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Ya alcanzaba la vereda cuando volvió la cabeza, alertado por la arrancada súbita del furgón. Japonés o coreano, uno a estas alturas sabe poco de esas cosas, el furgón detenido por el semáforo en primera fila, tenía que haber respetado las rayas blancas por las que cruzaban los peatones, pero rompió las reglas del juego. Podría jurar que el conductor erró un cambio. Quizá dudó porque estaban a muy poca distancia el uno del otro; lo cierto es que el motor subió una octava insostenible y con un crujir de engranajes dio un salto hacia delante.
Apenas pasadas las cinco de la tarde. Era lunes. Sentía en mi cara como se abrían los ojos de la boliviana tejedora de pulseras. A mis espaldas alguien soltó un grito.
El “Perro” Delbueno dudó un instante hasta que se decidió por la huida hacia adelante, hacia la vereda salvadora. Pero ya fue tarde. Alcancé a verlo de perfil, y puedo jurar que no había sorpresa en su rostro. Eso lo recuerdo perfectamente.
Lo recuerdo tan claro como que reparé en que la otra estatua viviente, “El Diablo”, no estaba en su lugar del día anterior. Y que era un furgón blanco sin inscripciones en los laterales.
Primero fue una sombr llegar vivo a un centro de seEl Diario Comarcal publica de movimiento, difusa para mis ojos que espiaban por los párpados entrecerrados. Luego se me reveló con la nitidez de una máquina con vida en medio de un páramo. Entonces fue cuando se me descolgó la mandíbula con un crujido, abrí los ojos como platos y se unieron de un golpe las piezas que faltaban en el puzzle.
En ese segundo, con un ahogo de pánico que gritaba que yo no tenía que estar en ese lugar y en ese momento, supe lo que iba a suceder en el instante siguiente.
Cuesta que la gente crea en todo lo que puede ver uno de nosotros, inmovilizado en medio de un gesto, los ojos cerrados o la mirada perdida. Supongo que es un secreto de este oficio, que cambia unas monedas por la forzada quietud de las estatuas.
Confieso que, cuando me atreví a hacerlo porque el hambre era mayor que la vergüenza, pensaba como cualquiera, que la inmovilidad del Minero, el Cowboy, Drácula, la Princesa China o la Estatua Blanca, revelaba un adormecimiento de los sentidos, el simple control de los músculos y un vacío enorme en la cabeza. Pero estaba equivocado. Desde el primer día en que fui Carlitos Chaplin el mundo se me descubrió de otra manera.
¿Por qué Carlitos? Es fácil. Un poco de ropa grande que nadie quiere, otro poco de dinero para las pinturas, un bombín, el bastón y los zapatones que compré en una tienda de disfraces, y ya estaba listo. No necesitaba ni recursos ni imaginación. Cuatro trazos, y a la bolsa.
Es cierto que me costaba mantener la mirada fija en ninguna parte, que me lloraban los ojos y parpadeaba si un espectador hacía un gesto brusco. Supongo que es el síndrome del indigente, saber que su estado habilita a los otros al cachetazo sin devolución. Por eso introduje el único detalle original. Me pinté pestañas y pupilas en los párpados y podía mantener los ojos cerrados. Espiaba por una leve, invisible rendija.
Entonces podía ver y observar sin que ellos lo supieran. Ver, la moneda que caía en la caja y que me obligaba a saludar al donante con el bombín. Observar, las historias que uno llevaba a la rastra de su cara, como un perro abandonado pegado a los talones. Y hay que ver las cosas que se descubren cuando uno se aquieta en el olvido del cuerpo, y el que somos —el yo que nadie ve, el que escondemos bajo siete llaves— bebe de ese interminable río de almas y voces.
Ya, mucho rollo para explicar algo tan sencillo como que los sentidos se afinan en la quietud, y uno puede ver cosas como la rabia de un furgón blanco, oír los nervios del conductor en el rechinar de un cambio y advertir una ausencia reveladora. Hay que reconocer que es un tópico, pero muy cierto, que los argentinos siempre le buscamos la quinta pata al gato.
En rigor, tendría que decir que esta historia comenzó para Andrés Noimportacuanto, alias Carlitos Chaplin, una tarde de un día que había comenzado con lluvia. Una tarde desapacible, que no podía con el vigor entusiasta de los turistas que recorrían la Rambla, desde Plaza Cataluña hasta el monumento a Colón o viceversa, decididos a impedir que un tiempo de mierda les arruinara las vacaciones.
De tanto en tanto una racha de viento frío soplaba desde el mar, y mi mayor preocupación era un posible resfrío. Una estatua viviente que se constipa está jodida. No puede estornudar.
Bien, tonterías aparte, las dos mujeres estaban sentadas a la única mesa ocupada de la terraza que tenía delante de mis ojos entrecerrados. Parecía que no les importaba ni el viento ni la amenaza de lluvia.
Una era negra, y leía algo en un periódico abierto sobre la mesa. La otra era blanca y bastante mayor que su compañera. Lloraba, y no paraba de hablar. Con un dedo subrayaba sus palabras gol atracadoras cualquierpeando sobre la página, como si no pudiera decir lo que tenía que decir sin apoyarse en ese pie de página.
No había advertido su presencia hasta que tomé mi posición habitual. Por lo general, las estatuas vivientes no miramos a nadie cuando nos transformamos. Si uno no mira, los otros no nos ven. Así que cuando se fueron, a los pocos minutos, la mujer negra ciñendo a la otra en un abrazo de consuelo, supuse que llevaban allí un buen rato. Eso sucedió cuando la mujer blanca se echó atrás en su silla y se tapó la cara con las manos, los hombros sacudidos por el llanto desesperado de quien no puede más.
