3
El día que le tocaba matar, Sibin Slavkovic, indefectiblemente, amanecía empalmado. Su carne, de natural blanca y apelmazada, despertaba y se entonaba ante la perspectiva del derramamiento de sangre. Aquella mañana, al levantarse de la cama, desnudo, se miró en el espejo de cuerpo entero del armario. El clon de vidrio era idéntico a él: veintiséis años, estatura media, tez pálida, piernas delgadas y muy blancas, buche de palomo, melenita rubia enmarcando un rostro redondo de mejillas coloradas, labios exangües y ojos grandes y azules. Carita de niño bueno que le había valido el apodo de Nen. Y el sexo tieso, apuntando hacia arriba, señalando las doce en punto.
Polaco de Breslau, al poco de aterrizar en Barcelona, Sibin ya sabía de los retortijones del hambre, de la incomodidad de dormir en los portales, de tener que mendigar sobrantes en bares y restaurantes. Alguna que otra alma compasiva, mujer las más de las veces, hipnotizada por el señuelo azul de sus ojos, le echó una mano, y no sólo al paquete. Luego, un buen día, conoció a Slavko Kerac, polaco como él, de Cracovia. Era éste bajito, enjuto, chupado de rostro, con pinta de zíngaro, cara de malo de película, hecho que sin duda había condicionado su destino. Se alojaba en un piso de la calle Paloma del Raval, donde invitó a come muy débil.
—t quitaba la vista de encimar a Sibin.
—¿Cómo que estás sin un euro? Hay mucho tío salido y con pasta buscando a un jovencito como tú, con cara de niño bueno e inocente. Pero lo primero que necesitas es un piso. Te prestaré el mío a cambio de un porcentaje. Y además te conseguiré clientes, tengo muchos contactos.
—No creo que pueda...
—¿Qué pasa? ¿No se la has chupado a nadie?
—N-no...
—Pues eso lo arreglamos ahora mismo —resolvió Slavko.
Y a continuación se bajó los pantalones, mostrando una polla morcillona y curvada cual alfanje sarraceno.
Así fue como Sibin Slavkovic, haciendo de tripas corazón, inició su carrera de chapero.
De la noche a la mañana, le cambió la vida. Slavko le buscó clientes. Un día le citó en el bar La Ópera, donde le presentó a un señor de edad bien trajeado y sonrisa almibarada, que peinaba canas con gomina y que les invitó a merendar café con leche y bollos. Esa noche, en un lujoso piso del ensanche, Sibin se acostó por primera vez con Joan, que así dijo llamarse el elegante de la sonrisa empalagosa.
Slavko fue otro de sus clientes asiduos, sólo que a éste no le cobraba. Una semana sí y la otra también, iba al piso de Slavko a recibir clientes o a meneársela al compatriota, según. Pero se negó, una y otra vez, a que le dieran por culo.
—¿Por qué? —se sorprendió Slavko—. En esta profesión no puedes hacerle ascos a nada. Tienes que estar dispuesto a satisfacer los caprichos del cliente, que para eso paga.
—No puedo hacerlo. Necesito tiempo.
—¡Qué tontería! Esto del vicio es como lo de tirarse al agua: hay que echarse de cabeza, sin pensarlo.
Pero Sibin lo pensaba, y cuanto más lo pensaba, menos gracia le hacía.
En cuanto empezó a ganar algo de dinero, alquiló un quinto sin ascensor en la calle Paredes de la Barceloneta. Allí, a espaldas de Slavko, llevó a algún que otro cliente, pero las “faenas” mejor remuneradas los ejercía en casa de su paisano.
Por aquel entonces conoció a Paty —a lo primero, Patricia—, que vivía en la calle Baluard con su anciana madre y un perro viejo, a cuál más achacoso. Paty era morena, menuda, vivaracha, puta a ratos y, naturalmente, se enamoró de él.
—Qué guapo eres, Nen. Te pareces al Príncipe Valiente.
