10
Fue una de esas coincidencias que hacen pensar más en causalidades que en casualidades.
Ya hacía días que Dan Baños se sentía llamado por la voz de aquella niña negra a la que un día detuvo con las manos tintas en sangre. Por fin, había ido al gran archivo donde los papeles se amarillean y pudren lentamente, donde se amontonan y abarquillan los expedientes de antes del invento del ordenador, y consiguió localizar el expediente que correspondía a la chiquilla, ¿cómo se llamaba?
Ahí estaba el nombre, en la primera página. Leonor Esgueva Loza, de doce años de edad, hija de Alicia y Mariano, natural de Barcelona...
Envuelto en una nube de polvo, subió a la superficie de nuevo y desplegó sobre su mesa el caso de veinte años atrás. Leyó la declaración hecha por la niña con monosílabos, “¿Cogiste tú el cuchillo de la mesa?”, “Sí”, “Seguro que fuiste tú?”, “Sí”, “¿Seguro que nadie te puso el cuchillo en la mano?”, “No, señor”, y el informe del forense, y las declaraciones de los policías que se personaron en el lugar de los hechos, y el testimonio de doña Alicia y de una vecina llamada doña Zoila Rodríguez, y de muchos otros vecinos, amigos y conocidos que aseguraban que la víctima, don Mauricio Faltriquera, era un borracho, un explotador y un mal hombre, y sus ojos se habían paseado ya un par de veces por encima del nombre del juez que había tratado a la niña con bondad y compasión, cuando alguien mencionó ese nombre en el despacho.
Levantó la vista para atender la noticia que traían.
La noche anterior habían asesinado al magistrado Sergio Espinosa. De un tiro en la frente. Bala del calibre nueve corto. La asesina entró por la ventana del patio interior, después de trepar por una cañería, y salió por la puerta principal.
—¿La asesina? —preguntó Baños sin aliento.
Maribel y un compañero gordo que siempre llevaba la bragueta abierta iban muy de prisa hacia la sala de interrogatorios, donde tenían un testigo. Baños se unió a ellos preguntando con avidez.
principal en la imposible—¿Hay testigos?
—Una mujer —dijo el compañero de la bragueta.
—Ciega —añadió Maribel.
No le permitieron entrar en la sala para no agobiar a la pobre mujer, pero observó la conversación a través de la ventana que por el otro lado era espejo. Maribel, el compañero Bragueta y un tercero muy educado y muy puesto hablaban con una mujer mayor de cabellos blancos y porte muy distinguido que se expresaba con torpeza.
—¿Cómo sabe que era asesina y no asesino?
—Por el olor. No veo, pero mi sentido del olfato siempre ha sido muy agudo. Olí un perfume de mujer, un perfume muy caro, que conozco. Eau de soir, de Sisley. El perfume más caro del mercado. Eso no se lo pone un hombre, ni se lo pone cualquier mujer.
—¿Con qué hipótesis trabajáis? —le preguntó Baños a Maribel.
—Los jueces tienen muchos enemigos. Se ganan la vida haciéndose enemigos. Y la gente entra en la cárcel y sale de la cárcel, pierde la libertad y recupera la libertad.
Dan Baños se quedó pensativo en un rincón del pasillo. Maribel lo dejó atrás y, unos pasos más allá, se volvió para observarlo. Se percató entonces de que hacía tiempo que no veía a Baños tan dinámico, tan nervioso. Le temblaban las manos, no conseguía expresarse con claridad y daba la sensación de que estaba pensando en muchas cosas a la vez y que le quedaba algo pendiente por hacer. Como poseído por una inspiración mística. Como en sus buenos tiempos, cuando había mordido un buen caso. Maribel frunció el ceño.
El inspector estuvo toda la mañana trabajando en aquel expediente antiguo, tomando notas, leyendo y releyendo algunos párrafos y cotejando datos con guías telefónicas. También hizo alguna llamada de la que, a juzgar por sus gestos, obtuvo datos trascendentales.
De vez en cuando, se rascaba una costra oscura que le había aparecido en el dorso de la mano. Maribel, observándolo de lejos, opinó que debía de ser un golpe, un arañazo accidental. Dan Baños, observándolo de cerca, se decía que le quedaba poco tiempo, cada vez menos tiempo. Como a todo el mundo, pero él tenía la ventaja de saberlo.