Tendría que decir que fue un presentimiento, si creyera en esas cosas. Lo cierto es que rompí la rutina. Vigilado por la mirada aburrida del camarero apostado a la puerta del Café de la Ópera, que ya sabía que no le habían dejado propina, agarré el diario que se habían olvidado sobre la mesa. Doblado por la página que leían, lo metí en el bolsito donde guardo la ropa que uso para disfrazarme de gente.
Al poco rato se largó a llover con una persistencia que anunciaba un nuevo Diluvio. De apuro me refugié bajo el toldo de un puesto de revistas, para sacarme de la cara el barro blanco, el gesto y el bigote prestado. Era hora de volver a la pensión, hacer el innecesario recuento de fondos y aguantar hasta que escampara.
Estaba cenando lo que podía permitirme, pan con mortadela, cuando recordé a las mujeres y el periódico enterrado bajo un lío de ropa húmeda.
No recuerdo qué historia había imaginado para explicármelas. Una negra, la otra blanca; una que leía y consolaba, la otra que lloraba. Se me olvidó junto con las primeras líneas de esa nota de pie de página, sin foto.
Un juez federal de una provincia perdida de mi país reclamaba la comparecencia del ex oficial de policía Oscar E. Delbueno, también conocido por “Comandante Chicharra”, “El Perro” y otros alias. No podía ser juzgado porque varias leyes absolutorias lo impedían, pero el juez buenamente suponía que el citado podía aportar información sobre una decena de desaparecidos.
Como en una nube leí lo que ya sabía, que el Comandante Chicharra, el Perro, había sido torturador en varios centros de detención clandestinos. Y que las leyes votadas por, lo habían liberado de, y que los hijos de aquellos insistían en; pero lo único que me quedó claro, porque esas letras parecían más exactas y brillantes que las otras, era que el Perro se había nacionalizado español y vivía en Barcelona.
Un poco ayudó la lluvia, pero no puedo culparla del todo. Durante varios días de agua sin parar, resistiendo el impulso de comprar alguna botella de algo que me quemara las tripas, porque ya había pasado por ese infierno y no quería volver, permití, era inútil resistirse, que el pasado se me viniera encima como una carretada de piedras. Salía de mi pieza, que no vale la pena describir, solamente por las mañanas. Renovaba la provisión de pan y mortadela, y tomaba un café en el barcito de abajo. Hace tiempo que me conocen. Cuando uno no habla mucho y presta un oído a los triviales dramas de los otros, hasta es apreciado. Quizá por eso conseguí que me guardaran los diarios viejos, y así coleccioné todos los recortes.
La información sobre el Perro nunca ascendió a la categoría de cabeza de página. Se mantuvo el mismo tiempo que la lluvia, amagando con convertirse en importante, hasta que desapareció de un día para el otro. Diría que tuvo una evolución muy típica de los periódicos, a la hora de cuidarse el culo. Algo se había movido en el fondo de la selva.
Para lo que importaba, no había medio legal que obligara al Perro a testimoniar, y mucho menos a rendir antes de que sea demasiado tarde.nocru cuentas.
Durante esos días, en que pasé casi todo el tiempo metido en la cama, la imagen de las dos mujeres me visitó un millar de veces. A ninguna la recordaba con nitidez. Pero había algo que me hacía familiar a la que lloraba. Un espejismo del pasado, que me revolvía las sábanas de la cama como si cobijaran una pelea de perros.
El pasado. ¿Puede alguien extirparse la memoria? Yo había conocido al Perro. Había sido lo que decían las notas del diario, y también más. Era un experto en el uso de la “chicharra”. En la picana eléctrica, lo que está al otro extremo de la punta que te muerde los huevos, hace un ruido semejante al canto de las cigarras a la hora de la siesta. En mis pagos ese insecto se llama chicharra, y el humor llega a todas partes. Inclusive al recuerdo del olor a quemado de la carne propia. La habilidad del Perro le había ganado el mote de “Comandante Chicharra”.
Una mañana la lluvia decidió que ya era bastante, y volví a la Rambla, a que Carlitos mostrara el bigote de corcho quemado ante la terraza del Café de la Ópera. Fue algo así como un buen día para el negocio. Los turistas se apretujaban para recuperar el tiempo perdido, y hasta una estatua viviente desangelada como yo tuvo sus horas de fotos y dinero cayendo en la cajita de las limosnas.
Cuando llegó la noche y arrastré el cansancio hacia la pensión, supe que tenía que hacer algo. Había gastado el día espiando las mesas, esperando ver aparecer otra vez a aquellas dos mujeres, y una idea me rondaba la cabeza como una mosca molesta.
Pocos pasos antes de alcanzar la entrada se me puso a la par el “Cowboy de Plata”. Era de los que llegaban y se iban de la Rambla con la ropa puesta. Nunca supe para qué se cubría con un viejo chubasquero militar y la gorra de béisbol, si los desprevenidos que lo cruzaban en la calle daban un respingo al verle la cara metalizada.
—Bonito día tenimos hoy. ¡Diga que sí, Carlito! —bramó con su marcado acento quizá ruso, y me tendió la petaca con un comentario del que no entendí más que algo así como “american vodka”.
Le agradecí con una negación que no escuchó, porque se estaba reponiendo de la sequía con un trago más largo que esperanza de pobre.
Y la idea que rondaba como un bicho molesto se terminó de definir cuando tropezamos con su pareja. Ella, él, sería más fácil si fuera en inglés, se peleaba a los gritos con el teléfono instalado junto a la portería.
