LA ÚLTIMA CINTA

DOUGLAS E. WINTER

para David J. Schow

Más vale que esperes y ruegues que algún día despiertes en tu propio mundo…

Shakespeare’s Sister

Ya conoces este sueño. Te coge de la mano y te saca del yermo de tu oficina, lejos del escritorio cubierto de papeles y el teléfono que no deja de sonar, para llevarte por uno de los muchos pasillos. Tu secretaria está sonriendo, pero no a ti sino a algún punto situado a tu izquierda; tiene el auricular del teléfono calzado entre el hombro y la oreja, y tú la oyes hablar de citas, horas y lugares. El fin de semana, siempre planeando el fin de semana: una cita para el dentista, el entrenamiento de fútbol de un hijo, una cita en una oscura habitación de motel… Desearías contarle una nueva mentira, pero la muñeca acusa la presencia del Rolex President bajo las iniciales bordadas de tu puño blanco almidonado y lanzas al reloj una estudiada mirada de impaciencia. El banco (una sociedad inmobiliaria en realidad) cierra a las cuatro, y tú le dices a tu secretaria lo que sueles decirle. Ella asiente sin perder la sonrisa y sigue hablando.

También conoces estos pasillos. Una bandada de pájaros se lanza en picado en el lienzo que cuelga en la primera esquina. Las puertas abiertas, aunque son pocas, permiten vislumbrar otras oficinas con muebles y archivos idénticos y los mismos trofeos expuestos en marcos dorados: discretas fotografías de esposas o maridos, diplomas de las mejores facultades de derecho, certificados de ingreso en los tribunales apropiados… Este pasillo conduce a otro y luego a otro, y por fin cruzas el vestíbulo y respondes con un gesto a la recepcionista antes de entrar en el servicio de caballeros.

Evacúas las tazas de café que has tomado durante la tarde, consciente de que te harán falta más si tienes que acabar de escribir el expediente que en este preciso momento están pasando a limpio en el departamento de tratamiento de textos. Pero estás adelantándote a los acontecimientos, lo cual nunca ha sido buena señal.

No debes olvidar los kleenex. Sacas cinco o seis de la máquina, los doblas pulcramente y los metes en el bolsillo interior de tu abrigo Paul Stuart.

Ya estás preparado. Te miras por última vez en el espejo, te ajustas el nudo de la corbata y respiras hondo metiendo el estómago. El hombre que ves reflejado tiene cara de cansado, pero parece seguro de sí mismo y sujeta las riendas de su destino y del de sus clientes.

Te preguntas por qué los espejos siempre mienten.

El reloj no se detiene, y sin embargo Delacorte es puntual. Tiene treinta minutos para hacer lo que tiene que hacer y suficiente cantidad de papeles esperándole sobre el escritorio como para mantenerle ocupado media noche. Se pasa el peine por el pelo y se abrocha pulcramente su americana cruzada. Decide lavarse las manos de nuevo y antes de salir arroja las toallas de papel al otro lado del servicio. La recepcionista se despide de él con la mano cuando le dice que volverá dentro de veinte minutos, y luego baja en el ascensor a la planta baja.

Las calles de la capital no tienen nombre. En este cuadrante las letras están ordenadas alfabéticamente (falta la J) de sur a norte, mientras los números ascienden en dirección este oeste. El culpable de esto es un francés chiflado.

A Delacorte no le hacen falta ni los planos cuadriculados, ni los mapas para turistas ni las indicaciones. En el último año ha efectuado esta peregrinación casi todas las semanas y hasta podría cerrar los ojos. Ha dejado de ser un camino para convertirse en una migración. Prefiere caminar por la acera este de la calle Trece, para luego cruzar a la altura de la calle I y entrar en Franklin Park, donde ha de soportar el mal trago que habitualmente le hacen pasar los desechos humanos: caras mugrientas, cuerpos arrugados y botellas ocultas en bolsas de papel marrón. Una mujer que lleva un DuRag con manchas describe un círculo con un carrito de la compra, deteniéndose de vez en cuando para reordenar los periódicos que lleva dentro. En un banco situado cerca de una fuente hay un hombre que Delacorte sólo conoce como Ernie, puesto que éste es el nombre que lleva cosido sobre el bolsillo de su mono de Texaco púrpura grisáceo, el cual parece constituir todo su vestuario. Ernie sonríe al verlo y le pide el importe de un billete de autobús. Son las mismas palabras que le dirige siempre que pasa. Delacorte saca un dólar de la cartera y lo pone en la temblorosa mano de Ernie. «Vete a casa», le dice, el mismo consejo que siempre le da. Ernie asiente y se pone cómodo en su banco.

Al otro lado del parque se encuentra la calle Catorce, en cuya acera de enfrente le aguarda un enigma de ladrillo rojizo: la tienda de bebidas alcohólicas y su callejuela en ángulo, los últimos vestigios de una invasión de fachadas de mármol y cristal conocida como «renovación urbana». Hacia el sur, antes había una manzana de bares, espectáculos porno, librerías y estudios de modelos, una zona de sombras atendido mayoritariamente por mujeres y frecuentado mayoritariamente por hombres. Ahora es un surco de hormigón brillante empequeñecido por monolitos con multitud de pisos. Dentro de estos edificios hay bufetes de abogados, miembros de grupos de presión, banqueros y hombres de negocios, la colmena en constante desarrollo de las frenéticas abejas obreras. Delacorte mira en ambas direcciones antes de cruzar.

Los escaparates de la tienda de bebidas alcohólicas ofrecen sueños húmedos de cervezas y whisky, pero Delacorte no va a comprar nada. Sólo tiene tiempo para tres dólares, ni más ni menos. Creyéndose invisible, entra en la callejuela y da los aproximadamente diez pasos que conducen al decrépito pórtico que se esconde en el lado norte. Luego entra en el portal y en la oscuridad.

El olor, como siempre, le asombra; se trata de un cocimiento de alientos viciados, sobacos sudorosos, desinfectantes Lysol y semen derramado. Consigue calmar su estómago revuelto y echa un vistazo a la avenida de cabinas que le aguarda. Algún día encontrará aquí a alguien que conoce, de eso está seguro. Aunque también conoce al jamaicano de cuello de toro que se ocupa de la caja registradora. Le conoce bastante bien, tan bien como al hombre cuyo mono lleva cosido el nombre Ernie. Casi todos los días de la semana da dinero a los dos.

