejándole entender que yo también era un a cuatro manzanas atrásdicto y que, ahora, ambos nos encontrábamos en el mismo apuro. Mario andaba cada vez más nervioso. Sus ánimos, sin la ayuda de las anfetas, se habían resquebrajado. Supuse que buscaría pastillas por su cuenta en los baretos que frecuentaba viernes y sábados. Acudí a la policía y pedí hablar con un inspector al que una vez había hecho un favor cantándole los nombres de unos nacionalistas radicales, en tiempos en que los de ETA andaban por ahí y no se sabía quiénes podían darles cobertura en sus viviendas. Le proporcioné toda una lista completa, porque en el instituto sabemos bastante de cuestiones de catalanismo militante.
—Quisiera pedirte un favor, Sanjurjo...
—Me vienes bien. Yo quisiera pedirte otro.
El toma y daca consiguiente no me extrañó lo más mínimo.
—Tú primero... —ofrecí.
—Necesito cazar a unos cuantos traficantes a pequeña escala para calmar a un tipo del Ayuntamiento que se las da de cruzado morales sólo para tranquilizarlo.
—De los que venían a vender al instituto, a uno le llaman “Jipío” y lo puedes encontrar en el barrio del Gas.
—A ese “Jipío” ya le conozco yo. Siempre anda con su primo el “Bordón”
—Por el hilo se saca el ovillo...
—¿Qué?
—Que por esos dos sacarás a unos cuantos más... ¿Cuántos necesitas?
—Si son gitanos y van por libre, cuantos más mejor.
—Es tu trabajo... Ahora me toca a mí.
—Venga.
—Tengo a un alumno al que quiero sacar de las drogas antes de que sea demasiado tarde.
—¿Y qué quieres que haga?
—Lo llamas a comisaría y le asustas de verdad.
—¿Sólo eso?
—Que se cague patas abajo y luego acepte mis buenos consejos.
—Eso está hecho. Dame letra y yo le pondré música.
—Le encontrarás en el “Bar Tolo” el viernes por la noche. Siempre va por allí.
—¡Uy! —exclamó mi madaleno con leche—. ¡En este bar no puedo armar escándalos, que está protegió!
—Nada de escándalos. Lo haces salir y, en plan amigable, te lo llevas un rato de charla.
—Esperaré a que salga y hago lo que tú dices, pero yo no me meto en terreno consagrado...
—Vale, vale...
Aquel sábado por la tarde empezó el calvario de Mario Expósito, que en buena paz descanse. Llamó a mi casa hecho un manojo de nervios. Un policía cabrón le había detenido en la calle y le había hecho subir a un coche. Sanjurjo es todo un profesional del terror. En vez de conducirle a comisaría, le registró en el mismo automóvil y le encontró unas pastillas azules y otras blancas. Luego se lo llevó a las afueras de la ciudad, eligió un buen lugar para el sermón apocalíptico y se lo soltó con acompañamiento de rayos y truenos.
Con los ojos desorbitados, próximo al llanto, las manos temblonas y el aliento oliéndole a dragón, Mario me contó que un pasma de paisano con cara de gorila le había dicho que el “Jipío” y el “Bordón” estaban detenidos, junto con otros miembros de su familia. Habían confesado que traficaban en el Instituto “Durruti” y que él les ayudaba a captar clientes. “¡No es verdad! ¡No es verdad!”, gritaba Mario ante mí, mientras que ante Sanjurjo se había quedado mudo. El madero le dibujó un s una picadura de insectovi cualquierfuturo negro: años de cárcel, violado por venganza y por gusto, una vida marcada por el desprecio en nuestra pequeña ciudad, los padres desesperados abandonándole a su suerte, obligado a buscarse la vida en Barcelona de cualquier manera, solo, apestado, a codazos con el lumpen... Una pieza oratoria digna de un jesuita enfebrecido.
—¿Qué te parece? —suplicaba.
—Lo peor es si acaban por soltar a los gitanos, que los van a soltar... —remaché.
