CALOR

LUCY TAYLOR

Cuando las sirenas de los coches de bomberos empiezan a aullar por Niwot Street, el hombre cuyo nombre no recuerdo ya me ha penetrado. Me acomete con intensidad y diligencia mientras las sirenas rompen el silencio. El vello de la nuca se me pone húmedo. Tengo la sensación de que una bola de frío del tamaño de un puño está golpeando insistentemente mi útero.

¿Tommy? ¿Billy? Tiene uno de esos nombres de chico que terminan en Y, aunque él es un corpulento vendedor de alfombras que sonríe con disimulo y lleva anillo de casado.

¿Johnny? ¿Jimmy? Da igual.

Gruñe y se yergue. Yo me arqueo debajo de él, tan excitada que las acometidas resultan dolorosas como cuando uno intenta beber agua con los labios hinchados. Me queda tan poco para correrme, para poner fin a este espantoso frío, que puedo notar en lo alto del abdomen las pulsaciones y las sacudidas del inminente orgasmo. Pero no lo consigo. No logro relajarme y derretirme entre los brazos de este desconocido; los aullidos de las sirenas suenan cada vez más cerca y pienso: esta vez vienen por mí. Ellos lo saben…

Pero no es así, naturalmente. Todavía no. Esta vez no.

El hombre cuyo nombre he olvidado se arroja por última vez entre mis piernas como quien trata de romper un himen duro como el cuero. A continuación noto su espasmódico chorro de semen.

Luego me levanto de la cama con tal rapidez que su polla expulsa las últimas gotas sobre las sábanas azules del motel y su semen corre por el interior de mis muslos.

—Jimmy —digo. Adivino por su expresión que me he equivocado de nombre—. Tengo que irme. Esto ha sido un error. Ni siquiera te conozco. Lo siento.

Al cabo de unos minutos ya estoy vestida y me dirijo a mi coche a toda prisa. Pasa otro coche de bomberos y su sirena me recorre la espalda como un relámpago. Subo ágilmente a mi Volvo y salgo detrás del coche de bomberos a toda velocidad.

Los bomberos me conducen a una librería de segunda mano que hay en un edificio deteriorado de East Colfax. Mucho antes de llegar distingo el humo, que se eleva como un tornado en el desierto.

Luego veo las llamas. Salen por las ventanas y las partes del edificio que se han desmoronado despidiendo chispas y lenguas de fuego. El incendio está masticando y tragándose el edificio, y todos los puntos que envuelven las llamaradas se derrumban convertidos en negro carbón. Salgo del coche y me acerco a la casa hasta donde los bomberos me lo permiten, lo suficiente como para notar las ondas de calor en el aire, que parecen las barras de una jaula derretida. Cautivada, observo el maravilloso desastre. Observo cómo las llamas se follan al edificio y siento ganas de ser consumida por completo y ser reducida a ceniza y escombros.

Por el fuego. Por un hombre. Por un deseo que me destroce, me queme y me devore.

—Calor… —mascullo. Es tanto una oración como una súplica.

Calor…

El otro día estaba tiñéndole el pelo a mi amiga Shawna del tono cobre intenso que le gusta a Robbie, su marido, y empecé a hablar sobre el calor y sobre la sensación que produce, lo que puede llevarte a hacer y los hombres que me han hecho sentirlo. De los cientos de amantes que he tenido sólo ha habido tres que me lo hayan hecho sentir, y en las tres ocasiones lo he sabido cuando aún no habían transcurrido diez segundos desde que me fijara en ellos. Lo supe cuando nuestras auras se cruzaron, nuestras feromonas chocaron y se entrelazaron y todo se convirtió en una explosión de crepitantes y abrasadoras llamas.

Shawna rió al oír mi exagerada descripción y dijo:

—Parece doloroso. ¿Cómo lo sofocas?

Le dije que no lo sofocabas, sino que simplemente te hacías el harakiri en el corazón, pisoteabas tus ardientes entrañas y te quedabas fría y vacía hasta que conocías a otro hombre que te quemaba la piel al tocarte y empezabas a arder de nuevo.

