16
El espejo tenía los bordes negros, como una esquela gigante, y enmarcaba la imagen de un espectro. La piel apelmazada y amarillenta posada directamente sobre los huesos, los ojos hinchados, la cara y los brazos moteados con aquellas pupas que según los libros de medicina recibían el nombre técnico de sarcoma de kaposi, el porte vencido, la última batalla librada y perdida para siempre. A los pies, insectos y gusanos correteaban en círculos, esperando el momento de empezar el festín. Dan Baños cerró los ojos y descubrió estremecido que aun así estaba condenado a verse: la enfermedad le había pulverizado los párpados. Pronto seguirían los huesos, y todo él se transmutaría en polvo, como las momias de las películas al entrar en contacto con el aire. De él sólo quedaría un montón de detritus, sin necesidad de incineración alguna.
A lo lejos, entre un estruendo de explosiones apocalípticas y fuegos fatuos que anunciaban el fin del mundo, se oían sirenas. Ambulancias que llegaban tarde. Enseguida, el aullido de las sirenas se convirtió en un tañido de campanas fúnebres, cientos, miles de campanas que confundían sus tañidos hasta convertirlos en un solo sonido monocorde e insoportable.
Dan Baños despertó inspirando hectolitros de aire de una bocanada, y empapado en sudor frío.
Tardó unos segundos en comprender que había sido una pesadilla e invirtió algunos más en corregirse. Una pesadilla, no: una premonición. Una visión de lo que le reservaba el destino. Dan Baños sudaba por fuera pero estaba helado por dentro.
Ráfagas de lluvia ametrallaban el cristal de la ventana. Brillaban relámpagos, retumbaban los truenos, se dobl Castelldefels., Jaume Ribera, Enrique Sánchez Abulí, Mariano Sánchez Soleraban los árboles, aullaba el viento en los callejones.
Y entre aquel apocalipsis, el teléfono seguía sonando.
—Diga —contestó por fin, en tono hostil, como si le hubieran interrumpido en una actividad placentera.
—Daniel Baños —afirmó una voz femenina, grave y serena, capaz de amansar animales salvajes—. Soy Leonor.
—Leonor...
—La Negra Leonor. Zoila me habló de ti: parece que me estás buscando. Si te parece, es hora de que nos encontremos —Y añadió—: Quiero entregarme.
De la última cita a ciegas a la que había acudido, Baños había regresado con la muerte cabalgando por las venas. Jamás se le habría ocurrido que aceptaría una nueva cita, en un lugar remoto y desconocido para él, a una hora intempestiva, las dos de la madrugada. Pero aceptó sin discutir.
Mientras se vestía, mientras conducía bajo una lluvia torrencial, avanzando entre el bombardeo de truenos y relámpagos de la noche más desapacible del año, se sentía como un adolescente acudiendo a su primera cita. Eufórico, incapaz de concretar las expectativas que le arrastraban a este estado. “En el peor de los casos es una trampa y me asesina”, se decía complacido. Pero no pensaba que fuera una trampa. Conduciendo, se sorprendió canturreando un bolero “Si tú me dices ven, lo dejo todo...”. Y eso le llevó inmediatamente a aceptar que el doctor Plaza tenía razón; estaba mal, pero que muy mal, de la cabeza.
La Negra le había citado en el término municipal de San Cugat, en un edificio en construcción entre solares desiertos.
Baños bajó del coche sin preocuparse de protegerse de la lluvia fría y negra y avanzó tropezando con obstáculos invisibles y arrastrando los pies por el fango hasta la entrada principal del edificio, futuro bloque de pisos reservado para gente adinerada y exquisita. En teoría, una obra como aquélla debía de tener un vigilante. La Negra se habría ocupado de él.
Al entrar, le pareció advertir el aroma del perfume más caro que se fabrica. Eau de Soir. ¿O tal vez lo imaginaba?
Encendió la linterna y se adentró cojeando en el recinto. Paredes de ladrillo desnudo, andamios, sacos de cemento y material de construcción, simples huecos donde más adelante habría puertas, agujeros y trampas mortales en el suelo resbaladizo a causa de la lluvia y sin pavimentar. La luz de la linterna creaba un enrejado de sombras móviles. Dan Baños se notaba el pulso acelerado, pero no era a causa del miedo.
—¿Leonor? —gritó, para imponerse al estrépito de la tormenta—. ¡Leonor, soy Dan Baños!
De arriba, de muy arriba, le llegó un quejido:
—¿Baños...? Ayúdame... —en un tono desesperado que sólo cabía imaginar en las más siniestras cámaras de torturas.
