2
Todo empezó aquel anochecer, pero él no lo sabía.
Daniel Baños sólo sabía que se llamaba Daniel, pero ni de eso podía estar absolutamente seguro, porque su propio nombre no le acababa de sonar. Para ahorrarse trabajo, los compañeros habían empezado a llamarle Dani, y últimamente, para ahorrarse más trabajo todavía, se limitaban a llamarle Dan. Tampoco podía estar seguro de ser un hombre casado, porque su mujer le había abandonado un mes atrás. Por último Daniel Baños (Dani, Dan) de profesión policía, tampoco estaba absolutamente seguro de ser policía. El jefe le había dicho:
—Ni acercarse por la Comisaría de verdad.
Y le había metido en aquella Comisaría de mentira. Estaba muy cerca del lado izquierdo de la Generalitat, o sea cerca de donde estuvo la vieja Audiencia de Barcelona, la de los grandes juicios del siglo XIX y la de las sonadas condenas a muerte en el garrote vil, ejecutadas milimétricamente en el Pati de Cordelers, en la Ronda de Sant Pau. Pero de todo eso quién coño se iba a acordar. Estaba también muy cerca del viejísimo Call, el barrio judío donde durante siglos no hubo judíos, y por donde hoy pasean los barceloneses cultos el domingo por la mañana, ya que se acaba de descubrir dónde estuvo la Gran Sinagoga. Quién coño se acordaba hace poco de la Gran Sinagoga, seguía pensando Daniel, Dani, Dan mientras encendía un cigarrillo de contrabando, o sea que tampoco estaba seguro de la marca.
—Estarás aquí como Dios —le había dicho el cabrón del Jefe.
Y era verdad que tenía un despachito silencioso con dos ventanas al barrio viejo, luz otoñal, muebles de despacho dignos de respeto (incluso alguno de anticuario, o mejor aún, de viuda de anticuario) y una secretaria tan silenciosa, fea y delgadita que Dan no pensaba acercarse nunca a ella ni en pleno arrebato, teniendo además la muy razonable duda de si aquella muchacha, proc por Irene...
t quitaba la vista de encimaedente del Colegio de Abogados, había producido alguna vez un arrebato en alguien.
Además el Jefe le había dicho:
—Mucho cuidado con tirártela.
—Pero, Jefe... ¿Usted cree que con los líos en que estoy metido voy a pensar en eso?
—Puede que lo piense ella.
—Si es así, lo evitaré aunque me cueste la vida —había dicho Dan.
—Es que eso es lo que le podría costar.
—¿Por qué?
—Es campeona de España de tiro.
Eso era lo malo (pensaba tristemente Dan mientras intentaba acabar con el cigarrillo y miraba la diminuta figura de la interfecta). Exacto, eso era lo peor. Porque el noventa y nueve por ciento de las mujeres te puede matar de mil maneras (y todos sabemos perfectamente cuáles) pero ésta no, ésta sólo te podía matar de un tiro.
De modo que Dan tenía un despacho falso, un nombre falso y hasta una ayudante falsa, por mucho que Maribel, la interfecta, dijese que venía del Colegio de Abogados. El despacho era, efectivamente, de un abogado que estaba en la cárcel por haber tramitado los papeles a varios miembros del “cartel de Medellín” encargados de ejecutar dos asesinatos en Barcelona. Los del cártel de Medellín estaban a punto de llegar, pero como no conocían en persona al ilustre letrado habían exigido que éste les enviase dos fotos por Internet. Las dos fotos habían sido fielmente enviadas, pero no con la cara del abogado, sino con la cara de Dan. También su ayudante legítima había sido sustituida por el careto de la campeona de España de tiro, dispuesta a esperar la llegada de los sicarios para pulirles las encías con el cañón de su Magnum. Eso sí, debía de ser una buena chica. Trató de dar confianza a Dan diciéndole:
—Tú tranquilo, igual que si fuéramos compañeros de toda la vida. Trátame como si me quisieras.
—Pero a mí me dan cierta prevención las mujeres que se han pasado la vida practicando el tiro al plato —se defendió Dan.
—No, no... Tranquilo... Yo no he practicado nunca el tiro al plato —le sonrió Maribel.
—¿Pues qué has practicado?
—El tiro al pene.
