OCULTO
STUART KAMINSKY
Corrine no chilló. Lo que profirió mientras bajaba por las escaleras fue más bien un gemido vibrante seguido de un pequeño lamento. No soltó un chillido de verdad hasta que salió por la puerta principal. Se había reservado el chillido para cuando tuviera la seguridad de que alguien iba a oírla.
Yo había apretado la tecla de grabación de la grabadora en cuanto le oí abrir la puerta principal. Tardó cuatro minutos en ponerse la ropa de trabajo e ir al cuarto de baño de abajo.
En una ocasión dijo: «¿Señora Wainwright?».
Lo primero que limpiaba era la habitación de mis padres. Aquel martes no estaba siendo distinto, al menos hasta ahora, de todos los martes durante los últimos cuatro años. Tardó diez minutos en acabar de limpiar la habitación de mis padres. Habría tardado media hora si hubiera pensado que mi madre estaba en casa.
La siguiente habitación era la mía.
Fue entonces cuando abrió la puerta y se encontró con lo que le hizo proferir el gemido y salir corriendo.
En realidad, el primer chillido de verdad, el que profirió en el jardín, no fue más que una prolongación del gemido. Fue el segundo el que debió de resonar por toda la calle y entrar por la puerta abierta hasta llegar a mis oídos.
Eran las nueve pasadas. Poco antes de las cuatro había ido en el coche de mi padre a Gorbell’s Woods, recorrido aproximadamente otro kilómetro a pie por Highland en dirección norte y arrojado el sombrero favorito de mi padre a un lado de la calle. Luego había dado media vuelta y recorrido los tres kilómetros asegurándome de que no me veía nadie, aunque era difícil que esto ocurriera en Platztown a menos que se tratara de un insomne mirón.
Corrine chillaba ahora de forma casi ininterrumpida, aunque sus chillidos no eran tan fuertes. Probablemente estaba corriendo por la calle, y los vecinos estaban mirando cautelosamente por sus ventanas, temiéndose que la asistenta de los Wainwright hubiera empinado el codo más de la cuenta.
No conocían a Corrine. Ella había vuelto a nacer. Era una palurda. Sé que tenía al menos una hija casada, Alicia. Ésta había venido a ayudar a su madre en una ocasión dos años antes, cuando yo tenía doce años. Debía de haber salido a su padre, ya que Corrine era patosa y gorda y ella, vivaracha y delgada. Yo apenas podía imaginarme la clase de pájaro a la que debía de parecerse el pastor de jornada reducida con quien Corrine estaba casada.
Al cabo de cinco minutos llegó el primer vecino: el señor Jomberg, que vive a dos números de aquí, está jubilado y tiene problemas de corazón. No me enteré de que se trataba de él hasta más tarde, pero me sorprende que no sufriera un ataque cuando abrió la puerta. De todos modos grabé el «mierda santísima» que profirió y los apresurados e inseguros pasos que dio al bajar por las escaleras.
¿Puede la mierda ser santísima? ¿Por qué no? ¿Se molestaría Dios en excluirla? ¿Se aseguraría de incluirla? Desde que cumplí diez años he tenido la impresión de que Dios, si existe, trabajó para crear el universo y la gente y luego, cuando llegó el momento de ocuparse de los detalles, se limitó a decir: «Que se vayan al infierno». Dios tenía muchas cosas que hacer. Cada minuto aparecían mundos nuevos. Nacían estrellas nuevas y morían las viejas. Dios estaba ocupado en algún lugar del firmamento. Yo era un detalle olvidado, uno de los detalles mandados al infierno. Llegué a esta conclusión también a los diez años, cuando estuve a punto de ahogarme en la piscina. Hacía casi un año que no sufría un ataque y me encontraba en la parte de la piscina menos profunda, pero no deberían haberme dejado solo. Lo vi venir, noté lo que el doctor Ginsberg denomina el «aura». Cuando mi cerebro empezó a cerrarse, debí de sentir pánico o confusión, y en lugar de dirigirme a la orilla de la piscina, me lancé a la parte honda.
Desperté en el hospital. Cuando abrí los ojos, mi madre empezó a decir «Gracias a Dios» una y otra vez, pese a que nunca iba a misa y cometía muchos pecados por omisión. Mi padre, que también estaba allí, suspirando profundamente, me tocó la mejilla. A Lynn, mi hermana, que es un año mayor que yo, habían tenido que sacarla de la casa de su novio.
—¿Estás bien? —me preguntó con cara de aburrimiento.
Yo asentí con la cabeza.
—Se acabó lo de bañarse solo —dijo mi padre.
Mi madre tenía que vigilarme cuando estuviera en el agua, pero había entrado en la casa para contestar al teléfono. Cuando había salido, yo ya estaba prácticamente muerto.
Fue entonces cuando decidí que yo era una de las personas que Dios había mandado al infierno.
Sería lógico pensar que un niño de diez años se deprima al tener una idea así; puede que yo estuviera deprimido durante unos segundos, pero no me acuerdo. Recuerdo que estaba tumbado en la cama del hospital pensando: «Si no existe Dios, sólo la gente puede castigarme por lo que haga. Si existe, le da igual lo que me ocurra».