—¡A mí tú no me haces esto! ¡Que no! ¡Qué antes voy y te hago comer los cojones, tía puta! —gritaba el travesti, un brasileño alto y afilado como una daga; y con la misma mirada, si las dagas miran.
Los dejé en sus cosas. El brasileño que negociaba el valor de su número de baile, y el ruso que trataba de que amainara el escándalo haciéndole mimos. La portera a esa hora siempre estaba enchufada al televisor, como si tuviera que recargarse las pilas, pero tenía el dedo más rápido del oeste para telefonear a la policía.
Esperé un rato, recontando lo que había ganado, y luego descendí silenciosamente para robarme la guía telefónica.
Me llevó un par de horas, y dos de pan con mortadela, anotar direcciones de agencias de seguridad y hoteles internacionales. Cuando comparé las dos listas encontré lo que buscaba.
La última nota que habían publicado —plagada de cuidadosos potenciales— decía que el presunto torturador argentino regentaba, también presuntamente, una agencia de seguridad cercana a un hotel internacional. Ahí estaba, claro como el agua, lo que se había movido en el fondo de la selva. atracadoras cualquier
Después de la guerra de Las Malvinas, los más realistas comenzaron la retirada. Igual que los nazis cuando vieron que la noche se les venía encima. Había mucho dinero negro. Botín de guerra, extorsiones ajenas a la política, muebles robados, televisores, aspiradoras, que se vendían en comercios de segunda mano, “mordidas” fabulosas en la administración del estado. Mucho dinero, y difícil de explicar.
Los nazis eligieron Sudamérica para garantizarse el retiro. Invirtieron en empresas alemanas o subsidiarias. Los argentinos eligieron el otro lado del charco. España fue uno de los países donde crecieron vertiginosamente las empresas de seguridad y transporte de caudales. Siempre con socios locales como cobertura.
Curioso... los nazis invirtieron en la industria. Quizás por coherencia con el estilo racional, de cadena de montaje, que tuvieron como genocidas. Los míos siguieron con la represión. Al fin de cuentas, como iba a decir el Perro, es la única actividad que no quiebra.
En el cruce de las dos listas aparecía una empresa de detectivismo y seguimientos, a pocos metros de un hotel de cuatro estrellas.
Tuve que aguardar un momento de calma, para devolver a su sitio el libro. La portera había advertido el robo y, mientras yo anotaba direcciones, patrulló dos veces todos los pasillos y rellanos reclamando:
—¡A ve', pringaos hijos de una puta madre! ¡Que devuelvan la guía del teléfono, maricones, o llamo a la policía!
A la otra mañana, cerca del mediodía, tendí la manta sobre la que se paraba Chaplin en la Plaza del Ángel. Y me aquieté en mi puesto de observación. Alguien dijo que no todo es vigilia, la de los ojos abiertos. Tampoco es ensueño, el de los ojos cerrados.
Hay mucho tráfico de vehículos y gente en Vía Laietana, ante la pequeña Plaza del Ángel. Varias calles menores que desembocan en ese complicado cruce, una terraza de café que ocupa la mitad del playón y, pocos metros por detrás, las escaleras que descienden a la estación “Jaume I” del metro. La posibilidad de que pudiera reconocer a alguien que no veía desde hacía muchos años era minúscula.
En todo caso, ya estaba allí. Decidido a esperar.
En el extremo izquierdo de lo que abarcaba mirando entre párpados, haciendo esquina del otro lado de Laietana, estaba el hotel Moncada. Pegado a él, en un edificio estrecho y gris de muchas plantas, la empresa de seguridad que había encontrado en la guía de teléfonos. En el extremo derecho, el chaflán del edificio donde se amontonan, en distintos pisos, las centrales obreras de España.
Es un mal lugar para estarse quieto, esa plazoleta. Siempre sopla un viento frío que nadie sabe de dónde llega.
De tanto en tanto alguno de los turistas que salía del hotel me veía, cruzaba hasta la placita, y con foto o sin ella soltaba algo de mosca. Todos eran mayores. Sus niños pasaban de mí sin pena ni gloria. Para ellos sólo existía “EL Hombre Araña”. Chaplin era como Sandokán, una figura prehistórica.
Habían pasado pocos minutos de las cinco de la tarde cuando lo reconocí.
No lo había visto salir del edificio de oficinas, pero allí estaba el Perro, cruzando por las franjas blancas que unían el hotel con la Plaza del Ángel. Con un paso sin apuros y un maletín en la mano, se movió entre la gente hasta que lo perdí de vista.
Improvisando un saludo de bombín y un revoleo del bastón, cambié de perfil para recuperarlo. Allí estaba otra vez. Bajando las escaleras de “Jaume I” como si fuera uno más, otro de tantos Juan Nadie.Alejo Barandánas cualquier
No sé qué había esperado de ese reencuentro. Pero no sonaron las trompetas de Jericó, ni el cielo se partió con rayos y centellas. Tendría que haberme puesto contento el triunfo de mi astucia, pero no fue así. Me dolía el estómago como si me hubiera hecho un gol en contra.
Unas ganas de llorar que había creído perdidas me nublaron los ojos, y casi no advierto a la mujer, parada a mi lado, como si quisiera sumarse al espionaje. La negra rebuscó un momento en su bolso y se inclinó sobre la caja para dejar un billete de valor desproporcionado. Luego se alejó hacia el Barrio Gótico y la perdí de vista.