—¡Hostia, no! ¿Qué puedo hacer?
—No salir de casa. Ponte enfermo unos días. ¿Sabes algún truco para hacerte subir la fiebre en el termómetro?
No lo sabía. ¡Vaya desastre! Le expliqué el viejo truco de la cerilla amiga. No saldría de su casa, porque, si los dejaban libres, los calorros irían tras él acusándole de chivato, y con esa gente de la droga no se juega.
—Se lo voy a contar todo a mis padres.
—No lo hagas. ¿Confías en ellos? Quizá no sea el mejor momento para hacerlo.
—¿En quién puedo confiar?
—Confía en mí. Dame unos días de tiempo, sólo hasta el sábado. Nos vemos aquí de nuevo y yo te lo arreglo todo.
Sabía que se lo pasaría mal, sin las anfetaminas ni nada que las reemplazara. No me equivoqué. El martes me llamó por teléfono a ver si tenía algo. Le repetí que me habían cortado el suministro y no había nada que hacer salvo aguantar. Su voz sonaba en el cénit del nerviosismo.
—Me van a llevar al médico —anunció.
—Mantente fuerte y no digas nada. Te atiborrarán de calmantes y dormirás todo lo que necesites. Tómatelo como unas vacaciones.
Las cosas se precipitaron de una manera que yo, en mis sueños más delirantes, no podía siquiera suponer. Deseaba aplastar a aquel renacuajo, demostrarme a mí mismo que era capaz de sacar de mis reservas la suficiente inteligencia para reducir un cachorro arrogante a un lamentable pelele. Pero nunca hubiera creído que Mario se me deshiciera entre las manos con tan poco esfuerzo. Y es que la diferencia entre alguien capaz de sobreponerse por encima de sus limitaciones y un ser incauto, débil, protegido y llorón resulta abismal. Ahora ya no me avergüenzo de mis problemas. Todo el mundo los tiene. Lo que me llena de orgullo es haberlos convertido en semilla de mi victoria, de mi definitiva resurrección como hombre libre y desprovisto de temor.
Mi víctima se me presentó el viernes por la noche. Se había escapado de su reclusión y acudía a mí en busca de magia para salir de aquel pozo en el que poco a poco le había sumido. Creía, pobre infeliz, que yo era su única posibilidad de salvación. Lo primero que me soltó fue que ya estaba al límite de su resistencia y que se lo iba a contar todo a sus padres. Ya todo le daba igual. Traía unas ojeras de percherón y un rictus amargo en la boca. Su aspecto era tan lamentable que, si yo tuviera eso que llaman bondad y no es más que impotencia, le hubiera llevado a un hospital.
En vez de sentir lástima —¿la habían sentido ellos por mí?—, le di un par de estocadas en la cerviz en espera del descabello.
—Mejor olvídate de tus padres.
Con calculada lentitud, le expuse todo cuanto sabía de ellos. Empecé pintándole muy negra la situación económica de Bob Expósito, al borde de la ruina, agotados los créditos, arrinconado por los que antes se llamaban amigos, más que socios.
Luego me dediqué a describirle a su madre como a una ninfómana. Iba a las reuniones escolares, no para interesarse regresó al dormitorio.esEntonces, por su hijo, ni por colaborar en la mejora de la educación en el instituto. Buscaba amantes, y los había tenido, primero en la persona de Matías, el profesor de Tecnología del año pasado, y ahora con el secretario de la Junta de Padres. Y ellos no eran los únicos. Casi podías agarrar el listín telefónico y empezar a tachar nombres. Se podía presentar al concurso de “Cerda of the Year” y quedar segunda, no primera, por demasiado cerda. Se lo dije en plan duro y sin matizarlo con un sentido del humor que su idiotez no calibraría.
Se puso a llorar de tal manera que llegaron las lluvias de Rachipur y temí que me inundara el piso cuya hipotecuela aún estaba pagando. Incluso se me abrazó, manoseándome arriba y abajo. Si yo fuera maricón, le hubiera dado un buen muerdo.
