BARBARA
JOHN SHIRLEY
—No conviene hacerlo con un tío, ni siquiera con uno viejo. Esos cabrones son unos pirados de la Asociación Nacional de Armas, colega. Te crees que no es más que un viejo blanco incapaz de matar a una mosca y luego va y te pega un tiro.
VJ le dice esto a Reebok mientras aguardan en la parada del autobús y observan a la gente que pasa por el aparcamiento del centro comercial a última hora de la tarde. La brisa primaveral de California arrastra la basura (un par de vasos de papel de Taco Bell) por delante de ellos.
—¿De qué me estás hablando? ¿Del típico viejo verde que camina con un andador? —bromea Reebok. Acaba de terminar el instituto, pero sigue siendo el gracioso de la clase.
—Tú ríete, pero algunos de esos viejos están realmente colgados. Un jodido viejo de ésos le pegó un tiro al perro de Harold, y lo único que hizo el perro fue acercarse corriendo a su porche. Tienen M16, y si te disparan con uno de esos cacharros, ya puedes ir despidiéndote.
—Entonces ¿piensas que… deberíamos hacerlo con chicas? —pregunta Reebok pensativamente al tiempo que rasca la pared de plástico transparente de la marquesina con una llave. La de casa de su abuela. Su madre se largó de la ciudad con un tío blanco.
—Las chicas también pueden ir armadas. La mayoría lleva al menos ese pulverizador de pimienta. Pero si eres listo y te revuelves, puedes quitárselo y echárselo a ellas a los ojos.
—Pero si le echas pimienta en los ojos no puedes obligarle a sacar dinero del jodido cajero automático.
—De acuerdo. Basta con que pillemos a la muy puta por detrás y le quitemos la pimienta. Luego también podemos darle una paliza.
—¿Cuándo lo hacemos? —pregunta Reebok.
—Joder. ¿Qué te parece ésa?
Ella sabe que Avery la quiere. No cabe duda. Si dice «Barbara, no me llames», quiere decir: «Barbara, llámame, Barbara no te rindas». Se le notaba por la voz entrecortada. Fue angustioso cómo sufrió el pobre Avery. El no puede decir lo que piensa si la bruja de su mujer, esa jodida bruja, esa Velma, está mirándole por encima del hombro. Va a conseguir que le revienten los huevos, hablando en plata. No permite que su hombría saque cabeza. Su hombría está enjaulada. Avery no debería haber dejado a Velma entrar a trabajar en la oficina.
Cuando Barbara estaba sola en la oficina era maravilloso. Se miraban el uno al otro y él le dirigía sonrisas que significaban: te deseo, aunque no pueda decirlo, tú sabes que te deseo y yo también lo sé. Te deseo. Era maravilloso que una sola sonrisa pudiera decir todo aquello. Así era Avery. Pero Velma lo ataba corto como si fuera un perrito faldero con el pelo levantado sobre los ojos, unos ojitos castaños como los de Avery.
Al salir del centro comercial, Barbara lleva el regalo para Avery en la cesta, el bolso italiano que compró en la tienda de productos de importación Cost Plus, y está pensando que, dado el riesgo que entraña, quizá debería haber pagado el reloj. Nunca ha robado antes, o casi nunca; en todo caso, nada tan caro como esto. Podrían seguirle hasta que violara alguna especie de límite legal y probablemente no se mostrarían muy comprensivos. Lo he pagado con amor, podría decirles, y se mostrarían tan comprensivos como Velma. Había sido Velma quien había presionado a Avery para que la despidiese.
Barbara abre con torpeza la puerta de su coche. De pronto oye a un hombre que le habla con brusquedad y se queda rígida. Está segura de que es un guardia de seguridad del centro comercial. Se vuelve y ve a dos jóvenes negros. No están nada mal. Probablemente quieren dinero. Seguro que le dicen que se han quedado sin gasolina y que necesitan un par de dólares para ir hasta la gasolinera o alguna historia de ésas.
—No llevo cambio encima —le dice.