Hoy Delacorte deja tres retratos de George Washington sobre el mostrador y recibe a cambio una docena de monedas de veinticinco centavos. Se mete once de ellas en el bolsillo de la americana y la duodécima la coge con el pulgar y el dedo índice al tiempo que mueve la cabeza en un silencioso saludo al hombre de la caja registradora. Una mujer conocida como Taylor Wayne se alza sobre el hombro del jamaicano, completamente desnuda y haciendo una contorsión de atractivo inverosímil en un póster satinado de tamaño natural. La semana anterior era una mujer llamada PJ Sparx y la anterior una llamada Aja: siempre rubias, siempre desnudas y siempre dispuestas. Pero para Delacorte no significan nada.

Su cabina favorita es la número siete. Es el número de la suerte, sin duda, ya que fue allí donde la conoció. Ocurrió hace años, antes de que instalaran los monitores de vídeo, cuando en las cabinas proyectaban cortos mudos de cinco y diez minutos de duración. Debió de ser en 1978 o 1979, hace ya mucho. Él había ido a aquel lugar sólo una o dos veces previamente, por motivos que era incapaz de explicar: un impulso, una necesidad indefinida, la curiosidad… Consideraba las visitas como algo parecido a un alivio vulgar, la clase de relaciones sexuales que, al igual que las que mantenía de vez en cuando con alguna secretaria, eran para ser disfrutadas y desdeñadas: algo rápido, fácil y olvidable.

Pero a ella no podía olvidarla. Había bastado una mirada para que ella se adueñara de su persona, de la misma manera que con el paso del tiempo él también se adueñaría de ella. No había ningún título en los maltrechos restos de la carátula pegada con cinta adhesiva a la puerta de la cabina siete. A ella no se la veía en las chillonas fotografías que había expuestas por delante y por detrás. Ni siquiera tenía un papel protagonista; éstos estaban reservados para actores que habían pasado al olvido hacía mucho y que posiblemente habían muerto. La atracción principal de aquel corto era un grupo formado por un hombre y dos mujeres, tan rubios, bronceados y atléticos que resultaban prácticamente indistinguibles cuando se hacían un ovillo durante la apresurada pantomima que realizaban en un estrado forrado de seda e iluminado por focos. En torno a ellos, agrupados en sombras encorvadas, aguardaban los actores secundarios de aquella orgía fílmica, bebiendo vino de mentirijillas y mordiendo uvas de plástico. Ella sólo era una más, una sombra entre las sombras, un decorado, un carnoso telón de fondo, pero sólo hasta los segundos finales de aquella breve película, que era cuando el trío protagonista, momentáneamente agotado, deshacía su nudo, y las mujeres se besaban mientras Adonis se levantaba y extendía el brazo hacia las sombras para coger una copa de vino. Un celebrante corpulento y canoso se levantaba tras realizar su decoroso acto, con el pene fláccido meneándose bajo su vellosa tripa, y gracias a un efecto de luz ella quedaba expuesta, sola. Había dejado de ser algo para transformarse en una persona. Era joven, sin duda menor de edad; tendrá quince o dieciséis años y debe de proceder de algún lugar perdido de Nebraska o lowa, donde habría crecido alimentándose con maíz y de donde habría huido de las cosas típicas: una madre alcohólica, un padrastro que la maltrataba y un instituto aburrido. Estaba demasiado delgada, tenía las caderas angulosas y puntiagudas y los senos planos y diminutos. Su pelo era negro azulado y corto como en Dachau. Pero su pose, ese gesto vago de vulnerabilidad… Su pose tenía una pureza propia, una perfección propia. Se reclinaba en las sombras, desvalida, aguardando, deseando… Aguardándote y deseándote a ti. Tú habrás de levantarte en la diminuta cabina, con el pene repentinamente erecto, aprisionado y dolorido.

La película se rebobinaba, y tú echabas más monedas de veinticinco centavos en la ranura y aguardabas a que pasasen los minutos mientras las imágenes se sucedían borrosamente como si fueran una especie de noticiario sin significado hasta que ella reaparecía. Era aquí, en este oscuro confesionario, donde tú la visitabas cada día y metías moneda tras moneda en el cajetín atornillado a la pared de madera contrachapada; el choque del metal es una especie de señal que esperabas y que despertaba tu mente y tu cuerpo con una intensidad total, y así veías y no veías esa película granulada de diez minutos de metraje, hasta que conociste cada uno de sus matices y los de ella: esos veinte segundos eternos durante los cuales se pasaba de la sombra a la luz y de la luz a la sombra. Aparecía el caído cuerpo de su compañero, que avanzaba inclinado, con la botella en la mano, y en su gris estela surgía la franja de piel de alabastro que se extendía para mostrar un par de senos adolescentes y luego la parte superior de un torso desnudo de mujer, con la cabeza ladeada y la mirada no puesta en la cámara sino en alguna visión fuera de campo. Entonces llegaba el primer aliento, que era casi un suspiro, y le levantaba los pezones y los hombros. Echaba hacia atrás el brazo izquierdo y su mano, invisible, buscaba un asidero sobre los cojines que tenía debajo; separaba los labios con expresión de flexibilidad y desconcierto y luego, con el segundo aliento, extendía la pierna, adoptaba su pose, la pose sublime, y se hacía la oscuridad.

Tú la mirabas una y otra vez, y luego, un buen día, desapareció. Pegada a la puerta de la cabina siete había una carátula nueva y brillante, y dentro, cuando te sentaste, incrédulo, ilusionado y suplicante, y ofreciste una moneda al contador, la cámara proyectó una película nueva y diferente, algo llamado Rameras sin concesiones. Lo viste con resignación y obediencia, aunque ella no salía, por supuesto. Preguntaste al hombre de la caja registradora, que ahora era un duende filipino con cara de malhumor cuya risa gutural quedaba interrumpida por un tosido, y te dijo: «La han quitado del programa». Le ofreciste dinero incluso, pero él no sabía nada de la película, nada excepto que la habían quitado. Con la mano señaló la puerta, como si la película se hubiera levantado por sí misma de la húmeda oscuridad de la cabina y hubiese salido a rastras a la callejuela.