Lo que le di fueron unas pastillas mágicas, de las que no sólo calman, sino que te dejan convertido en un zombie, y le ayudé a que le pasaran garganta abajo con unos tragos de absenta. Las recibió con arrobo absoluto, creyendo que eran las tan imprescindibles euforizantes de las que se había visto privado aquellas semanas. Puede decirse que, gracias a mí, su cuerpo funcionaba a toda pastilla. Lo último que le aconsejé —y todo gratis, coño, ¿qué más quería?— fue que se fuera de putas, que eso alivia cantidad. La dirección de las putillas que alegraban mi probóscide de cuando en cuando era calle tal, número tantos, piso franco. Se encontraría con dos yonquis de poco más de su edad dispuestas a sacarle hasta el tuétano por unos billetes.
No le estaba haciendo ningún favor. Sabía que, con toda la carga que llevaba, el submarino se hundiría. A decir verdad, no esperaba que lo hiciera tan rápido y definitivamente. Por lo que me encargué de saber luego, las dos putidrogotas le echaron a patadas de su antro, porque no les servía para nada, ni siquiera para pagarles el laboreo. Un par de sombras nocturnas, viendo su estado, le habían liberado de la cartera, y se presentó en la cueva de las delicias desarmado y sin la bendición de la Santa Güita, patrona de los imposibles.
Lo he vuelto a ver esta mañana, colgado del sicomoro. No me esperaba que se suicidara de aquella manera, pero no hay que negarle sentido del espectáculo, cuando podía haberse despedido de una vida que se le derrumbaba atiborrándose de las benditas pastillas o lanzándose de cabeza al vacío desde la terraza de algún edificio de Construcciones Expósito, sociedad muy limitada.
Así terminaba el escrito.
Alberto Salillas, aquella rata cobarde, se había metamorfoseado en una serpiente ponzoñosa. Su aparente conversión de hombre acomplejado en 4º de ESO en frío y distante examinador en 1º de Bachillerato había sorprendido a losrestos de aquella promoción que consiguieron proseguir sus estudios a un nivel superior. Los más zánganos se habían quedado por el camino, y los triunfadores sobre el obstáculo de los exámenes finales ya se habían convencido de que más vale poco ruido y muchas nueces. Ahora, salvo el caso del Satrústegui, que estaba loco, aunque tenía la ventaja de ser un campanero, todos poseían unos objetivos bien marcados, que, si era posible, alcanzarían aplicando la ley del mínimo esfuerzo.
El "Gordo” Pasarón quedó estupefacto ante lo que acababa de leer. No podía creerlo, pero no se trataba sólo de una especulación, sino que el texto estaba apoyado en la realidad de unos hechos que habían culminado con su compañero Mario Expósito ahorcado en un árbol del bosquecillo cercano al Parque del Agua.
Llamó a Peter y quedaron en encontrarse, no en el bar, sino en la propia casa de su amigo, feudo de la tranquilidad en fines de semana, pues sus padres estaban separados, vivía con su madre insoportable.
, cici, y ella aprovechaba los viernes para irse a la casa que una amiga igualmente despechada poseía en Playa de Aro.
En la comodidad de una sala de estar perfectamente amueblada, con un buen porro en los labios y un whisky de malta al alcance de la mano, Peter leyó el texto y, contrariamente a lo que en él resultaba habitual —era un flemático racionalista— se hundió en el sillón de orejas, como si le hubieran dado un mazazo olímpico.
—¡Ese hijo de puta se jacta de haber matado a Mario! —exclamó.
—¡Lo ha matado: no hay duda! —corroboró el “Gordo” Pasarón.
—Por lo que aquí dice, es como si lo hubiera hecho con sus propias manos. Lo ha empujado al suicidio con todo el cinismo criminal que ha ido acumulando.
—¿Y por qué? —casi una pregunta retórica del orondo.
—¿No lo has visto? Por venganza.
