9. Lenin como lector de Hegel
Hipótesis para una lectura de los Cuadernos de Lenin sobre La
ciencia de la lógica
STATHIS KOUVELAKIS
La Primera Guerra Mundial no fue simplemente una erupción de masacres a escala masiva en el corazón de los países imperialistas. Tras un siglo de relativa paz interna supuso, al mismo tiempo, el colapso de su oponente histórico, el movimiento obrero europeo organizado esencialmente en torno a la Segunda Internacional. El término «desastre» resulta adecuado, aunque Alain Badiou lo utiliza para referirse a la refutación final de una cierta forma de política emancipatoria, resultado del reciente colapso de los así llamados regímenes comunistas del Este europeo[182]. Si consideramos que este segundo desastre golpeó precisamente la verdad política que bajo el nombre de «Octubre de 1917», o igualmente de «Lenin», nació en respuesta al primero, entonces el mismo se convierte en el rizo final del «corto siglo XX», que se cerró con esta repetición del desastre. Paradójicamente, por lo tanto, no es un mal momento para volver al principio, el momento en que en medio del barro y la sangre que anegó Europa el verano de 1914, surgió este siglo.
El desastre
Arrastradas por el torbellino del conflicto, las sociedades europeas y no europeas tuvieron su primera experiencia de la guerra total[183]. Toda la sociedad, los combatientes y no combatientes, las economías y las políticas, el Estado y la sociedad civil (sindicatos, iglesias, medios de comunicación), participaron por completo en una movilización general que carecía de precedentes en la historia. La dimensión traumática de los acontecimientos no tenía parangón con cualquier otra confrontación armada que se hubiera producido con anterioridad. De la monstruosa carnicería que se produjo en las trincheras, una auténtica industria de la masacre, altamente tecnológica y practicada tanto sobre el campo de batalla como fuera de él (con el bombardeo de civiles, el desplazamiento de poblaciones y la destrucción de zonas fuera del frente de batalla), surgió un sentimiento generalizado del fin de una «civilización». La industria de la aniquilación en masa se entretejió estrechamente con los mecanismos para controlar la vida social de las poblaciones directa o indirectamente involucradas en el conflicto. Esta atmósfera apocalíptica, cuyos ecos resonaron con claridad en toda la cultura del periodo posterior a la Guerra (de la propia Guerra surgió el dadaísmo, más tarde el surrealismo y las demás vanguardias de los años veinte y treinta) se extendió por toda la vida contemporánea. En la actualidad nos podemos hacer una idea de ello leyendo «El panfleto de Junius» de Rosa Luxemburg, uno de los textos más extraordinarios de la literatura socialista, donde cada página certifica el carácter sin precedentes de la barbarie que se estaba produciendo[184].
El alcance del embrutecimiento de todas las relaciones sociales, a pesar de lo terrible que fue y que sigue pareciendo, no debería encubrir las innovaciones a gran escala que trajo el conflicto. Realmente es algo sabido que todas las guerras son auténticos laboratorios de «modernización» de las relaciones sociales, pero el carácter total y absoluto de esta última otorgó al proceso un alcance desconocido hasta entonces[185]. El conflicto mundial hizo posible el establecimiento a gran escala de campos de concentración y las políticas de deportación de poblaciones y limpieza de territorios, que hasta entonces habían estado reservadas a las colonias, lo cual supuso importar a las metrópolis la clase de violencia que hasta entonces se había desarrollado en la periferia imperial. Las formas de planificación y control estatal de la economía, entre las que se incluían la integración de los sindicatos en las economías de guerra, adoptaron la apariencia de una completa racionalización capitalista teorizada por el político y empresario alemán Walter Rathenau. El recurso al trabajo de la mujer en la industria, combinado con la ausencia de los hombres que se hallaban en el frente, tuvo sus consecuencias sobre la estructura familiar y la dominación masculina de la vida social. La guerra experimentó con las formas de condicionamiento practicadas a gran escala sobre los combatientes y la opinión pública por un impresionante mecanismo de control de la información y el desarrollo de nuevos medios de distribución (radio, cinematógrafo). Y, por supuesto, el conflicto dio lugar al surgimiento de los gobiernos de la union sacrée, que aseguraron la participación de los partidos obreros en la cumbre del Estado y la introducción de formas de planificación y consenso en el plano económico. Ni un solo aspecto de la vida colectiva e individual permaneció sin alterar por esta experiencia, auténticamente radical.
Nada volvería a ser como antes, y sobre todo el movimiento obrero. El colapso de la Segunda Internacional, su total impotencia para hacer frente al desencadenamiento del conflicto imperialista, de hecho únicamente revelaba unas tendencias fuertemente arraigadas, que ya existían antes de la Primera Guerra Mundial, hacia una «integración» de las organizaciones de este movimiento (y de una gran parte de su base social) en compromisos que apoyaban el orden político y social de los países metropolitanos, especialmente de su dimensión imperialista. El «colapso», utilizando el término de Lenin, fue el de la totalidad de la práctica política de los trabajadores y del movimiento socialista, que se veía obligado a efectuar reconsideraciones radicales: «El mundo ha cambiado las condiciones de nuestra lucha y al mismo tiempo nos ha cambiado radicalmente a nosotros mismos», escribía Rosa Luxemburg, que apelaba a un «implacable sentido autocrítico» como «vida y aire del movimiento proletario»[186].
Lenin, aunque estaba lejos de encontrarse entre los menos preparados (aunque en algunos aspectos él mismo no se diera cuenta), estuvo con todo entre los que de manera inmediata se vieron sacudidos por el desastre. Su incredulidad de cara a los votos unánimes de la socialdemocracia alemana a favor de los fondos para la guerra, y de manera más general frente al colapso de la Internacional y de Kautsky como centro de su ortodoxia, así como la lentitud y el carácter extraño de sus intervenciones iniciales después de agosto de 1914, son muy significativas. Revelan no tanto una supuesta falta de lucidez (aunque sea cierto que sus primeros anhelos de «ortodoxia», que Luxemburg no compartía, contribuyeron a la ilusión retrospectivamente desvelada por el desastre), sino el carácter genuinamente sin precedentes de lo que estaba sucediendo.
Este contratiempo en la intervención política se ponía de manifiesto más claramente con la evolución de su posición sobre la actitud revolucionaria de los socialistas frente a la guerra. Cuando se produjo su estallido, y el «horror» del colapso de la Internacional era la carga más pesada que todos tenían que soportar, el dirigente bolchevique lanzó una consigna de «emergencia» que todavía estaba dentro de la cultura «antiguerra» de la difunta Internacional. La consigna democrática de «la transformación de todos los Estados europeos en unos Estados Unidos de Europa republicanos» encajaba en las ideas jacobinas y kantianas, y hablaba de una transformación que implicaba el derrocamiento, entre otras, de las dinastías alemana, austrohúngara y de los Romanov[187]. Ya en 1915 abandonaba esta posición debido a lo problemático de su contenido económico (capaz de ser interpretado como un apoyo a un imperialismo europeo unificado) y a su rechazo categórico de cualquier concepción eurocéntrica de la revolución. Se trataba de un rechazo que denotaba inequívocamente una apreciación muy pesimista del estado del movimiento obrero europeo: «Ha pasado para siempre el momento en que las causas del socialismo y la democracia estaban directamente atadas a Europa»[188]. Su afirmación simultánea del «derrotismo revolucionario», que suponía una innovación radical para la cultura del movimiento obrero internacional, aparece así inseparable de su reflexión sobre las devastadoras consecuencias de la implosión de agosto de 1941. Más exactamente, aparecía inseparable de la poco habitual ocupación a la que Lenin se entregaría en los meses que siguieron a estos acontecimientos.
La soledad de Lenin
Fue precisamente en este contexto de apocalipsis generalizado en el que, atendiendo en primer lugar a las tareas más urgentes (y como sucede generalmente en estos casos, recurriendo a viejos remedios mientras llega la verdadera innovación), Lenin se retiró a la calma de una biblioteca de Berna para sumergirse en la lectura de Hegel. En cierto aspecto, este es el momento en que el aislamiento político de Lenin, que coincidía con el aislamiento de la minoría del movimiento obrero que se había opuesto a la guerra imperialista, se encontró en su punto más alto. Este distanciamiento y soledad, que a menudo se encuentra no solamente entre los pensadores, sino también entre los hombres de acción, es un momento absolutamente necesario del propio proceso de los hechos: la cesura del acontecimiento inicial (la guerra) es silenciosamente amplificada en la distancia, un silencio de donde surgirá la nueva iniciativa, el paso hacia lo nuevo. Solamente a la luz de este novum el proceso puede aparecer retroactivamente como necesario, la autocrítica del pensamiento interactuando con la autocrítica de las propias cosas, que él reconoce como propia, sin que nada trate de reducir la parte de contingencia de este encuentro, su completa falta de ninguna garantía por adelantado.
La frecuencia de estos momentos de soledad en la vida de Lenin, una vida llena de largos exilios y de una lucha constante en contra de la corriente, es en este sentido indicativa de la gran cantidad de acontecimientos que se produjeron en ella[189]. Estos momentos, lejos de desaparecer, reaparecen y lo hacen en el mismo corazón del periodo más decisivo, el que se extiende desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial hasta octubre de 1917. Tales momentos incluyen, por ejemplo, prácticamente un año desde agosto de 1914 de, por así decirlo, lectura filosófica, principalmente dedicada a Hegel; un enorme trabajo sobre imperialismo (800 páginas de apuntes y el famoso ensayo); y un correoso trabajo teórico sobre la cuestión del Estado, culminando en el denominado «Cuaderno azul» y en la redacción, en el retiro forzoso de Finlandia, de El Estado y la revolución que fue «incapaz de completar». Como si se tratara del sueño de un escritor, se producía el encuentro del discurso y la realidad en la propia Revolución de Octubre. Todo sucedía como si en su obstinación, Lenin se las arreglara para crear un espacio a su alrededor donde inmovilizar, o más bien capturar dándole de algún modo la vuelta, un momento histórico que no detenía su vertiginosa aceleración.