Y así estaban las cosas mientras el auténtico abogado malhechor yacía incomunicado en una celda de la Modelo, sin poder decir esta boca es mía, teniendo en cuenta que quien le servía la comida era un preso de confianza de dos metros, mariconazo cum laude, y al que llamaban en su tierra El Rompedor del Magreb. Este le había advertido:
—Tú chitón y no te haré nada. Pero si te hago algo, pues más chitón todavía.
De modo que en el discreto despacho, muy cerca de la Santa Generalitat, Daniel Baños esperaba la llegada de los asesinos.
Pero ya se ha dicho al principio de este capítulo que todo había comenzado inesperadamente y al anochecer.
Veamos cómo.
El teléfono sonó, y la voz perfectamente clara preguntó por el policía Daniel Baños. Era increíble. Dan llevaba más de un mes viviendo fuera de su casa y estaba en paradero desconocido; su mujer se había largado también, aparentemente para lo que sería una separación definitiva.
Nadie podía relacionarle con el teléfono que acababa de sonar ahora, ni conocía su presencia en el despacho ful. Los clientes del abogado preso sí que llamaban de vez en cuando, claro, pero las llamadas eran inmediatamente desviadas identificar el cadáverab se puso, a su ex secretaria, que se había avenido a colaborar. La ex secretaría siempre decía que el jefe estaba en Madrid, trabajando en el Supremo, pero que iba a volver de un momento a otro.
Los sicarios tenían que llamar mediante una contraseña, pero no lo habían hecho todavía. Si llamaban mediante personas interpuestas, para comprobar que todo iba bien, no albergarían motivos de sospecha. Pensarían que el abogado estaba en Madrid y que llegaría a tiempo.
Y ahora esto.
Un descuido imperdonable por parte de los servicios de Seguridad, lo que a veces ocurre. Un caso de rivalidad entre los Mossos y la Policía Gubernativa, lo que ocurre todavía más. O una filtración miserable, lo que ocurre muchísimo.
La secretaria advirtió que se equivocaban, claro, pero Dan reconoció la voz. Y eso hizo que resolviera contestar mientras unas gotitas de sudor helado perlaban su frente.
—Soy Matanzas —dijo la voz—. Seguro que te extrañará.
Dan tuvo que cerrar los ojos.
Los años...
Dios santo, hasta un poli que tenía porvenir se hace viejo, se llena de recuerdos y en su interior no cría leche blanca, sino leche negra. Matanzas pertenecía a su primera juventud y sus primeras detenciones, cuando Dan aún creía en tres cosas: la palabra de los hombres, las lágrimas de las mujeres y la fuerza de la ley. Matanzas pertenecía a aquella primera época, ya brumosa, igual que la chiquilla negra a la que detuvo porque acababa de cometer un asesinato. A la chica la había casi olvidado, pero a Matanzas no. El cabrón de Matanzas, el hijoputa Matanzas, el malparido Matanzas, que además estaba ahora al teléfono.
—¿Cómo has conseguido este número? —preguntó Dan, intentando controlarse.
—Digamos que gracias a un soplo.
—¿Qué soplo?
—Digamos que el de un policía de mucha altura a cambio de tenerme de confidente.
—Entonces me cago en su madre.
—Perdona, pero su madre murió.
—Espero veros a todos en el infierno: a la madre, al policía de altura y a ti, que eres un maricón de bajura. Como ves, sigo hablando bien, no uso ninguna palabra que no esté en el diccionario. Y ahora dime qué quieres.
—Veo que me sigues odiando, Daniel Baños.
—Te odio desde que pegaste aquella paliza de muerte a una pobre prostituta. Desde que pegaste aquella paliza de muerte a tu mujer. Y desde que pegaste aquella paliza de muerte a tu hijo pequeño.
—No te excites, Dani que no hay para tanto. Ninguno de ellos llegó a morir. Y a mí me clavaron sólo un año de cárcel, que no llegué a cumplir siquiera. Y para que te jodas, te diré algo que aún no sabes: me pusieron una asistenta social y, pobre de mí, me dieron un subsidio de paro.
—Celebro saberlo, porque me doy cuenta de que no estaba equivocado: todos estos años he estado tratando de pescarte en algo, hijo de siete padres. De patearte los huevos aunque me armaran un expediente. Pero has estado fuera de Barcelona.
