17. Lenin y la hegemonía
Los sóviets, la clase obrera y el partido en la Revolución de
1905
ALAN SHANDRO
Los enfoques más reflexivos sobre el liderazgo lo entienden como una relación compleja entre el líder y los liderados. Si se consideran las obras sobre Lenin, el preeminente líder práctico del movimiento obrero marxista tendría poca importancia teórica a la hora de contribuir a un entendimiento del liderazgo. La tendencia predominante en estas obras sugiere que el concepto distintivo del partido de vanguardia que desarrolla Lenin, simplemente reasigna la representación revolucionaria de la clase obrera a una organización de vanguardia dirigida por intelectuales de procedencia burguesa. En esta clase de lectura, el proyecto de Lenin sería identificar un agente capaz de sustituir la supuesta incapacidad de la clase obrera para la actividad revolucionaria por una conciencia revolucionaria. Pero al situar la posición de Lenin en términos de las categorías de sus oponentes, esta lectura la identifica erróneamente. La tesis central de Lenin de que la conciencia socialdemócrata debe introducirse en el movimiento espontáneo de la clase obrera desde afuera podría reformularse ahora como la idea de que el movimiento obrero no puede, sin la intervención organizada de la teoría marxista en su lucha, generar una conciencia socialista revolucionaria[413]. Yo sostengo que el resultado de su tesis era reorganizar las categorías con las que los marxistas se podían aproximar al fenómeno del liderazgo y hacerlo de manera que produjera alguna adquisición conceptual sobre las complejas dinámicas de la relación entre dirigentes y masas.
La vanguardia y la conciencia socialista
Si se equipara el movimiento espontáneo de la clase obrera con la base económica y la conciencia socialdemócrata con la superestructura, la tesis de Lenin equivale a una inversión voluntarista de la primacía marxista de la base; la revolución deja de estar fundamentada en un análisis materialista de las relaciones de clase y se convierte en la expresión de la voluntad de los intelectuales revolucionarios comprometidos. Estas categorías proporcionan poco espacio conceptual para entender el fenómeno del liderazgo: la revolución se lleva a cabo tanto por la clase obrera como por el partido de vanguardia; tanto la espontaneidad de la clase obrera genera la conciencia de su vocación revolucionaria, como la autoproclamada vanguardia de intelectuales revolucionarios sustituye a este proceso espontáneo. Situado en este contexto, el liderazgo sólo podría consistir en impartir la conciencia de una vocación revolucionaria. La política, por ello, se equipara efectivamente con la educación y la división política esencial se encuentra en saber si el educador respeta o no la autonomía del alumno.
Sin embargo, la tesis de Lenin resiste cualquier simple identificación de la distinción entre espontaneidad y conciencia con la que se produce entre base y superestructura. En el transcurso de su razonamiento, la vanguardia consciente acude tanto para fomentar el movimiento obrero espontáneo como para combatirlo. La aparente ambivalencia de este enunciado se encuentra en una valoración de la propia espontaneidad, tanto como embrión de la conciencia socialista como depósito de la ideología burguesa; una contradicción que Lenin expone detalladamente como sigue: «La clase obrera gravita espontáneamente hacia el socialismo; pero la ideología burguesa más extendida (y continua y variadamente reavivada) se impone no menos espontáneamente sobre el obrero en un grado aún mayor»[414]. El sentido marxista de su afirmación sólo se puede alcanzar examinando el proceso dialéctico por el cual la dominación ideológica de la burguesía se enfrenta a las tendencias socialistas espontáneas de la clase obrera.
Los términos del problema (espontaneidad frente a conciencia, espontaneidad burguesa frente a espontaneidad socialista) deben plantearse dentro de una dinámica de lucha. Esto requiere dos niveles de análisis. En el primero, se hace abstracción de la influencia de la ideología, esto es, de la «conciencia» sobre la lucha espontánea de las fuerzas sociales, una lucha caracterizada en términos de las relaciones sociales de producción. A este nivel los intereses de la clase obrera se muestran en conflicto irreconciliable con las relaciones sociales fundamentales del modo de producción capitalista, y por ello puede esperarse que en virtud de estas relaciones sociales los obreros graviten espontáneamente hacia la teoría marxista para explicar su situación y orientar su lucha. Pero Lenin sostiene que el movimiento espontáneo no solamente está determinado por la base socioeconómica de la lucha de clases. La afirmación de que
los ideólogos (es decir, los dirigentes políticamente conscientes) no pueden desviar al movimiento del camino determinado por la interacción del medio con los elementos […] ignora la verdad elemental de que el elemento consciente participa en esta interacción y en la determinación del camino. En Europa los sindicatos católicos y monárquicos son también un resultado inevitable de la interacción del medio con los elementos, pero era la conciencia de curas y personajes como Zubatov, y no la de los socialistas, la que participaba en esa orientación[415].
Considerando esta «verdad elemental», Lenin analiza el movimiento espontáneo como el movimiento de la clase obrera, determinado no solamente por las relaciones de producción, sino también sometido a la influencia del aparato ideológico de la burguesía (los vehículos institucionales de ideas e información tales como partidos políticos, agencias gubernamentales, periódicos e iglesias, cuya actuación asume o acepta simplemente el dominio de los intereses capitalistas). Entendido en estos términos, el movimiento espontáneo es el que se enfrenta a la conciencia socialista de quien pretende ser la vanguardia del proletariado, dentro de su campo de acción pero fuera de su control. Lenin sitúa el dominio de la ideología burguesa solamente en este segundo y más concreto nivel del análisis; lo que se ve sujeto a esta dominación no es la clase obrera como tal, sino el despliegue espontáneo de su movimiento, esto es, el movimiento de la clase obrera considerado en abstracto de su vanguardia socialista revolucionaria, de aquellos intelectuales y obreros cuya actividad política está situada dentro de la teoría marxista, y que es, en este sentido, consciente.
Sobre estas premisas no hay necesidad de suponer que el dominio de la ideología burguesa es perfecto, o que los obreros son incapaces de oponer una resistencia espontánea, de desarrollar una lucha política o incluso de realizar innovaciones. La lógica de la lucha espontánea genera una dinámica a través de la cual la ideología burguesa y la experiencia del proletariado llegan a ser parcialmente constitutivas la una de la otra. La limitación de la lucha espontánea se encuentra no en una incapacidad absoluta del movimiento obrero para generar alguna forma particular de actividad política, sino en su incapacidad, en ausencia de la teoría marxista, de establecer una posición de independencia estratégica frente a sus adversarios. La tesis de Lenin sobre la conciencia desde afuera puede replantearse, por lo tanto, mediante las tres siguientes afirmaciones. Primera, el movimiento de la clase obrera no puede mantener su independencia estratégica sin llegar al reconocimiento de que sus intereses son irreconciliables con el conjunto del sistema sociopolítico organizado alrededor de la dominación de los intereses burgueses. Segundo, semejante reconocimiento implica que los intentos de reconciliar los intereses de la burguesía y del proletariado deben examinarse en el contexto de la crítica marxista de la economía política capitalista. De aquí resulta la tercera afirmación, este reconocimiento no resulta efectivo en la lucha de clases en ausencia de un liderazgo fundado en la teoría marxista. Una implicación que Lenin no saca inmediatamente es que la conciencia revolucionaria debe estar abierta a la habilidad no sólo de la burguesía, sino también del proletariado, para innovar espontáneamente en el curso de la lucha.
