PRISMA
WENDY WEBB
Unas se acercaron y hablaron con ella. Las demás permanecieron dentro de su cabeza y se escondieron. Al igual que ella. Janie las mataría si salieran. Podría matar a las que se atrevieran a hablar ahora. Janie podría matarla a ella incluso si se acercaba demasiado y le hacía daño con sus palabras. Se retiró a un oscuro recoveco de su mente a esperar y observar.
—Eres una niña mala, Janie Hoy te has portado mal, muy mal. Ahora tendrás que pagar por ello.
El cuchillo dentado le cortó la muñeca, moviéndose como una sierra.
Janie no sintió dolor mientras veía cómo los diminutos dientes del cuchillo rasgaban la piel y hacían brotar la sangre. El dolor no era de su responsabilidad. No se arrepentía de lo que había hecho esta vez. Lo único que sentía era amargura porque le hubiera descubierto la virtuosa de Tatum.
Era inevitable que Tatum se enterara. Ella lo sabía todo. Todos se enteraban, al final.
El cuchillo cayó al suelo. Tatum no se movió para recogerlo. Bien. Quizá el castigo había acabado.
Janie tiró del vestido que se ponía para la catequesis, que le ceñía el incipiente pecho, y manchó de sangre la suave pana verde. Por la ventana rota de la cocina que daba al agrietado pórtico de cemento y al oscuro bosque del patio trasero entraron unas ráfagas de nieve flotando sobre una repentina racha de viento y se posaron suavemente sobre sus zapatos de charol negro.
En aquel momento entró Tina, achatada como una rana sobre una hoja de nenúfar, y observó cómo los blancos copos se derretían.
—¿Ves, Janie? ¿Ves lo bonitos que son? A mamá le gustarían. Y a Beau también. —Su interés decayó tan rápidamente como había surgido—. Vamos a pintar. Tengo una nueva caja de ceras. —Luego, de mala gana, como era habitual en ella, añadió—: Las compartiremos.
Janie consideraba a la niña poco más que una mocosa apenas consciente de nada aparte de sus necesidades inmediatas, por lo que no le hizo caso y cruzó los brazos. La niña era una de las nuevas. Y era molesta. Se estremeció por la bajada de temperatura que se había producido al romperse la ventana y se dio cuenta de que estaba enfadándose de nuevo. Por si lo que tenía que hacer no era suficiente, ahora tenía que preocuparse de una niña quejica que quería pintar.
—Mira qué estropicio. Mira. Y en cualquier momento llegarán las visitas del domingo. —Betty soltó un bufido de disgusto, recogió los fragmentos de cristal y los arrojó al cubo de la basura debajo del fregadero. Cogió una violeta arrancada del montón de turba que había esparcida por el suelo y se lo enseñó con gesto acusador—. ¿Qué es esto? ¿Un nuevo método de horticultura? Ahórratelo para Hazel, esa mujer que sale por televisión. Hago todo lo que puedo para mantener tu habitación limpia. —Recogió una zapatilla azul marino, una chaqueta desgarrada y una corbata de cachemira rota, y las arrojó al armario de los abrigos—. Menos mal que tu madre y Beau no han visto este estropicio. —Levantó un pulgar ante sus ojos y le guiñó un ojo—. No les gustaría nada de nada, así que será nuestro pequeño secreto.
Se echó sobre la palma de la mano un puñado de cubitos de hielo de un vaso volcado, los arrojó por encima del hombro al fregadero y luego olisqueó el aire.
—Whisky. Y eso que hoy es el día del Señor. —Levantó la silla de respaldo alto que se había caído y la colocó junto a la mesa. La silla quedó torcida con respecto al borde—. Claro que a ellos les da igual lo que hagas. Cuando es la hora, es la hora. Y siempre es la hora. —Una ráfaga fría atravesó su vestido de pana verde—. Maldita sea, qué frío hace.
—Janie —gimió Tina—. Tengo frío. Y quiero pintar. ¿Podemos pintar ahora?
Tatum respondió con malicia:
—Janie no va a pintar hoy, Tina. Janie ha sido mala, y las niñas malas merecen ser castigadas y también algo más.
Janie clavó la mirada en el cuchillo, que ahora estaba en el suelo. Quizá se merecía ser castigada o quizá no. Una sonrisilla afloró a sus labios.
Una racha de aire frío recorrió la habitación, arrojando unas baratijas de la encimera al suelo.
