RO ERG

ROBERT WEINBERG

El reloj del vestíbulo estaba dando las ocho cuando Ronald Rosenberg abrió la puerta de su casa. Con una sonrisa triste en los labios, asintió con la cabeza. Puntual como siempre, pensó. Lentamente se quitó el abrigo, el sombrero y la bufanda, y lo colgó todo cuidadosamente en un armario. Para entonces ya le había llegado la voz de su esposa Marge procedente de la cocina.

—¿Eres tú, querido? —preguntó.

Siempre la misma pregunta, noche tras noche, mes tras mes, año tras año. Formulada sin pensar, sin considerar lo estúpida que era. Como si un ladrón fuera a darle una respuesta distinta. Formaba parte de su rutina diaria. De su invariable, sosa, aburrida y previsible vida juntos.

—Sí, querida —dijo, suspirando mentalmente—. Soy yo.

En una ocasión, sólo en una, había tenido ganas de decir: no, soy un ladrón, joder, y vengo a robarte el dinero y a machacarte el cráneo, estúpida de mierda.

Pero sabía que no era conveniente decir algo así. Una grosería podía disgustar a Marge y entonces él se vería obligado a pasarse toda la noche disculpándose, repitiendo que no debía hacer comentarios tan crueles y oyéndole decir a ella que había sudado la gota gorda para conseguir que todo fuera sobre ruedas en su vida y que él no le agradecía el esfuerzo. La experiencia le había enseñado a guardar en secreto ideas tan peregrinas como aquéllas.

—La cena estará lista en cinco minutos —anunció Marge en voz alta—. Hoy toca uno de tus platos favoritos: estofado con patatas.

Ron hizo un gesto de asentimiento con cara de resignación. Los jueves siempre tocaba estofado para cenar, del mismo modo que los martes tocaba espaguetis y los viernes pollo. Marge lo hacía todo de una forma estrictamente rutinaria. Su vida se basaba en la organización. Cuando se decidía por un menú, no se salía de él durante meses. El único día en que había variedad era el domingo, que era cuando salían a cenar fuera. Pero incluso en tales ocasiones Marge pedía indefectiblemente pavo asado. Con guarnición, patatas y ensalada. Y un vaso de vino blanco. Y tarta de manzana para postre.

En la vida de Marge todo estaba planeado y programado. Todo era perfecto. Sabía lo que le gustaba y cómo le gustaba. Desviarse de la norma era un error, respetar un horario era lo correcto. Incluso su vida sexual estaba gobernada por una complicada serie de reglas y regulaciones, concebidas para tener la seguridad de que él sólo obtenía del acto la satisfacción justa. Ron, que en su fuero interno estaba convencido de esto, se había preguntado en más de una ocasión si se había casado con una mujer o con un robot.

Encogiéndose de hombros, revisó el correo que Marge había dejado sobre la mesilla del vestíbulo.

Como de costumbre, Marge había abierto todas las cartas, pero las había dejado allí para que él las clasificara. El correo era tarea suya. Los negocios para los hombres y los deberes domésticos para las mujeres. Marge no era una feminista, de eso no cabía duda.

La mayoría de las cartas (correo comercial, anuncios y peticiones de donativos para alguna obra benéfica) acabaron en una papelera. Frunciendo el entrecejo mientras lo hacía, Ron leyó dos veces una nota breve de su hermano en la que se quejaba de sus últimos problemas de dinero. Chris era un derrochador y un inepto como hombre de negocios. Que se encontrara en un grave aprieto económico no era ninguna sorpresa, y tampoco que confiara en que Ron iba a ayudarle a salir del brete. Ron se metió la carta en el bolsillo de la camisa, prometiéndose que llamaría a su hermano después de la cena.

A continuación metió en el mismo bolsillo el recibo del gas y el de la electricidad. Los guardaría en la cómoda y los pagaría al día siguiente por la mañana. Aunque a Ron no le gustaba reconocerlo, en muchos sentidos la costumbre y la rutina eran para él tan importantes como para su esposa.

Quedaba una carta. La miró con curiosidad. Era de una firma de tarjetas de crédito que le ofrecía la posibilidad de adquirir una nueva tarjeta con sólo firmar el formulario adjunto. Ron ya tenía Visa, MasterCard y American Express y no veía ningún motivo para cargar con otro trozo de plástico. ¿Por qué se habrían molestado en ofrecérsela?

Mientras buscaba una explicación en el anverso del sobre, reparó con irritación en que el formulario ni siquiera iba dirigido a él. Era para un tal señor RO ERG. Clavó la mirada en la carta y entornó los ojos. La dirección era correcta. Era la suya. Pero el nombre estaba sin duda equivocado. En su casa no vivía ningún señor RO ERG. Luego, en un repentino destello de perspicacia, lo comprendió.