—¿Sólo porque nos burlamos de él? Quizá nos pasamos un poco...
—¿Qué dices? Es un psicópata amargado, que se ha vuelto peligroso —sentenció Peter.
—Mario era un buen amigo. A mí me impresionó mucho su muerte.
—¡Y a mí! ¿Qué te crees? Sólo que ahora sabemos quien procuró que muriera, y eso me llena de rabia.
—Oye, tío: puede que todo eso no sea verdad, que sea... ¿cómo te lo diría yo?... el delirio de un loco.
—¿No ves que todo encaja? —se sulfuró Peter—. Salillas se apoderó de Mario cuando lo pescaron comprando hierba a los gitanos. El pobre chaval estuvo encerrado en casa y los fines de semana no le veíamos. Lo tuvo en sus manos hasta convertirlo en un zombi... ¡Está bien claro, coño! ¿Cómo iba a perder el tiempo escribiendo algo así, si no es para revolcarse en su mierda?
—¿Y qué hacemos, Peter? ¿Lo denunciamos a la policía?
—¿Para qué? No tenemos pruebas. Se nos reirán en la cara.
—Eso... eso es una confesión... —balbuceó el “Gordo”.
—¡Los cojones es una confesión! ¿Quieres que la poli se lo tome en serio? —le hizo tocar con los pies en el suelo su compañero—. Eso no tiene ningún valor. ¿Qué vamos a decir? ¿Qué un profesor ha obligado a un alumno a matarse? El hijoputa del Salillas no le puso la cuerda al cuello. ¡Es un suicidio y basta!
—Tú y yo sabemos que sí lo hizo... —insistió el “Gordo”.
—Eso es otra cosa. Tú y yo... ¡Dos pringaos!
—Entonces, ¿qué? ¿Le dejamos tan tranquilo pensando en lo inteligentísimo que es?
—Hay que pensar algo... —Peter achicó los ojos—. Déjame el escrito ese y ya veremos qué se hace.
Desde el primer momento, Pedro Martín Crotona pensó en pasarle los apuntes de la narración de Salillas a su abuelo, el abogado Fabio Crotona, del que se decía había sido “conselliere" de gente de poder, tanto en la Calabria origen de la familia, como en las tierras de la Girona que los habían acogido. A sus más de ochenta años, el abuelo Fabio vivía retirado en una casa en S'Agaró, frente al mar, pero allí acudían aún algunos personajes para pedirle ayuda y rendirle muestras de pleitesía. El viejo patriarca amaba con locura a su único nieto Pietro, “sangue del mio sangue”, y más desde que su hija Madalena se había separado de Martín Hoces, el constructor al que él tanto había ayudado en sus principios.
Se decían muchas cosas del abuelo Fabio, que conocía a gente insoportable.
, cici,de todo el mundo y que incluso algunos políticos de altura acudían en secreto a pedirle consejo en situaciones apuradas. También se decía que cogía el teléfono, daba una orden y arreglaba asuntos que habrían costado años de litigios y abierto profundas enemistades. A Pedro le gustaba imaginar que estaba protegido por la fuerza del abuelo Crotona y que, no sólo nada malo podía sucederle, sino que la vida se abriría frente a él con todas sus posibilidades. Recordaba una frase que el viejo le había dicho una tarde en la terraza, mientras las velas de los catamaranes surcaban el mar abierto a la bahía: “I tempi hanno canviato: bisogna parlare di giustizia e non di vendetta”.
El profesor Salillas no notó que un coche lujoso le seguía a intervalos por la noche durante un par de días. Para mitigar su aislamiento, solía cenar de cuando en cuando en un figón cuatro manzanas más arriba de su casa y regresaba andando. Aquella noche lo hacía con la cabeza pesada por el vino y las copas de coñac.
Llegó el momento en que la bellísima mujer negra detuvo el automóvil y le hizo una seña para que se acercara.
—¿Quieres divertirte un rato? —le propuso a Alberto el Boquiabierto, a la vez que paseaba su lengua golosa por su labio superior.