Este conjunto de premisas, que sostienen la tesis de la conciencia desde afuera, es necesario para concebir el proyecto político de una vanguardia marxista, como una intervención determinada dentro de una lógica compleja, desigual y contradictoria de la lucha por la hegemonía. Pero esto es precisamente lo que las circunstancias de la lucha de clases en la Rusia zarista exigían de los marxistas rusos. Mientras la extensión de las relaciones sociales capitalistas erosionaba los fundamentos feudales y patriarcales del absolutismo, el crecimiento sin restricciones del capitalismo y las perspectivas del socialismo proletario convertían en un imperativo la profunda transformación democrática de las instituciones del zarismo. Pero la dependencia del Estado y de la financiación internacional que tenía la burguesía rusa, la convertían en un líder improbable de una revolución democrática consistente; la precoz fuerza del movimiento de la clase obrera hacía tentador un acuerdo político moderado entre la burguesía liberal y el sector más progresista de los terratenientes. Una profunda revolución democrático-burguesa parecía depender de la iniciativa política del proletariado. Pero esto no sólo requeriría una simple y directa polarización de las clases, sino la orquestación de una alianza democrático-revolucionaria de diversas fuerzas políticas y sociales. La lucha por el liderazgo, por la hegemonía en la revolución democrática, era por ello una lucha sobre la constitución y orientación política de sistemas alternativos de alianzas políticas.
La conciencia, tal como la concebía Lenin, tenía que entender reflexivamente el complejo y desigual proceso de la lucha por la hegemonía. Al centrarse en la contradicción entre la vanguardia consciente y el movimiento espontáneo de la clase obrera, la tesis de la conciencia desde afuera le permitía a Lenin, paradójicamente, situarse a sí mismo como teórico marxista y actor político dentro de la lucha de clases. Esta tesis asume una conceptualización de la lucha de clases en la que tanto la vanguardia consciente como el movimiento espontáneo de las masas son capaces de una acción efectiva y en algunas ocasiones innovadora; cada cual tiene diferentes e incluso contradictorios modos de acción, y para sostener una posición hegemónica en el proceso de la transformación revolucionaria se necesita una cierta conjunción e incluso «fusión» de ambos. La afirmación de que la conciencia socialista debe ser importada desde afuera al movimiento espontáneo no significa la sustitución de uno de los actores colectivos por el otro, sino que sirve para abrir un espacio conceptual en el que las relaciones entre dos actores diferentes, y por ello la compleja y contradictoria relación entre dirigentes y dirigidos, puede someterse a un examen crítico.
Examinando la respuesta que da Lenin al surgimiento de los sóviets en la Revolución de 1905, trazaré algunos de los contornos de ese espacio. Al hacerlo, sostendré que su postura con respecto al movimiento espontáneo de la clase obrera y los sóviets solamente tiene sentido en el contexto de la lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía que sustenta su tesis de la conciencia desde afuera. Los cambios en su postura no indican un abandono de esta tesis, sino que realmente dependen de ella. Al situar la exigencia del liderazgo en relación con la lógica de una lucha política por la hegemonía, que implica adversarios y aliados, líderes y masas, su análisis estratégico produjo una mayor apreciación y un entendimiento más efectivo de las dinámicas de la relación entre dirigentes y dirigidos, de la que ofrecía la principal alternativa disponible para el movimiento obrero ruso, la de sus adversarios mencheviques en el ala moderada del POSDR. A continuación sugeriré que su postura en la lucha por la hegemonía del proletariado representa enfrentar la realidad de la diversidad del movimiento revolucionario de masas y las complejidades de la relación de liderazgo de manera más efectiva de lo que lo hace el influyente concepto posmarxista de «contrahegemonía».
Teoría y práctica de la revolución
La Guerra ruso-japonesa de 1904-1905 trajo a primer plano las tensiones que dominaban las estructuras políticas y sociales de la Rusia zarista. Siguiendo el ejemplo de la campaña de los intelectuales liberales para ampliar los límites de la libertad de expresión, el sacerdote Georgi Gapon encabezó una marcha de los trabajadores de San Petersburgo para presentar una petición al zar Nicolás para que atendiera sus agravios. La respuesta de las tropas zaristas abatiendo a tiros a cientos de manifestantes hizo que incluso para los trabajadores más retrasados la fe en el zar se hiciera pedazos. Se desató un proceso revolucionario salpicado por oleadas de huelgas políticas masivas, amotinamientos entre las tropas, toma de tierras, constantes desórdenes en el campo y concesiones de las autoridades seguidas de una brutal represión. Esta revolución cambiaría el terreno de la política en Rusia y el pensamiento político de Lenin se movió con ella. Pero cómo lo hizo es motivo de controversia. Lenin formularía la relación entre el movimiento espontáneo de la clase obrera y el partido de vanguardia en términos de alguna manera diferentes a los que había utilizado con anterioridad. Sorprendidos por un cambio en el énfasis, tono y formulación, un cierto número de autores han tratado de contraponer más o menos sistemáticamente al Lenin de la revolución democrática de masas de 1905 con el político del partido revolucionario de ¿Qué hacer? Marcel Liebman, el más destacado de ellos, ha caracterizado este cambio como «la primera revuelta de Lenin […] contra el leninismo»[416]. Estos autores sostienen que Lenin, cautivado por la espontaneidad del proletariado, abandonaría su anterior falta de confianza en la espontaneidad del movimiento obrero. Sus llamamientos para una profunda democratización del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR), se supone que desmienten su anterior «concepción elitista del partido»[417]. La confianza anterior en los revolucionarios profesionales de la elite intelectual daría paso al entusiasmo por la afluencia de los trabajadores revolucionarios al partido, como un estimulante para mitigar el letargo burocrático de los miembros directivos. Mientras que la intervención en nombre del control centralizado desde arriba había parecido algo esencial durante la clandestinidad, a la luz de la realidad revolucionaria Lenin se convertiría en el portavoz de la iniciativa creativa desde abajo. La hipótesis anterior de que la revolución «debe ser necesariamente el trabajo de un grupo de vanguardia en vez del producto de un partido de masas» ahora se cambiaría por el reconocimiento de los sóviets, organizaciones amplias del poder de las masas trabajadoras, como centros vitales de la actividad revolucionaria[418]. Por ello 1905 fue «una revolución que conmocionó una doctrina»[419].