—Esta tía no se entera de nada —dice el más alto de los dos.
¿Cuántos años tendrá? ¿Veinte? Quizá.
—Escúchame bien —le dice el otro, el que lleva la chaqueta azul de esquí, al tiempo que la abre y muestra la culata de una pistola que lleva encajada en el cinturón del vaquero—. Sube al coche y no grites o te pego un tiro en la columna aquí mismo.
En la columna, ha dicho. Te pego un tiro en la columna.
Resulta que se llaman VJ y Reebok. Reebok está diciendo que la va a obligar a hacerle una mamada. VJ hace unos comentarios bastante desagradables sobre su aspecto y su edad, pese a que sólo tiene treinta y ocho años y sólo debería adelgazar unos diez kilos.
VJ dice:
—Hagamos las cosas por orden. Lo de que te la chupe está bien. Pero hagamos las cosas por orden.
Barbara va al volante de su Accord, VJ está a su lado y Reebok detrás. El también tiene un arma, una especie de gran pistola a la que llama Mac, y una caja de balas.
¿Y si se la chupa? ¿La tendrá limpia? El chico tiene aspecto de limpio. Barbara sabe por el olor que los dos llevan loción para el afeitado. Si está limpio no pasa nada.
Se pregunta por qué no está más asustada. Quizá porque resultan ridículos y tienen pinta de aficionados. En realidad no saben lo que están haciendo. Aunque precisamente por ser aficionados pueden resultar más peligrosos. Se lo oyó decir a un agente en la serie Policías.
Están a punto de pasar por el banco, de modo que tiene que indicárselo, pese a que ya les ha dicho cuál es.
—Ése es mi banco, si queréis que tuerza.
—Más vale que lo hagas, tía.
Cambia de carril y ataja para entrar en el aparcamiento. Pero lo hace con cierta brusquedad, por lo que un conductor le toca un bocinazo en el momento en que hace la maniobra. Luego acerca suavemente su Honda Accord hasta el cajero automático.
—¿Vais a salir los dos conmigo? —pregunta cuando aparca.
—Tú cierra la boca, tía, y déjanos hacer nuestro trabajo —dice VJ, y mira a Reebok.
—No sé… ¿Salimos los dos? Me parece que…
—¿Qué…?
—No tenéis por qué salir ninguno —dice Barbara, asombrándose de su propio descaro—. Lo que tenéis que hacer es esconder la pistola bajo la chaqueta, seguirme con la mirada y, si salgo corriendo, grito o hago algo así, dispararme. ¡Un momento! Qué estupidez. Puedo daros el número de mi tarjeta.
Ellos la miran con las bocas entreabiertas mientras ella rebusca en su bolso y saca su tarjeta de crédito y un lápiz de ojos. Luego escribe el número en el dorso de un recibo y se lo entrega a VJ junto con la tarjeta.
—Te espero aquí con Reebok. Él puede vigilarme.
—Eh, tía, ¿cómo sabes mi nombre? —le pregunta Reebok con un tono que la hace dar un respingo.
—Sé vuestros nombres porque habéis estado utilizándolos.
—Ah… —Reebok mira a su compañero—. Alante. —Así suena la palabra: «Alante». Barbara cree que ha dicho «Adelante».
VJ se dispone a salir del coche, pero de pronto se vuelve y coge las llaves del vehículo.
—Nada de tonterías, tía. Mi colega también tiene una pistola.
—Lo sé. Ya la he visto. Es de las grandes.
Reebok la mira y parpadea en señal de confusión. Luego sale y se dirige al cajero automático. Mete la tarjeta y el cajero la expulsa. Él vuelve a meterla y el cajero vuelve a expulsarla. Ella baja la ventanilla.
—¡Eh, tía! ¿Qué estás haciendo? —le chilla Reebok desde el asiento trasero.
—Sólo voy a decirle una cosa sobre el cajero automático. —Asoma la cabeza por la ventanilla y dice—: VJ, estás metiendo la tarjeta al revés.