—Me prohibieron acercarme a mi mujer, a mi hijo y a mi hija, y ya sabes que soy muy respetuoso con la ley. Soy un ciudadano ejemplar donde los haya. Por cierto, sé que visitaste mucho a mi mujer. Intentabas ver cómo estaba y consolarla.
—Era lo menos que podía hacer.
—¿Te la tiraste, Dani?
La voz era burlona. Dan casi pegó un brinco en su asiento. muy débil.
—vi cualquier
—Si te atrapo, Matanzas, te la corto.
—¿Pero te la tiraste o no?
—Pues claro que sí, imbécil. Y me aseguró que lo hacía mucho mejor que tú.
Sonó una risita al otro lado del teléfono.
—Estás intentando comerme la moral, Dani, estás intentando dejarme hecho una mierda. Mientes para joderme, pero no lo vas a conseguir. Aquí el único que jode soy yo. Y a ver si te informas mejor sobre mí y al menos, si te las das de buen poli, pones mi ficha al día.
—¿Qué pasa con tu ficha?
—Que no tengo solo un hijo, el de la paliza. Tengo también una hija de mi primera mujer.
—Sí, ya lo sé: Laura.
—Lo sabrás, pero lo habías olvidado.
—No he olvidado, en cambio, que tu segunda mujer, la maltratada, es tan buena que recogió a la nena y la quiere como si fuera suya. Ninguna de las dos merece oler ni de lejos tu peste de cabrón.
—Te felicito, Dani, veo que para tus insultos sigues empleando sólo palabras que están en el diccionario.
—Para eso sirven los diccionarios.
—Y quiero que te pongas al día también en otra cosa y dejes de ser un policía retrasado mental. A Laura, mi hija, la he tratado siempre bien, la he querido y la he tenido como una reina. De toda mi puñetera familia, ella es la única que vale la pena. Si alguien se atreve a tocarte un pelo de la ropa, lo mataré.
—No sabes lo mucho que me consuela saber que al menos quieres a alguien, Matanzas. Y no te preocupes por tu hija, que para eso está la policía. Si alguien le hace algún daño, a lo mejor el que tengo que matarle soy yo.
Hubo un instante de silencio durante el que sólo se oyó la respiración tensa de Dan. Luego éste musitó:
—Y ahora dime para qué me llamas y para qué ha servido ese maldito soplo.
Hubo otro breve momento de silencio. La voz gangosa de Matanzas sonó otra vez.
—Quiero hacer un trato contigo, Dani.
—No hay razón para un trato. Yo te odio con toda mi alma porque ni siquiera llegaste a ir a la cárcel después de lo que hiciste. Y tú me odias con toda tu alma porque fui el que te detuvo.
—Y me rompiste una pierna.
—Digamos que fue una detención accidentada, Matanzas.
—Y digamos que todavía no ando bien.
—Por eso hay demasiado odio entre los dos. Y con tanto odio, no hay trato.
Sonó un suspiro.
—Al menos escúchame —dijo la voz de Matanzas—. Es tu obligación.
Claro que era su obligación. Eso lo comprendía muy bien Dan, a pesar de todo su odio.
De modo que susurró:
—Te escucho.
Las primeras palabras de Matanzas fueron:
—Bueno, a pesar de todo yo a ti te respeto, Dani. Eres un poli que cumple su palabra.
—Menos cuento. Tú no me respetas, tú lo que quieres es verme muerto. De modo que escupe lo que sea y acabemos de una vez.
—Si no te respetara, no intentaría hacer un trato contigo. Pero a lo que iba: tú no sabes a qué me he dedicado durante todos estos años en que he vivido fuera de Barcelona.
—Mejor no saberlo.Scru
—He hecho de chuloputas.
La garganta de Dan produjo un chasquido. Y el chirrido de sus dientes fue perceptible con toda claridad al otro lado del hilo.
—No te cabrees, poli de sacristía, poli misionero y de ayuda a la infancia, que en esta vida no todo el mundo ha de dedicarse a enseñar el catecismo. Tú sabes que este santo país se harta de importar continuamente carne fresca, o sea llegan chicas jovencitas con la promesa de que van a trabajar en la tele dentro de un mes. Luego se las encierra en un club de carretera, o un sitio aún peor, y no les queda más remedio que chingar a tutiplén hasta que se vuelven viejas. Si una de ellas se escapa, se le da una buena paliza para que aprenda a pensar.