Años después, rebuscando en las polvorientas cajas de un establecimiento llamado Vídeos de Primera, al lado mismo de Times Square, en la parte más destartalada de la estación de Port Authority, encontraste tu primera película en super 8, pese a que no tenías proyector. El mero hecho de tocar el rollo de plástico te devolvió la imagen a la memoria y de paso la sensación, aquella sensación que no se parecía a ninguna otra, la que te sacó de este mundo y te introdujo en el de ella. Te enteraste de que la película se titulaba Manos romanas, pero aunque en la manchada carátula amarilla se daban los nombres de sus estrellas, no encontraste el de ella. Sin embargo ya no te hacía falta saber su nombre. Era famosa.

Los años habían pasado con una intensidad creciente. Eran los años ochenta (tú ya estabas en los treinta) y tú los medías con dinero. Vivías con la ley, dormías con la ley y seguías la senda de las sociedades comanditarias, hasta que al final no hubo duda de que estarías entre los pocos que tienen asegurada la permanencia en el trabajo. Las visitas a El País de los Mirones fueron disminuyendo y, cuando las semanas se multiplicaron y se convirtieron en meses, pusiste fin a lo que considerabas una correría juvenil, el último aliento de la adolescencia. Fue como ir a visitar la tumba de tu madre, algo que con el tiempo se convirtió en obligación y al final perdió todo vestigio de sentimiento. En una ocasión saliste con una mujer que te recordaba vagamente a ella, pero en la cama, su cuerpo se recogía bajo el tuyo y no se transformaba. Sus besos eran secos y su aliento estaba viciado. Cuando la penetrabas había jadeos, no silencio. Tarde o temprano tuviste que llamarla por su nombre; se llamaba Jane o Jean. Janine. Por la mañana, cuando despertabas a su lado, sentías ganas de llorar. Sin embargo, lo que hacías era invitarla a desayunar.

Al cabo de unos meses conociste a Melinda, nuestra dama del banco de inversiones. Melinda, la de los trajes de chaqueta y falda y gafas con montura de alambre, la que siempre brindaba con copas de Chardonnay y te preguntaba si podrías deshacer la trenza de pelo rubio ceniza que tenía en el cogote. Su voz llenaba tu silencio y durante una temporada llegó incluso a tocar el silencio de fondo, aquel lugar de tu mente, tu corazón y tus entrañas donde sólo la gente del corto caminaba, hablaba y hacía el amor entre las sombras silenciosas.

Melinda, la que se coló en tu vida una tarde lluviosa de finales de abril o principios de mayo y se fue, sin ninguna discreción, casi cuatro años más tarde. Melinda, la del piso de Georgetown. Melinda, la de Nordic Trac. Melinda, la del embarazo no deseado. Melinda, la que consideraba su carrera profesional lo más importante. Melinda, cuya fotografía te hacía falta para recordar su cara. Tu primera esposa, Melinda.

Nada había cambiado en el interior de la cabina siete: cuatro paredes de madera contrachapada pintada y el banco de plástico atornillado a la pared frente al contador de monedas. Un cubículo de sencillez monástica bañado por la fría luz azul del monitor de televisión. La televisión y el primer vídeo de ella, Grupo de cuatro, estaban aguardando allí, aguardando el regreso de Delacorte. Era el verano de 1983, y tras un almuerzo de tres martinis que había cerrado el acuerdo de otro pleito, Delacorte se sorprendió caminando en dirección norte por la calle Catorce, viendo cómo otro edificio antiguo de los que formaban parte de ella era víctima de la oscilante maza de metal de la grúa de demolición. Tres pisos de ladrillo rojo y ventanas rotas, refugio de espectáculos porno y salones de masaje, fueron partidos por la mitad y convertidos en polvo. A continuación caería una librería para adultos, la última ficha del dominó, y la manzana quedaría limpia y preparada para los despachos de las secretarias y los corredores de bolsa.

Tanto si sus pasos fueron impulsivos como si fueron simplemente inevitables, el caso es que encontró la callejuela y se refugió del sol de agosto en el húmedo País de los Mirones. Recordó las viejas costumbres con facilidad: los billetes arrugados que salieron del bolsillo de su pantalón se transmutaron en monedas de veinticinco centavos y él se dirigió a la cabina siete con incertidumbre y nervios. ¿Estaría esperándole? ¿Habría desaparecido? La decepción se adueñó de su ser cuando el vídeo le mostró episodios sin trama y la azarosa colisión de cuerpos anónimos en habitaciones anónimas. La estrella masculina, el bigotudo Ron Jeremy, llevó a cabo con satisfacción sus juegos sexuales con una serie de cuerpos apáticos, hasta que un dólar, y luego dos, tres y cuatro, le permitieron ver la escena final, en la que el gigoló y su última conquista, la guarra de Amber Lynn, desordenaban las sábanas de una cama en un plato. Iluminada por un foco, aparece una doncella francesa con medias negras de red y volantes fruncidos blancos y aparenta sorpresa apretando silenciosamente los labios. Una puerta con celosía constituye el resguardo por el que mira disimuladamente a la pareja que se retuerce y cuyas contorsiones le llevan a tocarse con sus propios dedos los senos, el vientre y por último la entrepierna. No cabe duda de que se trata de ella. Tiene el pelo castaño y enmarañado, como Jane Fonda en Klute, y ya no está delgada sino esbelta; adopta una posición cómoda y atlética y muestra expresión de malicia cuando se desabrocha los botones de su insípido uniforme y desvela su cuerpo en ciernes, todavía joven, pálido y frágil, y sin embargo sumamente dispuesto; su boca y por fin su prieta oscuridad reciben a sus dedos con firme gozo. Esta vez no se le escapó. Delacorte insistió en comprar el vídeo y regateó con el encargado hasta que, tras una llamada telefónica, el hombre aceptó cien dólares en efectivo. Cuando Delacorte regresó a la sofocante calle con la cinta bajo el brazo parpadeó ante la implacable luz y supo con repentina certeza dónde irían las imágenes; enrolladas en cajas negras, serían liberadas de los escaparates destartalados, los teatros de mala muerte y los templos del pasado para ser llevadas a los salones, los dormitorios y los estudios de los barrios residenciales, donde miles y millones de aparatos de vídeo revelarían su vida secreta y, al cabo de un tiempo, la harían pública.