Reebok le da la vuelta y la mete. La tarjeta permanece dentro. Él mira fijamente la pantalla, teclea los números y aguarda.
Barbara, que está pensando, dice en voz alta:
—¿Has estado alguna vez enamorado de alguien, Reebok?
—¿Qué?
—Yo estoy enamorada de Avery y él está enamorado de mí. Pero no podemos vernos mucho. A veces lo veo fuera de su casa.
—¿De qué coño estás hablando, tía? Cierra tu puta boca.
VJ vuelve frunciendo el entrecejo y sube al coche.
—Sólo hay cuarenta jodidos dólares —dice mostrando dos billetes de veinte a Reebok.
—¿Has mirado la cuenta? —pregunta éste.
—Cuarenta dólares… —repite VJ. Mira a Barbara de hito en hito y le pregunta—: ¿Tienes otra cuenta?
—No. Eso es todo lo que me queda. Me echaron del trabajo hace unos meses. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Vaya mierda… —VJ está rebuscando en su bolso.
—Vacíalo —le sugiere ella—. Resulta difícil encontrar algo si no lo vacías.
El la mira fijamente y farfulla algo. Luego lo vacía sobre su regazo. Encuentra el talonario y lo confronta con el recibo del cajero automático. Es el mismo número de cuenta. No encuentra ninguna otra tarjeta bancaria.
—Podéis registrar mi piso —sugiere ella—. No queda muy lejos. —Mira a Reebok y añade—: Estaríamos más cómodos allí. Tengo pizza fría.
—Mira, tía… —dice VJ con tono de paciencia, como si estuviera hablando con una idiota—, estás secuestrada en tu coche. ¿Lo entiendes? Secuestrada. No vamos a comer tu jodida pizza de mierda. Te hemos secuestrado.
—Podríamos vender el coche por partes —sugiere ella—. Podríais desmontarlo.
—¿Tienes joyas en casa?
—Podéis comprobarlo, pero no tengo nada, excepto bisutería. Todo lo que tengo es un gato. Y un poco de pizza fría. Podría ir por cerveza.
—Esta tía es retrasada mental —dice Reebok.
—Pues creo que quien está teniendo las mejores ideas soy yo —indica Barbara. Luego extiende las manos y añade—: Si queréis violarme, deberíais hacerlo en mi casa. Allí no correréis peligro. Si queréis desmontar el coche, deberíamos hacerlo ya. Lo que no debemos hacer es quedarnos aquí, porque podríamos llamar la atención.
VJ mira a Reebok. Barbara no consigue interpretar la mirada y decide que ya es hora de hacer la sugerencia.
—Sé dónde hay dinero. Montones de dinero. Está dentro de una caja de seguridad, pero podemos llevárnoslo.
Avery sabe que va a ser uno de los buenos porque tiene las palmas frías y húmedas. Es sensible a este tipo de cosas. Mira la hora en el reloj del escritorio. Velma llegará dentro de cinco minutos con el vestido que él le compró en una tienda de Los Ángeles. Su polla ya se le está agitando, excitada por esa especie de sensación medular que le llega hasta los testículos como un alambre caliente, las palmas de las manos las tiene frías y húmedas y el vello de la nuca se le está erizando. Y todo por intentar no imaginársela entrando por la puerta de su despacho con ese vestido bajo el abrigo. Podía ser una mala puta, de esto no cabía duda, pero por Dios que no había nadie como ella cuando llegaba el momento de esos jueguecitos que a él le hacían bullir la sangre. Ahora lo habían reducido a unas dos veces al mes, que era lo adecuado. Él tenía casi cincuenta años y debía dosificar su energía, por así decirlo, cuando se trataba de esa clase de cosas. Necesitaba un suplemento para reactivar el sistema. En cuanto a ella, que tenía cuarenta y cinco, no había duda de que podía…
Suena el teléfono.
—Inmobiliaria Beecham —responde Avery.