Las reformulaciones de Lenin en 1905, ¿representan una inversión teórica o una simple adaptación de las herramientas analíticas disponibles a unas circunstancias que habían cambiado? La aproximación de Liebman no está bien diseñada para afrontar esta cuestión, ya que abstrae espontaneidad y conciencia, obreros e intelectuales, democracia y centralismo, partido y clase, etc., de su contexto en el pensamiento leninista sobre los problemas estratégicos de la revolución. Privados de su contexto, estos conceptos dejan de ocupar un determinado lugar en el proyecto marxista de Lenin centrado en entender teóricamente y transformar políticamente la compleja y cambiante constelación de fuerzas de clase; en vez de ello se presentan como un conjunto de distinciones esencialmente morales, cada uno de cuyos términos representa un valor opuesto, repetidos cambios de énfasis que simplemente sirven para representar el drama de un alma desgarrada entre las demandas de moralidades políticas conflictivas. Pero estos términos también pueden ser considerados a la luz de la orientación estratégica de Lenin hacia la lucha política, una orientación modelada por la consideración de que la identidad de las fuerzas políticas, los movimientos, las instituciones, las políticas, los problemas y las ideas no son un simple reflejo de la posición socioeconómica de clase de los actores, sino que responden igualmente a la conducta de los actores en la lucha, y por ello está siempre sujeta a una reevaluación en relación a la lógica y desarrollo de la propia lucha política (e ideológica). Utilizo la expresión «lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía» para denominar esta visión leninista, y sostengo que sin semejante concepto organizativo no es posible explicar ni el juego, ni los drásticos cambios de énfasis, ni el aprendizaje, ni el movimiento teórico real en el pensamiento político de Lenin.
Como señala Lenin, «no hay duda de que la revolución nos enseñará a nosotros y enseñará a las masas populares. Pero la cuestión a la que se enfrenta ahora un partido político militante es si nosotros seremos capaces de enseñar algo a la revolución»[420]. Algo nuevo se podría aprender de la revolución, y de las masas en el curso de la revolución, situándolas en un marco conceptual capaz de responder a las variaciones coyunturales del proceso revolucionario y, consecuentemente, de formular las preguntas adecuadas en cada momento. Presentar el mismo punto, de alguna manera paradójicamente, se debía a que Lenin estaba dispuesto a enseñar a la revolución algo que fuera capaz de aprender de ella, y así lo hizo. Al incorporar la experiencia de los movimientos revolucionarios espontáneos de obreros y campesinos a su análisis de la lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía, Lenin produciría una concepción marxista de la hegemonía del proletariado en la revolución democrático burguesa. Al hacerlo llegaría a entender de forma reflexiva su propio marxismo situado en medio de la lucha por la hegemonía, y por ello a rectificar su descripción de la relación entre espontaneidad y conciencia. Esta rectificación no le lleva a abandonar la tesis de la conciencia desde afuera, sino, precisamente continuando con su lógica, a rectificar la lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía.
La respuesta de Lenin al movimiento campesino de 1905 no puede analizarse aquí en detalle, pero quizá hay un episodio que puede servir para mostrar que esa respuesta solamente puede entenderse en unión con la que da al movimiento espontáneo de la clase obrera. El congreso inaugural de la Unión de Campesinos Rusos, que se celebró en agosto de 1905, propuso enviar saludos a «nuestros hermanos los obreros, que desde hace tanto tiempo llevan derramando su sangre en la lucha por la libertad del pueblo». Pero cuando un delegado socialdemócrata intervino en la discusión afirmando que «sin los obreros de las fábricas, los campesinos no llegan a ninguna parte, se encontró con las protestas del auditorio que reclamaban que “por el contrario, sin los campesinos los obreros no pueden llegar a ninguna parte”»[421]. Aparentemente, la hegemonía proletaria no se ejercitaba por el hecho de afirmarla, incluso donde había una clara muestra de buena voluntad y de reconocimiento de intereses comunes. La sofisticación del análisis socioeconómico y del cálculo político marxista parecía un hilo demasiado fino, en términos histórico-materialistas, para poder aguantar la afirmación del liderazgo del proletariado en la revolución democrático burguesa. Incluso si la organización del POSDR hubiera respondido de manera fiable a esas cuestiones, seguiría sin estar en posición de llevar su perspectiva al medio rural. La hegemonía del proletariado se tenía que extender por medio de una red más extensa y más profundamente enraizada que el partido. Necesitaría una reevaluación del movimiento espontáneo de la clase obrera, una reevaluación ocasionada por el surgimiento de los sóviets.
El movimiento espontáneo y los sóviets
El ejemplo más destacado de la institución de los sóviets, el Sóviet de Diputados Obreros de San Petesburgo, surgió en el momento álgido de la huelga general de octubre. Los obreros de la capital estaban al corriente de la idea de representantes elegidos en las fábricas. Bajo una ley de 1903, se podían formar consejos de fábrica [starosti] entre candidatos nominados por los trabajadores para negociar sus reclamaciones; desde la huelga de enero se habían organizado comités de delegados en muchas fábricas, y en las postrimerías del Domingo Sangriento, los obreros tomaron parte en un proceso de elección en dos etapas para nombrar a los representantes en la frustrada Comisión Shidlovsky, que había creado el gobierno para investigar los motivos de las detenciones de obreros en las fábricas[422]. Además de estas experiencias prácticas, los obreros habían asistido durante el verano los esfuerzos de los mencheviques para popularizar consignas a favor del «congreso de trabajadores» y del «autogobierno revolucionario»[423].
A medida que la oleada de huelgas llegaba a San Petersburgo se producía en muchas fábricas la elección espontánea de delegados. Cuando los mencheviques pusieron en marcha un comité obrero para dirigir la huelga general, y buscando ampliar su representación hacían campaña para la elección de un representante por cada quinientos trabajadores, lo hacían bajo la rúbrica del «autogobierno revolucionario». El Sóviet de los Diputados Obreros nació como un comité de huelga pero estaba animado por una visión política más amplia[424]. En respuesta a los imperativos prácticos de la huelga general, los sóviets empezaron a actuar como un «segundo gobierno», ocupándose de los asuntos de la vida diaria, dando instrucciones a las oficinas de correos, ferrocarriles e incluso a la policía[425]. El alcance del movimiento de huelga fue tal que, para poder atraerse a la oposición moderada al campo del orden y pacificar la situación, el zar se vio obligado a conceder libertades civiles, una asamblea representativa con poderes legislativos, a aceptar las responsabilidades de los ministerios y a aprobar el sufragio universal. Estas medidas no rompieron el ímpetu revolucionario de la clase obrera y los sóviets continuaron extendiéndose por la Rusia urbana. Al hacerse cargo de las preocupaciones diarias de las masas, ganaron la lealtad de un amplio estrato de trabajadores y se atrajeron la simpatía y el apoyo de sectores no proletarios de las ciudades. Reanudaron la huelga contra la represión del Estado y la ley marcial, a favor de la jornada de ocho horas y de un «gobierno del pueblo», e invadieron cada vez más las prerrogativas del Estado. De acuerdo con la lógica de una confrontación ilegal con el Estado zarista, empezaron a asumir una nueva dimensión como agentes de la insurrección y órganos de poder estatal revolucionario. Antes de que la autocracia pudiera restaurar su orden y desplegar sus fuerzas contra los levantamientos campesinos, tenía que acabar con las insurrecciones obreras en Moscú y en otras ciudades[426].