En ese momento hubiera apostado lo que no tenía a que era la misma de la terraza. Pero enseguida me convencí de que estaba equivocado. Al fin de cuentas, a muchos blancos nos cuesta diferenciar a la gente de otros colores.
Poco menos de una hora después, cuando me había sentido en condiciones de caminar, ocupé uno de los taburetes del bar eternamente abierto en los bajos de la pensión.
—¿Qué te pongo, tío?
—Un café largo... y un brandy.
El hombre, dueño del lugar, quizá de mi edad, quizá con piernas, porque nunca lo había visto sino como un medio cuerpo que se desplazaba detrás del mostrador, se volvió para gritar hacia la cocina:
—¡Oye, tú, chaval! ¡Que me debes veinte duros!
Por la ventanilla de comunicación vi aparecer al chileno que lavaba los platos. Me miró sonriente, y se encogió de hombros como diciendo que no era su culpa.
El patrón se tomó su tiempo para hacer el exprés y ponérmelo delante. También para escanciar el brandy con una generosidad inédita. Después se acodó ante mí y esperó al primer sorbo para explicarse.
—Uno se hace un poco detective de estar aquí todo el santo día, y lo que no averigua se lo inventa. El único tío que nunca se toma ni un chupito, ni un carajillo, es su excelencia. ¡De todos, eh! ¿Cuántos años hace? Imposible que dure. Con estos días de lluvia le dije al chaval: ¿A que el Chaplin se nos destapa con algún coñaquito? Que van veinte duros. Y tu compatriota que acaba de perder los veinte duros.
—Yo soy argentino —señalé, sin saber por qué.
—Qué más da... —manifestó, con una mueca—, y yo soy andaluz. De un lado o del otro, todos somos emigrados, todos compatriotas. Qué más da...
—Visto así, es una verdad grande como una casa.
—¡Y que alguien tenga que decirlo, tío! ¡Que alguien tenga que decirlo...! —dijo, con un gesto de teatral y pudorosa dignidad. Luego agregó, antes de cambiarme por unas copas que tenían que ser lustradas—: el coñaquito va de invitación.
Hacía años que no bebía. Así que subí a la pieza con un estado de bienestar que me predisponía a grandes cosas, o a meter la pata. Creo que logré los dos objetivos.
En el último compartimiento de la cartera donde guardo mis documentos, conservaba la inservible credencial que me había permitido ejercer, en Estocolmo, el último trabajo como periodista.
Había sido un tiempo para olvidar. Una de las últimas etapas de la huida que comenzó cuando a mis custodios la vaca se les hizo toro, y se desató un infierno de balas que me permitió salir corriendo.
Escapé de Buenos Aires recurriendo a cuanto vehículo accediera a llevarme sin pagar. Dormía bajo las alcantarillas. Era verano. Siempre hacia el norte. Sin comer. Convirtiéndome, al ritmo de la barba que crecía, en un vagab atracadoras cualquierundo más. Sin alegrías pero sin dolor. Nada me importaba, salvo escapar de lo que dejaba atrás.
No sé cuántos días me tomó llegar a Misiones, a la triple frontera. No recuerdo —la caña paraguaya es amnesia de cuarenta y cinco grados— cómo se dio el contacto con el grupo de desgraciados que hacían contrabando hormiga, y que me abrió la puerta de Brasil.
Después, otra vez los camiones que te llevan un rato sí y otro no. ¿Una semana? ¿Un mes, empapado en cachaça? Vaya uno a saber. En San Paulo conseguí el asilo, y la salida hacia Suecia. En Estocolmo, antes de escapar hacia algún lugar donde el alcohol fuera abundante y barato, mal trabajé en mi profesión: periodista.
Nunca había tirado la credencial porque hasta el más burro al final aprende que sin papeles no es nadie. Cualquier clase de papeles.
Me fui a la cama, antes de que se disipara el entusiasmo propuesto por el brandy, haciendo un repaso rápido de la ropa que me pondría. Tenía que comprar un anotador. Bolígrafo y corbata tenía.
Las oficinas de la empresa de segundad estaban en el quinto piso. De las cuatro puertas que daban al rellano sólo una tenía identificación, un logotipo sencillo, que no decía nada.
La secretaria de la recepción estaba acostumbrada a los clientes que llegaban rodeados de misterios. No preguntó los motivos que tenía para pedir una entrevista personal con Oscar E. Delbueno. Se limitó a registrar el nombre que le di en una tarjeta; y luego me acompañó a un cuarto pequeño —supuse que habría otros como ése— donde debía esperar hasta que el jefe estuviera disponible.
Unos veinte minutos más tarde regresó para llevarme ante el hombre.
—Usted dirá...
Dijo el Perro, cuando, obedeciendo a su invitación, me senté ante su escritorio.
Mucha madera, una ventana que daba a la calle, algunas marinas inglesas encuadradas en las paredes. Un aire de despacho de abogado. De estudio heredado por varias generaciones de picapleitos.
El Perro Del Bueno estaba algo más gordo y conservaba el pelo, oscurecido por las artes de algún peluquero hábil y caro. En alguna época yo había sido más joven que él, ya no; todo lo contrario.
—Verá... —dije, sacando el anotador y el bolígrafo—. Lo que me trae hasta aquí quizá pueda resultarle molesto, pero le adelanto que, si no está dispuesto a colaborar, no puedo hacerle ningún reproche.
No replicó. Contuvo un gesto que lo llevaba al atado de cigarrillos que tenía sobre el escritorio, y juntó las manos en capilla ante su boca. Me observaba con atención concentrada.