Él era RO ERG. Por algún motivo el ordenador de la firma de tarjetas de crédito había tomado las dos primeras letras de su nombre de pila y las tres últimas de su apellido para formar el nombre de una nueva persona. Qué cosa más rara, pensó con una sonrisa en los labios. El nombre RO ERG le sugería algo salvaje e indómito. Le gustaba. Le gustaba mucho. Sin saber muy bien por qué, Ron Rosenberg se metió el formulario en el bolsillo.

—La cena está lista —anunció su esposa, interrumpiendo sus erráticos pensamientos—. Ven antes de que se enfríe.

Durante el resto de la velada no volvió a tocar el formulario. Luego, a altas horas de la noche, cuando la respiración profunda y regular de Marge le indicó que estaba totalmente dormida, se levantó sigilosamente de la cama. No tenía nada de extraño. Ron tenía el sueño ligero. Un millón de preocupaciones y molestias de poca importancia le mantenían despierto durante horas y horas. Marge en cambio rechazaba cualquier cosa que no constituyera una amenaza inmediata por considerarla poco importante. Ni un terremoto conseguía quitarle el sueño.

Sentado en el cuarto de baño, abrió cuidadosamente el sobre y examinó el formulario. Era exactamente lo que había sospechado. Se trataba de una carta generada por un programa de ordenador sin capacidad de discernimiento. En tres lugares diferentes le llamaban «señor Erg» y en una ocasión le felicitaban porque tenía un historial crediticio excepcional, algo que a Ron le resultó muy divertido, pese a que sabía que la carta no era ninguna broma. Aunque se enorgullecía de no haber tenido nunca un saldo negativo en ninguna de sus tarjetas de crédito, Ron nunca hubiera sospechado que gracias a su austeridad fueran a concederle a una persona imaginaria un crédito máximo de diez mil dólares.

—Diez mil pavos —susurró. Los números empezaron de repente a bailar en su cabeza. Aquello era un montón de dinero, una pequeña fortuna. Cerró los ojos. Se sentía extraño, agitado—. Diez mil pavos, vaya…

Ron era extremadamente cauteloso con sus finanzas. Al fin y al cabo, tenía que mantener a su esposa, pagar la hipoteca de la casa, abonar los plazos de los dos coches y ahorrar para el futuro. A final de mes no solía sobrar mucho dinero de su sueldo. Afortunadamente, a Marge no le gustaba salir por la noche, ya que su concepto de una velada animada era alquilar una cinta de vídeo.

Con la cara enrojecida de emoción contenida, Ron se dirigió a la cocina. Se había pasado la vida haciendo lo correcto, lo apropiado. Ahora en cambio podía hacer una locura sin que nadie se enterara. La tarjeta de plástico no significaba nada, puesto que no iba a utilizarla. Sin embargo encargarla constituía una rebelión pequeña pero importante. Aquello era lo que contaba.

Cogió un bolígrafo magnético del frigorífico y garabateó «Ro Erg» en el espacio reservado para la firma del documento. Rápidamente, antes de que pudiera echarse atrás, metió el impreso en el sobre con el franqueo pagado y lo puso junto al resto del correo.

—No hay nada malo en ello —musitó cuando volvió a la cama—. Lo envío sólo para ver si son lo bastante estúpidos para no retirar la oferta. Ése es el motivo. El único motivo.

Y aunque siguió susurrando aquellas frases hasta que se quedó dormido, en su fuero interno supo que estaba mintiendo.

La tarjeta llegó al cabo de dos semanas junto con la confirmación de que el límite del crédito eran diez mil dólares y la promesa de que en unos días le llegaría su número de identificación personal para poder sacar anticipos en metálico de los cajeros automáticos. Con expresión de indiferencia, Ron metió la tarjeta en la cartera y escondió la página de las condiciones bajo la pila de recibos antiguos que tenía en su archivador. No había considerado la posibilidad de tener un número de identificación personal y poder sacar anticipos en metálico. De pronto, su insignificante rebelión cobró una dimensión completamente nueva.

El número de identificación llegó al cabo de tres largos días, uno de los cuales resultó infinitamente más largo a causa de la visita mensual de su hermano. La presencia de Chris, que era alto, apuesto y ancho de espaldas y tenía una sonrisa cautivadora, siempre había hecho sentir a Ron sumamente incómodo. Su hermano era todo lo que él no era. Chris era una persona insensata, despreocupada y realmente encantadora. También era tonto de remate y estaba orgulloso de serlo. Trataba el dinero como algo que había que gastar lo más rápidamente posible, actitud que sacaba de quicio a Ron. Aunque eran hermanos, Chris le resultaba insoportable.