Se llamaba Charli Prince. Era su nuevo nombre, el mismo que el del personaje protagonista que ella había interpretado en la producción de Vídeo Vivo titulada El mocoso de las fuerzas aéreas. O quizá fuera su nombre de toda la vida, y sólo ahora, apenas llegada a la fama, le merecía la pena revelarlo. En la primera película en que se le reconocía su trabajo, un corto de Erotismo Sueco que duraba siete minutos y en el que hacía una felación de ensueño a un atezado obrero de la construcción, se la conocía simplemente por Cherie. La película la proyectaron en la cabina doce de El País de los Mirones durante cinco semanas en el invierno de 1980, es decir, durante la captura de los rehenes en Irán, la elección de Reagan y el lanzamiento del transbordador espacial. A éste siguió una serie de películas para Producciones el Principio del Placer en la que interpretaba el tercer o cuarto papel protagonista con el nombre de Cheri Redd. Llevaba el pelo largo, endemoniado, en mechones de fuego carmesí que meneaba furiosamente de un lado a otro mientras hombres a solas o en parejas se la metían primero en la boca y luego en la vagina antes de derramar collares de perlas blancas sobre su garganta y su pecho.

La primera vez que oyó su voz (aquel «¡Sí, sí… sí!» entrecortado e interrumpido bruscamente por unas boqueadas tan doloridas que cualquiera hubiera dicho que estaban acuchillándola) se llamaba Lotte Love. Él estaba acurrucado en una butaca del Olympic Theatre de la calle Quince, justo al lado de la calle H, donde ahora se yergue un banco. Estaba viendo su primera película como protagonista, dirigida por Raley Metzger y titulada Almas carnales. Aunque las películas de Metzger han alcanzado una relativa legitimidad, ésta en concreto parece haber desaparecido, y en las filmografías sólo se hace referencia a ella muy de vez en cuando y de forma indirecta. Durante años Delacorte tuvo que conformarse con dos fotogramas de publicidad desgastados que había encontrado en un costoso catálogo de coleccionista; en 1989, después de que sus clientes de biotecnología acabaran con su rival más importante, compró una copia de 16 mm. Los años habían nublado sus recuerdos de la película salvo los de la secuencia en que aparecía ella, pero la historia era algo que no podía olvidar: una tímida organista de iglesia, interpretada a la perfección por Kelly Nichols, le hace la felación al musculoso sacerdote de la parroquia y luego abandona avergonzada un pequeño pueblo de agricultores del Medio Oeste. Los remordimientos le hacen conducir temerariamente y muere al salir su coche despedido por un puente. Se despierta en el purgatorio, donde expía sus pecados gracias a una serie de encuentros explícitos con otras almas perdidas. Una de las difuntas (nada menos que Lotte Love) lamenta no haber hecho nunca el amor con una mujer y Kelly no tiene otro remedio que satisfacer póstumamente su deseo.

Ésta es una de las secuencias favoritas de Delacorte. Lotte tumba a Kelly como si fuera una leona famélica, la besa (aunque más bien parece estar probándola) desde la boca a la vagina pasando por los senos y luego vuelve a comenzar por el principio. Ahora tiene los labios más gruesos, como si estuviera sacando morros o le hubiera picado una abeja. Su tez está limpia, como si se la hubiera bruñido tomando el sol o rayos ultravioleta, y sus ojos azules brillan con una decidida expresión de deseo. El rojo de su pelo es más vivo y está veteado de negro. Ella es la dueña de la secuencia; domina cada gesto, cada movimiento, incluso cuando está tumbada boca arriba con los dedos de Kelly en su interior.

Delacorte se acordaba de otra cosa relacionada con Almas carnales. Fue aquella noche, a principios de los ochenta, cuando entró en la librería que había junto al Olympic y empezó a comprar revistas. No compró muchas al principio, sólo una o dos al mes, Películas de Adán y Mundo Adulto; las demás adquisiciones las realizaba en el floreciente negocio de las películas. Siempre estaba buscando fotos de ella, y así se veía recompensado una y otra vez con imágenes en las que se la veía posando, acariciando y follando y recorriendo el camino que iba desde la oscuridad hasta su ansioso corazón. En Caballero aparecía sentada a horcajadas sobre un jugador de fútbol americano con suspensorio, atormentando el tieso pene con sus pompones de animadora; en Rufián le chupaba el tacón de aguja a una directora de cárcel ataviada con un uniforme nazi; en Guía para los amantes del látex se la veía resplandeciente de negro y rojo.

En el número de enero de 1986 de Galería abandonaba el personaje de Lotte Love para posar en el papel de Sherry Ellen Locke, una «chica del barrio» de Misuri, que había nacido el 11 de junio de 1964 y sentía pasión por las películas de vaqueros, el chocolate blanco y el Indy 500. Si no llega a ser por la pose de la página 103, quizá no se hubiera fijado. En ella ladeaba los hombros al inclinarse sobre un Ford Mustang antiguo y avanzaba la barbilla, los senos y la cadera con descuido y malicia. Sólo tardó un segundo, pero luego ya no tuvo duda: era ella.

Tenía el pelo liso, sedoso y de un tono rubio insufrible (la clase de rubio que se confunde con el plateado y el blanco), y los senos inflamados como pomelos maduros de una firmeza inverosímil. Su oscuro bronceado, que había conseguido bajo el sol de California, quedaba cortado por la línea azul de un tanga. En las páginas siguientes estaba arrebatadora, retorciéndose con un liguero y unas medias blancas, y echada sobre una tumbona con nada encima excepto unos zapatos de tacón y crema bronceadora y las piernas bien separadas.

En cada imagen, revista o cinta de vídeo nueva ella se abre ante tus ojos y te muestra un poco de sabiduría en un mundo de piel y músculo, nailon y seda, látex y goma, cuero y cadenas; un mundo en el que lo desconocido es expresado por la suavidad de un vello rubio melocotón, la tirantez de un abdomen y la rigidez de un muslo. Ella es inmaculada e invencible, un ángel sin alas, una perfección inalcanzable… Y es insaciable. Ahora se llama Sherilyn, como puedes ver cuando hojeas un catálogo de Videoexcitación y se te manchan las yemas de los dedos con la tinta barata. Pides el vídeo en que aparece sola a Southern Shore y ves cómo se desnuda mientras baila al ritmo de una lejana melodía de rock and roll y la imagen se funde sobre vanas puestas de sol y, finalmente, sobre un consolador de plata.