Expliqué que estaba haciendo un trabajo de campo para un filósofo sueco auspiciado por una fundación irreprochable, demócrata cristiana. Que el eje del trabajo era la condición humana. El hombre ante la situación extrema de ser víctima o victimario, la conflictiva ecuación que revela que el rol de víctima y verdugo se intercambian, se traspasan, hasta que la víctima suele ser el verdugo y viceversa. Una verdadera mierda.
—En fin... —dije, como dando por sentado que no respondería a mis preguntas— que por casualidad estoy de paso por España y pensé que, dada su experiencia, seguramente tiene alguna reflexión sobre este tema. Le aclaro que una de las pautas de este trabajo es el riguroso anonimato de los testigos.
—¿Argentino?
—No, uruguayo. De Tacuarembó, como Gardel.
—Tiene, supongo, alguna identificación.
—Cl no me acuerdo de cómo era, pero nocruaro...
Con una calma que desmentía el sudor que me mojaba las manos, saqué la cartera, dejé que entreviera las tarjetas de crédito inútiles que la adornan, y le tendí la credencial de prensa.
La leyó con atención distraída, pero no se privó de recorrer los bordes con la yema de los dedos, para comprobar si había sido repegada después de un cambio de foto. Por un momento pensé, deseé, que se acordara de mí. Pero eso no sucedió. Yo había sido uno de tantos.
—Exiliado —afirmó.
—¿Y quién no? Por lo que sé, usted también —dije, con una sonrisa cínica. Y al momento me sentí un miserable.
—Quién no... es una buena respuesta —repitió, sonriendo por primera vez—. Ahora deme una buena razón para que entienda por qué a mi secretaria le dio otro nombre.
Hice un gesto ambiguo, señalando el entorno y todo lo que implicaba, antes de explicarme.
—Algunos entrevistados no quieren que sus empleados, su gente más cercana, conozca su pasado. Se ponen un poco paranoicos con la posibilidad de que, indirectamente, se los pueda vincular con los testimonios de ese estudio. ¿La verdad? Es una preocupación totalmente desproporcionada, pero, ya se sabe, la naturaleza humana es contradictoria. Por eso prefiero no dejar huellas burocráticas. Me pagan a destajo, y no puedo echar a perder una posibilidad por un detalle ínfimo.
—¿Un mercenario de la pluma?
—Algo así.
—Bien... —dijo, releyendo mi tarjeta—. Bien, Andrés, ahora decime por qué carajo tengo que confiar en que un periodista no publique lo que yo diga.
—Mire, Delbueno, no tengo ningún argumento para eso, pero hace tiempo que dejé de mascar vidrio, y sé que es muy mal negocio traicionar una fuente confidencial. Si usted no quiere no hay charla, y ya está, a buscar por otro lado.
Se tomó unos segundos, mientras empujaba la credencial hacia mí con la punta de los dedos. Podía oírlo pensar. Después se levantó, observó la calle por unos instantes y rodeó el escritorio hasta mí.
—Bien, Andrés, ¿te importa si te reviso de arriba abajo? No me gustan las grabadoras ni las cámaras ocultas. Si no, no hay trato.
En respuesta, me paré abriendo los brazos, y él me revisó rápida y efectivamente. Por supuesto que no encontró nada. Pero el contacto físico acabó con toda la determinada locura que me había llevado hasta allí. Desde ese momento seguí adelante como un muñeco de cuerda, sin sentido, más del lado de los muertos que de los vivos.
Un rato después cruzaba como un sonámbulo Laietana y la placita, hasta detenerme ante una mesa y una silla del Café Di Roma, junto a la ventana.
En el camino, un par de bocinazos me advirtieron de que había estado a punto de ser arrollado por algún coche, y descubrí que me había salido un competidor. A pocos metros del sitio donde había parado a Carlitos, se erguía otra estatua viviente: un Diablo rojo como la sangre. Alguien, en alguna parte por allá arriba, estaba bordando metáforas idiotas, con ese demonio en la Plaza del Ángel.
Esa vez pedí un café y un brandy, sin dudar.
Estuve un rato sin decidirme a repasar lo que había registrado en el anotador. Di vueltas como un perro eligiendo el lugar dónde acostarse. Invertí unas monedas en la máquina de los cigarrillos, le pedí fuego al camarero, eché un poco de humo, y al fin pasé las hojas. Hay cosas que no se olvidan, como cierto oficio para registrar a la carrera, con una letra que si pasan no me acuerdo de cómo era, pero nocru dos días ya ni uno entiende, lo central de una entrevista.
Allí estaba lo que había conseguido, aunque no supiera qué había ido a buscar.
El Perro había acortado las distancias con el tuteo, como un boxeador que domina la situación, y sabe que puede pegar de cerca, porque el otro ya no va a responder. Se había permitido encender un cigarrillo, sin convidar, y lo primero que dijo fue:
—Vos, con todo ese macaneo de la víctima y el verdugo, en realidad querés que te hable de la tortura. ¿A vos te torturaron?
—No...
—Es una lástima. Entonces vas a tener que confiar en lo que te diga.
Y habló un largo rato, como si le explicara la teoría de la relatividad a un tarado; convencido de que no era capaz de entender nada.
Yo lo escuchaba con la vista clavada en el anotador, que se iba cubriendo con retazos de frases, y esos dibujitos intrincados que a uno le salen cuando lo que oye no tiene importancia.
“La tortura es más internacional que el aire, todo el mundo tortura a todo el mundo”, había dicho. “La diferencia entre lo que está bien visto y lo otro, es una cuestión de matices.”
