6. Lenin y el camino de la dialéctica

SAVAS MICHAEL-MATSAS

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«Il faut continuer, je ne peux pas continuer, je vais continuer». Hay que continuar, yo no puedo continuar, yo continuaré. Estas son las últimas palabras de Samuel Beckett en L’Innommable[100]. También son las nuestras. ¿Qué continuar? ¿Cómo continuar? El avasallador filisteísmo de los dominantes proclama triunfalmente que la emancipación ha dejado de existir, todo lo que queda continuará su humillante existencia para siempre. Entonces, ¿por qué continuar?

El fin del siglo XX parece confirmar el punto muerto, parece aniquilar cualquier triunfo de la liberación logrado desde 1917 expresando su completa destrucción. El colapso de los regímenes burocratizados posrevolucionarios, que hicieron todo lo posible para distorsionar y traicionar de las formas más horrendas los principios sobre los que estaban fundados, amenaza igualmente con enterrar bajo sus escombros aquello que era lo exactamente opuesto a su tiranía, la expectativa revolucionaria de una perspectiva comunista. Sobre las ruinas se eleva la bandera de la rendición: emancipaos de la emancipación. Esta es la orden del día.

Pero el mundo es más horrible e insoportable de lo que lo ha sido nunca. Debemos continuar. Pero, al menos desde esta perspectiva, no podemos continuar. «No podemos soportar este mundo que no tenemos la voluntad de negar»[101]. Esta es la pesadilla del nihilismo contemporáneo, el «nihilismo del último hombre», como lo describía Nietzsche. Un siglo más tarde, la enfermedad del nihilismo no se extiende exclusivamente por Europa sino por todo el mundo. Proclama el fin de la metafísica, de todos los sistemas, de todas las ideologías, de las «grandes metanarrativas», de las revoluciones, del comunismo e incluso de la propia Historia. De manera típicamente milenarista y absurda, gente como Fukuyama y compañía, pero no sólo ellos, incluso dan la fecha exacta de ese fin: 1989.

Esta nueva escatología tan en boga se presenta a sí misma como la tumba de todas las escatologías, manteniendo sus falacias y rechazando todo lo emancipatorio que contenía en su núcleo. El colapso de toda la certeza se considera dogmáticamente como la certeza final. La metafísica mercantil más vulgar se presenta como la doctrina del fin de toda la metafísica.

La derecha y la izquierda se apresuran a dar respuestas ya sabidas. Pero la cuestión principal es encontrar cómo plantear las cuestiones correctas. Siguiendo el ejemplo de Lenin, la primera cosa que debamos aprender es como actuar con audacia, sin concepciones previas ni prejuicios, sin quedar atrapados por ejemplos anteriores, centrándonos en el propio objeto, para entrar en el reino dialéctico del cuestionamiento, buscando para encontrar las nuevas, las más mortificantes pero todavía desconocidas cuestiones que surgen en cada dramática inflexión de la historia y el conocimiento.

Aquí, en los puntos de inflexión, en el vacío creado por la ruptura de la continuidad histórica, se oye el doloroso diálogo interior: «hay que continuar, yo no puedo continuar, yo continuaré».

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Este diálogo interior había sacudido como nunca al propio Lenin en aquellos días de tormenta de 1914, que se parecen tanto a los actuales, cuando el cuerpo de Europa fue destrozado por los antagonismos y la fiebre nacionalista, cuando la «Gran Guerra» estaba estallando entre los diferentes poderes imperialistas y cuando el oponente histórico del imperialismo, el «campo socialista» oficial, estaba también autodestruyéndose.

Para Lenin la conmoción fue terrible. Cuando recibió las noticias del voto de apoyo del SPD al presupuesto de guerra del káiser, o del apoyo de Plejanov al esfuerzo bélico del gobierno zarista, simplemente no podía creerlo. Lenin nunca fue el icono de acero sin emociones que describen los estalinistas; la conmoción pone de relieve sus cualidades humanas, demasiado humanas. Además, sin esta desesperada negación inicial de lo real, sin el momento de impotencia temporal, sin el terrible momento de reconocer la imposibilidad de continuar, al mismo tiempo que sabes que tienes que hacerlo, es imposible apreciar la tensión y el impulso necesario para el salto que establece la continuidad.

Beckett relata la verdad. Lenin por su propio camino encuentra esa verdad[102]. La continuidad no es crecimiento, extensión y repetición de lo mismo. Es una contradicción, que por su propia agudización y culminación encuentra el camino de su trascendencia, conduciendo a otra nueva contradicción. La continuidad es el fruto de su necesidad así como de la imposibilidad de ser establecida.