Ella es Cher Lucke cuando ocupa toda la pantalla con Jamie Gillis en Ultrazorras de Hollywood Video; es Cheri en Noche de travesuras y en Pastelillos de crema 2. En un vídeo de B&D Pleasures, Atado a Sherri, es ella quien presta su nombre al título. Las estrellas que trabajan con ella son Kiri Kelly, que es sumisa y dócil y tiene el pelo desteñido, y un castigador llamado Jay Dee, un tipo barrigón con barba canosa al que le gustan las botas de montar y los antiguos tópicos del submundo del sadomasoquismo. Cuando él la llama «esclava», resulta difícil no reírse, ya que no hay duda de quién es ahí el amo. Tanto la cámara como todo lo que se ve le pertenecen a ella.

Es en la tienda de vídeos de tu barrio donde te la anuncian con el nombre de Charli Prince. Allí, en las cintas de vídeo de alquiler ocultas entre las tapas de una carpeta con tres anillas, aguardan las estrellas del erotismo; El mocoso de las fuerzas aéreas ocupa el lugar que le corresponde entre ellas. Al día siguiente por la noche seleccionas tu cita con Tracy Adams y Tyffany Minx en Maduras y juguetonas, un vídeo de Insatiable Gold, y observas su boca y sus ojos en busca de una pista, alguna sonrisa maliciosa, una señal con la cabeza o un guiño que te diga que está actuando, que sabe que estás mirando, deseándola mientras te dice su característico «¡Sí, sí… sí!» y alcanza —y tú con ella— el orgasmo.

Cada nueva cinta (aunque algunas son compradas y otras alquiladas y grabadas, todas acaban formando parte de tu colección) supone una revelación: el seductivo debut en Active Video de una despampanante rubia conocida, como muchas otras colegas suyas, por un solo nombre, en este caso Savana; la intensidad de sus chupadas interraciales en los labios de Heather Hunter; y la desesperación de sus gritos en las últimas secuencias de Muy dentro de Charli durante lo que Noticias del Vídeo Adulto describe como «su primer encuentro anal».

Te sorprendes pensando en ella en los momentos más insospechados, lo cual significa que estás enamorado, por supuesto. Estás tomando declaración a una madre joven de expresión severa cuyo hijo está clínicamente muerto como consecuencia de un error que le puede costar millones de dólares al consorcio farmacéutico demandado, y justo cuando vuelves a pedir su historial de enfermedades venéreas, te acuerdas de la célebre escena de Esencial, el vídeo que a tu amor secreto le proporcionó sus primeros quince minutos de fama, sacándola de las sombras para convertirla en todo un personaje. Recuerdas la mirada de absoluto abandono que ilumina su cara cuando cinco hombres musculosos y superdotados se acercan a ella como si fueran los vértices de una estrella. Dos de ellos la penetran, por delante y por detrás, y el tercero mete la polla en su anhelante boca abierta, mientras ella coge los penes erectos del cuarto y el quinto y los masturba a un ritmo frenético que, al igual que su cuerpo, parece palpitar y pasa de lo estándar a la pasión y de la pasión al espectáculo para finalmente hacerles alcanzar el orgasmo a los dos simultáneamente.

Es esta escena la que vuelve a acudir a tu mente la noche en que te vas a la cama con Alice, la hermana del ayudante de tu pareja de tenis en el Banco de Exportación e Importación; durante los nueve meses que pasáis juntos no te resultará satisfactoria ni un solo momento. Luego te preguntarás por qué has tardado tanto en encontrarle el defecto, en comprender esa pequeña imperfección. Quizá estabas distraído. Tenías tanto trabajo que hacer (las fusiones y las adquisiciones se convirtieron en bancarrotas y disoluciones) y tanto por ver todavía…

Y es que aquí, en la cabina siete, ella te pertenece y tú le perteneces a ella. Ella te mira desde la vibrante pantalla, se lame sus complacientes labios y esboza su interminable sonrisa. «¡Sí, sí… sí!». Sonríe en la cama, en el sofá, en el diván, en la tumbona, en la alfombra, en el suelo de roble, en la mesa de billar, en la mesa de la cocina, en el césped, en la hojarasca, en el desierto, incluso en el suelo de asfalto de un campo de baloncesto al aire libre. En el coche, tanto en el asiento delantero como en el trasero; en el suelo de una furgoneta; en la cabina de un camión de dieciocho ruedas; en la artesa de una hormigonera. En la piscina, en el jacuzzi, en la bañera, en el mar. Bajo una ducha de agua y, también, bajo una ducha de orina en una ocasión. «¡Sí, sí… sí!». Sonríe cuando lo hace y se lo hacen, sonríe cuando se mete en la boca pezones, coños y pollas que coge con la mano; sonríe cuando le cierran las esposas, le ponen la mordaza entre los dientes y la azotan con el látigo en las nalgas y la espalda. Sonríe cuando los besos ascienden, descienden y se entretienen; cuando las húmedas y rojas lenguas lamen y vuelven a lamer; y cuando los planos del semen se repiten en cámara lenta. El blanco favorito es su cara, aunque naturalmente sus senos y muchas veces su estómago también son bañados con la simiente de sus admiradores.

Ella sonríe, siempre sonríe.

«¡Sí, sí… sí!».

Delacorte saca otra moneda de veinticinco centavos del bolsillo. El monitor de televisión, que se encuentra a pocos centímetros de su cara, emite un murmullo uniforme que ahoga los sonidos que llegan de la cabina de al lado, un alboroto de gemidos apagados, y luego, en el momento en que la pantalla emite su parpadeante mensaje en letras rojas sobre fondo azul, una voz diminuta dice «Me corro, me corro…» para animar a Delacorte a que introduzca otra moneda. En una ocasión se preguntó qué podría comprar con sus monedas y trató de calcular cuánto duraba la película y averiguar qué obtenía a cambio de los veinticinco centavos. Fue un intento vano. Dentro de las cabinas no hay espiral inflacionista; con sus monedas compra éxtasis ahora a un precio tan económico como el de ayer. Es el éxtasis lo que ha descrito un movimiento en espiral, saliendo de la oscuridad por las granulosas películas y convirtiendo una cosa llamada pornografía en algo nuevo y distinto, algo llamado entretenimiento para adultos. Este viaje es el origen de un nuevo éxtasis, un éxtasis que ha sido limpiado y saneado de una manera extraña; momentos esplendorosos de gloria orgásmica en cintas de vídeo de una claridad sorprendente filmadas por cámaras que miran e indagan desde todos los ángulos. Un mundo donde los amantes tiene relaciones sexuales seguras y no dibujan un retrato de la violencia. Un mundo que los amigos, los enamorados e incluso los esposos pueden ver. Un mundo en el que una imagen puede salir de las sombras y entrar en la luz.