Y durante un rato habló de los matices en ese juego de fuerzas:
“Ahí tenés a ese hijo de puta de Gandhi. Dicen que venció a los ingleses con su huelga de hambre. Lo que nadie dice es que los ingleses, en aquel momento, eran muy sensibles a esa clase de presiones. Les dolían, y Gandi los torturaba. Los del IRA quisieron hacer lo mismo en Irlanda, y se murieron sin torcerles el brazo. ¡Me hubiera gustado ver como ese señor nos hacía a nosotros una huelga de hambre!”.
(Sonrisa. Otro cigarrillo. Ventana.)
Sí, encendió otro cigarrillo y fue hasta la ventana, por la que miró como si buscara a alguien.
Ese gesto, quién sabe por qué, me trajo a la memoria un dato de otro tiempo. Alguna vez, después de la Guerra Civil, la Vía Laietana había sido sinónimo de catacumbas y torturas. A poca distancia de donde estábamos, los sótanos se llenaban de gritos y de sangre.
Pregunté algo, supongo, porque el Perro murmuró:
“Sí, la primera vez te deja un gusto amargo. Después es como todo, termina por aburrirte. Yo soy un profesional, el cirujano tampoco siente nada si te corta una pierna”.
Cuando me interesé por los otros, fue tajante:
“Si eligieron estar en el bando de los perdedores no es mi culpa. ¿Cuál es tu precio para negociar? ¿Qué te haga pedazos para salvar tu conciencia? Bien, ese es mi trabajo. Pero, si al final vas a negociar ¿por qué no ahorrarte un mal rato?”.
Final de las anotaciones. El resto ni yo lo entendía.
Me despidió con una cordialidad forzada, como si pensara que había hablado de más.
—Mirá, Andrés... Sí, tenés cara de Andrés. Los gobiernos pasan y la policía queda. Nosotros quedamos. Siempre. Nos necesitan y tenemos amigos en todas partes, que eso no se te olvide. Somos los que hacemos que este mundo funcione. ¿Podrías imaginar un mundo sin verdugos? Éste es el único negocio que nunca quiebra.
Había pedido el segundo brandy cuando vi al Perro, que salía de su edificio. Se detuvo un segundo, presumiblemente para controlar el entorno. La reciente exposición en los periódicos, y tal vez mi visita, le había agudizado antiguos reflejos. Llevaba el maletín.
Cruzó hasta la plaza, pasó a pocos metros del width="2em" align="justify">vi cualquierDiablo y caminó hacia el bar donde yo estaba. Un sudor frío empezó a bajarme por la espalda. No podría soportar otra charla con él.
Pero estaba equivocado. Su andar sin prisa, al ritmo de alguien que vuelve a casa luego de un día de trabajo, lo llevaba hacia la boca del metro, donde se esfumó escaleras abajo.
Era una jornada perdida. Sin tiempo ni ganas de embarrarme la cara para los turistas, decidí refugiarme en la pensión; pero antes entré al bar para tomar un café.
El comentario brutal de un parroquiano, y la respuesta del patrón —”Joder, que hay que reconocer que está muy ‘buena’, el tío”— hizo que mirara hacia la calle.
La pareja del Cowboy de Plata, con uno de los vestidos ajustados y brillantes que usaba en sus correrías travestidas, ascendía a un taxi cinchando con una maleta enorme. Su cara de muñeca mulata se fruncía en un gesto de ferocidad, y tuvo tiempo de gritar una retahíla de insultos hacia la portería, antes de partir.
Por las dudas, esperé un rato para dar tiempo a que se calmaran las aguas, y luego subí a la pieza.
Me senté en la cama a fumar un cigarrillo y, sin darme cuenta, me fui desmadejando, bajé la guardia, y el mundo se me vino encima.
Yo era periodista. Siempre me había mantenido al margen, pero no tanto como para pasar por reaccionario. Con eso quiero decir que no era un inocente desapercibido. Supongo que, en el fondo, creía que el periodismo otorgaba una cierta impunidad.
Cuando los militares fueron a por todas no tuve tiempo de enterarme de la fragilidad de las impunidades. Me cazaron a la salida del diario.
Mi nombre estaba en la libreta de direcciones de un amigo.
A veces veo una imagen, el recuerdo de haberlo visto en aquella cárcel clandestina. Pero no es cierto. Solo se trata de esa clase de trampas que fabrica la memoria como coartada ante la mala conciencia. Sí pude escuchar sus gritos, que me atravesaban la capucha como cuchillos; mensajeros del miedo y el dolor. Nunca más supe de él.
El Perro y algunos otros eran los técnicos de ese “chupadero”. El Perro y un par más, fueron quienes me acostaron desnudo sobre aquella mesa de hierro con correajes. Y no valieron de nada las protestas de inocencia.
Todavía no estaba al tanto de las etapas del juego, y llegué a pensar que había zafado, que la libertad sería cuestión de horas, cuando comenzó la segunda sesión de tortura. La primera había sido solo el aperitivo, un preámbulo.
Yo creía que era otro, hasta que comenzaron a trabajarme en serio. No me ahorraron nada. Pero lo peor de todo sucedió al segundo o tercer día, cuando hacía esfuerzos desesperados por acordarme de cosas que no sabía, pero al final iba a descubrir que sí sabía.
El Perro me sacó la capucha sin apuro, esperó a que mis ojos se acostumbraran otra vez a la luz, y dijo:
—Mírame bien, y míralos bien a éstos —señaló, con un gesto de cabeza que marcaba a los otros dos—. Somos la muerte.
Y supe que ya no había camino de vuelta al que había sido.
—Tenés una sola posibilidad de enternecernos. Una sola.
