12. Lenin y la Herrenvolk democracia
DOMENICO LOSURDO
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Para Lenin la crítica del colonialismo y del imperialismo ocupa un lugar central, más allá de la inmediatez de la política. ¿Qué es la democracia? Veamos como la define la tradición liberal clásica.
Tocqueville describe con lucidez y sin indulgencia el trato inhumano que se daba a indios y negros en Estados Unidos. Mediante deportaciones sucesivas y sufriendo los «terribles males» que acarreaban, los primeros estaban claramente destinados a ser borrados de la faz de la tierra. En cuanto a los segundos, en el sur se veían sometidos a una esclavitud más inflexible que la del antiguo mundo clásico o de la que existía en América Latina. En el norte eran libres en teoría, pero en la realidad continuaban siendo las victimas de los «prejuicios raciales» que se manifestaban duramente de forma especialmente cruel, de modo que los negros no solamente estaban desprovistos de los derechos políticos sino también de los derechos civiles mientras que la sociedad, de hecho, les había abandonado a la violencia racial: «Oprimidos, podéis quejaros, pero solamente encontrareis blancos entre vuestros jueces»[354]. De cualquier forma esto no impedía que los liberales franceses elogiaran a Estados Unidos como el único país del mundo donde la democracia estaba en vigor, «viva, activa y triunfante»[355]. El tono del discurso de Tocqueville es incluso lírico: «Allí veréis un pueblo cuyas condiciones son más igualitarias que las que se dan entre nosotros; donde el orden social, las costumbres y las leyes son todas democráticas; donde todo emana del pueblo y vuelve a él y donde, sin embargo, cada individuo disfruta de mayor independencia y mayor libertad de la que se ha disfrutado en cualquier otro momento y en cualquier otro lugar de la tierra»[356].
¿Y los indios? ¿Y los negros? Tocqueville, adelantándose a estas objeciones, responde en su declaración programática al comienzo del capítulo dedicado al problema de las «tres razas que habitan el territorio de Estados Unidos»: «La tarea principal que me había impuesto ahora ha quedado completada; he mostrado, por lo menos hasta donde me ha sido posible, cuáles son las leyes de la democracia americana y he dado a conocer sus costumbres. Podría detenerme aquí». Escribe sobre las relaciones ente las tres razas solamente para evitar una posible desilusión del lector: «Estos argumentos que afectan a mi exposición no son una parte integral de él. Se refieren a Estados Unidos, no a la democracia, y por encima de todo quería hacer un retrato de la democracia»[357]. Por muy cruel que sea la suerte de dos de las tres razas que habitan el territorio de Estados Unidos, ¡no tiene nada que ver con el problema de la democracia!
Demos un salto atrás de tres décadas dirigiéndonos a un autor a quien Norberto Bobbio señala como el padre fundador del «socialismo liberal»[358]. En John Stuart Mill podemos leer que «el despotismo es un modo legítimo de gobernar cuando se trata de bárbaros, con tal que su fin sea hacerlos progresar, y los medios están justificados por conseguir este objetivo. La libertad como principio no tiene aplicación en cualquier estado de cosas anterior al momento en que el género humano es capaz de progresar mediante una discusión libre e igualitaria. Hasta entonces, no les queda otra cosa que una obediencia implícita a un Akbar o un Carlomagno, si es que tienen la suerte de encontrar alguno»[359].
Esta declaración es todavía más significativa porque se encuentra dentro de una obra temáticamente dedicada a ensalzar la libertad (On Liberty). Pero está claro que para el inglés liberal, la libertad «está hecha para aplicarse solamente a seres humanos en la plenitud de sus facultades», y ciertamente no en el caso de una «raza» que puede o debe considerarse «menor de edad»[360], y que algunas veces apenas está por encima de algunas especies animales[361]. Una vez más la democracia y la libertad se definen independientemente de la suerte de los excluidos, quienes, sin embargo, constituyen la mayoría de los seres humanos.