Aquél fue el último ataque que sufrí. Ahora quienquiera que oiga esto podrá decir: «Ése fue el día clave. El momento traumático. El día en que comenzó todo. Ojalá lo hubieran llevado a un terapeuta. Pero ahora lo entendemos. Podemos archivar el asunto y olvidarnos de Paul Wainwright. Incluso su nombre es fácil de olvidar».
La policía llegó ocho minutos y veinte segundos después de que al señor Jomberg le diera la neura. Me figuré que estaría con Corrine en el jardín de delante, chillando y bailando en círculo como un loco. Si hacen una película, recomiendo vivamente que incluyan la escena del baile, al menos como fantasía.
Vinieron dos agentes de policía, un hombre y una mujer. Por si no queda claro en la cinta, ella dijo:
—Oh, Dios…
Y él:
—Jesús… Pide ayuda.
—Dios… —repitió la mujer.
—Billie, pide ayuda —dijo el hombre con voz trémula—. Voy a echar un vistazo dentro de la casa.
Los dos salieron de mi habitación. Yo tenía hambre. Saqué dos rebanadas de pan de la caja que tenía al lado. Puse unas tajadas de queso Cheddar en el sandwich, eché el plástico del envoltorio al contenedor de plástico y cerré el contenedor sin hacer ruido.
Acaba de dar la una de la madrugada y puedo grabar todo esto cuchicheando por el micrófono. Lo he meditado a fondo. Hay muchísima premeditación en lo que estoy haciendo.
En el techo de mi armario hay una trampilla. Antes, cuando mis padres compraron la casa, era la única manera de acceder al escondrijo. Luego abuhardillaron el ático y construyeron una habitación enorme para Lynn. A mí no me importó. Me gustan los espacios pequeños. Una vez fui con mi madre y mi hermana a Baltimore en tren. Creo que fue para consolar a mi tía Jean por la muerte de su hijo, aunque puede que me equivoque. Sólo era un niño; tendría tres años quizá. Mi madre y mi hermana se quejaron del poco espacio que había para dormir en nuestra pequeña habitación privada, sobre todo cuando bajaron las dos literas. A mí me tocó la de arriba. Incluso con sólo tres años de edad apenas tenía sitio para darme la vuelta. Me encantó. Estar así, arropado en la oscuridad…
Pero estaba hablando de la trampilla de mi armario. No se me había olvidado. En el ático levantaron una pared a cada lado para que el lugar tuviera más aspecto y ambiente de habitación. Las paredes crearon tras de sí espacios inalcanzables, estrechos pasadizos que iban de un extremo a otro de la casa. De la trampilla se olvidaron todos menos yo. Casi todas las noches cerraba mi dormitorio con llave y subía. Trepaba silenciosamente para que Lynn no me oyera. Almacenaba cosas en el espacio que había y dormía siestas en la oscuridad. Una tarde estaba solo en casa e hice un pequeño agujero en la pared, un agujero muy pequeño de forma que pudiera ver la mayor parte de la habitación. Luego fui a la habitación de Lynn y con el aspirador de mano de la cocina recogí las pocas virutas de madera que había hecho al abrir el agujero.
Pienso en las cosas. Hago proyectos de futuro. Aquí tengo una provisión completa de bebidas y alimentos enlatados y un cubo de plástico con precinto en el que puedo meter mi basura. Elijo los alimentos que tienen el olor menos perceptible. Tengo mantas, dos almohadas y casi toda mi ropa apilada pulcramente a un par de metros de distancia. Tengo un pequeño televisor a pilas que mis padres guardaban antes en su habitación. Y tengo pilas de repuesto. Me he pasado semanas buscando bichos con una linterna antes de matar a mis padres y mi hermana. El escondrijo estaba limpio.
La parte más difícil, la parte de la que estoy más orgulloso, es el falso techo, que tiene exactamente las mismas medidas del armario. Encaja a la perfección. Lo hice en mí habitación, lo probé para ver si cumplía su fin y qué aspecto tenía. Si alguien se asoma al interior de mi armario, ve un techo. El único peligro es que alguien suba a una altura de tres metros y empuje el techo. Es poco probable, pero si alguien lo hace, el techo se bamboleará un poco. A la persona que lo haga le parecerá extraño, pero eso es todo.
En el escondrijo hay aire de sobra. Los tabiques de la habitación de Lynn están hechos con listones de madera y planchas de yeso y cartón o algo así. Entre cada plancha de yeso hay un espacio, pequeño pero suficiente.
Pero volvamos a lo de esta mañana.
Al cabo de veinte minutos vinieron un médico y más policías.
—Nunca he visto cosa igual.
—El caso Walters, hace siete u ocho años. Eran cinco en la familia. Lo hizo el padre. Con un hacha, un martillo y los dientes. Había restos por todo el piso.
—Yo era demasiado joven, Barry.
—Creo que el padre sigue en el manicomio. Dios mío, ¿has visto esto?
—Estoy viéndolo, Judd.
Sé qué estáis pensando. No soy un remilgado, así que voy a hablar de ello. Os estáis preguntando qué hago con mis necesidades. Tengo una palangana de plástico para las emergencias, una grande, con una tapa. Si consigo aguantar todo el día, bajo por la noche (esta noche) y utilizo mi propio cuarto de baño. Está todo pensado; he confeccionado una lista. Llevo una copia encima con una linterna, pilas de repuesto para la linterna e incluso bombillas de repuesto. Para pasar el día tengo libros de diversas temáticas, nada que pueda usarse como rompecabezas que le permita a alguien trazar un retrato sencillo de mí.