Las biografías más competentes de Lenin han hecho hincapié en este hecho.
Quizá el periodo más intrigante e inexplicable de su vida, desde el punto de vista de aquellos […] que nos lo presentan como un político eminentemente práctico e instintivo, es el de sus actividades en los turbulentos meses que siguieron a la caída de la autocracia en febrero de 1917 […]. En vez de dedicar su tiempo a maniobras políticas para obtener ventajas inmediatas tácticas para su partido en Rusia, concentró sus energías en un estudio esencialmente académico y exhaustivo de Marx y Engels sobre la cuestión del Estado, con la idea de trazar los objetivos generales a largo plazo de la revolución socialista global[190].
Esta es otra cara de su soledad que no es una retirada contemplativa, ni una parada temporal para reunir fuerzas antes de volver a la acción. Diciéndolo de otra manera, si para aprovechar la coyuntura y trazar la línea de actuación es necesario replantear y reconstruir las posiciones teóricas propias (el marxismo no como dogma sino como «guía para la acción», en una de las frases favoritas de Lenin), entonces frente al desastre es cuestión de volver a la auténtica base, una refundación teórica del marxismo.
Esto es lo que explica con claridad no solamente la intensidad excepcional de las intervenciones teóricas de Lenin en el periodo que comienza con la Primera Guerra Mundial, sino también su significado auténticamente refundacional, y como veremos, autocrítico. La vuelta sistemática a los textos de Marx y Engels se combinaba con el comienzo de un enorme esfuerzo de actualización teórica y de análisis de las nuevas condiciones creadas por la guerra imperialista total. La impresionante acumulación de documentación empírica se acompañaba de un reexamen del verdadero estatus del marxismo, a la vista de una ortodoxia que había quedado hecha pedazos. La ruptura que implicaba esta situación se continuaba en el plano teórico: la crisis e incluso el desastre podían entonces, dentro de su incertidumbre, ser la base de un nuevo comienzo y convertirse en totalmente constructivas. También en este esfuerzo Lenin se encontraba aislado en comparación con las cabezas más claras del movimiento revolucionario, incluyendo a Rosa Luxemburg, Trotsky y Bujarin. No fue por casualidad que ninguno de estos personajes, eminentes pensadores y dirigentes del movimiento obrero internacional, regresaran a Hegel en este periodo crucial, o de manera más general a los aspectos filosóficos y teóricos del marxismo.
La ruptura
Lenin comenzó el nuevo periodo con una lectura de Hegel para reflexionar en profundidad sobre la ruptura con la Segunda Internacional, una «bancarrota» anunciada por la guerra. Los escritores que acompañaron su soledad, por encima de todos Hegel, se convirtieron así en el objeto de una lectura especial, inseparable de los temas políticos en juego en la filosofía. Si como él mismo admitía en su reacción de «emergencia» (en un texto publicado póstumamente), «para los socialistas no han sido los horrores de la guerra los más difíciles de sobrellevar —¡siempre estamos a favor de “santa guerra di tutti gli oppressi per la conquista delle loro patrie”! [de una guerra santa de todos los oprimidos, por la conquista de su propia tierra natal]—, sino los horrores de la traición realizada por los dirigentes actuales del socialismo, los horrores del colapso de la actual Internacional»[191]. Este reconocimiento servía de motor para un proceso de crítica y autocrítica interna que ya estaba en camino. La elección de Hegel, una elección singular y poco probable en apariencia, y en concreto de La ciencia de la lógica como el terreno privilegiado y casi exclusivo para el decisivo periodo de agosto a diciembre de 1914, el periodo de esta ruptura, también tiene que entenderse como un encuentro entre diversas sucesiones de determinaciones relativamente heterogéneas, que solamente adquieren el carácter de unidad y convergencia en su resultado retrospectivo[192]. Aunque en lo que respecta a este itinerario, la tarea señalada hace varios años por Michael Löwy en un texto pionero todavía permanece sin completar («algún día será necesario reconstruir con precisión el itinerario que condujo a Lenin desde el traumatismo de agosto de 1914 a la Lógica de Hegel»[193]), nosotros plantearemos algunas hipótesis (cuatro en concreto) para tratar de reconstruir algunos aspectos de ese itinerario. Especialmente presentaremos las que se desprenden de la doble intuición formulada por Löwy en el mismo texto: el regreso a Hegel ¿era «un simple deseo de volver a las fuentes del pensamiento marxista o una lúcida intuición de que el talón de Aquiles metodológico del marxismo de la Segunda Internacional estaba en su incomprensión de la dialéctica»[194]? Sin lugar a dudas la respuesta es que ambas, aunque inmediatamente haya que aclarar que el procedimiento del «regreso a las fuentes» no tiene nada de «simple», pero ofrece realmente la indicación más definitiva de la trascendencia radical de la acción de Lenin.
1
Esta acción debería entenderse, en primer lugar, como una reacción casi instintiva a la devaluación, más bien represión, de Hegel y de la dialéctica que era una de las características significativas del marxismo de la Segunda Internacional en general, y especialmente del ruso Plejanov, su representante en las cuestiones filosóficas que tenía un considerable prestigio dentro de ella (con una pequeña salvedad de la que hablaremos más adelante). En este punto simplemente tenemos que recordar cómo, basándose principalmente en una simplificación de los escritos del último Engels, la doctrina oficial de la Segunda Internacional, desde Mehring y Plejanov hasta Kautsky, consistía en una variante de evolucionismo científico y determinismo con pretensiones materialistas, combinada con un quietismo político que, con la excepción de Labriola, solamente se veía desafiado dentro de la Internacional por los «revisionistas» de derechas e izquierdas, desde Bernstein a Sorel y Karl Liebknecht, casi siempre sobre la base de posiciones neokantianas. En realidad, esta matriz participaba plenamente del clima intelectual de la época, el positivismo imbuido por la creencia en el progreso que caracteriza el final del siglo XIX; la misión de la ciencia y de la civilización europea en el apogeo de su expansión colonial. No resulta una exageración decir que en su variante rusa, un país con una modernización tardía todavía dominado por las fuerzas oscurantistas del ancien régime, estas características se veían considerablemente reforzadas. Plejanov situaba abiertamente a Marx en la línea del materialismo de D’Holbach y Helvétius, y en la continuidad de una tradición rusa de Feuerbach, y más en concreto de Chernychevsky, proclamaba a Feuerbach el gran conquistador del idealismo hegeliano, de cuyo trabajo Marx solamente era un continuador[195].
Podríamos decir que eso es cierto, pero que una reacción similar ya había llevado a Lenin al terreno de la filosofía con Materialismo y empirocriticismo, una reacción a la derrotada revolución de 1905 en un Kampfplatz [campo de batalla] filosófico[196]. Pero es precisamente la comparación entre las dos acciones lo que resulta elocuente: en el trabajo de 1908, de principio a fin, en su confrontación entre el «materialismo» que profesa y el empirocriticismo que ataca, Lenin recurre constantemente a Plejanov (precisamente sobre la «crisis» abierta tras la derrota de 1905), como la indiscutida autoridad en ese punto para todos los socialdemócratas rusos. Fue realmente Plejanov quien, al margen de sus diferencias con Kautsky, era su homólogo estructural en Rusia, la fuente indiscutible del andamiaje especulativo e incluso metafísico de la ortodoxia, que irremediablemente se hizo pedazos en agosto de 1914.
Seis años más tarde, Lenin se dirigía a Hegel, la bête noire de cualquier «materialismo», y por encima de todo hacia su dialéctica, un verdadero obstáculo, la verdadera cima del idealismo hegeliano que Marx afirmaba que había que «invertir» para ponerle «los pies en el suelo». Era una dialéctica sobre la cual Plejanov, el verdadero especialista en cuestiones filosóficas de la Segunda Internacional, no tenía prácticamente nada que decir en los miles de páginas de historia y discusión filosófica que escribió, como señalaría Lenin pocos meses después de su propio estudio sobre La ciencia de la lógica[197]. Además, lo poco que escribió muestra hasta qué punto su universo intelectual, el de una época entera o casi, se había vuelto ajeno a la tradición del idealismo alemán. En su artículo «En el sexagésimo aniversario de la muerte de Hegel», el único que Neue Zeit publicó con ese motivo (lo que dice bastante sobre el estado del debate filosófico dentro de la socialdemocracia alemana), Plejanov enfocaba los puntos de vista de Hegel sobre la historia del mundo, la filosofía del derecho, la religión y demás temas, como si se tratara de la información de una enciclopedia[198]. La «influencia histórica del medio geográfico» recibía alguna atención porque encontraba un indudable «germen de materialismo»[199], mientras que la cuestión de la dialéctica se despachaba en menos de una página, que proporcionaba la oportunidad de incluir las dos o tres citas de Marx a las que siempre se hacía referencia[200]. El objeto de esta represión no era Hegel exactamente (en cierto sentido, Hegel había sido mucho menos reprimido por la intelectualidad rusa, Plejanov incluido, que en otras partes de Europa), sino la cuestión de la dialéctica en Hegel, la «esencia del asunto», como señalaba Lenin al definir su relación filosófica con Plejanov poco después de su lectura de la Lógica[201].