Su sonrisa se transformó en una mueca de disgusto. Si no hubiera sido por ella, que era sensata y decidida a la hora de asumir el mando, aún seguirían metidas en aquel lío. Todas ellas. Alguien tenía que hacerse cargo de aquel asunto. Ella no desde luego. A menos que esconderse como un cobarde sea lo mismo que hacer algo.
Decían que era fría, reservada, y nunca habían sido nada más para ella. Y es que no se merecía nada más, le decía Tatum entre dientes cuando estaban a oscuras en su habitación. Ni nada menos. Janie había rodado por el duro suelo y se había hecho un ovillo. Le hervía la sangre. Cada vez estaba más enfadada.
Tumbada en el suelo, se puso a temblar incontroladamente, sabiendo que el dolor que sentía en los tobillos, las rodillas y los codos serían moretones al día siguiente. Unos cuantos más que añadir a la creciente colcha. Si al menos tuviera una sábana, aunque fuese pequeña, o una toalla, el frío no sería tan intenso. Para madre y su nuevo amante había de sobra, pero para ella ninguna. Incluso la ronda a medianoche en busca de calor, con el regreso al armario de la ropa de cama antes del amanecer, había sido un error. A sus ojos no se les escapaba nada («Disciplina», había dicho su madre, y Beau había estado de acuerdo) y sus manos no dejaron nada inalterado en ella para el crimen. Sólo los rayos X lo demostrarían ahora, y el insistente cuchicheo de Tatum al decir fríamente «Te lo dije».
Fue una lección que repitieron una y otra vez tanto con palabras como con hechos los adultos y luego, al final, Tatum.
Ella despertó con el agua helada extraída del pozo para el baño; luego la mandaron fuera para que pasara horas en el bosque nevado con la ropa del verano anterior. Tiritando de frío y paralizada por las constantes pullas de Tatum, la llamaron para que cenara unos alimentos congelados que le arrojaron rápidamente. Lo que pudiera coger era suyo, hasta que su paciencia de adultos se acababa y tiraban la comida, que ya estaba descongelándose.
En aquel momento había venido Tina por primera vez. La pequeña lloraba y se frotaba el estómago hambriento. Luego, cuando su rabia de niña se desbordó, dio un pisotón contra el suelo. Los ojos adultos vieron la escena y sus manos pasaron a la acción. Al ver que cerraban la puerta y echaban la llave y darse cuenta de lo que pasaba, chilló, y entonces oyó sus risas amortiguadas al otro lado. Tatum se había dirigido a ella como una madre a un niño travieso.
—Espero que esto te enseñe algo. Eres una niña mala y a las niñas malas se las castiga siempre. Siempre. Tu mamá y Beau no te querrán si eres mala. —Entonces hizo una pausa como para dejar que sus palabras hicieran mella en ella. Luego entornó los ojos; acababa de ocurrírsele algo—. Ha sido Janie quien te lo ha sugerido, ¿no? Lo sabía. Es siempre culpa suya. Nunca aprende, pero ha llegado la hora de que lo haga. ¿Verdad, Janie?
Janie apartó la vista de la oscura y húmeda tierra que tenía a los pies, miró la puerta del armario cerrada con llave y se acordó.
Tina se encogió de miedo.
—Por favor. Seré buena. Lo prometo. No permitas que ocurra de nuevo, Janie. Por favor… —Su llanto se interrumpió repentinamente.
—Maldita sea. —Betty se llevó las manos a la cadera—. En cuanto vuelvo la espalda, parece como si explotara una bomba en este lugar. —Dejó escapar un prolongado suspiro de mártir y sacó una escoba del armario. Sus cerdas se arrastraban salvajemente por el suelo (ras, ras, ras…) en lucha con el viento. Betty se acercó con resolución a la ventana rota y miró con desdén el cielo gris—. ¿Sabes qué? Odio el invierno. Se te manchan de barro los zapatos, se te moja la ropa, estás obligada a quedarte en casa con una pandilla de tiranos… Es imposible contentarles. Sus ojos lo ven todo, incluso cosas que la mayoría de las veces no están ahí, en mi opinión. Aunque, claro, supongo que también debería decir que tengo un techo sobre mi cabeza. —Bajó la voz y continuó cuchicheando—. No tengo otro lugar a donde ir. —Su escoba cayó bajo la mesa con un ruido sordo y húmedo—. Aun así no lo puedo soportar. —Recogió la escoba y la pasó con indecisión por el suelo al tiempo que lanzaba una última mirada por la ventana. Luego se concentró en su trabajo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. La parte del linóleo por la que habían pasado las cerdas estaba marcada por un arco de sangre. Sus labios formaron una sonrisa de desdén—. Te he dicho que iba a guardar el secreto, ¿verdad? Pues bien, ya puedes olvidarte de ello, querida. Quizá sea la última en enterarse, pero voy a ser la primera en contarlo. —Su semblante se suavizó de repente, dando paso a una expresión de súplica—. Tengo que hacerlo. No tengo otro lugar a donde ir.
