CUCHILLAS RELUCIENTES
BASIL COPPER
1
Lunes
Estoy instalándome. La habitación no es gran cosa. Es pequeña y está mugrienta, y el colchón tiene muchos bultos. Hay dos ventanas cubiertas de polvo que dan a una callejuela estrecha y los hastiales de las casas de enfrente hacen que la habitación parezca todavía más oscura y pequeña de lo que es. En pleno verano resultará asfixiante y en invierno se pasará un frío helador. Por suerte estamos en una estación intermedia. La casera, frau Mauger, no es una mujer agraciada y tiene aspecto de persona avara; sin embargo no parece tener mala fe conmigo y no me ha cobrado mucho. Quizá haya sucedido algo malo aquí. Ya veremos. Debo preguntar a los demás inquilinos.
Por el momento sólo he visto a uno, una joven alta y pálida con un vestido negro y el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño de aspecto adusto con el que sólo consigue destacar la falta de atractivo de sus facciones. Se desliza por las escaleras como un fantasma, deteniéndose para mirar en torno con ojos grandes y asustados. No tiene nada que temer de mí. No me gusta su tipo. Cuando estaba negociando las condiciones con la casera, ésta me explicó que la joven trabaja de costurera en la parte trasera de uno de los establecimientos de confección para señora más grandes de la ciudad. Ha estado enferma recientemente, por lo que se vio obligada a quedarse en su habitación. No tenía bastante dinero para pagar al médico y temía perder su puesto de trabajo.
Bueno, así es la vida hoy en día. Las cosas están mal en todas partes. Berlín no parece distinto de cualquier otro lugar, salvo que es más grande y ruidoso. He pasado parte de la tarde deshaciendo el equipaje. Sólo tengo una maleta de cuero marrón y una caja de cartón. Aunque esté desgastada, la maleta es de buena calidad; frau Mauger ha debido de darse cuenta de ello, ya que me miró con suspicacia cuando llegué. Es cierto que no soy un hombre atractivo y que no llamaría la atención en una multitud, pero dada mi situación quizá esto sea una ventaja. Mi abrigo está raído y mis zapatos desgastados, pero tal vez pueda pedirle prestado algo de betún a uno de mis compañeros de alojamiento. Ando escaso de fondos y debo economizar todo lo posible.
Tomo estas notas para dejar constancia de mis pensamientos y mis actos, ya que pueden ser importantes en el futuro. No me he decidido a escribir a los periódicos. Esto llamó la atención en Colonia, donde estuve tres meses. Por suerte un conocido me advirtió que mis incendiarias opiniones habían despertado la curiosidad de la policía y me marché a tiempo. Aquí debo ser más cuidadoso y asegurarme de no llamar mucho la atención. Por lo menos al principio. Mi padre siempre decía que yo tenía una astucia casi sobrenatural y que podía prever las cosas antes de que ocurrieran. Pobre hombre. Su muerte fue una tragedia; nadie ha logrado averiguar cómo ocurrió.
Hay un sucio calendario sujeto con tachuelas a la pared de enlucido cerca de mi cama. Por algún motivo los primeros meses no han sido arrancados. He quitado las hojas correspondientes y voy a utilizar el dorso para apuntar las ideas que me acudan a la cabeza. Ahora me siento mejor y he abierto una de las ventanas para que una agradable brisa ventile la habitación. Es toda una mejora. Poniéndome de pie sobre una de las sillas de crin, de las que la habitación tiene al parecer un buen número, alcanzo a ver la callejuela adoquinada y observo a peatones que pasan por ella.
Ahora estoy de nuevo junto a la cabecera de la cama, escribiendo anotaciones en el calendario. He tachado los días anteriores y le he puesto un círculo al lunes para saber en qué día vivo. Me pregunto por qué nunca consigo capturar el tiempo y hacer que se detenga o repetir los acontecimientos tal como uno lo hace mentalmente. Imagino que los científicos y los sabios de nuestra sociedad tendrán explicaciones fáciles y superficiales para esto. A mí me parece sencillísimo, y sin embargo el procedimiento se les escapa continuamente.
He dejado de escribir hace un momento. Está cayendo la tarde y el olor de la sopa de berza se extiende lentamente por el ambiente. Tengo mucha hambre. No he comido nada desde el desayuno, el cual ha consistido en dos bollos de pan y una taza de café de mala calidad. He sacado mi cartera y mi monedero de piel de imitación. He cerrado la puerta con llave por dentro y he examinado mis reservas monetarias. Por el momento es suficiente, pero ¿qué ocurrirá mañana? ¿Debo quedarme aquí esta noche y probar la comida de la casa? Probablemente no. El aroma que llega de las escaleras no es tan apetitoso como para tentar a un sibarita como yo. Pero he de ser cuidadoso. Creo que por ahora lo mejor será ir a un restaurante pequeño de un barrio discreto y pedir una comida sencilla.
Quizá debería desayunar aquí, tomar un almuerzo frugal y esperar a la cena para comer algo más sustancial. Ya veremos. Pero he de tener cuidado con mi salud. Katrine dijo que me veía muy delgado y que tenía aspecto de estar mal alimentado incluso para un estudiante de medicina. Me pregunto dónde estará ahora. Es una chica simpática, aunque ella también está un poco delgada. Me ayudó en un momento crucial y, de no ser por ella, mi estancia en Colonia no habría sido tan agradable.
Todavía me duele un poco la cabeza. Probablemente sea el efecto del vino peleón que bebí anoche en el bahnhof. Era el más barato que tenían, cierto, pero ahorrar dinero en cosas como el vino es siempre una manera equivocada de plantear la economía. Con la comida no importa tanto, ya que el sistema digestivo de una persona joven es sumamente resistente, pero el vino malo le deja a uno con dolor de cabeza y bastante indispuesto. Cuando termino de ordenar la habitación a mi gusto, enciendo la lámpara y miro en torno con algo más de satisfacción. No hay duda de que el lugar tiene un aspecto bastante civilizado ahora que la mayor parte de mis escasas pertenencias se encuentran en su sitio.
Meneo la lámpara cuando la mecha arde de modo uniforme. Aunque todavía no ha anochecido, aquí dentro está oscuro y me hará falta la lámpara para tomar notas y leer cuando llegue el momento. Debo pedirle a frau Mauger que la rellene o que me dé una pequeña provisión de aceite en una de esas latas que hay apiladas en la cocina. Están todas marcadas con números trazados con pintura blanca que evidentemente corresponden a las habitaciones. Hay doce en total, de modo que si están todas ocupadas, los inquilinos suman doce personas. Puede que éste sea un dato importante.
Pongo la maleta sobre la cama, la abro y examino su contenido con más detenimiento. Por suerte, tiene cerraduras muy fuertes de un modelo poco corriente, de manera que mis pertenencias estarán seguras en caso de que en mi ausencia alguien entre en la habitación. Frau Mauger tiene una llave maestra, por supuesto, pero, como es natural, habrá una chica de la limpieza, por lo que debo tener cuidado de no dejar a la vista lo que escriba. Las cerraduras fuertes son la respuesta. Constituyen una garantía para la intimidad y mantienen las cosas a resguardo de los fisgones. Las casas de huéspedes y las pensiones tienen mala fama por culpa de éstos. Un amigo me dijo una vez… Pero estoy yéndome por las ramas. La historia es demasiado larga y me costaría mucho tiempo y papel escribirla ahora. Puede que la publique algún día, cuando sea famoso. No hay duda de que merece la pena contarla; podría incluso resultar demasiado extraña para ser considerada ficción.
He reparado en una pequeña cortina que hay en una esquina de la habitación. Me acerco y la aparto. Se trata de algo que no esperaba. Hay un entrante en la pared con un espejo al fondo manchado con restos de moscas muertas. Debajo hay un fregadero de piedra con un desagüe y un gran grifo de latón. Lo abro y sale un chorro de agua. Es todo un lujo para este lugar. Podré lavarme y arreglarme a solas. Y seguramente cuando necesite agua caliente para afeitarme podrán procurármela abajo. Debo hacerlo con agua caliente porque mi navaja está desafilada y todavía no he probado una de esas maquinillas de afeitar. Dicen que la piel tarda en acostumbrarse a ellas.
