DESCENSO
RAMSEY CAMPBELL
Blythe estaba a punto de llegar al punto de venta cuando se dio cuenta de que debería haber mandado el dinero. Al otro lado de la fila de casetas había otra falange de excursionistas (algunos de los cuales llevaban eslóganes en la ropa y algunos otros no mucho más) que avanzaba en dirección al túnel que pasaba por debajo del río. Podía olvidarse de meterse el sobre en el bolsillo, que era lo que había hecho, pero jamás dejaba el teléfono en casa. A juzgar por el ritmo al que estaban dejando entrar a los excursionistas en el túnel, cerrado al tráfico porque era su aniversario, probablemente tendría tiempo para hacer una llamada antes de llegar a amplia boca semicircular de hormigón, que parecía blanca bajo el sol de julio. Apenas hubo abierto el teléfono y tecleado el número de su casa, los dos hombres que le flanqueaban se pusieron a trotar, movimiento que el hombre de su izquierda acompañó con una serie de jadeos cavernosos. El teléfono sonó cinco veces y se dirigió a Blythe con su propia voz:
«Éste es el número de Valerie Masón y Steve Blythe. No sé qué estaremos haciendo, pero el caso es que no podemos atenderte en este momento, de modo que deja tu nombre, tu número de teléfono, la fecha y la hora, y cuando te llamemos te diremos qué estábamos haciendo…».
Aunque hacía menos de medio año que lo había grabado, tanto el mensaje como la risilla de Valerie con que acababa se oían deteriorados a causa de todas las veces que habían sonado. Cuando el bip hubo tartamudeado cuatro veces y estaba a punto de sonar la señal más larga, habló:
—¿Val? ¿Valerie? Soy yo. Estoy a punto de comenzar la excursión del túnel. Lamento que hayamos peleado un poco, pero me alegro de que al final no hayas venido. Tenías razón, debería mandarle la pensión compensatoria y luego protestar. Que se lo expliquen al jurado y no a mí. ¿Estás en el cuarto oscuro? Sal a ver quién es, oye. No te quedes escuchando si puedes oírme. Sé justa.
En ese momento trotaba entre las casetas un buen número de personas. El hombre que iba a su izquierda pegado a él aún soltó un grito triunfal antes de decirle al vendedor de entradas: «Ayuda para el sida». Blythe volvió la cabeza y el teléfono para hacerle a la mujer que tenía detrás una señal de que pasara, ya que si dejaba de hablar más de un par de segundos, el aparato se desconectaría. Sin embargo, el funcionario de la caseta que tenía delante asomó la cabeza, que parecía achatada por una gorra de visera, y dijo:
—Dése prisa. Hay miles detrás de usted.
La mujer empezó a trotar para animar a Blythe, meneando la enorme delantera de su amplia camiseta roja.
—Espabila, querido. Olvida por un momento las acciones.
Su compañera, que al parecer se había puesto una camiseta de enano por equivocación, entró también en competición y se echó a trotar, dejando que su blando estómago se meneara más que el resto de su cuerpo.
—Métase ese teléfono en el bolsillo, que le va a dar un ataque al corazón.
Al menos sus voces mantenían la cinta activada.
—No te vayas si estás ahí, Val. Espero que así sea y que digas algo —dijo Blythe, sacando con los dedos un billete de cinco dólares del otro bolsillo del pantalón—. En este momento estoy pasando por la caseta.
El funcionario frunció el entrecejo con expresión de desagrado mientras Blythe respiraba hondo sin apartar el teléfono y decidía a qué sociedad benéfica donaba el precio de su entrada.
—¿Está seguro de que está en forma? —preguntó el funcionario.
Blythe imaginó que le prohibían el paso por motivos de salud a pesar de que el túnel era el camino más corto para ir a su casa.
—Más de lo que puede estarlo usted si se pasa el día entero sentado en una caseta —dijo con un tono menos jocoso de lo que pretendía, al tiempo que alisaba el billete sobre el mostrador—. Para Familias Necesitadas.
El funcionario anotó la cantidad y el beneficiario en una hoja sujeta a una tablilla con una lentitud que sugería que todavía estaba considerando si lo dejaba pasar o no. Blythe respiró sonoramente. Luego, cuando vio que el funcionario arrancaba una entrada y la estampaba contra el mostrador, se sintió aliviado, pero el hombre todavía le hizo detenerse para un último comentario:
—No va a llegar muy lejos con eso, amigo.
El teléfono había funcionado en todos los lugares a los que Blythe lo había llevado, tal como le había prometido el vendedor. En cualquier caso, todavía le faltaban doscientos metros para la entrada del túnel, que era hacia donde se dirigía el gentío siguiendo las instrucciones que unos funcionarios daban por los megáfonos.
—Acabo de comprar la entrada, Val. Escucha, tienes tiempo de sobra para enviar el cheque. Dispones de casi una hora. Llámame en cuanto oigas esto para que sepa que lo has hecho, ¿de acuerdo? Me refiero a oír el recado, si es que no coges el teléfono antes de que cuelgue, que es lo que espero que hagas. Me refiero a responder, por eso estoy venga a hablar. El sobre se encuentra en mi traje azul de las visitas; no el de la oficina, sino el que llevo para decir: soy su gestor y estoy haciendo un verdadero esfuerzo, así que ¿por qué no tiene las facturas ordenadas…? ¿Cómo es posible que no me oigas? No habrás salido, ¿verdad?
