1. El Uno se divide en Dos

ALAIN BADIOU

Actualmente la oeuvre política de Lenin está totalmente dominada por la canónica oposición entre democracia y dictadura totalitaria. Pero en realidad este debate ya ha tenido lugar. Desde 1918 en adelante, los socialdemócratas «occidentales» encabezados por Kautsky han tratado de desacreditar, precisamente a través de la categoría de democracia, no solamente la Revolución bolchevique en su devenir histórico, sino también el pensamiento político de Lenin.

Nuestro interés se centra en la respuesta teórica de Lenin a ese ataque, contenido sobre todo en el panfleto que Kautsky publicó en Viena en 1918 con el título de «La dictadura del proletariado», y al que Lenin respondió en el famoso texto, «La revolución proletaria y el renegado Kautsky».

Kautsky, de manera natural para un partidario declarado del régimen político parlamentario y representativo, hacía hincapié casi exclusivamente sobre el derecho al voto. Lo que resulta interesante es que para Lenin la esencia misma de la desviación teórica de Kautsky se encuentra en esa manera de proceder. Esto no se debe en absoluto a que Lenin pensara que era un error apoyar el derecho al voto. No, Lenin considera que puede ser muy útil, incluso necesario, participar en las elecciones. Vehementemente lo repetiría en su texto sobre el izquierdismo en contra de quienes se oponían absolutamente a la participación en elecciones parlamentarias. La crítica de Lenin a Kautsky es mucho más sutil e interesante. Si Kautsky hubiera dicho: «estoy en contra de la decisión de los bolcheviques rusos de privar de derechos a los reaccionarios y explotadores», habría tomado posición sobre lo que Lenin llama «una cuestión esencialmente rusa, y no sobre la cuestión de la dictadura del proletariado en general». Podría y debería haber titulado su texto «Contra los bolcheviques»; las cosas hubieran quedado políticamente claras. Pero eso no es lo que Kautsky hace. Él quiere intervenir en la cuestión de la dictadura del proletariado en general y de la democracia en general. La esencia de su desviación es haberlo hecho sobre la base de una decisión local en Rusia. La esencia de la desviación está siempre en argumentar sobre la base de alguna circunstancia táctica para negar los principios; en tomar como punto de partida una contradicción secundaria para hacer una afirmación revisionista sobre la concepción principal de la política.

Examinemos más de cerca la manera de proceder de Lenin:

Al hablar del derecho al voto, Kautsky se reveló como un oponente de los bolcheviques, al que la teoría le importa un comino. La teoría, es decir, el razonamiento general (no específicamente nacional) de los fundamentos de clase de la democracia y de la dictadura, se debe ocupar no de cuestiones particulares, como el derecho al voto, sino de la cuestión general de si la democracia puede mantenerse para los ricos, para los explotadores en el periodo histórico del derrocamiento de los explotadores y la sustitución de su Estado por el Estado de los explotados[1].

De esta manera, la teoría es precisamente lo que integra en el pensamiento el momento de una cuestión. El momento de la cuestión de la democracia no viene definido de ninguna manera por una decisión táctica y localizada, como es la privación de derechos a los ricos y explotadores, una decisión unida a las particularidades de la Revolución rusa. Ese momento viene definido por el principio general de la victoria: nos encontramos, dice Lenin, en el momento de la revolución victoriosa, en el momento del colapso real de los explotadores. Ya ha pasado el momento de la Comuna de París, el momento del coraje y de la cruel derrota. Un teórico es alguien que considera una cuestión, por ejemplo la cuestión de la democracia, desde el interior de un momento determinado. Un renegado es alguien que no toma en cuenta el momento, alguien que utiliza una vicisitud particular como oportunidad para lo que es pura y simplemente su resentimiento político.

Aquí podemos ver claramente por qué Lenin es el pensador político que inaugura el siglo. Convierte la victoria, lo real de la política revolucionaria, en una condición interna de la teoría y de esta manera determina la mayor subjetividad política del siglo, por lo menos hasta su último cuarto.

El siglo XX, entre 1917 y finales de la década de los setenta, no es en absoluto un siglo de ideologías, de lo imaginario o de utopías, como dirían hoy los liberales. Su determinación subjetiva es leninista. Es la pasión de lo real, de lo que puede hacerse inmediatamente, aquí y ahora.

