2. ¿Leninismo en el siglo XXI?
Lenin, Weber y la política de la responsabilidad
ALEX CALLINICOS
«Incesantemente, el hombre que piensa honra al camarada Lenin», escribió Bertolt Brecht en la década de los treinta. En la actualidad, tanto el hombre como la mujer que piensan se encuentran bastante lejos de semejante tarea. Demonizado y despreciado, Lenin permanece firmemente más allá de lo políticamente aceptable tanto entre los círculos liberales de la izquierda bien pensant, como en los de la derecha.
La historiografía de moda reproduce fielmente esa postura. El retrato de Lenin que hace Orlando Figes, en su execrable proclama antibolchevique A People’s Tragedy, presentándole como un matón aristocrático y machista es evidentemente absurdo y está plagado de inexactitudes[2]. La reciente biografía de Robert Service proporciona una reconstrucción mucho más convincente del entorno familiar de Lenin, donde hace hincapié en la reciente y precaria entrada en la burguesía de los Ulianov, para luego caer en el camino de la denuncia rutinaria, carente de cualquier revelación significativa procedente de los archivos.
La interpretación que hace Service de un comentario del líder menchevique Fedor Dan sobre Lenin en sus años de exilio es reveladora de su método general. «No hay otra persona que esté tan preocupada 24 horas al día por la revolución, que no tenga otros pensamientos que los de la revolución y que, incluso cuando duerme, sueñe con ella». La lectura evidente de este comentario es que adscribe a Lenin una determinación poco corriente, una cualidad del carácter que, como otros lugares comunes que recoge, supone tanto fuerza como debilidad. Pero Service glosa la nota de Dan como muestra de la creencia de Lenin de que «solamente sus ideas podían realmente hacer avanzar la causa revolucionaria». En la página siguiente esta glosa ya se ha convertido en «megalomanía»[3]; y cuando el autor llega a la Guerra Civil ya ha perdido cualquier mesura. La ejecución de Nicolás II y su familia en julio de 1918 se atribuye a la «rabia», «sed de venganza» y odio de Lenin hacia los Romanov, sin ninguna consideración del origen o clase de razonamientos que, de manera equivocada o no, pudieran haber motivado la decisión bolchevique de fusilar a la familia imperial[4].
Es bastante fácil descartar semejantes casos de chapuzas intelectuales como ejemplos del impacto negativo sobre la investigación histórica del triunfalismo capitalista posterior a 1989. Pero, dejando de lado esta clase de material, sigue habiendo una cuestión mucho más seria a la que responder: ¿tiene Lenin algo que decir a la izquierda en el siglo XXI? Esta pregunta se plantea en una coyuntura política muy importante, cuando está creciendo la resistencia al capitalismo global, como muestra la sucesión de manifestaciones de Seattle, Washington, Millau, Melbourne, Praga, Seúl, Niza y Davos. Algunas de las corrientes más fuertes en la nueva izquierda que surgen en estas protestas están explícitamente comprometidas con formas de organización muy descentralizadas, que en gran medida parecen ser la antítesis de la concepción leninista del partido de vanguardia. Incluso los anarquistas algunas veces buscan excluir de las coaliciones anticapitalistas a cualquiera que defienda esta idea, calificándolos de autoritarios[5].
Entonces, ¿tiene algo que decir hoy en día Lenin a la nueva izquierda anticapitalista? Tenemos una gran deuda con Slavoj Žižek por responder a esta pregunta con un contundente «¡sí!». Utilizando el capital cultural, que sus brillantes ensayos han acumulado en la pasada década, para pedir un regreso a Lenin, Žižek ha contribuido a abrir un espacio en la izquierda donde se puede reanudar un debate serio sobre Lenin. Al analizar críticamente la forma precisa en que Žižek ha realizado este llamamiento, estoy actuando (o espero hacerlo) dentro del espíritu de solidaridad que debería inspirar el trabajo de los intelectuales anticapitalistas, cuando se implican en discusiones estratégicas necesarias para enfrentarse al enemigo común.
Como deja claro este pasaje de presentación de esta conferencia, para Žižek el leninismo marca una división dentro de la izquierda anticapitalista:
La concepción política de Lenin es el auténtico contrapunto, no sólo del oportunismo pragmático de centroizquierda, sino también a la actitud izquierdista […] marginalista, de lo que Lacan llamaba «el narcisismo de la causa perdida» [le narcissme de la chose perdue]. Lo que tienen en común un verdadero leninista y un político conservador es el hecho de que ambos rechazan lo que podríamos llamar la irresponsabilidad izquierdista liberal, es decir, el abogar por grandes proyectos de solidaridad, libertad, etc., escabulléndose cuando el precio a pagar pasa por medidas políticas concretas, a menudo «crueles». Al igual que un auténtico conservador, un verdadero leninista no teme pasar a la acción, responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político. Kipling (a quien Bertolt Brecht admiraba mucho), despreciaba a los liberales británicos que defendían la justicia y la libertad mientras, calladamente, se apoyaban en los conservadores para que les hicieran el necesario trabajo sucio. Lo mismo se puede decir de la relación de los izquierdistas liberales (o «socialistas democráticos») con los comunistas leninistas: los izquierdistas liberales rechazan el compromiso socialdemócrata; quieren una auténtica revolución pero eluden el precio real que hay que pagar por ella; prefieren recurrir al alma bella y conservar las manos limpias. En contra de esta falsa posición del izquierdismo liberal (de aquellos que quieren una verdadera democracia para el pueblo, pero sin una policía secreta que luche contra la contrarrevolución, y sin que se vean amenazados sus privilegios académicos), […] un leninista, como un conservador, es auténtico en el sentido de que asume por completo las consecuencias de sus decisiones. Es plenamente consciente de lo que significa tomar el poder y ejercerlo. Ahí reside la grandeza de Lenin después de que los bolcheviques tomaran el poder: en neto contraste con el fervor histérico revolucionario, atrapado en un círculo vicioso de aquellos que prefieren permanecer en la oposición y (pública o privadamente) rehúyen la responsabilidad de hacerse cargo de las cosas, de culminar el cambio desde la actividad subversiva a la responsabilidad por el desarrollo sin impedimentos del edificio social, Lenin abrazó heroicamente la pesada carga de hacer funcionar el Estado, de hacer todos los compromisos necesarios, pero también de tomar las desagradables medidas necesarias para que el poder bolchevique no se derrumbara […][6].