«Lee libros de misterio. Eso lo explica todo».
«Lee novelas rosas. Eso lo explica todo».
«Lee historia. Eso lo explica todo».
«Lee novelas de caballería. Eso lo explica todo».
Luego, con claridad, el de la voz ronca dijo:
—Ésta es la habitación del hijo.
—No hay rastro de él, a menos que estos restos sean suyos. No hay cabeza, ni nada que se parezca a un niño.
—¿Has sacado ya fotos ahí? Quiero largarme de aquí.
—¿Te importa esperar en el pasillo? Anda, ve a esperar en el pasillo. No quiero que dentro de un año un abogado venga a pedirme explicaciones. Éste es un asunto serio.
—Una de dos: o encontramos el cadáver del chico antes de una hora o ha sido él.
—¿Es una predicción?
—Es experiencia. Por amor de… Pero ¿qué le ha hecho a ése?
—Nada bueno, James. Déjame trabajar aquí. Tú ve a buscar al chico y a rastrear pistas. Deja de molestarme, o no acabaré nunca. Tengo que sacar estos cadáveres de aquí y volver al hospital.
Dos hombres se fueron a buscar huellas de mí. El médico, al que habían dejado solo, estaba hablando consigo mismo, probablemente con una grabadora encendida. Oí el clic. Está grabado en mi cinta. Dijo que era un informe «previo a la autopsia», un informe «in situ». Hablaba lentamente, mejor dicho, se esforzaba por hablar lentamente o tenía dificultades para respirar: «Las tres víctimas están desnudas. Posible causa de la muerte de la mujer (edad aproximada: 45 años): destripamiento de grandes proporciones. Todo el cabello, desde el pelo de la cabeza hasta el vello púbico, le ha sido afeitado con brutalidad, probablemente después de muerta. Está decapitada. El cuerpo se encuentra en el suelo y la cabeza sobre la cama. Posible causa de la muerte del hombre (misma edad): repetidos golpes contundentes en el cráneo, con masivos daños cerebrales. Múltiples puñaladas. Posible causa de la muerte de la mujer (edad: entre quince y veinte años): penetración traumática de… No hay señales de herida de bala en ninguna de las víctimas, aunque la condición de los cuerpos es tal que será preciso realizar un examen clínico».
Apagó el aparato y dijo:
—Qué animal…
Al cabo de unos minutos, volvió el hombre de la voz ronca acompañado por uno o dos hombres más.
—Por Dios… —exclamó alguien.
—Eso es lo que dicen todos. Mirad bien y que no se os pase nada. Haced vuestro trabajo. No quiero sangre en el pasillo ni en ninguna otra parte. Los han matado aquí. Yo diría que primero les dispararon.
Me resultó difícil oír el resto de la conversación. Alguien estaba utilizando una máquina en mi habitación, algo que sonaba como un aspirador. Creo que dijeron:
—Los vecinos no han informado de ningún ruido, pero…
—¿Crees que después de matar al primero, una de ellas entró, vio el cuerpo y…?
—Quizá fue él…
—Probablemente al primero que mató fue al hombre. Es más fácil ocuparse de las mujeres.
—¿Qué clase de chico puede vivir en una habitación como ésta?
—Joder… ¿Qué clase de chico puede haber hecho algo así?
—Esta habitación parece una celda. No hay fotografías, ni cosas encima de la mesa, la manta y las almohadas son negras… Os apuesto a que su ropa está pulcramente apilada en los cajones y ordenada en el armario.
Sonido de un cajón al abrirse.
—Qué os decía.
Sonido del cajón del armario que tengo justo debajo al ser abierto. Contengo la respiración.
—Debería haber aceptado la apuesta —dijo el hombre de la voz ronca justo debajo de donde yo me encontraba—. Ha sido el chico.
Una voz nueva, temblorosa.
—Sargento, ya viene la ambulancia para llevarse los cuerpos. ¿Pueden meterlos en las bolsas?
—Pregúntale al forense —respondió el de la voz ronca, cerrando la puerta del armario y obligándome a aguzar el oído para enterarme de lo que estaba sucediendo en mi habitación. El que la puerta estuviera cerrada tenía una ventaja. Impedía en gran medida que pasara el olor.
—Han llamado Commer y Styles. Han encontrado uno de los coches de la familia y han identificado el contenido de la guantera. Está en Gorbel’s Woods, a la altura de Highland. La puerta del conductor está abierta. A media manzana en dirección norte han encontrado un sombrero en la calle. Es una especie de sombrero de pescador griego y tiene el nombre del padre en el forro.
—Se ha ido de la ciudad. A pie.
—¿El sombrero…? ¿Por qué lo habrá cogido? ¿Por qué lo habrá tirado? ¿Por qué habrá abandonado el coche? —preguntó el sargento de la voz ronca.
Todas eran buenas preguntas.
—¿Podemos irnos, sargento?
—Sí. Yo me quedaré un rato.