Cuando Lenin regresa del exilio a principios de noviembre, ya se habían definido los términos en que los socialdemócratas rusos, tanto mencheviques como bolcheviques, debatían el significado de los sóviets. Parte integrante de la nueva institución eran los lemas mencheviques del «autogobierno revolucionario» y del «congreso de trabajadores» que, a través de la temprana influencia de los mencheviques, habían llegado a formar parte de la propia concepción de los sóviets. Un plan para el autogobierno revolucionario llamaba a las organizaciones obreras a tomar la iniciativa y a organizar, de forma paralela a las elecciones oficiales a la Duma, un proceso electoral abierto a las masas. Esto haría que la presión de la opinión pública recayese sobre el electorado oficial, y los representantes del pueblo podrían, en un momento favorable, declararse en asamblea constituyente. Se alcanzara o no este «objetivo ideal», semejante campaña «organizaría el autogobierno revolucionario, que haría pedazos las cadenas de la legalidad zarista y pondría las bases para el futuro triunfo de la revolución»[427]. La idea de un congreso obrero, como la presentaba el teórico menchevique P. B. Axelrod, iba a incorporarse a la propia actividad del proletariado. Este congreso estaría compuesto por delegados elegidos en asambleas de trabajadores, que «adoptarían las decisiones específicas referentes a las reclamaciones inmediatas así como un plan de acción de la clase obrera». Debatiría la postura que se debería adoptar respecto a «la caricatura de asamblea representativa que presentaba el gobierno», los términos apropiados sobre los que llegar a acuerdos con los estamentos liberal democráticos, la convocatoria de una asamblea constituyente y la clase de reformas económicas y políticas que se apoyarían en las elecciones a ese órgano, así como sobre otros temas de interés público. Para Axelrod la agitación política alrededor de esta idea «podría captar decenas de miles de trabajadores», una masa suficientemente grande en un periodo de revolución para «dotar al congreso, a sus decisiones y a la organización que pondría en marcha, de una tremenda autoridad, tanto entre las masas menos concienciadas del proletariado como a los ojos de los demócratas liberales». Incluso si el congreso no llegaba a fructificar, al contribuir a la «ilustración política de las masas trabajadoras, fortaleciendo su espíritu combativo y desarrollando su capacidad y disposición para defender con la fuerza sus justas demandas», semejante agitación podría ocasionar una sublevación[428].
Los mencheviques esperaban que semejantes propuestas proporcionaran un fórum para la propia actividad de la clase obrera, que podría culminar en la formación de un partido obrero de masas. Lo que fundamentalmente estaba en juego en la institución de los sóviets era la relación entre la clase obrera y su partido político, en lugar de una agenda política más inclusiva de la revolución democrática global. Los bolcheviques de San Petersburgo, incapaces de entender la nueva forma institucional en términos diferentes a los mencheviques, reaccionaron a la defensiva. Temerosos de que la influencia de una organización política amorfa, no socialista, pudiera socavar la evolución política de los obreros hacia la socialdemocracia, saludaron con recelos la formación de los sóviets. Su líder, Bogdanov, apoyó el presentar al sóviet un ultimátum: o se aceptaba el programa y liderazgo del POSDR o los bolcheviques se retirarían. Al final permanecieron en el sóviet con la vista puesta en corregir las tendencias espontáneas contrarias a los socialdemócratas y explicar las ideas del partido. Quizá, teniendo en cuenta las anteriores advertencias de Lenin en contra de las organizaciones políticas no partidistas que servían de conducto para la influencia burguesa sobre el proletariado, los bolcheviques pretendieron diferenciar entre la necesidad del sóviet como «órgano ejecutivo de la acción proletaria específica» del presuntoso «intento por su parte de convertirse en el líder político de la clase obrera»[429]. Pero para cuando se produjo la llegada de Lenin, sin embargo, el sóviet había finalizado «la acción específica del proletariado» para la que había sido formado y mostraba pocas señales de retirarse del campo de la acción política.
La intervención de Lenin
Vista desde la perspectiva del debate sobre el sóviet entre los mencheviques y los bolcheviques de San Petersburgo, la intervención de Lenin puede parecer inestable, ambivalente y en último término incoherente. Esta apariencia, en mi opinión, es la responsable de la invención de la supuesta «revuelta contra el leninismo» de Lenin. Pero, por el contrario, al situar el sóviet dentro del contexto de la lógica estratégica de la lucha por la hegemonía, Lenin fue capaz de concebirlo como un aparato para el ejercicio de la hegemonía del proletariado y con ello cambiar los términos del debate. Una vez que se reconoce este cambio, la cuestión de la «revuelta en contra del leninismo» simplemente se desploma. Examinando bajo esta luz la relación entre el movimiento espontáneo de la clase obrera y el partido marxista, se puede establecer la verdadera evolución de su pensamiento.
Con cautela, Lenin avanzaba su interpretación de la situación en una extensa carta, «Nuestra tarea y el Sóviet de los Diputados Obreros», enviada al consejo editorial de la revista bolchevique Novaya Zhizn, pero que no llegó a ser publicada. Después de comenzar como comité de huelga, el sóviet había asumido espontáneamente la característica de un centro de política revolucionaria, capaz de unificar «a todas las fuerzas genuinamente revolucionarias» y servir de medio para un levantamiento contra el Estado. Por consiguiente, había que considerarlo como «el embrión de un gobierno revolucionario provisional». Pero visto desde esta perspectiva, la composición amplia y no partidista del sóviet no era una desventaja. Por el contrario, «hemos estado hablando todo el tiempo de la necesidad de una alianza militante de los socialdemócratas y de los revolucionarios burgueses demócratas. Hemos estado hablando de ello y los trabajadores [al sacar adelante el sóviet] también lo han hecho». La cuestión sobre si era el sóviet o el partido el que debería conducir la lucha política estaba mal concebida: tanto el partido como un sóviet reorganizado eran igualmente necesarios. Incluso considerando el sóviet como «un centro revolucionario que proporciona el liderazgo político, no era una organización demasiado amplia, sino por el contrario demasiado estrecha». Debe constituir un gobierno revolucionario provisional y debe «reclutar con este fin la participación de nuevos diputados, no solamente obreros, sino […] de los marineros y soldados, […] del campesinado revolucionario, […] y de la intelectualidad revolucionaria burguesa»[430].