Es una mujer que pregunta por fincas en alquiler. Qué ropa interior llevas puesta, se dice él para sus adentros, y responde:
—Puedo pedirle a Velma que le enseñe una casa mañana. Es todo un hallazgo. No, esta tarde es un poco difícil…
La mujer no deja de hablarle de sus «necesidades» con respecto al alquiler. Mientras finge escuchar, Avery fantasea con la posibilidad de conocer a un bomboncito como ése, una jovencita a la que pueda ofrecer una casa a un alquiler mínimo a cambio de un polvo de vez en cuando. El problema es que Velma repasa todos los alquileres y se fijaría en la incongruencia. Siempre hay algún problema, y es siempre tu pareja, como quien dice. Pero Velma le atrae. A ella le gusta jugar, y hacerlo en la oficina, a plena luz del día. A condición de que las persianas estén bajadas.
Avery se acuerda de la chica que conoció cuando estaba en la marina en Filipinas. Se embarcó dos días después de que le dijera que estaba embarazada. El que se quedara embarazada fue un accidente. Pero cómo estaba la tía… cómo estaba aquella chiquita rubia. Luego se acuerda de los faroles de papel que le había dado a ella un marinero japonés y de la cambiante luz coloreada que arrojaban sobre la pared al balancearse a merced de la brisa que soplaba entre los frutos del mango mientras follaban. Joder, cómo estaba aquella tía…
Un pitido le hace saber que tiene otra llamada. Avery logra desembarazarse de la mujer («Me encantaría satisfacer sus necesidades…») y responde a la segunda llamada. Se trata del chupasangre de su abogado.
—¿Cuánto vas a cobrarme por esta llamada, Heidekker? —pregunta Avery, asomándose por la ventana para ver si el coche de Velma se encuentra en el aparcamiento. No lo ve. ¿De quién es ese Accord amarillo? Él conoce ese coche.
—No voy a cobrarte por esta llamada, Avery —dice Heidekker—. Ahora escúchame…
—Estoy harto de que me mandes una factura cada vez que te tiras un pedo en un ascensor en mi empresa, ¿me oyes?
—Mira, sólo necesito que me firmes la petición de un mandato judicial. Voy a entregársela al juez Chang dentro de una hora…
—Pues no tienes más que garabatear mi jodida firma en el papel. Es lo único que tienes que hacer. —Maldita sea. Heidekker le ha hecho pensar en Barbara y, naturalmente, la polla empieza a arrugársele. Intenta no pensar en ella. Le saca de quicio verla merodear en torno a su casa y vigilarle desde el aparcamiento…
—Tienes que firmarlo tú. Quizá sería una buena idea que me dieras poderes notariales. Si decides hacerlo podríamos hablar de ello y…
—Olvídate de eso. De todos modos… —Allí está. Velma está aparcando su Fiat—. No vengas hasta dentro de media hora. No voy a estar aquí. Oye, ¿ese papel va a solucionarlo todo?
—Este mandato lo abarca todo. No podrá seguirte, ni vigilarte, ni llamarte, ni nada de nada. No podrá acercarse a menos de quinientos metros de ti. Ahora hay leyes contra el acoso y podemos demandarla si intenta pasarse de lista. Acabará entre rejas, algo que quizá le venga bien, porque entonces la mandarán a un psiquiatra. ¿Has cambiado ya las cerraduras del despacho?
—No; vienen mañana por la mañana. Puede que ella tenga una llave; es posible que hiciera una copia. Frank dice que debería sentirme halagado. Pero no por la atención que me presta esta chica, que conste, ¿eh?
—Bueno, sea como sea, ya nos ocuparemos nosotros de todo. Tengo que colgar, Avery.