Žižek identifica aquí el leninismo con lo que podríamos llamar la política de la responsabilidad, diferenciando ésta del «izquierdismo liberal», expresión que utiliza para referirse no a los defensores de la Tercera Vía de Blair, Clinton y sus cómplices posmodernos, sino, por el contrario, a aquellos que se oponen genuinamente al capitalismo global, pero se escabullen de las duras consecuencias de aplicar sus principios. Al menos tácitamente, el «izquierdismo liberal» así entendido alcanza a la tradición trotskista: ¿no nos lleva a reconocer a Trotsky y a aquellos influenciados por él entre los que caen víctimas del «fervor histérico revolucionario atrapado en un círculo vicioso, aquellos que prefieren permanecer en la oposición y (pública o privadamente) rehúyen la responsabilidad de hacerse cargo de las cosas, de culminar el cambio desde la actividad subversiva a la responsabilidad por el desarrollo sin impedimentos del edificio social»?
Por el contrario, «igual que un auténtico conservador, un verdadero leninista no teme pasar a la acción, responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político». Esta oposición entre el «izquierdismo liberal» ansioso por salvar la Belleza del Alma y el «verdadero leninista» que duramente acepta la responsabilidad por las consecuencias, recuerda nada menos que las conocidas páginas finales de la conferencia de Max Weber, «La política como vocación». En ella, distingue entre dos maneras fundamentales por las cuales la ética y la política pueden conectarse:
La actividad éticamente orientada puede seguir dos máximas fundamentalmente diferentes e irreconciliablemente opuestas: la «ética de la convicción de principios» [Gesinnung] o la «ética de la responsabilidad». No se trata en absoluto de que la ética de la convicción equivalga a la irresponsabilidad, ni de que la ética de la responsabilidad signifique la ausencia de convicciones. Pero hay una profunda oposición entre actuar siguiendo la máxima de la ética de la convicción (hablando en términos religiosos, «el cristiano hace lo que está bien y deja el resultado en manos de Dios») y actuar bajo la máxima de la ética de la responsabilidad, que significa que uno debe responder de las (previsibles) consecuencias de sus acciones[7].
Pronunciada en enero de 1919, en el periodo que siguió a la Revolución alemana de noviembre de 1918, en los días del fracaso del levantamiento izquierdista en Berlín en el que mueren Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, la conferencia que constituye «La política como vocación» está lejos de ser la pieza de erudición carente de interés que supuestamente es. Como ha señalado Perry Anderson, el texto rebosa retórica contrarrevolucionaria y nacionalista[8]. Para Weber, el principal ejemplo de ética de la convicción es la izquierda revolucionaria: válida cuando se experimenta auténticamente —lo que para Weber no sucede en «nueve de cada diez casos», donde «me encuentro con charlatanes, gente que está intoxicada por sensaciones románticas pero que no sienten verdaderamente las responsabilidades que están asumiendo»—, la ética de la convicción implica una renuncia a este mundo y al triunfo en la práctica. Cualquier intento práctico de hacer realidad los principios absolutos debe fracasar inevitablemente, ya que requiere el recurso a la violencia inherente a toda política y por ello una lucha con «los poderes diabólicos que acechan en toda violencia». No sólo los actos políticos contraen compromisos morales, sino que el propio movimiento revolucionario se convierte en vehículo de intereses materiales, que inevitablemente utilizaran sus promesas para legitimarse a sí mismos, «porque la interpretación materialista de la historia no es un taxi al que uno se puede subir a voluntad ¡y no hace excepciones con los portadores de revoluciones!»[9].
El ánimo político que se encuentra detrás de la oposición que hace Weber entre las éticas de la convicción y de la responsabilidad se expresa de la mejor manera en esta carta a Robert Michels, escrita cuando este último todavía era un sindicalista marxista:
Hay dos posibilidades. O bien (1), «mi reino no es de este mundo» (Tolstoy, o un sindicalismo cuidadosamente elaborado) […]. O bien (2), la afirmación cultural (es decir, objetiva, una cultura expresada en «logros» técnicos, etc.) como adaptación a la condición sociológica de toda «tecnología», ya sea económica, política o de cualquier otra clase […]. En el caso 2, cualquier discurso sobre «revolución» es una farsa, cualquier pensamiento de abolir la «dominación del hombre por el hombre» por medio de cualquier clase de sistema social «socialista», o de la forma más elaborada de «democracia» es una utopía […]. Quien desee vivir como un «hombre moderno», incluso en el sentido de disponer de su periódico diario, de sus trenes y tranvías, renuncia a todos esos ideales que vagamente apelan a uno tan pronto como abandona la base del revolucionarismo por sí mismo, sin ningún «objetivo», sin ningún «objetivo» que pueda ser pensable[10].
La ética de la responsabilidad implica por ello la aceptación de las realidades objetivas del mundo moderno, realidades que convierten tanto la democracia como el socialismo en meras utopías. El practicante de esta ética renuncia a la revolución y estoicamente acepta el necesario carácter de compromiso de toda acción política, que surge de su enredo en el nexo impredecible de causa y efecto y de su dependencia de «fines moralmente sospechosos o por lo menos de fines moralmente peligrosos»[11]. La retórica y la construcción completa de «La política como vocación» deja clara la preferencia de Weber por esta instancia ética en contra de lo que retrata como el diletantismo destructivo de sus enemigos bolcheviques y espartaquistas.
Por ello resulta muy paradójico encontrar a Žižek utilizando términos muy similares a Weber: «un verdadero leninista —recordemos— no teme […] responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político», ya que la ética de la responsabilidad exige que «uno debe responder de las (previsibles) consecuencias de sus acciones». Sin embargo, para Žižek esto define la instancia ética del revolucionario auténtico en oposición al alma bella del izquierdista liberal, que al rehuir las sucias consecuencias prácticas de realizar su convicción ética deja el mundo tal como está.
No hay que temer necesariamente a las paradojas. De hecho, llevando a Lenin y a Weber al mismo campo intelectual, podemos arrojar luz sobre lo que es específico y válido en una genuina política leninista. En cualquier caso, es lo que trataré de hacer en el resto de este ensayo.
