PAREDES DELGADAS
NANCY A. COLLINS
Hay ciertos episodios de tu vida privada que acaban grabándose en tu memoria de una forma indeleble. Uno de esos episodios es el que se refiere a tu primer apartamento. Incluso si una está internada en una residencia para ancianos, con un tubo metido en la nariz y otro en el trasero, bajo los efectos de fuertes calmantes y con el cerebro tan trastornado por el Alzheimer y las apoplejías que ni siquiera es capaz de acordarse de los nombres de sus hijos, por algún motivo perverso todavía puede acordarse del color de la moqueta de su estupendo piso de soltera. Vivir para ver… En cualquier caso, si hablamos de mi caso concreto, he de decir que, por mucho que lo intente, jamás olvidaré mi primer apartamento.
Se encontraba en un complejo de apartamentos que se llamaba Jardines Del-Ray, no me preguntes por qué; en los dieciocho meses que viví allí no vi nada que se pareciera remotamente a una planta (y todavía menos a un jardín), a no ser que se tenga en cuenta el triste patio con el que contaba el complejo, en el cual destacaba una piscina agrietada que era caldo de cultivo para mosquitos y moho.
Jardines Del-Ray ya tenía unos cuantos años. Había sido construido una o dos décadas antes de que yo naciera, en la época en que la universidad no era más que un simple centro de educación estatal. No cabe duda de que el complejo, con su trazado en forma de motel de doble piso y su fachada de estuco, había sido concebido en un principio para alojar a la oleada de estudiantes casados que empezaron a invadir el campus justo antes de la guerra de Corea gracias a las becas del ejército. Para cuando yo me trasladé allí, en el otoño de 1979, la única ventaja que ofrecía Del-Ray era su proximidad al campus. Se encontraba a sólo tres minutos de la universidad, por lo que para alguien como yo, que consideraba el hecho de asistir a clase como un desagradable requisito imprescindible para disfrutar de la vida universitaria, la situación era idónea.
Me fui a vivir allí durante mi tercer año de carrera. Había pasado los dos primeros en una de las residencias universitarias y estaba hasta las narices de tener que compartir el cuarto de baño con otras tres personas y tener prohibido (teóricamente) recibir visitas del sexo opuesto a partir de las nueve de la noche. Del-Ray se encontraba cerca y, como su alquiler mensual era de cien dólares, podía pagarlo sin dificultad.
Hice el traslado yo sola. Mis únicas pertenencias eran un par de cajas de plástico llenas de libros de bolsillo, un colchón de matrimonio (sin muelles), una máquina de escribir, un secador, un despertador digital, un televisor portátil en blanco y negro y una máquina de hacer palomitas de maíz, de modo que no constituyó una tarea hercúlea. ¿Qué importaba si no tenía una silla en la que sentarme? ¡Era independiente! ¡Ahora tenía un apartamento propio, por lo que iba a poder organizar fiestas!
Poco podía imaginarme yo que lo que me aguardaba en aquel lugar iba a refrenar rápidamente mi optimismo juvenil.
Para empezar me encontré con que el anterior inquilino, que se había marchado hacía un mes, había dejado media docena de huevos en el frigorífico antes de desconectarlo. Huelga decir que la experiencia que supuso la limpieza del apartamento fue algo irrepetible. Cuando hube acabado la cocina, bajé al supermercado de la esquina y compré macarrones, queso y un par de latas de atún para preparar mi primera comida en mi nueva casa. Mi madre había tenido el detalle de regalarme las ollas y platos viejos de su cocina que tenía intención de reponer, de modo que tuve una extraña sensación de déjà vu cuando me serví la cena en mi viejo plato del pato Daffy.
Sentada con las piernas cruzadas en el suelo del salón y con la espalda apoyada contra los baratos paneles de madera contrachapada, sonreí con satisfacción e imaginé las paredes desnudas cubiertas de pósters, luz negra y estanterías llenas de libros de ciencia ficción, la puerta del dormitorio tapada con una cortina de sartas de abalorios y la música de Alice Cooper o Kiss sonando por una cadena a un volumen lo suficientemente alto como para que aparecieran nuevas grietas en la ruinosa fachada de estuco de Del-Ray. Imaginé a todos mis amigos moviendo la cabeza al ritmo de la música, mirando la decoración, dando una calada a un porro, bebiendo una cerveza y diciendo: «Que apartamento más alucinante»…
—¿Quién te ha dicho que podías poner esa jodida cadena, gilipollas de mierda?