Pasos de alguien que sale de la habitación. Sonido lejano de una sirena de ambulancia. ¿Por qué pondrían la sirena? ¿Qué prisa tenían?
El sargento dijo algo, y aunque lo hizo con la voz demasiado baja como para que yo le entendiera, supe que estaba enfadado. Escucharé la cinta más tarde, quizá dentro de unas semanas, cuando pueda subir el volumen. Tengo curiosidad. Es comprensible, ¿no?
Abajo la gente estaba hablando, discutiendo y llamando por teléfono. Al otro lado de la pared, a medio metro de donde yo me encontraba, se oían pisadas en el cuarto de Lynn. Acerqué el ojo al pequeño resquicio que hay entre los listones y la plancha de yeso y alcancé a ver un uniforme azul en un cuerpo de mujer.
—Una monada de chica —dijo una voz de hombre joven.
Estaba seguro de que estaba viendo las fotografías que Lynn tenía de sí misma y sus amigas sobre el tocador. Pero no logré verle, y tampoco a la agente de policía que le contestó:
—Ya no.
No se quedaron mucho tiempo en la habitación de Lynn. Apenas había pasado un minuto desde su marcha cuando oí unas voces nuevas abajo, en mi habitación.
—Oh, Dios mío…
—Ya te han dicho lo que ibas a encontrar, Nate.
—Sí, pero…
Pasos de alguien subiendo por las escaleras.
—Hemos colocado las bolsas y las camillas y…
—Ya hemos pasado el aspirador y tomado las huellas en la habitación —dijo el médico—. El torso y la cabeza van en una bolsa. La chica y la mano van en otra. La mujer de la esquina… Ya te ayudo.
—Es la primera vez que hago algo así —dijo Nate—. ¿Lo sabías, Russ? Conozco casos de ancianos que mueren en la cama, chicos que reciben un disparo o maridos que acuchillan a sus esposas… Pero nada como esto. Al menos no en esta ciudad.
—Échame una mano —dijo el médico.
El sonido de una cremallera. ¿Adiós, papá?
Vi las noticias de las once con atención. Tardaron un par de días en limpiar la habitación. Cuando se llevaron los cuerpos, cerraron la puerta y precintaron la habitación. Probablemente precintaron toda la casa. Luego vendrán dotaciones de la policía, puede incluso que miembros de la policía estatal de Carolina del Sur y agentes del FBI, y quitarán la cinta, abrirán las puertas, harán más fotos, examinarán la sangre y empezarán a buscar pistas sobre mi paradero.
Encontrarán, en el segundo cajón de la cómoda empezando por arriba, debajo de mis jerséis, a mano derecha, mis notas y mapas de Nueva York. He trazado círculos alrededor de algunos barrios con rotuladores de diferentes colores y he tomado notas sobre ellos para indicar los lugares que hay que visitar y dónde puedo encontrar un piso. Nunca he ido a Nueva York ni quiero ir. Es una ciudad peligrosa y sucia. También es el lugar donde quiero que me busquen.
Plan a corto plazo: he de tener cuidado. Ir al cuarto de baño sólo a horas avanzadas de la noche, cuando estoy seguro de que la casa está vacía.
Plan a largo plazo: dentro de tres semanas o un mes, cuando me quede sin comida y ropa limpia, bajaré a altas horas de la noche, pegaré el techo falso del armario en su sitio con el bote de pegamento y luego cogeré mi bicicleta y mi casco, que están envueltos en plástico y escondidos a cinco manzanas de aquí bajo el porche trasero de los Kline. Esperaré a que amanezca y, vestido como un ciclista mañanero con casco y gafas y armado únicamente con una botella de agua, saldré pedaleando de Platztown, comeré en un restaurante de comida rápida por el camino y compraré ropa en Jacksonville, un vaquero aquí y una camisa allá. Tengo 2.356 dólares. La mayor parte la gané trabajando en el supermercado Kash & Karry. Lo demás lo saqué del bolso de mi madre y de la cartera de mi padre. Sé incluso cómo cambiar la tarjeta de la Seguridad Social y el permiso de conducir para conseguir una identidad nueva. Lo he visto en la televisión y he leído dos libros al respecto.
Todo está saliendo más o menos como lo había planeado. Llevo unos tres días ocupado con la policía. Un grupo de mujeres, polacas, rusas o algo así, ha venido a limpiar la habitación. Después de las mujeres de la limpieza, han ido viniendo cada vez menos personas, hasta que al final ya no viene nadie. Paso los días y las noches leyendo y viendo concursos, programas de entrevistas, películas e informativos con los auriculares. En las noticias de Channel Seven, la policía local ha dicho que mi acto ha sido «horroroso» e «increíble» después de que el presentador de las noticias de ámbito nacional de Washington informara escuetamente acerca del «espantoso crimen». Los habitantes de Platztown cierran con llave las puertas de sus casas y duermen con sus pistolas sobre la mesilla por miedo a que yo pueda aparecer furtivamente por la noche. También han sacado fotos: de mí con sonrisa de idiota y de mis padres y Lynn con cara de ángel.
El sargento de la voz ronca participó en la conferencia de prensa que se organizó el segundo día. Es un hombre gordo y parecía cansado. Tiene el pelo rizado y canoso, y llevaba una chaqueta informal y un pantalón que no iban a juego y que pedían a gritos que les pegaran fuego.