Con respecto a este mundo, Lenin representa una ruptura no solamente en el ámbito político sino también en el epistemológico. La democracia no puede definirse abstrayendo la suerte de los excluidos. No es simplemente una cuestión de las poblaciones coloniales. En la propia metrópolis imperial, en Inglaterra, «pequeños», o supuestamente pequeños, detalles de la legislación electoral niegan los derechos políticos «a las mujeres»[362] y al «estrato inferior del proletariado»[363]. Pero el gran revolucionario ruso se concentraba especialmente en las cláusulas de exclusión de las poblaciones coloniales o de origen colonial.
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La historia de Occidente nos enfrenta a una paradoja que se puede entender mejor comenzando con la historia de Estados Unidos, la actual nación dirigente: la democracia para la comunidad blanca se desarrolló simultáneamente con la esclavitud de los negros y la deportación de los indios. Durante 32 de los 36 primeros años de la vida de Estados Unidos, la presidencia estuvo en manos de dueños de esclavos, los mismos que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Sin la esclavitud y la posterior segregación racial no es posible entender nada sobre la «libertad americana»: crecieron juntas sosteniéndose las unas a la otra. Si la «peculiar institución» ya aseguraba un control férreo sobre las clases «peligrosas» en los lugares de trabajo, la expansión de la frontera y la progresiva expansión hacia el Oeste desactivaba el conflicto social, transformando a un proletariado potencial en una cierta clase de propietarios de tierras, a expensas de poblaciones condenadas a ser expulsadas o eliminadas.
Después del bautismo de la Guerra de la Independencia, la democracia estadounidense experimentó con el presidente Jackson un nuevo desarrollo durante la década de 1830. La cancelación de la mayor parte de las discriminaciones censales dentro de la comunidad blanca fue acompañada por el fuerte impulso dado a la deportación de los indios y con el ascendente rencor y violencia contra los negros. Una consideración similar se puede realizar sobre la llamada Edad Progresista, que comienza a finales del siglo XIX y comprende los primeros 15 años del siglo XX. Las numerosas reformas democráticas que se produjeron —la elección directa para el Senado, el secreto del voto, la introducción de elecciones primarias, la institución del referéndum, etc.— no impidieron que fuera una época especialmente trágica para los negros, que se convirtieron en el objetivo de los escuadrones terroristas del Ku Klux Klan, y para los indios, que se vieron despojados de las tierras que les quedaban y fueron sometidos a un penoso proceso de asimilación dirigido a privarles incluso de su herencia cultural.
Respecto a esta paradoja que caracteriza la historia de su país, influyentes académicos de Estados Unidos han hablado de Herrenvolk democracy [democracia restringida al grupo étnico dominante], es decir, una democracia solamente válida para la «raza dominante» (usando un lenguaje muy apreciado por Hitler). La línea de demarcación entre los blancos, por un lado, y los negros e indios, por otro, favorece el desarrollo de la igualdad entre la comunidad blanca. Los miembros de una aristocracia de clase, o de color de piel, tienden a considerarse «colegas»; la neta desigualdad impuesta sobre los excluidos es la otra cara de la relación de igualdad instalada entre aquellos que disfrutan del poder de excluir a los «inferiores».
La categoría de la Herrenvolk democracy también puede ser útil para explicar la historia de Occidente en su conjunto. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la extensión del sufragio en Europa fue acompañada biunívocamente por los procesos coloniales y por la imposición de relaciones serviles o semiserviles sobre las poblaciones nativas; el imperio de la ley en la metrópolis estaba estrechamente relacionado con la violencia y arbitrariedad de la burocracia y de la policía y con el estado de sitio en las colonias. Se trataba, después de todo, del mismo fenómeno que se había producido en la historia de Estados Unidos, solamente que en el caso europeo resultaba menos evidente porque las poblaciones coloniales, en vez de vivir en la metrópolis, estaban separadas de ella por un océano.