Ahora sí, Baños se echó a temblar. Había reconocido aquella voz. Llevaba meses sin oírla, salvo en sus pesadillas.
—¿Matanzas? ¿Eres Matanzas?
—¡Ayúdame...! ¡Ayúdame, por favor!
El lloriqueo resonaba en un hueco vertical que en el futuro sería un patio de luces. Baños enfocó la linterna hacia arriba, pero el chaparrón le obligó a entrecerrar los ojos. Apenas si llegó a distinguir, en el último piso, que debía ser el quinto o el sexto, una masa oscura, que parecía un tablón apoyado entre los marcos de dos ventanas.
Y de pronto, algo cayó del tablón.
La luz de un relámpago iluminó al hombre que se prea niña de trece años a la que esperacici,cipitaba chillando hacia el abismo. A Baños le pareció que caía agarrado a una cuerda, como esos locos que practican el puenting.
Salvo el detalle de que no estaba agarrado a la cuerda, sino que la llevaba atada al cuello.
Ni el estruendo de un trueno que hizo temblar los cimientos del edificio consiguió ahogar el chasquido que se produjo cuando la cuerda se tensó y seccionó la columna vertebral de Matanzas.
El cuerpo cayó desmadejado al suelo, la cabeza quedó sujeta de la soga, balanceándose apaciblemente, un par de vértebras asomando por el cuello, la sangre goteando. Los ojos abiertos del difunto parecían recriminarle a Baños que no le hubiera socorrido.
—Matanzas...
No tuvo tiempo de alegrarse, u horrorizarse, ni de pensar qué significaba aquello. Alguien bajaba corriendo por las escaleras.
Baños se encontró con la pistola en la mano, sin recordar haberle dado al cerebro la orden de empuñarla, íntimamente sorprendido por aquel reflejo con el que pretendía proteger una vida de la que ya había abdicado hacía meses. El viento que recorría el edificio sin puertas ni postigos proyectó contra su rostro un trozo de plástico húmedo de tacto gélido. Estuvo a punto de disparar a ciegas. Se apartó el plástico de un manotazo y dirigió la linterna a los escalones desnudos que llevaban hacia las plantas superiores. Ahora, la fragancia de la Negra era mucho más perceptible.
—Baja la pistola —dijo la voz grave de cantante de blues—. No la necesitas. Ya ves que te he hecho un regalo.
La Negra estaba al pie de los escalones. Era una figura imprecisa entre las sombras, sólo visible a causa del brillo sobrenatural (pensó Baños, en su delirio) de la piel de su rostro y de sus brazos desnudos. Y los ojos, tan oscuros que había que imaginar el iris a partir del vacío que quedaba enmarcado por la esclerótica.
—¿Cómo sabías que...?
La Negra Leonor avanzó dos pasos hacia Baños y se sentó sobre una pila de sacos de cemento. Se movía como las panteras, en silencio, con elegancia letal. La niña de trece años a la que había conocido en otra vida había mutado en una mujer hermosa, sofisticada y primitiva a la vez. Las mentiras con que todos los testigos habían querido protegerla se hacían evidentes y clamorosas. Era imposible ver a aquella mujer y no fijarse en ella, no guardar su imagen para siempre en la zona concreta del cerebro que almacena los sueños imposibles.
—Matanzas se jactaba de lo que te hizo. Lo contaba en los bares y en los prostíbulos, y se reía y lo celebraba invitando a copas. Hasta que llegó a mis oídos. Y he pensado que sería fácil hacerte feliz.
Baños sonrió. No porque se sintiera feliz por la muerte de Matanzas (no se lo había planteado), sino porque le pareció que el alma de la Negra era tal y como él la imaginaba.
—Como a tanta otra gente, desde que mataste a Faltriquera... —replicó exaltado—. Descubriste que matando a uno podías hacer feliz a muchos, y ya no pudiste parar.
—¿Eso crees? —la Negra parecía sorprendida.
—Estoy seguro. Hace tiempo que lo sé.
—Yo no mato para hacer feliz a la gente. A Faltriquera lo maté para no tener que seguir viendo llorar a mi madre. O sea, para hacerme feliz a mí misma y, de paso, a ella.
—No es cierto —protestó Baños—. Todos los que han muerto a tus manos se lo merecían, y ninguno de ellos te había hecho nada a ti, que yo sepa.
—Ése es otro tema. Yo maa niña de trece años a la que y atrásto por encargo y cobrando, pero elijo los encargos. Hay gente a la que no asesinaría por todo el dinero del mundo. Y gente por la que puedo ofrecer descuentos.
—Sibin Slavkovic, el primero que mataste...