Esta apreciación del sóviet iba acompañada de un llamamiento para la reorganización del partido en consonancia con las nuevas, aunque precarias, condiciones de libertad política. Aunque debía mantenerse el aparato clandestino, el partido debía abrirse a los obreros socialdemócratas. Su iniciativa e inventiva tenían que sumarse a la tarea de diseñar nuevas formas de organización, legales y semilegales, más amplias y menos rígidas que los viejos círculos, y más accesibles para los «típicos representantes de las masas». De acuerdo con esto, el partido debía adoptar prácticas democráticas, incluyendo la elección de delegados de base para el próximo congreso. Los trabajadores que se unieran al partido debían ser socialistas responsables o asequibles a la influencia socialdemócrata. «La clase obrera es instintiva y espontáneamente socialdemócrata, y más de diez años de trabajo realizado por los socialdemócratas ha producido un gran resultado para transformar su espontaneidad en conciencia». Los trabajadores, preferibles a los intelectuales a la hora de poner en práctica los principios, deben tomar en sus manos el tema de la unidad del partido[431].
En el análisis de Lenin, el sóviet figura no solamente como el organizador de la huelga general, sino también como una organización no partidista. Sin embargo, en los días en que realizaba esta afirmación, Lenin apoyaría la crítica bolchevique de las «organizaciones de clase no partidistas», al declarar «¡Abajo el apartidismo! El no partidismo ha sido siempre y en todas partes un arma y una consigna de la burguesía»[432]. Poco después declararía a los sóviets «no un parlamento obrero, un órgano de autogobierno del proletariado, ni un órgano de autogobierno en absoluto, sino una organización de lucha para alcanzar los objetivos finales»[433]. Había proclamado al sóviet tan necesario como el partido para proporcionar un liderazgo político al movimiento, y había señalado que el propio partido necesitaba revitalizarse mediante la influencia de los «representantes típicos de las masas». Sin embargo, al mismo tiempo advertía «que la necesidad de organización que los obreros sienten tan acuciantemente ahora», sin la intervención de los socialdemócratas, «encontrará su expresión en formas distorsionadas y peligrosas». Reconocía que allí donde el partido tendiera a la demagogia o se viera falto de un programa sólido, de conceptos tácticos y de experiencia organizativa, una llegada repentina de nuevos miembros, sin entrenamiento ni experiencia comprobada, podía ser una amenaza que provocara la disolución de la vanguardia consciente de la clase en las masas políticamente amorfas[434]. Aunque los obreros eran «instintiva y espontáneamente socialdemócratas», todavía era necesario contar con la «hostilidad contra la socialdemocracia entre las filas del proletariado», una hostilidad que a menudo tomaba la forma del apartidismo. La transformación en una clase del proletariado dependía del «crecimiento no sólo de su unidad, sino también de su conciencia política» y la transformación de «esta espontaneidad en conciencia» se seguía concibiendo en relación con la intervención de la vanguardia marxista en la lucha de clases espontánea[435].
Considerada en abstracto, fuera de la lógica de la lucha por la hegemonía, la respuesta de Lenin a los sóviets y al movimiento espontáneo de la clase obrera que los había originado, podría parecer que se desploma en una confusión de formulaciones conflictivas. Su discurso puede entonces ser divido entre los elementos que reflejan la realidad de la lucha de clases espontánea y los que marcan la resistencia del aparato bolchevique. Este procedimiento, que reduce el discurso de Lenin a un campo de batalla entre fuerzas políticas contendientes, está sistemáticamente desarrollado por el historiador menchevique Solomon Schwarz, pero también está implícito en la interpretación de Liebman de la «rebelión doctrinal» de Lenin. Sin embargo, una vez que se examina la posición de Lenin sobre los sóviets, en el contexto de la lucha por la hegemonía, se convierte en algo superfluo.
Los sóviets y la lucha por la hegemonía
La disposición «instintiva y espontánea hacia la socialdemocracia» que Lenin atribuye a la clase obrera tras el triunfo de la huelga general no consistía en la persecución de objetivos específicamente socialistas. En un ensayo en el que explicaba el predominio de la ideología y las instituciones no partidistas en el movimiento revolucionario, caracterizaba «la lucha de los obreros hacia el socialismo y su alianza con el partido socialista […] [incluso] en las primeras etapas del movimiento», como consecuencia de «la especial posición que ocupa el proletariado en la sociedad capitalista». Al mismo tiempo afirma no obstante que si se examinan las peticiones, exigencias e instrucciones que surgían de las fábricas, talleres, regimientos y distritos de toda Rusia, se encontraría un predominio de «reivindicaciones de derechos elementales» más que de «reivindicaciones específicas de clase»; «las reivindicaciones auténticamente socialistas son algo todavía por llegar […] incluso el proletariado está llevando a cabo una revolución dentro de los límites de un programa mínimo, no de un programa máximo»[436]. Si el movimiento de la clase obrera era espontáneamente socialdemócrata, no lo era en virtud de su conciencia sino de su práctica, no en virtud de lo que pensaba sino de lo que hacía y cómo lo hacía. Para poder entender cómo era posible esto, la práctica del movimiento obrero espontáneo debe situarse en relación con la lucha entre dos caminos posibles de la revolución democrático-burguesa, el camino de la burguesía y los terratenientes y el camino del proletariado y los campesinos.
En primer lugar, la huelga general convirtió en inviable la Duma propuesta, provocando el deterioro del compromiso que ésta suponía entre el zar y la burguesía. La lucha revolucionaria de los obreros escapó por ello espontáneamente de la hegemonía estratégica de la burguesía liberal, por medio de su espíritu de lucha, su tenacidad y sus métodos «plebeyos», aunque todavía no de manera consciente y por ello no de manera duradera. Después de «la primera gran victoria de la revolución urbana», le correspondía al proletariado «ampliar y profundizar las bases de la revolución extendiéndolas a las áreas rurales […]. La guerra revolucionaria se diferencia de otras guerras en que obtiene sus principales reservas del campo de los antiguos aliados de su enemigo, de antiguos partidarios del zarismo, o del pueblo que obedecía al zarismo ciegamente. El triunfo de la huelga política de toda Rusia tendrá una influencia mayor en la mente y en los corazones de los campesinos que las palabras confusas de cualquier ley o manifiesto»[437].