Sibin no sabía quién era el fulano aquel, pero como no sólo era príncipe sino que también valiente, se dijo que tenía que ser un real mozo y contestó:
—Ya me lo han dicho.
Después de tantas chapas, Paty, para Sibin, era la novedad. Ella se jactaba de que eran novios; él le dejaba decir. Se encamó con la chica en varias ocasiones, si bien con escaso entusiasmo. Lo cierto es que Sibin no era, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, ser de sangre caliente, sino más bien criatura de sangre fría, y como tal emparentado con la salamanquesa, la sierpe de anteojos, el dragón de Comodo y el caimán del Mississippi, todos ellos egregios reptiles.
Sibin descubrió el tirón de la carne la primera vez que mató. Así lo quiso el destino o la casualidad. Leo, el viejo chucho de Paty, un fox terrier, estaba en las últimas. El veterinario había emitido su fallo inapelable: era preciso sacrificarlo para ahorrarle sufrimientos. Paty derramó unas cuantas lágrimas antes de confesar al polaco que se le venía el mundo encima sólo de pensar en llevar al animalito a que le pusieran la inyección letal. Él s identificar el cadáveresEntonces,e ofreció a llevarlo en su lugar. Con los cuarenta euros que ella le dio, enfiló hacia la clínica veterinaria. Pero a medio camino cambió de dirección, poniendo rumbo al parque de la Barceloneta. Era un día intempestivo. Lloviznaba, soplaba el viento y hacía frío. Leo renqueaba y Sibin tenía que aminorar el paso para no tener que forzarlo. En el parque, ni un alma. Apenas eran las seis y ya era de noche. Nadie le vio pasar la correa por la rama baja de un árbol y tirar de ella para ahorcar al can, pero el caso es que cuando la bestia pataleaba en el aire en las ansias de la muerte, notó Sibin cómo el rabo se desenroscaba en el calzón y embestía a la bragueta con ímpetu impropio de su tibia sexualidad. Cuando Leo murió, con un palmo de lengua colgando de la boca, cargó con el cuerpo hasta el contenedor más cercano, a cuyo interior lo arrojó con correa incluida. Esa misma noche sorprendió a Paty con un polvo precipitado para relajar la tensión desacostumbrada de la verga.
Cierta tarde de borrachera con Slavko, éste, a la hora de pagar, dejó ver un fajo de billetes, en parte por descuido, en parte por darse postín.
—Tú sí que manejas pasta, Slavko. ¿En qué trabajas?
—No te lo puedo decir, Nen. Es top secret.
—¿Por qué es secreto?
Pero el punto débil de Slavko era la vanidad. Le gustaba darse importancia. Y a la hora de empinar el codo, se fue de la lengua en una de las tascas.
—Me dedico a enfriar al prójimo.
—¿Cómo a enfriar?
—Sí, hombre. Me pagan por cargarme a unos indeseables.
Sibin le miró, perplejo.
—No te creo.
Slavko se encogió de hombros.
—Allá tú.
—¿Para quién trabajas?
—No te lo pienso decir —contestó el otro, limpiándose los morros con el dorso de la mano.
Esa misma noche, cuando se encamaron en el piso de Slavko, se lo dijo.
—Hago trabajos para cierta gente.
—¿Qué gente?
—Gente que no hace preguntas como tú. Mafias.
Saltó de la cama y regresó al poco con algo en la mano.
—¿Qué es eso?
—Una pistola. ¿No has visto nunca una pistola?
—Es preciosa —exclamó Sibin, admirado—. ¿Puedo cogerla?
Slavko se la dejó y sonrió, divertido, ante el pasmo de Sibin, que la contemplaba, embobado.
—Es una Astra 300, calibre 9mm corto —explicó Slavko, dándose pisto—. Mi padre se la birló a un suboficial alemán durante la guerra.
—¿Y luego te la regaló a ti?
—No, yo se la birlé a mi padre.
—¿Está cargada?