Por si fuera poco, Marge pensaba que Chris era muy mono y sólo necesitaba un poco de tiempo para «madurar». Era Marge quien insistía en que le prestara dinero a Chris, dinero que desaparecía indefectiblemente y sin que se pronunciara ni una palabra sobre su devolución. Hacía mucho tiempo que Ron había llegado a la conclusión de que su esposa era una ingenua.

Por suerte Chris siempre llegaba por la tarde, cuando Ron todavía estaba en el trabajo, y se marchaba después de la cena. Eso sí, con otros cien dólares que su hermano había ganado con el sudor de su frente.

—Jodido chupasangre… —exclamó Ron al ver que su hermano se alejaba en un coche mucho mejor que el suyo.

—Ronald —dijo Marge con voz severa—. Es tu hermano. Dale una oportunidad. Ten paciencia. Estoy segura de que algún día te devolverá el dinero.

Sí, ya, cuando las ranas críen pelo, pensó Ron. Pero sabía que no era conveniente decir algo así en voz alta. Con ello sólo conseguiría provocar una discusión. Ron detestaba las peleas: a Marge le causaban dolor de cabeza, por lo que luego no hacían el amor por la noche. Y para Ron el sexo era una de las pocas cosas que hacían la vida soportable.

El asunto se le olvidó rápidamente al día siguiente cuando encontró en el correo de la tarde la última carta remitida a Ro Erg. Rasgó el sobre y examinó apresuradamente su contenido. Era el número de identificación personal y las instrucciones de uso.

Ron rió entre dientes con una mezcla de regocijo y alivio. La visita de su hermano había sido la gota que colmaba el vaso. Podía soportar que le fastidiaran, pero sólo hasta cierto punto. Antes Ro Erg no había sido más que una excusa para poner a prueba la inteligencia de la firma de tarjetas de crédito. Pero con el número de identificación personal aquel asunto tomaba un giro inesperado. Por una vez podría superar a Chris en su propio juego. Y eso era precisamente lo que se proponía hacer.

—¿Buenas noticias, querido? —preguntó Marge desde la cocina.

—Sí, cariño —respondió él—. Muy buenas.

Al día siguiente por la tarde llamó a Marge y le informó que lamentablemente llegaría tarde a cenar. Se le había acumulado trabajo en la oficina que tenía que despachar antes de volver a casa, le explicó. Ron estaba seguro de que su esposa no sospecharía nada, ya que a menudo salía tarde de trabajar. No había motivo para que esta vez sospechara que no era cierto. Y así fue.

Tras informar a su jefe de que tenía que tomarse la tarde libre para visitar a un amigo ingresado en el hospital, Ron fue al cajero automático más cercano. Nervioso, insertó la tarjeta de Ro Erg y tecleó los números para pedir un anticipo de mil dólares. La operación completa insumió menos de un minuto. Ligeramente aturdido, Ron se alejó con paso inseguro del cajero con diez billetes de cien dólares en los bolsillos.

—¡Mil pavos! —musitó para sus adentros mientras avanzaba por la calle—. ¡No he hecho más que apretar unas teclas y ahora son todos míos!

Fue entonces cuando experimentó su primera revelación acerca de la vida moderna. A la sociedad ya no le importaba el origen de las personas. La gente se trasladaba de un lugar a otro tan a menudo que nadie tenía verdaderas raíces en su comunidad. Los familiares, las escuelas, los viejos amigos no significaban nada. A uno ya no lo definía su pasado. Lo único que importaba de verdad era el nombre de las tarjetas de crédito que uno tuviera. Esos pedacitos de plástico le proporcionaban a uno toda la historia que necesitara.

Había docenas de personas en su trabajo y en su barrio que lo conocían por Ron Rosenberg. Pero el cajero del banco que procesaba el recibo de su operación, el empleado de la firma de tarjetas de crédito que se ocupaba de su cuenta y el empleado de correos que clasificaba las cartas lo conocían por Ro Erg. Había dejado de ser una simple persona. Ahora era dos entidades separadas que compartían el mismo cuerpo: Ron Rosenberg y Ro Erg.

Impresionado por esta nueva percepción de la realidad, Ron trató de concentrarse en la preocupación más inmediata: qué hacer con el dinero. Si lo llevaba a casa, Marge lo descubriría y por tanto se enteraría de la existencia de Ro Erg.