La centralidad de la teoría
La primera cosa que hay que señalar son las premisas filosóficas que implica la contraposición de Weber. La distinción entre la ética de la responsabilidad y de la convicción corresponde a una escisión neokantiana entre hechos y valores. El carácter incondicional de los objetivos normativos que persiguen los practicantes de la ética de la convicción, refleja su independencia de cualquier estado real de las cosas. «Mi reino no es de este mundo»: una vida gobernada por la convicción final no puede mezclar evaluaciones factuales con consideraciones éticas. Por lo tanto, la valoración de las consecuencias que supone la ética de la responsabilidad contiene irreparablemente la práctica realista de la política, inherentemente comprometida como está con los «diabólicos poderes» de la violencia.
Pero la versión neokantiana de Weber está incluida en la contraposición en una segunda forma. Ambas éticas tienen en común el hecho de que no pueden justificarse racionalmente: «El que uno tenga el deber de actuar sobre la base de una ética de la convicción o de una ética de la responsabilidad, o que uno deba hacer una cosa u otra, es algo sobre lo que no se puede dar instrucciones a nadie»[12]. La adopción de cualquier conjunto de valores no se puede reducir a un juicio racionalmente motivado. Una fosa inherente separa la manera en que es el mundo de los fines que gobiernan la acción humana: solamente se puede cruzar con un salto, con una decisión que no viene implícita en ningún conjunto de principios normativos, y realmente no es necesario para una persona reconocer la autoridad de semejantes principios. La razón solamente puede desempeñar como mucho un papel instrumental, identificando los medios más efectivos para alcanzar unos fines en cuya selección no ha tenido ningún papel[13].
Lo que Perry Anderson describe acertadamente como el «decisionismo» de Weber, parece pertenecer a otro mundo respecto a la aproximación de Lenin a la política[14]. Esto se expresa mejor en dos etapas. En primer lugar considerando el papel desempeñado por el análisis teórico en la política leninista, y después confrontando el lugar que ocupa en ese análisis todo tipo de consideración ética. La figura de Lenin como un maquiavélico oportunista está ahora bien arraigada en la principal corriente del discurso académico, siendo Robert Service la expresión más reciente de este juicio convencional, como se ve cuando habla del Segundo Congreso de la Internacional Comunista en el verano de 1920:
Siempre que Lenin tuviera a la vista un objetivo de la política práctica, se mostraba el carácter casual de su marxismo. Aunque reflexionaba seriamente sobre teoría económica y social y le gustaba ceñirse a sus ideas básicas, su adherencia no era absoluta. A mediados de la década de los años veinte su prioridad estaba en la liberación global de la energía revolucionaria. Las ideas sobre las inevitables etapas del desarrollo social se habían desvanecido; mejor era hacer la revolución como se pudiera que dar forma a una teoría sofisticada que no se materialice. Si algunas veces era necesario hacer algún juego de manos intelectual, se hacía. Incluso cuando se movía sobre políticas previamente declaradas, Lenin era difícil de entender por su volatilidad. Afirmaba que los partidos pertenecientes a la Comintern debían romper con las variantes «oportunistas» del socialismo que rechazaban la necesidad de la «dictadura del proletariado», pero simultáneamente pedía a los comunistas británicos que se afiliaran al Partido Laborista. La razón que daba era que el comunismo en el Reino Unido era todavía demasiado endeble para formar un partido independiente[15].
Sin embargo, lo que una biografía intelectual seria de Lenin debería mostrar no es tanto su actitud casual hacia la teoría, sino la manera sistemática en la que cada giro significativo de los acontecimientos le llevaba a reconsiderar la mejor manera de entender la situación desde la perspectiva teórica[16]. Antes de la Revolución de 1905, el análisis riguroso de la estructura agraria que hizo en El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899), le proporcionó la base teórica para su crítica de las esperanzas populistas del socialismo rural. La capacidad para la acción colectiva que demostró el campesinado en 1905 obligó a una nueva valoración que se realizaba en La cuestión agraria y las críticas de Marx (1908) y en El programa agrario de la socialdemocracia rusa en la primera Revolución rusa (1908). La crisis en la que se precipitó el movimiento socialista internacional con el estallido de la Primera Guerra Mundial le llevó a una reconsideración más general de la teoría y estrategia socialista, que se reflejó claramente en los «Cuadernos filosóficos», producto de su lectura de Hegel, y en El imperialismo, fase superior del capitalismo. El proceso culminó con El Estado y la revolución, un texto incompleto de teoría marxista del Estado escrito en el verano de 1917, cuando se encontraba en medio de las revoluciones de febrero y octubre.
Lo que sugiere esta evidencia no es el retrato del oportunista cínico ni del dogmático fanático que realiza la historiografía convencional. Por el contrario, lo que vemos es un rastreo constante, hacia delante y hacia atrás, entre la teoría y la práctica, a medida que los nuevos problemas obligan, incluso en las situaciones más apremiantes, a retroceder y reconsiderar la situación desde una perspectiva teórica. Pero decir esto no es resolver exactamente la cuestión de cómo entiende Lenin la relación entre el análisis teórico y la práctica política. Reflexionando cerca del final de su vida, sobre la Revolución de Octubre, citó una conocida frase de Napoleón: «On s’engage et puis… on voit». Traducida libremente quiere decir: «Primero lánzate a la batalla y después ya veremos qué pasa»[17]. Esto parece invitar a una lectura decisionista de su actuación en 1917, convirtiendo la Revolución de Octubre en un juego de dados.
Sin embargo, semejante lectura sería engañosa. El papel de Lenin en 1917 refleja más bien dos temas clave de su pensamiento político. El primero, la complejidad y lo imprevisible de la historia y el segundo, la necesidad de la intervención política. El primer tema donde resulta más evidente quizá sea en las «Cartas desde lejos», en las que Lenin saludaba a la Revolución de Febrero. En la primera carta comenta la manera aparentemente milagrosa que había llevado al derrocamiento del zar: «No hay milagros en la naturaleza ni en la historia, pero cada vuelco repentino en la historia, y esto se aplica a todas las revoluciones, presenta tal riqueza de contenido, despliega combinaciones tan insospechadas y específicas de formas de lucha, y produce tales alineamientos de las fuerzas de los contendientes, que para la mente profana hay muchas cosas que deben parecer milagrosas»[18].