—No. Las balas las guardo aparte —y añadió, ufano, tras un eructo—: en el florero de la entrada. Nadie lo diría, ¿eh? Es un buen escondite.
“Lo era”, pensó Sibin y seguidamente le devolvió el arma.
—¿Crees que yo podría hacer tu trabajo?
—Para todo hay que valer, chico —contestó Slavko—. Lo tuyo, con tu carita de niño que no ha roto nunca un plato, es ser puto.
E hizo por hacerle una carantoña, pero Sibin se apartó.
A los dos meses de aquello, a los fantasmas, al hombre lobo, atrás, Paty se presentó en su piso, desconsolada.
—Mamá está chunga. No sé qué hacer. No puedo internarla en un centro porque no tengo pelas, ni puedo estar todo el día con ella, porque me vuelvo loca. ¿Qué puedo hacer, Nen?
—No sé.
—Esta tarde tengo que ir a un recado. ¿Podrás quedarte con ella unas horas? Te pagaré algo.
—Vale.
Al despedirse, ella suspiró:
—¡Pobre mamá! Ojalá se muriera hoy mismo.
Sibin se quedó haciendo compañía a la anciana. Le dio de comer a la boca la sopa que Patricia había dejado preparada y la manzana cortada en rodajas. Le dejó ver la telenovela de la tarde y hasta le concedió el cuartelillo, a continuación, de una breve siesta. Cuando la vieja despertó, se encontró a Sibin sentado a su lado, mirándola con todo el azul de sus ojos. El polaco había tomado la precaución de ponerse un guante en la mano derecha. Se inclinó sobre ella, la empuñó por el pescuezo con la mano enguantada y empezó a apretar. La mujer abrió los ojos y la boca, pero no acertó a decir nada. Lo último que vio de este mundo fue el azul, el azul celeste y frío de los ojos de Sibin, aquel irresistible azul acaparando el primer plano.
Sibin, por su parte, sintió el despertar de la carne en la trinchera de su calzoncillo. En cuanto llegó Paty, se desahogó con ella y sólo después de correrse le comunicó que su madre había muerto.
Dos días después enterraron a la vieja y no se volvió a hablar del asunto.
Sibin siguió con su vida de chapero, hasta aquella noche del sábado en que Joan, a quien acababa de hacer una paja, le dijo aquello:
—No puedo pagarte hoy, Nen. No tengo dinero.
—¡Pero si eres rico!
—Apariencias, hijo, apariencias.
—Pero... pero yo tengo que comer —protestó Sibin.
—Ah, eso no es problema. Ve a la nevera y sírvete tú mismo.
Anonadado, Sibin fue a la cocina, abrió la nevera y se asomó a su interior: Yogures, queso blanco, una lata de espárragos, otra de aceitunas y una botella de cava.
Poco después regresó al dormitorio.
—¡Hombre, traes el cava, qué bien! ¡Voy por las copas! —exclamó Joan, sacando a relucir la afectada sonrisa.
En cuanto le dio la espalda, Sibin le soltó un botellazo en plena cabeza. La botella no se rompió, pero sí la cabeza de Joan, que cayó redondo.
Lo había matado. Lo proclamaban dos señales inequívocas: la mucha sangre que salía de la herida y la erección galopante que acababa de experimentar.
A los dos días de aquello, Sibin ya lo había olvidado. Hasta que Slavko le citó en su piso de la calle Paloma.
—¿Por qué le mataste? —le preguntó Slavko.
—¿De... de qué me hablas? —balbuceó Sibin.
—Oye, Nen, no te hagas el soplapollas conmigo. La noche que lo mataron tú estabas con él. ¿Por qué lo hiciste?
—No me pagó —acabó por confesar Sibin, cabizbajo.
—No se puede ir por la vida matando a la gente, Nen.
—No irás a denunciarme, ¿verdad?
—No, Nen, por algo somos colegas, No te denunciaré... si te portas bien.
Eso quería decir, entre otras cosas, que el porcentaje iba a cambiar. A, a los fantasmas, al hombre lobo, atrás partir de entonces, Slavko se embolsaría el cincuenta por ciento de las ganancias de Sibin.