2
Mi segunda hipótesis sobre el regreso a Hegel en una coyuntura tan extrema, se refiere a la concepción específica de Lenin sobre la intervención filosófica. Lo que deberíamos señalar al respecto es realmente la otra cara de una imagen casi siempre invertida: su intervención pública en la mêlée filosófica desatada por la crisis de 1908 versus su búsqueda privada, casi secreta, en los caminos más arduos de la metafísica, bajo el impulso del desastre de 1914. Si realmente parece que ambas estaban separadas por un «abismo», como lo calificaba Henri Lefebvre, y que los argumentos continuistas típicos de un cierto leninismo no pueden sostener ni una lectura de los propios textos ni una mínima percepción de las coyunturas, sigue siendo cierto, sin embargo, que Lenin efectivamente retuvo algo de su descenso previo a la arena filosófica. Es decir, en semejantes coyunturas de «crisis», cuya especificidad estaba en las formas asumidas por la resonancia de la crisis en el propio sujeto revolucionario («una terrible debacle ha golpeado a la socialdemocracia»), la batalla filosófica puede adquirir la máxima importancia, ya que los temas teóricos en discusión afectan directamente al estatus de la práctica política.
En la coyuntura del «desastre» del verano de 1914, este silogismo en cierto sentido trabajaba al revés: la implosión de toda la política de la socialdemocracia cambió todas las cosas en el terreno de la teoría[202]. La ortodoxia, representada por el emblemático binomio Kautsky-Plejanov, se desplomó junto al voto a favor de los créditos de guerra y el repliegue en la union sacrée. Para reflexionar en medio de esa bancarrota y destruir teóricamente la matriz de la Segunda Internacional, era necesario empezar por destruir la metafísica que presidía las técnicas de organización obrera[203]. Y el eslabón más débil de la metafísica socialdemócrata era Hegel. No cualquier Hegel, especialmente no el Hegel que interesó brevemente a Plejanov, no el Hegel de sus escritos políticos inmediatos y de superficie, sino el corazón especulativo del sistema, el método dialéctico que se presentaba en La ciencia de la lógica.
En otras palabras, Lenin comprendió perfectamente que la verdadera cuestión en juego en el sistema de Hegel no se encontraba en los escritos esencialmente políticos o históricos, sino en los más abstractos, metafísicos e idealistas. Con ello rompió de manera inequívoca la manera de enfrentarse a las cuestiones filosóficas, heredada del último Engels y consagrada por toda la Segunda Internacional, incluyendo su propia «primera conciencia filosófica»: la división de la filosofía en dos campos opuestos, materialismo e idealismo, cada uno básicamente ajeno al otro y expresando los intereses de clases antagónicas. De todas maneras y como veremos, esto plantea algunas cuestiones nuevas, podemos incluso decir que es precisamente aquí donde se encuentra el punctum dolens de los Cuadernos sobre Hegel. Si la distinción entre materialismo e idealismo se vuelve a comprender en términos dialécticos, y así en cierto sentido se relativiza, a pesar de ello no se la rechaza, sino por el contrario (como veremos) se reformula, reabre o más exactamente se radicaliza en el significado de un nuevo materialismo. Por decirlo de otro modo: abandonando las aguas de la ortodoxia, Lenin no cambió de campo filosófico, no se convirtió en un idealista, no se unió a alguno de los revisionismos filosóficos que se ofertaban y mucho menos se inventó el suyo propio. Lo que siempre había rechazado categóricamente era precisamente eso, una tercera vía mediadora o conciliadora entre materialismo e idealismo o más allá de su oposición[204]. Una postura de este tipo equivaldría a mantener los mismos términos del mecanismo teórico que necesitaba ser rechazado en bloc. Lenin «simplemente» intentó (lo que es realmente la clave de la cuestión) realizar una lectura de Hegel como materialista y de esta manera abrir camino a un nuevo comienzo, a una auténtica refundación del propio marxismo.
3
Enfrentado al desastre, Lenin buscó regresar al momento constituyente, el texto real de Marx. Aunque fue escrito por encargo, su texto para la enciclopedia Granat resulta revelador en este aspecto[205]. A caballo sobre el momento del desastre, permanece en su mayor parte fiel a la ortodoxia de Engels-Kautsky (especialmente en su repetición de las definiciones canonizadas de materialismo). Sin embargo, se diferencia por el lugar que otorga a las cuestiones «filosóficas», que aparecen al comienzo de la presentación, algo que en sí mismo era inusual (especialmente en un contexto pedagógico), así como por la existencia de un capítulo titulado «Dialéctica». Aunque el capítulo ensaye la formulación habitual de la ortodoxia, especialmente la primacía de la evolución y del desarrollo en la naturaleza y la sociedad, invocando en apoyo de esto (al más puro estilo Plejanov) el «desarrollo moderno de la química y la biología» e incluso «la teoría eléctrica de la naturaleza», a pesar de todo viene marcado por el deseo de distanciarse del materialismo «vulgar», lo que era una formulación más bien sospechosa a los ojos de la Segunda Internacional, para quien cualquier materialismo era válido. Lenin no dudó en llamar a esto «metafísica en el sentido de ser antidialéctico», una acusación que escasamente era concebible para Plejanov, para quien el viejo materialismo era, como mucho, simplemente «inconsistente», insuficientemente materialista e insuficientemente fiel al monismo de la «materia», al determinismo del «medio» socionatural, o sumamente «parcial»[206].
En este mismo texto Lenin se preocupa de distinguir, con una insistencia poco común, entre la «evolución» de acuerdo con Marx y «la actual idea de evolución», siendo la idea marxiana una idea de evolución «por medio de saltos, catástrofes o revoluciones» (la palabra clave probablemente sea «catástrofe»); insiste en la «dialéctica» como «el aspecto revolucionario de la filosofía de Hegel», evitando la habitual diferenciación entre el método y el sistema hegeliano[207]. Sus referencias a las «Tesis de Feuerbach», parciales y distorsionadas como son, recogen un tono diferente a los analistas ortodoxos, especialmente de Plejanov. Es especialmente significativo que Lenin acabara el capítulo sobre «materialismo filosófico» con una referencia a la noción de «actividad práctica revolucionaria»[208] que había sido rigurosamente descartada por el evolucionismo determinista de la ortodoxia[209].
Con ello Lenin se hizo consciente de la necesidad de regresar al nexo entre Feuerbach y Hegel para poder abordar la cuestión del marxismo en sus fundamentos, para desembarazarse radicalmente de la ortodoxia vulgar, que Marx llamaba el «lugar común del viejo materialismo» (décima tesis sobre Feuerbach). Por ello no debería ser una sorpresa que cuando el artículo para Granat estaba ya en manos del editor, Lenin, que había comenzado su lectura de La ciencia de la lógica, intentase cambiar partes del artículo, especialmente las referidas a la dialéctica.
4
De cualquier forma surgió un elemento nuevo en la configuración de este momento de refundación. En el radicalismo teórico que hacía posible su soledad, Lenin se encontró a sí mismo inevitablemente enfrentado con la necesidad de una reconstrucción de la tradición revolucionaria nacional, la famosa «herencia» (un término habitualmente usado por la intelectualidad opositora) de las figuras fundadoras de la Ilustración rusa y de la democracia revolucionaria. Se trataba de una herencia que Lenin siempre había proclamado con orgullo, incluso mientras rechazaba su apropiación por la corriente populista de su tiempo y aseguraba la legitimidad y la necesidad de una reconsideración crítica sobre ella. Por decirlo de otra manera, fue precisamente esta soledad de su lectura en Berna la que permitió a Lenin entrar en un diálogo libre, en cierto sentido a través de Hegel, con los grandes antecesores y especialmente con la figura fundadora de Alexander Herzen.
Esta referencia de una acción fundadora a otra, reactivada por una relación reconstruida en el presente y plenamente asumida como tal, debería entenderse en un sentido doble: Herzen era por encima de todo el vínculo de la herencia revolucionaria rusa con la gran corriente de las revoluciones europeas de 1848. Educado en el hegelianismo, más concretamente en los jóvenes hegelianos[210] (un «desfase» característico de un país que «llega tarde»: cuando Hegel llegó a Rusia fue tanto de manera precoz como tardía, siendo ya el Hegel del movimiento de los jóvenes hegelianos), y marcado por una lectura revolucionaria bajo el impulso de Bakunin y Heine, con quienes se encontró en su exilio de París, Herzen fue claramente el primero en plantear la cuestión de lo que más tarde se conocería como el «carácter no contemporáneo de Rusia»[211]. Reformulando el tema «alemán» en una reversión del retraso (extremo en el caso ruso) para convertirlo en un posible «adelanto» (sobre otros países europeos) —no ya en el contexto eufórico de los años previos a 1848, sino en el de la derrota y desesperación posterior— trazó el esquema de una «vía rusa» como manera singular de acceder a lo universal. Rusia, protegida por el hecho real de su retraso respecto a los efectos combinados del aplastamiento de la revolución democrática y del desarrollo capitalista, con sus formas sociales comunitarias todavía vivas en su inmensidad rural, podía abrir un camino hacia una emancipación todavía más avanzada que la iniciada por la Revolución francesa de 1789 y vislumbrada en 1793-1794, y cuya sangrienta derrota en 1848 había servido de heraldo para el resto del continente barrido por la ola de la reacción. En la soledad y la derrota, en el vacío creado por una contrarrevolución triunfante en todas partes, Herzen, según sus propios términos, descubrió un nuevo camino para avanzar, una posibilidad histórica de la que no se había oído hablar: «Mis descubrimientos me marearon, un abismo se abría delante de mis ojos y sentí cómo cedía la tierra bajo mis pies»[212].