Dan sintió ganas de escupir sobre el micro.
—Ahórrame detalles, hijo de rata.
—Te los ahorro y voy al grano. Yo tengo a mi cargo la seguridad de un club con veinte chicas. Una de ellas se ha escapado y en consecuencia he tenido que ir a por ella. Capturarla no ha sido tan fácil como pensaba y me he ido de los nervios un poco. Total, le he dado una paliza que no se puede mover. Necesita un hospital urgente.
—Hijo de...
—Ya lo sé: hijo de rata leprosa. Ahórrate las palabras, Dani, y piensa que te estoy ofreciendo un trato. Un trato que conviene a la ley y además puede evitar la muerte de una chica. Oye bien.
—Oigo.
—Muchas veces a la policía no le queda más remedio que tratar con arrepentidos, y yo soy un arrepentido. No voy a seguir más. Te pido la inmunidad, o sea un testimonio tuyo completamente favorable, y en presencia del fiscal, a cambio de denunciar todas las actividades del Club, señalar a los importadores de la "mercancía" y llevar a la chica a un hospital, pero contigo. Piensa que mi arma está en que la chica no tenga asistencia alguna hasta que tú y yo hablemos. No escondo nada detrás de esta propuesta, ni puedo esconder nada. Sólo quiero alguna garantía para poder cambiar de vida.
Dan sintió asco. Las ganas de escupir sobre el auricular persistían.
Pero sabía que no tenía más remedio que ceder. Los "arrepentidos" hacen falta. Y encima la vida de una muchacha inocente estaba en peligro.
Masculló:
—Dime qué he de hacer.
—Lo primero, reservar esta información para ti, porque si preparas una encerrona mataré a la chica. Lo segundo, venir ahora mismo adonde yo te indique.
—Si es una encerrona te mataré, hijo de puta. Quizá recuerdes que llevo un 45 que no es reglamentario, pero con balas que tumban una pared. Y quizá recuerdes también que tengo buena puntería.
—Tú me quisiste hacer mucho daño, Dani —subrayó Matanzas con lo que parecía un suspiro de paciencia—. Por ti, me hubieran clavado diez años, y eso no se olvida. Pero ya te he dicho que quiero cambiar. Lo tomas o lo dejas.
—Lo tomo.
—Bueno, el sitio donde nos hemos de encontrar es éste: enfilas en tu coche la carretera de Sant Celoni a Santa Fe del Montseny. A cien metros del kilómetro siete hay un camino de tierra por el que deberás penetrar. Irás a poca velocidad. Me encontrarás con una linterna encendida justo en el sitio donde quiero que te detengas.
Dan reflexionó velozmente. Estaba acostumbrado a citas peligrosas y a ciegas, y por eso precisamente sus jefes lo habían elegido para aquella misión. Quién sabe dónde le citarían los sicarios colombianos cuando llegasen a Barcelona. Pero esta vez lesenta mil eurosas cualquiere parecía innecesario tanto rodeo, sobre todo habiendo una chica herida.
—Puedo tardar una hora —dijo.
—Sí.
—Quizá la chica necesitará asistencia antes.
—No te preocupes: una hora la aguanta. Pero además quiero entregarla en el hospital contigo, para que así no puedas negar el trato. Y te diré más, en plan de verdadero arrepentido: trae un médico para que pueda echarle en seguida un vistazo a la chica y ayudarla en el traslado, que deberá ser en tu coche. No me vas a decir que mi postura no es razonable. Además, el médico me servirá como testigo. Pero si en su lugar viene otro poli dispuesto a una encerrona, te vuelvo a jurar que mataré a la chica. Y luego no te preocupes: estaré en la calle con permiso a los pocos años.
Los dientes de Dan rechinaron.
Cada vez creía menos en la ley. Y después de las palabras de Matanzas, cada vez creía más en la justicia directa.
Pero no podía elegir. Y además era cierto que el trato de su enemigo parecía razonable. Su voz sonó con un tono metálico al decir:
—Voy.
Y colgó.
Maribel, la falsa secretaria, lo había estado oyendo todo por un micro auxiliar.
—¿Vas a ir? —musitó.
—Cuanto antes.
—Entonces dos preguntas, Dan.
—Dime la primera.