Antes de mediodía, se presentó en el despacho de Maribel y plantó ante ella una solicitud de orden judicial para una intervención telefónica.
—¿Quién es esta Zoila Rodríguez?
—Una negra —le dijo Baños—. Estoy buscando a una negra, ¿recuerdas?
—¿Y crees que es ésta?
—No, pero creo que nos conducirá a la que buscamos.
Maribel firmó. Qué más daba. La cuestión era tener entretenido al pobre Baños, tan envejecido, tan encorvado, tan pesimista. Parecía que el balazo que había recibido en el muslo se hubiera convertido en tumor pestilente que le estuviera chupando la vida.
Dan Baños no le habló de Leonor Esgueva Loza. Al contrario, después de verificar unos datos y de anotárselos en su cuaderno, llevado por algún extraño pudor escondió el expediente de veinte años atrás en el cajón de su escritorio y salió corriendo de Jefatura.
Se preguntaba “¿Por qué lo ha matado a él? ¿Por qué al juez Espinosa, precisamente al juez Espinosa?”. Comprendía que hubiera matado a los tres anteriores, casi la había aplaudido por ello, se había formado de ella la imagen de una generosa vengadora dedicada a eliminar de este mundo a inmundos indeseables. ¿Pero el juez Espinosa? ¿El mismo que la había escuchado de pequeña y había decidido que más valía no castigarla, en e quien Dios tuvo piedad
vi cualquierconsideración a su edad y a las circunstancias del caso? El juez Sergio Espinosa se había portado bien con ella, le había dado una nueva oportunidad. ¿Por qué tenía que matarlo?
Camino del Barrio del Margen, Dan Baños hablaba para sus adentros como si hablara con una hija reencontrada después de muchos años de silencio y alejamiento. Quería sentirse orgulloso de ella, aunque no pudiera aprobar sus actos. Pero aquella novedad rompía la lógica de lo que había conseguido reconstruir hasta entonces.
Lo llevó un agente en un coche K hasta aquellos callejones laberínticos de pavimento irregular, sin asfaltar, donde parecía que el tiempo se había detenido en los años cincuenta. Casitas unifamiliares de dos pisos, la mayoría de ellas con grietas en las paredes y cubos de plástico en el alféizar de las ventanas, cumpliendo la función de macetas. Decorado de tercer mundo, con niños que deberían estar en la escuela a estas horas, con viejos sentados a la puerta de la casa esperando la llegada de la muerte o de la policía, que no se sabe qué es peor.
Veinte años atrás, Dan Baños había visitado aquellas calles con frecuencia, cuando investigaba el crimen de don Mauricio Faltriquera, trabajando con la hipótesis de que tal vez no fuera la niña negra la autora del asesinato, que alguien la estuviera utilizando como cabeza de turco, confiando que la justicia no se ensañaría con una criatura de doce años. Entonces, se enteró de la historia del barrio del Margen.
Cuando la guerra, el actual Barrio del Margen no era más que un amplio terreno, entre el río Besós y la montaña, dedicado a huertos no demasiado fructíferos, propiedad de un tal Sebastián Faltriquera que no les prestaba ninguna atención. Al producirse la gran inmigración de los años cincuenta, muchas familias se instalaron en ellos, más o menos legalmente, y allí instalaron unas pobres chabolas construidas de madera y adobe. Sebastián Faltriquera se lo permitió a cambio de una módica cantidad por el alquiler del terreno que ocupaban. Poco a poco, las familias allí instaladas fueron perfeccionando sus viviendas, normalmente levantando con sus propias manos paredes de ladrillo y cemento, afianzándolas con vigas de madera o cemento armado, techando los edificios con tejas, o construyéndose terrazas impermeabilizadas. El Barrio fue tomando forma, así, como es ahora, un poco caótica, un tanto pintoresca, combinando casitas de dos pisos de estilo que quería aproximarse al modernista adosadas a casas blancas que parecían directamente importadas de Almería o a barracas que podrían ser valencianas, una más ancha o más alta que otra, formando calles que zigzagueaban. Incluso llegaron a construirse un rudimentario alcantarillado que, más tarde, cuando la ciudad llegó hasta allí, el ayuntamiento perfeccionó.