A aquellas alturas ya sólo era consciente de sus pensamientos, por lo que no se dio cuenta de que en su paso había influido el tono apremiante de sus palabras hasta que el arco superior de la boca del túnel se detuvo encima de su cabeza. Entonces notó que unos brazos desnudos y calientes rozaban los suyos y oyó que los megáfonos empezaban a increparle.
—Sigan moviéndose —dijo uno con un chirrido, animando a su compañero a anunciar—: No se detengan hasta que lleguen al otro lado. —Una pareja de ancianos vacilaron y tras intercambiar unas palabras, regresaron a las casetas. Pero Blythe no tuvo aquella opción—. Usted, el del teléfono… —vociferó un tercer megáfono.
—Ya sé que se refiere a mí. No veo a ninguna otra persona con teléfono. —Este comentario lo hizo para divertir a sus nuevos vecinos, pero ninguno de ellos reaccionó como él esperaba. Se arrepintió de haber sido tan hablador, sentimiento que no era ni mucho menos la primera vez que tenía, aunque lo había experimentado con menos frecuencia desde que conociera a Valerie—. Estoy empezando la excursión en este momento. Por favor, te lo digo en serio, llámame en cuanto oigas esto, ¿de acuerdo? Ahora voy a colgar. Si no he sabido nada de ti en el próximo cuarto de hora, volveré a llamar. —Dicho esto, entró en el túnel.
La sombra del túnel era de una gelidez sólida ante la cual su cuerpo no sabía si temblar, dado el calor que empezaba a hacer. Al menos no se sentía tan acalorado como para no fijarse en los detalles del entorno (algo que le gustaba hacer cada vez que se encontraba en un lugar desconocido), pese a que durante casi veinte años había pasado en coche por aquel túnel varias veces por semana. Sus dos carriles daban cabida a cinco personas de frente con cierta comodidad si uno se olvidaba de su calor corporal. Dos metros por encima de ellos, y a ambos lados, había sendas pasarelas con barandilla para uso de trabajadores, aunque Blythe no había conseguido encontrar las escaleras por las que se subía a ellas. A seis metros de altura estaba el pico del arqueado techo, al que se habían embutido unos rectángulos de luz de un metro de largo. Sin duda Blythe habría podido contarlos si hubiera querido calcular la distancia que había recorrido o que le faltaba por recorrer, pero en aquel preciso momento la visión de varios centenares de cabezas que, haciendo un movimiento de vaivén, avanzaban lentamente en dirección a la primera curva resumía gráficamente lo que le esperaba. Dejando aparte el tamborileo de la multitud de suelas de zapatilla, el túnel estaba sumido en el silencio, el cual sólo interrumpían los graznidos de los megáfonos de la entrada y alguna que otra respiración audible.
Las dos mujeres que se habían dirigido a Blythe cerca de las casetas estaban ahora delante de él, botando de diversas formas. Quizá alguna vez hubieran sido tan esbeltas como lo había sido Lydia, su esposa, pensó, aunque tampoco quedaba ahora mucho del hombre con el que ella se había casado, y, si quedaba, estaba oculto bajo todas las capas de la persona en que se había convertido. La presencia de las mujeres, con su abundante piel bronceada con rayos ultravioleta, su penetrante perfume y sus bamboleantes traseros envueltos en satén, le recordaron demasiadas cosas que no le convenía recordar, y de no ser por la presión que notaba sobre su espalda y que le obligaba a apretar el paso, habría dejado que le adelantaran varios excursionistas. Cuando por fin logró mantener un ritmo regular, oyó unos pitidos en su pantalón.
Entonces vio que clavaba los ojos en él más gente de la que le hubiera gustado que le mirara y se sintió obligado a decir «No es más que mi teléfono» en dos ocasiones. El vendedor de entradas se había equivocado al decirle que no funcionaría en el interior del túnel. Blythe lo sacó del bolsillo sin dejar de andar, lo abrió y acercó a él el oído.
—Hola, querida. Gracias por…
—No me vengas ahora con zalamerías, Stephen. Hace mucho tiempo que no funcionan.
—Vaya… —Titubeó, y tuvo que pensar con qué pie iba a dar el siguiente paso—. Disculpa, Lydia. Ha sido culpa mía. Pensaba…
—Acabé harta de tus culpas, tus disculpas y lo que tú bien sabes cuando estuvimos juntos.
—Con eso ya está dicho prácticamente todo, ¿no? ¿Llamabas para contarme algo más o ya has acabado?
—Yo de ti no utilizaría ese tono conmigo, sobre todo ahora.
—Pues no lo utilices —dijo Blythe, recordando que a Lydia le había parecido divertida aquella respuesta en el pasado—. Si tienes algo que decirme, suéltalo de una vez. Estoy esperando una llamada.
—¿Ya estás otra vez haciendo de las tuyas? ¿Cómo puede soportar ella que vayas a todas partes con ese chisme? ¿Dónde estás? ¿En el bar, como de costumbre, tratando de tranquilizarte?