¿Qué nos dice el siglo de sí mismo? En cualquier caso, que no es un siglo de promesas sino de culminaciones. Un siglo del acto, de lo efectivo, del presente absoluto, no un siglo de anunciación y futuro. Después del milenio de intentos y fracasos, el siglo se vive como el de las victorias. Los actores del siglo XX relegan el culto de lo sublime y los vanos intentos, y por lo tanto el sometimiento ideológico al infeliz romanticismo del siglo XIX. Nos dice: las derrotas han acabado, ¡ahora es el tiempo de las victorias! Esta subjetividad victoriosa sobrevive a todos los aparentes fracasos, no es empírica sino constitutiva. La victoria es la razón trascendental que organiza incluso la derrota. «Revolución» es uno de sus nombres. La Revolución de Octubre de 1917, después las revoluciones en China y Cuba y las victorias de argelinos y vietnamitas en sus luchas de liberación nacional, todas ellas sirven de prueba empírica de esa razón y derrotan a las derrotas; compensan las masacres de junio de 1848 o de la Comuna de París.

Para Lenin, el instrumento de la victoria es la lucidez teórica y práctica a la vista de una confrontación decisiva, una guerra final, total. El hecho de que esta guerra será total significa que la victoria es una auténtica victoria. Por ello, es el siglo de la guerra. Pero decir esto entreteje varias ideas que giran alrededor de la cuestión del Dos o de la división antagonista. El siglo dice que su ley es la del Dos, la del antagonismo, y en este sentido el final de la Guerra Fría (imperialismo estadounidense contra bloque socialista) es la última representación total del Dos y también el final del siglo. Sin embargo, el Dos debe ser declinado de acuerdo con tres acepciones:

1. Hay un antagonismo central, dos subjetividades organizadas a escala planetaria que se encuentran en una lucha mortal. El siglo es el escenario de ese antagonismo.

2. Hay un antagonismo no menos violento entre dos maneras diferentes de considerar y pensar ese antagonismo. Es la esencia de la confrontación entre comunismo y fascismo. Para los comunistas la confrontación planetaria es, en última instancia, la confrontación entre las clases. Para los radicales fascistas, la confrontación es entre naciones y razas. Aquí hay un entrelazamiento de una tesis antagonista y de tesis antagónicas sobre el antagonismo. Esta segunda división es esencial, quizá incluso más que la primera. De hecho, había más antifascistas que comunistas, y la Segunda Guerra Mundial se produjo sobre esta oposición derivada y no sobre una concepción unificada del antagonismo, que con la excepción de la periferia (las guerras de Corea y Vietnam) solamente ha conducido a la guerra «fría».

3. El siglo invoca, como el siglo de la producción a través de la guerra, una unidad definitiva. El antagonismo será superado por la victoria de uno de los bloques sobre el otro. También se puede decir en este sentido que el siglo del Dos está animado por el deseo radical del Uno. Lo que da nombre a la articulación del antagonismo y a la violencia del Uno es la victoria como marca de lo real.

Quiero destacar que esto no es un esquema dialéctico. No hay nada que nos permita prever una síntesis, una superación interna de la contradicción; por el contrario, todo señala hacia la aniquilación de uno de los dos términos. El siglo es una figura de yuxtaposición no dialéctica del Dos y del Uno. De lo que se trata aquí es de saber qué balance del pensamiento dialéctico obtiene el siglo. ¿Cuál es el elemento conductor del desenlace victorioso, el propio antagonismo o el deseo del Uno? Esta es una de las mayores cuestiones filosóficas del leninismo, y gira en torno a lo que entendemos, dentro del pensamiento dialéctico, por la «unidad de los contrarios». Esta es la cuestión que más han desarrollado Mao y los comunistas chinos.