—¿Qué médico puedes llevar?
—Plaza. Es bueno, está siempre disponible y ha trabajado bastantes veces como forense para nosotros.
—Yo misma le aviso en seguida. Segunda pregunta.
—Dila.
—¿El tío que te ha llamado tiene pene?
—Su... supongo que sí.
—Deja que vaya yo y se lo extirpo sin que sufra.
Dani se puso en pie y dejó su arma sobre la mesa. No habían hablado expresamente de ello, pero quedaba sobreentendido que Matanzas no quería sorpresas. Hizo un gesto de desánimo mientras murmuraba:
—Olvídate de las extirpaciones, nena.
—Por el momento...
—Por el momento, nena.
Lástima que la chica no le inspirara nada.
Dan salió. Y recuperó su pistola.
La antaño carretera silenciosa y tranquila, casi una vía rural, que unía Sant Celoni con el valle de Santa Fe es hoy un lugar urbanizado y urbanizable, que ha privado de casi todo su encanto a los que la conocieron antes, pero sigue teniendo rincones, calma, silencio y hasta secretos. A uno de esos secretos parecía conducir el camino rural que tomó Dan con su automóvil, guiándose por las luces cortas.
Contenía la respiración.
El camino se hacía cada vez más estrecho y difícil. Parecía no ir a terminar nunca, y además no se veía un alma. Dan y el médico empezaban a desesperarse y a sentir la piel recorrida por unas gotas de sudor glacial.
Y de repente la linterna.
Luz-oscuridad-luz-oscuridad-luz...
Dan detuvo el coche con un sentimiento de alivio. Saltó a tierra. Incluso un principio de sonrisa había empezado a asomar a sus labios.
No veía nada, porque la linterna había vuelto a apagarse. Pero preguntó con voz clara:esenta mil eurosas cualquier
—¿Y la chica?
No hubo respuesta. O sí que la hubo.
Fue el fogonazo.
Fue la bala.
Fue el impacto.
Dani cayó como un fardo mientras sentía que la vida se le iba entre las piernas.
Saca tu arma, Dani, saca tu petardo, tu carácter, tu leche negra y tu mala baba contenida. No ves al traidor porque la oscuridad es casi completa y porque él ha apagado la linterna, no ves al hijoputa porque has apagado las luces cortas del coche, pero en cuanto sientas entre tus dedos la culata reaccionarás, te sentirás fuerte y le meterás una bala en la garganta, o mejor aún le extirparás delicadamente el pene como aconseja Maribel, o sea que le meterás una bala en las pelotas. Fíala, Dan, muévete y déjale bien jodido.
Pero una cosa era pensar y otra pasar a la acción inmediata en cuestión de segundos, porque sin duda su enemigo iba a rematarle. Dan sintió de pronto que le fallaban todas las fuerzas. Ya en el primer instante había sentido que se le iba la vida entre las piernas, pero ahora, inmediatamente después, se estaba dando cuenta de que acaba de recibir el balazo —de pequeño calibre, eso era evidente— en plena femoral, o sea que se estaba desangrando. Acababa de caer al suelo cuando ya tenía toda la pernera derecha del pantalón empapada de sangre.
Dan pensó en el absurdo de la muerte.
En su muerte miserable en un camino del que minutos antes lo ignoraba todo, en su muerte estúpida delante de un sucio traidor, en su muerte inútil porque ahora Matanzas podría darse el lujo de apalear a otra mujer delante de su misma tumba.
El médico que le acompañaba no podría defenderle.
Su enemigo iba a clavarle otra bala, esta vez entre las cejas, o quién sabe si destrozándole la cara, para que su cadáver no tuviese ni rostro.
Pero en aquel momento ocurrió algo que a Dan, incluso con el cerebro nublado, le pareció increíble.
Matanzas no le remató.
Por el contrario, su silueta confusa tiró hacia adelante del médico. Con un gemido pidió:
—Haga algo de una maldita vez, doctor, tiene que salvarle.
Dan creía en pocas cosas, pero a partir de aquel momento febril creyó en menos cosas todavía. Era como una alucinación.
Vio que Matanzas posaba el rayo de luz de la linterna sobre la herida y vio por tanto que la herida estaba justamente en la femoral, como había intuido al principio. Se iba desangrando. A la distancia que estaba de cualquier centro hospitalario, moriría.