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Dentro del pensamiento liberal no sólo es muy difícil encontrar una crítica de esta «democracia de la raza dominante», sino que a menudo es la expresión teórica de ese sistema. Para Lenin, sin embargo, la Herrenvolk democracy es el blanco privilegiado de su lucha. El dirigente revolucionario ruso obstinadamente ponía en evidencia las excluyentes cláusulas macroscópicas de la libertad liberal, a expensas de las «pieles rojas o negras» y de emigrantes procedentes de «países retrasados»[364]. Como si fuera un juego de espejos, el Occidente que se vanagloriaba del imperio de la ley se encontró con la realidad de las colonias: «Los políticos más liberales y radicales de Gran Bretaña […] se transformaban en auténticos Genghis Khans cuando se convertían en gobernadores de India»[365].
La Italia de Giovanni Giolitti podía estar orgullosa de la extensión de la ciudadanía a prácticamente toda la población adulta masculina. Pero una vez más encontramos el contrapunto coral de Lenin a las autoalabanzas liberales, cuando señala que la ampliación del sufragio estaba dirigida a aumentar la base de acuerdo para la expedición a Libia, esa «típica guerra colonial de un Estado “civil” del siglo XX. Nos encontramos con una “nación civil y constitucional” procediendo en su trabajo de “civilizar” por medio de las bayonetas, las balas, la soga, el fuego y la violación», incluso con la «masacre»; se trata de «una perfecta carnicería de civiles, una masacre de la población árabe con armas “sumamente modernas” […]. Más de 3000 árabes fueron masacrados, familias enteras, mujeres y niños»[366].
Sí, Stuart Mill podía celebrar el Imperio británico como «un paso adelante hacia la paz universal y hacia una cooperación amistosa entre las naciones»[367].
Pero, incluso ignorando el conflicto entre las grandes potencias que llevaron finalmente a la Primera Guerra Mundial, esta celebración implica una monstruosa represión. Las expediciones de las grandes potencias en las colonias no se consideraban guerras. Eran conflictos en los que si bien «pocos europeos morían», «cientos de hombre pertenecientes a los pueblos que los europeos estaban sofocando perdían sus vidas». Lenin proseguía, «¿se le puede llamar guerra? En sentido estricto no, no se le puede llamar guerra y por eso puedes olvidarte de ella». Las víctimas ni siquiera recibían los honores de los caídos. Las guerras coloniales no se consideraban como tales porque su objetivo eran los bárbaros, y ellos «no merecían el nombre de personas (¿lo eran los africanos y los asiáticos?)» y, después de todo, están excluidos de la propia comunidad humana[368].
Fue sobre esta base sobre la que se produjo el giro hacia la socialdemocracia. No venía determinado por la dicotomía reforma/revolución. Esta es una imagen estándar que no se vuelve más creíble por mucho que se repita, con juicios contrarios de ambos antagonistas. En las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, Eduard Bernstein saludaba el expansionismo imperial de Alemania como una contribución a la causa del progreso, la civilización y el comercio mundial. «Si los socialistas se proponen ayudar antes de tiempo a los bárbaros y salvajes en su lucha contra el abuso de la civilización capitalista, sería una vuelta al Romanticismo»[369]. Junto al conjunto de Occidente, Bernstein, igual que Theodore Roosevelt por otro lado, atribuía a la Rusia zarista el papel de «poder protector y dominante» en Asia[370].
El líder de la socialdemocracia alemana llegaba al umbral del darwinismo social. Las «razas fuertes» representaban la causa del «progreso» y por ello inevitablemente «tendían a crecer y a expandir su civilización», mientras que los pueblos no civilizados, e incluso los pueblos «incapaces de hacerlo», desarrollaban una resistencia inútil y retrógrada; al «sublevarse contra la civilización» debían ser combatidos incluso por el movimiento de los trabajadores. Si por un lado Bernstein luchaba por las reformas democráticas en Alemania, por el otro reclamaba un control férreo de los bárbaros. La lógica es la misma que la que se ha analizado en la «democracia de la raza dominante».