—Espera, espera… —Quería seguir hablando con él un minuto más. En una de sus fantasías Velma le interrumpía mientras él respondía a una llamada de negocios—. Tengo que hablarte sobre la factura del mes pasado. Esto raya ya en lo escandaloso, Heidekker…
—Mira, podemos repasarlo concepto por concepto, pero voy a tener que cobrarte el tiempo que nos lleve…
La puerta se abre y Velma se desabrocha el abrigo enmarcada por el umbral. Cuando se lo quita, su melena roja cae sobre sus blancos y pecosos hombros. Sus blancas y flácidas tetas, que lleva recogidas en un corsé de encaje negro, también tienen pecas. Los muslos, que asoman bajo unas bragas abiertas por la entrepierna, quizá los tenga un tanto gruesos, pero con esas bragas de encaje rojo abiertas en la entrepierna, ¿a quién le importa? Lleva mucho maquillaje en torno a sus hundidos ojos verdes. Le han salido algunas patas de gallo y empieza a tener el trasero algo caído. Pero si el corsé de encaje rojo y negro lo mantiene todo en su sitio y sus labios rosa se asoman entre el cobrizo vello de su pubis, ¿a quién…? ¿A quién le importa?
—Te llamo más tarde, Heidekker… —dice Avery antes de colgar.
—Quiero tenerla. Quiero tener esa tranca que tienes dentro del pantalón, Av. He estado tocándome y pensando en ti y ahora quiero que me folles. Aquí y ahora —dice con esa voz ronca que suele poner—. Méteme esa gran polla tuya.
Velma se pasa la punta de la lengua por los labios rojo cereza de Revlon.
—Es fácil malinterpretar a Avery —está diciendo Barbara. Están en el coche, en una esquina del aparcamiento del edificio de Avery—. Me refiero a que es muy arisco. Resulta encantador lo arisco que se pone. Una vez le regalé un oso de peluche con una nota que ponía «¡Eres un oso maravilloso!». A veces habla de una manera muy brusca. Y bastante indecente también, ya sabéis. Pero en realidad es un ángel y en ocasiones…
—¿Hay dinero ahí dentro? —la interrumpe VJ mientras mira por el parabrisas al pequeño edificio de oficinas color siena—. Me parece que estás burlándote de nosotros, tía. Yo creo que ahí dentro no hay una mierda.
—Avery guarda mucho dinero en su caja fuerte. Creo que lo tiene ahí para ocultárselo a hacienda. Es parte de un pago que le hicieron por…
—¿Cuánto es? —le interrumpe Reebok.
—Cincuenta mil dólares, o quizá cien mil. Es mucho, ¿verdad? No había pensado en ello hasta ahora.
—Pues el edificio no tiene muy buen aspecto. No parece que a alguien pueda irle demasiado bien en este lugar.
—La recesión acabó con dos empresas. Es un sitio pequeño, y como Avery es el único que queda y además es el dueño, va a renovarlo. Es muy listo para este tipo de cosas. Siempre tiene planes estupendos y…
—¡Deja de hablar de ese tío de una jodida vez, hijaputa! —exclama Reebok.
—De acuerdo, pero recordad que no podemos entrar ahí pegando tiros. No quiero que Avery resulte herido.
—Oye, tía, ¿de qué coño estás hablando? Nosotros vamos donde nos da la gana. Somos nosotros quienes tenemos las pistolas, joder…
—Me necesitáis. Yo conozco la combinación de la caja de seguridad.
Reebok se pone tenso en el asiento trasero y mueve el arma amenazadoramente para que ella la vea.
—¡Y yo sé cómo se utiliza este chisme, puta blanca de mierda!
—Entonces dispárame —responde ella, encogiéndose de hombros y sorprendiéndose de nuevo a sí misma. Sin embargo lo dice en serio. En realidad no le importa mucho. Velma tiene a Avery y nada le importa excepto Avery. Esto es lo que la gente no comprende. Avery le pertenece a ella; él es la piedra angular, el hombre, y ella es la mujer, y no hay más que decir. La gente debería comprenderlo—. En realidad no me importa —prosigue, encogiéndose otra vez de hombros—. Podéis torturarme y matarme, porque no voy a hacerlo a menos que sea a mi manera.
A VJ se le tensa la mandíbula. Está apuntándole a la cara. Ella le mira a los ojos y dice:
—Hazlo. Mátame. Pero te quedarás sin dinero.