Él no podía permitir que esto ocurriera. Ro Erg era su secreto. Y tenía la intención de que lo siguiera siendo. Presa de la inquietud, llamó a un taxi. Necesitaba una copa. Pero no en aquel barrio, cerca de su oficina, donde podía verlo alguna persona conocida.

—Lléveme al aeropuerto —le ordenó al taxista con voz algo temblorosa—. Hay un bar allí. No me acuerdo cómo se llama. Ya sabe usted a cuál me refiero. Es un lugar tranquilo, un lugar donde un hombre puede tomarse una copa y pensar en sus cosas sin que le molesten.

—Claro, amigo —dijo el taxista sonriendo—. Claro que conozco ese bar. Se refiere al garito de Max, ¿verdad?

—Sí —respondió Ron recostándose en el asiento—. Ése.

El garito de Max se llamaba La Liga Roja, un tugurio iluminado con luces tenues que tenía una docena de reservados de madera junto a la pared del fondo. Su única virtud era que no tenía jukebox. A excepción de un anciano que hablaba con una mujer mucho más joven al final de la barra, no había ningún cliente. Era exactamente la clase de lugar que Ron quería.

—Un whisky escocés con hielo —le dijo al solitario camarero—. Doble.

Sin pararse a pensar en lo que estaba haciendo, pagó la copa con un billete arrugado de cien dólares. El camarero miró el billete fijamente por un momento y luego, soltando un sonoro carraspeo y encogiéndose de hombros, le entregó el cambio. Daba la impresión de que quería que la gente se fijara en el dinero.

Absorto en sus pensamientos sobre el significado de la identidad, Ron apenas reparó en el anciano que estaba al final de la barra cuando al cabo de unos minutos éste salió del bar tambaleándose y murmurando obscenidades. Tampoco prestó mucha atención a la mujer con la que había estado el anciano, hasta que ella se sentó a su lado.

—¿No vas a invitar a una chica a una copa? —preguntó con voz queda.

—Claro —respondió él encogiéndose de hombros. El whisky le había mareado un poco—. Pide lo que quieras.

—Ginebra —dijo la mujer al camarero—. Sola.

—Otro whisky para mí —dijo Ron, señalando el cambio, que todavía estaba sobre la barra—. Cóbratelo de aquí.

—Me llamo Ginger —dijo la mujer, y bebió un trago de su vaso—. ¿Y tú?

Suspicazmente, Ron se volvió hacia la mujer y la miró de hito en hito. Saltaba la vista cuál era su profesión. Ginger llevaba un vestido rojo ajustado que no dejaba lugar a la imaginación. También llevaba unas medias de red y un par de botas negras de tacón alto. El borde del vestido se le había subido casi hasta la mitad de los muslos, pero ella no hizo ningún esfuerzo por bajárselo.

Tenía una cara bastante atractiva, aunque el exceso de carmín, colorete y lápiz de ojos le daban un aspecto vulgar. Además, nada podía ocultar la dureza de su mirada.

Ron Rosenberg le habría dicho que dejara de molestarle. Era un hombre casado y no tenía tiempo para prostitutas. Ron nunca corría riesgos, sobre todo con mujeres como Ginger. Pero no fue Ron quien respondió.

—Me llamo Ro —dijo con indecisión—. Ro Erg.

—Encantada de conocerte, Ro —dijo Ginger soltando una risilla tonta y tratando de parecer seductora—. Pareces sentirte solo. ¿Necesitas hablar con alguien?

—Estoy intentando… —empezó Ron. Pero se interrumpió. Las palabras se le habían atragantado. Sosteniendo su copa con la mano derecha, Ginger había acercado la izquierda a su pantalón con naturalidad y la había puesto directamente sobre su muslo. Con una sonrisa en los labios, le guiñó un ojo y le apretó la entrepierna suavemente.

Ron Rosenberg se habría muerto de miedo. Las mujeres lanzadas le asustaban. Pero la mano de Ginger no estaba apoyada en la pierna de Ron. Desesperadamente, se aferró a aquella idea. Para la prostituta él era Ro Erg, no Ron.

—Vaya, vaya… —musitó ella al cabo de unos segundos, cuando sus dedos errantes se encontraron con su pene, paulatinamente erecto—. Qué grande la tienes. ¿Qué te parece si nos retiramos a uno de esos reservados que hay al fondo? Allí podremos disfrutar de nuestra conversación sin que nos interrumpan.

Ro se humedeció los labios e hizo un gesto de asentimiento. Sabía que estaba haciendo una locura, pero le daba igual. Además nadie iba a enterarse. Aquello no estaba ocurriéndole a Ron Rosenberg, sino a Ro Erg.