—Estoy totalmente tranquilo. Jamás he estado tan tranquilo —dijo Blythe como si de aquella manera pudiera contrarrestar el efecto que sus palabras tenían en él—. Y permíteme que te diga que estoy en la excursión benéfica.
¿Eran aclamaciones irónicas lo que oía a sus espaldas? No era posible que fueran dirigidas a él, incluso si parecían tan poco entusiastas como las palabras de Lydia, quien le estaba diciendo:
—Para ti la caridad nunca ha comenzado a nivel del prójimo, ¿verdad? ¿Se ha enterado ya de esto tu atractiva esposa?
Hubiera podido criticar sus errores lingüísticos, pero había temas más importantes que tratar.
—¿He de suponer que acabas de hablar con ella?
—No, no acabo de hablar con ella ni tengo intención de hacerlo. Puede quedarse contigo y disfrutar de todos tus encantos, pero que no espere que la compadezca. No me hace falta hablar con ella para saber dónde puedo encontrarte.
—Pues entonces te has equivocado, ¿no? Y ya que hablamos de Valerie, quizá tú y tu amigo el asesor deberíais saber que desde que él es socio de la firma ella gana mucho menos que él.
—Ve con cuidado, querido.
Era la mujer del trasero más grande. La agresividad se le había contagiado al paso, y había estado a punto de pisarle los talones.
—Perdón —dijo y, sin la debida prudencia, añadió—: No me refería a ti, Lydia.
—Que no se te ocurra volverme a llamar de ese modo. ¿Con quién has hablado sobre su firma? Este es el motivo por el que no he recibido mi cheque este mes, ¿verdad? Voy a decirte una cosa de su parte: a menos que ese cheque tenga matasellos de hoy, vas a ir a la cárcel por impago. Estás avisado.
—Bueno, es la primera vez… —Llevada por una furia incontenible, Lydia colgó dejándole con un zumbido en el oído y un pedazo de plástico caliente pegado a la mejilla.
Dejó la línea libre y siguió tomando la prolongada curva, la cual le mostró miles de cabezas y hombros que, haciendo un movimiento de vaivén, bajaban por una cuesta hasta un punto situado a casi kilómetro y medio, a partir del cual avanzaban perezosamente hacia arriba cada vez más apretados. Aunque había días en que aquel punto central aparecía brumoso a causa de los tubos de escape, al estrujado gentío se le veía con claridad excepto en una franja temblorosa que debía de ser efecto del calor. Blythe no olía ni pizca de gas debido a la vaharada de perfume que le llegaba de delante. Dobló una uña sobre las teclas del auricular y se pasó el dorso de la mano por la frente al ver que unas gotas de sudor iluminadas por un brillo fluorescente hinchaban los números del teclado. El teléfono de su casa acababa de sonar cuando oyó a un hombre decir en voz alta:
—Estos gilipollas son todos iguales: siempre con el aparato a todas partes, no los soporto.
Blythe no vio motivo para darse por aludido.
—Vamos, cógelo, Val —musitó—. Ya te he dicho que volvería a llamar. Ya ha pasado casi un cuarto de hora. No puedes seguir haciendo lo que estabas haciendo. Vamos, eso es, querida… —Pero fue nuevamente su propia voz la que respondió y reprodujo su mensaje, que remató una vez más la risilla de Valerie. Oyéndola en aquellas circunstancias, Blythe no pudo evitar pensar que lo había oído demasiadas veces—. ¿De veras no estás en casa? Acabo de hablar con Lydia, y no ha parado de hablar sobre la pensión compensatoria. Dice que si no echamos el cheque hoy al correo, su amigo el asesor, en cuya persona «asesorar» cobra un nuevo significado, hará que me metan entre rejas. Supongo que técnicamente puede hacerlo, de modo que si pudieras hacerlo tú… Ya sé que me lo recordaste y que debería haberlo hecho yo, pero si pudieras hacerme el favor… Es por el bien de los dos. No tienes más que bajar a la calle y echar el jodido sobre al buzón de mierda…
Al pronunciar la última palabra, subió demasiado la voz, por lo que las tres filas de personas que iban delante volvieron la cabeza. Sin embargo, la única que mostró algo de preocupación cuando le vio fue la mujer cuya camiseta acababa justo encima de su tripa.
—¿Se encuentra usted bien, amigo?
—Sí… Bueno, no… Sí, sí. —Sacudió la mano libre y vio que, de una manera absurda, unas gotas de sudor salían disparadas de ella.
Su intención era tranquilizar a la mujer más que desairarla, pero ella apretó los labios en señal de furia y volvió a mostrarle su voluminoso trasero. No tenía tiempo para averiguar si la había ofendido o no, aunque ella estaba utilizando sus dos nalgas para dárselo a entender exactamente igual que Lydia. A fin de cuentas, el vendedor de entradas no se había equivocado. El túnel le había dejado incomunicado, ya que por el auricular no sonaba nada excepto un gemido lejano.