Durante el año anterior al accidente, el nombre, la cara y, por supuesto, el cuerpo perfecto de Charli Prince pasaron fulgurantemente por las páginas de las revistas, las cubiertas de los vídeos y las pantallas de televisión. De repente estaba en todas partes. No pasaba una semana sin que a Charli Prince se la viera en alguna parte: en el nuevo vídeo de Aerosmith; en la portada de Penthouse; en las fotografías de lencería de Elle; presentando bañadores en Inside Sports. En Entertainment Weekly le dedicaron un breve artículo; hizo una pequeña aparición en el programa de David Letterman y Brian De Palma declaró en Daily Variety que le daría un papel en su próxima película.

Ahora ya no se la veía; se la enseñaba. Ahora la cubrían con ropa. Abría los labios y mostraba la lengua, pero para pronunciar palabras: palabras y frases.

Tanto si huyó como si fue obligada a apartarse de este desnudo amanecer, el caso es que Charli Prince cayó rápidamente en la oscuridad, haciendo nada menos que una película de terror, un thriller erótico de mala calidad de Gualtiere, el italiano chiflado. Los motivos por los que aceptó este papel resultan tan misteriosos como su suerte. En la reseña a pie de página de Hard Copy e Inside Edition, se hacía sólo una sombría insinuación: hacer una película no recomendada para menores de 18 años podía proporcionarle la oportunidad que el mundo de la pornografía siempre le negaría. El tono irónico del comentario y el cruel regocijo que llevaba implícito te hirieron en lo más hondo. De Palma no tuvo ocasión de trabajar con Charli Prince, de perseguirla con su Steadicam y convertirla en su víctima. Por la razón que fuera (el instinto de un agente, el guión de Tallis, algún favor). Giacomo Gualtiere se le adelantó; fue el primero en llegar, pero también sería el último y el único.

Charli Prince tardó tan poco en convertirse en una diosa como en morir.

Pero el amor nunca muere. El amor llena este pequeño armario, el armario con cerradura que hay en la habitación de invitados de tu casa victoriana de McLean. Y no se trata de un amor vulgar y corriente, sino del amor de los gestos, las flores y las tarjetas de felicitación sentimentales. Es un amor de verdad, un amor que puede ser clasificado y contado: cincuenta y cuatro vídeos, setenta rollos de película y cientos de revistas, dos calendarios, un montón de fotogramas promocionales y la portada de un disco compacto de Pearl Jam. El famoso póster en que aparece con un bikini húmedo en una sala de juntas, el mismo que escandalizó a las feministas y levantó pasiones entre decenas de miles de universitarios, preside este testamento de tu amor.

Todo se encuentra aquí, desde el primer corto hasta la última actuación. Delacorte encontró este vídeo en una tienda especializada cercana, no oculta entre las tapas de una carpeta de anillas, sino expuesta a los ojos del mundo en un estante de cintas de alquiler: Muerte al estilo americano. El lacónico narrador, antiguo cantante de baladas playeras y protagonista de un telefilme para la NBC, pronuncia sermones sobre el control de armas y la pena de muerte en medio de un desfile de atrocidades, muchas de las cuales son reales y alguna que otra preparada. Tras el vídeo de aficionado que George Halliday realizó de la paliza de Rodney King (56 golpes en 81 segundos) aparece la grabación realizada por una cámara en el interior de una tienda coreana en el momento en que la propietaria del establecimiento dispara a una joven de quince años en la nuca. Luego se ve el hundimiento de unos balcones de hotel en medio de una fiesta neoyorquina y el incendio provocado por el FBI en el que muere una comunidad religiosa. El vuelo 232 de United Airlines queda envuelto en llamas al estrellarse durante el aterrizaje en Sioux City, Iowa; R. Budd Dwyer, el secretario de Hacienda de Pensilvania condenado a cadena perpetua por cohecho, celebra una conferencia de prensa, se mete el cañón de una Magnum 357 en la boca y se vuela la cabeza; en el plató de En los límites de la realidad, se estrella un helicóptero, decapitando a Vic Morrow y acabando con la vida de los dos niños refugiados que le acompañan. Sufrimiento y dolor, fuego y sangre; imágenes fuera de contexto; asesinatos sin causa o efecto; asesinatos que sólo tienen sentido en el momento que son grabados y en el momento que son vistos.

Por último, como si hubiera sido reservada para el final por ser la mejor parte del vídeo, se ve la toma desechada de Rosas sangrientas. Una claqueta presenta la escena y la toma, y acto seguido aparece Charli Prince. Allí está, viva y moviéndose maravillosamente con sus zapatos de tacón por un estudio de Salt Lake City, acercándose a la cámara y a ti. Es la última semana de rodaje (lo sabes gracias a tu archivo de recortes de noticias y necrológicas) y Giuseppe Tinelli, el cámara, toma un plano americano de Charli, que forcejea entre los brazos de un italiano alto y brutal cuyo nombre artístico es George Eastman. Aparece en escena el culpable, que dispara el cartucho de una pistola preparada para la ocasión; ella coge con la mano izquierda el brazo de Eastman y luego se aparta bruscamente de él, girando en dirección a la cámara y a la descarga que explota en la oscuridad; da un único paso y se encuentra con la bala cargada por error que sale como un rayo del cañón de la pistola y escupe sus grises fragmentos de metal sobre su pecho convulsionado para atravesar su cuerpo a tal velocidad que ni siquiera el impertérrito ojo de la lente puede grabarla; la bala que llena el aire de sangre y carne y le hace a ella caer al suelo dando vueltas al tiempo que el cámara se acerca milagrosamente para tomar un primer plano y grabar el preciso momento en que sus labios se mueven. Y a pesar de que no se oye ningún sonido, a pesar de que sólo hay silencio, puedes oír su voz, puedes oírle decir «¡Sí, sí… sí!» antes de que la sangre llene su boca y brote por su nariz manchándolo todo de rojo. Ella está tumbada en el suelo con los brazos y las piernas extendidas, dando patadas; la cámara sigue grabando, sin apartarse en ningún momento, mientras sus pulmones buscan aire y su pecho sufre una convulsión, luego otra y queda finalmente inmóvil.