La voz sonó tan alta y tan cerca que di un respingo y pensé que había alguien más en la habitación.
—¡Pero si no estabas viéndola! ¡Estabas dormido, cojones!
—Pero ¿qué coño estás diciendo? ¡Estaba viendo la tele, joder!
—¡Y una mierda! ¿Cómo vas a estar viendo la jodida televisión con los ojos cerrados?
—¡Estaba descansando la vista, bujarrón de mierda!
Para entonces ya me había dado cuenta de que estaba sola en mi apartamento. Las voces procedían del apartamento vecino. Eran dos hombres, bastante borrachos y al parecer mayores, de la edad de mi padre, si no más. Aunque el televisor en cuestión estaba a un volumen bastante alto, yo podía soportarlo, porque era algo a lo que me había habituado en la residencia y el ruido ya no me distraía. A lo que no estaba acostumbrada era a oír gritar a la gente a pleno pulmón.
—¡No vuelvas a llamarme así, Dez! ¡Te tengo advertido que no me llames así!
—¡Te llamaré lo que me salga de las narices, joder!
—¡Maldita sea, Dez! ¡Cállate de una jodida vez!
—¡Cállate tú, bujarrón de mierda!
Fui sigilosamente hasta la puerta de mi apartamento, la abrí y me asomé al patio. Para mi sorpresa, no había ningún inquilino a la vista. ¿Cómo era posible que nadie oyera lo que estaba sucediendo en el apartamento de mis vecinos?
—¡Cállate y vete a la cama!
—¡Eres un cabrón de mierda!
—¡Ya es hora de que te vayas a la cama, Dez!
—¡Te crees muy listo! ¿Eh, gilipollas?
—¡Cállate de una jodida vez y vete a la cama!
—¡No me toques, maricón de mierda! ¡Como vuelvas a tocarme otra vez, te mato, maricón de mierda!
De pronto se oyó un golpe sordo, como si alguien hubiera tirado una bolsa llena de ropa sucia contra la pared del salón. Luego se oyó otro. Y otro más.
Abrí de nuevo la puerta y me dirigí al apartamento de enfrente con la intención de llamar a la policía. El corazón me latía desbocado cuando llame a la puerta. Al cabo de unos segundos oí que descorrían un cerrojo y un hombre que identifiqué como uno de los profesores agregados del departamento de inglés se asomó y me miró.
—Perdone, pero tengo que llamar por teléfono.
El profesor lanzó una mirada en dirección a la puerta de mi apartamento.
—¿Vives en el 1 E?
—Sí. He llegado esta tarde. Mire, tengo que llamar a la policía…
—Puedes utilizar mi teléfono si quieres, pero te lo advierto: no van a venir, o al menos no inmediatamente. Y si lo hacen será después de que les hayan llamado dos o tres personas para quejarse.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que quiero decir es que son Dez y Alvin de nuevo.
—¿Está seguro? Me refiero a lo de que la policía no va a venir.
El profesor rió de la misma forma en que ríe mi padre siempre que habla de Hacienda.
—Hazme caso, sé de qué estoy hablando.
Esta fue mi primera experiencia con Dez y Alvin, los vecinos del apartamento de al lado.
Durante los siguientes meses conseguí enterarme de unas cuantas cosas sobre ellos, aunque no de sus apellidos. La mayor parte de la información la obtuve involuntariamente, ya que no había manera de evitar oír sus disputas nocturnas. Durante el día solían mantenerse en silencio, aunque quizá fuera más apropiado decir en estado latente. Pronto me di cuenta de que sus concursos de gritos, aunque ruidosos, eran normalmente breves y parecían ajustarse a un horario. Daban comienzo a la par de las noticias de las cinco y llegaban a su punto culminante en el momento en que Johnny Carson pronunciaba su monólogo.
Yo había firmado un contrato como una tonta y sabía que jamás encontraría nada tan cerca del campus y tan barato como Del-Ray, de manera que decidí aguantarme y poner al mal tiempo buena cara. Pasaba mucho tiempo en el cine viendo programas dobles y haciendo cálculos para no tener que volver a casa hasta que Dez y Alvin acabaran su numerito de todas las noches.