La sumisión de los pueblos colonizados no puede ser impedida por obstáculos sentimentales ni por consideraciones jurídicas abstractas. Las razas fuertes y civilizadas no pueden convertirse en «esclavas de formalidades legales». Fue precisamente el líder de la socialdemocracia quien había teorizado sobre una sustancial legalidad superior, partiendo de una filosofía de la historia que apreciaba la tradición colonial, el que sin embargo expresó posteriormente su completo horror por la falta de respeto de las reglas del juego durante la Revolución de Octubre.
Que ésta representaba un cambio radical respecto a una tradición política e ideológica que establecía la arrogancia colonial y los prejuicios raciales es un hecho obvio y evidente. En estas condiciones, la llamada a una lucha por la emancipación dirigida a los esclavos de las colonias y a los «bárbaros» presentes en las propias metrópolis capitalistas, no podía considerarse sino como una amenaza mortal para la raza blanca, Occidente y la propia civilización.
Partiendo de este hecho, puede entenderse el gigantesco conflicto que tuvo lugar en el siglo XX. La suerte reservada durante siglos a los indios y a los negros en Estados Unidos es un modelo declaradamente fascista y nazi. En 1930, uno de los primeros ideólogos del nazismo como Alfred Rosenberg expresaba su admiración por la supremacía blanca en América, ese «espléndido país del futuro» que tenía el mérito de formular la feliz «idea nueva del Estado racial», una idea que ya es hora de poner en práctica «con ardor juvenil», mediante las expulsiones y deportaciones «de negros y amarillos»[371]. Si por un lado el Tercer Reich se presentaba con su retórica «aria» como el intento, desarrollado en condiciones de guerra total, de crear un régimen de supremacía blanca a escala mundial bajo la hegemonía alemana, por otro lado, el movimiento comunista hizo una decisiva contribución a vencer la discriminación racial y el colonialismo, cuya herencia el nazismo intentaba asumir y radicalizar.
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En su lucha contra la Herrenvolk democracy, Lenin radicalizó las enseñanzas de Marx y Engels. «La profunda hipocresía, la barbaridad intrínseca de la civilización burguesa, se muestra sin velos ante nosotros en el momento en que desde las grandes metrópolis, donde toman una forma respetable, volvemos nuestros ojos hacia las colonias, donde se muestran desnudas»[372]. Las grandes potencias capitalistas y coloniales pueden abandonarse a la celebración, pero un pueblo que oprime a otro no puede considerarse realmente libre[373]. Desde entonces se han producido enormes cambios a escala mundial y actualmente ¿quedan, pues, las lecciones de Lenin encerradas en un capítulo ya concluido de la historia?
Para responder a esta pregunta echemos una ojeada a algunos de los conflictos que caracterizan el mundo actual. La prensa internacional está llena de artículos o actitudes encaminadas a celebrar, o por lo menos a justificar, a Israel. Después de todo, dicen, es el único país de Oriente Próximo en el que existe la libertad de expresión y asociación, donde hay un régimen democrático en funcionamiento. De esta manera se suprime un detalle que salta a la luz: el imperio de la ley y las garantías democráticas son solamente válidas para la raza dominante, mientras que los palestinos pueden ver cómo se expropian sus tierras, cómo son arrestados y encarcelados sin juicio, cómo son torturados, muertos y, en cualquier caso, bajo un régimen de ocupación militar, ven su dignidad personal humillada y pisoteada diariamente. Aquí nos enfrentamos a una alternativa, epistemológica más que política. La «democracia» en Israel ¿descansa en reconocer su derecho a la dominación, el pillaje y la opresión colonial o semicolonial, o consideramos que esta realidad de dominación, pillaje y opresión le otorga un carácter diferente al democrático?