Tatum apareció en aquel momento, sonriendo maliciosamente.
—Mereces ser castigada. A las niñas malas siempre se las castiga. Dame la muñeca. —Dejó caer la escoba y se metió bajo la mesa en busca del cuchillo.
Janie se puso de pie y dejó el cuchillo sobre la mesa. Había sangre coagulada y tierra pegadas al arma como si fueran la capa de una tarta de chocolate. El enojo se apoderó de ella. Pero ¿quién se creía Tatum para amenazarla con un castigo y luego tratar de imponérselo? No le correspondía a ella tomar aquella decisión. Y a Betty tampoco le incumbía contarlo todo. De hecho, no era de su maldita incumbencia lo que ella hiciera o dejara de hacer. Si optaban por intervenir, por entrometerse en lo que ella sabía que estaba bien, entonces le incumbía a ella poner fin a aquel asunto. Le incumbía detenerlas.
La confusión se adueñó de ella. Ellas sabían cuál era su plan y tenían previsto contraatacar haciéndose con el poder. Todas ellas. Parpadeó y trató de pensar con claridad. Estaban emergiendo unas ideas fragmentarias que amenazaban con relevarle del mando. Sacudió la cabeza y trató de obligar a las ideas a volver a sus oscuras y lóbregas profundidades.
Debes ser castigada.
Ah, ya lo limpio yo. Vamos.
Eres una niña mala, Janie. Muy mala.
¿Quién va a limpiar tu habitación?
El cuchillo, Janie. Dame el cuchillo.
Cogió el sucio cuchillo, se lo pasó de canto por encima del vestido de pana verde y lo levantó para que reflejara la luz de la cocina. Respiró hondo y dejó que la calma la sosegara. Ahora había asumido el mando. Ahora era ella quien dictaba las normas. Y aunque no había sido ella quien las había creado, ella podía acabar con su desdichada existencia. Con la de todas.
¿Quién podía detenerla? La que estaba escondida no, desde luego. Se encogió de miedo en un oscuro recoveco de su mente y trató de hacerse pequeña e insignificante, casi invisible.
Sólo quedaba una cosa por hacer.
Hundió el cuchillo en su escuálida tripa. Le hizo cosquillas. Casi…
Una leve sonrisa abrió sobre sus labios antes de que se desvaneciera.
Estaban dando golpes violentamente. Allí. En la puerta de entrada. Unos golpes insistentes que le hicieron recobrar débilmente el conocimiento.
Cuchicheando entre sí, dieron golpes a la puerta de entrada hasta que se agrietó, pero no cedió, y entonces pidieron a gritos que alguien contestara. Sus pasos abandonaron el porche delantero y rodearon rápidamente la casa en dirección a la puerta trasera.
Le dolía la tripa. Sentía un dolor intenso, lacerante. Las lágrimas resbalaban por su cara. Levantó la cabeza un poco y vio los cuerpos desgarrados y sangrientos debajo de la mesa.
—¿Madre? ¿Beau? —Se apartó de ellas bruscamente y se detuvo a causa del punzante dolor.
Una cara se asomó a la ventana rota, y luego otra. La primera apartó la vista haciendo una arcada. La segunda lanzó un grito de horror. Gimoteó. Nada podía ayudarle ahora. Era demasiado tarde.
—¿Mamá? —El gimoteo se convirtió en un quejido, un lamento por algo espantoso de lo que acababa de darse cuenta, y entonces paró bruscamente.
La última de todas, la niña pequeña, se incorporó en un torpe intento por recuperar el equilibrio y luego extendió el brazo para tocar una mano inerte y jugar a dar palmadas. Al comprender que no iban a jugar, apretó los labios e hizo pucheros.
Estaban fríos. Alguien los había enfriado.
Wendy Webb vive en Atlanta. Ha viajado por todo el mundo y trabajado como enfermera y educadora en China y Hungría. Su interés en la interpretación le ha llevado a participar en películas como The Laughing Dead de S. P. Somtow y a colaborar con el Teatro de la Radio de Atlanta. Sus relatos han aparecido en las antologías Women of Darkness, Confederacy of the Dead y Deathport de la serie Shadows. Ha colaborado en las ediciones de la antología Gothic Ghosts y la colección Phobias.