Aunque los oía a diario, no me crucé con ellos hasta pasadas dos semanas de mí llegada a Del-Ray, y además de una manera accidental. Eran las dos de la tarde de un día laborable. Yo había ido al Hit-N-Git, el supermercado situado a la vuelta de la esquina y que abría las veinticuatro horas del día. Dentro había un hombre alto y delgado, vestido con un pantalón de tejido sintético color arándano (una imitación barata de Sans-a-Belt) y una camisa de seda sintética cubierta de litografías de veleros, tratando de calentar un burrito en el microondas.
Apestaba a perfume barato, salsa boloñesa y ginebra de tal manera que pude olerle a dos pasillos de distancia. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero parecía mayor que mi padre. Era pelirrojo pero el cabello se le había aclarado hasta quedársele de un desagradable tono zanahoria; lo llevaba peinado al estilo de los viejos homosexuales blancos del Sur, levantado por delante y repeinado y con las puntas onduladas por detrás. Cuando se dirigió a la caja para pagar el burrito, vi que tenía un moratón debajo del ojo izquierdo disimulado con una base de maquillaje un tono más oscuro que su tez. De pronto comprendí que aquella persona era una de las partes de la célebre pareja Alvin y Dez. Probablemente Alvin. La voz de Dez era más profunda y grave, y hacía pensar en un hombre bastante mayor.
Cuando llegó al mostrador, Alvin compró una botella de medio litro de ginebra y otra de vodka, ambas sin marca reconocible, tras lo cual salió tambaleándose por la puerta, dejando en el mostrador el burrito que había calentado en el microondas. El cajero, un estudiante pakistaní de intercambio, se limitó a encogerse de hombros y tirar la comida a la basura.
A Dez no lo vi hasta el fin de semana, cuando cometí la equivocación de invitar a un par de amigos a mi alucinante nuevo apartamento. Los dos últimos fines de semana Dez y Alvin habían salido a beber a algún bar, y yo había cometido el error de pensar que esto era algo que hacían todos los fines de semana. Pues no. Sólo salían los fines de semana siguientes a la llegada de sus respectivos cheques de la seguridad social.
Yo había conseguido reunir una mesa de cocina y sillas suficientes para organizar algo parecido a una cena, de modo que invité a George y Vinnie, una pareja de homosexuales que conocía. George estaba estudiando teatro y especializándose en diseño de decorados, mientras que Vinnie se interesaba por la ingeniería arquitectónica. Eran una pareja encantadora y divertida. Te reías mucho con ellos.
Preparé espaguetis y pan de ajo (una de las pocas cosas que sabía hacer) y George y Vinnie trajeron una botella de Chianti. Acababa de recoger los platos y estábamos sentados hablando sobre el último cotilleo cuando la pared del salón tembló de tal manera que el espejo Jagermeister que había comprado en el centro comercial el día anterior se hizo añicos contra el suelo.
—¡No toques mis cosas, joder!
—¡No he tocado tus jodidas cosas! ¡Ni yo ni nadie las ha tocado!
—¡Eres un mentiroso hijo de puta, Alvin!
—¡Cállate, viejo borracho!
—¡No me toques, maricón de mierda! ¡Si vuelves a tocarme te mato aquí mismo, joder! ¡Me importa una mierda quién eres! ¡Te mataré, cabrón!
—¡Cállate de una vez, cojones!
—¡Cállate tú, maricón de mierda! ¡Eres un guarro, eso es lo que eres! ¡Ni siquiera eso, joder! ¡Los maricones no son seres humanos!
George apartó su silla de repente sin quitar la mirada de la pared.
—Bueno… Nos gustaría quedarnos a charlar un rato, pero tenemos que volver a casa…
—No sabéis cómo lo siento, chicos. En serio…
—¡Me dais asco los jodidos bujarrones como tú! ¡Todos los maricones deberíais estar muertos! ¡Dejadnos en paz a la gente normal!
—¡Cállate, Dez! ¡No digas gilipolleces!
—¡Voy a joderte vivo, hijo de puta!
—¡Prueba y verás, mariquita hijoputa!
—No tanto como nosotros lo sentimos por ti, querida —musitó Vinnie, y se apresuró a seguir a George hasta la puerta. Los dos tenían la mirada clavada en la pared como si creyesen que Dez y Alvin fueran a atravesarla como dos tigres amaestrados al saltar por un aro de papel.