VJ la mira fijamente durante diez largos segundos. Luego baja la pistola, se echa hacia atrás y obliga a Reebok a apartar la suya.
En el mismo escritorio… Estaba follándola en el mismo escritorio y estaba diciéndole que la quería. Le había separado las piernas y le había cogido las huesudas rodillas con sus grandes y ásperas manos y tenía el pantalón por los tobillos. Ella tenía granos en los muslos y llevaba una vestimenta que le hacía parecer una prostituta y…
Estaba diciéndole que la quería.
Entonces Avery gira bruscamente la cabeza para mirarlos, con la boca abierta, jadeante por el esfuerzo, la frente bañada en sudor, y parpadea.
—Pero si había cerrado con llave… —balbucea.
Luego clava la mirada en Barbara y comprende que ha hecho copias de las llaves, y al punto repara en que tiene el pantalón bajado y la polla dentro de Velma, que está sobre el escritorio con las piernas separadas, y en que hay dos negros que no conoce mirándole fijamente por encima del hombro de Barbara.
—¡Pero qué…! —es lo que acierta a decir cuando se guarda la polla.
Velma abre los ojos, ve a Barbara, Reebok y VJ y chilla. Se levanta del escritorio como buenamente puede y se cobija detrás de él. Avery aprieta el botón de la alarma silenciosa, pero no funciona. Barbara la ha desconectado.
De pequeña, Barbara había visto un huracán en Florida. Vivía en la granja de su abuelo, donde su abuela criaba pollos. Se asomó a un agujero que había en la pared del refugio en que se hallaba y vio un pollo desplegando las alas en el momento en que el viento lo arrastraba en volandas. El pollo había desaparecido en medio del vendaval. Barbara tiene ahora la sensación de que a sus espaldas sopla un vendaval que la empuja dentro de la habitación. Pero el viento se encuentra en su interior. Le hace dar vueltas por la habitación como si fuera un tornado en torno al escritorio, y desde su interior brama: «¡Así es como te ha atrapado, Avery! ¡Así es como lo ha hecho! ¡Vestida como una prostituta, que es como tenía que ser porque es una puta! ¡Es una puta que te ha atrapado con su coño! ¡Una mala puta!».
Avery acaba de subirse los pantalones y, al ver a Reebok y VJ entrar en la habitación, mete la mano en el cajón del escritorio. Barbara es arrastrada hacia el escritorio por su vendaval interior y cierra de golpe el cajón con la mano de Avery dentro.
—¡No!
Avery aulla de dolor, y cuando ella lo oye algo se desencaja repentinamente en su interior. Un alivio despierta en el fondo de su ser y ella piensa: Se me había olvidado qué sensación tiene uno cuando se siente bien. Barbara no ha vuelto a sentirse bien desde que era pequeña, desde antes de que empezaran a ocurrirle ciertas cosas.
De pronto le llama la atención el ruido que está haciendo Velma. Farfullando maldiciones, Velma se dirige apresuradamente a la puerta lateral que comunica con su despacho con idea de coger un teléfono y llamar a la policía.
Barbara mira a VJ a los ojos y le dice:
—Que no escape. Es ella quien tiene el dinero. Dispárale a las piernas.
VJ levanta la pistola y titubea. Velma tiene una mano sobre el pomo de la puerta.
—¡Barbara, por Dios! —grita Avery, apretándose la mano magullada contra el estómago.
—VJ… —dice Reebok—. Mierda. ¡Limítate a cogerla!
—¡No! ¡Dispárale a las piernas, joder! ¡Si no nos quedaremos sin el dinero! —dice Barbara con firmeza, porque su voz sale de su interior vapuleada por la tormenta.
Entonces suena un trueno: el arma de VJ se ha disparado.
Velma chilla y Barbara nota que la sensación de bienestar vuelve a embargarla. Los fragmentos de la rodilla de Velma salpican la puerta y se incrustan en la pared mientras la sangre cae a borbotones a la moqueta. Avery se precipita hacia la puerta, pero Barbara, que se siente como una diosa griega, le señala y ordena a Reebok:
—¡Dispárale! ¡Está robándonos lo que es nuestro! ¡Deténle!