En la conferencia, a la que acudieron periodistas y equipos de televisión de lugares tan lejanos como Charleston y Raleigh, también habló el alcalde, quien aseguró al mundo que «la persona o personas que hayan cometido este monstruoso crimen serán encarceladas muy pronto». El jefe de policía fue prudente al responder a una pregunta de un periodista y dijo que yo era sin duda el principal sospechoso, pero que cabía la posibilidad de que fuera la cuarta víctima y que estuviera enterrado en el bosque o, insinuó, que me hubieran secuestrado por placer perverso. Un periodista de Channel Seven le preguntó:
—¿Y si tuvo ayuda?
—No se ha denunciado la desaparición de ninguna otra persona de la ciudad —respondió el jefe con una sonrisa astuta.
—Entonces cabe que la persona que haya podido ayudarle se encuentre todavía en la ciudad —dijo el periodista—. Puede que sea uno de nuestros hijos.
—Es poco probable. Creemos que Paul Wainwright está en Nueva York o que pronto lo estará —respondió el jefe.
—¿Cómo lo saben?
—¿Por qué Nueva York?
—Se han encontrado documentos en la habitación del sospechoso —dijo el sargento de la voz ronca, que se había presentado como James Roark.
—¿Qué documentos?
—¿Ha dejado un diario?
—Ha dejado a su familia muerta, desnuda y hecha pedacitos —masculló Roark.
En aquel momento Channel Seven devolvió la conexión a Elizabeth Chanug, que se encontraba en el estudio. Ella dijo que, según fuentes bien informadas, la policía sabía con certeza que yo ya me encontraba en Nueva York y que habían estrechado mi búsqueda en zonas concretas de la ciudad.
La mejor parte estuve a punto de perdérmela: la emitieron en Channel Ten, donde entrevistaron a gente que me conoce.
El señor Honeycutt, el director del instituto, con quien no he hablado más que en un par de ocasiones y de pasada, dijo:
—Era un chico reservado y un estudiante excepcional. No tenía muchos amigos.
La señora Terrimore, la consejera académica, una masa informe de carne fofa que trataba de disimular con trajes hechos a medida, declaró:
—No voy a revelar aspectos confidenciales, así que todo lo que puedo decir sobre él es que era un muchacho inteligente que manifestaba una actitud a la defensiva y tenía sin duda dificultades.
Ha hablado conmigo en dos ocasiones, y en ambas se metió en la boca pastillas de mentol para la tos y apenas levantó la vista del informe que estaba cumplimentando. Todo lo que me dijo fue: «Pasa, ¿qué tal estás? Muy bien, el siguiente». Si le hubiera apuntado con una pistola, se habría sonado las narices y habría dicho: «¿Qué tal estás?».
Jerry Walters, el capullo que va vestido como un rapero y parece salido de un cagadero, dijo:
—Paul estuvo en dos de mis clases este semestre y en dos el pasado. Yo me sentaba a su lado porque va por orden alfabético y nuestros apellidos están muy cerca. Paul no hablaba mucho pero era buen estudiante. Tenía una sonrisa extraña que me daba escalofríos. No tenía ningún amigo de verdad, al menos que yo sepa. Pero me echó una mano en varias ocasiones.
Le eché una mano al dejarle que me copiara los deberes regularmente durante los dos semestres que estuvimos juntos.
Milly Rugosa, bonita y empalagosa, vestida ahora de rosa, con los labios rojos y gruesos para la cámara y mirada de despiste para aparentar preocupación femenina, dijo:
—Yo no diría que éramos amigos. En realidad no hablaba mucho con él. Era un tanto siniestro. Pero nunca causaba problemas.
¿Siniestro? Así es como los estúpidos ven las cosas a postenori. Yo nunca he sido siniestro, nunca. Era normal, llevaba la ropa y los dientes limpios, me reía cuando había que reírse, hacía los trabajos que los profesores pedían, lamentaba —aunque con pesar, no con enojo— la desgraciada situación de los hambrientos de todo el mundo, la propagación del sida, la intolerancia generalizada y la inhumanidad que el hombre muestra hacia su prójimo. Iba a partidos de baloncesto y de fútbol y a las reuniones previas a las competiciones que se organizaban para animar a nuestro equipo. Incluso llegué a llevar a mi prima Dorothea al baile de fin de curso del segundo año. Tema musical programado: A Touch of Springtime.
Milly Rugosa.
Labios como una flor roja.
Vestida toda ella de rosa.
Casi nunca decía hola.
Milly Rugosa.
Con la piel fina y sedosa.
Boba e idiota.
Lo que te haría si te pillara…
El señor Jomberg, respirando con dificultad por sus problemas del corazón y el enfisema, vestido para la ocasión con un vaquero desgastado y una camisa de franela en que destacaban los rojos y los negros, con los pulgares metidos en los bolsillos, un montañero campechano, dijo con sabiduría popular:
—Los Wainwright eran buena gente. Siempre te daban los buenos días por la mañana. La chica era inteligente y siempre se mostraba amable y educada, algo poco frecuente hoy en día. ¿El chico? —Jomberg movió la cabeza en un gesto de tristeza—. Era un enigma. Era siempre educado y mostraba cierto interés en mi jardín. Parecía llevarse bien con mi perro. Este asunto es muy desagradable.