El movimiento espontáneo que llevó a la huelga general no solamente abrió la posibilidad de una decisiva transformación revolucionaria; también ilustró materialmente el ejercicio de la hegemonía por medio de la producción y/o imposición de faits accomplis, y de la hegemonía ideológica por medio de la generación y transmisión de conciencia, creencia y convicción. Presagiaba la hegemonía del proletariado como reorganizador del sistema de alianzas de las fuerzas políticas y sociales, no solamente desestabilizando las fuerzas del enemigo, sino también movilizando una incipiente coalición revolucionaria. La clase obrera era «espontáneamente socialdemócrata» en la medida en que su lucha espontánea era congruente con la orientación estratégica de la socialdemocracia rusa hacia la hegemonía del proletariado en la revolución democrático-burguesa.
Los sóviets surgidos en el curso de la huelga general, proporcionaban una forma institucional a través de la cual la alianza de los demócratas revolucionarios se podía realizar a escala de masas. Habida cuenta de que la independencia política del proletariado respecto a la burguesía liberal exigía su alianza con otros demócratas revolucionarios, especialmente con el campesinado, para poder realizar una meticulosa destrucción de las bases del zarismo, los sóviets constituían la forma por la cual «la marca de la independencia del proletariado» podía estamparse sobre el camino de la revolución. Aunque habían surgido del movimiento obrero, Lenin no los consideraba una organización exclusiva de los obreros. Realmente, lo que resultaba decisivo en su análisis era que, como modo de organización, los sóviets constituían una apertura a las masas de trabajadores y campesinos, intelectuales y pequeña burguesía, marineros y soldados, un terreno político donde podía tomar forma una coalición de demócratas revolucionarios. Como tal, y sólo como tal, representaban el embrión de un poder estatal democrático y revolucionario.
Esta valoración de los sóviets fue puntualmente formulada en una resolución bolchevique preparada para el Congreso de Unidad del POSDR de abril de 1906 y elaborada con más detalle en un escrito más amplio, «La victoria de los cadetes y las tareas del partido de los trabajadores», que se repartió entre los delegados del congreso. De acuerdo con esta resolución, los sóviets, que surgieron «espontáneamente en el curso de las masivas huelgas políticas, como organizaciones no partidistas, de las amplias masas de obreros», se transformaron necesariamente «al absorber a los elementos más revolucionarios de la pequeña burguesía […] en órganos de la lucha general revolucionaria»; el significado de formas de autoridad revolucionaria tan rudimentarias dependía por completo de la eficacia del movimiento en la insurrección[438]. Sin embargo, en el contexto de este movimiento, los «Sóviets de Obreros, Soldados, Ferroviarios y Campesinos» realmente eran nuevas formas de autoridad revolucionaria:
Estos organismos fueron creados exclusivamente por los segmentos revolucionarios del pueblo; formados al margen de leyes y regulaciones, de una manera totalmente revolucionaria, como producto del genuino genio del pueblo, como manifestación de la actividad independiente del pueblo, que […] se estaba librando de sus viejos grilletes policíacos. Finalmente, a pesar de su carácter rudimentario, espontáneo, amorfo y de características difusas, eran realmente órganos de autoridad tanto en su composición como en su actividad […]. En cuanto a su carácter político y social, eran los rudimentos de la dictadura de los elementos revolucionarios del pueblo[439].
Establecidas en lucha contra el ancien régime, la autoridad de los sóviets y organizaciones afines no se derivaba de la fuerza de las armas, ni del poder del dinero, ni de los hábitos de obediencia a las instituciones consolidadas, sino de «la confianza de las grandes masas» y del reclutamiento de «todas las masas» en la práctica de gobierno. La nueva autoridad no envolvió sus actuaciones en el secreto, el ritual o en la profesión de conocimiento y experiencia: «No escondía nada, no tenía secretos ni regulaciones ni formalismos […]. Era una autoridad abierta a todos […] surgida directamente de las masas, un instrumento directo e inmediato de las masas populares, de su voluntad». Habida cuenta de que las masas también incluían a aquellos que habían estado atemorizados por la represión, estaban degradadas por la ideología, los hábitos o los prejuicios, o simplemente tendían a una ignorante indiferencia, la autoridad revolucionaria de los sóviets no estaba ejercida por todo el pueblo, sino por «el pueblo revolucionario». Este último, sin embargo, explicaba pacientemente las razones de sus actos y «de buena gana reclutaba a todo el pueblo no sólo para “administrar” el Estado, sino también para dirigirlo, y especialmente para participar en la organización del mismo»[440]. La nueva autoridad no constituía tan sólo un Estado embrión, sino un embrión de anti-Estado. Esta implicación no se había hecho aún evidente, pero aparecía una cierta disolución de la oposición entre la sociedad y el aparato político, entre el pueblo y la organización del poder del Estado. Los sóviets proporcionaban una forma institucional en la que las luchas sociales, económicas y culturales de las masas, de obreros y campesinos, podían combinarse con la lucha revolucionaria por el poder político, amplificándose recíprocamente y reforzándose entre ellas.
¿Autogobierno o hegemonía revolucionaria?
Adecuadamente comprendida, la crítica de Lenin al «autogobierno revolucionario», al «congreso de trabajadores», y al principio del apartidismo, no sólo contradice su análisis de los sóviets en 1905-1906, sino que surge lógicamente de él. Invocar el tema del «autogobierno revolucionario» para caracterizar a los sóviets, era invocar la orientación política de aquellos, como los mencheviques, que le daban validez. Para Lenin, ellos simplemente yuxtaponían el ejercicio del «autogobierno revolucionario» con la cooperación en las ceremonias del gobierno zarista, sin una orientación estratégica sobre lo inevitable de la represión contrarrevolucionaria. Por ello, concebido al margen de la lógica de la lucha por la hegemonía, el «autogobierno» representaba una negación de la necesidad de organizar la insurrección revolucionaria o por lo menos un rechazo a tomar la iniciativa sobre ella. En este contexto no señala un llamamiento a favor de la dictadura del pueblo revolucionario, sino que la subordina a un experimento de pedagogía política. Este era el blanco de las críticas de Lenin.
Lo mismo sucede a fortiori con formulaciones tales como «parlamento del trabajo» y «congreso de los trabajadores», que cargaban con la desventaja adicional de identificar a los sóviets como organizaciones no partidistas de la clase obrera. Enmarcados de esa manera, los sóviets excluirían a las masas no proletarias y desvalorizarían el papel del partido socialdemócrata. La estructura no partidista de los sóviets era esencial para el análisis de Lenin, precisamente porque proporcionaba un terreno político en el que podía formarse una coalición del proletariado, la pequeña burguesía y las masas campesinas. El no partidismo indudablemente era un principio burgués, pero en la medida que el proceso revolucionario exigía una alianza de los obreros con los demócratas burgueses, dejaba de ser un inconveniente para ser un valor activo. Para poder mantener la independencia política de la clase obrera, el liderazgo del partido socialdemócrata resultaba esencial, y por paradójico que pueda parecer, este liderazgo se ejercía orquestando una alianza de clases alrededor de la organización de una insurrección revolucionaria y, en consecuencia, desvelando la confusión estratégica que representaba la idea de un «congreso de trabajadores».