Reebok parece sorprenderse cuando la pistola que tiene en la mano se dispara (debido quizá a un estremecimiento de miedo más que a una verdadera decisión de disparar) y en la espalda de Avery aparece un orificio rodeado de pétalos rojos que parece una margarita roja y luego otro…
Avery se da la vuelta aullando, con la boca abierta y los ojos aterrorizados, y trata de rechazar las balas con sus dedos regordetes. Barbara, que nunca se había fijado en lo regordetes que son, coge la mano de Reebok y apunta con la pistola al pene de Avery en el momento en que a éste se le caen los pantalones aún sin abrochar. Ella aprieta el gatillo y la punta del pene desaparece (la punta que ella sólo ha visto en una ocasión, sin circuncidar y tapada con una curiosa caperuza). Entonces grita:
—Ahora ya estás circuncidado, Avery. ¡Mira que follarte a esa puta, capullo traidor!
Reebok y Avery gritan al unísono y casi de la misma manera.
Luego Barbara oye los sollozos de Velma. Se acerca a ella y coge un pinchapapeles del escritorio, aunque no se da cuenta de lo que es hasta que se arrodilla al lado de Velma, quien está intentando huir a rastras, y se lo clava en el cuello. Se trata de uno de esos pinchapapeles que los niños hacen con un clavo y una base de madera en la escuela para regalárselo a sus padres. Aún tiene algunos recibos ensartados, que quedan empapados en sangre después de que Barbara se lo hinque en el cuello tres o cuatro veces más. Avery chilla cada vez más, por lo que VJ se vuelve y le grita «¡Cállate de una jodida vez!» y le vuela la tapa de los sesos en el mismo momento en que Barbara vuelve a hincar violentamente el clavo detrás de la oreja de Velma. De pronto Velma se orina y deja de balancearse.
—Joder… —exclama Reebok, que está sollozando, cuando Barbara se levanta. Envuelta por una especie de nebulosa cálida y dulce, se dirige a una esquina de la habitación, señala el armario en el que está escondida la caja de seguridad y dice:
—Cuarenta y uno-treinta y cinco-siete.
Barbara no se da cuenta de que ella, al igual que Velma, también se ha orinado hasta que se encuentra en el coche entrando en la autopista. Le resulta curioso lo poco que le importa. Lleva todo el día sorprendiéndose a sí misma. Es una sensación agradable, como la que dicen haber sentido esas mujeres que salen en el programa de Oprah y confiesan que han hecho cosas que pensaban que jamás llegarían a hacer, cosas que la gente les había dicho que no podían hacer…
De todos modos tiene que cambiarse de falda. Pasar por su piso es arriesgado, de modo que va a mandar (como lo típico es huir a México, ha decidido que irán a Nevada) a VJ a alguna tienda del nuevo centro comercial de la ciudad para que compre algo de ropa para todos con parte del dinero que han cogido de la caja de seguridad. Son casi cien mil dólares… Ahora no tienen por qué ir a una tienda de saldos. Ahora pueden ir a Nordstrom.
Pero antes de alejarse tienen que solucionar el problema de Reebok, que no deja de lloriquear.
—Más vale que le hagas callar —le dice a VJ—. Con todo el alboroto que ha habido, la policía ya debe de estar allí. Habrán librado un orden de búsqueda y captura, y es posible que alguien les haya proporcionado, una descripción del coche, aunque no lo creo, porque no había nadie cerca. Pero incluso si no la tienen… —Era consciente de que estaba divagando, como cuando tomaba pastillas para adelgazar. Pero le daba igual: tenía que desahogarse. Era algo que había que hacer tarde o temprano—. Incluso si no la tienen, estarán atentos a cualquier cosa sospechosa, y si éste sigue sollozando y meneando la pistola…
—VJ —dice Reebok bruscamente entre sollozo y sollozo—, ¿ves en qué lío nos ha metido esta maldita loca? ¿Sabes lo que ha hecho?