Entonces, a comienzos de los setenta, el joven Mauricio Faltriquera, hijo de Sebastián, aprovechando que todas aquellas construcciones carecían de permisos de obras, exigió a sus habitantes alquileres de más de cinco veces lo que hasta entonces habían pagado a su padre. Y, a quien no podía pagar, que eran los más, los echaba a la calle. Contó para ello con la complicidad del alcalde Porcioles Colomer, que se mantenía en el cargo desde 1957 y de su cuñado, un tal Quadras. Así, gracias a los tratos que mantuvo con los gerifaltes del urbanismo franquista, que le concedieron licencias de obras sin preguntar, el joven tiburón se hizo dueño de un barrio, este Barrio del Margen que todavía es pintoresco en la Barcelona de las Maravillas, un barrio que administraba arbitrariamente, según sus caprichos, y donde campaba como un cacique, disponiendo a placer de las vidas de sus habitantes. Hasta que, en la Nochebuena de 1983, una niña de doce años le asestó cinco puñaladas, a saber: una en el cuello, otra en el pecho, la tercera en el vientre, le quien Dios tuvo piedad
vi cualquiera cuarta en el costado y la última en el ojo.
El lugar de los hechos había sido aquella taberna, que se llamaba Varadero, ante la cual volvía a encontrarse Dan Baños, veinte años después. Con el tiempo, había mejorado. Aquella parte del barrio ya estaba asfaltada y el rótulo del establecimiento era luminoso y, además del nombre, anunciaba mojitos y daiquiris. Extraño lujo en un ambiente que ahora era de prósperos trabajadores de clase media baja.
Tras la barra, cara aunque de gusto dudoso, Dan Baños encontró a un negro fornido y calvo, de ademanes obsequiosos y acento de caribeño recién llegado.
—¿Está doña Zoila? —preguntó el policía.
El hombre negro, calvo y amable señaló un rincón oscuro de la taberna. Allí había una mujer muy gorda, muy negra, de cabello blanquísimo. Estaba muy quieta, muy vieja, muy inmóvil, muy tranquila. Era doña Zoila y Dan Baños la recordó en comisaría, aguantando impávida el interrogatorio.
—Su madre y yo tratamos de impedir que la niña atacara a aquel hombre —había declarado—, pero la mesa se interponía y no pudimos llegar a tiempo.
La reconstrucción de los hechos señaló ciertas inexactitudes e incoherencias que el juez decidió pasar por alto.
—¿Doña Zoila? —dijo el policía. Ella le miró de reojo y frunció los labios en una sombra de sonrisa—. Venía para hablar de Leonor. Leonor Esgueva. —La anciana cerró pausadamente los ojos para dar a entender que recordaba—. ¿Qué ha sido de ella?
—Dios sabe —murmuró aquella voz suave, profunda, de blues—. Se fue.
—¿Usted sabe de ella? ¿La ha venido a ver? —La negra negó con la cabeza. Miraba al infinito, como una esfinge, con expresión de quien posee poderes terribles que los simples mortales no pueden ni imaginar—. Prosperó, ¿verdad? Prosperó y tiene mucho dinero. Se paga perfumes caros... Y ahora vive en algún lugar de Barcelona. —La negra suspiró y cerró los ojos, cansada de vivir—. Quisiera ponerme en contacto con ella. ¿Sabe si hay alguna forma? —La inmovilidad más absoluta. Aquello ya no era ignorancia, era resistencia. No pensaba colaborar. Era un silencio equivalente a una orden, “váyase de mi casa”, significaba—. Leonor puede estar metida en un problema. Quiero ayudarla.
Le respondió un reojo como un escupitajo, algo así como: “¿Usted? ¿Ayudar a Leonor? Dios me libre. Váyase a la mierda.” Pero sin palabras.
Dan Baños asintió y se conformó con un pausado movimiento de cabeza. Se despidió con un leve gesto de la mano, un gesto de cabeza dirigido al hombre del mostrador, y salió de nuevo a la calle, donde le recogió el agente uniformado, con el coche K.
Por radio le confirmaron que el teléfono de la vieja Zoila estaba intervenido y que procedían a estudiar las últimas llamadas efectuadas desde aquel número, para comprobar las más frecuentes.
Si aquella anciana estaba en contacto con Leonor Esgueva Loza, pronto lo sabrían. Y la negra criminal y el viejo y enfermo inspector Dan Baños volverían a encontrarse.