Me siento de nuevo en la cama. Bien, si soy cuidadoso tendré fondos suficientes para las próximas semanas. Después ya veremos. Sé cómo procurarme más, pero esta vez he de ser muy prudente. Me llevé un buen susto con el asunto de Colonia, en serio. Todavía me echo a temblar cuando lo recuerdo. De no ser por aquella anciana, no se habría enterado nadie. ¿Quién iba a pensar que tenía una vista y un oído tan buenos? Pero, como solía decir mi padre, me libré gracias a mi «astucia innata». Aun así, la suerte no dura siempre. Hay que contrarrestar la necesidad con una cautela extrema.
Me levanto una vez más y me miro detenidamente en el espejo acercando la lámpara. No, mi imagen no es mala. No soy guapo, desde luego. Pero tengo un aspecto medianamente respetable, y en cuanto me lave con el trozo de jabón que hay en el tazón de metal y me seque con la toalla sucia, podré pasar inadvertido en medio de la gente. Y Berlín está lleno de gente, gracias a Dios.
Esto me da que pensar, pese a que la frase sólo ha resonado dentro de mi cabeza. ¿Por qué he de invocar al Creador cuando no creo en él? Resulta curioso, en serio. Quizá sea por la costumbre, las cosas que los padres le enseñan a uno de pequeño a fuerza de repetirlas. El mundo es como un potro de tortura: cuanto más se estira uno para soltarse, más intenso se hace el dolor del suplicio.
Pero debo mantener la calma. Cuando me dejo llevar por semejantes pensamientos tengo propensión a expresarlos en voz alta, lo cual es peligroso en un establecimiento como éste, de paredes delgadas y tablas del suelo mal ajustadas. Me acerco al lavabo, hago correr el agua y remojo mi enfebrecida cara para sentir su bendita frescura. ¡Ah, así está mejor! El dolor de cabeza y el regusto del vino prácticamente han desaparecido. Me preparo para salir de la pensión, pero antes echo una última ojeada para ver si todo está en orden. Debo buscar una pequeña casa de comidas en un lugar apartado donde no llame la atención. Pero que no esté muy apartado, porque entonces no podría cumplir mi propósito.
Ésta es una condición importante que exigiré al lugar al que vaya. Pero lo sabré cuando llegue. Siempre lo sé. Tengo un ojo infalible, como solía decir mi madre. Me inclino para limpiarme los zapatos con una esquina del mantel. Echo una última ojeada y abro la puerta que da al lóbrego rellano, con su droguete raído y sus descoloridas estampas religiosas. Vuelvo a entrar, apago la luz, deleitándome con el olor acre de la parafina y la comida caliente, y luego echo la llave con cuidado. Pienso en frau Mauger y sonrío. No me ha preguntado cómo me gano la vida. Es una pregunta que podría haberme turbado, y a ella también.
Meto la llave en el bolsillo y bajo por las escaleras, que crujen bajo mi peso. No veo a nadie, aunque se oye un leve murmullo de voces procedente de algunas habitaciones de la planta baja. Salgo por una puerta lateral, avanzo apresuradamente por la callejuela y soy engullido por la multitud que se arremolina en los barrios exteriores de Berlín.
2
He encontrado el sitio idóneo, un pequeño restaurante encajonado entre dos estrechos edificios en una callejuela escondida justo al lado de una arteria principal. Parece perfecto para mis propósitos. Es lo bastante grande para permitirme conservar el anonimato entre la clientela, pero suficientemente pequeño para ver si hay algún individuo sospechoso en las mesas vecinas. Da la impresión que lo frecuentan sobre todo familias con varios hijos y agentes de comercio poco exitosos. Conozco a esa clase de personas, principalmente por su aire de absoluta desesperanza y sus desgastadas maletas de muestras, que depositan con un cuidado ridículo bajo las sillas en que se sientan.
Los agentes comerciales, con su conocimiento de la derrota y sus ojos hundidos, me permiten darme cuenta de la suerte que tengo al ser libre de una servidumbre tan absurda. Soy libre para practicar mi arte, libre para viajar (esto es, cuando tengo fondos) y libre para escoger a mis amigos, en concreto las mujeres. Podría explayarme sobre el tema, pero he decidido escribir este diario con tono desapasionado y profesional. En el lugar que ocupo junto a la ventana de este pequeño establecimiento estoy bien situado para ver el espectáculo que pasa ante mis ojos. Es un flujo constante de gente variopinta: jóvenes y mayores, hombres y mujeres, niños, muchachas, vagabundos y viajantes, todos inmersos en una marea que se desplaza con un movimiento turgente por delante de los visillos de encaje de la ventana, desde la que puedo observarles con detenimiento sin que reparen en mi presencia.
Una joven en particular llama mi atención. Es alta y bien proporcionada y lleva un vestido largo que resalta su pecho a la perfección. Tiene el pelo largo y castaño rojizo bajo un sombrero que lleva puesto atrás, a bastante distancia de su amplia y tersa frente. No debe de tener más de veinte o veintidós años. En varias ocasiones se deja llevar por la marea humana de aquí para allá, sin darse cuenta de que la estoy observando desde detrás del visillo. ¿Está simplemente paseando como buena parte de la gente? ¿O tiene algún otro propósito? ¿Una cita con una amiga o con una persona del otro sexo? Una prostituta no es, de eso no cabe duda. Conozco a esa clase de mujeres demasiado bien y ella lleva el sello distintivo de la respetable clase trabajadora.
Cuando empiezo a sentir interés, mis observaciones son interrumpidas por el camarero, un joven de tez cetrina que luce unas llamativas manchas de grasa en la blanca pechera de su camisa. Mi irritación aumenta cuando la joven no reaparece ante mi ventana. Pero oculto mis emociones poniendo mi cara amable. Pido mi plato favorito, salchichas, que me sirven en un montón de puré de patatas. Atrevidamente pido un vaso de vino tinto, cuyo origen puedo confirmar gracias a mi experiencia. Empiezo a comer con entusiasmo y, cuando consigo apagar mi hambre y la calidez del vino invade mi persona, puedo volver a fijarme en la escena que se desarrolla ante mis ojos. Pero por alguna razón ha perdido interés. La ausencia de la joven sobre la que había centrado mi atención ha cambiado totalmente la cosa.
Así pues, mientras como y los clientes del restaurante van y vienen, empiezo a observar a la gente de las mesas vecinas. Cerca de mí hay tres hombres de facciones bastas cuyos llamativos trajes a cuadros, caras gruesas y bien alimentadas y maletas de cuero para muestras revelan a mis expertos ojos que son agentes comerciales exitosos. Los observo con atención y veo la abultada billetera que saca uno. Observo también que están algo achispados y que los tres tienen una jarra de vino delante, que el mismo camarero de tez cetrina vuelve a llenar de vez en cuando.
Hablan principalmente de negocios. Dejo pasar los detalles, pero escucho con atención cuando bajan la voz para decir entre dientes una grosería acerca de alguna mujer que ha pasado por delante de nuestra ventana. Como ya los tengo catalogados en la categoría que les corresponde, organizo mi comida de manera que pueda salir del restaurante al mismo tiempo que ellos. A estas alturas las caras enrojecidas y estridentes voces del sospechoso trío llaman la atención de los demás comensales. El apfelstrudel está delicioso y en una muestra de temeridad pido otra ración para acompañar la segunda taza del dulce y espeso café especialidad de la casa.
Por fin acabo la comida y paso cierto tiempo examinando la cuenta mientras espero a que el grupo de la mesa de al lado se marche. Saco la cantidad correcta de mi monedero y dejo una pequeña propina para el camarero, quien, al fin y al cabo, me ha tratado bien. Mañana volveré a este lugar. Los tres hombres ya se han puesto en pie y avanzan con cierta inseguridad entre las mesas en dirección a la caja, donde una corpulenta señora de expresión glacial y pelo blanco que lleva un austero vestido negro con cuello de encaje se encarga del libro de cuentas y de las notas, que clava en un pincho de aspecto peligroso que tiene junto al codo.