Consideraciones análogas se pueden hacer sobre su gran aliado y protector. En la inauguración de su primer mandato presidencial, Clinton declaraba: Estados Unidos es la «democracia más vieja del mundo», y «debe continuar dirigiendo el mundo»; «nuestra misión no tiene fin»[374]. La patente de la democracia atribuida a Estados Unidos desde el mismo momento de su fundación autoriza a ignorar el genocidio de las poblaciones indígenas y la esclavitud, cuyos descendientes en cualquier caso representan el 20 por 100 de la población. La misma lógica se utiliza cuando se mira al presente y al futuro. No hace demasiado tiempo, la «Comisión de la Verdad» creada en Guatemala acusaba a la CIA de haber ayudado de manera decisiva a la dictadura militar a cometer el «genocidio» de los indios mayas, que eran culpables de haber mostrado sus simpatías por los opositores al régimen apoyado por Washington[375]. Ser la democracia más antigua y grande del mundo no le impide a Estados Unidos reprimir todos estos casos. Conservando su buena conciencia puede continuar reclamando su derecho a bombardear o desmembrar cualquier Estado que haya sido definido como «paria» o «delincuente», condenando a su población al hambre y la inanición. Pero precisamente es el tratamiento otorgado el día de ayer a los indios y a los negros, y actualmente a los mayas, «parias» o «delincuentes» en todos los rincones del mundo, lo que demuestra la naturaleza ferozmente antidemocrática de Estados Unidos.
Al mismo tiempo, la terminología que se utiliza es significativa. En cuanto a la expresión «Estado paria», claramente retrocede a la historia de las sociedades divididas en castas, donde ni la igualdad, ni siquiera el contacto estaba permitido o era posible entre miembros de la casta superior, por un lado, y los intocables, por el otro. Pero la expresión «Estado delincuente» es quizá incluso más elocuente. Durante mucho tiempo, en Virginia en los siglos XVII y XVIII, a los indentured servants, esto es, trabajadores blancos temporalmente sometidos a esclavitud mediante contratos de trabajo, cuando se les apresaba después de haber escapado, lo cual hacían con frecuencia, quedaban marcados con la letra R (de «rogue», delincuente): ello les hacía reconocibles de inmediato y evitaba que volvieran a escapar. Más tarde el problema de identificación se resolvió reemplazando a los semiesclavos blancos por esclavos negros, el color de su piel hacía innecesario el marcado, el propio color de la piel era sinónimo de «delincuente».
Para poder doblegar o forzar a la rendición a los «Estados parias o delincuentes» no se duda en recurrir a prácticas que, antes de haber invadido el propio corazón de Occidente durante el siglo XX, han caracterizado trágicamente la historia de la tradición colonialista. El embargo es una cierta clase de versión posmoderna de un campo de concentración. En la era de la globalización no hace falta deportar a la gente, es suficiente con bloquear la llegada de alimentos y medicinas, que unido a un bombardeo «inteligente» permite tener éxito en destruir acueductos, sistemas de alcantarillado e infraestructuras sanitarias, como realmente ha sucedido en Iraq.
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Hemos visto a Clinton reclamando el carácter eterno de la misión de Estados Unidos y así se nos conduce de vuelta a la historia del colonialismo y del imperialismo. A principios del siglo XX, argumentando en contra de los profetas europeos y estadounidenses del imperialismo, John A. Hobson un liberal de izquierda inglés los describía irónicamente como el «destino manifiesto» y el partido de la «misión civilizadora»[376]. También Lenin, utilizando esta información, formuló un programa político para una «ruptura completa con las bárbaras políticas de la civilización burguesa» que legitimaban y festejaban la dominación de «unas cuantas naciones elegidas» sobre el resto de la humanidad[377]. ¿Ha desaparecido esta visión y esta pretensión imperial? En el transcurso de la campaña en la que resultó elegido, George W. Bush no dudó en proclamar un nuevo dogma: «Nuestra nación ha sido elegida por Dios y delegada por la historia para ser el modelo para el mundo»[378]. En su momento, su padre había declarado: «Veo a Estados Unidos como a un líder, como la única nación con un papel especial en el mundo». Escuchemos más voces: Henri Kissinger: «El liderazgo mundial es inherente al poder y los valores de Estados Unidos»[379]; Madeleine Albright: Estados Unidos es la única «nación indispensable».