De allí en más fue un calvario.
Me pasaron a una celda con tres quebrados. Cada vez que les venía bien se llevaban a uno de nosotros, lo subían a un coche, y salían a marcar gente.
Sabíamos que estábamos muertos, que solamente faltaba fijar la fecha; que lo único que ganábamos era tiempo. width="2em" align="justify">vi cualquier
Fue en una de esas salidas que las cosas les salieron al revés. Habían detenido el coche cerca de un edificio de departamentos, y se suponía que yo tenía que reconocer a un compañero de mi amigo. Pero ellos, quienes fueran, advirtieron la maniobra.
Eran cuatro. Tres hombres y una mujer. Quizá pensaron que estaban rodeados, porque salieron a la calle disparando con todo lo que tenían a mano.
Fue un desparramo. Con los primeros agujeros en los cristales del coche salimos pitando hacia cualquier parte.
No sé, no quiero saber como terminó la cosa. Sí recuerdo que, bajo el fuego cruzado del coche de apoyo que acompañaba a los hijos de puta, cayó uno de los hombres que escapaban. Y que en el “sálvese quién pueda” los transeúntes se daban contra las paredes y rodaban sobre el asfalto.
Una mujer quiso cruzar la calle hacia el lado equivocado y terminó arrastrándose por el pavimento, con un hilo de sangre que le corría por la barbilla. Arrastrándose hacia mí, que la miraba despavorido. Que veía cómo me tendía la mano pidiendo ayuda para salir del infierno.
Entonces me di cuenta de que estaba solo, parapetado tras un coche cualquiera, y se me desataron las piernas en una carrera enloquecida. Así comenzó esta huida, que quizá no termine nunca.
No sé en qué pensaba cuando me quedé dormido. Sé que desperté con los golpes en la puerta, y las mejillas tirantes por las lágrimas secas.
Era el Cowboy de Plata, tan borracho que apenas se sostenía. Al ruso, o lo que fuera, el llanto le corría cara abajo abriendo surcos en su máscara metalizada.
Por un momento tuve la sensación de que no era real, que era un personaje fugado de mis pesadillas.
Me costó entender lo que decía, porque en su lengua materna solo de vez en vez colaba un castellano precario. El brasileño lo había abandonado, y se desgarraba en su dolor con la energía de un personaje de Tolstoy.
Pero yo no estaba para hacer de paño de lágrimas de nadie. Lo insulté de arriba abajo, le grité barbaridades, y le cerré la puerta en la cara.
No volvió a insistir y, con un esfuerzo brutal, me obligué a desvestirme y colgar la ropa sobre la silla. Poco después me moría con la cabeza bajo la almohada. Mi última decisión fue que tenía que irme de Barcelona.
Una luz gris, de día soleado, bajaba por el tubo de ventilación hasta mi ventana, cuando me despertaron las voces. Tropezando con mis propios pies salí al pasillo.
Había un amontonamiento de huéspedes al extremo del corredor, pero quienes gritaban, en dos claves distintas, eran la casera y el travesti brasileño.
—Se suicidó... Pobre chaval... —me informaron dos del montón, y atravesé el grupo hasta la puerta de esa habitación, esquivando la maleta del travesti.
El Cowboy de Plata estaba tirado en el suelo, desmadejado como un trapo viejo, en medio de un charco de sangre. Se había cortado el cuello.
Tuve tiempo de pensar, mientras regresaba a la pieza súbitamente consciente de estar desnudo en mis calzoncillos, que a pesar de todo había una cierta dignidad en el brillo plateado de la cara del caído. Parecía la máscara mortuoria de alguna clase de ritual fúnebre.
La policía hizo sus indagaciones durante la mañana y, hacia el mediodía, lo único que pervivía eran los comentarios y chismorreos.
A las cuatro de la tarde, contra todo pronóstico, Carlitos paraba otra vez su figura inmóvil en la Plaza del ÁngelAlejo Barandánas cualquier, a la vista del hotel y las oficinas del Perro.
El Diablo ya estaba allí, en el mismo lugar del día anterior. Su disfraz era convencional, del tipo de los que se compran en una tienda carnavalera. Rojo de los pies a la cabeza, con guantes de garras negras, y una máscara de goma bajo la que seguramente transpiraba como en un baño turco.
Era una mujer. No es necesario ser de la CIA para advertir las diferencias, alcanza con un par de hormonas. Había algo fuera de ritmo en los movimientos con que respondía a las monedas; como si fuera nueva en el oficio. Pero, sin embargo, tenía la sensación de haberla visto en otra parte.
No podría precisar cuánto tiempo permanecí en ese puesto, con el saludo automático del bombín ante las ofrendas. Sí, otras tonterías, como que cuando decidí que ya era suficiente, anochecía rápido y se habían encendido todas las luces de la calle, menos una. O que, en cierto momento una boliviana, o ecuatoriana —es lo que se usa por aquí— tendió una manta y se sentó en el piso a tejer. Vendía unas pulseras de hilos de colores con todos los nombres del abecedario. Me dieron muchas ganas de reír, al darme cuenta de que sin proponérmelo, había fundado un nuevo punto de atracción turística. Con una vendedora de churros o de claveles, una gitana y un par de carteristas, estaríamos completos.
En eso, en pensar boludeces, se me fue la tarde. Mientras tanto, al filo de las cinco, el Perro apareció en la puerta. Miró a los lados. Cruzó sin apuros por las rayas blancas hasta la plaza. Recorrió el tramo de vereda hasta la boca del metro, y desapareció.