Mi amigo, que ha vuelto a sacar su gruesa cartera, se ríe ruidosamente de algún chiste que le han contado sus compañeros mientras aguarda en la cola delante de mí. Hace un aparatoso gesto y yo choco con él como por accidente, golpeándole el codo. Lo he hecho bien y me enorgullezco de la profesionalidad que muestro en estas situaciones. El hombre musita una exclamación al ver que se le cae la cartera y los billetes se desparraman por el suelo. Balbuceo una disculpa y me inclino para recoger torpemente la billetera. Se la entrego insistiendo cortésmente en que me perdone y él acepta mis excusas afablemente. Se produce un momento de inquietud cuando examina el contenido de su cartera, pero sólo está buscando la cantidad correcta para pagar la cuenta.
Yo pago la mía y salgo apresuradamente a la acera, donde evito al pequeño grupo, que habla a voz en grito sobre los planes que tienen para la noche. Yo también me mezclo con la gente aunque, a diferencia de ella, evito pasar una y otra vez por la callejuela hasta que veo que mis compañeros se han dispersado alejándose en dirección contraria. Luego me dejo llevar por la marea humana, disfrutando del insólito lujo de sentirme tranquilo de ánimo y fijándome en la gente, sobre todo en las mujeres, cuyas profesiones y ocupaciones trato de adivinar. Hay dependientas cuyas pálidas caras se iluminan por la satisfacción que les proporciona estar libres temporalmente de su cautiverio; padres de familia con bigote acompañados por sus rollizas esposas y esbeltas hijas; muchachos que hacen rodar aros de hierro en medio del gentío para consternación de los transeúntes; mendigos, los sempiternos mendigos, de ambos sexos y apostados junto a las paredes desnudas que hay entre las fachadas de las tiendas; y excombatientes heridos, uno de los cuales tiene afortunadamente los muñones tapados con una manta y descansa en una improvisada carretilla de madera empujada por una anciana, posiblemente su madre.
Dejo caer una moneda de poco valor en su gorra y continúo mi camino apresuradamente, haciendo caso omiso de sus palabras de agradecimiento. Ahora puedo permitirme el lujo de ser un poco más generoso. Manoseo la bolita de papel arrugado en mi bolsillo y procuro contener la emoción hasta llegar a mi habitación. Entonces doblo una esquina al final de la callejuela. La joven está allí, mirando alrededor con cara de impotencia. La observo con calma, aparentando mirar el escaparate de una ferretería. Hay un espejo detrás de un montón de cubos de cinc y puedo verla claramente. Ahora me parece más atractiva que cuando la vi por la ventana del restaurante.
Está indecisa, apretando y aflojando los guantes blancos durante todo el rato que la observo, quizá de tres a cinco minutos. Luego gira sobre sus talones, como si acabara de tomar una decisión, y echa a andar por la concurrida calle. La sigo a una distancia prudencial, dejando que se interpongan grupos de gente, deteniéndome cuando ella lo hace y aparentando que miro los objetos expuestos en los escaparates. Pero no creo que mis precauciones sean necesarias. Ella está completamente ajena a mi presencia, como a la de todas las personas que la rodean.
Hemos debido de estar una hora dando vueltas, aunque el tiempo ha dejado de existir. Está anocheciendo y los faroleros están encendiendo las farolas de la calle cuando caigo en la cuenta de que nos encontramos nuevamente cerca del restaurante donde comí. Me hallo a unos metros de ella, en la acera opuesta de la callejuela, aunque cualquiera diría que soy invisible a juzgar por la atención que me presta. Entonces se oyen pasos apresurados entre la gente que, cada vez en menor número, pasa por aquí a esta avanzada hora; un joven sin sombrero con el pelo brillante a la luz de las farolas se planta de repente ante la joven y la coge impetuosamente entre sus brazos. La gente que pasa los mira con curiosidad, pero la pareja no hace caso.
Hay lágrimas y palabras entrecortadas de disculpa; al parecer el enamorado ha llegado a la cita con varias horas de retraso. Luego ellos también se pierden entre los paseantes y yo me alejo con una mezcla de rabia y frustración. Pero pongo freno a mis emociones y poco a poco me tranquilizo. Parece como si un velo me separara de la animada calle. Al cabo de un rato me doy cuenta de que me encuentro en una de las calles principales y por último acierto a ver a lo lejos la gran mole de la puerta de Brandeburgo. Entonces me doy cuenta de que hace rato que no como, por lo que me detengo ante un puesto y compro dos pasteles de carne de cerdo y dos bizcochos.
A continuación vuelvo con mis compras a la pensión de frau Mauger. No veo a nadie cuando paso por la puerta lateral y entro en la casa. Oigo de nuevo un murmullo de voces procedente de una habitación lejana y veo que por debajo de las puertas sale luz, pero no aparece nadie. Las lámparas de gas arden débilmente en la recocina, y aprovecho la ocasión para sustraer la lata de parafina que lleva el número de mi habitación, que por suerte está medio llena. Subo a mi habitación con ella. Las lámparas de gas alumbran el rellano con una luz blancuzca, por lo que no tengo dificultad para encontrar la cerradura de mi puerta, que dejo entreabierta mientras relleno y enciendo mi lámpara. Cuando acabo, guardo la lata en un armario que hay en una esquina y huele a humedad y moho.
Después de cerrar la puerta con llave y echar las cortinas, me lavo las manos en el fregadero del entrante de la pared y me siento en una de las sillas acolchadas para examinar mi botín. Mientras cuento los billetes veo de soslayo mi cara emocionada en el espejo. ¡Tengo más de cuatro mil marcos! Una cantidad increíble para un trabajo de cinco segundos. Sumado al dinero que ya tengo, dispongo de suficiente para varias semanas. Ahora puedo concentrarme en mi gran trabajo sin necesidad de preocuparme por el coste del alojamiento y las comidas. Incluso cabe la posibilidad de que me quede tiempo para alguna aventura amorosa. No consigo borrar de mi mente la expresión de dulzura que tenía la joven mientras esperaba en la callejuela. Guardo los billetes en mi cinturón de cuero y me pongo a comer mi solitaria y apetitosa cena. Cuando acabo, me relajo en el borde de la cama durante largo rato, absorto en mis agitados pensamientos. El repique de un lejano campanario me despierta a medianoche. Me desnudo rápidamente, llevo la lámpara a la mesilla, la apago y me tapo con la colcha. Al cabo de tres minutos me quedo profundamente dormido, pero no tengo ningún sueño.
3
Martes
Esta mañana he probado el desayuno de frau Mauger por primera vez. Creo que tardaré en repetir. Pocas veces he visto un grupo de huéspedes más decrépito y belicoso. En medio de la mesa cubierta con un hule viejo había una enorme sopera llena de sopa aguada, unos restos pasados cuyo grasiento olor hubiera bastado para quitarle el apetito a cualquiera, unos panecillos duros y una especie de confitura azucarada que en teoría era mermelada. Mientras tragaba todo esto y pensaba en la desafortunada manera en que había comenzado el día, observé a las personas que estaban sentadas conmigo a la mesa. Con gran decepción comprobé que entre ellas no había ninguna joven adecuada o por lo menos ninguna capaz de cortarme la respiración.
En ese momento empezaron a servir el café, que no sabía a nada, y yo interrumpí mi estudio de mis compañeros de infortunio. Entre ellos había un anciano con barba gris y un atuendo oscuro como de oficinista —según tengo entendido es un funcionario de baja categoría de uno de los museos importantes de la ciudad—; dos secretarios de edad avanzada que trabajan en algún ministerio; y un anciano con la espalda recta como una vara que llevaba en la solapa algún tipo de condecoración militar y al que varías de las personas sentadas a la mesa daban el respetuoso tratamiento de herr Hauptman. Se trataba del típico viejo estúpido y terco que pontifica sin dirigirse a nadie en concreto acerca de las antiguas batallas en que supuestamente se cubrió de gloria. Dudo mucho que esto sea cierto. Semejantes personas deberían ser borradas de la faz de la tierra. Son inútiles incluso en tiempo de guerra, ya que se dedican a desperdiciar obstinadamente las vidas de los soldados rasos. Sus estrechas facciones y estúpido bigote blanco me produjeron asco.