Esta «misión» o liderazgo eternos se reclama en nombre de «los derechos del hombre». Esto nos lleva a pensar en la historia del imperialismo británico que a medida que se expandía se sentía comprometido para «hacer imposibles las guerras y promover lo mejor para los intereses de la humanidad». Así se expresaba Cecil Rhodes, resumiendo la filosofía del Imperio británico en «filantropía + el 5 por 100»[380], donde «filantropía» es sinónimo de «derechos humanos» y el 5 por 100 indicaba los beneficios que esperaba conseguir la burguesía capitalista inglesa de la conquista colonial y de enarbolar los «derechos humanos». Veamos ahora como describen y celebran la globalización los periodistas estadounidenses: sirve para exportar, en primer lugar, los productos, la tecnología, las ideas, los valores y el estilo del capitalismo estadounidense; para «dejar de lado a China», Estados Unidos tiene que saber cómo combinar «cañoneras, comercio e inversiones en Internet», además de la palabra clave de «democratización» de la economía y la política[381]. La fórmula favorita de Rhodes, la voz del imperialismo británico, puede volverse a formular con más precisión y franqueza: «filantropía (derechos humanos) + 5 por 100 + políticas de cañoneras».
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Pero ¿no deberíamos estar ahora hablando de superar el Estado-nación? Con este eslogan se desencadenó la guerra contra Yugoslavia. El proceso de recolonización del Tercer Mundo y de la periferia de Occidente va acompañado de consignas universales que proclaman la trascendencia absoluta de las normas éticas sobre las fronteras estatales y nacionales. Pero esto, lejos de ser una novedad, es una constante de la tradición colonialista. Al mismo tiempo, queda claro que al reclamar el derecho de declarar la soberanía de otros Estados, las grandes potencias se atribuyen a sí mismas una ampliación de la soberanía que se ejercita más allá de sus territorios nacionales. La dicotomía que ha acompañado a la expansión colonial, en el transcurso de la cual sus protagonistas se han negado constantemente a reconocer como Estados soberanos a países sometidos o transformados paso a paso en protectorados, se reproduce de forma apenas modificada. Los esbozos de un «nuevo orden internacional» aparecen con claridad: por un lado están los que tienen el derecho y la obligación de desencadenar «actuaciones internacionales de policía» y por el otro los «Estados delincuentes», los Estados fuera de la ley, o más exactamente los no Estados, cuyo comportamiento ilegal debe suprimirse por cualquier medio. En el tipo de Estado mundial que se invoca aquí, Occidente completa el monopolio de la violencia legítima, y esto hace explícita la falta de emancipación, consumida a expensas de los excluidos.
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Reivindicar la modernidad de Lenin no significa, sin embargo, ignorar o minusvalorar los elementos de innovación que se han producido en la situación internacional. Ciertamente, en algunos casos la cuestión nacional continúa presentándose en su forma clásica, como la lucha por la liberación de la dominación colonial para construir un Estado-nación (el caso de Palestina). En otros momentos, la cuestión nacional está conectada a la lucha para defender los resultados alcanzados que siguieron al proceso de descolonización.
Obligados a reconocer la independencia de países que han escapado a su control, las grandes potencias capitalistas tratan ahora de desintegrarlos apelando a las rivalidades étnicas o tribales. Es una maniobra fácil. Los países que han alcanzado recientemente su independencia, a menudo con fronteras inciertas, mal trazadas o arbitrarias, no tienen una historia unitaria a sus espaldas. En sí misma, la herencia colonial es un suelo fértil para la aparición de movimientos separatistas y secesionistas, donde el imperialismo adquiere con facilidad un papel hegemónico. «De aquí el constante y a menudo inútil llamamiento de los dirigentes de esos nuevos Estados para superar el “tribalismo”, “comunalismo” o cualquier fuerza responsable del fracaso de que los nuevos habitantes de la república X se sientan primordialmente ciudadanos y patriotas de X, antes que miembros de alguna otra colectividad»[382].