¿Un enigma? ¿Había corrido Jomberg a consultar su diccionario? ¿O acaso había empezado a explotar una veta desconocida del estúpido filón de los tópicos? ¿Que yo mostraba interés en su jardín? Pero ¿dónde vivía el señor Jomberg? ¿En el país de la fantasía? Y luego va y dice que me llevaba bien con ese asqueroso chucho que tiene. Si supiera que me planteé seriamente destriparlo…
A Connie no la entrevistaron. Mejor. No habría servido para nada, aunque quizá hubiera dicho algo positivo sobre mí. Siempre fui educado con ella. Siempre fui educado con todo el mundo.
Conforme pasan los días Channel Seven informa cada vez menos sobre lo que he hecho. En las noticias nacionales dejaron de hablar de mí al tercer día. Channel Seven ha dejado hoy de hacerlo. No hay ninguna novedad acerca de mí. No hay nada que informar.
Un día sí y otro no bajo cautelosamente a mi habitación a eso de las dos de la madrugada, aguzo el oído para asegurarme de que no hay nadie en la casa, voy al cuarto de baño, me lavo, seco la palangana con el papel higiénico que llevo, tiro por el retrete lo que haya que tirar y regreso rápidamente al armario.
La primera vez que lo hice, al tercer día, estaba algo alterado, lo reconozco. No asustado. Era la aventura, el reto, el peligro… Me detuve en medio de la habitación y, gracias a la luz de la luna en cuarto creciente, confirmé que la habían limpiado, algo que ya sabía a causa de los sonidos que había oído durante el día. La cama estaba apoyada contra la pared. Le habían quitado todo excepto los muelles. La cómoda seguía en la esquina, sin nada encima. El escritorio está vacío ahora.
El policía de la voz ronca, James Roark, trajo durante el día a mi tía Katherine y recorrió con ella toda la casa. Oí que abrían la puerta de mi habitación.
—¿Está segura de que podrá soportarlo, señora Taylor?
Ella no respondió. Debió de hacer un gesto con la cabeza.
—Yo voy a quedarme aquí. Le echaré una mano si necesita ayuda.
Sonido de algo al ser arrastrado. ¿Una caja de cartón al ser abierta? Imaginaciones mías. Cajones al ser abiertos. Respiración profunda de tía Katherine. Su marido, el hermano de mi padre, la abandonó a ella y a Dorothea cuando yo era pequeño. Me pregunté si se enteraría de esto por la prensa o la televisión o si estaría muerto. «Estaría muerto». ¿Os habéis fijado? En condicional. Díganselo al señor Waldemere si lo encuentran. Usted enseñaba bien, señor Waldemere. Yo le prestaba atención. Tenía un futuro prometedor, ¿eh, señor Waldemere?
Mi habitación parecía una tumba. Estaba sumida en la oscuridad, a la espera del juicio final… Cada vez era más pequeña, por lo que tuve que acurrucarme en una esquina y ponerme en posición fetal. Volví a subir y me encerré.
Han pasado dos semanas, es martes y son las dos y veinte de la madrugada. Acabo de tirar una bolsa de basura verde llena de ropa sucia y otra llena de comida y basura al suelo del armario. He apoyado el techo falso sobre las barras de las que colgaba antes el resto de mi ropa y he descendido con el mayor sigilo. He tardado quince minutos en cerrar el techo. Estoy empapado en sudor. Hace calor y el aire acondicionado no está encendido. ¿Por qué habría de estarlo? He dejado el televisor, la radio y todos los libros —menos uno— guardados en el escondrijo. He cogido un ejemplar de bolsillo de la poesía de lord Byron y lo he metido en el bolsillo de atrás. También he cogido esta grabadora. Tengo pensado dejar constancia de mi viaje por la vida. Una cinta y otra y otra y otra… Cientos de cintas, miles quizá. Las dejaré a la vista de todo el mundo. Las catalogaré cuidadosamente y diré a los visitantes que tengo pensado publicarlas algún día.
Dentro de tres años o cinco o diez o medio siglo, cuando remodelen la casa o la derriben (si es que no la demuelen antes de dos meses porque nadie quiere comprarla), algún arqueólogo circunstancial descubrirá en el escondrijo los vestigios de mi engaño.
¿Se sentirán maravillados por mi inteligencia o me considerarán simplemente un loco? No me hago ilusiones con la gente. Deposito las susurrantes bolsas en el suelo para abrir la puerta. Luego bajaré por las escaleras, saldré por la puerta trasera, seguiré por la callejuela y las echaré al contenedor de basuras que hay frente al supermercado de Rangel y Page. Lo vacían los viernes por la mañana. Luego, al alba, un ciclista mañanero avanzará con la cabeza gacha por la autopista y mi verdadera identidad permanecerá… oculta.
Paul Wainwright bajó sigilosamente por las escaleras, avanzando a tientas a causa de la oscuridad casi completa en que estaba sumida la casa, con las bolsas de basura balanceándose sobre su espalda y la grabadora en una mano. En el salón, las cortinas dejaban filtrar una franja de luz de una farola cercana.