Aparte de las personas mencionadas había varias chicas, ninguna de las cuales suficientemente interesante para despertar mi interés. La imagen de la joven que vi ayer cerca del restaurante me distrajo de esta clase de meditaciones. Quizá vuelva a verla hoy. ¿Quién sabe? En varias ocasiones el pesado del militar intentó llamar mi atención, aunque no le hice caso. Como recién llegado evidentemente soy objeto de un mayor interés que los huéspedes conocidos, pero percibí el peligro que esto entrañaba. De ahora en adelante, en lugar de participar en estas abominables comidas (por llamarlas de alguna manera), voy a comer fuera. Ahora puedo permitírmelo. La creciente pasión de mi cinturón da fe de ello.
Entablé una conversación discreta con un hombre de mediana edad y aire taciturno, sin revelarle nada sobre mi persona. Resulta que es un funcionario de baja categoría en una compañía de gas local situada cerca de aquí. Está lisiado también, y soltero, aunque estas circunstancias no me han hecho compadecerme de él. El anciano militar continuó con su pretencioso monólogo al otro lado de la mesa lanzándome esporádicas miradas de pesar, pero yo seguí evitando su indeseada atención y al final desistió.
Apenas pude me excusé y abandoné esa espantosa comida. Salí de la casa en busca del aire fresco y la húmeda luz de sol que doraba los tejados sintiéndome como resucitado.
Sentado en la concurrida terraza de una cervecería he recuperado el ánimo y superado las secuelas del desafortunado menú en mis papilas gustativas. Me dedico a observar a la gente de alrededor con aire distraído, aunque en realidad tengo un propósito muy claro. No me he olvidado de Angela, así que estoy buscando un tipo determinado. Pero la hora que he pasado en este lugar de diversión para aficionados a las conversaciones ociosas no me ha servido absolutamente para nada.
Una de dos: o la mujer del tipo que yo busco se encuentra en una fiesta o con un joven, o sencillamente no existe. La situación es casi tan mala como en la pensión de frau Mauger. A veces me desespero ante lo que parece la absoluta inutilidad de mi búsqueda. Además no estoy preparado, la verdad sea dicha. No tengo las herramientas de mi oficio, ya que tuve que deshacerme de las que tenía arrojándolas a un pozo abandonado fuera de Colonia, donde nadie las encontrará. La situación en Dusseldorf fue peor incluso, ya que no pude encontrar nada que me calmase. Berlín es el único lugar. Ésta es la ciudad donde encontraré todo lo que quiero: la mujer (o las mujeres, si tengo suerte) y los instrumentos necesarios para mi propósito. Aquí alcanzaré mi objetivo, sin duda, y de ese modo todo el mundo conocerá mi nombre.
Me doy cuenta de que el camarero está dando vueltas en torno a mí en actitud recelosa y le pido otra cerveza. Tomo unas notas en un trozo de sobre mientras espero. Cuando deja el vaso sobre la mesa distingo por encima de su hombro la conocida figura de la joven, que pasa por el enrejado que enmarca la entrada a la terraza. Pero cuando la veo de perfil, advierto que he vuelto a equivocarme. Golpeo la mesa airadamente con el vaso, con lo cual consigo que una anciana que hay en una mesa cercana me lance una mirada. La joven que seguí ayer está convirtiéndose en una obsesión. Realmente he de aprender a controlar mi mal genio. Me relajo y miro ociosamente el espectáculo que discurre ante mis ojos.
Más tarde. He pasado varias horas en uno de los grandes museos, donde unas figuras retorcidas pintadas por maestros de segundo orden me han fascinado. Creo que vivir en la Edad Media debió de ser algo fantástico. En aquel entonces uno podía hacer lo que le viniera en gana siempre que no fuera campesino, claro está. Pero tener los derechos de las clases superior, media e inferior debía de ser algo maravilloso. He observado que uno de los encargados me miraba con curiosidad y me he marchado apresuradamente. Voy vestido de una manera bastante respetable, por supuesto, y llevo la cara bien afeitada y el pelo peinado con esmero. Pero como he podido observar en el espejo de mi habitación, sé que los ojos me brillan cuando me altero. Debo mantener los párpados medio cerrados para no llamar la atención demasiado.
4
Miércoles
¡Qué gran día! La he visto de nuevo. O trabaja en uno de los locales que hay en la estrecha calle del restaurante o puede que viva o se aloje allí. ¡Y se llama Ana! Un nombre precioso, ¿verdad? Estaba con una joven poco atractiva cuando pasé por la calle esta tarde después de comer, y conseguí oír parte de su conversación mientras las seguía de cerca. Eso sí, en todo momento procuré que hubiera dos o tres personas entre ellas y yo. Ni que decir tiene que son buenas amigas, ya que las dos iban enlazadas por la cintura como suelen ir las amigas íntimas.
Por desgracia, las perdí de vista en un mercado al aire libre y volví a la terraza de la cervecería, donde en esta ocasión me he consolado con vino y he pasado el tiempo examinando con detenimiento a los transeúntes y a todas las personas de las mesas vecinas. Es una ocupación fascinante que nunca me aburre. Por desgracia, el camarero se ha fijado en que tengo la costumbre de recortarme las uñas con una navaja. Es bastante grande y la mantengo bien afilada, pero él tiene una mirada de impaciencia que me resulta inquietante. Guardo la navaja con naturalidad, aunque las yemas de los dedos me tiemblan un poco sobre la superficie de la mesa.
El camarero se aleja con cierto alivio, y cuando entra en el restaurante para atender a alguien, apuro el centímetro de vino que me queda en el vaso, me traslado a una esquina lejana de la gran terraza, atendida por otros camareros, y pido un vaso de vino. Estoy oculto tras una palmera plantada en una maceta y separado de la otra sección del restaurante por un pequeño seto, y no veo ninguna señal del camarero cuya curiosidad ha hecho sonar mi alarma. De todos modos he de ser más cuidadoso en el futuro, aunque tengo la certeza de que no hay nada en mi forma de vestir ni en mi conducta que me distinga de la multitud. Ahora me siento tranquilo y me deleito con la calidez del vino.
Una banda militar interpreta un aire antiguo a ritmo de vals y en el aire se percibe el olor de los tilos de la avenida, plantados a una distancia regular los unos de los otros. Al cabo de un rato el sonido de la banda se acerca y observo el creciente interés de la gente que me rodea. ¡Ah! ¡Ya están aquí! La banda del regimiento de húsares, espléndidos con sus uniformes rojos y azules ceñidamente abotonados, y sus aditamentos, que relucen a la pálida luz del sol mientras las plumas de los oficiales bailan al son de la brisa. Es un espectáculo espléndido que hace bullir la sangre y ponerme en pie al igual que muchas de las personas presentes. Las jóvenes sonríen y ondean sus pañuelos cuando pasa la banda, al frente de la cual va un jinete montado a lomos de un caballo blanco. Veo un brillo de lágrimas en las mejillas de varios ancianos que se han puesto firmes cerca de mí. Pero la emoción se extingue en mi interior. Las espaldas que se retiran y la actitud de indolencia admirativa de los ancianos me recuerdan al odioso militar de mi pensión y tengo la impresión de que la tarde ha empezado a nublarse, pese a que el sol sigue brillando como antes. Vuelvo a sentarme mientras la música se aleja y observo varios escarabajos de gran tamaño correteando bajo mi silla de metal. Ellos también me dan asco, pero me abstengo de aplastarlos, ya que cualquier forma de vida es sagrada salvo la de los detestados seres humanos. Reparo en que una joven está mirándome con cierta inquietud y compongo el semblante. El día se me antoja gris y sucio y no tardo en irme de la terraza.
Cuando entro en la pensión (por la puerta lateral, como de costumbre) y subo por las escaleras, oigo el crujido de una tabla en la oscuridad y a continuación veo a frau Mauger cerca de la puerta de mi habitación. Las sospechas que abrigaba sobre ella se ven confirmadas cuando observo que guarda apresuradamente un gran manojo de llaves maestras en la espalda. Sé que son las llaves porque se las he visto en la cintura. Ella compone el semblante y cuando me acerco me dirige lo que una persona normal consideraría una sonrisa.
—Ah, es usted —dice con cierto azoramiento—. Estaba buscándole. Como sabrá, esta noche tiene que pagar el alquiler.