Cuatro días después, encontraron el cuerpo de Slavko flotando en el moll del Rellotge. La autopsia reveló que tenía mucho alcohol en la sangre y mucha agua en los pulmones. Al registrar su piso, la policía no encontró ni la pistola ni la munición.
Durante un tiempo, Sibin vivió con el corazón en un puño, temiendo ser detenido. Circulaba por las calles de la Barceloneta con el alma en vilo como si en cada esquina le acechara una emboscada. Dirigía miradas furtivas a todas partes. Se volvía de continuo, temiendo ser sorprendido por la espalda. Al caminar, miraba de reojo en su derredor. Vivía sobresaltado.
Sus temores se vieron confirmados una tarde en que transitaba por la calle Andrea Doria. Dos individuos le abordaron. Ambos, trajeados, serios, con pinta de policías de paisano. Ambos, supuestamente armados.
—¿Eres el Nen? —le preguntó el más bajito.
—S-sí —contestó Sibin, tragando saliva.
—Queremos hablar contigo.
No le llevaron a comisaría, sino a la Torre de Alta Mar, en el Paseo de Joan de Borbó, donde los desconocidos pidieron una mesa apartada y a continuación un risotto de langosta y parmesano. Pese a lo suculento del manjar, a Sibin se le había cortado el apetito. Se temía lo peor.
—¿Tú eras amigo de Slavko Kerac, verdad?
Le habían descubierto. No era una pregunta, sino la constatación de un hecho. Por la manera en que le miraban, se dio cuenta de que mentir no le serviría de nada.
—Sí.
—No sabemos ni nos interesa lo que le pasó a Slavko. Pero nos iba bien con él. Lástima que bebiera tanto. Ahora que no está, lo que nos urge es encontrarle sustituto. Sabemos que te llamas Sibin Slavkovic, que eres polaco y que llevas tres años en Barcelona.
Cuando Sibin comprendió lo que le estaban proponiendo, exhaló un suspiro de alivio y recuperó el apetito en un santiamén. Era como si le hubiera tocado la lotería, era precisamente lo que quería hacer. Le preguntaron —le preguntó, sólo hablaba el bajito—, si tenía arma. Le preguntaron —le preguntó— si había matado alguna vez. Le preguntaron —le preguntó— si tenía escrúpulos. Contestó a lo primero y a lo segundo que sí y a lo tercero que no. Al acabar de comer, el bajito le dijo que se pondrían en contacto con él.
—¿Cómo se llama usted? —se atrevió a preguntar Sibin.
—Darko Perovic, soy ucraniano —respondió el bajito sin inmutarse.
Sibin no le creyó, pero le tendió la mano. El tal Darko se la estrechó; el otro se limitó a mirarla, hasta que Sibin, desconcertado, la retiró. Antes de despedirse, Darko le entregó un sobre.
—Aquí está cuanto debes saber por el momento.
Al quedarse solo, Sibin abrió el sobre. Dentro sólo había dinero. Pero mucho. Una bonita suma en billetes de cincuenta euros.
El primer “encargo” le llegó a las dos semanas de su encuentro con Darko. Le dieron un sobre en el que iba una dirección, una foto y una nota: “Sólo romperle las piernas”. Se las rompió al fulano atropellándole con un coche robado. Luego vino otro “encargo”, también acompañado de foto y coordenadas, pero con un escrito lacónico: “Suprimir.” Mató al quídam con la Astra, de un balazo en la cabeza, subiendo con él en un ascensor. Al salir de éste, ya iba empalmado.
En cuestión de poco>
En el apartado sexual, Sibin tenía sus rarezas, pero en lo de enfriar al prójimo, nunca puso pegas. Su frialdad cuadraba a la perfección con su nueva “ocupación”. Le daba igual un negro que un blanco, un tetrapléjico que una en estado de buena esperanza. Igual un viejo que un crío, lo mismo un rico que un miserable. Siempre cumplía. A rajatabla. Y, naturalmente, no volvió a hacer de prostituto.