Delacorte no ha podido contenerse. Está en pie, con una erección triunfal abultando en su pantalón. Coge el mando a distancia, pulsa bruscamente los botones y rebobina la cinta para ver la toma una vez más. Luego se abre la bragueta y aprieta el botón de imagen ralentizada.

Entonces ya sabías que tu amor no podría morir nunca. Tuviste la cinta de alquiler en casa hasta que llegó la copia que habías pedido, y luego pagaste el recargo por devolverla tarde con una Visa Oro y una sonrisa. Preguntaste si tenían un laserdisc de Muerte al estilo americano y el dependiente te respondió que lo dudaba, pero que había oído decir que existía la posibilidad de que la sacaran en CD-ROM. Luego dijo que trataría de enterarse y te informaría.

Estuviste semanas viendo la cinta, apretando la tecla de avance rápido para pasar la sucesión de horrores y llegar al minuto noventa. A continuación estudiabas aquella mancha de colores de cincuenta y cinco segundos de duración, la rebobinabas, volvías a verla ralentizada, fotograma a fotograma, al doble de velocidad y hacia atrás, hasta que llegaste a conocer todos y cada uno de sus brillos y defectos: el rayo de luz que ilumina de repente la esquina superior izquierda del fotograma en la señal de los diecisiete segundos; y el punto negro del orificio de entrada, que aparece en la señal de los veinticuatro segundos, dos latidos de corazón antes del primer espasmo; cada fotograma tiene una historia propia que contar y tú te sientas y los ves todos hasta que no queda nada por conocer.

Luego guardas la cinta en el armario y esperas y sigues esperando, pero sabes muy bien qué ha ocurrido; no hace falta que el malhumorado encargado de un establecimiento de vídeos pornográficos te diga: «La han quitado de programa». Es el fin, se acabó… Por la noche, mientras tratas de conciliar el sueño, piensas en cómo acabará la noche siguiente y la siguiente, y luego imaginas que un desfile de diosas con cuerpos firmes y piernas largas satisfará todas tus necesidades y desaparecerá cuando despiertes, dispuesto a comenzar otra jornada de trabajo. Pero la noche siguiente la pasas con Sally, y por la mañana, con la sombra de ojos corrida y olor a sudor en el cuerpo, te habla de compromisos. La siguiente la pasarás solo.

Después de Sally estás con Kate, a la que le gusta escuchar discos de Harry Connick y quiere que uses condón; después con Alyson, otra ayudante de abogado. Tras estar con Alyson mantienes una breve reunión con tu socio, que repasa la política de la firma para los casos de acoso sexual. Tú estás pensando en Alyson, en sus recortadas uñas, en el lunar que tiene en el hombro izquierdo, en el hecho de que nunca lleva los labios pintados, cuando de pronto oyes hablar de la cinta de vídeo. Es una conversación sin importancia que oyes casualmente en un bar, un comentario hecho en voz baja a tus espaldas, una risa proferida en un fondo sonoro de frases para ligar y preguntas tópicas como «¿En qué estás pensando?». Pero tú te encuentras en un círculo de trajes, hablando de leyes impositivas, y no puedes volver la cabeza y preguntar; ni siquiera puedes decir una palabra. Luego dudas que hayas oído algo. Tratas de no pensar en ello, pero los pensamientos son implacables y no dejan de prometerte que ha ocurrido de verdad. No ha pasado mucho tiempo cuando ves las palabras, o algo muy parecido a ellas, publicadas. El periódico marginal de la ciudad las pronuncia claramente y en voz alta en un artículo desaforado y burlón acerca de los eslabones perdidos de la historia de Estados Unidos: los extraterrestres de Hangar 18; el pene de Dillinger; el cerebro de John Fitzgerald Kennedy; los falsos aterrizajes en la luna; los cantores de música ligera muertos a causa de las drogas; y, por supuesto, cierto vídeo.

Todas ellas son mentiras verídicas, la comidilla de la prensa amarilla, las tertulias y los cócteles. Pero tú dispones de tiempo y de dinero. Alquilas un apartado postal, pones anuncios en todas partes y aguardas impacientemente. Pero la respuesta no se hace esperar.

La carta tiene matasellos de Rochester, Nueva York, pero el número de teléfono es de un barrio residencial de Pittsburgh. No te lo crees; sabes que es un engaño, una estafa, pero llamas de todos modos. La llamada te llena de intriga y la intriga acarrea hambre, hambre de amor. No tardas en decir que sí.

Es el vídeo más caro que has visto jamás: doscientos dólares por el visionado y el billete de avión a Chicago. Es decir: casi dos mil monedas de veinticinco centavos. Lo que compras por esa cantidad es la entrada a una oscura habitación de motel cerca de O’Hare con un semicírculo de sillas frente a una pantalla de televisión y un vídeo Hitachi en cuyo reloj parpadean las doce. Es la primera vez que vas a verla en compañía. Has pagado el dinero a una sombra y te has sentado en la silla más cercana. Un hombre de edad avanzada, el abuelo de alguien, llega cinco minutos tarde y nervioso; tose ruidosamente y se encoge de hombros dentro de su chaqueta de pana. Los otros dos hombres son amigos o conocidos, y se arriman el uno al otro como conspiradores a tu derecha, en la esquina; tienen un aspecto muy parecido al tuyo, pero evitan mirarte a los ojos.

—Caballeros —dice la voz de la sombra—. Siéntense, por favor.

Y eso es lo que hacéis, en un incómodo ambiente de azoramiento y expectación que te aísla de los otros aún más de lo que hubieran podido hacerlo las paredes de madera de la cabina siete. Cuando la sombra mete la cinta en el aparato de vídeo, te inclinas hacia el televisor y el nebuloso velo gris de su pantalla. Ahora sólo tienes que hacer lo que mejor sabes: mirar.

La cinta no tiene sonido, pero en algún lugar de la habitación oyes a alguien contener bruscamente la respiración, no sabes si a causa de la emoción o de una repentina punzada de deseo, en el momento en que la imagen aparece en la pantalla, se desplaza repetidas veces de arriba abajo, queda fija, se pone borrosa, vuelve a quedar fija y cobra nitidez. Es una película granulada de cuarta o quinta generación; parece la señal de una cadena de televisión lejana, una transmisión emitida desde el otro extremo del mundo, y además es en blanco y negro y está hecha con una cámara fija que sin duda habrán colgado del techo, ligeramente a su izquierda.