No llevo en la pensión ni una semana y sin embargo me trago la respuesta que aflora rápidamente a mis labios. Me limito a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza, voy hasta el final del pasillo y saco la cartera bajo la lámpara de gas más lejana. Llevo en ella unos cuantos billetes para las necesidades cotidianas. Extraigo el billete de menor valor, se lo llevo y le digo que con él le pago también la quincena siguiente. La codicia pugna en su cara con el placer.
Me dice que me dará un recibo si paso por su sala de estar cuando vaya a cenar. La última parte de la frase la dice con sarcasmo, porque ha adivinado que no tengo intención de probar sus supuestas delicias culinarias. Aun así esbozo una sonrisa y espero a que haya bajado por las escaleras con un áspero susurro de faldas. Luego abro la puerta de mi habitación y enciendo la lámpara, pues la luz que penetra en este lugar es muy escasa. Sonrío para mis adentros porque la pantalla de la lámpara está caliente, lo cual significa que ha estado en la habitación.
Subo la llama y examino mis pocas pertenencias con detenimiento. Enseguida veo que mi maleta ha sido desplazada levemente de su posición original. Examino las cerraduras. Todo en orden. Nadie podría abrir la maleta sin romper materialmente los cierres o cortar el cuero. Por lo demás, no hay nada incriminatorio. Llevo mi material escrito siempre encima, incluido mi diario.
Me lavo, salgo y cierro la puerta con llave, dejando un pelo que he encontrado en el cuello de mi camisa a través de la ranura de la jamba tras haber humedecido cada una de las puntas con saliva. Camino de la salida me detengo ante la puerta de la sala de estar de frau Mauger. Puedo oír el débil entrechocar de las monedas. Entro al mismo tiempo que llamo a la puerta. La mujer casi brinca de la mesa sobre la que descansa una oxidada caja de hojalata, un fajo de billetes y un montón de monedas. La furia refulge en sus ojos, pero yo le explico con voz serena y expresión distante que he llamado antes de entrar. Ella balbucea algo y arroja mi cambio por el descolorido tapete verde junto con un papel mugriento en el que hay unos números garabateados. Yo no digo nada y salgo de la habitación sin dar ninguna muestra de agradecimiento.
El polvoriento aire de la calle me sabe mejor que el olor a encierro de la pensión. Vago por las aceras ociosamente durante una o dos horas, disfrutando de la actividad y la brisa fresca que me despeina, sin dejar por ello de fijarme en las mujeres atractivas que pasan por mi campo visual. La mayoría van vestidas deslucidamente porque son, supongo, pobres costureras o muchachas que trabajan en oficinas o fábricas. Sin embargo de vez en cuando una mujer atractiva de mejor clase con elegancia en el vestir, brillo en los ojos y garbo en los andares monopoliza mi atención. Pero lo disimulo bien y miro los escaparates sin dejar de fijarme en el reflejo de la mujer en cuestión, que se encuentra detrás de mí. Soy un experto en esto y nunca me han sorprendido haciéndolo excepto en una ocasión… Pero me niego a ponerlo por escrito porque es un asunto demasiado personal.
Estoy buscando a Ana, por supuesto, pero hoy parece que no ha salido. Una lástima, ya que tengo la sensación de que ha llegado el momento de darme a conocer. Con un nombre falso, claro está. Sería inconcebible revelarle mi verdadera identidad. Sería demasiado… iba decir incriminatorio, pero esta palabra no se ajusta a lo que quiero decir. ¿Revelador tal vez? Ésta tampoco es la palabra correcta. Voy a dejar un espacio en blanco aquí………… Ya está. Así podré añadirla cuando se me ocurra. ¡Ja! ¡Ja! Hoy estoy de mejor humor que de costumbre y dispuesto a la aventura.
Es una suerte que, gracias a ese estúpido representante comercial que vi en el restaurante, no me falte dinero. Si sigo de esta manera, tendré suficiente para dos meses más aproximadamente. Si Dios existe, le agradezco que me proporcione continuamente a esos tontos de ambos sexos que siempre se me presentan de manera fortuita en el camino.
Entro en el restaurante, quizá con la vaga idea de ver pasar a Ana, y uno de los camareros me saluda como si fuera un viejo amigo. Pido una cerveza para empezar y, al abrigo de uno de los periódicos que el dueño ofrece amablemente a los clientes, me fijo en los demás parroquianos. Como es muy temprano, sólo hay media docena de personas en el establecimiento, razón por la cual he decidido entrar; al estar separadas de mí por varias mesas, puedo observarlas con tranquilidad. Un soltero entrado en años que lleva una especie de solideo de terciopelo está sumido en la lectura de un artículo sobre política mientras espera a que le sirvan.
¿Que por qué digo que es un soltero o un viudo, que viene a ser lo mismo? Porque lleva un brazalete negro descolorido en el brazo izquierdo de su chaqueta verde oscuro. A continuación dirijo mi atención a dos mujeres de buen ver que hay en una esquina, absortas en una animada conversación. Salta a la vista que son lesbianas, porque la más joven, una atractiva rubia que, a su manera, resulta sumamente femenina, lleva un vestido escotado y un collar de diamantes de imitación. Sé que son de bisutería porque soy experto en el tema; sin embargo son de buen gusto y van a juego con el resto de su conjunto. La mujer que la acompaña, sin duda su «marido», resulta igualmente sorprendente. Debe de frisar en la cuarentena, tiene una abundante cabellera cortada a estilo masculino y lleva una austera chaqueta de tela oscura, también de corte masculino, junto con una camisa de seda blanca y una corbata roja de hombre. Observo que ambas llevan alianzas y de vez en cuando se cogen de la mano por encima de la mesa mientras hablan. Me siento fascinado y no les quito la vista de encima hasta que, al cabo de un rato, el camarero que las atiende distrae mi atención y ellas advierten mi interés, razón por la cual aparto la mirada y me fijo en las otras personas.
No me detengo en ellos mucho tiempo: son dos hombres de clase trabajadora con ropa basta y risas estridentes, y un hombre con expresión triste y aspecto de profesional. Está sentado en una esquina y tiene cabello plateado, ojos melancólicos y un libro de poesía que estudia con fingido interés mientras mira furtivamente a las lesbianas alzando la vista de tanto en tanto de la sopa que está tomando. Su oscuro sombrero y su capa forrada de escarlata están colgados del perchero caoba que hay detrás de su mesa y sus ojos hundidos parecen contener todas las penas del mundo.
¿Que por qué sé que está estudiando poesía? Porque tengo una vista fantástica cuando me fijo en alguien o en algo y porque, además, en un momento en que intentaba pasar una página el libro se le resbaló y, al recogerlo, vi su portada. Es Les fleurs du mal de Baudelaire, una de mis obras favoritas; la he estudiado en traducción muchas veces en la silenciosa soledad de mi alojamiento. Es una obra que todo hombre (y mujer) debería poseer.
Pero entonces vienen a servirme y guardo mis notas. Es un plato raro, por no decir esotérico, cuyo ingrediente principal son distintas variedades de salchicha acompañadas de cebollas fritas y patatas asadas. ¡Cómo les gustan a los alemanes sus salchichas! Según tengo entendido, en este país tienen nada menos que ochocientas variedades. Puede que esto sea una exageración, por supuesto, pero puedo asegurar que en el curso de mis andanzas he visto una gran diversidad en tiendas y restaurantes. De pronto siento un hambre canina y me pongo a comer sin más dilación.
Durante esta parte de la comida ocurre una pequeña tragedia. Cuando estoy bebiendo un largo trago de cerveza acierto a ver una cara conocida pasando por delante de la ventana, pero cuando me parece que es Ana, la aparición ya se ha esfumado. No estoy seguro de si es ella y salgo apresuradamente del restaurante causando cierto revuelo. Cuando consigo abrirme paso entre un sobresaltado grupo de personas que están entrando en ese preciso instante, ella ya ha desaparecido. Regreso decepcionado a mi sitio y aseguro a mi agitado camarero que mi repentina salida no ha tenido nada que ver con la calidad de la comida o el servicio.
Estoy tan molesto por el incidente que no disfruto de la comida y acabo la cena malhumorado. Sin embargo, cuando acabo el coñac que he pedido con el café, ya estoy otra vez de buen humor. Me mezclo con los viandantes y, como un madero a la deriva, dejo que me lleven de un lado a otro hasta que finalmente acabo en un parque cercano, donde bajo una de las farolas coloreadas la banda está dando un concierto excelente. A las once aproximadamente, que es cuando me voy, la banda sigue tocando con energía.