En China, alrededor de 1965, empezó lo que la prensa del país, que siempre se ha mostrado ingeniosa en poner nombre a los conflictos, denomino «una gran lucha de clases en el campo de la filosofía». Esta lucha opone a aquellos que piensan que la esencia de la dialéctica es la génesis del antagonismo y que la fórmula justa es «Uno se divide en dos», y aquellos que consideran que la esencia de la dialéctica es la síntesis de los conceptos contradictorios y que por ello la fórmula correcta es «Dos se unen en uno». Este escolasticismo aparente esconde una verdad esencial, porque trata de la identificación de la subjetividad revolucionaria, de su deseo constituyente. ¿Es el deseo de dividir, de emprender la guerra; o es el deseo de fusión, de unidad, de paz? En China en aquél momento se decía que estaban a la izquierda los que apoyaban la máxima del «Uno se divide en dos», mientras que a los que apoyaban «Dos se unen en uno» se les calificaba de «derechistas». ¿Por qué?

Si la máxima de la síntesis (dos se unen en uno) tomada como fórmula subjetiva, como el deseo del Uno, es derechista, se debe a que a los ojos de los revolucionarios chinos es completamente prematura. El sujeto de esta máxima no ha llegado a través del Dos hasta el final; todavía no conoce la victoria completa en la lucha de clases. De ahí se deduce que el Uno, de quien se alimenta su deseo, no es siquiera pensable, es decir, que bajo la cobertura de la síntesis se hace un llamamiento al antiguo Uno. Por ello esta interpretación de la dialéctica es restauracionista. No ser un conservador, sino ser un activista revolucionario en nuestros días, significa obligatoriamente desear la división. La cuestión de lo nuevo se convierte inmediatamente en la cuestión de la división creativa dentro de la singularidad de la situación.

En China, la Revolución cultural, especialmente durante los años 1966 y 1967, opone con una furia y confusión inimaginables a los defensores de cada versión del proyecto dialéctico. En realidad, están aquellos que como Mao, en ese momento prácticamente en minoría dentro de la dirección del partido, pensaban que el Estado socialista no debía significar el correcto y de alguna manera policiaco final de la política de masas, sino que por el contrario debía ser un estímulo que diera rienda suelta a esas masas bajo el lema de avanzar hacia el comunismo real. En el otro lado, estaban los que como Liu Shaoqi, y por encima de todos Deng Xiaoping, pensaban que el aspecto más importante era la gestión económica y que la movilización de las masas era más perniciosa que necesaria. Los jóvenes estudiantes eran la punta de lanza de la línea maoísta. Los cuadros del partido y un gran número de intelectuales se oponían a ellos más o menos abiertamente. Los campesinos permanecían a la expectativa. Los obreros, la fuerza decisiva, se encontraban divididos en organizaciones rivales, de modo que al final, a partir de 1967-1968, el Estado, que se encuentra en riesgo de ser desgarrado en el huracán político, debe dejar que sea el ejército el que intervenga. Comienza entonces un largo periodo de confrontaciones extremadamente violentas y complejas en la dirección del partido, que no excluye algunos estallidos populares; esta situación se mantiene hasta la muerte de Mao en 1976, a la que rápidamente sucede un golpe de Estado termidoriano que lleva a Deng de vuelta al poder.

Semejante agitación política es tan novedosa en sus apuestas, y al mismo tiempo tan oscura, que todavía no se han podido sacar muchas de las lecciones que indudablemente lleva consigo para el futuro de cualquier política de emancipación, a pesar de que proporcionara una inspiración decisiva al maoísmo francés entre 1967 y 1975, que fue de hecho la única tendencia política innovadora en Francia después de mayo de 1968. En cualquier caso, está claro que la Revolución cultural marca el cierre de una secuencia política completa en la que el objeto central era el partido y el mayor concepto político era el concepto de proletariado. Señala el final del leninismo formal, que en realidad era creación de Stalin. Aunque puede ser que también fuera lo más fiel al verdadero leninismo.