Podía ser una interrupción transitoria. Apretó la tecla de llamada automática, pero con tanta fuerza que creyó incrustarla en el pulgar; cuando intentó dejar pasar a la gente, una voz que no le resultó desconocida dijo en tono de queja:
—No se quede parado. Detrás hay personas que no son tan ágiles como algunos.
—Puede que cuando tenga la edad de mi padre no sea tan aficionado a andar a trompicones como lo es ahora.
Cualquiera de los dos podía ser el hombre que tenía aversión a los aparatos, aunque ambos parecían haber empleado mucho tiempo y, presumiblemente, maquinaria en la producción de músculos, y no sólo por debajo de los hombros. Blythe ladeó la cabeza y a punto estuvo de dejar de oír el teléfono, que repetía su debilitada señal junto a su oído.
—Ustedes no se preocupen por mí y adelántenme. Adelántenme, ¿de acuerdo?
—Guarde ese jodido cacharro y concéntrese en lo que hemos venido a hacer —le advirtió el forzudo de más edad—. No queremos tener que llevarle.
—No se preocupen por mí. Ustedes sigan a su aire.
—Nos preocupamos por todas las personas a las que usted está impidiendo el paso y poniendo nerviosas.
Blythe notó que sus pies cedían a la presión que les compelía a caminar. El teléfono dejó de sonar y emitió su voz: «Valerie Masón y Steve Blythe», dijo, e inmediatamente enmudeció.
En aquel momento todo el calor del túnel se le echó encima. Notó que la cabeza le daba vueltas y que luego volvía a su sitio pero en una versión peligrosamente frágil de sí misma, trastornada por un olor que desde luego no era el del humo de los tubos de escape, pese a que el lugar hacia el que estaban descendiendo los excursionistas estaba cubierto por una especie de bruma. Blythe tuvo que regresar al lugar donde había perdido la última llamada. Despegó el húmedo auricular de su cara, dio media vuelta y se encontró con una masa de carne tan ancha y larga como la extensa curva del túnel. Por lo que podía oír, estaban metiendo más gente por la invisible boca, instándola con los megáfonos. Entre las incontables cabezas que la masa balanceaba ante sus ojos y que él pudo ver claramente, no había ni una cuya mirada no reflejara la intención de pisotearle. Era tan difícil abrirse camino por ella como por el muro de hormigón, pero no iba a ser necesario que lo intentara. Subiría a una pasarela en cuanto encontrara una escalera.
Otra ola de calor, que le hizo sentir como si la masa de carne amenazara con echársele encima, dio con él y le arrojó detrás de las mujeres, que seguían dando brincos rítmicamente. No conseguía ver ninguna escalera que condujese a la pasarela. De todos modos, no haber visto ninguna cuando había pasado en coche no significaba que no las hubiese. Seguramente un efecto de perspectiva le impedía verlas. Entornó los ojos hasta que notó que los párpados se contraían espasmódicamente sobre los globos oculares y la cabeza le dolía más que los pies. Pulsó la tecla de llamada automática y levantó el teléfono por encima de su cabeza, a ver si captaba una llamada con la altura. Sin embargo, cuando el teléfono de su casa no había terminado todavía de dar la señal, su puñado de tecnología se apagó como si se hubiera sofocado con el calor o ahogado en el sudor de su mano. Entonces, cuando estaba bajando el brazo, otro teléfono chirrió delante de él.
—Los muy jodidos están reproduciéndose —dijo el anciano que iba detrás.
Pero Blythe hizo caso omiso. A unos trescientos metros vio una antena que se extendía sobre la cabeza de una mujer de pelo tan rubio como Lydia. Al parecer, las causas de las interferencias que había sufrido en sus llamadas no se daban en aquel trecho de túnel. La mujer avanzó al menos cien metros, y Blythe vio que la antena se meneaba un poco al ritmo de la conversación que estaba manteniendo. Cuando ya se encontraba cerca del punto en que ella había empezado a hablar, contó los focos de luz del techo, algunos de los cuales empezaban a resultar borrosos a causa del calor. Por mucho que le oprimiera la bolsa de calor húmedo, ahora ya sólo le faltaba la mitad del camino por recorrer. Debían de ser sus ojos los que estaban temblando, porque no había tantos focos como parecía. No era necesario que esperara hasta llegar al lugar exacto del túnel.
Sólo quería asegurarse de que Valerie había recibido el recado. Pulsó la tecla y pegó el auricular a su oreja, pero en cuanto la señal le invitó a marcar, se cortó.
No debía perder los nervios. Aún no había llegado al lugar en que funcionaban los teléfonos, eso era todo. Siguió adelante intentando hacer caso omiso de la nube de calor corporal que, aunque estaba retirándose perezosamente, olía cada vez más al humo de tubos de escape, y recordándose que tenía que llevar el mismo paso que el gentío, pese a que los excursionistas que tenía a cada lado le hacían tener la desagradable sensación de que veía doble. Por fin llegó al punto en que el teléfono de la mujer había sonado, el cual quedaba bajo dos fluorescentes apagados y separados por uno que parecía haberles robado la luz. Los tres quedaron a sus espaldas mientras él presionaba la tecla, se rozaba la oreja con el auricular, lo bajaba bruscamente, lo apagaba, se cambiaba el teléfono de mano antes de que se le resbalara a causa del sudor, se partía una uña apretando la tecla y volvía a rozarse la oreja… Nada de lo que hizo sirvió para que la señal sonara durante más tiempo que el necesario para burlarse de él.