En contraposición, mi habitación en la pensión de frau Mauger ofrece un aspecto más miserable que nunca. Me ocupo de mis notas bajo la tenue luz de la lámpara. Calculo una vez más la cuantía de mis fondos y observo que todavía dispongo de bastante dinero en efectivo. De hecho tengo para varios meses si soy ahorrativo. Río para mis adentros al pensarlo. He pasado la mayor parte de mi vida en circunstancias de extrema penuria y en los últimos doce años he conocido la pobreza de verdad, sin duda. Pero he aprendido a vivir gracias a mi ingenio y le he cobrado a la sociedad las deudas que me debía.
De todos modos, en este momento no sé muy bien cómo he de comportarme. Me había propuesto encontrar a Ana, pero ahora parece más escurridiza de lo que había imaginado. En este momento nadie me despierta ningún interés. Llegado a este punto pongo fin a estos sombríos pensamientos y abro la maleta. He olvidado mencionar que examiné cuidadosamente la puerta, y el pelo que había colocado a través de la ranura de la jamba seguía en su sitio, por lo que al entrar no fue necesario que mirara la maleta. He examinado su contenido durante un buen rato y me parece que necesito nuevos instrumentos para las tareas que me he impuesto. De todos modos dispongo de dinero y de tiempo suficiente para ocuparme de esto cuando sea preciso. Es el problema de Ana lo que ocupa mi cabeza. Aún no he dejado de pensar en ella cuando me acuesto.
Jueves
Por la noche he tenido unos sueños terribles. Aún no he podido quitármelos de la cabeza. Quizá me los haya causado la cena interrumpida de ayer. Aunque de vez en cuando sufro indigestiones, no estaba preparado para el espantoso desfile de imágenes que invadió mi conciencia en esta ocasión. Primero veía algo parecido a un finísimo visillo de gasa ondeando ante mis ojos y a continuación la cara de Ana, con expresión triste, de pesadumbre. Luego regresaba a la pensión, donde vagaba por sus polvorientos y desiertos pasillos e iba al nuevo aseo, el único que hay en todo el edificio si exceptuamos el de frau Mauger.
Esto lo sé porque me lo ha asegurado uno de los residentes. Es un hombre mayor e ignoro cómo ha obtenido esta información. La cerámica de los dos aseos es de porcelana. Me disponía a utilizar el inodoro cuando, en un abrir y cerrar de ojos, han surgido del agua millares de insectos que parecían arañas negras hinchadas. Yo trataba de gritar, pero la lengua se me había pegado al paladar. Luego los insectos empezaban a saltar por los aires. Estaban encima de mí, en mis brazos, en mis hombros, en mi pelo y finalmente en mi boca.
Entonces enloquecía. Encontraba algo en mis manos, una escoba o quizá una fregona que había cogido de alguna parte. Daba golpes a ciegas, aplastando y machacando los insectos, que producían un ruido asqueroso al reventar. Yo, que amo a los animales y los insectos, estaba destruyendo precisamente aquello a cuya conservación había dedicado la vida. Así pues, el horror estaba mezclado con la vergüenza. Mis instintos humanitarios habían dado lugar a una ira ciega.
Por suerte para mi cordura, desperté en mi habitación, rodeado por la tranquilidad de la medianoche y con las sábanas empapadas de sudor. Tenía la sensación de haber gritado, pero puede que sólo haya sido un chillido entrecortado proferido en un estado de sonambulismo, ya que no he oído pasos apresurados en el pasillo, ni susurros de inquietud, ni voces de alarma. Pero la angustia que sentí en el sueño fue tan intensa que me encontré con las palmas de las manos ensangrentadas a causa de las heridas que me hice al hincarme las uñas. Cuando encendí la lámpara encontré manchas en las sábanas y tardé media hora en limpiarlas con una toalla húmeda. Luego me vendé las manos con dos pañuelos para evitar nuevos derrames de sangre, con cierta dificultad, he de añadir.
Por la mañana, cuando ya había recuperado la cordura, pensé con cierto sarcasmo que lo ocurrido responde a que un ateo convencido como yo ha asumido la personalidad de un fanático religioso. Todo parecía indicar que me habían salido estigmas. La ironía le hubiera pasado inadvertida a una persona que no tuviera mi sensibilidad. De todos modos hoy ha sucedido algo que ha contribuido a animarme. Esta vez he visto a Ana de verdad. Ella no me vio porque estaba conversando con una persona cuando pasó por delante de la cafetería donde yo estaba tomando el café y el pastel de media mañana, una costumbre que no me costaría mucho adoptar.
Iba acompañada por la misma joven con que la vi anteriormente. Pagué la cuenta mientras apuraba mi taza y las seguí. Entraron en un establecimiento de ropa para señora por la puerta de servicio y yo anoté la hora a la que cierra el negocio, que estaba indicada en una placa de latón atornillada a la pared al lado de la puerta principal. No hay duda de que las jóvenes iban a entregar y recoger material, ya que portaban grandes cajas de cartón con el nombre del establecimiento. Ha sido un golpe de suerte, y decidí colocarme cerca para cuando cerraran la tienda al final de la jornada.
Pero esto significaba que tenía siete horas por delante. Decidí almorzar tarde porque de ese modo el día no me parecería tan largo. Así pues, mis pasos me llevaron a una de las avenidas más elegantes de la ciudad.
En una extraordinaria librería de lance de una de las pequeñas calles laterales hice un notable hallazgo. Allí, en un rincón del enorme establecimiento, descubrí un libro viejo y polvoriento titulado Los placeres del dolor, publicado por un oscuro académico alemán. Fascinado, copié algunas de sus partes más sorprendentes. Como el propietario estaba rodeado de posibles clientes, tomé prestado el libro y me lo llevé oculto bajo la chaqueta para leerlo tranquilamente. Tengo intención de usarlo como guía; el libro ha abierto vías cerradas en mi mente cuya existencia nunca había imaginado.
Uno de los inquilinos de la pensión es un funcionario de baja categoría con cargo de oficinista en uno de los mataderos más grandes de la ciudad, y como todavía me faltaban seis horas para ver a Ana, cogí un cómodo vehículo público para dirigirme allí. El inquilino se sorprendió un poco al verme pero enseguida accedió a satisfacer mis deseos. Como ya he indicado previamente, aborrezco toda crueldad contra los animales y no tenía ningún deseo de ver la ejecución de una verdadera matanza. Sin embargo, sentía curiosidad por los métodos que se utilizan para cortar y preparar la carne. El inquilino me llevó a una galería que daba a una de las áreas principales del matadero, donde los cuerpos de los animales muertos entraban sujetos de ganchos y eran diseccionados hábilmente por unos individuos corpulentos, ataviados con delantales manchados de sangre, que empuñaban hachas y cuchillos afiladísimos con una destreza asombrosa.
Me sentí maravillado ante aquella muestra de pericia y pasé media hora anotando todos sus hábiles movimientos con fascinación e interés. Tomé la decisión de invitar al inquilino a un vaso de vino una noche de éstas y me despedí cortésmente al salir. Cuando llegué al centro, no me costó mucho encontrar una juguetería donde adquirí varias muñecas de determinado tipo. Al volver a la calle noté que tenía hambre y fui al restaurante más cercano para almorzar con calma. Cuando salí del restaurante, doblé en una esquina y encontré una plaza llena de tiendas especializadas.
A medio camino me detuve en seco en medio de la acera. ¡Ahí estaba el establecimiento que había estado buscando infructuosamente! ¡Ahí estaban las relucientes cuchillas, brillando bajo la polvorienta luz que se filtraba entre los árboles! ¿No escribió el poeta «cómo me deslumbra ese brillo»? Se trataba de un establecimiento médico en el que vendían instrumental quirúrgico y equipo médico. Tenían los escaparates llenos de ellos. ¿Cómo era posible que no se me hubiera ocurrido antes? ¿Acaso no fui estudiante de medicina antes de que la tragedia que ya he mencionado pusiera punto final a mis estudios? Estaba seguro de que todavía podía hacerme pasar por uno.