—Lo que he hecho ha sido conseguiros cien mil dólares. —Barbara se encoge de hombros y adelanta a un Ford Taunus—. Aunque me parece que él no debería quedarse con nada, VJ —añade—. He tenido que hacer la mitad de su trabajo. Ya verás cómo le entra pánico y le da el soplo a la policía. —Le gusta utilizar esa expresión de las películas antiguas: «dar el soplo»—. Creo que deberías dejarle en alguna parte. Luego iremos a Nevada y compraremos un coche nuevo para ti, VJ, y también algo de ropa. Incluso podríamos comprar una cadena de oro auténtica para que tires esa imitación que llevas. También puedes quedarte con el reloj que llevo en el bolso, el que iba a regalarle a Avery, y hacértelo con alguna tía. Me da igual. Puedes hacértelo conmigo incluso. Puedes hacer todo lo que quieras. Luego hemos de pensar en procurarnos más dinero. He pensado que podríamos atracar bancos. Una vez leí un artículo sobre todos los errores que cometen los ladrones de bancos, como lo poco que cambian de aires y cosas por el estilo, y creo que nosotros podríamos hacerlo mejor. VJ, aturdido, hace un gesto de asentimiento. Reebok le mira, parpadeando y con la boca abierta, y dice:
—¿Vj?
VJ señala una salida.
—Por ahí.
Ha elegido bien el sitio. La empresa Caltrans está llevando a cabo muchas obras en esta zona, pero los obreros ya se han ido a casa, de modo que, entre las excavadoras y los maderos que hay, estarán protegidos de miradas curiosas de los coches que pasan por la autopista. Además hay excavaciones donde pueden esconder el cuerpo. La elección de VJ es inteligente. Es el más inteligente de los dos y es también más inteligente que ella, concluye Barbara, pero eso da igual, porque en cierto modo ella es más fuerte que él. Y esto es lo que cuenta.
Barbara está pensando en todo esto cuando tuerce hacia la salida de South Road y entra en una carretera de servicio que conduce al campo. La obra queda entre la carretera y la autopista y no hay nadie en los alrededores.
Detiene el coche en un buen lugar. Reebok los mira y repentinamente sale del coche y echa a correr. Ella dice:
—VJ, ya sabes que se va a chivar. Está demasiado asustado.
VJ traga saliva, hace un gesto de asentimiento y sale del coche. La pistola restalla en su mano y Reebok cae al suelo. VJ tiene que dispararle otra vez para que deje de gritar. Mientras tanto, Barbara se dedica a observar unos papeles que el viento arrastra como si fueran molinetes. Son unas servilletas de Burger King. Nada más que eso: unos papeles arrastrados por el viento.
Se oyen más gritos. VJ tiene que rematar a Reebok. Barbara mira al cielo con los ojos entornados y ve un halcón que se balancea sobre una ráfaga de viento ascendente.
VJ se ha puesto a vomitar. Se sentirá mejor cuando acabe, aunque vomitar siempre deja mal sabor de boca.
Barbara se pregunta cómo sabrá la polla de VJ. Sabrá bien, probablemente. VJ tiene aspecto de limpio. Además es inteligente y más guapo que Avery, y mucho más joven que él. Ella sabe que están hechos el uno para el otro. Lo intuye. Resulta encantador cómo VJ trata de disimularlo, pero ella lo nota en su mirada cuando él cree que no le está mirando. La quiere… Sí, la quiere.
John Shirley es autor de la novela de terror Wetbones. También es guionista y ha adaptado El cuervo de Poe al cine. Actualmente está trabajando en la adaptación de Girl, de Blake Nelson. Shirley, uno de los padres fundadores del cyberpunk, ha incursionado en todos los géneros, desde el de aventuras hasta el erótico pasando por la novela de suspense. Sus inclasificables relatos pueden encontrarse en colecciones como Heatseeker, New Noir y Exploded Heart.