Leonor sonrió.
—¿Quién te ha dicho que fue el primero?
—Da igual. El primero del que tengo noticia, después de Faltriquera.
—Un asunto de drogas —dijo Leonor, encogiéndose de hombros—. Una banda rival quería quitárselo de en medio. Antes de matarlo, comprobé que era un hijo de puta, es cierto. A veces, es posible compaginar los negocios con la tranquilidad de espíritu.
—Oscar Delbueno era un torturador...
—Por eso murió. Alguien quería darle una alegría a una de sus víctimas. Dontancredo Charlot, creo que lo conociste. Una señora me contó quién era aquel canalla y me contrató para matarle. La señora, por razones que desconozco, quería que el torturador muriera delante de Charlot. Ella sí actuaba de forma altruista, sin esperar agradecimientos ni recompensas.
—¿Y Mik? Era un violador y un...
—Su hermana aflojó la pasta. Quedó tan satisfecha que, después, quería pagarme más de lo convenido.
—¿Sí? Pues dime por qué mataste al juez Espinosa —le retó Baños, casi agresivo.
—Por lo mismo. Los jueces se crean enemigos a cada sentencia que dictan. Y más, si se dedican a prevaricar y a joder a la gente.
—Pero él fue el que llevó el caso de Faltriquera, el que te absolvió.
Ahora sí, había conseguido sorprender a la Negra.
—¿De verdad?
—Sí.
—No le recordaba. A ti, sí, pero a él no. No le reconocí. Pero eso no hubiera cambiado nada. Todos hemos hecho cosas buenas en la vida, pero cuando se nos juzga, se nos juzga por las malas —la Negra sacó un paquete de cigarrillos de una marca que Baños jamás había visto y le ofreció uno alargándoselo. Baños no fumaba, pero aceptó el ofrecimiento para poder rozar sus dedos larguísimos—. Alfredo San José fue el siguiente —afirmó la Negra tras encenderse uno para ella—. Ahí es donde empezaron a torcerse las cosas. Me prometieron veinticinco mil euros, poca cosa para lo que había cobrado hasta entonces... Y, a la hora de la verdad, me quedé con todo el botín del robo. Nunca me arrepentí de haber matado a San José, pero después, en mi casa, mirando aquel montón de billetes, y mientras me los gastaba, sentí que empezaba a convertirme en mala persona.
—¿Y la vagabunda? No me dirás que también cobraste por asesinar a aquella pobre vagabunda...
Leonor torció el gesto. Por un instante, Baños entrevió en su rostro la expresión de desamparo de la niña de trece años a la que había interrogado en otra vida.
—Ésa fue la constatación de que estaba degenerando —dijo—. Al principio, mataba y olvidaba, como olvida el contable los balances de la empresa cuando vuelve a casa. Hacía mi trabajo, lo cobraba y vivía bien. Pero luego me empezó a gustar. No me daba cuenta, no quería admitirlo pero, visto en perspectiva, ahora sé que era así. Lo vi claro cuando maté a esa vagabunda. El encargo era matar a su amigo. Por ése sí me ofrecieron dinero, los padres de su ex mujer. Pero me cansé de esperarle acechando el cajero automático donde solía dormir; me notaba inquieta, nerviosa y no sabía por qué. Y al final, sin proponérmelo ni planearlo, entré y maté a la vagabunda. Me dije que era la mejor manera de castigar al hijoputa, pero ni+dicici, siquiera pensé en ella, ¿comprendes? Ella era como una cosa, como un objeto, nunca la vi como a una persona. Luego, traté de justificarme diciéndome que era un acto de compasión o de eutanasia, para poner fin a su miseria. Pero era mentira. La maté porque sí, porque le estoy tomando el gusto a la sangre. —Los ojos enormes de Leonor buscaron los de Baños para subrayar una confesión trascendente—: Aquel asesinato alivió mis tensiones. Me alivió tanto como a un drogadicto le alivia el pinchazo. Y empecé a darme miedo a mí misma, a pensar en entregarme. Estaba decidida.
—No te entregaste —observó Baños, como si con eso pudiera desmontar todo lo que anteriormente había confesado ella.
—Apareció otro cliente. El padre de un chico a quien un profesor del instituto había empujado hasta el suicidio. Y yo me dije: “Uno más, uno solo, el último”. Y cobré mi tarifa y apuñalé al profesor...
—¿Salillas? —la interrumpió Baños, triunfal—. ¿Se llamaba Salillas, ese profesor?
—Sí.