Miré mi imagen reflejada en el escaparate. Tenía un aspecto bastante respetable. Y todavía recordaba la mayoría de los exámenes a los que me presenté. Me había especializado en cirugía, aunque, naturalmente, debería haber obtenido el diploma de medicina para estudiar aquella rama de la medicina. No sin cierta falta de confianza entré en la tienda, cuyo ambiente estaba impregnado de ese inconfundible olor que desprenden las medicinas y productos químicos propios de los hospitales. Pero no tenía por qué preocuparme. El joven de pelo oscuro que surgió de las sombras por un extremo del mostrador parecía tan inseguro como yo, lo cual me permitió armarme de valor.
Le hice saber qué necesitaba y fui conducido a una especie de pasillo en el que unos cajones forrados de terciopelo se abrían para mostrar un resplandeciente instrumental quirúrgico. Raspadores, bisturís y otros instrumentos de mayor tamaño para hacer trabajos más serios. Elegí cinco con rapidez y seguridad y sonreí ante la profesionalidad de los comentarios del dependiente mientras los empaquetaba hábilmente. Tras pagarle y recibir la factura, salí a la calle lleno de confianza y buen humor. Ahora tenía el camino expedito ante mí. Al dependiente le di un nombre y una dirección falsos, por supuesto, y él no me pidió ningún documento de identidad, por lo que estoy convencido de que resultaría imposible localizarme.
Cuando llego a mi habitación, lo primero que hago es cerrar la puerta con llave y sacar algunos objetos de la maleta. Los coloco sobre la mesa junto con las nuevas adquisiciones. Son algo digno de verse cuando resplandecen bajo los tenues rayos de sol que entran por lo alto de las ventanas. Tras admirarlos, lavo los nuevos instrumentos con agua y los seco con el mismo cuidado. He descubierto que incluso en el caso de las mejores piezas de material quirúrgico no es posible obtener resultados óptimos si se dejan elementos extraños como polvo, arena o pelusa pegados a los dientes o las hojas. Como es natural, durante la tarea encuentro adheridas a estas bellezas partículas de serrín o papel del envoltorio.
Cuando todo está a mi satisfacción, dispongo las muñecas sobre la mesa no sin antes haberles quitado la delgada ropa que llevan. Por supuesto no guardan ninguna relación con los cuerpos del matadero ni, si a eso vamos, con los de los seres humanos, pero son algo aproximado, lo cual es mejor que nada. Los disecciono en medio de un silencio sepulcral. No he perdido nada de la destreza de antaño y pronto la mesa está cubierta de serrín, ojos de cristal y brazos seccionados.
Como es natural, un buen número de estos modelos está hecho de porcelana y no puedo arriesgarme a causar desperfectos en los filos de los instrumentos, por lo que no se puede decir que se trate de una simulación de verdad. Pero tampoco es necesario que lo sea. Después de recogerlo todo y poner el material suelto en el cartón y el envoltorio de papel de la tienda, estoy casi preparado.
Selecciono los objetos para la tarea que me dispongo a realizar y guardo el resto bajo llave. Cuando salgo de la habitación llevo los instrumentos elegidos en una especie de delantal de cuero que he sujetado al cinturón bajo el abrigo y la chaqueta. Las últimas horas las he pasado como en una nebulosa y apenas tengo conciencia de adonde me conducen mis pasos. Aunque todavía falta media hora para mi cita con Ana, ocupo mi puesto en un portal vacío que hay a media altura de la calle y me vuelvo hacia el lado por el que va a venir. Al menos ése es el camino por el que venían ella y su amiga cuando las vi por la ventana de la cafetería. El único obstáculo que puede dar al traste con mi plan es que le acompañe su amiga. Esperemos que haya suerte.
Salgo al encuentro de Ana. Se sorprende al verme, pero me presento y le recuerdo dónde nos hemos visto previamente. Hablamos durante un rato. Luego la dejo en una estrecha callejuela y vuelvo a la pensión eufórico. Pero tengo una pesadilla espantosa. Me encuentro en mi habitación y llueve sangre. Estoy desnudo y las gotas caen del techo. Miro el espejo y veo que están cayendo a chorros por mi espalda. Chillo y descubro que estoy despierto, pero me noto húmedo y pegajoso. El horror se acentúa. Intento levantarme y encender la lámpara.
Estoy tan horrorizado que en principio no consigo abrir los ojos. Tengo miedo de estar empapado de sangre. ¡Pero no hay nada! No es más que sudor lo que resbala por mi cara y el resto de mi cuerpo y empapa mi ropa de dormir. El alivio es tan profundo que caigo redondo al suelo. Al cabo de un rato consigo ponerme en pie. Tengo frío y empiezan a castañetearme los dientes, tanto por la tensión como por la baja temperatura. A continuación me acerco sigilosamente a la puerta y aguzo el oído. Pero no se oye más que un profundo silencio. Nadie ha oído el terrible chillido que he soltado y que debe de haberme despertado. A menos que haya sido un chillido silencioso como el que debí de lanzar la vez anterior que tuve pesadillas. Un chillido dentro de un sueño, por así decirlo; un chillido audible sólo para mí, no para el resto del mundo. Debo sentirme agradecido por ese motivo. Llego a la cama a rastras y duermo desapaciblemente hasta el amanecer.
Viernes
Algo sucede esta mañana. En la calle se oyen gritos y una especie de alboroto. Abro la ventana y, subido a una silla, logro asomar la cabeza. Esto me permite ver la mayor parte de la callejuela, donde se ha congregado una multitud de gente como si hubiera ocurrido algo terrible. Luego pasa a toda velocidad una ambulancia con tiro de caballos. La gente se aparta para dejarle paso. Dejo la ventana abierta mientras me arreglo. Cuando vuelvo a mirar, la gente se ha dispersado y la calle ha recuperado su aspecto habitual.
Cuando me dispongo a cerrar la puerta por fuera para salir, noto pegajoso el tirador. Levanto la mano y veo que está manchada de algo de color escarlata. Esto me produce una gran conmoción. Por suerte no hay nadie en el pasillo y aún no es la hora del desayuno, por lo que entro en la habitación, humedezco mi pañuelo en el grifo y limpio el tirador. Estoy temblando como si tuviera fiebre. Recorro cuidadosamente el pasillo, pero no veo nada más. Vuelvo a entrar en mi habitación y lavo el pañuelo con agua hasta que queda limpio de sangre.
Luego vacío el fregadero, escurro el pañuelo, lo envuelvo en otro que saco de mi maleta y meto los dos en el bolsillo del pantalón, donde el húmedo no tardará en secarse. Presto suma atención mientras bajo por las escaleras y salgo a la calle, pero no encuentro nada incriminatorio. Echo a andar hacia la terraza de la cervecería que frecuento últimamente y pido café y bollos. Es demasiado pronto para el vino y debo mantener la cabeza despejada.
El camarero que me sirve es muy hablador y evidentemente tiene ganas de comunicarme una noticia, pero mi actitud le disuade de hacerlo. Luego se acerca a servir a una pareja que hay en una mesa cercana y oigo lo esencial de la conversación. Han encontrado a una joven muerta en una calle cercana. Al parecer ha sido asesinada. Por alguna razón me siento inquieto, tanto que estoy a punto de irme sin pagar la cuenta. Pero el camarero me llama la atención y se acerca con la nota. Me dejo caer en la silla, inexpresivo, nervioso y mostrando cierta incoherencia al hablar. El camarero me mira con curiosidad. Me pregunta si me encuentro bien. Sé que sólo quiere ser amable y, en contra de lo que es habitual en mí, le doy las gracias y le aseguro que sólo se trata de una indisposición pasajera.
Más tranquilo, el camarero se aleja con el billete que le he dado, pero cuando vuelve con el cambio lo encuentro tan alterado que le doy más propina que la que suelo dar. Él me da las gracias tartamudeando y se va a servir a otro cliente, momento que aprovecho para salir de la terraza. Pero mi trastorno es más serio de lo que pensaba porque las piernas me fallan. Si voy a otra silla, sólo conseguiré que acuda otro camarero y me pregunte qué deseo, de modo que me quedo donde estoy para recuperar la fuerza y la serenidad.