Como se demostró con el surgimiento de los sóviets, la inclinación socialdemócrata espontánea de la lucha obrera era algo más que simple receptividad a las lecciones políticas del análisis de clase marxista. Los obreros no se habían limitado simplemente a poner en práctica los consejos proporcionados por la teoría marxista; se habían mostrado ellos mismos capaces de innovación política y al hacerlo habían generado una solución en la práctica a un problema clave en la teoría. Pero lo que habían realizado a la manera socialdemócrata, había sido producto de la espontaneidad, no de la conciencia. Fue Lenin quien, al situar sus innovaciones en el contexto de la lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía, proporcionó la teoría de su práctica. ¿Qué había hecho exactamente la clase obrera? No solamente había trastornado momentáneamente la hegemonía de la burguesía liberal y adquirido experiencia política; había levantado una nueva forma institucional a través de la cual las diversas fuerzas democráticas revolucionarias podían engranarse entre sí en una coalición de masas, la alianza de obreros y campesinos, y asumir el poder del Estado. Así quedaba demostrada su propia aptitud para ejercer la hegemonía en la revolución democrático-burguesa.
Este potencial hegemónico del sóviet como organización podía mantenerse solamente a través de una acción conforme a la lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía. Por ello necesitaba, por un lado, desarrollar una fuerza armada para hacer frente y derrotar a la violencia de la contrarrevolución y, por otro, desarrollar un análisis marxista para controlar las diversas coyunturas de la lucha política y contener el nacimiento de la confusión ideológica. El sóviet no podía convertir en superflua la intervención de la vanguardia marxista, pero ellos y formas similares de organización habían llegado a encarnar un aspecto de la lucha por la hegemonía del proletariado, que no era un requisito menor. Al desplazar las formas convencionales que daban a la política su forma y textura, los sóviets reorganizaron el espacio de la vida política; al abrir el proceso de toma de decisiones políticas al escrutinio de las masas populares, las animaron para que entraran en la política; al fusionar las quejas y exigencias sociales, económicas y culturales en su asalto al régimen autocrático, ampliaron palpablemente el abanico de la lucha política; al saltarse las formalidades que obstaculizaban el camino de la participación en la lucha, facilitaron la confluencia de las fuerzas populares con toda su contradictoria diversidad. De todas estas maneras, reestructuraron el terreno de la lucha política sobre ejes que permitían al partido marxista de vanguardia perseguir de forma más efectiva el proyecto político de la hegemonía del proletariado. Con esta transformación del terreno de lucha, la institución de los sóviets representaba una conexión entre la idea de la hegemonía del proletariado como proyecto de partido, y la inscripción material de la hegemonía del proletariado en el camino de la revolución democrático-burguesa. Al teorizar los sóviets en este contexto, Lenin podía reunir una concepción histórico materialista coherente de la hegemonía del proletariado.
Algunos años después, recurriría, sin hacer referencia explicita a los sóviets, a una metáfora espacial para definir la idea de la hegemonía del proletariado:
Aquel que confina la clase a un terreno cuyos límites, formas y contornos vienen determinados o permitidos por los liberales, no entiende las tareas de la clase. Las tareas de la clase solamente las entiende el que dirige su atención (conciencia, actividad práctica, etc.) a la necesidad de reconstruir este terreno, sus formas, contornos, para extenderlo más allá de los límites autorizados por los liberales. […]. La diferencia entre las dos formulaciones […] es que la primera excluye la idea de «hegemonía» de la clase obrera, mientras que la segunda de manera deliberada define la propia idea[441].
La lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía estaba basada en la lucha de clases sociales. Dictaba la preparación para el conflicto armado, la disposición para desplegar las artes de la insurrección. Involucraba una batalla de ideas, disputada con la ciencia del análisis marxista y el arte de la persuasión. Pero no podía desconectarse de la lucha sobre la verdadera forma, contorno y dimensión del campo de batalla. Esta lucha podía librarse de manera consciente de acuerdo con las artes organizativas, pero muy a menudo surgiría espontáneamente, producto de variaciones súbitas o desafíos a convenciones establecidas cuya relevancia se ve reforzada o transformada, de maneras nunca vistas, por el puro peso de la implicación del pueblo. Las convenciones que dictan las expectativas que cada uno de los actores políticos tiene sobre los demás, desplegadas en el medio material de la política, dan forma a un terreno para la acción que, pese a estar sujeto a cambios a manos de los mismos implicados, también ofrece varias posibilidades para la acción y ejerce un tipo de restricción estructural sobre los planes de los actores. Este terreno al que llegan los actores individuales, como los jugadores de béisbol que tienen que adaptarse a la idiosincrasia del estadio, no es exactamente el de la persuasión ni el de la coacción, sino más bien la fuerza de las circunstancias. Por ello el ejercicio de la hegemonía se haría patente no sólo como el consentimiento a la persuasión o el miedo a la coacción, sino también como la adaptación a las circunstancias. El movimiento espontáneo de la clase obrera había transformado mediante la creación de los sóviets las circunstancias de la acción política. Algunas restricciones se volvieron más relevantes y otras menos, algunas posibilidades más reales y otras menos, algunas amenazas más plausibles y otras menos, algunos argumentos más persuasivos y otros menos. Al reconstruir el terreno político, la creación de los sóviets permitía y/o exigía a los actores, no sólo a los propios obreros sino también a campesinos, soldados, marineros, empleados, intelectuales (y por supuesto a los terratenientes y a la burguesía), reorientarse en relación con la lucha política de la clase obrera por la hegemonía en la revolución democrático burguesa.
Teoría y práctica de la hegemonía
Aplicando la lógica político-estratégica de la lucha por la hegemonía al análisis de los movimientos revolucionarios espontáneos de campesinos y obreros, Lenin fue capaz de dotar al proyecto de la hegemonía del proletariado de una orientación más concreta. Antes de la revolución había descrito el ejercicio de la hegemonía con la analogía de una tribuna del pueblo, cuya función era articular todas y cada una de sus quejas contra el régimen; este papel universal se conserva, pero el surgimiento de un movimiento campesino revolucionario hacía necesario que la hegemonía tuviera la forma específica de una alianza entre la clase obrera y los campesinos. Anteriormente la hegemonía aparecía como una clase de influencia generalizada del proletariado, susceptible de ser confundida en la práctica con la mera difusión de la propaganda del partido; pero con el surgimiento de una forma institucional, el sóviet, capaz de establecer la alianza de obreros y campesinos y de ejercer de manera revolucionaria el poder del Estado, la hegemonía podía concebirse concretamente, de modo que integrase la acción de masas de la clase obrera.