Lenin procede a analizar los diversos elementos que confluyeron en febrero de 1917: los largos conflictos que arrastraba la sociedad rusa; el «poderoso acelerador» proporcionado por la Primera Guerra Mundial; la relativa debilidad de las grandes potencias; las conspiraciones de los conservadores y liberales que, con el apoyo anglo-francés, habían llegado a la conclusión de que la dinastía de los Romanov era un obstáculo para la continuación eficaz de la guerra; y el creciente descontento de los obreros y de la guarnición militar en San Petersburgo. Todo ello «como resultado de una situación histórica extremadamente única, de corrientes absolutamente diferentes, de intereses de clase absolutamente heterogéneos, de luchas políticas y sociales absolutamente contrarias, se habían fundido de un modo sorprendentemente “armonioso”[19]».
Althusser, por supuesto, utilizó este mismo texto en «Contradicción y sobredeterminación» para defender una interpretación de la dialéctica marxista que realzara la complejidad inherente del proceso histórico, su irreductibilidad a una simple esencia, aunque ésta fuera la economía[20]. Sin embargo, ahora estoy más interesado en las implicaciones que supone esta complejidad para la acción política. Si elementos «absolutamente heterogéneos» pueden formar «combinaciones tan insospechadas y específicas» como las que Lenin analiza en las «Cartas desde lejos», entonces hay límites claros para lo que, incluso la mejor de las teorías, pueda predecir. Esto no significa que los acontecimientos históricos sean ininteligibles, o auténticos milagros, sino que el proceso que lleva a un «giro abrupto de la historia» a menudo puede entenderse solamente a través de la reconstrucción retrospectiva, como hizo Lenin cuando pretendía entender la Revolución de Febrero después de que le hubiera tomado, como a todos, por sorpresa.
En lo que pasa por ser el pensamiento contemporáneo, semejante reconocimiento de lo que Merleau-Ponty llamó la ambigüedad de la historia, conduce normalmente a eludir la acción política y a la contemplación pasiva de las ironías producidas por un mundo social infinitamente complejo. Este no fue el caso de Lenin: la propia impredecibilidad de la historia hace necesario que intervengamos para darla forma. En ¿Qué hacer? (1902), Lenin responde a la afirmación de que las cosas son demasiado complicadas para que la organización revolucionaria centralizada que propone pueda hacer avanzar al movimiento socialista en Rusia, con la conocida metáfora del eslabón clave de la cadena:
Cada una de las cuestiones «recorre un círculo vicioso» porque la vida política en su conjunto es una cadena sin fin formada por un infinito número de eslabones. Todo el arte de la política se reduce a encontrar y agarrar tan fuerte como se pueda el eslabón que menos pueda ser arrancado de nuestras manos, el que en un momento dado es el más importante, el que por encima de todo garantiza a su poseedor la posesión de toda la cadena[21].
Pero la intervención política no es un salto a ciegas en la oscuridad. Se necesita un cuidadoso análisis para identificar el eslabón clave, el que supone la comprensión de «toda la cadena». Por ello Lenin, después de la Revolución de Febrero, hablando de «la situación política real», dice que «primero debemos esforzarnos por todos los medios en definirla con la mayor precisión objetiva posible de forma que las tácticas marxistas puedan estar basadas sobre la única base sólida posible: la base de los hechos»[22]. «Los giros abruptos de la historia» puede que sean impredecibles, pero de ahí no se deduce que las circunstancias que los producen no posean ciertos contornos fundamentales que un análisis teórico puede identificar correctamente para guiar la intervención política.
En el otoño de 1917, cuando Lenin bombardeaba al comité central bolchevique con cartas en las que pedía la organización de la insurrección, sus argumentos se basaban en un análisis del equilibrio de fuerzas con el telón de fondo de una situación militar y económica que se estaba degradando con rapidez. Este análisis concluía con la predicción de que, si los bolcheviques no tomaban el poder rápidamente, la clase dirigente intentaría destruir la revolución, ya fuera con un golpe militar, como el intentado por el general Kornilov en agosto de 1917, o dejando que el ejército alemán tomara Petrogrado. «La historia no perdonará a los revolucionarios por andar con dilaciones cuando podían alzarse con la victoria […] mientras se arriesgan a perder mucho mañana; de hecho, se arriesgan a perderlo todo», escribía el 24 de octubre al borde de la sublevación bolchevique[23]. Así, la situación política tiene una determinada estructura que puede desvelarse mediante análisis; al mismo tiempo, en contra de las interpretaciones fatalistas del marxismo, hay más de un resultado posible para las situaciones; y, finalmente, el que prevalece depende en parte de las acciones de los propios revolucionarios.
Desde luego, cualquier evaluación del equilibrio de fuerzas puede resultar ser por lo menos parcialmente equivocada. Desde esta perspectiva es desde donde debemos interpretar su cita sobre Napoleón, «On s’engage et puis… on voit». Los revolucionarios intervienen sobre la base del mejor análisis posible: solamente por medio de esa intervención, agarrando el que les parece el eslabón clave de la cadena, descubren si su análisis es correcto o no. Así, por ejemplo, Lenin tenía razón al predecir una revolución en Alemania comparable a la Revolución de Febrero, pero el acontecimiento no llevó al surgimiento de una república socialista en un país avanzado que podía haber acudido en ayuda de la Rusia soviética. El aislamiento de la Revolución rusa dictaba las retiradas tácticas y los compromisos representados principalmente por la Nueva Política Económica adoptada en 1921, que buscaba reconciliar al campesinado mediante una restauración a gran escala de los mecanismos del mercado en la agricultura. Las reflexiones finales de Lenin sobre la revolución suponen la revisión de las expectativas, una revisión que anticipa una transición más prolongada al socialismo, en la que el régimen soviético tendrá que coexistir de manera más o menos pacífica con pequeños productores rurales, buscando gradualmente llevarles a participar en formas más colectivas de organización[24].
La impredecibilidad de la historia no equivale a su indeterminación. El análisis teórico puede buscar identificar las estructuras y las tendencias constitutivas de cualquier situación dada; pero estas estructuras y tendencias, aunque estén adecuadamente conceptualizadas, no agotan la situación. El revolucionario interviene sobre la base de la mejor radiografía que puede hacer de la situación, intentando actuar sobre lo que parecen ser los factores decisivos. Los límites inherentes de incluso la mejor teoría, su incapacidad para agotar la situación por muy correcta que sea, empujan a la búsqueda constante, hacia delante y hacia atrás, entre el análisis y la acción, que anteriormente señalaba como una de las características importantes de la práctica política de Lenin. Si las cosas van bien (lo que por supuesto no sucede demasiado a menudo), el resultado es un proceso de iluminación mutua, en el que las intervenciones con éxito permiten el refinamiento de la teoría, que a su vez puede contribuir a una mejor práctica.