Se dio cuenta confusamente de que el médico se inclinaba sobre él. Y (cosa increíble) Matanzas le ayudaba iluminando la escena.
¿Pero qué estaba ocurriendo?
El médico balbuceó:
—Menos mal que vengo preparado y le puedo obturar la arteria; pero eso no servirá. Ha perdido demasiada sangre y nunca llegará vivo a un sitio donde puedan atenderle.
—¿Está seguro?
—Seguro.
Y entonces ocurrió una nueva cosa increíble.
Matanzas murmuró:
—Si puede hacer una transfusión de urgencia, yo mismo le ofrezco mi sangre.
El médico no respondió porque estaba obturando la arteria, pero sus dedos temblaban, y no era solamente por la excitación, el miedo y la presencia de la mueresenta mil eurosas cualquierte. Era porque tampoco podía creer lo que estaba oyendo. Matanzas disparaba contra Dani, le alcanzaba en un punto vital y luego quería salvarlo a toda costa. La propia voz de Matanzas le pareció irreal, como llegada de muy lejos:
—Me he confundido.
—¿Pero confundido en qué?
—He visto más de dos figuras, o me ha parecido verlas con el reflejo de la linterna, y he pensado que era una trampa. No... no me puedo fiar de nada. Pero dígame si puede hacer la transfusión en seguida, doctor, dígame si al menos podrá llegar vivo a un centro de urgencia.
—Llevo... Llevo todo lo necesario. Pero dígame qué clase de sangre tiene.
Fue el propio Dan el que contestó, a pesar de que sentía muy lejos su propia cabeza:
—Es donante universal. Lo sé porque una vez lo herí al detenerlo. Estaba delante cuando hicieron su ficha.
—Y tú eres receptor universal —se oyó la débil voz de Matanzas—. Yo también lo recuerdo porque en aquel mismo hospital aprovechaste para donar sangre.
Había pasado tiempo, pero era como si ese tiempo volviese, se introdujera de nuevo en sus vidas. Todavía dominado por la sensación de incredulidad, el médico afirmó:
—Pues al menos en esto tenemos suerte. Fije la linterna en un sitio donde pueda iluminarnos, maldita sea. Descubra un brazo y prepárese, porque usted también se va a quedar muy débil.
—No me importa.
—Lo que voy a hacer es urgente y provisional —advirtió el médico—, pero saldrá bien. Dentro de poco podremos estar en un centro de asistencia.
Aquello tuvo todo el aspecto de una operación de guerra, pero el médico demostró la máxima eficacia y rapidez. Dan no se había equivocado al elegirlo. Pudo mantener obturada la arteria del policía, evitando que perdiera más sangre, y al mismo tiempo le introdujo en el cuerpo la necesaria para poder llegar vivo a un centro de atención. En cuanto a Matanzas, demostró mucha entereza. Si llegó a sentir debilidad o vértigo, los dominó. Cuando el médico dio fin a la transfusión, fue capaz de levantarse y hasta de dar un paso, apoyando la cabeza en el tronco de un árbol.
—Dese prisa, doc.
—No voy a perder un minuto. Llamaré por el móvil al hospital comarcal para que lo tengan todo dispuesto. Lo peor es que Dani ha perdido el sentido.
—Tampoco es tan grave. El coche está ahí mismo. Yo le ayudaré a arrastrarlo hasta el asiento.
—Pues levántele un poco por los brazos... si puede. Así, muy bien, sin zarandearlo. Si la vena vuelve a sangrar se nos va... Oiga, Matanzas.
—¿Qué?
—Yo no le conocía. Perdone si soy tan franco, pero le tenía por un hijo de puta.
—Es natural.
—Pues me equivocaba. Nos equivocábamos todos, incluso Dan. Está usted regenerado del todo y se ha portado maravillosamente bien.
—Le he dicho que el disparo fue un error.
—Pues lo ha reparado.
—Uno cambia con los años. Venga, no perdamos tiempo. Arranque antes de que sea demasiado tarde.
El médico gruñó mientras daba gas a fondo:
—Y yo que no confiaba en la gente...