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Una contradicción no puede resolverse automáticamente o sin dificultades. Su naturaleza objetiva siempre implica la amenaza real de una catástrofe. Exige indagar y llegar a entender su lógica específica, y de ahí surge la elaboración de una estrategia para superarla en la práctica. Aquí es especialmente donde Lenin es incomparablemente relevante hoy en día.

Lenin no se quedó paralizado por la conmoción de la primera impresión, tampoco se lanzó a sacar respuestas apresuradas y conclusiones políticas. En vez de ello se volvió a las preguntas fundamentales que debían hacerse. Frecuentemente confundido con un pragmático, su respuesta en ese momento no podría estar más lejos de ello. Después de la declaración de guerra y el colapso de la Segunda Internacional, mientras se producía la escalada del enfrentamiento en el campo de batalla, se enfrascó en un estudio sistemático de la filosofía, especialmente de La ciencia de la lógica de Hegel, en la biblioteca de Berna, desde septiembre de 1914 a mayo de 1915.

Solamente después de completar ese ciclo de profundo trabajo filosófico, entre la segunda quincena de mayo y la primera de junio, escribe «El colapso de la Segunda Internacional» y empieza la elaboración de un análisis del imperialismo. Estos importantes trabajos fueron seguidos por otros decisivos y significativos estudios, prácticos y teóricos, que conducen al cambio de estrategia de «Las Tesis de abril» de 1917, al libertario El Estado y la revolución, y al asalto final al Palacio de Invierno. Pero el punto de partida no debería olvidarse. La preparación del «asalto al paraíso» empezó en el silencio de la biblioteca de Berna, sobre los libros abiertos de Hegel.

La nueva época de crisis en la que había entrado la humanidad y el movimiento obrero internacional como consecuencia del estallido de la «Gran Guerra» descompuso y recompuso todas las funciones y relaciones sociales, tanto materiales como mentales. La crisis no quedó limitada a la estructura productiva económica; afectó a todos los niveles de la realidad. Se convirtió en una crisis de civilización, en una crisis de todas las formas objetivas e históricamente desarrolladas de conciencia social, de todas las concepciones del mundo establecidas, de todas las formas y maneras de representación. Fue una crisis epistemológica que implicó no solamente a las clases privilegiadas y a los intelectuales ligados a ellas, sino también a las clases populares, en primer lugar a la clase obrera y a sus propios intelectuales orgánicos.

La rendición final de la socialdemocracia al capitalismo, al Estado imperialista y a sus intenciones bélicas, había sido preparada con mucha antelación por mor de la aceptación de un horizonte teórico adaptado a los límites del propio mundo capitalista y de sus ilusiones fetichistas.

Solamente una aproximación teórica que desafiara los límites de la sociedad burguesa, su visión del mundo o más bien los fragmentos de esa visión, podría trascender la crisis epistemológica por completo. Solamente entonces semejante aproximación podría ir más allá de la imprecisa «crisis de conciencia» (András Gedö)[103], y dar una expresión consciente a los intereses de la clase obrera, una sensación de estar en la dirección real hacia una nueva práctica de transformación revolucionaria. Desde esta posición, el giro de Lenin hacia las cuestiones del método dialéctico y la epistemología, como queda reflejado en sus «Cuadernos filosóficos» de 1914-1915, constituye el primer paso decisivo de una estrategia completa para superar la crisis de liderazgo de la clase obrera, que estalla con el comienzo de la guerra.

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El colapso completo de los fundamentos de la Internacional Socialdemócrata revelaba que se había producido algo terriblemente destructivo, no solamente en su misma política, sino también en sus fundamentos teóricos y metodológicos. Esto exigía un nuevo examen exhaustivo de los fundamentos del marxismo, en contraposición con la concepción oficial institucionalizada por los «papas» y «cardenales» de la «ortodoxia marxista» como Kautsky y Plejanov. Pero la ruptura radical tenía que ir más allá. No se limitaba a preguntar de nuevo cuáles eran los fundamentos del marxismo. Más que eso, necesitaba buscar una respuesta filosófica para lo que representa realmente el propio fundamento.