La posibilidad de una apertura histórica radical acompañaba en cierto sentido, como hemos visto, al papel histórico de Herzen en la recepción de Hegel en Rusia antes de 1848[213]. En la década de 1840 había defendido la Lógica de Hegel en contra de los intelectuales de la generación anterior, modelados por Schelling. Conocedor de Saint-Simon incluso antes de dedicarse al estudio de la filosofía, y lector de August Cieszkowski, cuya idea de una «filosofía de la acción» le había servido de inspiración antes de que comenzara a leer a Hegel, siguió de cerca, junto a otros intelectuales rusos (especialmente Belinski), el desarrollo de la izquierda hegeliana por medio de las dos revistas editadas por Arnold Ruge (el Hallische Jahrbücher, que se convirtió en el Deutsche Jahrbücher tras la expulsión de Ruge de Sajonia). Convencido del papel revolucionario de la filosofía y de su capacidad para intervenir activamente en la actualidad política, en 1842 Herzen puso su vista en el proletariado como actor central de la revolución venidera (antes de abandonar esta posición tras las masacres de 1848 y la derrota generalizada). Fue Herzen quien acuñó la expresión «el álgebra de la revolución» para referirse a la dialéctica hegeliana, una expresión que le gustaba repetir a Plejanov y que sin duda llegó a Lenin, aunque Plejanov a menudo la transformara en el «álgebra de la evolución»[214].
Herzen, un joven hegeliano radical incluso antes de ser hegeliano, introdujo la problemática completa de los jóvenes hegelianos, Feuerbach incluido, en el bastión del despotismo europeo. Las consecuencias de esta acción fueron auténticamente incalculables para generaciones de intelectuales radicales rusos, ya que explican por qué en un clima de reacción generalizada, que sucedió a las derrotas de las revoluciones de 1848, y en el que la represión de Hegel servía de punto de referencia a escala europea (empezando por Alemania donde se le trató como a un «tronco muerto», como recogía Marx en el prefacio de El capital), el espíritu de 1848 sobrevivió precisamente en esta periferia europea, en el corazón de la Rusia zarista[215].
Después de la debacle, Herzen se dirigió más en particular al estudio de las ciencias y escribió sus Cartas sobre el estudio de la naturaleza, bañadas en un clima de finalismo naturalista, en las que la Naturphilosophie hegeliana rivalizaba con un panteísmo que hunde sus raíces en Feuerbach y que presentaba incluso inequívocos tintes de Schelling[216]. Sin embargo, la cuestión en juego era claramente política: de hecho, Herzen ofrecía un relato que basaba las posibilidades de la acción humana y sus efectos transformadores en un amplio relato de los procesos naturales captados en su finalidad interna y en las intervenciones que reflejaban. Aquí también su trabajo desempeñó un papel fundamental, y podemos decir que el materialismo ruso, que se situaba a sí mismo en la continuidad de estas Cartas y acentuaba su relación con Feuerbach, también compartía su ambigüedad constituyente. Chernychevsky, cuya considerable influencia sobre Lenin es bien conocida, era en esto un caso emblemático de la misma manera que Plejanov, que le dedicó un cierto número de ensayos, incluyendo un trabajo cuidadosamente estudiado por Lenin en 1910-1911[217]. La referencia a Herzen por ello nos lleva de muchas maneras a la conexión teórica entre Hegel y Feuerbach, mediatizada por la excepcional tradición de recepción rusa de los dos pensadores. Es en estos términos, los de la relación entre materialismo y revolución, en los que Lenin, todavía dentro del marco de la ortodoxia, resumía en 1912 los logros de Herzen en su artículo «En memoria de Herzen». En él encontramos al Lenin anterior al desastre, que aunque recordaba la «asimilación de la dialéctica hegeliana» por parte de Herzen, condensada en la fórmula del «álgebra de la revolución», inmediatamente seguía alabando al editor de Kolokol en la más estricta ortodoxia de Plejanov, por «ir más allá de Hegel, siguiendo a Feuerbach hacia el materialismo»[218]. Esto sucedía a pesar del hecho de que poco antes de escribir este texto, las notas marginales que Lenin realizó sobre el trabajo de Plejanov sobre Chernychevsky mostraran lo consciente que era del carácter básicamente contemplativo de este materialismo, llegando incluso a detectar huellas de él en el propio Plejanov[219]. El hecho es que en el debate sobre la vía rusa hacia la revolución, Hegel y sus sucesores estaban implícitamente presentes desde el principio.
El camino de Lenin hacia Hegel nos remite a otros tres caminos, cada uno de ellos con sus distintas modalidades, pero también con una necesidad interior. Independientes unos de otros pero procediendo del mismo tronco teórico, Herzen y Marx tenían que resolver el mismo enigma político: la no contemporaneidad de sus respectivas formaciones sociales, la inversión de su retraso en adelanto y la iniciativa que transformaría los mismos términos de este «demasiado pronto» y «demasiado tarde», para plantear la actualidad específica del proceso revolucionario en una coyuntura determinada. Pero esto, como Lenin descubriría en su momento, no era otra cosa que la dialéctica.
Texturas
De esta manera llegamos al propio texto de los Cuadernos de Lenin sobre la Lógica de Hegel. Antes de abordar los hallazgos que hace Lenin en esta lectura de Hegel, es necesario detenerse por un momento en algo que la mayoría de los estudios mencionan solamente de pasada, cuando no lo reducen a una mera limitación del texto o a una deficiencia de las normas filológicas que un comentario filosófico debería cumplir. Los Cuadernos de Lenin sobre La ciencia de la lógica de Hegel no existen realmente como tales. Comparten este estatus con otra serie de textos míticos de la tradición marxista, y más allá de ella, que consta de manuscritos realizados para uso privado, o por lo menos no proyectados para ser publicados en el estado en que los conocemos[220]. En estos ilustres casos la mera forma de su publicación siempre constituye un problema teórico en sí misma, e incluso un problema directamente político, especialmente para los textos de la tradición marxista y para estos Cuadernos sobre Hegel en particular. ¿Deberían incluirse, y con ello diluirse dirían algunos, con la cantidad de otras anotaciones y materiales de diversos periodos como hacen las primeras ediciones soviéticas? ¿Deberían presentarse por separado para darles la debida prominencia, como hace el esfuerzo pionero de Lefebvre y Guterman?[221]. ¿O se debería adoptar una posición intermedia como hacían las ediciones soviéticas a partir de 1955 y tras ellas las del movimiento comunista internacional?
Todavía hay más aspectos presentes en estas cuestiones de forma: los Cuadernos sobre la Lógica de Hegel forman un texto bastante extraño, quizá único en la tradición marxista. Forman un conjunto de anotaciones y una colección de extractos de Hegel, que se presentan como un collage increíble, un texto fundacionalmente fragmentado y heterogéneo, construido a diferentes niveles que constantemente se entretejen y actúan como un cierto número de textos, subtextos e intertextos relativamente autónomos. Cada uno de ellos permanentemente se refiere a los otros y en particular a un (sub)texto ausente formado por todo lo que no está tomado de La ciencia de la lógica. El aspecto fragmentado e incompleto (o más bien incompletable) del texto, su impresión de montaje, a la manera de un cubismo sintético o el cine de Vertov, se ve más acentuado por la mezcla lingüística que lo caracteriza. Los extractos de Hegel, normalmente en alemán pero algunas veces traducidos al ruso, mezclados con anotaciones referidas a esos extractos, generalmente en ruso pero también en francés o alemán (algunas de las más llamativas), incluso frases dispares en inglés. Sin ni siquiera hablar de su forma como tal, las anotaciones marginales de Lenin recurren a toda clase de esquemas, abreviaciones, cuadros y diagramas, mezclando con facilidad el resumen cuasiescolar con un comentario muy elaborado, y el conjunto con una consumada utilización de los aforismos. Aquí encontramos a un Lenin que no duda en recurrir a la ironía o incluso al insulto.
La hipótesis que me atrevo a avanzar es que esta muy improbable construcción de los Cuadernos sobre Hegel, su textura material como objeto, está necesariamente relacionada con el estatus explícitamente reclamado por el autor, el de un intento de lectura materialista de un texto canónico de la filosofía clásica alemana. Por decirlo de otro modo, la misma forma, o la total ausencia de forma preestablecida, su dimensión completamente experimental, es lo que convierte a los Cuadernos sobre Hegel en la expresión de la paradoja que es la emergencia de algo como el «materialismo» en la filosofía (pero, hay que decirlo con claridad, en su carencia, en sus grietas internas).
Antes de volver a la cuestión del materialismo tenemos que esbozar una presentación inicial de las líneas de fuerza alrededor de las cuales está organizado este material tan extremadamente dispar. ¿Qué era lo que le interesaba a Lenin de La ciencia de la lógica, cuáles eran los puntos en los que su acto radical y solitario de reanudación teórica tenía que cruzar su camino, e incluso chocar con el texto de Hegel? Parece posible distinguir por lo menos tres puntos, todos situados bajo el signo de la dialéctica como lógica de la contradicción, que les facilita comunicarse con las notas dedicadas al resto de literatura filosófica que Lenin devoraba en el mismo periodo[222]. Representan líneas de ruptura tanto con la ortodoxia como con su propia conciencia filosófica anterior.
1
La dialéctica no como un método «externo» a su objeto, o disociable del «sistema» de Hegel (según las formulaciones del último Engels)[223], sino como el mismo postulado de la inmanencia y movimiento propio de las cosas que alcanza a entender el pensamiento; un pensamiento atravesado por el mismo movimiento y que regresa a sí mismo. Como cada cosa es al mismo tiempo ella misma y su otra, su unidad se rompe, se divide al reflejarse sobre sí misma y se convierte en otra arrancándose ella misma de este momento de propia diferencia, cancelándolo de alguna manera por la afirmación de su identidad «absoluta» en el propio momento de su automediación.