Dicho sea de paso, actualmente hay una moda entre los que están deseando entregarse con renovado servilismo al imperialismo y al capitalismo, de llamar a este episodio sin precedentes una lucha por el poder bestial y sangrienta, en la que Mao, encontrándose en minoría dentro del Politburó, intentó por medios aceptables o corruptos recobrar una posición predominante. A esta gente les contestaremos, en primer lugar, que llamar a este tipo de episodio político una lucha por el poder es afirmar de manera ridícula lo que es obvio: los militantes que tomaron parte en la Revolución cultural citaban a Lenin constantemente cuando decía (quizá no su mejor logro, aunque eso sea otra cuestión) que en el fondo «el único problema es el problema del poder». La amenazada posición de Mao estaba explícitamente en juego y el propio Mao lo había reconocido así. Los «descubrimientos» de nuestros sinólogos eran simplemente temas inmanentes y explícitos en la cuasiguerra civil que tuvo lugar en China entre 1965 y 1976, una guerra en la que la verdadera secuencia revolucionaria (marcada por el surgimiento de una nueva forma de pensamiento político) fue solamente el segmento inicial (entre 1965 y 1968). Por otra parte, ¿desde cuando nuestros filósofos de la política han considerado un hecho terrible que un líder político amenazado trate de recobrar su influencia? ¿No es eso lo que, día tras día, explican como la exquisita esencia democrática de la política parlamentaria? Podríamos añadir que el significado y la importancia de una lucha por el poder se juzga por lo que está en juego, especialmente cuando los medios de esa lucha son los clásicos medios revolucionarios, recordando que Mao decía que la revolución no es «una cena de gala». Implicaba una movilización sin precedentes de millones de jóvenes y obreros, una libertad de expresión y de movimiento nunca vista, gigantescas manifestaciones, reuniones políticas en los centros de trabajo o de estudio, discusiones simplistas y brutales, denuncias públicas y una frecuente y anárquica utilización de la violencia, incluyendo la violencia armada. ¿Y quién puede decir hoy que Deng Xiaoping, a quien los activistas de la Revolución cultural llamaban «el segundo de los altos dirigentes que a pesar de ser miembros del partido siguen la senda capitalista», no siguió una línea de desarrollo y construcción social completamente opuesta a la de Mao, que era colectivista e innovadora? ¿No quedó claro que, tras de la muerte de Mao, cuando alcanzó el poder mediante un golpe en la dirección del partido, se dedicó a impulsar en China, durante la década de los años ochenta y hasta su muerte, una forma de neocapitalismo del tipo más salvaje, completamente corrupto y totalmente ilegítimo, que sin embargo preservaba la tiranía del partido? Realmente se estaba produciendo lo que los chinos en su conciso lenguaje llamaban «una lucha entre dos clases, dos caminos y dos líneas», que se manifestaba en cada cuestión y especialmente en las más importantes (la relación entre ciudad y campo, entre trabajo intelectual y manual, entre partido y masas, etcétera).

Pero ¿qué decir de la violencia, que a menudo fue extrema? ¿Qué decir de los cientos o miles de personas que murieron? ¿Qué decir de las persecuciones, especialmente contra los intelectuales? Sobre eso, lo que podemos decir es lo mismo que se puede decir de todos los episodios de violencia que dejan huella en la historia, incluyendo cualquier intento serio actual de construir una política de la libertad: no se puede esperar que la política sea blanda de corazón, progresista y pacífica si lo que pretende es la subversión radical del orden eterno; ese orden que somete la sociedad al dominio de la riqueza y de los ricos, del poder y los poderosos, de la ciencia y los científicos, del capital y sus servidores. Ya existe una gran y rigurosa violencia de pensamiento cuando uno deja de tolerar la idea de que lo que la gente piense no vale nada, de que la inteligencia colectiva de los obreros no vale nada, de que realmente cualquier pensamiento que no se muestre conforme con el orden en el que está perpetuada la obscena regla del beneficio, no vale nada. Cuando se lleva a la práctica el tema de la emancipación total, en el presente, en el entusiasmo del presente absoluto, tal implementación está siempre situada más allá del bien y del mal, porque en medio de la acción el único bien que se conoce es el que lleva el preciado nombre por el cual el orden establecido nombra su propia persistencia. La violencia extrema es por ello el correlativo recíproco del entusiasmo extremo, ya que lo que realmente está en juego es, hablando como Nietzsche, la transvaloración de todos los valores. La pasión leninista por lo real, que también es una pasión por el pensamiento, no conoce ninguna moral. La moral, como Nietzsche sabía, sólo tiene el estatus de una genealogía. Consecuentemente, para un leninista el umbral de tolerancia es extremadamente alto en relación a lo que, en nuestro pacífico y viejo mundo actual, es para nosotros lo peor.