Su nueva vida le hizo conocer mucha gente. Gente importante. Y mujeres, hembras hermosas, como Laia, como Sonia, como Myra. Claro que eso avivó los celos de Paty, que en una de éstas se sintió plato de segunda mesa. Ella se lo reprochó una noche. Discutieron. De pronto, una amenaza.
—Ten cuidado con lo que haces, Nen. Piensa que tienes las manos tintas en sangre.
“Tintas en sangre”, eso dijo. Seguramente lo había leído en una novela negra, pero Sibin se estremeció. ¿Cómo podía saberlo? Él nunca le había dicho nada.
—No sé qué quieres decir, Pat.
—Sí lo sabes. Tú mataste a mamá.
Ah, ¿era eso? Respiró. Lo había olvidado. Esa noche hizo las paces con Paty, se puso tierno con ella, y aunque desganado, le echó un polvo. Al domingo siguiente, que lució el sol, quedaron en ir de excursión a Collserola. Paty preparó a toda prisa una cesta con unos bocadillos y una botella de vino.
Después de merendar sobre la hierba, en un rincón apartado, Sibin le dio un beso. Ella nunca llegó a saber que era un beso de despedida. Paty le miró a los ojos, pero el azul intenso de éstos, a manera de cedazo, no dejaba filtrar las tenebrosas telarañas de su alma. El polaco la estranguló con el mismo foulard con que la joven se cubría el cuello. Luego, sentado a su lado, mirando los ojos vidriosos de la muerta, se bajó la cremallera de la bragueta, se la sacó y se masturbó al tiempo que, con la otra mano, empuñaba la botella y daba cuenta del culín de vino que quedaba. Al emprender la retirada se llevó consigo el casco vacío y el bolso de Paty, esto último no por el dinero que pudiera tener, sino para despistar a la policía, haciéndole creer que aquello era obra de un chorizo. Arrojó el contenido del bolso a una alcantarilla y el bolso fue a parar a una papelera. La investigación se redujo a un puro trámite. Se aceptó la muerte de Paty con un fatalismo institucionalizado. Al fin y al cabo era unaesEntonces, prostituta, y como tal ejercía una profesión de alto riesgo.
Todo eso pertenecía ya al pasado, reflexionó Sibin, contemplando su cuerpo desnudo ante el espejo, su melena rubia, su buche de palomo, sus ojos anegados de azul, su sexo apuntando al cielo, como un cohete en la rampa de lanzamiento, recordándole el “trabajo” que le esperaba esa noche. Y claro, no se podía ir a matar con un recalentamiento de huevos. El alivio era esencial. Pero ¿con cuál de ellas? ¿Laia, Sonia, Myra?
Ah, bueno, estaba la nueva, la exótica. Para Sibin, exótica quería decir negra. No hubiera sabido decir si era negra de África o negra de América, como no hubiera sabido diferenciar al elefante africano del índico. La había conocido hacía un par de días, en el Jai-Ca de la calle Ginebra. Estaba él jugando con una máquina tragaperras cuando entró ella y le sonrió.
“Es puta”, pensó Sibin nada más verla. “Y está buena.”
—¿Cómo te llamas?
—Sara.
—Yo, Sibin.
—¿No eres el Nen?
—Ee, sí —se sorprendió él—. ¿De qué me conoces?
—De nada. En el barrio hablan de ti.
—¿Hablan bien?
—Sobre todo las mujeres.
Quedaron en verse otro día. ¿Y por qué no hoy?, se preguntó Sibin, palpándose la erección discretamente, camino del Jai-Ca. Si estaba, bien. Si no, una llamada por móvil y asunto arreglado.
Estaba. Como esperándole. Aupada sobre un taburete, con minifalda, una pierna cabalgando la otra, enseñando los muslos color chocolate. Y una blusa fucsia con un escote de vértigo, que no sólo dejaba ver el nacimiento de unos pechos firmes y rotundos, sino también la infancia, la juventud y la madurez.