Shawna meneó la cabeza y salpicó varias gotas de tinte rojo oscuro que tenía en el pelo.

—Yo nunca he sentido esa clase de calor —dijo.

Esto me dejó perpleja. Es como si Shawna me hubiera dicho en confianza que era daltónica y para ella el escarlata brillante, el púrpura chillón, el añil, el ámbar y el verde jade fueran tonalidades apagadas de gris.

Calor… ¿Cómo puede vivir alguien sin haberlo sentido jamás? ¿Y cómo puede alguien seguir viviendo si no va a sentirlo?

¿Que qué sensación produce? La misma que si tocaras algo con corriente eléctrica o te hubieras inyectado accidentalmente una droga en parte alucinógena y en parte tóxica. Se te despeja la mente. Tienes la sensación de que tu cuerpo pierde rigidez, pero no se derrumba porque la lujuria da fuerza a tus músculos y estimula vivamente las sinapsis provocando algo parecido a una multiplicidad de orgasmos; mientras tanto el calor se extiende hasta tu entrepierna y sube hasta tu corazón, alrededor del cual se entrelaza como si fuera una planta trepadora en llamas.

Hace mucho tiempo que no siento ese calor. Mi corazón empieza a sufrir de hipotermia. Estoy seca, dolida y fría. Voy en coche de Denver a Boulder y veo a los hombres deambulando tranquilamente por el centro comercial de Pearl Street. Los hay a docenas, a cientos, de todos los tipos, formas y medidas; unos son verdaderos toneles, otros están delgados como corredores de maratón, otros son robustos y musculosos, pero yo no siento nada. Sus pollas serían como paja mojada y su piel resultaría tibia al tacto, y no me causarían más que impaciencia, frustración y dolor.

Anhelo lo que he sentido en el pasado, el calor que estalla con la fuerza destructora de una ola, el calor que consume el alma y derrite el corazón para hacer que fluya, líquido y escarlata, y caiga abrasadoramente en mi coño.

Últimamente sueño con que el fuego se convierte en un hombre. Ardiente y crepitante, se acerca con determinación a mí, me agarra y me besa ardorosamente. Luego me despierto sola en mi cama.

Por el pasillo me llegan los golpes secos que da Colin sobre el teclado en su diminuta habitación. El gran escritor que nadie ha descubierto, el artista austero y célibe…

Por Dios, ¿cómo hemos podido llegar a esta situación? ¿Cómo es posible que hayamos llegado a ser tan fríos si antes ardíamos?

He sentido calor tres veces en mi vida.

La primera vez con un boxeador profesional. Se llamaba Zeke, y era todo nervio y músculo bajo una piel suave y brillante del mismo tono que el cuarzo ahumado. Vivía con su esposa en Colorado Springs y tenía cuatro hijos, pero follábamos como si fuéramos los últimos supervivientes del planeta en un piso de Zuni Street cuyo alquiler pagaba Zeke. El día en que el cirujano plástico me dijo que sería necesario operarme dos veces para curar las heridas que Zeke me había causado en los pómulos y la nariz, hice las maletas y me trasladé a casa de Shawna, donde viví una temporada.

La segunda vez fue con Neal, un modelo italiano al que conseguí convencer de que se pasara a la heterosexualidad demostrándole que podía follar de una manera tan salvaje y con una inventiva tan desenfrenada como cualquier marica de culo prieto y con pendientes. Lo dejé poco tiempo después porque llegó a aficionarse a las drogas más que yo, porque roncaba, porque dejaba las toallas en el suelo del cuarto de baño en humeantes montones que parecían cagarrutas azul pálido, porque no me gustaba su loción para después del afeitado, porque una noche llegué a casa y encontré a un adolescente en mi cama, desnudo y con una erección que le llegaba al ombligo, y porque la única polla que yo podía ofrecerle a Neal era la misma que ya me había atravesado el corazón.

La tercera vez fue con Colin. Colin es distinto de Zeke y Neal. Colin es el único que me ha abandonado antes de que yo le hubiese plantado a él.