Nada sorprendente. Nada que me indicara qué debía hacer, sobretodo para librarme de la cara del Cowboy de Plata. Las caras, del Cowboy de Plata. Una, cuando lloraba borracho a la puerta de mi pieza; y yo no hice lo que debía hacer. Después, la máscara metálica sobre la bufanda de sangre que le cubría la garganta.
Admiro, envidio en realidad, a los que tienen el valor de elegir su propia muerte. ¿Qué por un travesti? Por mucho, mucho menos que eso se vive. Comer, cagar, fornicar, cambiar el coche, tener un empleo, ser “alguien”. ¿Quién soy para juzgar a nadie? Descubrirse un día en el espejo puede ser un motivo más que suficiente para decir basta para mí, e irse al mazo. Pero yo, que me arrastro penosamente, no tengo el coraje necesario. Ése es el dilema, diría cierto príncipe de Dinamarca; el puto dilema.
Las luces brillaban sobre la plaza, y algunos turistas comían cualquier cosa en las mesas de la terraza, cuando recogí mis cosas. Estaba solo. Primero se había ido el Diablo y más tarde la boliviana.
Caminé sin apuros, de regreso a ninguna parte. Era viernes. Y, no sé por qué, el anticipo del fin de semana siempre me pone melancólico. Sábado y domingo, para las estatuas, son días de mucho ruido y pocas nueces. Mucho movimiento, mucha gente en la calle, y poco dinero en la caja. No es culpa de los turistas, esos siempre están de fiesta. Los otros son el problema. Los liberados del yugo cotidiano son el problema. Arrastran una sombra de mala leche que contagia: la conciencia de que dos días de libertad son muy poco para acostumbrarse, y mejor no hacerlo. ¿Por qué te van a dejar una moneda?
Creo que en esas cuarenta y ocho horas hice lo de siempre, adobado con más de un brandy en el bar de la pensión. Incorporado al mundo de los que beben, el patrón me había elegido depositario de su filosofía de hombre de medio cuerpo sobre el mostrador. No me quejo, seguramente hay destinos peores.
La boliviana ya estaba teje que teje cuando arrastré mis pies hacia la Plaza del Ángel, en la frontera del Barrio Gótico, ese lunes que sería distinto a todos lelEntonces,os que lo precedieron y los por venir.
Hasta que el furgón blanco dio el salto hacia adelante los recuerdos son confusos. Una mezcla de rutina de bombín que saluda con piloto automático, y golpes de memoria en carne viva.
El grito de la bestia blanca, y el cambio errado con crujir de metales, volvieron la cara del Perro. Titubeó un instante y eso lo perdió, porque el furgón corrigió el rumbo y lo atropelló justo cuando estaba por subir a la vereda.
No había sorpresa en su gesto, cuando vio la muerte que se le venía encima; y un silencio negro, de oídos que se niegan al sonido, enmudeció en mi cabeza la Vía Laietana.
Recuerdo, lo puedo ver ahora mismo, que hubo un intento de movimiento en el hombre caído, que no soltaba el maletín. Y también un frenar de gomas en el asfalto, y una acelerada marcha atrás del furgón, que fue como si un golpe en la nuca me descolgara la mandíbula y abriera la caja de los secretos. Había demasiada furia en ese acto que el sentido común refutaba como imposible. De pronto veía todo como si siempre hubiera estado escrito ante mis ojos abiertos como platos.
El Diablo, que ese lunes había faltado a la cita; y el furgón, que retrocedía implacable, hasta pasar otra vez por sobre el cuerpo con un sonido oscuro, obsceno. La máquina blanca que chocaba de culo contra la trompa de un coche desprevenido. Que hacía estallar los focos del idiota que todavía esperaba que el semáforo le diera paso, como si el mundo no hubiera dejado de girar.
Y el motor que aullaba otra vez, y aceleraba otra vez, para dar otra vez ese salto sobre el cuerpo muerto, para siempre separado de su maletín.
El tiempo se había paralizado, y podía sentir como si fueran míos los ojos asustados de la boliviana, que en un reflejo de clandestinidad se apresuraba a recoger las puntas de su manta.
El furgón blanco esquivó milagrosamente un par de vehículos y aceleró por Laietana hasta que se perdió de vista.
La memoria es una bestia siempre dispuesta a morder. Recuerdo como si sucediera en este momento, que me asaltó un acre olor a gomas quemadas, cuando me sorbí los mocos porque las lágrimas me embarraban la cara. Y también que con un golpe de pánico me dije que tenía que huir, que tenía que quemar los recortes de las noticias que tenía en la pieza. Pero las piernas se negaban.
Entonces, cuando la boliviana escapaba con un trote de rata en fuga, aparecieron los dos policías urbanos. Se agacharon un instante sobre el Perro y, mientras uno hablaba por su “handy”, el otro me miró.
Yo no tenía que haber estado ahí. O quizás sí, porque una calma de destino cumplido me enfrió el cuerpo, y el policía que se acercaba tuvo de golpe la cara del Cowboy de Plata, y el gesto de la mujer que lloraba punteando con sus dedos una página de un periódico.
De pronto, inesperadamente, al final de un siglo de vida, volvía a ser yo y tenía otra oportunidad.
No había visto al conductor del furgón blanco. Trabajo con los ojos cerrados. O tal vez, si me insiste, porque sé bien cuando sueltan la moneda y debo sacarme el sombrero, recordaré que sí, que ahora que lo dice, tenía las facciones borrosas. Como si se hubiera cubierto la cara con una media de mujer. Llevaba una boina, no sé, o tal vez una gorra, sobre la cabeza.