A esto se debe claramente el que alguna gente hable hoy día de la barbarie del siglo. Pero es completamente injusto aislar de lo real esta dimensión de la pasión. Incluso si se trata de la persecución de los intelectuales, desastrosa como espectáculo y por sus efectos, es importante recordar que lo que la hace posible es el hecho de que no son los privilegios del conocimiento los que dictan el acceso político a lo real. Tal fue el caso de la Revolución francesa, cuando Fouquier-Tinville condenó a muerte a Lavoisier, el fundador de la química moderna, diciendo «la República no necesita eruditos». Fue una declaración bárbara, completamente extremista e irracional, pero hay que saber leerla más allá de sí misma, bajo su forma axiomática y abreviada: «La República no necesita». La captura política de un fragmento de lo real no se deriva de la necesidad, del interés o de su correlativo; tampoco del conocimiento privilegiado, sino de la incidencia (y sólo de ella) de un pensamiento que pueda ser colectivizado. En otras palabras, la política, cuando existe, encuentra su propio principio concerniente a lo real, y no necesita otra cosa que a sí misma.

¿Se tomaría hoy día por bárbaro cualquier intento de someter el pensamiento a la prueba de lo real, sea o no sea político? La pasión por lo real, fuertemente enfriada, da lugar temporalmente a una aceptación de la realidad, una aceptación que algunas veces puede tener una forma alegre y algunas veces triste.

Ciertamente la pasión por lo real está siempre acompañada por una proliferación de la semblanza. Para un revolucionario el mundo es un lugar viejo, lleno de corrupción y traiciones. Constantemente hay que estar volviendo a empezar de nuevo con la purificación, con revelar lo real bajo sus velos.

Hay que subrayar que purificar lo real significa extraerlo de la realidad que lo envuelve y lo oscurece. De ahí la violenta predilección por la superficie y por la transparencia. El siglo intenta reaccionar contra la profundidad. Postula una intensa crítica de lo fundamental y de lo que se encuentra más allá; promueve lo inmediato y la superficie sensitiva. Propone, siguiendo a Nietzsche, librarse de los «mundos detrás del mundo» y establecer que lo real es idéntico a la apariencia. El pensamiento, precisamente porque lo que le anima no es la idea sino lo real, tiene que entender la apariencia como apariencia, o lo real como puro evento de su apariencia. Para poder llegar a este punto es necesario destruir toda profundidad, toda presunción de sustancia, toda aseveración de realidad. La realidad forma un obstáculo para el descubrimiento de lo real como superficie pura. Hay una lucha contra la semblanza. Pero como la semblanza de la realidad se adhiere a lo real, la destrucción de la semblanza identifica la destrucción pura y simple. Al final de su purificación, lo real como ausencia de realidad es la nada. Esta vía emprendida en muchas ocasiones en el siglo por la política, el arte o la ciencia, recibirá el nombre de la vía del terrorismo nihilista. Como su animación subjetiva es la pasión por lo real, no es una aceptación de la nada sino una creación, y parece apropiado reconocer en ella un nihilismo activo.

¿Dónde nos encontramos hoy en día? La figura del nihilismo activo se considera completamente obsoleta. Toda actividad razonable está limitada, restringida, bordeada por las gravitaciones de la realidad. Lo mejor que puede hacer uno es evitar el mal, y para ello el camino más corto es evitar cualquier contacto con lo real. Finalmente uno encuentra de nuevo la nada, la nada de lo real, y en ese sentido uno se encuentra siempre dentro del nihilismo. Pero como uno ha suprimido el elemento terrorista, el deseo de purificar lo real, el nihilismo se encuentra desactivado. Se ha convertido en un nihilismo pasivo, reactivo, un nihilismo hostil a cualquier acción y a cualquier pensamiento.

El otro camino que ha esbozado el siglo, lo llamaría el camino sustractivo, el que intenta mantener la pasión por lo real sin dar paso al encanto paroxístico del terror; significa exponer como la verdadera cuestión no la destrucción de la realidad, sino una diferencia mínima. Consiste no en aniquilar la realidad en su superficie, sino en purificarla sustrayéndola de su unidad aparente para poder detectar la pequeñísima diferencia, el término efímero que la constituye. Lo que sucede apenas difiere del lugar donde sucede. En este «apenas» es donde se encuentra todo el gesto, en esta excepción inmanente.