Tras dar un billete de cinco dólares al camarero, Ro recogió el resto del dinero y siguió a Ginger hasta el reservado más apartado. Ella le indicó que pasara y se sentara de espaldas a la barra.

—Aquí no puede vernos nadie —susurró mientras se sentaba a su lado—. Estamos completamente solos.

—Pero es que… —objetó Ron. Un atisbo de cordura había iluminado su ofuscado cerebro—. Aquí estamos a la vista. El camarero puede venir en cualquier momento.

—¿Harry? —exclamó Ginger con una sonrisa—. Él ya sabe qué estamos haciendo. Además va a llevarse una parte.

Sin darle ocasión de seguir protestando, en cuestión de segundos le desabrochó el pantalón y le bajó la cremallera. Luego metió una mano y, mientras él soltaba un gemido de excitación, le sacó la polla, ahora completamente tiesa.

—Pero qué tenemos aquí… —dijo con voz melosa al tiempo que cambiaba de postura. El movimiento hizo que el vestido se le subiera hasta la cadera. Ron no se sorprendió al ver que no llevaba nada debajo—. La mamada cuesta cincuenta —dijo secamente al tiempo que masajeaba con pericia el cipote, que estaba duro como una piedra—. Si quieres follar, son cien dólares. Ciento veinticinco las dos cosas.

—Esto no puede ser verdad —dijo Ron, moviendo la cabeza con estupefacción—. No puede serlo…

—Ya lo creo que sí, encanto —dijo Gmger. Acto seguido se inclinó, rodeó diestramente la punta de la polla con sus labios y se la chupó con suavidad. Luego sacó la lengua y, con movimientos rápidos, se la pasó por encima varias veces, tras lo cual alzó la vista y sonrió—. Esto es sexo y es de verdad. ¿Cuánto vas a pagarme?

Fue entonces cuando, aturdido por el whisky y la excitación, Ron tuvo su segunda revelación: el dinero era lo único importante. A Ginger le daba igual si se llamaba Ron, Ro o Fred Astaire. Era una fulana que sólo quería ganar dinero fácil satisfaciendo el deseo sexual de una persona cualquiera. Su nombre, su personalidad y su pasado le daban igual. Que fuera casado o soltero, rico o pobre, santo o pecador le traía sin cuidado. Lo único que le importaba era el dinero. Un trozo de plástico daba identidad a Ro Erg. El dinero le daba poder. Estas eran las verdades fundamentales, las únicas verdades que contaban, las verdades de la vida moderna.

Ron Rosenberg se habría sentido tan abrumado por la culpabilidad y tan preocupado por la posibilidad de que Marge llegara a enterarse de aquel encuentro que no habría continuado. Pero no era Ron quien había sacado los mil dólares. El dinero no le pertenecía a él, sino a Ro Erg. Ginger no había estado hablando con él. La pregunta se la había hecho a Ro Erg. Y fue Ro Erg quien le contestó con la voz empañada por la lujuria:

—Voy a pagar por todo. —Sacó un fajo de billetes del bolsillo y le dio uno de cien y dos de veinte—. Si lo haces de forma que dure un rato —añadió—, podrás quedarte con el cambio.

Satisfecho de haber tomado la decisión correcta, Ro Erg se puso cómodo en el banco y dejó que Ginger se ocupara de todo.

Ron Rosenberg, que era un hombre práctico, cauteloso y previsor, alquiló una caja de seguridad y una dirección postal en una oficina de correos cercana y pagó ambas cosas con un billete de cien dólares.

El dinero que había sobrado del anticipo de Ro Erg fue a parar a la caja de seguridad junto con una cartera que contenía la tarjeta de crédito. Allí estaba más segura que en casa, donde cabía la posibilidad de que su esposa la descubriera.

Tras su encuentro con Ginger, Ron se dio cuenta de que no podía dar marcha atrás. Ahora era un hombre con dos identidades: Ron Rosenberg y Ro Erg. Ron se encargaba de los aspectos importantes mientras Ro disfrutaba de los resultados. Era un arreglo muy satisfactorio.

La nueva dirección de Ro Erg resultó importante. Las buenas noticias se difunden con rapidez en la industria de las tarjetas de crédito. Pocos meses después de que empezara a utilizar la primera tarjeta, Ro Erg recibió los formularios para solicitar dos más. De nuevo el límite del crédito era de diez mil dólares, se le ofrecía un número de identificación personal y sólo tenía que estampar su firma para que se las concedieran automáticamente. Ron envió por correo los documentos para solicitar las dos.