2
Este automovimiento propio debe entenderse él mismo no en el sentido trivial de un «flujo», del curso de las cosas, o de todo tipo de metáforas hidráulicas tan apreciadas por la ortodoxia, sino como una unidad de los opuestos, de las contradicciones internas de las propias cosas y el despliegue de esta contradicción en la inmanencia más estricta. De ahí el postulado de los extremos y el ascenso a los extremos, la transición de un extremo a otro en el propio movimiento que los opone, la inversión repentina de las situaciones. La afirmación del poder creativo de la división, la función de lo negativo, elimina cualquier visión evolucionista de la «transición», y especialmente de «saltos» como una aceleración de la «evolución», o de los «opuestos» como términos meramente complementarios dentro de una totalidad.
3
El automovimiento es actividad transformadora y la comprensión de esta actividad en su carácter procesal, como practica revolucionaria. Este tercer punto es el más delicado. Atañe directamente a la lectura materialista a la que Lenin somete el texto de Hegel. De manera muy esquemática, Lenin buscaba obtener apoyo del «lado activo/subjetivo» del concepto hegeliano, que él unía directamente a la apreciación hecha del «lado activo/subjetivo» del idealismo en general en las «Tesis sobre Feuerbach»[224]. Pero rechazaba categóricamente, en nombre del materialismo, la abolición de la objetividad en el automovimiento de las categorías, la omnipotencia del pensamiento, capaz en su despliegue interno, de presentarse como una instancia superior que puede asimilar la propia realidad. Para evitar cualquier tentación ontológica en el modo de exposición de las categorías, Lenin reintrodujo en este nuevo intento una pieza de su antiguo mecanismo de intervención filosófica, la teoría del «reflejo» de Materialismo y empirocriticismo, lo cual constituyó ciertamente una pieza central, equipada con todas garantías de la ortodoxia de Engels y Plejanov, que proporcionaba el blanco de los «Cuadernos filosóficos». Esta no contemporaneidad de las problemáticas en el mismo corazón de la lectura de la Lógica por Lenin, ha sido históricamente el centro de todas las dificultades para interpretar su esfuerzo, alternativamente rechazado por una enorme desconfianza implícita en las categorías hegelianas, o por el contrario alabado como una continuidad fundamental con el «materialismo» de 1908.
En este punto tenemos que introducir las hipótesis que ordenarán las indicaciones que siguen a continuación. Sin lugar a dudas, las anotaciones que Lenin realizó durante su lectura de la Lógica eran su diario de una experiencia que fué, al mismo tiempo, un descubrimiento y una resistencia respecto a Hegel. En este sentido no hay nada ilógico en la presencia de la categoría de «reflejo» —postulada al comienzo como la piedra de toque de la «lectura materialista» que Lenin pretendía realizar—, como un elemento del «materialismo primario», un residuo de la ortodoxia de Plejanov a la que en realidad se acomodaba para trascender; en suma el verdadero indicador del límite de la lectura de Hegel por Lenin o, en otras palabras, de su ruptura con la ortodoxia de la Segunda Internacional.
Los términos de la cuestión los ha formulado con claridad Slavoj Žižek:
El problema con la «teoría del reflejo» de Lenin se encuentra en su idealismo implícito: su compulsiva insistencia en la existencia independiente de la realidad material fuera de la conciencia ha de leerse como un desplazamiento sintomático, destinado a ocultar el hecho de que la propia conciencia está implícitamente representada como externa a la realidad que «refleja». […] Solamente una conciencia que observe la realidad desde fuera del mundo vería toda la realidad «de la manera que realmente es» […] igual que un espejo puede reflejar perfectamente un objeto sólo si es ajeno a él. […] El punto no es que haya una realidad independiente allí fuera, fuera de mí mismo, el punto es que yo mismo estoy «aquí», parte de esa realidad[225].
Traduciendo esto al lenguaje de la Lógica de Hegel, lo que Lenin no vio es que esta externalidad inicial del ser y de la conciencia se ve trascendida, y por lo tanto abolida, por la actividad subjetiva que denota precisamente el concepto. El «reflejo» o más bien la reflexión (el término alemán tiene más bien el sentido de «consideración») puede entenderse entonces no como una copia de la realidad externa, sino como el momento de mediación, del negativo; el movimiento que en la multiplicidad de sus momentos exhibe la presuposición recíproca de la externalidad y la internalidad y la inmanencia de la primera dentro de la segunda, ahora genuinamente postulada como interior, como una esencial mediación interna: no otra cosa que el ser, sino ella misma revelada, en esencia, en el movimiento reflejo de su propia profundidad.
Sabemos, sin embargo, que lo que por encima de todo interesaba a Lenin de La ciencia de la lógica, era precisamente la economía de la «lógica subjetiva» (la «doctrina del concepto») como medio de captar la racionalidad de la práctica, del trabajo y de la actividad del pensamiento como modalidades de transformación de lo real. El punto decisivo sobre el que tenemos que insistir es que el acto en sí de oponerse a Hegel transforma las propias categorías de Lenin y le transforma a sí mismo. Así es precisamente como debería entenderse la verdadera función del extraordinario «collage» que forman los Cuadernos sobre Hegel: como un experimento intelectual que introduce el «materialismo vulgar», en forma de una escandalosa parataxis, en el corazón de la «suma teológica» del idealismo, no como mantenía Adorno, especialmente en sus escritos sobre estética —por medio de referencias directas a recordatorios de clase y «ortodoxos» de la primacía del objeto—, sino como la omnipresencia de la totalidad social (represiva e incluso con apariencia de pesadilla) en la propia textura de los elementos que buscan romperla[226]. En este caso, la persistencia de elementos de «materialismo vulgar» en los Cuadernos sobre Hegel debe entenderse como la huella de la violencia sin precedentes que la erupción de la guerra imperialista había llevado al centro del sumamente «abstracto» mecanismo de la empresa filosófica moderna, la pura ciencia del pensamiento, o la ciencia del pensamiento puro que Hegel buscaba alcanzar en su Lógica.
Debemos recalcar desde el principio, por consiguiente, que el concepto de «reflejo» no quedó abandonado, sino que, como veremos, fue «dialectizado» en un mecanismo de doble acción: dejar que surgiera el auténtico contenido de la lógica hegeliana para reconstruir la relación Hegel-Marx que había sido totalmente reprimida por la ortodoxia, y simultáneamente restaurar adecuadamente el impulso revolucionario del propio marxismo, su centro dialéctico. En este proceso, el «reflejo» se convierte en algo bastante diferente de la afirmación inicial (en las páginas que abren los Cuadernos sobre la Lógica) de la externalidad de la materia respecto a la conciencia, o la irreductibilidad de la naturaleza al espíritu. El resultado al que llega Lenin, anticipando un poco las cosas, es que la genuina «inversión materialista» de Hegel no se encuentra, como el último Engels pensaba y Plejanov y los demás guardianes de la Segunda Internacional repetían hasta la saciedad, en afirmar la primacía del ser sobre el pensamiento, sino en entender la actividad subjetiva expuesta en la «lógica del concepto» como el «reflejo» idealista y por ello invertido de la práctica revolucionaria, que transforma la realidad revelando así el resultado de la intervención del sujeto. Y en esto es en lo que Hegel estaba infinitamente más cerca del materialismo que los «materialistas» ortodoxos (o las primeras versiones premarxistas del materialismo), ya que estaba más cerca del nuevo materialismo, el de Marx, que afirmaba la primacía no de la «materia» sino de la actividad de la transformación material como práctica revolucionaria. Se mantenía la promesa de una «lectura materialista de Hegel», pero de una manera muy alejada de la que su autor concebía inicialmente.
Relaciones
En sus notas sobre el primer libro de la Lógica, «La doctrina del Ser», Lenin anotaba su protocolo de lectura en una casilla que comenzaba con la exclamación «Tonterías sobre el Absoluto», y que continuaba como sigue: «En general estoy tratando de leer a Hegel desde una posición materialista: Hegel es un materialismo que se ha puesto cabeza abajo (de acuerdo con Engels), es decir, en su mayor parte dejó de lado a Dios, el Absoluto, la Idea Pura, etc.»[227]. Al final de su lectura, después de haber dedicado docenas de hojas de notas precisamente a lo que iba a «dejar de lado» (es decir el Libro tercero sobre la lógica subjetiva y su sección tercera sobre la «Idea», el grueso de estas notas se refieren al tercer y último capítulo, «La Idea Absoluta», aunque esta suponga solamente la tercera parte de esta sección), Lenin escribió los célebres comentarios finales: «Resulta notable que en todo el capítulo sobre “La Idea Absoluta” apenas diga una palabra sobre Dios […] y aparte de eso (nótese bien), no contiene prácticamente nada que sea específicamente idealista, sino que tiene por sujeto fundamental el método dialéctico. La suma total, la última palabra y la esencia de la lógica de Hegel es el método dialéctico; esto es extremadamente notable. Y una cosa más, en el más idealista de los trabajos de Hegel hay muy poco idealismo y mucho materialismo. ¡“Contradictorio” pero un hecho!»[228]. Esta auténtica inversión de la perspectiva es lo que da la medida de la distancia que había recorrido[229]. La transformación efectuada en la categoría de «reflejo» por ello nos servirá como indicador que señale los resultados de cada paso dado.