El problema no podía deberse al teléfono. El de la mujer había funcionado y el suyo era del último modelo. Lo único que se le ocurría era que el movimiento interceptaba la comunicación, lo cual significaba que era la muchedumbre lo que le impedía hacer la llamada. Si la persona por la que Lydia le había sustituido a él le llevaba a juicio, no sólo perdería dinero en sus negocios, sino también la confianza de muchos de sus clientes, ya que no se creerían que se preocupara más de sus asuntos que de los suyos propios. Y si lo mandaban a la cárcel… Blythe cogió con ambas manos el teléfono, porque, de tanto tocarlo, el plástico se le resbalaba entre las manos, y trató de no imaginarse lo que podría significar abrirse camino en medio del gentío. Todavía disponía del recurso de las pasarelas, aunque para cuando encontrara la manera de subir a una quizá lo más sensato sería dirigirse al final del túnel. Estaba avanzando penosamente, notando a cada paso un dolor sordo que atravesaba su hinchado y recalentado cuerpo, el cual llevaba enfundado en un exceso de ropa empapada, y buscando un dolor afín en su vaciada cabeza, cuando sonó el teléfono.
Su puño había amortiguado tanto el sonido que por un momento pensó que no le llamaban a él. Haciendo caso omiso de los gruñidos emitidos por la pareja de musculitos, asestó un golpe a la tecla con una uña y se pegó el húmedo plástico a la mejilla.
—Steve Blythe. Hable con rapidez si puede. No sé cuánto tiempo va a seguir funcionando este teléfono.
—Tranquilo, Steve. Llamaba sólo para saber qué tal lo llevas. Estás en medio del barullo, ¿no? Por lo menos así le darás unas horas de descanso a tu cerebro… Podrás contármelo todo cuando llegues a casa.
—¡Val! Espera, Val. ¿Me oyes? —Blythe perdió el paso y notó que una masa de calor que casi era de carne le daba una sacudida por detrás—. ¡Contesta, Val!
—Cálmate, Steve. Estaré aquí cuando llegues. Ahorra fuerzas. Me parece que las necesitas.
—Llegaré sin problema. Dime simplemente si has recibido el recado.
—¿Qué recado?
El calor volvió a darle una sacudida.
—El mío. El que te he dejado mientras estabas haciendo lo que estuvieras haciendo.
—Tenía que ir a comprar un carrete en blanco y negro y acabo de volver. El contestador debe de estar estropeado. No había ningún mensaje en la cinta.
Blythe se paró en seco como si el teléfono hubiera llegado al final de un cable invisible. La imagen de los excursionistas empezó a vibrar, convirtiéndose en una masa plana, pero luego se estabilizó y recuperó parte de su perspectiva.
—Da igual. Hay tiempo de sobra —dijo rápidamente—. Lo único que quería era…
Un sólido hombro le golpeó el codo doblado como si tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo. El impacto le hizo levantar bruscamente el brazo y abrir el puño. Blythe vio que el teléfono describía grácilmente un arco, chocaba con un fuerte ruido metálico contra la barandilla de la pasarela que tenía a la derecha y salía despedido hacia adelante para ir a parar en medio del gentío unos metros más allá. Varios brazos se movieron en el aire como si intentaran ahuyentar un insecto, tras lo cual luego desapareció.
—¿Se puede saber por qué ha hecho eso? —le gritó al anciano a la cara cuando le dio alcance—. Pero ¿qué se propone usted?
El hijo se acercó a Blythe por el otro lado y puso la cara al lado de la suya con tal fuerza que le salpicó la mejilla de sudor.
—No le grite. Tiene problemas de oído. Ha tenido usted suerte de no haber acabado en el suelo parándose como se ha parado, aunque le advierto que si vuelve a meterse con mi padre lo conseguirá.
—¿Puede coger alguien mi teléfono, por favor? —gritó Blythe con todas sus fuerzas.
Las mujeres que iban delante de él añadieron un estremecimiento a sus bamboleos y se taparon los oídos. Aparte de ellas, nadie le hizo caso.
—Mi teléfono… —suplicó—. No lo pisen. ¿Puede verlo alguien? ¿Pueden buscarlo? Pásenmelo, por favor.
—Acabo de decirle que mi padre tiene problemas de oído —masculló el hombre que iba a su izquierda, levantando un puño con aspecto de martillo que de momento sólo utilizó para enjugarse la frente.
Blythe se calló, pues había visto una mano levantada a unos metros de distancia con un dedo doblado hacia abajo para indicar el lugar en que debía de encontrarse el teléfono. Al menos estaba en medio del carril, justo al lado del camino que él estaba siguiendo. Avanzó unos pasos como buenamente pudo y consiguió ver fugazmente la antena, milagrosamente intacta, entre los muslos de la mujer de la camiseta roja. Sin perder el paso se encorvó, rozando con la cabeza la nalga izquierda de ella, y recogió la antena. Pero sin el teléfono. Blythe siguió avanzando, tambaleante y todavía encorvado, y vio la mayor parte del teclado alejándose hacia su izquierda impulsado por una patada y varios fragmentos de plástico deslizándose por el suelo.