En el momento en que George abría la puerta, Alvin y Dez se quedaron completamente callados. George, Vinnie y yo nos pusimos de puntillas y nos asomamos por detrás de la jamba de la puerta. Un hombre corpulento y de baja estatura que debía de haber cumplido ya los sesenta y llevaba el poco pelo que conservaba rapado al estilo militar avanzaba torpemente en dirección al aparcamiento para mirar las existencias de alcohol que quedaban en el Hit-N-Git a aquella avanzada hora de la noche. Llevaba una camisa de frac de manga corta y un pantalón amplio arrugadísimo en el que, visto desde detrás, parecía llevar escondido un bulldog bien alimentado.
—¿Quién o, mejor dicho, qué es eso? —preguntó George en un aparte.
—Supongo que será Dez. Vive en el apartamento de al lado con Alvin, el tío con el que estaba discutiendo.
—He oído hablar de muchos casos de gente que lleva su homosexualidad en secreto, pero éste se lleva la palma —exclamó Vinnie maravillado.
—No irás a decirme que es homosexual, ¿verdad? —dije extrañada—. Sé que Alvin lo es, pero Dez… Dez se parece a uno de los viejos amigotes de mi padre del ejército. Puede que sólo compartan el apartamento.
George me miró con la expresión que reservaba para los heterosexuales que destacaban por necios.
—Querida, ¿hay algún apartamento con dos dormitorios en esta barraca?
—Pues…
—Además ya he oído hablar de esta pareja. Nadie me ha dicho cómo se llaman ni dónde viven, pero estoy seguro de que son los mismos. Son alcohólicos de cuidado y llevan viviendo juntos desde principios de los sesenta.
—¡Qué dices! ¿Cómo es posible que dos personas que se odian a muerte aguanten tanto tiempo bajo el mismo techo? —Me estremecí. Aquello no me entraba en la cabeza. Era como imaginarse a mis abuelos haciendo el amor.
Vinnie se encogió de hombros.
—Oye, mis padres pasaron los últimos diez años de su vida como si se encontraran en la guerra de Vietnam en lugar de en un barrio residencial manteniendo una familia.
—Mis padres solían armar unas broncas muy parecidas —añadió George con un gesto de asentimiento—. Me saca de quicio. ¿Por qué no vienes a nuestra casa la próxima vez? No lo soportaría tener que oír de nuevo a esos dos carrozas gritándose el uno al otro.
Naturalmente, aquélla fue la primera y última vez que invité a amigos a mi nuevo apartamento. Gracias a Dez y Alvin, durante el tiempo que viví allí nunca organicé una fiesta salvaje como las que suelen montar los estudiantes universitarios. La posibilidad de que pudieran colarse en la fiesta con la esperanza de conseguir bebida gratis bastó para desechar cualquier plan al respecto.
Estaba asombrada de la rapidez con que Dez y Alvin habían entrado a formar parte de mi vida, pese a que todavía no había cruzado una palabra con ellos ni tenía ganas de hacerlo. A decir verdad, Dez me daba un miedo terrible. Por lo visto, ninguno de los dos trabajaba y sólo salían del apartamento para comprar alcohol y cigarrillos en el Hit-N-Git, para cobrar sus cheques de la seguridad social o para ir a las urgencias del hospital. Pronto advertí que los inquilinos de Del-Ray que llevaban tiempo viviendo allí consideraban a Dez y Alvin como una fuerza primaria insondable para el raciocinio humano. Había más posibilidades de controlar el tiempo meteorológico que de cambiar su comportamiento.
Sin embargo, a menudo me preguntaba qué clase de poder ejercerían Dez y Alvin sobre el propietario del edificio. ¿Acaso no se había quejado de ellos el número suficiente de vecinos a lo largo de los años? Encontré la respuesta a esta pregunta una tarde en que Dez estuvo a punto de incendiar el complejo de apartamentos. Cuando llegué a casa después de las clases me encontré un par de coches de bomberos estacionados delante del edificio. El aire olía a humo y a productos químicos extintores. Unos cuantos vecinos se habían congregado en el patio, alrededor de la piscina y, manteniendo una distancia prudente, estaban mirando a un par de bomberos ataviados con unos pesados uniformes de lona impermeable que salían en aquel momento del 1 D.