Sigue viviendo en nuestro piso de Pascal Street, por supuesto. Sigue desayunando aquí y siempre duerme en casa, incluso después de emborracharse en uno de esos establecimientos cuya clientela tiene pretensiones literarias. Pero ya no comparte conmigo la cama. Duerme en la habitación que él llama su estudio, un cuarto diminuto en forma de ataúd que ha llenado de revistas, periódicos y cartas. Colin se considera escritor. Está siempre investigando, tomando notas y atesorándolas como una ardilla que almacena bolas de acebo. Tiene tantos libros, periódicos y montones de papel que apenas le queda espacio para la cama plegable que ha metido en una esquina de su estrecho y desordenado nido.

A altas horas de la noche, que antes dedicábamos a hacer el amor, oigo su teclado. Parece una gallina psicópata. Escribe sobre el amor pero no lo hace, describe la pasión pero ha perdido la capacidad para sentirla. La escritura le ha robado el alma.

Antes éramos unos amantes magníficos, tan magníficos que rara vez recurríamos a los juegos que tanto le gustaban a Zeke y en los que tanto insistía Neal: los grupos de tres, la búsqueda de carne fresca que deseara ser follada por los dos y la utilización de juguetes (látigos de cuero brillante, esposas, cadenas de oro sujetas a los pendientes de los pezones…). Había pasado casi un año cuando le pedí a Colin que empezara a pegarme, cuando le rogué que me rodeara la garganta con las manos y me ahogara al ritmo de sus embestidas… Pero cuando empezamos a hacer semejantes cosas, cuando por fin empezamos a aderezar la pasión con el condimento del dolor, fue como si alguien arrojara keroseno al fuego. Quedamos reducidos a ceniza. Nos alejamos del trabajo y los amigos, nos retiramos del mundo exterior y comenzamos a vivir en el que nosotros mismos habíamos creado.

Fue entonces cuando Colin se apartó de mí, cuando decidió que escribir era incompatible con la pasión y que el arte y el sexo eran enemigos naturales. Fue entonces cuando empecé a seguir a los coches de bomberos y anhelar la sensación que producen las llamas.

—Hoy me ha pasado una cosa de lo más curiosa —le digo a Colin, asomándome a su desordenado escondrijo, donde está agazapado ante su Macintosh—. He conocido a un hombre en un bar de Colfax. Hemos ido a un motel, hemos follado y luego me he olvidado de su nombre. Ni siquiera le he pedido que se pusiera un condón. Quería seguir teniendo su semen en mi interior cuando llegara a casa y te viera.

Colin se limita a enarcar las cejas. Mira fijamente lo que ha escrito, se inclina para hacer una corrección y luego se acaricia la barbilla.

—Vienes a enseñarme el resultado de tu promiscuidad como si fueras un gato con un pájaro destrozado entre las fauces. Tal vez pienses que así me muestras afecto, pero lo único que consigues es que se me revuelva el estómago.

Me apoyo contra la jamba de la puerta y froto la cadera de tal manera que se me levanta el vestido de seda que llevo.

—No se te revolvió el estómago cuando viste cómo me follaba al hombre que encontré en el bar Crosstown. ¿Y qué me dices de la mujer de Larimer Square que trajimos a casa aquella noche? ¿Y de Luke, tu querido amigo de la universidad? ¿Y de tu ex novia? Qué sensible te has vuelto desde que mantenemos el celibato, querido.

—Déjame, por favor —dice él con fría calma—. Ya me has contado lo que venías a contarme, así que ahora vete.

—De acuerdo, me voy —digo—, pero vas a empezar a desearme tanto que no podrás escribir. Vas a pensar que estoy en brazos de un desconocido y te obsesionaras por estar conmigo. Sentirás ganas de matarme.