Mientras tanto Ro aprendió la asombrosa verdad que encerraba el poder del plástico. Utilizando la tarjeta para acreditar su identidad, logró obtener una tarjeta de compra en unos importantes almacenes; con estos dos trozos de plástico, logró que le dieran un nuevo carnet de biblioteca; y con éste y una dirección postal logró abrir una cuenta bancaria. A continuación obtuvo más tarjetas para comprar en varias franquicias y su nueva identidad fue cobrando forma. De día en día Ro Erg iba haciéndose más real. Antes de acabar el año el señor Erg tenía una docena de tarjetas y casi cincuenta mil dólares de crédito.

Ron, siempre cuidadoso con el dinero, se aseguraba de que Ro no contrajera deudas excesivas. Como si fuera un malabarista de las finanzas, transfería dinero y anticipos de una cuenta a otra. Pedía dinero prestado de la primera tarjeta para pagar el saldo mínimo obligatorio de la segunda y luego utilizaba la línea de crédito de la tercera para liquidar la deuda mínima de la segunda. A todas las firmas les debía algo, pero se aseguraba de no deber demasiado a ninguna. Si tenía escasez de fondos, metía algo de dinero del sueldo de Ron Rosenberg en las cuentas de crédito de Ro para equilibrar el saldo. Se trataba de un complejo esquema piramidal, pero Ron sabía que podría explotarlo durante años siempre que su alter ego no derrochara el dinero o incurriera en gastos excesivos.

Mientras tanto, Ro Erg se destacaba cada vez más como una personalidad definida. El era el lado salvaje de Ron, su lado oculto, la parte que deseaba urgentemente entregarse a los placeres de la vida sin tener en cuenta si lo que hacía estaba bien o mal. Era la faceta de su carácter que su despótica esposa había reprimido y contenido. Pero Marge Rosenberg no significaba nada para Ro Erg.

Por la noche, tumbado en la cama, las dos mitades de su personalidad se enzarzaban en largos y significativos debates. La mayoría de las veces el tema central de estas discusiones era qué hacer a continuación. Ron, prudente y cauto, quería que la vida continuara como hasta el momento; Ro, insensato y cabezota, odiaba a Marge y la estabilidad que representaba. Quería romper definitivamente con el pasado. Pero Ron no se lo permitía y, aunque Ro aducía razones de peso para cambiar, aquél no estaba dispuesto a permitir que su lado oscuro tomara las riendas de la situación.

A medida que pasaban los meses, el conflicto entre los dos lados enfrentados fue agravándose. Parecía que Ro Erg ya no estaba satisfecho con ser simplemente el elemento rebelde de la personalidad de Ron. Quería llevar la voz cantante. Día tras día Ro pugnaba por hacerse con el mando del cuerpo que compartían.

Un piso barato cuyo alquiler pagaban mensualmente en efectivo les servía de escondite. Era allí adonde Ro llevaba a las prostitutas que encontraba en la calle y los bares. Ginger no había sido más que la primera de la larga serie de rameras que le proporcionaban satisfacción sexual. Si antes sólo llegaba tarde a casa una noche a la semana por tener que quedarse a trabajar en la oficina, ahora llegaba dos y a veces incluso tres. Marge nunca se quejaba. De hecho daba la sensación de que estaba contenta de su dedicación al trabajo, algo que debería haber hecho recelar a Ron. Pero no fue así. No le cabía en la imaginación que su esposa, una mujer ordinaria y vulgar, fuera algo más de lo que él creía. Fue necesario que hablara con una prostituta para que abriera los ojos.

—Veo que llevas una alianza —comentó Candy, una rubia teñida de pechos enormes y mucho ingenio, mientras recogía los cien dólares de Ro a altas horas de la noche—. ¿Sucede algo, encanto? ¿No te basta con tu querida esposa?

—Es una jodida frígida —dijo Ro—. Follar cinco minutos supone un esfuerzo excesivo para ella.

—Tal vez —dijo Candy tras soltar una desagradable carcajada—. Pero no deberías quitarle el ojo de encima.

Muchas veces las cosas no son como uno piensa. ¿Estás completamente seguro de que no se ve a escondidas con algún semental? El caso del marido travieso que se entera de que su esposa está haciendo lo mismo que él no es inusual. Muchas esposas de mis clientes se divierten con el lechero.

—A nosotros no nos traen la leche a casa —replicó Ron con indignación. Pero entonces entornó los ojos. Una idea había acudido de repente a su mente. Temblando de rabia, cerró los puños con fuerza. La verdad le había golpeado como un martillo entre ceja y ceja—. Me había olvidado de mi jodido hermano… —masculló Ro Erg. La sangre le subió a la cara en un momento, sonrojándole intensamente.