Dez estaba sentado en la escalera que conducía a los apartamentos del segundo y parecía un feto al que acabaran de sacar de un frasco de formol. Parpadeaba bajo el sol de la tarde y lo miraba todo como si no supiera dónde se encontraba; tenía la cara sucia de hollín, pero no hasta el extremo de impedirme ver el rubor con que la ginebra había coloreado su nariz y sus mejillas.
—Ya hemos encontrado la causa —dijo el bombero que sostenía un despojo humeante que se parecía tanto a una pizza congelada como a un disco de hockey—. Al parecer lo metió en el horno sin sacarlo de la caja.
En aquel momento un hombre de edad avanzada se abrió paso entre el gentío. Iba vestido con un pantalón amplio y una camisa de jugador de golf. Parecía recién salido del hoyo diecisiete.
—¿Qué ocurre aquí? Soy el propietario de la finca. Que alguien me diga qué ha ocurrido…
Cuando el jefe de bomberos se lo explicó y le señaló a Dez, el propietario de Del‑Ray se frotó la cara de la misma manera que hacía mi tío Bill cuando trataba de no perder los nervios en presencia de otras personas. En cuanto los bomberos se alejaron, el propietario se dirigió con paso airado hacia Dez y empezó a gritarle, aunque no con el volumen que yo sabía era capaz de alcanzar. Fue entonces, al verlos frente a frente, cuando me di cuenta de que eran parientes.
—Por amor de Dios, Dez, ¿qué coño te creías que estabas haciendo? ¡Gracias a ti el seguro de esta barraca se va a poner por las nubes! ¡Le prometí a mamá que me aseguraría de que siempre tendrías un lugar donde vivir, pero ya estoy harto de ti! Si la jodes una vez más te largas de aquí, ¿me oyes? ¡Y esto va también por Alvin!
Yo pensaba que Dez iba a empezar a gritarle, pero para mi sorpresa se quedó sentado sin decir ni pío y se puso a parpadear y a mover la cabeza como si le colgara del cuello. Yo no alcanzaba a distinguir si lloraba a causa del humo o de la reprimenda que le estaban echando. Cuando el propietario de Del-Ray se hubo ido, Dez se levantó y volvió a su apartamento arrastrando los pies. Al cabo de un par de minutos apareció Alvin. Al parecer había ido a cobrar un cheque de la seguridad social.
—¡Dios mío! ¡Pero qué demonios has hecho, Dez!
—¡No he hecho nada, cabrón de mierda! ¡Te pasas la vida acusándome de hacer cosas y yo no hago nada, joder!
—¡No me mientas, capullo! ¡Mira este apartamento! ¡Míralo, te digo! ¿Qué has hecho, Dez?
—¡Como no estabas aquí para prepararme la cena, me la preparé yo, joder!
—Pero al final la has estropeado, ¿verdad? ¡Se la has estropeado a todo el mundo, cabrón! ¿Ves lo que has hecho?
—¡Cállate ya, jodido maricón de mierda!
Aquella discusión fue tan violenta que Alvin acabó en la sala de urgencias y Dez en la cárcel. Alvin fue dado de alta al cabo de dos días, pero Dez fue condenado a treinta por resistirse a la autoridad. Todo el complejo de apartamentos dejó escapar un suspiro de alivio y el Del-Ray se convirtió durante una temporada en un lugar relativamente tranquilo.
Fue entonces cuando apareció Deke.
No sé dónde lo encontraría Alvin, aunque yo no descartaría que fuera debajo de una roca. Deke era bastante más joven que Alvin y unos años mayor que yo. Rondaría los veinticinco, creo yo, aunque no tenía aspecto de joven precisamente. Era de estatura media y delgado, y el grasiento pelo le caía a la altura de los hombros, y un bigote mustio no contribuía a contrarrestar el aspecto de debilidad de su barbilla. Tenía aire de hurón y todos los tics nerviosos de un adicto al crack. Su vestuario consistía en un pantalón sucio y desgastado y una cantidad infinita de camisetas sin mangas y gorras de béisbol con publicidad de Jack Daniels, Lynrd Skynrd, Copenhagen o Waylon Jennings.
Si Dez me daba miedo, Deke me aterrorizaba. De Dez al menos sabía que salía de su apartamento sólo cuando se veía compelido a ello porque se le incendiaba la cocina o no le quedaba vodka. Deke, en cambio, parecía la clase de individuo que podía aparecer en mi dormitorio una noche oscura empuñando un cuchillo afilado.