Cuando termino de lanzar mi maldición y de pronunciar mi conjuro, me voy de mal humor al salón a encender el fuego. Me siento ante la chimenea y observo cómo las llamas se enroscan como las plumas naranjas de un exótico guacamayo. Enciendo una cerilla y la observo consumirse hasta que me abrasa los dedos. Antes yo era como esta llama. Colin y yo ardíamos exactamente con la misma intensidad… ¿Cómo es posible que alguien abandone eso por otra musa? ¿Cómo alguien puede llegar a temer la llama? Colin la teme…

Recuerdo una ocasión en que me desperté en la alfombra de piel delante de la chimenea y vi a Colin sollzando. «Gracias a Dios… —me dijo—. Pensaba que te había matado. Dios mío, he perdido el control… Ha sido como si me desmayara. Me faltaba tan poco… Estaba a punto de correrme y seguía apretándote el cuello, cuando de pronto me di cuenta de que habías dejado de moverte y… Dios mío, pensaba que estabas muerta».

Traté de consolarle, pero él se apartó. Aquélla fue la última vez que me tocó.

Al cabo de unas semanas reconoció lo que yo ya había adivinado: que su miedo no se debía tanto a que se hubiera olvidado de lo que estaba haciendo cuanto al hecho de que no lo hubiera hecho, de que estuviera estrangulándome y deseara seguir haciéndolo, de que por un espantoso momento notase que se me debilitaba el pulso bajo sus manos y ansiara matarme tanto como correrse, de que la muerte y el orgasmo se confundieran para dar lugar a una lujuria incontenible…

Sin embargo había logrado contener ese deseo y yo seguía viva. Lo que Colin no era capaz de comprender era por qué yo no me sentía agradecida.

Lo que me permite mantenerme cuerda, si es que esto puede considerarse cordura, son las largas sesiones masturbatorias y la búsqueda de hombres a los que me llevo a un motel o un parque y me follo.

También asisto a incendios. Hay un cuartel de bomberos a sólo medio kilómetro de Wilson Street. A veces, si me doy prisa, llego a tiempo para seguir al último de los coches hasta el lugar del incendio. Las llamas se retuercen y dan lametazos de una forma extraña y seductora. Me pregunto si los bomberos lo notarán, si llegarán al incendio con una erección.

Veo cómo arden unas galerías comerciales, un almacén y una casa particular, e imagino que soy yo quien ha encendido la llama, que no es la lujuria lo que me saca de quicio sino simplemente la locura, el amor por el fuego. Pero luego me pregunto si no será lo mismo.

Dormir es otra manera más de abrasarme. El hombre con cara de fuego convierte mis llamas en yesca. Es Zeke, Neal y Colin. Me toca esa parte de mi persona que nunca me tocan, esa parte que no se enciende ni siquiera cuando me follan hasta el extremo en que me veo obligada a dejar de gritar, esa parte que es el centro frío de mi ser. Su polla es una antorcha que llega a mi corazón y yo suspiro por que me queme las entrañas.

Pero para esto no vale cualquier hombre. Sólo valen esos tres, que son los que forman mi trinidad erótica particular. Y si sólo valen ellos es porque su fuego enciende el mío y arden con la misma intensidad que yo. Sólo con estos hombres follo con el corazón, la cabeza, el alma y el coño. Con los demás el asunto se reduce a la breve inserción de su polla en mi coño: se introduce la lengüeta A en la ranura B, se agita y listo. Ya puede irse, caballero. Cierre la puerta al salir y gracias.

La chimenea se queda fría y Colin no deja de teclear. A altas horas de la noche todavía puedo oír sus dedos golpeando el teclado.

Una semana más tarde voy por la noche a un edificio abandonado por delante del cual paso muchas veces al ir y volver de Colfax. Aparco a la vuelta de la esquina y entro. De día es un lugar horrible, una monstruosidad llena de escombros en un barrio desolado. Por la noche, sin embargo, este esperpento posee una belleza extraña, y antinatural. La luz de la luna crea una fascinante luminiscencia en las ventanas rotas y en las paredes agrietadas y desconchadas. Me recuerda a un templo submarino, ruidoso y abandonado, pero lleno de misterio y de huellas de una magnificencia pasada.