El «marxismo ortodoxo» de la Segunda Internacional se caracterizaba por encima de todo por su indiferencia, si no abierto rechazo, por los fundamentos filosóficos del marxismo. Por encima de todo, de los orígenes de la dialéctica marxista en la dialéctica hegeliana. Incluso la misma noción de la dialéctica como tal se consideraba hegeliana y por ello inutilizable, remanentes perniciosos que debían ser rechazados. Esta no era solamente la posición revisionista de Bernstein o de aquellos que abiertamente abrazaban el positivismo y el neokantianismo; igualmente era la doctrina del propio Kautsky, el «Papa de la ortodoxia», que recalcaba en términos nada ambiguos que «consideraba el marxismo no como una doctrina filosófica sino como una ciencia empírica, un entendimiento especial de la sociedad». También Plejanov, que al contrario de otros teóricos de la Segunda Internacional, sí prestaba atención a la filosofía y había escrito más de mil páginas sobre filosofía y dialéctica, simplemente era incapaz de penetrar por debajo de la superficie. Como el propio Lenin señaló, cuando Plejanov llegaba a la lógica hegeliana, su pensamiento se detenía sin establecer conexiones con la dialéctica propiamente dicha como ciencia de la filosofía (p. 274). Sobre este terreno teórico florecieron los males de la petrificación dogmática, del oportunismo burocrático, la apología de las tácticas establecidas y el culto a los hechos consumados en forma de determinismo mecanicista, economicismo y gradualismo.

En otros lugares también se saltaba casi por completo la vital transición de Hegel a Marx, aunque es cierto que el marxismo austriaco, especialmente el de Max Adler, vislumbró la conexión entre el ascenso del reformismo y esta actitud antifilosófica y antidialéctica e hizo un intento de establecer una posición crítica contra una degeneración que suponía un retorno filosófico a Kant. La transformación de la objetividad social en una condición formal trascendental de la política se contraponía al mecanicismo objetivista de Bernstein y Kautsky. Pero la única consecuencia real fue el oscurecimiento neokantiano de la relación entre sujeto y objeto, teoría y práctica, que conducía al centrismo político, a la parálisis y finalmente a la capitulación frente al reformismo.

Sin embargo, la carretera o más bien el tortuoso camino abierto y recorrido por Lenin era totalmente diferente. Como hemos señalado, no se limitó, como había hecho Plejanov, a identificar los fundamentos del marxismo. Reabrió la cuestión de lo que son los fundamentos y el acto fundacional.

¿Es la fundación un principio dado, estático y axiomático, como sostenían los teóricos de la Segunda Internacional? ¿O es el resultado de una trascendencia dialéctica [Aufhebung]? ¿Es permanentemente estática o dinámicamente renovable? ¿Es una categoría que interviene como un término medio entre el objeto de conocimiento, el «edificio» como conjunto y el sujeto que razona, separando más que conectando objeto y sujeto? ¿O es la reflexión, la autopenetración del Ser en sí mismo, al punto más recóndito que se puede alcanzar en un momento histórico concreto, atravesando y trascendiendo los límites existentes hasta entonces? ¿Es la fundación la reducción a una identidad abstracta final o la «unidad de la identidad y de la diferencia, la verdad en la que se han convertido la diferencia y la identidad […] la esencia explícitamente situada como una totalidad?»[104]. Pero alguno objetará que este es el lenguaje de Hegel, ¡el escándalo por excelencia!

Lenin regresa a Hegel en 1914 no para quedarse encerrado en su sistema sino para trascenderlo, para ponerlo del revés desde una posición materialista, como decía la famosa sentencia. La inversión materialista de Hegel, el ir más allá de su dialéctica desde una postura materialista, es la propia génesis y el acto fundacional del marxismo. No es una acción realizada una vez y para siempre por Marx hace siglo y medio, o por Lenin en 1914. Es un proceso abierto, activo y permanente hasta la completa realización de la filosofía en un mundo radicalmente transformado. Los fundamentos, la base, se encuentran siempre en las profundidades del presente.

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Se necesita regresar a Hegel para continuar esta tarea de inversión materialista. Pero hay algo que tiene que quedar claro. No tiene nada en común con el a menudo repetido «regreso a las raíces», el «regreso a Marx», o incluso «la vuelta a Lenin», como si se tratara de un ritual de purificación de la virginidad de las fuentes, un alineamiento con lo que existía antes de que todo saliera mal.

En los «Cuadernos filosóficos», Lenin distingue entre un movimiento sin repetición, sin volver al punto de partida, y el movimiento dialéctico, «un movimiento preciso con regreso al punto de partida» (p. 343). El regreso se expresa en una «identidad de los contrarios», no en un simple alineamiento con la situación inicial, ni mediante el establecimiento sin oposición de una identidad abstracta con ella, ni por una restauración del statu quo ante. Un regreso a la unidad de los contrarios es un proceso donde bajo ciertas condiciones los contrarios «son idénticos, transformándose el uno en el otro» (p. 109). Como sigue señalando Lenin, «el movimiento del conocimiento hacia el objeto solamente puede avanzar dialécticamente». Es necesario volver hacia atrás para poder saltar hacia adelante. «Líneas convergentes y divergentes; círculos que se tocan los unos a los otros. Knottenpunkte = la práctica de la humanidad y de la historia humana» (pp. 277-278).