El núcleo racional del decisionismo es que ninguna teoría puede implicar sin ambigüedades o determinar unívocamente el curso de la acción política. Esto es así no sólo por la razón expuesta anteriormente de que, dada la complejidad de sus causas, «los giros abruptos de la historia» son difíciles de predecir. La teoría del juicio de Kant y los comentarios de Wittgenstein sobre el seguimiento de las reglas muestran ambos que la aplicación del principio nunca es un proceso automático; siempre invita a interpretaciones mutuamente inconsistentes. Pero semejantes consideraciones no reducen la acción política a un desmotivado salto en la oscuridad. Ciertamente, en el caso de Lenin, el desarrollo de un cuerpo de análisis teórico constituía un elemento crítico del contexto en el que actuaba, incluso aunque siempre fuera una cuestión de juicio cómo proseguir a la luz de ese análisis[25].
La ética de la revolución
En cualquier caso el panorama que he señalado, donde hay un continuo diálogo entre análisis teórico y acción política, implica que la razón desempeña algo más que el papel instrumental al que Weber la reduce. Pero para mantener esta conclusión adecuadamente, hay que remitirse a la segunda cuestión a la que antes nos referíamos, es decir, al lugar que ocupan las consideraciones éticas en el pensamiento de Lenin. Hay que decir que sus comentarios explícitos sobre el tema tienen poco de interés. Como otros marxistas ortodoxos rechaza apelar a principios normativos abstractos, tanto por posiciones filosóficas derivadas en última instancia de la crítica que hace Hegel de Kant, como por razones más directamente políticas; para Lenin, discursos como los de la justicia y los derechos encubren los antagonismos de clase e impiden el desarrollo del movimiento revolucionario necesario para abolirlos[26].
Si Lenin hubiera buscado ofrecer una defensa ética duradera de la Revolución de Octubre, probablemente hubiera recurrido a argumentos del tipo que utilizó Trotsky en Su moral y la nuestra (1938). Trotsky defiende una forma de consecuencialismo, argumentando que «desde el punto de vista marxista que expresa los intereses históricos del proletariado, el fin está justificado si conduce a aumentar el poder de la humanidad sobre la naturaleza y la abolición del poder de una persona sobre otra»[27]. Hablar de consecuencias nos lleva de vuelta a Žižek, para quien «un verdadero leninista no teme pasar a la acción, responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político».
Sin embargo, las consecuencias a las que se refiere Žižek no son tanto el resultado futuro que pueda justificar nuestras acciones en el presente, sino los medios necesarios para alcanzar ese resultado. Nos previene contra la facilidad para resbalar con las cosas desagradables que hay que hacer para librar al mundo de la opresión y la explotación. Semejantes advertencias son valiosas en la medida que proporcionan un correctivo al pensamiento basado en las buenas intenciones, pero pueden asumir un papel apologético a no ser que se sitúen cuidadosamente en el contexto apropiado.
Un ejemplo de esto se puede encontrar en la que quizá sea la apología más sofisticada de los Procesos de Moscú, el texto de Merleau-Ponty, Humanism and Terror (1947). El libro defiende lo que Steven Lukes llama «un cierto tipo de ultraconsecuencialismo, en el que el verdadero significado de la acción viene determinado por los resultados»[28]. Esta defensa se hace sobre la base de una concepción de la historia en algunos aspectos similar a la que anteriormente he atribuido a Lenin. La historia, como sostiene Hegel en la dialéctica del amo y el esclavo, es una lucha a muerte; la violencia institucionalizada de la sociedad de clases sólo puede desaparecer por medio de la violencia revolucionaria. El futuro, sin embargo, es desconocido. Enfrentados a la contingencia de la historia debemos decidir sobre la base de las probabilidades, pero las consecuencias de estas decisiones pueden resultar completamente diferentes a las que pretendíamos. Los dirigentes bolcheviques como Bujarin podían creer sinceramente que estaban salvando la revolución al oponerse a Stalin, pero cualquier cosa que debilitara a la Unión Soviética cuando se enfrentaba a la Alemania nazi era un acto contrarrevolucionario. «En un periodo de tensión revolucionaria o de amenaza externa no hay una clara línea que separe las divergencias políticas de la traición objetiva»[29]. El hecho de que las acusaciones de intento de conspiración con la Gestapo y con otros servicios secretos fueran falsas quedaba al margen de la cuestión, como se refleja en la colaboración de Bujarin con sus acusadores. Por el contrario, Trotsky, afianzándose en una radical oposición a Stalin, «actuaba como si no hubiera contingencias, y como si la ambigüedad de los acontecimientos, las trampas y la violencia hubieran sido eliminadas de la historia», mientras buscaba refugio en un racionalismo abstracto[30].
No debería hacer falta decir que esto representa una visión de los Procesos de Moscú extraordinariamente ingenua[31]. Pero también implica una filosofía de la historia en la que un actor debe aguardar acontecimientos futuros que le condenen o reivindiquen moralmente. Lo que semejante punto de vista tiene de equivocado se muestra más claramente cuando Merleau-Ponty realiza una analogía entre los Procesos de Moscú y las purgas en Francia de aquellos que habían colaborado con la ocupación alemana. «Al confrontar al colaboracionista delante de su historicidad equivocada y al que resistió antes de que la historia le diera la razón, y a ambos de nuevo después de que la historia haya demostrado la razón de uno y la equivocación del otro, los Procesos de Moscú revelan la lucha a muerte subjetiva que caracteriza a la historia contemporánea»[32].
Pero ¿qué significa aquí estar «en la equivocada (o correcta) historicidad»? Aunque rechaza la acusación de estar haciendo una vulgar ecuación hegeliana entre corrección moral y éxito práctico, Merleau-Ponty se acerca peligrosamente a decir que los colaboracionistas se mostraron equivocados y la Resistencia correcta porque Alemania perdió la guerra. Pero eso no puede ser correcto. Seguramente no admiramos a aquellos que lucharon en la Resistencia francesa simplemente porque eligieron el bando ganador.