Un día volví a casa pronto y me encontré con Deke de brazos cruzados delante de Del-Ray; al parecer estaba esperando a que Alvin volviera de comprar alcohol en el supermercado. Cuando me vio sonrió como los tíos que creen tener éxito con las mujeres.
—Oye, tú eres la jovencita que vive al lado de Alvin, ¿verdad?
Farfullé una respuesta afirmativa para salir del paso y traté de seguir mi camino, pero él se me pegó como una lapa. Cuando llegué a la puerta de mi apartamento con las llaves en la mano, se acercó sonriéndome con una inquietante expresión de fiereza y mostrándome unos dientes amarillentos y torcidos.
—Vives sola, ¿verdad? He estado fijándome en ti, ¿sabes?, y se me ha ocurrido que quizá te apetezca salir o algo así.
Moví las llaves de modo que sobresalieran por entre los nudillos de la mano. Al ver que no había una manera sencilla de salir de la situación, decidí coger el toro por el escroto, por así decirlo.
—¿Y qué me dices de Alvin? —pregunté—. ¿No le molestará a tu pareja?
Deke se sonrojó y empezó a balbucear:
—¡Pero si me gustan las chicas! ¡Yo no soy un jodido maricón!
—Pues no es eso lo que he oído por ahí —repuse, decidida a no abrir mi puerta hasta que Deke se hubiera alejado.
—¡Eso es mentira! ¡Lo único que le dejo hacer a ese viejo maricón es chupármela!
Fue entonces cuando comprendí qué veía Alvin en Deke. Estaba claro que le recordaba a Dez de joven.
—¡Deke!
Deke saltó como si le hubieran dado un golpe. Alvin se dirigía hacia nosotros con una bolsa del supermercado en la mano, y daba la impresión de que no le gustaba nada ver a Deke tan cerca de mí.
—¡Entra en casa ahora mismo, joder, y deja a esa joven en paz! —masculló.
Deke obedeció sin rechistar y entró delante de Alvin, quien se entretuvo en el umbral de la puerta lo necesario para lanzarme una mirada envenenada.
Aquella noche fue la primera que dormí con un cuchillo de carnicero bajo la almohada.
Yo esperaba que Deke desaparecería cuando Dez regresara a casa tras cumplir sus treinta días de condena. Qué más hubiera querido yo… Aunque en rigor Deke ya no vivía exactamente con ellos (no estoy segura de que viviera realmente en alguna parte), el caso es que estaba allí casi siempre. Y eso que, dicho sea en su descargo, a Dez le caía tan mal como a mí.
Para empezar, era evidente que Alvin prefería al joven que a Dez, ya que siempre cedía a los gustos de Deke en lo referente a programas de televisión y, aún más importante, a la clase de alcohol que había que comprar. Dez bebía vodka; Deke, en cambio, prefería el whisky. Ahora todas las discusiones comenzaban más o menos de la siguiente manera:
—¡No hay nada para beber en esta puta casa!
—¡No empieces otra vez, Dez! ¡Sabes perfectamente que hay whisky en la cocina, joder!
—¡Y una mierda! ¡No pienso beber ese meado apestoso!
—¡Pues no lo bebas, joder! ¡Me da igual! ¡No lo compré para ti! ¡Lo compré para Deke!
—¡No pienso beber whisky! ¡El whisky es para los jodidos bujarrones, que no valéis una mierda!
—¡Cállate, Dez!
—¡Cállate tú, maricón de mierda!
—¡No me insultes delante de Deke!
—¡Quiero mi vodka, maldita sea! ¡Lo que beben los hombres de verdad a los que les gustan las mujeres es vodka, no jodido whisky! ¡El whisky es lo que beben los maricones, cabrón de mierda…!
Etcétera, etcétera…
Estaba acabando el semestre y la mayoría de los inquilinos de Del-Ray ya se habían ido de veraneo cuando aquel triste y sórdido triángulo amoroso estalló finalmente. Estaba condenado a acabar mal, pero aun así me sorprendió la forma en que lo hizo.
Yo había estado de fiesta con unos amigos en un bar cercano hasta bastante tarde y ya eran casi las tres de la madrugada cuando llegué a casa. Me encontré con un par de coches de policía y una ambulancia delante de Del-Ray con las luces rojas encendidas. Suspiré y puse los ojos en blanco. Estaba claro que habían vuelto a discutir por culpa del alcohol.