Paul había dado cuatro pasos en dirección a la cocina cuando oyó la voz de su padre:
—Deja las bolsas suavemente en el suelo, Paul.
Paul dejó caer las bolsas y se volvió hacia la parte más oscura del salón.
—Ve a sentarte en la silla que hay junto a la ventana —le dijo su padre.
Paul tenía las rodillas como un flan. No se movió durante todo un minuto. Luego volvió a oír la voz, que salía de la silla favorita de su padre:
—Siéntate, Paul. Hazlo.
Paul se dirigió a la silla que había junto a la ventana y miró hacia la voz de su padre en la oscuridad.
—Tengo que saber el motivo —dijo su padre cansinamente.
—Usted no es mi padre —dijo Paul.
—Algo por lo que doy gracias a Dios —dijo la voz.
—Usted es Roark, el sargento James Roark.
Roark estaba casi dormido cuando había oído el ruido en el piso de arriba. Un golpe sordo y luego otro. Después había oído algo que se arrastraba y chocaba (madera o plástico) contra algo duro. Podía ser un ladrón, pero Roark no lo creía.
Durante la semana siguiente a los asesinatos, había dormido cada noche dos o tres horas de forma irregular. Su esposa le había recordado que en un plazo de dos semanas iban a visitar a su hija a Mount Holyoke y que tenía que solicitar los días de vacaciones. Él había respondido que sí y se había olvidado del tema; luego, cuando llegó la hora de hacer las maletas y marcharse, tuvo que decir que no. Tenía que quedarse y encontrar a Paul Wainwright.
Su esposa no discutió. Había visto a su marido de aquella manera sólo en una ocasión: cuando habían perdido a su primer hijo antes de que cumpliera un año. Era mejor dejarle tranquilo y que se curara. Era mejor que el asunto se solucionara de la misma manera que se había solucionado veinticinco años antes.
Cuando su esposa se marchó, Roark se tomó sus vacaciones y durmió durante el día con la habitación iluminada por la luz del sol y el teléfono desconectado. Por la noche iba discretamente a la casa de los Wainwright y se sentaba a esperar en el salón con la esperanza de que el muchacho regresara. Tenía la certeza de que el muchacho no había ido a Nueva York. Las pistas eran demasiado obvias: los círculos de los mapas habían sido trazados con prisa y la sangre que había en la esquina de uno de ellos era del padre, lo cual indicaba que los mapas habían sido guardados en el cajón después de que el padre fuera asesinado; nadie había informado de que se hubiera visto pasar por alguna población cercana o subir a un autobús, tren o avión a un muchacho que respondiera a la descripción de Paul; y el segundo coche de la familia seguía en el garaje. No, lo más probable era que Paul Wainwright se encontrara todavía en Platztown o en algún lugar cercano. Habían buscado sin éxito, de manera que Roark se había aferrado a la esperanza de que el muchacho volvería a casa cuando lo considerase seguro. Regresaría por la ropa y el dinero que tuviera escondido y a echar un último vistazo. Roark tenía una corazonada, lo cual no era gran cosa. La mayoría de las que había tenido en el pasado habían fallado, pero no disponía de ninguna pista válida y necesitaba justificar las noches que pasaba en el salón de los Wainwright. Ahora comprendía que Paul Wainwright había estado escondido en la casa durante más de dos semanas, dos pisos encima de donde él se encontraba. A la tenue luz que entraba por la ventana, el muchacho parecía pálido y delgado, y su oscura camiseta palpitaba a causa de los latidos de su corazón.
—¿Qué tienes en la mano? —preguntó Roark—. Levántalo para que lo vea.
Paul levantó la grabadora.
—Pon la cinta.
—Es que… —balbuceó Paul.
—Ponla —insistió Roark, y Paul apretó la tecla de rebobinado. Los dos escucharon el zumbido hasta que el aparato hizo un chasquido y Paul apretó la tecla de reproducción.
Al cabo de veinte minutos, la cinta llegó a su fin haciendo otro chasquido.
—Eso no explica gran cosa —comentó Roark.
—Es todo lo que hay —dijo Paul.
—Pero no da ningún motivo —insistió el policía—. Yo necesito un motivo.
—Cuando tenía diez años —dijo el muchacho—, descubrí que no sentía nada por nadie, ni por mis amigos ni por mi familia. No significaban nada para mí. No me gustaban, pero tampoco los odiaba. Yo era sencillamente mejor que ellos, más inteligente porque no estaba sujeto a la confusión…
—Eso es una tontería —dijo Roark.
—No. Es verdad.
—Pero, por amor de Dios, ¿por qué violaste a tu hermana antes… antes de…?
—Porque podía hacerlo. Podía hacer cualquier cosa. Estaba excitado por el poder y la sangre —dijo el muchacho sin alterarse.
—¿Y qué me dices de tu madre? Por Dios… ¿Con qué le arrancaste el corazón? ¿Con las manos?
—Con las manos y con un cuchillo —contestó el muchacho.
—Última pregunta. ¿Por qué acuchillaste a tu padre no una sino seis veces?
—Quince —dijo el muchacho—. Le apuñalé quince veces.
—La cinta es una pamema, ¿verdad, hijo? Querías encontrar la manera de que te capturaran para que alguien escuchara la cinta. Si no te hubiera atrapado esta noche, habrías encontrado la manera de que alguien lo hiciera.