Si, a su izquierda. Porque ella está allí. Está tumbada ante ti, con los ojos cerrados, las palmas abiertas hacia arriba y desnuda, las piernas separadas de la manera más incitante que quepa imaginar. Fuerzas la vista, pero no logras distinguir con claridad la expresión de su cara, aunque estás seguro de que está sonriendo. El vídeo tiene cortes porque está sin montar. En la pantalla aparece ahora un primer plano de una hoja de papel que parece un documento oficial, un formulario con círculos y cruces hechos con tinta, el esbozo de una forma humana, algo escrito a mano y una firma. Pasas por alto los códigos y los comentarios y buscas la casilla en la que aparece su nombre: Charlotte Pressman. Un nombre frío y anónimo, tan frío y anónimo como su cadáver.

Dejas que las palabras lleguen a tus labios mientras la imagen sufre otro corte y la cámara fija cambia de ángulo. Ahora la reconoces, reconoces cada centímetro de su cuerpo, reconoces su piel, gris y cubierta de manchas, sus senos desinflados y su enmarañada mata de pelo en el momento en que se acerca el ayudante del forense con un bisturí en la mano para bailar este último baile.

La operación comienza. La mano se apoya en el hombro izquierdo, avanza hacia abajo, sube al hombro derecho y a continuación, sin levantar la hoja, desciende hasta el estómago, terminando de dibujar una Y irregular. El ayudante del forense coge los pliegues de piel y aparta las capas exteriores, dejando al descubierto el tesoro que hay dentro: tiras de músculo, bolsas amarillentas de grasa y huesos húmedos. Durante un momento que parece una eternidad, el hombre y el metal exploran el esternón, y las pinzas se introducen y sacan su corazón. Una sierra circular plateada desciende y, una vez realizado su trabajo, deja que extraigan uno a uno sus brillantes órganos, los examinen, los pesen y los cataloguen, mientras oyes la voz, la voz que lleva vanos minutos hablando pero que sólo ahora es oída: «Páncreas: normal; glándulas suprarrenales: normales; bazo: normal…». Oyes la monótona voz, que es como la repetición de una señal telefónica («normal, normal»), y el ayudante del forense mete la mano en sus lugares más recónditos, allí donde ni lenguas ni pollas han conseguido llegar, y cada vez que la mueve, saca algo más, hasta que al final queda reducida a una cáscara vacía. Pero aún hay más, por supuesto: el rápido pase del bisturí, que va de una oreja a otra pasando por la mandíbula, permite apartar las facciones, antes de que la sierra le corte la parte superior de la cabeza. La masa gris es levantada y pesada («normal, normal») y la obra llega a su fin. Por fin has conseguido verla del todo.

Te levantas y echas a andar. Quieres marcharte de la habitación, del motel y de Chicago. Pero antes oyes detrás de ti a uno de los hombres, que se pregunta en voz alta cuánto costará ver el vídeo otra vez. Pero eso no tiene precio, o al menos no un precio que puedas permitirte. Sólo tienes tus monedas de veinticinco centavos, y a ella siempre la tendrás.

No tiene ni cara ni nombre. Es carne.

Antes ibas a El País de los Mirones cada semana; el primer mes ibas una, dos o tres veces cada semana.

Ahora en cambio vas cada día, cada tarde. Sales de tu oficina y recorres las pocas manzanas que te separan de ese diminuto reducto, el último de su género que queda en la ciudad; cambias tus dólares por monedas de veinticinco centavos, te diriges a una cabina (generalmente a la siete, la cabina de la suerte), te sientas en medio de la oscuridad y te asomas por la ventana para ver la pantalla de vídeo y las mujeres y los hombres desnudos. Los ves gemir y retorcerse, pero no ves nada que te interese, nada excepto la enjuta cara de Delacorte reflejada en el cristal, mirándote.

Al final la película acabará y te levantarás del banco y volverás a la oficina, ajustándote el nudo de la corbata, dispuesto a sentarte en tu despacho, responder a las llamadas telefónicas y repasar tu expediente hasta altas horas de la noche. Pero tú estás solo y, aunque estás esperando, a la expectativa, ya no queda nada por ver.

Cuando la imagen se tiñe de azul para anunciarte que lo que has pagado con una moneda de veinticinco centavos ha llegado a su final, apoyas la frente contra el monitor y notas cómo su luz y su calidez se funden en negro. Tus ojos, atrapados por la imagen desaparecida, se clavan en la oscuridad y ofrecen su disculpa. Pero no hay escapatoria.

Estás sentado en la cabina siete, mirando la pantalla negra, a la espera de que la sombra se mueva y cambie la oscuridad por la luz para no verse sumida en la oscuridad nunca más. Entonces te das cuenta de cuántas ganas tienes de llorar, de hallar la manera de derramar lágrimas, pero por supuesto tu pene ya ha llorado por ti, como siempre.

Sacas el kleenex de tu bolsillo, te limpias la roja e hinchada punta del pene y luego las manos. Justo antes de levantarte, cuando ya estás preparado para abrir la puerta y salir al mundo, dejas caer el kleenex al suelo donde la vida que antes estaba dentro de ti se escurre gota a gota por una grieta del frío hormigón.

Douglas E. Winter nació en St. Louis, Misuri, en 1950 y es socio del bufete internacional de abogados de Brian Cave. Ha escrito o preparado la edición de nueve libros, entre los cuales cabe destacar Stephen King: The Art of Darkness, Faces of Fear y Prime Evil. Sus doscientos artículos y relatos han aparecido en publicaciones tan diversas como The Washington Post, The Cleveland Plain Dealer, The Book of the Dead, Harper’s Bazaar, Cemetery Dance, Saturday Review, Gallery, Twilight Zone y Video Watchdog. Ha sido galardonado con el premio World Fantasy y ha sido nominado para el Hugo y el Bram Stoker. Es miembro del National Book Critics Circle. Entre sus próximos proyectos figuran la biografía crítica de Clive Barker y una antología épica de relatos apocalípticos titulada Millenium. Doug vive en el bello extrarradio de Washington D. C. junto con su esposa, Lynne y sus pequineses discapacitados, Happy y Lucky.

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