Fue dos horas más tarde cuando Dan recuperó el sentido. Sus ojos vieron confusamente una luz débil, una ventana oscura, el rostro de una s periódicosas cualquiermujer —que le pareció más bello y joven que nunca— quien por su atuendo debía de ser una enfermera, y las facciones cercanas de dos hombres de los que sólo conocía a uno, Plaza, el médico que le había acompañado en aquella aventura increíble.
No sentía dolor, sino una extrema debilidad. Se dio cuenta de que llevaba un gota a gota y estaba vendado de medio cuerpo para abajo. Sin apenas voz preguntó:
—¿Pero qué?...
—Todo ha ido bien —dijo el médico a quien no conocía—. Se salvará, pero necesita un poco de tiempo. Por cierto, y si no llega a ser por aquel otro hombre, usted ya estaría muerto.
—¿Qué hombre?
—El que vino con ustedes, el que le dio su sangre.
—Matanzas...
—Exacto. Dijo que se llamaba así.
—Nunca pensé que se portara de ese modo conmigo —susurró Dan, mordiéndose los labios—. Lo conocí como un hijo de la gran chingada que maltrataba brutalmente a su mujer y su hijo... Yo no le perdoné nada... Le perseguí más allá de mi deber, porque mi conciencia me lo exigía. Lo herí de un balazo, lo metí en la cárcel, testifiqué contra él... Ahora lo siento, porque veo que ha cambiado, pero juro que no había conocido a otro mal bicho como él... Creo que es justo que ahora le pida disculpas. ¿Dónde está?
El médico desconocido se encogió de hombros, como si aquello no tuviera importancia.
—Ahora sólo ha de preocuparse de su recuperación, amigo mío. Está usted muy débil.
—Sí, ¿pero dónde está?
—Le hemos podido dar de alta.
—¿Y...?
—Se ha ido.
Otra vez la luz apenas insinuada, la ventana negra porque es noche cerrada, la cara de la enfermera que es tan bonita por joven y simpática. Y el pensamiento que roza el cerebro atormentado de Dani.
La mosca negra.
Lo que es, pero no puede ser.
Dani balbuceó:
—Infiernos...
Fue la propia enfermera, que estaba muy cerca, la que preguntó:
—¿Qué le pasa?
—O yo me estoy volviendo loco o hay algo que no cuadra —observó Dani.
—¿Qué?
—Ante todo, aquí tenía que haber una mujer herida.
—¿Qué mujer?
Otra vez el pensamiento loco, otra vez las horas y los hechos que no cuadran, otra vez la mosca negra.
Dan susurró con un hilo de voz:
—Nosotros fuimos a salvar a una mujer maltratada que estaba herida... Luego, con el balazo y la transfusión inmediata de sangre, me olvidé de ella. Pero tenía que haber venido con nosotros...
Y clavó sus ojos en el médico que le había salvado la vida, el que le había acompañado toda la aventura. Éste parecía tan desconcertado como él.
—¿Cómo es que no miramos? —inquirió el policía.
—Yo sí que miré, Dani —afirmó el médico—. Lo importante entonces era salvarte la vida porque dependía de unos minutos. Pero miré, aunque tú no te dabas cuenta de nada. No vi ni rastro de ella, y entonces pregunté a Matanzas. Matanzas me dijo que la chica había logrado huir, y que él no la había perseguido porque tenía que esperarnos.
Dan tuvo unScru estremecimiento.
Ya no sentía ningún dolor.
Pero daban vueltas los rostros, daba vueltas la habitación, daba vueltas el mundo.
Masculló:
—¿Y sí esa mujer no existiera?
—¿Qué dices?
—Quiero decir que tal vez ha sido una trampa de Matanzas. Que esa mujer maltratada puede no haber existido nunca.
Hubo un brusco silencio. Un silencio que se podía cortar con un cuchillo.
—¿Una trampa? —se sorprendió el médico—. ¿Una trampa para qué?
—Para matarme, evidentemente.
—No, Dani, no creo que fuera para eso. Cierto que Matanzas disparó, y además a un punto vital, pero pudo haberte rematado perfectamente y no lo hizo. Y además dio su sangre para que te salvaras. Eso no encaja con la idea de un asesinato.
Dan tenía la mirada confusa y perdida. Daba la sensación de que él tampoco lo entendía. Fue el médico que le había acompañado en la aventura el que siguió diciendo:
—Mira, Dani, tú siempre has intentado defender a las mujeres, y eso te hizo odiar particularmente a Matanzas, al que perseguiste hasta el fin. Y es seguro que él te odiaba también con toda su alma. Pero aun así las cosas no cuadran, no cuadran...