De igual modo me parece que la verdadera grandeza de Trotsky surge no cuando organiza la insurrección de Octubre o lidera el Ejército Rojo, sino en la década de los treinta cuando, virtualmente solo, con un terrible precio personal para él y para su familia, defendió abiertamente la tradición revolucionaria en contra de Stalin. Su propia respuesta a los Procesos de Moscú se resume en estas palabras: «La historia tiene que tomarse como es y cuando se permite a sí misma semejantes atrocidades y corrupciones, uno debe enfrentarse a ella con sus propios puños»[33]. Merleau-Ponty parece considerar que esta posición convierte la revolución socialista en alguna clase de idea kantiana de la razón pura, sin relación con la realidad social. Sin embargo, sería mejor decir que Trotsky se encuentra en una situación en la que la única esperanza de influir en el futuro, en el sentido de ser reivindicado por la historia, está (como diría Benjamin) en cepillar la historia a contrapelo, en desafiar el camino por el que transcurren las cosas en el presente.
Merleau-Ponty tácitamente reconoce este punto en el siguiente pasaje:
Ciertamente lo que reprochamos a los colaboracionistas no es un error en leer [la historia], de la misma manera que lo que honramos de la Resistencia no es simplemente la frialdad de juicio y clarividencia. Por el contrario, lo que uno admira es que tomaron posiciones en contra de lo probable y que su entrega y entusiasmo les permitía esperar hasta que el futuro les diera la razón. La gloria de aquellos que resistieron, como el deshonor de los que colaboraron, presupone para ambos la contingencia de la política, sin la cual nadie sería culpable, y la racionalidad de la historia, sin la cual solamente habría locos[34].
Pero la frase final de la cita socava la concesión hecha por el resto del párrafo. ¿Que el futuro sea incierto es realmente la causa de las acciones condenables en la política? En junio de 1941 Hitler fracasó en anticipar correctamente los acontecimientos al abrir un segundo frente contra la URSS, ¿es esa la razón por la que le condenamos? Solamente hay que plantear la pregunta para que se conteste a sí misma. En todo caso, es de agradecer que Hitler calculara tan mal y con ello colaborara en su propia destrucción y la de su régimen, aunque fuera con un espantoso coste humano.
En comparación, Trotsky ofrece un consecuencialismo mucho más limitado. Insiste en lo que llama la «interdependencia dialéctica de fines y medios»:
Es permisible […] lo que realmente conduce a la liberación de la humanidad. Puesto que este fin sólo se puede alcanzar mediante la revolución, la moral emancipadora del proletariado está dotada de un carácter revolucionario. Se opone irreductiblemente no sólo al dogma religioso sino a toda clase de fetiches idealistas, esos gendarmes filosóficos de la clase dominante. Deduce la regla de conducta de las leyes del desarrollo de la sociedad y, por lo tanto, ante todo de la lucha de clases, la ley de leyes.
[…] Válidos y obligatorios son los medios y sólo esos medios […] que unen al proletariado revolucionario, que llenan su corazón de una hostilidad irreconciliable hacia la opresión, le enseñan desprecio por la moral oficial y sus democráticos voceros, le imbuye con la conciencia de su propia misión histórica y elevan su coraje y su espíritu de sacrificio en la lucha. Precisamente de esto se deduce que no todos los medios son permisibles. Cuando decimos que el fin justifica los medios, a continuación viene que el gran fin de la revolución desprecia esos medios viles que enfrentan a una parte de la clase obrera con otra, o intentan hacer felices a las masas sin su participación, los medios que disminuyen la confianza de las masas en sí mismas y en su organización, reemplazándola con el culto a los «líderes»[35].
De alguna manera, Trotsky echa a perder su razonamiento cuando dice que «el materialismo dialéctico no conoce el dualismo de fines y medios. El fin fluye naturalmente del movimiento histórico; orgánicamente, los medios están subordinados al fin»[36]. Como señala Dewey en su respuesta a Trotsky, esto supone la creencia hegeliana de que «los fines humanos están entretejidos en la misma textura y estructura de la existencia»[37]. Este deslizamiento hacia la falacia naturalista, que se refleja también en la idea de que las normas éticas pueden deducirse de «las leyes del desarrollo de la sociedad», no debería oscurecer el hecho de que el punto principal de la argumentación de Trotsky es que no todos los medios están justificados por el objetivo de liberar a la humanidad. Continúa su razonamiento sosteniendo que el terror individual, el asesinato de dirigentes y responsables individuales, incluso cuando la persona señalada es tan malvada como Stalin, no es un método de lucha aceptable, porque supone sustituir la acción de masas por el heroísmo personal: «La liberación de los obreros solamente puede llegar a través de ellos mismos»[38].
Trotsky, como otros marxistas clásicos, muestra su adscripción a una meta-ética confusa y errónea, tanto porque niega a los principios morales cualquier validez universal, como porque busca inferir de la estructura del mundo los principios sobre los que se apoyan sus propios juicios éticos[39]. Esto no cambia el punto fundamental que señala referente a la ética de la acción política: que los medios elegidos condicionan el fin realmente alcanzado. Con aprobación, citaba este pasaje de la obra de Ferdinand Lasalle, Franz von Sickingen:
No muestres solamente el objetivo, muestra también el camino.
Porque tan entrelazados están el uno con el otro
que el cambio de uno significa el cambio del otro.
Y un camino diferente da origen a un objetivo diferente[40].
Dewey sostiene que Trotsky no logra distinguir los dos sentidos del término «fin»: el primero, «las consecuencias objetivas reales» de ciertas acciones; y el segundo, «el fin que se persigue» al realizarlas, «una idea de las consecuencias finales, en caso que la idea esté formada sobre la base de los medios que se juzga más adecuados para producir el fin». Este segundo punto es por ello «en sí mismo un medio de dirigir la acción», mientras que el primero es «el resultado real» de la acción[41]. Dewey continúa acusando a Trotsky de deducir dogmáticamente de la teoría marxista de la historia la lucha de clases como medio privilegiado de alcanzar la liberación humana. Al margen de lo que pensemos de esta crítica, esta claro que la distinción que señala Dewey se encuentra de hecho implícita en el propio texto de Trotsky. Podemos simpatizar con las razones que alguien pueda tener para, por ejemplo, asesinar a un dirigente estalinista; «sin embargo, no es la cuestión de los motivos subjetivos, sino de la eficacia objetiva donde se encuentra para nosotros el significado decisivo. ¿Son capaces unos medios dados de conducir al objetivo? En relación al terror individual, tanto la teoría como la experiencia son testigos de que no es éste el caso»[42].