—Ah —dijo Baños, feliz de haber encontrado por fin la pieza que fallaba—. Tú no mataste al profesor Salillas. Lo hicieron unos gitanos, los hermanos Heredia. Están detenidos y tenemos todas las pruebas del mundo contra ellos: sus huellas en el lugar de los hechos, la navaja.
—Le maté yo, a puñaladas. A esos chavales los vi luego, acercándose al cadáver. Aves carroñeras dispuestas a aprovechar la oportunidad y desvalijar a un cadáver. Fueron tan imbéciles que incluso se llevaron el arma del crimen. Cuando supe que les habías detenido, me decidí. El vagabundo sin techo no me importó; se merece lo que le ocurra. Pero no estoy dispuesta a permitir que unos inocentes paguen por algo que hice yo.
—No hay testigos en contra. Y si los hay, jamás declararán contra ti. La única que estaba dispuesta a hacerlo murió hace poco.
—Pero hay esto —Leonor le entregó a Baños unas mallas negras.
—¿Qué es?
—Ropa que yo llevaba cuando maté al profesor. Manchada con su sangre y con la mía, porque alcanzó a arañarme antes de morir. Es una prueba irrefutable.
Dan Baños cogió la prenda.
—¿No me crees?
—Tal vez sí —dijo Baños. Mientras hablaba, sacó una navaja de un bolsillo y, antes de que Leonor alcanzara a sospechar sus intenciones, se hizo un corte en el brazo y dejó que la sangre manara sobre las mallas—. ¿Lo ves? Ahora la cosa ya está más confusa. La sangre de Salillas, la tuya, y la mía. O sea, que si te entregas tú, me entregas a mí.
—¿Por qué lo has hecho?
—Porque me da la gana. Porque tú puedes decir lo que quieras pero, con dinero de por medio o sin él, sólo has matado a quién merecía morir. Has jugado a justiciera. Bien. Pues ahora me toca a mí.
—No te entiendo.
—Los gitanos, los hermanos Heredia. No hace mucho, asesinaron a dos chicos jóvenes, yonkis los dos, con una sobredosis. Imposible probar nada contra ellos por ese crimen. En cambio, ahora tengo pruebas firmes de un asesinato que, según me acabas de revelar, no cometieron. Vaya una cosa por la otra.
—¿Es cierto eso?
—Lo es.
—Da lo mismo. Cárgales ese muerto si quieres. Detenme por los demás asesinatos.
—No puedo. No hay pruebas; hiciste tus trabajos demasiado bien. Y la única testigo que estaba decidida a declarar en tu contra murió.a niña de trece años a la que y atrás
—Firmaré una confesión —por primera vez, la Negra parecía desconcertada, como una niña a la que se le niega un capricho con el que ya contaba.
Baños sonrió.
—Por mí como si firmas que asesinaste a la madre Teresa de Calcuta. El chalado ansioso de notoriedad que acude a confesar el último crimen sin resolver del que hablan los periódicos, es un clásico en todas las comisarías del mundo. Los fiscales les tienen pánico.
—No te entiendo. ¿Por qué me haces esto? ¿Quieres que siga matando?
—No te confundas. Lo hago porque no puedo hacer otra cosa. Entre los Heredia y tú, prefiero encerrar a los Heredia, eso es todo. Y si quieres que te detengamos también a ti, aclárate y espabila. Ya sabes lo que hay que hacer. Pero hay demasiados hijos de puta libres en este mundo como para que yo te detenga ahora, echando a perder la oportunidad de sacar de la circulación a dos alimañas que si siguen libres seguirán matando, como para que yo me tome la molestia de detenerte. Es una cuestión de criterio, y puestos a elegir, me quedo con el tuyo a la hora de elegir tus víctimas. A pesar de que insistas en que lo haces por dinero.
—No quieres creerme —dijo Leonor—. Te has creado una fantasía acerca de mí y te niegas a aceptar la verdad.
—Todos necesitamos fantasías para vivir. Adiós, Leonor. Ha sido un placer conocerte.
Daniel Baños se dio la vuelta y avanzó hacia la salida. Dio dos pasos y se detuvo. Se le había olvidado algo.
—Ah, y gracias por matar a ese cabrón. A mí también me has hecho un poco feliz.
De vuelta a casa, a medio camino, se detuvo para echar las mallas ensangrentadas a un contenedor de basuras, ocultas dentro de una bolsa de plástico. Más tarde, de vuelta a la cama, cerró los ojos y se imaginó que hacía el amor con la Negra.
Y, a su manera, lo hizo.
Lo último que pensó antes de dormirse fue que tal vez, sólo tal vez, al día siguiente llamaría al doctor Plaza y le pediría que le pusiera en tratamiento.