Si no hubiera andado algo achispado, Salillas habría sospechado algo raro en aquella propuesta, que en lo concerniente a un tipo como él era como el premio gordo de un sorteo para el que no había adquirido ningún boleto. Ni en el mejor de sus sueños húmedos se hubiera visto como objeto de la voracidad de una buscona de auténtico lujo, que iba en su coche por la ciudad a la caza de clientes.
—Decídete. No volverás a tener esta oportunidad en el resto de tu vida —le dijo la bellísima mujer negra, y con toda la razón.
—No llevo mucho dinero —respondió el presunto agraciado, en un arrebato de lucidez.
—No importa. Hoy es tu día de suerte. Me pagas lo que tengas y adiós.
Le abrió la portezuela en una decidida invitación.
Alberto Salillas se metió en el coche en un primer impulso. A los pocos segundos de haber arrancado, ya se había arrepentido. A pesar de la fragancia que lo envolvía, de la atronadora hermosura de aquella hembra exótica y de la promesa ofrecida como cumplimiento de sus más recurrentes fantasías, algún mecanismo de defensa en sus conexiones cerebrales le advertía que estaba cayendo en una trampa.
Pero se quedó quieto, paralizado, como la presa queda cautivada sin remedio por la mirada de la serpiente dispuesta a engullirla. No hizo nada más que esperar. En silencio, el coche se dirigió a los márgenes oscuros del río, y allí los misterios de gozo se trocaron en misterios de dolor.
La bellísima mujer negra apuñaló la primera vez en el estómago a Alberto Salillas. Le miró fijo a los ojos y murmuró con voz cálida y pastosa:
—¿Te gusta, cariño? Es tu recompensa por lo que hiciste con aquel muchacho... ¿Cómo se llamaba?
—Mario... —musitó el profesor en un hilo de voz.
—Mueres con su nombre en los labios.
Y recibió dos puñaladas más, la última en el corazón.
El Diario Comarcal publicó en la “Crónica de sucesos”:
Ayer por la tarde fue descubierto en un descampado cerca del río en el lugar conocido como “La Costa de los Tiburones”, el cuerpo de Alberto Salillas Palomeque, profesor de Lengua Española en el instituto “Buenaventura D cuatro manzanas atrásurruti” de esta ciudad. El cadáver presentaba varias heridas de arma blanca en el pecho. Al profesor Salillas, hombre de vida retirada, pacífico y entregado por completo a sus tareas docentes, no se le conocían enemigos, por lo que el móvil del crimen parece ser el robo. Sin embargo, el inspector Sanjurjo ha declarado en rueda de prensa que la policía tiene ya indicios fehacientes sobre la naturaleza y la autoría de este horrendo asesinato.
Dos días más tarde, El Diario Comarcal publicaba:
Como presuntos autores del asesinato del profesor Alberto Salillas han sido detenidos en el barrio del Gas José Heredia “a” “Jipío” y su primo Raimundo Heredia “a” “Bordón”. Ambos tienen un largo historial delictivo como traficantes de droga y diversos hechos violentos relacionados con la lucha entre las bandas. Por las declaraciones del inspector Sanjurjo, siempre a disposición de la prensa, los motivos del crimen podrían estar relacionados con una denuncia que el profesor Salillas efectuó contra ellos hace unas semanas por vender droga en el instituto “Durruti”, acusación por la que estaban en libertad provisional pendientes de juicio.
La bellísima mujer de raza negra dobló el periódico y lo dejó a su lado, en el sofá tapizado de terciopelo.
Le llevó una semana preparar su puesta en escena. Al final de esa semana, cogió el teléfono y marcó un número que hacía tiempo que se sabía de memoria.
—Diga —respondió una voz al otro lado del hilo.
—Daniel Baños —dijo la negra—. Soy Leonor.
—Leonor...
—La Negra Leonor. Zoila me habló de ti: parece que me estás buscando. Si te parece, es hora de que nos encontremos. Quiero entregarme.