La lógica político-estratégica que actuaba en el análisis político de Lenin pedía receptividad a las variaciones coyunturales de la lucha de clases. Esto otorgaba un carácter reflexivo a la instancia teórica, lo que permitió a Lenin que la experiencia práctica de los movimientos espontáneos se ocupara de un vacío de la teoría marxista. La idea de la propia actividad del proletariado, que formaba la esencia del concepto menchevique de hegemonía, se adaptaba en un sentido bien diferente. Conforme a los límites de cualquier situación se manifestaba de forma diferente, de acuerdo con la variación de las circunstancias de la lucha de clases. Sin embargo, cualquiera que fuera la forma que asumía, al no estar situada nunca la actividad propia de la clase obrera en relación a la lógica estratégica de la lucha por la hegemonía, lo que la caracterizaba era que prefiguraba el objetivo socialista, lo situaba en la intención. En este sentido no había distancia entre la teoría y la realidad, ningún vacío teórico, pero tampoco ninguna posibilidad de crecimiento teórico. La forma de actividad propia adecuada a una situación determinada se tendría que desarrollar espontáneamente en forma ad hoc. El llamamiento a la actividad propia del proletariado se ajustaría al terreno de lucha impuesto por la derrota de la revolución, y en vez de combatir los límites de este terreno, los mencheviques permitirían que el aparato ilegal del partido quedara en desuso y en mal estado. En el mapa estratégico de Lenin, los mencheviques siempre habían aparecido como la vía para la hegemonía de la burguesía liberal, pero esto, afirmaba, conducía al abandono del auténtico proyecto de hegemonía proletaria en la revolución democrático-burguesa. Los mencheviques abandonarían progresivamente el lenguaje de la hegemonía. Pero nunca habían mantenido, y por ello no podían abandonar, el concepto de hegemonía de la manera que Lenin lo había utilizado.
Desde el punto de vista de Lenin, el discurso menchevique de la hegemonía podía caracterizarse más exactamente, como otra simple forma de inserción subalterna dentro del despliegue de la hegemonía burguesa. Y desde esa óptica, el análisis que hacían los mencheviques de los sóviets como órganos de autogobierno de los trabajadores presenta una curiosa similitud con la discusión sobre hegemonía y contrahegemonía del «posmarxismo» contemporáneo[442]. De la misma manera que el autogobierno menchevique no significa una lucha para derrocar al poder autocrático del Estado, sino un fórum donde los trabajadores pueden educarse políticamente a sí mismos, un invernadero resguardado del poder del Estado, la contrahegemonía posmarxista no significa un proyecto de reconstrucción, sobre nuevos esquemas y bajo un nuevo liderazgo, del orden social burgués, sino una crítica de cualquier proyecto de hegemonía como una arrogante afirmación para descartar la diversidad innovadora del proceso de autodefinición individual y con ello «coser» el orden social. Ciertamente, la propia sustitución del término de Lenin (y de Gramsci) de «hegemonía proletaria» por el de «contrahegemonía», sugiere que la alternativa al gobierno de la burguesía no es en absoluto un orden social, sino un universo de individuos definidos autónomamente. La sardónica declaración de Marx en la «Crítica al programa de Gotha» de que la burguesía tenía buenas razones para atribuir un «poder creativo sobrenatural» al trabajo[443], sugiere de cualquier forma que, de la misma manera que uno no puede simplemente producirse a sí mismo, tampoco puede simplemente definirse a sí mismo. Uno siempre se encuentra a sí mismo en un contexto y por ello uno está definido siempre y en cada momento, incluso si los términos en los que uno es entendido y/o entiende son objeto de impuganación. En una sociedad de clases el material disponible para el arduo trabajo de transformar contextos y redefinir proyectos, aspiraciones e identidades políticos, viene proporcionado por el movimiento histórico de la lucha de clases y en este contexto las relaciones sociales, políticas e ideológicas del capital no representan un simple telón de fondo estático en el que trabajadores e intelectuales revolucionarios luchan por dar forma a un proyecto socialista: de la misma manera que en el transcurso de sus luchas los obreros producen innovaciones espontáneas, la clase dirigente innova a través de sus representantes políticos e ideológicos, en respuesta a las luchas de la clase obrera. El proceso de sacar adelante un proyecto socialista, de elaborar la autodefinición política del movimiento de la clase obrera, tiene inevitable y activamente presente al adversario. Hacer consideraciones sin tener esto presente es aceptar como dados los contornos del terreno político y por ello asumir, en los mismos términos de la propia lucha contrahegemónica, la posición de subalterno. Estrictamente hablando, supone convertir el liderazgo político en algo impensable.
El persistente rechazo de Lenin a equiparar la política con la pedagogía establece, por el contrario, un campo conceptual que abre al análisis los matices de la relación de liderazgo. Parte del liderazgo es la educación política de los liderados, pero solamente una parte; las masas y la vanguardia actúan de manera diferente dentro de la lucha de clases, potencialmente de forma complementaria, pero algunas veces de forma opuesta. El peso de los individuos organizados puestos en movimiento, de las masas, puede llevar a la aparición de fuerzas políticas, de posibilidades y de posiciones imprevistas. Pero una posición por la que se apuesta hoy, siempre puede ser invertida y transformada mañana, de acuerdo con el cálculo estratégico del adversario. Por ello la lucha por la hegemonía supone la habilidad para adaptarse a los cambios de las coyunturas de la lucha política, de combinar la apreciación de las fuerzas subyacentes que dan forma a la lógica de la lucha con la apertura a las maneras en que los diferentes actores, vanguardia y masas, adversarios y aliados, pueden innovar en la lucha. El liderazgo en la lucha de clases exige, pues, una vanguardia consciente que sea sensible a las luchas de las masas y dispuesta, cuando es necesario, a contraponer su análisis político al movimiento espontáneo. Se podría objetar que esta oposición entre dirigentes y dirigidos proporciona simplemente una racionalidad sofisticada para la dictadura de la minoría. Pero esta objeción sería convincente sólo si los conceptos y distinciones que forman la aproximación de Lenin al liderazgo no permitieran un análisis superior de la lógica de la lucha de clases. La cuestión de la verdad del análisis es, en este sentido, inevitable. Y si el análisis de Lenin arroja luz sobre la lógica y las dinámicas de los movimientos de masas, entonces la verdadera cuestión es la que planteaba Gramsci: «En la formación de los líderes hay una premisa fundamental, ¿la intención es que siempre deberá haber dirigentes y dirigidos, o el objetivo es crear las condiciones para que esta división deje de ser necesaria?»[444].