Fue entonces, en el momento en que todas las dudas del mundo parecían flotar en el aire, cuando entró una nueva enfermera. El médico internista la conocía de vista: era una de las enfermeras de la Recepción.
Llevaba un sobre en la mano.
—Ese hombre que ingresó con ustedes y luego se marchó me ha dado esto —dijo—. Me pidió que se lo entregara a ustedes personalmente y me advirtió que era de mucha urgencia. Se trata sólo de este sobre cerrado.
Uno de los dos médicos lo tomó y en seguida se lo pasó a Dan, porque no tenía la menor duda de que era para él. Los dedos inseguros de Dan rasgaron el sobre. Dentro no había más que un certificado médico oficial. Leyó:
Blas Segura Martínez, doctor en Medicina y Cirugía, colegiado en Barcelona, CERTIFICO: Que el paciente Juan Matanzas Madero padece SIDA en estado avanzado y extremadamente contagioso. Sometido a tratamiento intensivo por este especialista que firma, evoluciona favorablemente, pero no se descarta que ates de un año entre en fase terminal.
Dado en Barcelona a...
Dan no pudo leer ni la fecha.
Un sudor frío, una lividez mortal invadieron su cuerpo.
Ahora lo entendía too.
La trampa. La mentira. Y la venganza, la terrible venganza de una serpiente venenosa.
Él ya llevaba el veneno dentro.
Una transfusión casi masiva.
Nada le podía salvar de la más lenta y triste de las muertes.
El papel resbaló de entre sus dedos. El médico que le había atendido lo recogió y lo leyó atentamente, pasándolo en seguida al otro.
Los dos habían palidecido como muertos. Respiraban tan dificultosamente que no podían hablar. Al fin fue el amigo de Dan el que suspiró:
—No tienes que preocuparte, porque esto no es una sentencia de muerte, ni mucho menos. Desarrollarás la enfermedad, desde luego, pero hoy día tenemos tratamientos muy eficaces que te permitir identificar el cadáverab se puso ,án una vida larga y digna. Ese hijo de puta no se saldrá con la suya.
Dan cerró un momento los ojos.
Toda su existencia pareció desfilar ante él. Su afán por servir a la ley. Su piedad para los que no tenían nada. Sus fracasos, también sus fracasos. Y el futuro que ya no existía. Y su mujer. Su mujer a la que podía contagiar. Y su imposibilidad de tener un hijo.
Pero cuando abrió los ojos de nuevo, su mirada era perfectamente serena y limpia.
—No quiero análisis que puedan herir a mi familia y mis amigos. No quiero nada, no quiero saber nada ni que lo sepan las personas a las que amo. Todos los que estáis aquí venís obligados a guardar silencio por el secreto profesional. Pero, además, yo os lo suplico como amigo. Ni una palabra. Romped esta carta.
Hubo un silencio angustioso, pesado, macizo, como si el aire de la habitación se hubiera hecho de mercurio. Todos los que estaban allí se miraron. Dan había cerrado los ojos.
Fue uno de los médicos el que susurró:
—Amigo mío, puedes no desarrollar la enfermedad hasta dentro de mucho tiempo. No te desanimes y lucha. Es tu deber.
—Mi deber es evitar que Matanzas y los tipos como él sigan engañando, maltratando y haciendo que la Humanidad sea más sucia. Mi deber es seguir con la misión que había emprendido. Y ahora con más razón, puesto que no me importa mi vida.
—Dan, no queremos que te conviertas en un suicida...
—Sólo he dicho que no me importa mi vida.
E intentó ponerse en pie, pero no pudo conseguirlo. Con los ojos entrecerrados, barbotó:
—Saldré de aquí... Saldré de aquí como sea... Y entonces me conocerán, aunque... aunque...
Terminó con un hilo de voz:
...Aunque no pueda ayudarme nadie.
En aquel momento nadie sabía que Dan acertaba en una cosa: saldría de allí como fuera para cumplir con su misión. Saldría aunque apenas tuviera fuerzas.
Pero se equivocaba en la otra cosa: en lo de que nadie podría ayudarle. Alguien le iba a ayudar desde la sombra.
Aunque él no lo sabía.