En ambos caminos, la cuestión clave es la de lo nuevo. ¿Qué es lo nuevo? Esta es la obsesión del siglo. Desde sus inicios, se ha presentado a sí mismo como una figura de advenimiento, de comienzo, y por encima de todo del advenimiento o del comienzo del hombre, del hombre nuevo.

Esta frase, que quizá sea más estalinista que leninista, se pude entender de dos maneras. Para una multitud de pensadores, especialmente en el campo del pensamiento fascista (incluyendo a Heidegger), el hombre nuevo es en parte una restitución del hombre viejo, que fue obliterado y corrompido. La purificación es, en realidad, un proceso más o menos violento de regreso a un origen que ha desaparecido. Lo nuevo es una reproducción de lo auténtico. En última instancia, la tarea del siglo es la restitución por medio de la destrucción, esto es, la restitución de los orígenes por medio de la destrucción de lo no auténtico.

Para otro grupo de pensadores, especialmente en el campo del comunismo marxista, el hombre nuevo es una creación real, algo que todavía no ha llegado a existir porque surge de la destrucción de antagonismos históricos. Está más allá de la clase, más allá del Estado.

El hombre nuevo es o bien restaurado o bien producido.

En el primer caso, la definición del hombre nuevo está enraizada en totalizaciones míticas, tales como la raza, la nación, la sangre y la tierra. El hombre nuevo es una colección de características (nórdico, ario, guerrero y así sucesivamente).

En el segundo caso, por el contrario, el hombre nuevo resiste todas las categorizaciones y caracterizaciones. Especialmente se resiste a la familia, a la propiedad privada y al Estado-nación. Esta es la tesis de Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Marx también hizo hincapié en que la singularidad universal del proletariado era resistir la categorización, no tener características, y especialmente, en el sentido estricto, no tener nacionalidad particular. Esta concepción negativa y universal del hombre nuevo, que rechaza toda categorización, se mantiene durante todo el siglo. Es importante señalar la hostilidad hacia la familia como un núcleo egoísta fundamental de la búsqueda de las raíces, tradición y orígenes. El mensaje de Gide «¡Familias, os odio a todas!», participa en la vindicación de esta clase de hombre nuevo.

Resulta llamativo ver que a finales del siglo la idea de la familia ha recuperado su estatus consensual y casi tabú. En la actualidad los jóvenes adoran a sus familias y parecen no querer abandonar el nido. El Partido Verde alemán, que se considera un partido de la oposición (algo relativo si hablamos de gobernar), vislumbra un día en el que podrá denominarse el «partido de la familia». Incluso los homosexuales, que durante este siglo, como podemos ver con Gide, eran una fuerza opositora, están pidiendo su integración en la familia, en el patrimonio nacional y reclaman su derecho a la ciudadanía. Esto nos dice algo sobre dónde nos encontramos en la actualidad. Hablando en términos progresistas, en el presente real del siglo XX, el hombre nuevo era, en primer lugar, el que podía escapar de la familia, de las correas de la propiedad privada y del despotismo del Estado. Era el que quería una subversión militante y una victoria política en el sentido leninista. Hoy día parece que la «modernización», como dirían nuestros maestros, consiste en ser un pequeño buen padre, una pequeña buena madre, un pequeño buen hijo, ser un ejecutivo eficiente, ganar todo lo que uno pueda y desempeñar el papel de ciudadano responsable. La consigna ahora es «Haz dinero, protege a la familia, gana votos».

El siglo deriva en un cierre alrededor de tres temas: la innovación subjetiva imposible, el confort y la repetición. En otras palabras, la obsesión. El siglo finaliza en una obsesión por la seguridad, acaba con una máxima que es realmente abyecta: realmente no está tan mal estar donde estás…, hay y ha habido peores rumbos. Y esta obsesión va completamente en contra de un siglo que, como entendieron tanto Freud como Lenin, había nacido bajo el signo de la histeria devastadora, de su activismo y de su intransigente militarismo.

Nos encontramos aquí, retomando la obra de Lenin, a fin de reactivar siguiendo criterios políticos la propia cuestión de la teoría. Lo hacemos contra la sombría obsesión predominante. ¿Cuál es vuestra crítica del mundo existente? ¿Qué puedes proponer como nuevo? ¿Qué puedes imaginar y crear? Y finalmente, hablando en términos de Sylvain Lazarus, ¿qué piensas?, ¿qué es la política como pensamiento?