Poco después de presentar el protocolo mencionado de «lectura materialista de Hegel», Lenin da una definición inicial del reflejo: es coextensivo con la propia «dialéctica»; existe en tanto que «refleja el proceso material en todos sus aspectos y en su unidad», convirtiéndose en un «correcto reflejo del eterno desarrollo del mundo»[230]. Está, por un lado, el mundo material y su «desarrollo eterno» y, por otro, el «reflejo» de este mundo y su desarrollo en la «flexibilidad multiforme y universal» de las categorías específicamente dialécticas, una flexibilidad que «se extiende a la unidad de los contrarios», añade Lenin. En la conclusión de sus notas sobre la primera parte de la doctrina de la Esencia, Lenin —impresionado por el desarrollo dedicado a la doctrina de la «Reflexión»— intenta por última vez encontrar en esta modalidad de recurso al «reflejo» la confirmación de una «inversión materialista de Hegel»[231]. Esta confirmación está estrechamente ligada a la concepción de la dialéctica como un «retrato del mundo». Y le sirve de ilustración la metáfora inspirada en Heráclito del río y las gotas de agua, y de los conceptos como otros tantos «registros» de «aspectos individuales del movimiento» y sus componentes[232]. Esta metáfora encuentra su lugar en el contexto del «desarrollo eterno del mundo», para resumir una formula recién citada, esto es, de un flujo o movimiento fundamental externo al observador, que solamente lo contempla desde la orilla. Un movimiento de esta clase es el que está involucrado en la definición inicial de «reflejo», el de un mundo asimilado a un «gran agujero», donde la historia y la práctica humanas aparecen extrañamente ausentes.
Hasta este punto todavía estamos en estricta continuidad con el último Engels, especialmente con su texto sobre Ludwig Feuerbach, que estaba canonizado por la ortodoxia de la Segunda Internacional: distinguiendo entre el «sistema» hegeliano, conservador e idealista, y su «método» —es decir, la dialéctica— crítico y revolucionario, y que como la ciencia está formado por las «leyes generales y universales del movimiento» y del desarrollo tanto de la naturaleza como de la acción humana. Estas leyes a su vez son simplemente el reflejo del movimiento real, objetivo en la mente del pensador, y no a la inversa como Hegel creía, la Idea Absoluta alienada y degradada ella misma en la naturaleza. Vuelta a «colocar sobre sus pies» de esta manera, la dialéctica de los conceptos es el reflejo consciente del movimiento dialéctico del mundo real y objetivo[233].
Para Lenin, sin embargo, las cosas pronto empezaron a volverse bastante más complicadas cuando llega a la doctrina de la Esencia. Realmente, sus anotaciones bastante breves sobre la doctrina del Ser finalizaban con las conocidas exclamaciones sobre los saltos y su necesidad[234], tomando así una cierta distancia con el gradualismo que la ortodoxia asociaba ineludiblemente con su concepción de la gran totalidad orgánicamente relacionada, del universo en movimiento perpetuo. Sus anotaciones sobre los prefacios de Hegel al trabajo le habían llevado igualmente a percibir la dificultad de disociar «sistema» y «método», en tanto que la lógica, de acuerdo con Hegel, requiere formas que son «gehaltvolle Formen, formas de vida, contenido real, inseparablemente conectados con el contenido»[235]. Pero es solamente tras su lectura de la doctrina de la Esencia cuando Lenin empieza a calibrar el carácter insatisfactorio, realmente ingenuo e improvisado, de estos dualismos «materialistas» y a penetrar en el nivel de la inmanencia que se despliega en las categorías de la lógica hegeliana.
Como un «reflejo hacia sí misma», la esencia se identifica con el movimiento reflejo interno del propio ser. La apariencia exterior es solamente el reflejo de la propia esencia, nada distinto del ser, pero siendo postulado tanto en la externalidad como en la internalidad, para poder reconocer que este movimiento de postulación de sí mismo procede de sí mismo, de su propia internalidad. Este «regreso sobre sí mismo» no significa que la externalidad sea una mera proyección o reduplicación de la internalidad, más bien ya se encuentra allí, presupuesto e inscrito en la propia internalidad, permitiendo a la totalidad engranar el movimiento de su propia determinación. Volviendo a la metáfora del río, Lenin entiende que si es posible distinguir entre la «espuma» y las «corrientes profundas», entonces «¡incluso la espuma es una expresión de la esencia!»[236]. Diciéndolo de otra manera, la apariencia de la esencia, el «reflejo», no es tanto una ilusión que hay que reducir (trayéndola de vuelta al verdadero ser material del cual es solamente una imitación), como la imagen proyectada de un movimiento externo. Es el momento inicial de un proceso de autodeterminación que conduce al despliegue de lo real como efectividad [Wirklichkeit]. De aquí los problemas de terminología que encuentra Lenin para la adecuada traducción del término «Reflexion»[237]. De aquí también su entusiasmo, justo después de leer las páginas dedicadas a las tres formas de movimiento (formas que en todas partes encontraba «expuestas con muy poca claridad»), cuando descubre el verdadero nivel de inmanencia que desvela el «movimiento» hegeliano[238]. No es el flujo, el curso del universo observado desde fuera, sino el automovimiento [Selbstbewegung]: «El movimiento y el “movimiento propio” (este ¡NB! movimiento arbitrario [independiente] espontáneo, internamente necesario) […] ¿quién creería que este es el centro del hegelianismo, del hegelianismo abstracto y abstrusen? Este centro tenía que ser descubierto, entendido, hinüberretten, presentado desnudo, depurado, que es precisamente lo que Marx y Engels hicieron»[239].
Si este es el caso, entonces el concepto de «ley» debe despojarse de su «simplificación» y «fetichización»[240]: ese es el objeto de las observaciones de la siguiente sección de la doctrina de la Esencia, dedicada al «fenómeno». Lenin entiende por completo el sentido antirrelativista y antisubjetivista del análisis de Hegel de la Erscheinung, el fenómeno como repetición del ser en su consistencia esencial, en la unidad de apariencia y esencia (que el subjetivismo neokantiano disociaba obstinadamente). Como expresión inicial de la esencia como terreno, el concepto de ley está en efecto situado en el ámbito del fenómeno. Para Hegel, la ley es «el reflejo de la Apariencia en la identidad consigo misma», inmediatamente presente en la apariencia como su «reflejo inactivo». Lenin está de acuerdo: «Esto es una determinación notablemente materialista y notablemente adecuada (con la palabra ruhige). La ley toma lo inactivo y por ello la ley, toda la ley, es estrecha, incompleta y aproximada»[241].
Sin duda podemos ver esto como una repetición de la teoría del «reflejo», una copia aproximada pero cada vez más «fiel», «unida» a la realidad «objetiva» y «material»[242]. Pero esta percepción del carácter fundamentalmente limitado de las leyes externas representa un cambio considerable en relación a la tesis central de la ortodoxia sobre la que Lenin había insistido tanto en Materialismo y empirocriticismo, que postulaba «la necesidad de la naturaleza» como «primaria» y la «voluntad y la mente humana» como «secundaria». «Estas últimas deben necesaria e inevitablemente adaptarse a la primera»[243]. De esta ontología Lenin deducía la necesidad de «conciencia social y de clase en todos los países capitalistas», de «adaptar» a «la lógica objetiva de la evolución económica» una lógica reflejada en las «leyes del desarrollo histórico»[244]. Sin embargo, en su repetición de la concepción hegeliana de las leyes en los Cuadernos sobre Hegel, ya hay un entendimiento inicial de la preinscripción de la subjetividad, de la actividad del conocimiento, en el mismo centro de la objetividad, en el movimiento interno de la esencia:
La ley es relación. Esto NB para los seguidores de Ernst Mach y otros agnósticos y para los kantianos, etc. Relación de esencias o entre esencias.
El comienzo de todo puede considerarse como interior (pasivo) y al mismo tiempo exterior. Pero lo que resulta interesante no es eso, sino el criterio de Hegel de la dialéctica que por accidente se ha colado dentro: «En todo el desarrollo natural, científico e intelectual», ¡aquí tenemos un grano de profunda verdad en la envoltura mística del hegelianismo![245].
Solamente con posterioridad a esto, en las notas dedicadas a la «lógica subjetiva», Lenin se da cuenta de cómo este criterio no se le escapaba a Hegel «por descuido», sino que representa este «lado activo» de la «actividad sensorial humana», «desarrollada de una manera unilateral por el idealismo» (más que por el materialismo), y a la que Marx se refiere en la primera de las «Tesis sobre Feuerbach». Lenin reformula el proceso de conocimiento no como reaproximación a lo concreto, sino por el contrario como un proceso de creciente abstracción (que incluye entre sus resultados las leyes naturales como «abstracción científica»); un proceso que se abre a la práctica, y entendido como una totalidad, al conocimiento de la verdad[246]. Ahora no tiene dudas sobre cómo identificar «el verdadero sentido, el significado y el papel de la lógica para Hegel» con el descubrimiento del poder del pensamiento como abstracción, en la distancia que por consiguiente le separa del objeto. Es una distancia que propiamente hablando no es una distancia respecto a nada, que carece de ningún espesor verdadero; esto es lo que ahora denota el «reflejo», asimilado al funcionamiento del pensamiento (la «formación de conceptos abstractos y las operaciones realizadas con ellos») como un proceso revelador de la objetividad del conocimiento subjetivo como parte integral de la autoexfoliación del mundo[247].