La puerta del 1 D estaba abierta de par en par y la luz que salía se derramaba sobre el patio. Para llegar a mi apartamento tenía que pasar por delante del de ellos, pero el camino estaba cortado por un corpulento agente de policía con un transmisor de radio que soltaba chirridos.
—Lo siento, señorita, pero no puede pasar.
—Vivo en el apartamento de al lado. Sólo quiero volver a casa, agente.
—Ah… —El agente se hizo a un lado.
Estaba sacando las llaves de la cartera cuando lo oí aclararse la garganta.
—Eh… perdone, señorita. Sé que es tarde, pero el inspector Harris quiere saber si podría entrar un momento.
Mierda, pensé. Me encogí de hombros y le seguí al interior del apartamento de Dez y Alvin. Aquélla fue la primera y última vez que puse los pies en él. Se trataba de un apartamento de un solo dormitorio, al igual que el mío, del que sólo se diferenciaba en que tenía la distribución al revés. Los únicos muebles que había en el salón eran un sofá de pana rojo con respaldo oscilante, una butaca tapizada con exceso de relleno y por cuyas costuras descosidas asomaban copetes de crin, y un enorme «centro de entretenimiento». Magnavox que parecía un ataúd con un tubo de rayos catódicos.
Dez estaba sentado en la butaca y llevaba un holgado pantalón caqui y una camiseta sucia. Tenía la mirada clavada en la nieve que se extendía por la pantalla del televisor y estaba mascullando sombríamente consigo mismo. Si era consciente de que la habitación estaba llena de policías uniformados, sus ojos no lo reflejaban.
Un hombre de aspecto cansado enfundado en un traje arrugado y una gabardina también arrugada con una insignia en la solapa salió de la cocina.
—Perdone, señorita, soy el inspector Harris. Le pido disculpas si ya se iba a la cama, pero necesito su ayuda.
—Haré lo que pueda. ¿Qué sucede? ¿Dónde está Alvin?
El inspector puso cara de infinito cansancio.
—Lamento comunicarle que ha muerto, señorita.
—Oh…
—Lo siento. ¿Era amigo suyo?
—No. No creo que Alvin tuviera amigos.
—Bueno, tenía uno por lo menos. Nos preguntábamos si podría decirnos cómo se llama… —El inspector Harris señaló la habitación.
Yo abrí la puerta y me asomé. Dentro había dos enfermeros recogiendo su equipo y hablando sobre la próxima temporada de béisbol. En la habitación sólo había una cama sorprendentemente estrecha. Tendidos sobre ella había dos cuerpos deslavazados. La cabeza de Deke parecía una calabaza abandonada, mientras que la de Alvin tenía en torno al cuello un cable eléctrico más prieto que un lazo navideño.
—¿No sabrá por casualidad cómo se llamaba el hombre más joven? —preguntó el inspector Haris, sacando del bolsillo de la gabardina un sobado bloc de notas.
Hice un gesto de asentimiento pero no dije nada. Era la primera vez que veía un cadáver auténtico.
—¿Y bien?
—Deke. Se llama… se llamaba Deke.
—¿Deke qué?
Parpadeé y aparté la mirada del escenario del crimen con una extraña sensación de quebranto.
—No… no lo sé. Sólo sé que le llamaban Deke.
El inspector Haris asintió y garabateó la información en su cuaderno de notas.
—Gracias, señorita. Ya puede irse.
—¿Lo ha hecho Dez?
—Eso parece. Al más joven le aplastó la cabeza con una plancha de vapor y a su compañero lo estranguló con el cable. Luego llamó a la policía.
Esto último me sorprendió un poco. No el hecho de que los hubiera matado Dez, sino el que Dez y Alvin tuvieran una plancha. ¿Quién se lo hubiera imaginado?
El agente corpulento me acompañó hasta la puerta del apartamento. Cuando pasamos por delante del televisor, Dez dejó de balbucear y se llevó las manos a la cara. Entonces vi que estaba esposado.
—Querido…
Me sorprendió cómo sonaba su voz con tono normal. Se parecía un poco a la de Walter Cronkite. Dez recorrió Jas paredes por un momento con sus ojos inyectados en sangre antes de posarlos en mí.