Candy, humedeciéndose los labios con inquietud, retrocedió.

—Tengo que marcharme, encanto —musitó. Y, cogiendo el bolso, desapareció.

Ro apenas se dio cuenta.

—El jodido vago de mi hermano —farfulló—. No le basta con robarme el dinero que gano con el sudor de mi frente, sino que además tiene que follarse a mi esposa.

Lentamente, Ro meneó la cabeza en señal de incredulidad. Marge llevaba años destrozándole la vida con su manía de controlarlo todo. No concebía que hubiera estado follándose a su hermano al mismo tiempo. Pero Ron supo la verdad instintivamente. La fría e implacable verdad. Era para volverse loco.

—Se van a enterar… —juró con voz empañada por la rabia—. Alguien debería decirles que nadie juega con Ro Erg.

Dos días después, mientras Ron estaba desayunando, Marge le informó de que Chris iba a ir a comer a casa.

Él asintió y esbozó una sonrisa como si se hubiera acordado de una broma privada.

—Volveré sobre las once —anunció mientras se despedía de su esposa besándola sumisamente en la mejilla—. Que tengas un buen día.

—Seguro que sí —respondió ella animadamente con un tono que confirmó sus repugnantes sospechas.

Ron Rosenberg salió de su casa lleno de furia contenida, pero fue Ro Erg quien entró (impasible, tranquilo y sereno) en un bar situado al norte de la ciudad para recoger una automática del calibre 45 que había encargado la noche anterior en el mercado negro.

—Con el cargador lleno y lista para ser usada… —dijo el camarero, un hombre voluminoso de barba poblada que se llamaba Jackson, cuando le entregó el arma y la caja de balas—. ¿Sabe cómo usarla?

—Estuve dos años en el ejército —dijo Ro mientras examinaba el arma—. Sé perfectamente cómo usarla. —Y, como si quisiera disipar cualquier sospecha, añadió—: Trabajo en un barrio peligroso. Últimamente se han cometido muchos robos. No quiero que algún colgado me dé una paliza.

—Por supuesto —dijo Jackson con un tono que daba a entender que no le importaba el uso que Ro fuera a darle a la automática—. Tómeselo con calma.

—Esa es mi intención —dijo Ro—. Gracias.

Pasó el resto de la mañana y las primeras horas de la tarde yendo de un bar a otro. Bebía una copa en uno y otra en el siguiente, tomándoselo con tranquilidad y dejando que la rabia hirviera en su estómago. Sólo de vez en cuando una chispa de Ron Rosenberg iluminaba su conciencia haciendo la inevitable pregunta: ¿Estás seguro de esto? ¿Estás realmente convencido de que estás haciendo lo correcto?

—Completamente —dijo Ro.

A las dos, tras tomar un sandwich de rosbif y un plato de patatas fritas, regresó a casa. Tal como esperaba, encontró el coche de su hermano aparcado en la entrada. Respiró hondo, bajó del coche a una manzana de distancia y fue andando hasta la casa. La puerta principal estaba cerrada con llave. Ro dio vuelta a su llave intentando hacer el menor ruido posible. Pero no tenía de qué preocuparse: el vestíbulo y el salón estaban desiertos. Sin embargo, no tuvo dificultad para adivinar dónde se encontraba su hermano. Los gritos de placer de Chris, que salían del dormitorio, hacían temblar toda la casa.

Fríamente, Ro sacó su pistola y la examinó por última vez. En su fuero interno, Ron no podía contener el llanto. Ro hizo caso omiso de su voz. No sentía ninguna piedad. Ron había permitido que Marge le destrozara la vida y él no estaba dispuesto a que hiciera lo mismo con la suya.

Tras comprobar la automática, avanzó de puntillas y sigilosamente por el pasillo en dirección al dormitorio. La puerta estaba entornada, por lo que Ro pudo abarcar la habitación con la mirada sin ponerse a la vista de la pareja. Aunque se esperaba lo peor, cuando vio la escena que estaba desarrollándose se quedó ciego de ira.

Chris estaba sentado en el borde de la cama desnudo. Tenía la cara vuelta hacia el techo y los ojos totalmente cerrados.

—Sí, sí, sí… —gemía enardecidamente con las manos sobre la cabeza de Marge. Tenía los dedos metidos en su pelo para animarla a que siguiera y las piernas totalmente separadas.