Salgo de la terraza casi tambaleándome, pero por suerte enfrente hay un parque público. Saco fuerzas de flaqueza para cruzar la strasse y encuentro un banco libre bajo la suave luz del sol. Me siento allí durante largo rato, dejando que una brisa fresca me despeine, hasta que consigo serenarme un poco. Cuando finalmente consulto el reloj, es ya casi hora de almorzar y me asombra ver cuántas horas han pasado. Ahora me siento mejor. Tras enderezarme la corbata y adecentarme la ropa, me dirijo a un restaurante bastante elegante que hay en una de las calles principales y disfruto de una larga y tranquila comida.
Acabo de almorzar a primera hora de la tarde, pero tengo muy pocas ganas de regresar a la pensión. Finalmente paso un par de horas en el zoológico, donde me quedo fascinado viendo a los grandes carnívoros alimentarse con enormes trozos de carne y me olvido de la agitación que he sentido antes. Sus bajos y penetrantes rugidos de satisfacción siguen sonando entre los estridentes chillidos de los pájaros tropicales cuando me introduzco en el caótico torbellino de los carruajes. Supone un gran alivio llegar a los alrededores de mi pensión, relativamente tranquilos.
Las sombras se alargan en el suelo cuando entro por la puerta lateral. Avanzo silenciosamente hacia las escaleras cuando advierto que la puerta del diminuto despacho de frau Mauger está abierta y por la ranura se filtra una franja de luz. La patrona sale a la puerta al oír mis pasos; tiene cara de preocupación. Un hombre ha venido a la pensión y ha interrogado a todos los inquilinos, dice. Espera que no suceda nada malo. Se ha entrevistado con todo el mundo excepto conmigo y con un joven oficinista. Ocultando mi alarma, pregunto qué quería el hombre. Ella se encoge de hombros y me contesta que ha dicho que era sólo rutina. Pido que me lo describa. Vuelve a encogerse de hombros. Un hombre de aspecto corriente, de mediana edad, con un abrigo de cuero negro y un sombrero de fieltro verde. Ha dicho que volverá a pasar mañana para terminar las pesquisas, añade.
El corazón me late con violencia. ¡Un policía! Conozco demasiado bien a los de su clase. Espero que la turbación que siento no se refleje en mi cara. Pero el rostro de frau Mauger permanece impasible a la luz de la lámpara que sale por la puerta. Le digo que estaré en mi habitación mañana por la tarde si me necesitan para algo, y esto parece dejarla satisfecha. Se encoge de hombros por tercera vez, entra en la habitación y cierra la puerta. Subo por las escaleras presa del pánico. Me he olvidado de preguntarle si el hombre ha registrado mi habitación. Ya es demasiado tarde. Volver y hacerle esta pregunta levantaría sospechas. Por suerte no parece que hayan tocado nada en mí aposento. Ahora sé qué tengo que hacer. Vuelvo a mirar mi cartera y hago los preparativos.
Saco la maleta de debajo de la cama y, tras meter en ella una serie de cosas, acabo de hacer el equipaje recogiendo las pocas pertenencias que hay dispersas por la habitación. Cuando termino apago la lámpara y me quedo en la penumbra como un animal acorralado, hasta que oigo la campana que anuncia la cena y los lentos y arrastrados pasos que dan los desesperados presidiarios de esta tétrica cárcel de baja categoría cuando se dirigen al deslucido comedor. Entonces me pongo en pie, recorro la habitación con la mirada y me aseguro de que tengo todo, incluidas mis importantísimas notas de diario.
Me pongo el abrigo, dejo la llave sobre la mesa, salgo y cierro la puerta lenta y cuidadosamente. Bajo por las escaleras sin llamar la atención y gano la puerta lateral. Ya casi es de noche y cuando me confundo con los pocos transeúntes nadie me mira siquiera. En cuanto salgo del barrio, aprieto el paso. Sería funesto retrasarse. Esta noche voy a dormir en la bahnhof. Sé lo que debo hacer mañana. El camino está expedito ante mí.
Más tarde
Estoy en Londres. Parece un lugar sucio y miserable. Además, pese a la estación en que estamos, el tiempo es húmedo y brumoso, una situación agravada por el humo que escupen las chimeneas de las fábricas y las tétricas viviendas cuando el viento sopla. Me he alojado en una pensión barata situada en una de las callejuelas que comienzan en una calle llamada Strand. Es casi una réplica del establecimiento de frau Mauger, aunque la comida es peor si cabe. Repasé detenidamente los periódicos del continente que hay en una de las grandes estaciones de tren, pero no encontré nada. Esto es un alivio.
También he cambiado los marcos por moneda británica, sintiéndome indignado ante el exorbitante tipo de cambio. Pero decidí no protestar, ya que no me atrevía a llamar la atención sobre mi persona. Afortunadamente he tenido una buena travesía. No vi nada ni nadie sospechoso ni en Calais ni en el vapor. Fui especialmente cuidadoso al llegar a Dover y extremé las precauciones para evitar que se fijaran en mí, pero ni en ese momento ni después, en el tren de Londres, me pareció que estuvieran observándome. Aun así sentí cierto alivio cuando encontré este refugio. A diferencia del continente, en los hoteles y las pensiones británicas no tienen la peligrosa costumbre de permitir que la policía registre a sus huéspedes. Al menos en esto los británicos exhiben superioridad.
Mi habitación aquí es muy segura, ya que tiene una cerradura fuerte y nada menos que dos cerrojos en la puerta. Es perfecto para mis propósitos. La primera noche después de mi llegada cogí mis instrumentos, los lavé y les saqué brillo para mi primera gran hazaña, una hazaña que me elevará a las cotas más altas de la popularidad. ¡Cómo brillan las relucientes cuchillas! Esta habitación es soleada (o lo sería si el cielo estuviera despejado) ya que da a las turbias y marrones aguas del Támesis, y el traqueteo del abundante tráfico que pasa por el Embankment constituye un tranquilizador ruido de fondo para mis pensamientos.
Me siento como si estuviera caminando con el destino. Esta noche he cogido los instrumentos adecuados para mis propósitos y he guardado los otros bajo llave. He tomado todas las precauciones. Llevo puestos unos guantes de goma de ferretería y ropa discreta, aunque no creo que se fijen en mí con el tiempo tan espantoso que hace. Para ser verano, al menos.
Pero esto es Inglaterra, un punto que no dejo de recordarme. Es perfecto para mis propósitos. Permanezco junto a la ventana mientras atardece, aguardando a que caiga la noche. En estas latitudes tarda mucho en oscurecer. Son casi las diez de la noche cuando me siento libre para salir de la habitación. Las lámparas de gas iluminan el Embankment y resultan irreales y fantasmagóricas en la niebla.
Ayer compré una cartera más pequeña que se parece muchísimo a las que suelen llevar los oficinistas más escasos de dinero. Tengo la certeza de que nadie va a fijarse en mí, sobre todo con este tiempo. Hablé con una o dos personas de la pensión y en la estación de tren más cercana y obtuve una información importante. Lanzo una última mirada a la habitación y me preparo para emprender mi gran aventura. Pongo una pequeña marca en el sucio calendario que cuelga de la pared encima de la mesa. Hoy es 6 de agosto de 1888.
Nadie repara en mí cuando salgo por la puerta principal, que permanece abierta toda la noche. Me confundo con la muchedumbre que pasa por la oscura calle. Los instrumentos hacen un leve ruido metálico dentro de la cartera. ¡Cómo brillan las relucientes cuchillas! Incluso en la oscuridad. Pero en el futuro debo acordarme de amortiguar el sonido envolviéndolos bien en una tela. Conduzco mis pasos hacia el este en la creciente oscuridad. Las personas con que hablo me aseguran que hay muchas prostitutas en el sitio al que me dirijo. Una de ellas me ha indicado el lugar exacto donde puedo encontrar un cabriolé para ir a Whitechapel…
La larga y destacada carrera literaria de Basil Copper (1924) abarca muchos géneros e incluye más de ochenta libros. Las novelas de misterio de Mile Faraday y las hazañas del detective Solar Pons tal vez sean las obras que más fama le han proporcionado. Sus relatos han sido reunidos en colecciones tales como From Evil’s Pillow, Voices of Doom y Here Be Daemons. La Mark Twain Society of America le ha nombrado Caballero de Mark Twain por su «contribución a la narrativa moderna».