Paul Wainwright intentó reírse, pero lo que salió de su garganta fue un sonido seco y ahogado.
—Nadie ha violado a tu hermana, Paul, y nadie ha arrancado el corazón a tu madre. Pero tienes razón: a tu padre le acuchillaron quince veces.
—Los maté yo —dijo Paul con voz entrecortada—. Y casi he conseguido escapar.
—Ni mucho menos —dijo Roark—. Tu vida no tiene nada que ver con la del muchacho de esa cinta ni con lo ocurrido en tu habitación. ¿Quieres que te diga cómo lo he averiguado?
—No.
—Voy a contártelo de todos modos. La noche del lunes de la semana pasada volviste a casa después del partido de los Tolhver. No había nadie salvo tu padre. El te dijo algo así como: «Vamos a tu habitación. Tengo algo que decirte». Tú estabas de buen humor y pensaste que eran buenas noticias, o malas, quién sabe. Subiste, abriste la puerta y viste lo que les había hecho a tu madre y tu hermana. Enloqueciste de furia. Le golpeaste con la lámpara y cuando cayó le cogiste el cuchillo de la mano y le diste una cuchillada por cada año de tu vida.
—¿Y el techo falso del armario? —dijo el muchacho intentando convencerle—. Me costó…
—Oye, eres un chaval. Mi hija tenía un escondite en la alacena. Probablemente lleves años subiendo ahí arriba, escondiéndote y espiando a tu hermana.
Paul hizo ademán de levantarse.
—Siéntate, hijo —dijo Roark—. No vas a levantarte hasta que respondas a unas cuantas preguntas más. Comprendo por qué mataste a tu padre. Llevaba dos años yendo a un psiquiatra de Charlotte, lo cual demuestra que se trataba de un hombre que necesitaba ayuda. Entre tú y yo, y aprovechando que no estás grabando, te diré que podrías llamar a un buen abogado y presentar una demanda contra ese psiquiatra por no haber previsto lo que iba a ocurrir.
—Los maté yo —replicó el muchacho.
—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué te has escondido allí arriba? ¿Por qué has grabado la cinta? ¿Por qué querías hacernos creer que los habías matado tú?
El muchacho estaba temblando.
—Los maté yo —repitió.
—Cálmate. ¿Tienes frío?
Paul hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Déjame probar —dijo Roark—. Mi padre está vivo todavía y tengo hijos. Querías proteger el nombre de tu padre.
—Debería haberlo previsto —dijo Paul con voz queda—. Por los detalles, las cosas que decía… Y los enfados y los lloros. Debí habérmelo imaginado. Mi madre debió imaginárselo y mi hermana también, pero no son… no eran…
—Tan inteligentes como tú —concluyó Roark—. ¿Fue culpa tuya que las matara porque eres más inteligente que ellas y deberías haberle parado los pies a tu padre?
Paul no dijo nada. Se abrazó y empezó a mecerse bajo la luz filtrada de la farola.
—¿Fue culpa de tu padre?
—Estaba enfermo. Alguien debería haberle ayudado. Era un buen marido y un buen padre.
—Éste no es mi campo —dijo Roark—, pero voy a intentarlo una vez y luego dejaré el tema a los especialistas. Mataste a una persona, a tu padre, quien asesinó a tu madre y a tu hermana e intentó asesinarte a ti. Tú no eres responsable de lo que él hizo. No podías hacer nada para impedirlo porque era imposible que supieras que iba a perder el control. Mucha gente va al psiquiatra y se comporta de una manera extravagante. Yo fui al psiquiatra hace años. Gritaba a mi familia y me comportaba como un cabrón, hablando en plata.
El muchacho seguía meciéndose, abstraído. No era la primera vez que Roark veía algo así. Se levantó de la silla, fue a su lado y lo miró. Luego se quitó la chaqueta y la puso sobre los temblorosos hombros del muchacho, pese a que en la habitación había un ambiente húmedo y caluroso.
—Vamos —dijo el policía, ayudándolo a levantarse y metiéndose la grabadora en el bolsillo.
Paul no opuso resistencia. Pasaron al lado de las dos bolsas de basura verdes.
—Yo creía… —balbuceó Paul, recorriendo la habitación con la mirada—. Yo creía… —repitió. Alzó la vista y, mirando la gruesa cara irlandesa del policía con lágrimas en los ojos, trató de acabar la frase—: que hay algunas… algunas cosas que deberían permanecer…
El policía lo abrazó y la acabó por él:
—Ocultas.
Stuart Kaminsky ha escrito treinta y tres novelas. Entre sus series de intriga destacan las protagonizadas por el inspector ruso Porfiry Petrovich Rostnikov, el investigador privado del Hollywood de los años treinta Toby Peters y el adusto Abraham Lieberman. Por la novela A Cold Red Sunrise ganó el premio Edgar de la asociación Mystery Writers of America. Sus libros Exercise in Terror y When the Dark Man Calis han sido adaptados al cine. Es profesor de cine, televisión y sonido en la Universidad Estatal de Florida y autor del guión de la épica película de gángsters de Sergio Leone Erase una vez América así como el de A Woman in the Wind.