El edificio va a arder como un pedazo de carbón empapado de keroseno, que es lo que he traído para provocar el incendio. Permanezco cerca del fuego de una forma temeraria y no me alejo de él hasta que oigo las sirenas. El edificio queda destruido en cuestión de minutos; sus muros se desmoronan y caen hacia dentro.

¿Qué he hecho?

Mientras los bomberos apagan los puntos en los que aún pueden reavivarse las llamas, yo me quedo temblando entre las sombras, con el punto oscuro de mi vientre cubierto de hielo y el frío hecho un duro bulto en mis entrañas como si fuera un niño muerto.

Vuelvo a casa pensando que he de hacer cambiar a Colin de actitud. He de conseguir que me desee. He de conseguir que arda.

Colin me recibe en la puerta con una copa en la mano y estas imperdonables palabras:

—Lo he pensado bien y me voy.

—¡No puedes dejarme! ¿Qué he hecho yo para que te vayas?

—Nada. Todo. —Parece agotado—. Es como si me hubieras embrujado cuando me contaste lo del hombre del motel, el hombre cuyo nombre no recordabas. Sólo puedo escribir sobre ti, sobre ti cuando estás con él y cuando estás con otros hombres. Es una obsesión que anula todo lo demás. Tengo que apartarme de ti.

—¡No! —Tiro de él, y por un abrasador momento se abraza a mí y noto su miembro erecto. Sin embargo, cuando trato de cogerlo, él me aparta.

—Estás borracho… —digo.

—No lo suficiente.

—Y enfadado conmigo.

—Sí.

—Entonces házmelo notar. Pégame. Haz lo que quieras con tal que sienta algo.

—Mañana… —dice. Por un momento tengo esperanzas. Pero le he entendido mal—. Me voy mañana —añade—. En cuanto consiga dormir algo.

Luego se va a la cama de su estudio haciendo eses y cae sobre ella.

Hace un frío glacial, intolerable.

Mientras Colin ronca, esparzo periódicos, manuscritos y papeles por el suelo y vierto gasolina. Luego retrocedo, enciendo una cerilla y la arrojo al suelo.

Se produce una fuerte crepitación (algo que no esperaba) y de forma casi instantánea una brusca erupción de llamas. El fuego prende enseguida en la camisa de Colin, que suelta un rugido y se pone en pie sacudiendo los brazos y golpeándose frenéticamente la ropa para apagar las llamas. Luego alza la vista y me ve en el preciso momento en que cierro la puerta en sus narices. Consigo contener el enfurecido ataque de Colin manteniendo la puerta cerrada durante unos segundos, pero es suficiente. Los periódicos, los manuscritos y la cama deben de haber ardido enseguida. Colin está atrapado en un horno forrado de libros.

Noto el calor al otro lado de la puerta y los golpes de Colin, ahora menos fuertes. Está gritando algo (¿mi nombre?). Yo me aparto de la puerta, la abro de par en par y dentro del llameante horno veo al hombre de fuego dar vueltas como un remolino. Gira, da brincos, sacude los brazos y se retuerce. Es un giroscopio de fuego en mal estado, una peonza en llamas con el pelo zanahoria. Su ropa, su pelo y partes enteras de su cuerpo arden de una manera impresionante.

De pronto, mientras contemplo este atroz espectáculo, este angustioso baile, me doy cuenta de que sigo helada en mi interior. Ahora es peor que nunca. Nada en este mundo podrá volver a calentarme. Salvo las llamas.

Mi frío corazón es como un cristal hecho añicos. Por cada latido que da, un fragmento corta mi garganta y mis pulmones. El vello de mis brazos empieza a chamuscarse y, sin embargo, a pesar de que estoy junto al fuego, sigo helada.

No puedo soportar el frío. No puedo soportarlo ni un segundo más. Me lanzo hacia los brazos del hombre de fuego. Quiero tenerlo dentro de mí. Ahora…

Lucy Taylor se dedica exclusivamente a la literatura. Sus cuentos han aparecido en diversas publicaciones. Entre sus colecciones cabe destacar Close to the Bone, The Flesh Artist y Unnatural Acts and Other Stories. Recientemente ha publicado la novela The Safety of Unknown Cities.

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