—Estaba llamándole querido. —Parecía como si su gruesa cara de ex marine corriera peligro de hundirse en la cabeza. Apartó los ojos y empezó otra vez a moverlos de un lado a otro—. ¿Quién va a prepararme la cena ahora?
Aquella noche dormí sin el cuchillo de carnicero por primera vez desde hacía semanas.
Todo lo referente a la tragedia del apartamento de al lado lo leí en el periódico local. Según Dez confesó a la policía, se había desmayado delante del televisor después de beberse un litro de vodka, por lo que Alvin y Deke decidieron ir al dormitorio a hacer el amor. Dez despertó inesperadamente, entró en la habitación tambaleándose y les sorprendió in fraganti. Al parecer el ver juntos a Alvin y Deke le sacó de quicio e hizo aflorar sus instintos asesinos. Lo demás ya lo sabía. En el periódico no se mencionaba si Dez había declarado que «despreciaba a los homosexuales» (aunque no me cabe duda de que el tema surgió en la conversación que mantuvo con la policía), pero sí se daban los apellidos de Dez y Alvin (los cuales hace tiempo que he olvidado) y se indicaba que habían vivido en el mismo apartamento desde 1958, es decir, un año antes de que yo naciera. Alucinante…
Alvin aún no había sido enterrado (o incinerado o lo que demonios hagan las autoridades del condado con la gente demasiado pobre o impopular como para recibir debida sepultura) cuando el hermano de Dez contrató a unos obreros para que remozaran el apartamento, y antes de que acabara el mes ya había una pareja de ancianos jubilados viviendo en la antigua vivienda de Dez y Alvin. Eran un verdadero encanto, estaban muy unidos y eran absolutamente abstemios. Tenían un perro salchicha llamado Fritzi que ladraba de vez en cuando, pero, por lo demás, eran unos vecinos educados y silenciosos.
Cuando se acabó mi contrato decidí dejar el apartamento. Las cosas habían cambiado. Había terminado una época, cabría decir, aunque estaba claro que mi estancia allí me había proporcionado un criterio único para juzgar a mis futuros vecinos.
Sin embargo a veces no puedo evitar pensar en Dez y Alvin. Estoy segura de que, tiempo atrás, debió de existir algo parecido al amor entre ellos y quizá por eso aunque se insultaran, gritaran y amenazaran, rara vez llegaban a las manos. Lo que no puedo quitarme de la cabeza es la imagen de la cama estrecha. Por mucho odio y rencor que sintieran el uno hacia el otro y por mucho que se despreciaran a sí mismos, había algo entre ellos, aunque sólo fuera el vínculo que surge entre una pareja de alcohólicos fracasados.
Puedo imaginarme cómo ocurrió todo: años antes de que yo naciera, un guapo marine entró en un bar que un hombre con dignidad (y menos aún un marine) no tenía por qué frecuentar y vio al joven pelirrojo que estaba llamado a ser el amor de su vida. Tenían todo el futuro por delante y lo único que les importaba era el amor. Todos los enamorados son invulnerables y, gracias a la pasión que comparten, están a salvo de la dura realidad de la vida. Pero sólo en un principio, ya que la sociedad, sus normas y sus expectativas acaban hallando la manera de introducirse en la burbuja protectora, y si uno no tiene cuidado es muy fácil que el amor fermente, transformándose en rencor, y la felicidad en desdicha.
Espero que conocieran algo parecido a la alegría antes de acabar como dos tristes y amargados remedos de seres humanos dados a agredirse y atacarse como animales que comparten una jaula demasiado pequeña o una cama demasiado estrecha.
El amor nos convierte a todos en tontos y esclavos. Pero es peor estar solo y no ser amado.
Si no, que se lo pregunten a Dez y Alvm.
Nancy A. Collins es autora de Paint It Black, Walking Wolf, WildBlood, In the Blood, Tempter y Sunglasses After Dark. Su ciclo de Sonja Blue fue reunido en una misma edición en 1995 bajo el título Midnight Blue. Ha sido galardonada con el premio Bram Stoker para autores noveles de la Asociation Horror Writers of America y el premio Icarus de la British Fantasy Society. Fue uno de los miembros fundadores del International Horror Critics Guild. Actualmente reside en Nueva York con su marido, el antiartista Joe Christ, y su perro Scrapple.