Arrodillada delante de él con las manos apoyadas en el suelo se encontraba Marge, también desnuda y chupando enérgicamente el turgente pene de su cuñado. Su cuerpo entero se agitaba al compás de los bruscos movimientos de su cabeza, mientras trataba de meterse todo el hinchado órgano en la boca. Su trasero, de frente a Ro, se balanceaba de arriba abajo a cada sacudida que daba.

Ron sentía unas intensas palpitaciones en la cabeza. El cráneo parecía a punto de estallarle. Marge se había negado a practicar el sexo oral con Ron durante toda su vida de casados. En más de una ocasión ella le había expresado la absoluta repugnancia que le daba aquello. Sin embargo, allí estaba, chupándole la polla a Chris con un frenesí incontenible.

Furioso, Ro clavó la mirada en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario, situado justo enfrente de Marge. Cada pocos segundos, ella lo miraba, veía los rápidos movimientos de su cabeza y a continuación, como si el hecho de verse en acción la excitara, redoblaba sus esfuerzos. La doble imagen de Marge haciéndole una mamada a su hermano eliminó cualquier posibilidad de compasión que pudiera quedar en la mente de Ro.

—¡Ya está, ya está! —aulló Chris, empujando con la pelvis para que su órgano desapareciera en la boca de Marge cuan largo era—. ¡Ya, ya, ya…! —Extasiado, Chris siguió gritando cosas ininteligibles. Sus dedos apretaron la cabeza de Marge para que permaneciera inmóvil mientras su cuerpo se estremecía empujado por la fuerza del climax—. Me corro, me corro… —masculló en el momento en que ella abría desmesuradamente los ojos conmocionada ante la explosión que estaba produciéndose en su boca. Medio gimiendo, medio atragantándose, hizo un esfuerzo para tragarse el semen de Chris.

Cegados por el deseo, ninguno de los dos se dio cuenta de que Ro había entrado silenciosamente en la habitación. Chris, que seguía con los ojos fuertemente cerrados, reía de placer mientras Marge seguía chupándole la polla pese a que ya había eyaculado. La primera indicación de que algo no iba bien la tuvo cuando Ro apretó el frío cañón de la pistola contra su frente. Chris abrió los ojos presa del pánico, pero antes de que pudiera abrir la boca para intentar explicarse, Ro apretó el gatillo.

El estampido de la automática llenó toda la habitación. La cabeza de Chris explotó como una calabaza madura cortada con un hacha; el disparo a bocajarro de la potente automática le había arrancado la mayor parte del cráneo y la frente. Por encima de su cuerpo y el de Marge voló una lluvia de sangre y sesos, empapando las sábanas y la alfombra como si fuera pintura roja.

Marge, aún con los ojos vidriosos y expresión de desconcierto, miró a Ro y, con la boca todavía pegajosa de semen, soltó un grito. Pero no había nadie que pudiera ayudarla.

—¡Por favor, Ron! —chilló—. ¡Perdóname! ¡Por favor!

—Lo siento, Marge, pero te equivocas de persona —dijo Ro al tiempo que le apuntaba con la automática entre los ojos y apretaba el gatillo. Disparó tres veces, destrozándole la cara hasta dejarla irreconocible.

Ro sonrió. Se sentía bien, realmente bien. Merecían morir. Se había hecho justicia. Ahora le tocaba irse a él, antes de que llegara la policía.

Examinó la habitación detenidamente. No había nada que lo relacionara con los asesinatos. Marge era la esposa de Ron, no la suya, y Chris era un completo desconocido. Ro Erg estaba libre de toda sospecha. Nadie había sido testigo del crimen que había cometido.

Fue entonces cuando vio la cara de Ron en el espejo de cuerpo entero. Lo miró fijamente a los ojos y advirtió que el miedo acechaba en su interior. Entonces observó cómo Ron posaba la mirada en los dos cadáveres que había en el suelo y se estremecía de asco. En aquel momento Ro comprendió que no podía seguir fiándose de Ron. Mientras lo tuviera cerca, no estaría seguro. Sólo cabía hacer una cosa.

Con lentitud, Ro levantó la pistola centímetro a centímetro, mientras Ron hacía una mueca de terror.

Había comprendido lo que Ro se proponía, pero no podía detenerle. Haciendo un gesto de satisfacción con la cabeza, Ro puso el ensangrentado cañón de la pistola contra la frente de Ron y apretó el gatillo.

Robert Weinberg es el único autor que ha ganado en dos ocasiones el premio World Fantasy y que ha sido elegido alguacil honorífico en un desfile de rodeo. Ha escrito nueve novelas, numerosos relatos y seis libros de no ficción. Con su obra Louis L’Amour Companion obtuvo un gran éxito de ventas. Bob también se ha encargado de la edición de casi cien antologías y colecciones.

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