Los sucesos que se produjeron en Congo a finales de la década de los cincuenta y comienzos de la siguiente son un buen ejemplo. Bélgica, viéndose obligada a conceder la independencia, inmediatamente se dedicó a promover la secesión de Katanga. ¿No era en nombre de la autodeterminación en el que Congo, como toda África, había reclamado y continuaba reclamando la independencia? Este mismo principio había que aplicarlo a la rica región minera controlada por la Union Minière. Rápidamente se encontró un líder «revolucionario» dispuesto a enarbolar esa bandera: Moise Chiombe, «hijo el primer millonario negro» de Katanga. Los secesionistas y las fuerzas coloniales capturaron a Lumumba, el dirigente del Movimiento Nacional Congoleño, que apoyaba un «programa intertribal unitario y progresista». Se le encontró culpable de oponerse a la secesión y a la «autodeterminación» de la rica región a la que los colonialistas no estaban dispuestos a renunciar; Lumumba fue salvajemente asesinado[383].
Por otra parte, la dominación colonial ha dejado su huella. Desde el punto de vista económico, la desigualdad del desarrollo entre las diferentes regiones se ha acentuado, mientras que la presencia hegemónica a todos los niveles de las grandes potencias y la política de ingeniería étnica que a menudo han desarrollado, ha acentuado la fragmentación cultural, lingüística y religiosa. Todo tipo de tendencias secesionistas se encuentran soterradas, alimentadas con regularidad por las potencias coloniales. Cuando Gran Bretaña arrebató Hong Kong a China no pensaba en la autodeterminación, y no se acordó de ella durante los largos años que duró su dominación. Pero repentinamente, a la vista del retorno de Hong Kong a China, a la tierra madre, el gobernador enviado por Londres, Chris Patten, un conservador, tuvo una especie de iluminación y conversión espontánea: hacía un llamamiento a los habitantes de la colonia para que reclamaran su derecho «a la autodeterminación», y a permanecer así bajo la tutela del Imperio británico.
Consideraciones análogas se pueden hacer sobre Taiwán. Cuando a principios de 1947, el Kuomintang, que había huido de China continental y del victorioso Ejército Popular, desencadenó una terrible represión que provocó alrededor de 10 000 muertos[384], Estados Unidos tuvo mucho cuidado en no invocar el derecho de autodeterminación para los habitantes de la isla; por el contrario, buscó imponer la tesis de que Chiang Kai-shek representaba al gobierno legítimo no solamente de Taiwán sino de toda China. El gran país asiático tenía que permanecer unido pero bajo el control de Chiang Kai-shek, reducido a un simple procónsul del imperialismo de Washington. A medida que el sueño de reconquistar el país fue desplomándose y cuanto más crecía la aspiración del pueblo chino por alcanzar la completa integración territorial y la independencia, acabando con el trágico capítulo de la historia colonial, los presidentes de Estados Unidos sufrieron una iluminación similar a la de Chris Patten. También ellos empezaron a preocuparse por la idea de la «autodeterminación». ¿Incoherencia? En absoluto: «la autodeterminación» es la continuación de la política imperial por otros medios. Si no era posible apoderarse del conjunto de China, era conveniente, entretanto, asegurarse el control de Hong Kong o Taiwán.
Finalmente, es preciso recordar que en determinadas circunstancias la cuestión nacional puede ser acuciante incluso en el corazón de Occidente. De acuerdo con documentos de Estados Unidos recientemente desclasificados, la CIA estaba preparada, a la víspera de las elecciones italianas de 1948, por si se producía una victoria de los movimientos secesionistas de Cerdeña y Sicilia que desmembraran Italia[385]. Al reclamar sin moderación su derecho a proclamar la soberanía de otros Estados, las grandes potencias se atribuyen una soberanía monstruosamente dilatada. Esta desigualdad radical entre naciones es una característica esencial del imperialismo, ese sistema político-social caracterizado, en opinión de Lenin, por «la enorme importancia de la cuestión nacional»[386]. Al proclamar su «misión», Estados Unidos y las grandes potencias imperiales pueden enarbolar tranquilamente la bandera de la «democracia»; sigue siendo una Herrenvolk democracy, que constituye el objetivo constante de la actuación de Lenin.