Cuando se irguió, tuvo la impresión de que una mano caliente y suave como la carne pero áspera como el hormigón le cogía del cráneo. La mujer de la camiseta se había vuelto hacia él.
—¿Qué trasero cree usted que está mordiendo?
A Blythe se le ocurrieron un sinfín de respuestas desternillantes, pero logró contenerse.
—No es eso lo que estoy buscando, sino esto. —Apenas las hubo pronunciado, se dio cuenta de que sus palabras no eran precisamente las idóneas para la situación, ya que la antena que tenía en la mano estaba alzándose entre las piernas de la mujer como magnetizada por su entrepierna. Blythe la retiró de inmediato, pero al mismo tiempo tuvo la sensación de que la mano que le había cogido de la cabeza le cegaba. Entonces se oyó decir—: Pero ¿han visto? ¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha aplastado mi teléfono? Pero ¿dónde tienen ustedes la cabeza?
—A nosotras no nos mire —dijo la mujer que tenía la tripa cada vez más desnuda y húmeda, al tiempo que el hijo acercaba amenazadoramente su sudorosa cara.
—Usted siga molestando y ya verá cómo acaba con el oído igual que mi padre.
De repente Blythe dejó de prestarles atención y dejó caer la antena al suelo. En el túnel había al menos un teléfono en buen estado.
En cuanto trató de abrirse paso, el gentío volvió sus cabezas más cercanas hacia él, parpadeando para expulsar el sudor y jadeando acaloradamente cerca de su cara, y empezó a murmurar y a gruñir.
—¿A qué vienen esas prisas? Espere su turno. Todos queremos llegar. Mantenga la distancia. No está solo aquí, ¿sabe? —le advirtió el gentío en diferentes voces.
Una mujer alta que iba detrás dijo a continuación:
—¿Y ahora adonde va? Ha de tener miedo de que le denuncie por haber intentado tocarle el trasero.
Los obstáculos que estaba encontrando para hacer la llamada no tardarían en convertirse en físicos como no encontrara pronto la manera de defenderse de ellos.
—Es una emergencia —dijo al par de oídos que tenía más cerca. Tras un segundo de vacilación, se apartaron para dejarle pasar—. Perdón. Es una emergencia. ¡Perdón! —repetía en un tono cada vez más vehemente. De este modo consiguió adelantar el número suficiente de personas como para situarse cerca del teléfono. ¿Qué mujer del grupo de rubias buscaba? Sólo una de ellas parecía real—. Perdón —dijo, pero comprendió que diciendo aquello daba a entender que quería pasar, de modo que le agarró del hombro, que era inesperadamente delgado y anguloso, y añadió—: Usted tenía el teléfono hace un momento, ¿verdad? Es decir, usted…
—Suélteme.
—Lo que quiero decir es que usted…
—Suélteme.
—Ya está. Ya la he soltado. Perdone. Tengo la mano en el bolsillo, ¿ve? Lo que intentaba decirle…
La antipática mujer volvió su antipática cara tanto como se había molestado en ayudarle.
—No era yo.
—Claro que era usted. No me refiero a mi teléfono, al teléfono que han pisoteado, sino al teléfono con que usted estaba hablando. Si no era suyo…
Blythe vio que la mujer estaba rodeada de cabezas del mismo sexo que mostraban una desafiante impasibilidad. La mujer se volvió bruscamente hacia otro lado y le rozó con el pelo el ojo derecho.
—¿Quién le ha dejado suelto a usted? ¿Qué manicomio han cerrado ahora?
—Perdone. No era mi intención… —No tuvo tiempo para decir nada más, debido a los involuntarios guiños que su ojo derecho parecía estar haciéndole a la mujer—. Es un caso de emergencia, ¿comprende? Si no era usted, seguro que ha visto a la persona que lo tenía. Estaba por aquí cerca.
Todas las mujeres de su grupo prorrumpieron en exclamaciones sarcásticas al unísono. Luego la mujer le dijo:
—De acuerdo, se trata de una emergencia. Aunque lo que usted necesita en realidad es que lo encierren. Espere a que todos salgamos de aquí y podrá hablar con alguien.
Blythe echó un vistazo a su reloj. El sudor o una lágrima de su escocido ojo emborronaba los números, por lo que tuvo que sacudirse dos veces la muñeca antes de comprender que nunca llegaría a la salida del túnel a tiempo de encontrar un teléfono fuera. El gentío le había ganado… O quizá todavía no, a menos que hubiesen mandado un mensaje para que no le dejaran pasar.
—¡Emergencia! ¡Emergencia! —dijo con una voz menoscabada por el calor. Cuando pensó que se había alejado lo suficiente de la mujer que quería persuadirle de que estaba loco, subió la voz para que su desesperación fuera más patente—. ¡Emergencia! ¡Necesito un teléfono! ¿Tiene alguien un teléfono? ¡Es una emergencia!