En cualquier caso, la distinción entre las consecuencias reales y el fin que se persigue es básica para una adecuada valoración del leninismo. Contrariamente a las afirmaciones tanto del liberalismo de la Guerra Fría como de los apologistas del estalinismo, está claro que el sistema estalinista, en la forma que adoptó a finales de la década de los años veinte, era radicalmente diferente del fin que perseguían en el momento de la Revolución de Octubre tanto Lenin como cualquier otro dirigente bolchevique (incluyendo al propio Stalin). Igualmente es innegable que los métodos utilizados por los bolcheviques para tomar el poder, y quizá más importante todavía para retenerlo durante la Guerra Civil de 1918-1921, contribuyeron materialmente a la configuración del sistema estalinista en la forma que adoptó durante los años treinta. La cuestión crítica se refiere tanto a si semejante resultado surgió inevitablemente de la utilización de esos métodos, como a cuáles eran las alternativas existentes para bolcheviques y demás radicales rusos (mencheviques, social revolucionarios y anarquistas), en una situación que se deterioraba rápidamente después de la Revolución de Febrero.
Encontrar respuestas para estas preguntas es un asunto complejo y difícil, ya que además de otras cosas requiere recurrir a la historia contrafactual con todos los peligros que eso supone. El debate sobre estos temas comenzó tan pronto como se produjo la caída del gobierno provisional, y recientemente se ha renovado con el gran estudio comparativo de Arno Mayer sobre el terror en las revoluciones francesa y rusa[43]. Mi punto de vista es que el estalinismo representó una ruptura con el leninismo en vez de su desarrollo, y que su aparición no fue inevitable, sino una contingencia resultado de las circunstancias en las que se encontraron los bolcheviques, especialmente como resultado de la derrota final de la Revolución alemana en octubre de 1923[44].
No es mi intención repetir viejos debates sino más bien señalar que el decisionismo no es especialmente útil para tratar de valorar estos temas. Después de todo, Stalin bien pudiera haber buscado justificar sus acciones con el «fin que perseguía» de liberar a la humanidad. Incluso podría, en las vigilias de la noche cuando buscaba justificar sus hechos ante sí mismo, haber cumplido el requerimiento de Žižek de ser «auténtico en el sentido de que asume por completo las consecuencias de sus elecciones, es decir, de ser plenamente consciente de lo que significa realmente tomar el poder y ejercerlo». Podría haber defendido la destrucción del campesinado, el terror y el archipiélago Gulag como actos «desagradables» necesarios para salvar a la revolución[45].
Precisamente aquí es donde hace falta un juicio crítico para poder determinar si el «fin perseguido» por los bolcheviques corresponde a las consecuencias reales de los actos de Stalin. Por otra parte, es difícil ver cómo cualquier concepción adecuada del fin que se persigue puede evitar un llamamiento a algunos principios normativos generales, a fin de caracterizar cómo ese fin realiza o contribuye al bien de los seres humanos. Aquí llegamos a los límites de la clase de consecuencialismo defendido por Trotsky. El efecto no es necesariamente restablecer un concepto deontológico kantiano de la ética. Por el contrario, los casos considerados indican cómo las consideraciones éticas y los cálculos políticos están inextricablemente entrelazados cuando se realizan juicios decisivos; especialmente, la discusión sobre la validez moral de cualquier recurso a la violencia es típicamente inseparable de una valoración de su eficacia política[46]. Incluso el propio Trotsky va más allá de su consecuencialismo oficial, tanto por el acento que pone en la interdependencia de fines y medios, como por el modelo que ofrece su resistencia al estalinismo en los años treinta. Esto suscita la imagen de una práctica política que, aunque no se deduzca de una norma universal, lleva una intrínseca conexión con el bien que busca realizar. El desafío de Trotsky a la historia implica no una renuncia a este mundo, como la exigida por Weber a los revolucionarios coherentes, sino más bien el reconocimiento de que sus acciones pueden ayudar a producir las consecuencias deseadas solamente a largo plazo, y más por el ejemplo que ofrecen que por algún papel causal directo que puedan desempeñar[47].
Por el contrario, el decisionismo de Žižek parece centrar la atención en las intenciones con las que se ejecutan las acciones. El acto auténticamente político es el que se realiza cuando se es plenamente consciente del significado del poder. ¿Significa esto que a condición de que el actor no esté loco, las consecuencias de sus actos están más allá de la crítica? Žižek con seguridad no pretende autorizar semejante inferencia. Tendría el efecto, por ejemplo, de absolver la campaña de bombardeos de la OTAN contra Serbia, siempre que la hubiera realizado un conservador actuando lúcidamente en el espíritu de Carl Schmitt, que reconociera (al margen de la racionalidad liberal humanista que utilizara en público) la naturaleza subterránea de su decisión como una afirmación del poder imperial. Pero para evitar semejante implicación hay que reconocer que una ética de la acción política requiere tanto la cuidadosa evaluación de las consecuencias, como un llamamiento a principios normativos universales.
Curiosamente, Weber llega a conclusiones similares. Después de haber afirmado, como hemos visto, que las éticas de la convicción y de la responsabilidad son mutuamente incompatibles, acaba contradiciéndose a sí mismo hacia el final de «La política como vocación»:
Es inmensamente emocionante cuando una persona madura (ya sea joven o vieja), que siente con toda su alma la responsabilidad que tiene sobre las consecuencias de sus acciones, y que puede actuar sobre la base de una ética de la responsabilidad, dice en algún momento: «aquí me quedo, no puedo hacer otra cosa». Eso es algo genuinamente humano y profundamente emocionante. Porque para cada uno de nosotros, debe ser posible encontrarse en semejante situación si no estamos interiormente muertos. En este aspecto, la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad no son absolutamente opuestas. Se complementan la una a la otra, y solamente combinadas producen el auténtico ser humano capacitado para tener vocación para la política[48].