Aforismos
Esta es la proposición que condujo a Lenin a formular tres de los «aforismos» (el término que él mismo usaba) más conocidos que figuran en los Cuadernos sobre Hegel. El primero de ellos asimila a Plejanov y, mediante él, implícitamente a la metafísica de la Segunda Internacional en su conjunto, al «materialismo vulgar», ya que su crítica de Kant y del «agnosticismo» sigue siendo una crítica extrínseca, por debajo del trabajo de (auto)rectificación de las categorías alcanzado por Hegel en su propia crítica a Kant. El segundo aforismo, esta vez explícito, se centra en los «marxistas […] al comienzo del siglo XX» por haber criticado las ideas de Kant y Hume más a la manera de Feuerbach (y Büchner) que a la de Hegel[248]. Resulta indudable que aquí deberíamos ver a Lenin cruzando un umbral definitivo en su camino. Plejanov, la incuestionable autoridad filosófica de la socialdemocracia rusa en todas sus tendencias e inventor del «materialismo dialéctico», la metafísica oficial de la Segunda Internacional, se veía irrevocablemente derrocado. La raíz de su «materialismo vulgar» queda señalada: su incomprensión de la dialéctica le coloca por debajo del nivel que Hegel había alcanzado en su inmanente crítica a Kant y que se había convertido en el nuevo modelo de referencia de intervención filosófica[249].
Reemplazando a Hegel por Feuerbach (una acción que Lenin aprobaba totalmente antes de 1914), Plejanov de hecho había retrocedido al nivel del «materialismo vulgar»[250]. Su «monismo», que él había presentado como la fundación de una filosofía materialista acabada, se colocaba así por debajo del materialismo de Marx.
Lenin hizo de esta comprensión el pivote de un ajuste de cuentas con su propia «conciencia filosófica anterior», generalizando su alcance al conjunto de los marxistas de la Segunda Internacional. Se incluyó a sí mismo en esa generalización, habida cuenta de que se refiere explícitamente en dos ocasiones a la batalla filosófica de la década anterior (contra las versiones contemporáneas de Kant y Mach, la crítica llevada a cabo por «marxistas al comienzo del siglo XX […] de Kant y Hume»), una batalla en la que, con Marxismo y empirocriticismo, fue uno de sus principales protagonistas. En un texto importante escrito poco después de estas anotaciones sobre La ciencia de la lógica, Lenin llegó hasta el extremo de distanciarse del último Engels, a quien reprocha, igual que a Plejanov, rebajar la dialéctica a una «suma total de ejemplos» en aras de la popularización[251].
El tercer «aforismo» de Lenin le permitió explorar una pista desconocida anteriormente, completamente inconcebible en el horizonte intelectual de la «ortodoxia»: el estudio de la Lógica de Hegel como clave indispensable para entender El capital («particularmente el primer capítulo»), que le condujo a la famosa conclusión de que «en consecuencia, medio siglo después ¡ninguno de los marxistas ha entendido a Marx!»[252]. La cuestión de la relación entre Hegel y Marx abandona, pues, el terreno del formalismo y de las generalidades sobre el «método dialéctico» y la «gnoseología», para situarse en el centro de los descubrimientos fundamentales almacenados en la teoría del modo de producción capitalista. Lenin, como ya ha sido puesto de relieve en otros trabajos[253], no solamente fue el primer marxista del siglo XX en abrir este taller para la lectura de El capital, y más especialmente sobre su modo de exposición, a la luz de la Lógica de Hegel, sino que él mismo ofrece algunas indicaciones en este sentido, esparcidas por todos los Cuadernos y posteriormente resumidas de manera más compacta en un texto de 1915 dedicado al «plan de la (lógica) dialéctica de Hegel». Aquí identifica el objeto del famoso primer capítulo de El capital, la mercancía, con el momento del Ser, y la pareja valor/precio como la Esencia y la Apariencia[254]. Estas intuiciones, fragmentarias y apenas bosquejadas (a pesar de que han sido ampliamente discutidas por la tradición marxista) son realmente debatibles, aunque no nos deberían hacer olvidar el punto esencial: por medio de este collage de citas y anotaciones tomadas en una biblioteca de Berna empezó algo que marcaría la totalidad del siglo XX.
Praxis
Volvamos al cambio en la categoría de «reflejo». Lenin se encontraba ahora en condiciones de definirla como un processus, entendido en la inmanencia de lo real en el movimiento. «El conocimiento es el reflejo de la naturaleza por el hombre. Pero no se trata de un reflejo simple, ni inmediato, ni completo, sino el proceso de una serie de abstracciones, la formación y desarrollo de conceptos, leyes, etc., y estos conceptos, leyes, etc. (el pensamiento, la ciencia = “la Idea lógica”), abrazan condicionalmente, aproximadamente, el carácter universal gobernado por la ley de una naturaleza en perpetuo movimiento y desarrollo»[255]. Empieza a surgir la idea del conocimiento como un proceso activo, desplegado históricamente, pero solamente cuando llega al análisis de Hegel del trabajo en la siguiente sección («objetividad»), como una actividad orientada hacia un objetivo, con finalidad [zweckmässig], es cuando Lenin logra reelaborar un concepto más satisfactorio de la práctica, que le permite volver al processus de reflejo. En su análisis del proceso del trabajo como silogismo, Hegel había hecho hincapié en la importancia de la mediación, el instrumento o la herramienta como medio de trascender el carácter externo y limitado del propósito subjetivo, por la manifestación de su contenido racional. En este aspecto del análisis, que de alguna manera es inmediata y familiarmente «materialista» («el arado es más honorable de lo que son los deleites inmediatos que son proporcionados por él y que sirven como Fines», escribía Hegel)[256], Lenin ve los «gérmenes del materialismo histórico» y llega suficientemente lejos como para postular «el materialismo histórico como una de las aplicaciones y desarrollo de las ideas geniales, cuyas semillas existían en estado embrionario en Hegel»[257].
Este aspecto de las cosas es bien conocido, pero el punto clave, de alguna manera, está ausente en él. La conclusión que saca Lenin de este análisis de la actividad racional o teleológica (orientada a un propósito) es doble. En primer lugar, capta el significado del análisis de Hegel de la actividad humana como mediación hacia la «verdad», la identidad absoluta del concepto y del objeto; una verdad objetiva que incluye y reconoce en sí misma el trabajo de la subjetividad. De este modo, por consiguiente (y no simplemente por la rehabilitación de la herramienta, que después de todo es solamente una forma inicial de mediatización de la racionalidad del propósito subjetivo), Hegel aparece «muy cercano al» materialismo histórico, definido en términos de la segunda tesis sobre Feuerbach como la primacía de la práctica. «La perspectiva de que el hombre mediante su práctica demuestra la corrección objetiva de sus ideas, conceptos, conocimiento y ciencia»[258]. La «corrección» es inmanente a estas prácticas, que producen sus propios criterios de validez.
Por la misma regla de tres, la «inversión materialista» de Hegel adquiere un significado diferente. No se trata ya de la relación entre la naturaleza y el espíritu, el pensamiento y el Ser, o la materia y la Idea, sino de la relación, la «identidad», entre actividad lógica y práctica. Es aquí donde hay que buscar el «contenido verdaderamente profundo y puramente materialista» de las proposiciones de Hegel. La «inversión materialista» consiste en afirmar la primacía de la práctica, que produce los verdaderos axiomas de la propia lógica (mediante la repetición «mil millones de veces» de diferentes figuras de la actividad humana). Lenin formula esta idea de manera más precisa en sus abundantes notas sobre la sección final de la Lógica (la Idea). «Para Hegel, la acción, la práctica, es un silogismo “lógico” una figura de la lógica. ¡Y eso es cierto! Por supuesto no en el sentido de que la figura de la lógica tiene a su otro ser en la práctica del hombre (= idealismo absoluto), sino viceversa: la practica del hombre, repitiéndose mil millones de veces, se consolida en la conciencia del hombre mediante figuras de la lógica»[259]. Por ello rechaza cualquier pretensión ontológica sobre la Lógica, no en un sentido externo, «vulgar», sino empezando desde su identidad en la práctica y dándola la vuelta sobre sí misma, llegando a entenderla sobre la base del carácter de proceso de la praxis, en la que representa un momento de externalización.
Se cumplen entonces las condiciones para un regreso final al concepto de «reflejo»: el processus del conocimiento que denota puede entenderse ahora como una actividad de la transformación material del mundo, en la que las categorías lógicas «reparan y fijan» la matriz conceptual. «El concepto humano atrapa “definitivamente” esta verdad objetiva de la cognición, la agarra y la domina solamente cuando el concepto se convierte en “ser-para-sí” en el sentido de la práctica. Es decir, la práctica del hombre y del género humano es la prueba, el criterio de la cognición objetiva». Inmediatamente Lenin se pregunta si «¿es esa la idea de Hegel?», percibiendo la importancia de la cuestión, antes de acabar su anotación con las significativas palabras «es necesario volver sobre esto»[260]. Su respuesta llega unas líneas más adelante, en el comentario dedicado a la transición del capítulo 2 («La Idea de Cognición»), al capítulo siguiente («La Idea Absoluta»). Estas formulaciones representan incuestionablemente la expresión final de la ruptura de Lenin con la ortodoxia: «Sin duda, en Hegel la práctica sirve como un vínculo del análisis del proceso de cognición, y realmente como la transición a la verdad objetiva (“absoluta”, según Hegel). Marx, en consecuencia, se pone del lado de Hegel al introducir el criterio de la práctica en la teoría del conocimiento: véanse las Tesis sobre Feuerbach». Y dando el coup de grâce a la concepción «vulgar» del reflejo como adaptación gradual de la conciencia a una realidad objetiva impasible, añade inmediatamente en el margen: «La conciencia del hombre no solamente refleja el mundo objetivo, sino que también lo crea»[261].