Una oleada de calor pasaba entre cada grupo de cabezas, y cada vez Blythe parpadeaba y sentía escozor en el ojo derecho. Estaba intentando hablar con un tono más perentorio, cuando de pronto empezó a bajar la voz. Allí, en el punto al que llegaba su vista, la apretujada masa de carne se había detenido bajo las irregulares luces.
Lo único que podía hacer era observar cómo el parón se extendía hasta su persona, haciendo que las capas de carne se detuvieran en su sitio una detrás de otra. Aquello era muy poco halagüeño y venía velozmente a su encuentro. Entonces oyó un murmullo por el túnel procedente de la invisible salida y aguzó el oído para enterarse de qué estaban diciendo sobre él. Ya casi se sentía tranquilo (aunque no podía predecir cuánto tiempo iba a estarlo) cuando acertó a oír unas palabras pronunciadas por diversas voces.
—Una persona se ha desmayado en medio del túnel. Están abriendo paso a la ambulancia.
—Maldita sea… —masculló Blythe, sin saber si se refería a la persona que se había desmayado, a la gente o a la ambulancia. Pero inmediatamente comprendió que no debía hablar así de ninguna de ellas, ya que se había salvado del porvenir que casi había deseado para sí mismo, y empezó a abrirse camino con el hombro—. ¡Emergencia! Dejen pasar, por favor. Dejen pasar —logró decir en un tono más oficioso. Y al ver que de esta manera no conseguía que le dejaran vía libre con la rapidez suficiente, empezó a gritar—: ¡Apártense! ¡Soy médico!
Debía evitar sentirse culpable. La ambulancia ya venía (el fondo del túnel había empezado a temblar y a volverse azul), de modo que cuando estuviera suficientemente cerca, fingiría estar herido, se haría todo lo inválido que tuviera que hacerse para que los de la ambulancia lo sacaran del gentío.
—¡Soy médico! —dijo subiendo la voz, deseando serlo y también no estar casado. Pero, aunque no lo era, su vida volvía a ser algo controlable, volvía a estar bajo control—. ¡Soy el médico! —repitió, lo bastante fuerte como para apartar los cuerpos que tenía delante y acallar las voces que cuchicheaban sobre él. ¿Estaban tratando de confundirle adelantándose a él? Debían de ser ecos, porque identificó una de las voces como la de la mujer que había intentado hacerle creer que no tenía teléfono.
—Pero ¿qué está diciendo ahora?
—Está diciendo que es médico.
—Lo sabía. Eso es lo que hacen cuando están locos.
No tenía por qué hacerle caso. Ninguna de las personas que le rodeaban parecía oírla. Quizá estaba intentando hechizarlo con su voz.
—¡Soy el médico! —gritó, viendo que la ambulancia se acercaba lentamente a él por el tramo visible de túnel.
Por un momento pensó que estaba aplastando personas contra la pared y asfixiándolas con el tubo de escape, pero, naturalmente, la gente estaba haciéndose a los lados para dejarla pasar. Su grito había arrancado varias voces de debajo de las legañosas luces manchadas de sudor.
—¿Qué está diciendo? ¿Que es médico?
—Quizá quiera examinarle el trasero.
—Pues ya sé el tipo de consulta que me gustaría hacerle. A mi padre le empeoró el oído un matasanos.
¿Acaso el gentío que lo rodeaba no le oía o estaba fingiendo no hacerle caso? ¿No estaba dejándole pasar más lentamente de lo que debería? ¿No estaban sus cabezas ocultando simplemente el desprecio que sentían por su impostura? Las voces burlonas se centraron en él, haciendo aumentar el calor y el agobio en torno a su persona. Tenía derecho a subir a una de las pasarelas, ya que necesitaba llegar a la ambulancia lo más rápidamente posible.
—¡Soy médico! —repetía vehementemente, retando a cualquiera a que le plantase cara. Notaba que su hombro hendía la densa atmósfera. Ya casi había llegado a la pasarela de la izquierda cuando una mujer con leotardos cuyos músculos le parecieron tan improbables como su profunda voz se interpuso en su camino.
—¿Adonde pretender ir, encanto?
—Ahí arriba. Écheme una mano, por favor. —Quizá fuera celadora o enferma de psiquiátrico, pero él tenía más antigüedad—. Me necesitan. Soy el médico.
La mujer torció el gesto.
—Nadie puede subir arriba a menos que trabaje en el túnel.
Tenía que subir antes que el calor se convirtiera en un conjunto de voces sudorosas y lo atrapara.
—Yo trabajo aquí. Yo soy de aquí. Se han desvanecido varias personas. Se han desvanecido en el túnel y me necesitan.
La mujer no movía los ojos en absoluto, aunque una gota de sudor estaba creciendo sobre su pestaña derecha.
—No sé de qué me está hablando.
—No importa, enfermera. No es preciso que lo sepa. Lo único que tiene que hacer es echarme una mano. Ayúdeme a subir la pierna —rogó Blythe, viendo la gota hincharse sobre su inalterado párpado hasta que no pudo ver nada más.
Si aquella mujer era real, parpadearía y no le miraría de aquella manera. Era una excrecencia de la masa de carne que estaba ahí para frustrar su intento. Pero la masa de carne no lo conseguiría. Blythe se arrojó sobre ella, clavó los dedos en su erizada cabellera y se aupó con todas las fuerzas que pudo sacar de sus brazos.