Sibin hizo ademán de besarla en las mejillas, pero ella le estampó un beso en la boca.
“Ésta va al grano. La cosa pinta bien”, observó Sibin.
Y en efecto, diez minutos después, Sara le guiñó un ojo y le hizo la pregunta del millón:
—¿En tu casa o en la mía?
“¿Pensará pedirme dinero?”, se preguntó Sibin, acostumbrado a cobrar antes que a pagar esa clase de favores.
Fue en casa de ella, no lejos de allí, en un piso humilde y pequeño de la calle Pizarro, junto a la Ronda Litoral. Un polvo rápido, visto y no visto, alivio para el uno y frustración para la otra.
Sara, espléndidamente desnuda, de cuclillas sobre la cama, encendió un cigarrillo.
—¿Quién te ha hablado de mí? —inquirió Sibin.
—Paty.
El polaco dio un respingo.
—¿Paty? ¿Qué te dijo?
—Que erais novios.
—Amigos más bien.
—Pobre Paty. La mataron.
—Sí. Una desgracia.
—En el parque de Collserola.
—¿Eh?
—Allí la mataron.
—Sí, lo leí en el periódico.
“Esto no me gusta”, se dijo Sibin. “¿Qué sabe? ¿Quién coño es esta mala puta? ¿Por qué me mira así?”
Y es que ella, mientras fumaba, no le quitaba la vista de encima. Mirada tan insistente acabó por incomodaesEntonces,r a Sibin.
—¿Por qué me miras así? ¿Quieres hipnotizarme?
—Miro tus ojos.
—¿Qué les pasa a mis ojos?
—Son como el agua.
—Azules, quieres decir.
—No, como el agua: incoloros, inodoros e insípidos.
Y soltó una risa. Él le rió el chiste, pero por dentro se prometió: “Te voy a matar por eso, negra.”
Luego ella se levantó, sin dejar de reír, anunció:
—Voy al lavabo. Tardaré un poco.
En cuanto salió del dormitorio, Sibin saltó de la cama. Había decidido en cuestión de un momento que ese día haría doblete. La mataría, y como ello le produciría la consabida erección, acto seguido violaría su cuerpo, viviendo una nueva experiencia en el plano sexual. Y con esa intención, desnudo como un gusano, se dirigió a la cómoda para buscar una media con que llevar a cabo su propósito homicida.
Encontró lo que buscaba en el segundo cajón del mueble. Tensó la prenda con sus manos para comprobar su resistencia. Sí, aguantaría. Ya se imaginaba la media enroscada en el cuello de Sara y él tirando de los extremos con toda su fuerza y ella con el rostro desencajado, la boca abierta, los ojos saliéndosele de las órbitas, y él luciendo una erección de caballo como por arte de birlibirloque.
Y entonces vio la caja.
“¿Es ahí donde guardas las joyas, guarra?”, se preguntó.
Era una caja de cartón, mantenida cerrada por unos elásticos, que Sibin hizo saltar a toda prisa. Al quitar la tapa, tuvo que mirar dos veces para convencerse de que lo que estaba viendo era efectivamente lo que estaba viendo. Sí, no había duda. Eran balas. Balas. Como las de su Astra. O parecidas. Pero... ¿qué significaba eso? ¿Para qué podía quererlas aquella zorra? Si eran balas, y lo eran, la pistola no debía andar lejos. Se puso a registrar los cajones a toda prisa. No, ni rastro del arma.
Entonces sintió que le estaban observando y se volvió.
Allí estaba la pistola, en la mano de la negra, con su silenciador y todo, mirándole con su ojo de cíclope.
En instante tan dramático, antes de que ella abriera fuego, pudo más la curiosidad que el miedo.
—¿Por qué?
Cuando la película está por acabar, unos se preguntan si hay vida después de ésta: otros, como Sibin, se preguntan por qué tienen que morir cuando les va tan bien.