No solamente, sino también: de hecho, si el conocimiento es en efecto práctico, Lenin no olvida lo que nos recuerdan las «Tesis sobre Feuerbach» sobre su carácter como transformación material: si «en contradistinción al materialismo», «el lado activo fue desarrollado en abstracto por el idealismo», el idealismo «desde luego no conoce la actividad real [wirklich], sensorial [sinnlich] como tal»[262]. La repetición de la categoría de «reflejo» en los Cuadernos sobre Hegel actúa aquí como un recordatorio de la «sensorialidad», una categoría típica de Feuerbach que Marx recicló en sus Tesis, transformándola en una sensorialidad que rompe con la contemplación (todavía una característica de Feuerbach y de todo el materialismo anterior). El carácter material de la actividad transformadora «efectiva» [wirklich] queda así indicada, enfrentada con un mundo externo que la resiste. «Traduciendo» una frase hegeliana al modo materialista, Lenin señala que «la actividad del fin no está dirigida contra sí misma […] sino que se dirige, mediante la destrucción definitiva (lados, rasgos, fenómenos) del mundo externo, a darse a sí misma realidad en forma de actualidad externa […]»[263]. Aunque esta formulación se improvisaba y revisaba algunas páginas después (véase el pasaje más adelante en el que Lenin reconoce que la actividad humana realmente se desprende de los «rasgos de la externalidad» del mundo), investiga los servicios que se esperaban de este ejercicio.
El conocimiento es por ello un momento (y únicamente un momento) de la práctica: es la transformación del mundo de acuerdo a sus modalidades específicas. La metáfora del reflejo como un «retrato objetivo del mundo» regresa de nuevo, pero se ve invertida aquí en la dimensión de la práctica. «La actividad del hombre, que ha construido un retrato objetivo del mundo para sí mismo, cambia la realidad externa, cancela su carácter determinado (= altera unos u otros aspectos, cualidades, de la misma) y así se deshace de los rasgos de la Semblanza, externalidad y nulidad, y lo hace siendo en sí y para sí misma (= verdad objetiva)»[264]. Ya no queda un «retrato» en ningún sentido real, se disuelve delante de nuestros ojos y queda cancelado en la actividad material de su fabricación. O mejor, de la misma manera que la actividad pictórica de Manet ya lo había anunciado de manera práctica[265], es el propio cuadro el que se convierte en el medio de conocimiento y de intervención en las apariencias y significados del mundo, y en este sentido, en un proceso de transformación, de prueba, de este mismo mundo por la materialidad específica de las técnicas aplicadas por el pintor.
La verdadera inversión materialista
Lenin estaba preparado ahora para acometer el capítulo final sobre la «Idea Absoluta», y como advirtió inmediatamente, esta no es otra que «la unidad de la idea teórica (del conocimiento) y de la práctica —esto NB— y esta unidad precisamente en la teoría del conocimiento»[266]. La unión de teoría y práctica en la propia teoría, que era el punto de partida del «método absoluto». «Lo que queda por considerar ya no es el Inhalt [contenido], sino […] “el elemento universal de su forma, es decir, el método”[267]». Por lo tanto, la universalidad hay que buscarla en el lado de la forma y no del contenido. Lo que Lenin vislumbraba aquí, al margen de los límites de su entendimiento de ciertos puntos esenciales sobre Hegel (por encima de todo el carácter cuádruplo del proceso dialéctico, es decir, el hecho de que la negación tiene que ser contada «dos veces», relacionada consigo misma como negación «absoluta», como diferencia pura que desaparece en el resultado)[268], era el carácter autorreferencial del Absoluto, el hecho de que en contra de lo que Engels había escrito en «Ludwig Feuerbach»[269], la Idea Absoluta no es un «contenido dogmático» (identificable con el “sistema de Hegel” como el fin último del conocimiento), persistiendo impasiblemente, sino más bien el propio proceso llevado a su punto de autorreferencia, en el cual es en sí mismo uno de sus propios momentos. Este es el deslumbrante momento de la inversión de la perspectiva, en el que entendemos que «dentro» de la propia teoría siempre se encuentra la unidad de la teoría y la práctica (una tesis que Gramsci desarrollaría de manera brillante); que la cuestión de la unidad de «forma» y «contenido» es en sí misma una cuestión de forma, de la forma «absoluta» fuera de la cual no subsiste ningún contenido.
Por ello, entender la dialéctica como «método absoluto» no es suministrar una suma «flexible» o fluida de categorías, en un intento constante de abrazar un proceso que las desborda; es «localizar las fuerzas motrices de su movimiento en la inmanencia de su propia contradicción»[270]. Esta es la razón en último término por la que el capítulo sobre la «Idea Absoluta», en la observación final de Lenin, «apenas dice una palabra sobre Dios […] [y] no contiene prácticamente nada que sea específicamente idealista». De hecho, no hay ninguna necesidad de una «Idea Absoluta» en el sentido de última Verdad o Significado más allá del mundo, porque este mundo es ya en sí mismo, reducido al movimiento de su automediación, la verdad que se busca más allá de él. Este capítulo proporciona, pues, de manera retrospectiva, el significado de La ciencia de la lógica como conjunto: «En el más idealista de los trabajos de Hegel hay muy poco idealismo y mucho materialismo»[271]. La paradoja de la «transición del idealismo al materialismo» no consiste en «desprenderse» del idealismo, sino por el contrario de «añadir más». Si en la formulación de Lenin «Marx está de acuerdo con Hegel», es por absolutizar el propio idealismo absoluto.
Por decirlo de otra manera, la inversión materialista tiene que entenderse como un acontecimiento del que el idealismo demuestra ser su portador. No es una transición (gradual o repentina) al campo opuesto, definida en su exterioridad, como el movimiento de un ejército contra otro, sino el resultado de una transformación interna activada por la erupción del antagonismo dentro del «campo de batalla» filosófico y por la verdadera materialidad de la forma escrita: así como la insurrección de los tejedores de Silesia fue el desencadenante de los Manuscritos de París de Marx, la Primera Guerra Mundial fue el desencadenante de los «Cuadernos filosóficos» de Lenin, y el ascenso del fascismo el origen de los Quaderni del carcere de Gramsci. No es casualidad que en cada uno de estos casos nos encontremos frente a textos que niegan la misma noción de «obra», textos en extremo fragmentarios e incompletos; el extremismo de las situaciones que los marcan o los producen y en la que su vocación es desaparecer en los efectos que ellas contribuyeron a producir.
Como método absoluto, la dialéctica no es otra cosa que la suma de sus resultados. Entra dentro de la buena lógica dialéctica el que Lenin no escribiera otro libro o texto filosófico de alguna manera comparable a Materialismo y empirocriticismo. Esto equivale a decir que la nueva posición que Lenin alcanzaba con su lectura de Hegel no hay que buscarla en otro sitio que en su intervención política y teórica en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Sin repetir las demostraciones que otros ya han realizado, me limitaré a lo que para mí es el núcleo irreducible[272]. Este núcleo se encuentra en las dos tesis que sellan la secuencia de los años 1914-1917.
La primera de ellas es la de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil, en su doble dimensión de lucha de liberación nacional en las colonias por los pueblos oprimidos, y de la revolución anticapitalista de las metrópolis. En una verdadera inversión dialéctica, esta tesis asume la comprensión de la guerra como processus antagonista y no como un clásico conflicto entre Estados: la cuestión es «convertir» la erupción de las masas en la «guerra total», en una insurrección armada; invertir, en otras palabras, el poder de las masas canalizado hacia la industria de la masacre volviéndolo contra el enemigo interno, el poder colonial o la burguesía dominante.
La segunda de las tesis es la transformación de la «revolución democrático-burguesa en revolución proletaria», tal como se formula en las «Cartas desde lejos» y en las «Tesis de Abril», que condujeron a la iniciativa de Octubre de 1917. Aquí, de nuevo, la cuestión es situarse uno mismo en la inmanencia de las contradicciones del proceso revolucionario, en una determinada situación, tan diametralmente opuesta, pues, tanto a la visión de las «etapas» de la ortodoxia de la socialdemocracia (que Lenin compartía al comienzo de la guerra), como a las concepciones abstractas (o correctas en abstracto) sobre la incapacidad de la burguesía rusa de resolver las tareas de una revolución democrática. La inversión de la revolución democrática en revolución proletaria no era de ninguna manera un desarrollo orgánico o una radicalización lineal, un paso desde el horizonte del «programa mínimo» al del «programa máximo», sino una decisión vital frente a una catástrofe inmediata. Fue este giro de las demandas inmediatas de las masas, democráticas y no directamente socialistas (paz, tierra, control obrero y popular) contra el marco «democrático burgués», el que concretamente resolvió la situación de un poder dual: mediante una iniciativa de masas bajo la dirección del proletariado, dirigida a la conquista del poder político, es decir, a la ruptura del aparato de Estado existente y su sustitución por un Estado contradictorio, portador de una tendencia hacia su propia «defunción». Como ha insistido enérgicamente Slavoj Žižek, la transición del momento de «Febrero» al de «Octubre», no fue de ninguna manera una transición de una «etapa» a otra, un síntoma de «maximalismo» o un salto voluntarista por encima de la «falta de madurez» de las condiciones, sino por el contrario un cuestionamiento radical del concepto mismo de «etapa», una inversión de las coordenadas fundamentales que definen el criterio mismo de «madurez» de una situación[273].
En el acontecimiento que lleva el nombre de Lenin, los propios «Cuadernos filosóficos», manuscritos privados publicados cinco años después de su muerte, son este «mediador que se desvanece»[274], que desaparece en la trayectoria que condujo a Lenin, en las juiciosas formulaciones de Michael Löwy, «desde la Lógica de Hegel a la Estación de Finlandia», desde el desastre del verano de 1914 a su inversión en la «gran iniciativa» de Octubre, el umbral de la primera revolución victoriosa del nuevo siglo.