El pasaje está saturado de retórica decisionista, casi romántica, sintomática de lo que Anderson llama el «vulcanismo» de Weber, su retrato del auténtico actor de algún modo como síntesis de la pasión y el desprendimiento[49]. Pero todavía es posible extraer un elemento de peso de este peculiar contexto discursivo: la acción política reúne inevitablemente el cálculo de las consecuencias y la invocación de normas. Para desafiar a la retórica humanista liberal que ha demostrado ser una convincente cobertura para los designios imperiales contemporáneos, es importante insistir en que para una política seria de la izquierda, el análisis realista del contexto y de las consecuencias desempeña un papel imprescindible; pero igualmente, cuando se busca motivar la crítica del capitalismo global implícita en semejante desafío, es esencial que se articulen y defiendan principios éticos universales[50].
El leninismo en la actualidad
Este ensayo ha estado esencialmente dedicado a una cierta clase de meta-discusión de lo que la teoría y la práctica de Lenin revelan sobre la naturaleza de la acción política. Pero valdría la pena, a modo de conclusión, volver a la pregunta que hacía al comienzo del ensayo: ¿tiene Lenin algo que decir a la izquierda en el siglo XXI?[51]. Voy a dar una respuesta resumida en tres puntos:
1. La importancia del análisis estratégico del capitalismo. Lenin no fue de ningún modo el mayor de los pensadores económicos marxistas. Su ensayo sobre el imperialismo era abiertamente una popularización secundaria, obtenida de contribuciones más originales hechas especialmente por los marxistas Hilferding y Bujarin y el liberal Hobson. Pero lo que Lenin mostró más claramente que ningún otro marxista es la importancia del análisis teórico del capitalismo para situar estratégicamente a los actores políticos. A pesar de todas sus debilidades, El imperialismo, fase superior del capitalismo proporcionó un medio para reorientar a la izquierda revolucionaria en una situación imprevista, producto del estallido de la Primera Guerra Mundial y del colapso de la Segunda Internacional, mediante la búsqueda de las causas de la crisis en la maduración de un nuevo estado del desarrollo del capitalismo, en el que la competición económica y las rivalidades geopolíticas tendían a fusionarse y a bosquejar un nuevo conjunto de tareas políticas, basadas en el desarrollo de una alianza antiimperialista entre la clase obrera de los países avanzados y los movimientos de liberación nacional en las colonias.
La izquierda necesita semejante análisis estratégico en la actualidad. Necesita ir más allá de la crítica, en cualquier caso válida, de las apologéticas teorías de la globalización adelantadas por neoliberales confesos y sus aliados, presentes entre los defensores de la Tercera Vía, para desarrollar una comprensión adecuada de la fase del desarrollo capitalista en la que nos encontramos actualmente. Con este fin es importante la excelente obra de Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, al margen de hasta qué punto uno esté de acuerdo o en desacuerdo con su análisis, porque establece las características distintivas del capitalismo contemporáneo. Sin ese tipo de entendimiento que Imperio busca desarrollar, estamos volando a ciegas.
2. La especifidad y centralidad de la política. «La política es la expresión más concentrada de la economía», escribía Lenin[52]. Todas las contradicciones de la sociedad de clases se concentran y se funden en las estructuras del Estado y en las luchas en torno a las mismas. Esta perspectiva conduce el análisis estratégico que busca rastrear todas las determinaciones heterogéneas que, por ejemplo, produjeron la lucha por el poder político de la Revolución de febrero[53].
¿Puede esta postura sobrevivir al debilitamiento del Estado-nación, que muchos analistas consideran producto de la globalización económica? Pienso que sí. El ejercicio del poder del Estado fue fundamental en primera instancia para promover la globalización, y permanece siendo uno de los principales medios de reafirmación de los intereses económicos capitalistas, que todavía están constituidos mayoritariamente sobre la nación. Está surgiendo un escenario político complejo en el que las instituciones capitalistas internacionales, que se desarrollaron para promover lugares donde articular y regular los conflictos entre estos intereses, se están volviendo el objetivo de la protesta y de la presión de campañas transnacionales, como el movimiento anticapitalista que surgió en Seattle[54]. A medida que este movimiento se desarrolle, tendrá que hacer juicios estratégicos sobre dónde concentrar sus esfuerzos para poder golpear al sistema donde sea más vulnerable. Hardt y Negri sostienen que la idea leninista del eslabón débil ha dejado de ser adecuada en el «Imperio» capitalista global, que es vulnerable en todos los puntos[55]. Pero a no ser que sea literalmente verdad que el poder del capital y el poder de aquellos a quienes explota estén uniformemente distribuidos por el mundo, algún intento de desarrollar un conjunto de prioridades para la propaganda y la agitación parece simplemente inevitable.
3. La necesidad de organización política. Este punto final está estrechamente relacionado con el anterior. La necesidad de concentrar las energías del proletariado para hacer frente a la concentración equivalente del poder capitalista en el Estado fue una de las principales motivaciones para la concepción leninista del partido revolucionario. Como señalé al comienzo de este ensayo, muchos dentro del movimiento anticapitalista discuten la necesidad de semejante centralización, al margen de lo necesaria que haya sido en el pasado. Por ejemplo, para Naomi Klein la dispersión de las campañas sirve para confundir al establishment empresarial y mantenerlo a la defensiva. Pero al margen de los peligros y la confusión que entraña semejante estrategia, cualquier movimiento radical efectivo requiere algunos medios para encajar las demandas específicas en un cuadro más comprensible de lo que está mal y cómo remediarlo, así como algunos medios sistemáticos de trasladar esta visión a la realidad.
En los tiempos modernos, el partido político es la forma institucional que ha surgido para desempeñar este papel programático y estratégico. Antes de aceptar la novedosa idea de que esta forma ha quedado obsoleta deberíamos considerar la suerte de los movimientos de masas que han fracasado en hacer un uso creativo, por ejemplo, el movimiento contra la Guerra de Vietnam con sus grandes movilizaciones de masas, cuyo fracaso para poner fin a la guerra provocó un ciclo en el que se iba a la zaga de las campañas de los demócratas liberales, así como el recurso a destructivas campañas terroristas[56]. Lenin, por supuesto, defendió una concepción mucho más definida de la organización política que esta idea general de un partido (aunque la práctica bolchevique fue considerablemente más flexible y más específicamente contextualizada de lo que normalmente se considera)[57]. Pero el problema del partido, de una organización política que generaliza y centraliza los miles de agravios producidos por la sociedad capitalista, es para la izquierda contemporánea una parte inalienable de su legado.