Al no poder asentar los talones sobre los hombros de la mujer, los pies se le resbalaron hasta los senos, los cuales sin embargo le prestaron el apoyo suficiente para saltar por encima de ella. Extendió las manos hacia la barandilla y se aferró. Cuando sus pies encontraron el borde de la pasarela, pasó una pierna por encima de la barandilla y luego la otra. Debajo de él la enfermera estaba sujetándose los pechos y emitiendo un sonido que, si era un grito de dolor, no consiguió impresionarle. Quizá fuera una señal, porque sólo había dado los primeros pasos en dirección a la libertad cuando unas manos intentaron asirle.
En un primer momento pensó que intentaba hacerle daño para que la ambulancia se lo llevara, pero luego se dio cuenta de cuan equivocado estaba. Ahora podía ver claramente la ambulancia, que avanzaba como un ariete por entre el gentío, con la luz azul encendida, palpitando como sus sienes y relampagueando sobre el arco del techo como el interior de su cráneo. Delante no veía nada que sugiriera que se había desmayado alguien. La ambulancia venía por él, por supuesto. Había circulado la noticia de que habían logrado volverle loco. Pero no podían ocultar la opinión que tenían de él, opinión que le llegaba en calientes, asfixiantes y opresivas oleadas y que le habría humillado si no se habían delatado: no podían despreciarle tanto a menos que sobre él supieran más de lo que aparentaban. Apartó a patadas las manos que intentaban cogerle y buscó con la mirada una última esperanza. La tenía detrás: la mujer que tenía el pelo como Lydia había dejado de fingir que no tenía teléfono.
Dio media vuelta y echó a correr por la pasarela agarrándose a la barandilla y dando patadas a todo aquel que estuviera a su alcance, aunque sus pies alcanzaban su objetivo en muy pocas ocasiones. La mujer que todavía estaba tratando de convencerle de que le había hecho daño retrocedió, lo cual le llenó de satisfacción. Ella y el resto de aquella turba podían moverse si querían, pero no lo habían hecho por él. La antena de teléfono le hacía señas de que se acercara. Dirigió su mirada a la cara que colgaba de ella. Estaba mirándole y hablando con tal vehemencia que en su boca se dibujaban todas las sílabas.
—Aquí está —decía.
Debía de estar hablando con la ambulancia. Claro, y antes había utilizado el teléfono para llamar a la ambulancia porque ella era otra enfermera. Pues bien, lo mejor que podía hacer era entregarle el teléfono.
—¡Sí, aquí estoy! —gritó, y oyó que el gentío coreaba algo parecido, aunque quizá fuera sólo el eco dentro de la cabeza. Mientras corría, el túnel se ensanchaba, alejando a la mujer cada vez más de la pasarela, demasiado para que él pudiera cogerle la antena extendiendo el brazo por encima de la gente. Creían que lo habían vencido, pero iban a ayudarle de nuevo. Saltó por encima de la barandilla y echó a correr en medio de la masa de cuerpos.
No era tan sólida como pensaba, pero daba igual. El calor de su desprecio le envolvió como un torrente de agua, rebotando en el húmedo hormigón de su cráneo. ¿Le despreciaban por lo que estaba haciendo o porque no había conseguido actuar cuando había podido hacerlo? De repente se le ocurrió una idea espantosa, tan espantosa que estuvo a punto de hacerle perder pie: pensó que cuando acercara el teléfono al oído descubriría que la mujer había estado hablando con Valerie. No era verdad, sólo una alucinación por culpa del calor. Ante él aparecieron unos escalones, pero se hundieron bajo sus pies (junto con algunos dientes y, a juzgar por cómo cedieron a la presión, unos ojos). Pero todavía podía abrirse camino y llegar al teléfono, por muchas manos que intentaran agarrarle.
Entonces la antena se levantó bruscamente, quedando fuera de su alcance, como una caña con la que se acaba de pescar un pez. Las manos estaban arrastrándolo hacia su desprecio, pero no tenían derecho a condenarle: él no había hecho nada distinto de lo que ellos se disponían a hacer.
—¡Soy vosotros! —gritó, y notó que los hombros a los que se había encaramado se apartaban más de lo que sus piernas podían estirarse.
Sacudió los brazos, pero aquello no era un sueño en el que pudiera huir de sí mismo. Comprendió demasiado tarde por qué la mujer había pedido que viniera a buscarle una ambulancia. Podría haberle expresado su agradecimiento a gritos, pero no pudo pronunciar palabras con los sonidos que las innumerables manos estaban sacando de su boca.
Ramsey Campbell es uno de los escritores de literatura fantástica más importantes. Su primera colección de relatos, The Inhabitant of the Lake, fue publicada cuando tenía dieciocho años. Desde entonces ha escrito clásicos de la literatura moderna de terror como The Dolí Who Ate His Mother, The Face That Must Die, Midnight Sun, Obsession, Incurríate, The Nameless y The Long Last y ha ganado los premios World Fantasy, British Fantasy y Dracula Society en múltiples ocasiones. Vive en Merseyside con su esposa y sus dos hijos.