En este sentido, la práctica es el «criterio de la coincidencia de uno de los infinitos aspectos de lo real», el criterio del regreso al punto de partida del conocimiento en un nivel más alto del movimiento en espiral. Semejantes regresos son Knottenpunkte, puntos nodales, vueltas de la espiral que «representan una unidad de contradicciones, donde el Ser y el No-Ser como momentos fugaces coinciden por un momento, en los momentos dados del movimiento (de la técnica, la historia, etc.)» (p. 278). El regreso de Lenin al punto de partida del marxismo, la inversión materialista de Hegel a un nuevo nivel, en el punto nodal de 1914, constituye una unidad de contradicciones que incluye y trasciende progresos en la lucha de clases y en la teoría, desde el punto de partida de la espiral a su nueva curva.

Por ello, el regreso tiene el carácter que el gran poeta y pensador dialéctico Friedrich Hölderlin, amigo de Hegel en sus años de estudiantes, en sus comentarios sobre las tragedias de Sófocles Edipo y Antígona, había dado a lo que llamaba una «inversión de vuelta a la tierra natal» [vaterlandische Umkehr]. Es una inversión interconectada con cada giro radical del tiempo histórico, cuando nada se podía equiparar a la condición inicial[105], «porque la inversión de vuelta a la tierra natal es la inversión de todas las maneras y formas de representación»[106]. El regreso al punto de partida del marxismo exige revolucionar todas las formas del marxismo históricamente desarrolladas, sin perder su contenido de verdad. Es el acto innovador de la propia refundación, un auténtico renacimiento.

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Un renacimiento no es idéntico sino lo opuesto a la regresión. En nuestro caso nunca puede ser una regresión al útero, al idealismo absoluto de Hegel.

El sistema hegeliano constituye un límite. Como señalaba Hans-Georg Gadamer, incluso los pensadores más diferentes o diametralmente opuestos, desde Marx y Kierkegaard a Heidegger, están de acuerdo en que «la tradición de 2000 años que dio forma a la filosofía occidental llegó a un final con el sistema de Hegel y con su súbito colapso a mediados del siglo XIX»[107]. La tarea no es restaurar el edificio que se ha derrumbado. Para Marx y Lenin las cuestiones que había que plantear deben ir más allá del límite. Suponen ir más allá de Hegel mediante una relación radicalmente nueva de la filosofía con el mundo, de la teoría y la práctica, en el marco de un proceso revolucionario donde la filosofía se convierte en el mundo y el mundo en la filosofía, utilizando las palabras de Marx en sus notas preparatorias sobre la filosofía de Epicúreo.

Hegel es para el marxismo el equivalente al Mar Rojo para el éxodo de la tierra de la esclavitud. Tienes que atravesarlo por su abertura que revela el sólido lecho marino en su materialidad (inversión materialista), marchando con todos los oprimidos en la larga marcha de liberación. Siempre se corre el peligro de ahogarse en él junto a los opresores, cuando la apertura empieza a cerrarse.

El idealismo absoluto tiene que destruirse desde el interior, por los medios que ofrece la propia lógica dialéctica de Hegel, pero purificada de su misticismo y reelaborada sobre una base materialista. Evidentemente es una gran empresa que todavía no se ha completado. Lenin reconoce tanto la magnitud como el carácter incompleto de la tarea: «la lógica de Hegel no puede ser aplicada en su forma dada, no puede tomarse como dada. Hay que separar de ella los matices lógicos (epistemológicos), después de purificarlos de la Ideenmystik, lo que todavía es una ardua tarea» (p. 264, énfasis en el original).

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Lenin se enfrentó a esta «ardua tarea» y nunca abandonó la empresa hasta el momento de su muerte.

Una lectura materialista de Hegel como la que realiza no se reduce a un simple intercambio de términos restableciendo la materia en el movimiento. Tampoco da primacía a la conciencia o a la reposición de la Naturaleza en el lugar hegemónico ocupado por la Idea. La inversión de la dialéctica hegeliana, el regreso a su punto de partida material, tiene que ser igualmente dialéctico, es decir, a través de la fusión de contradicciones y de su superación en nuevas unidades de contradicciones. El regreso dialéctico es siempre una Odisea, como Lenin en sus «Cuadernos filosóficos» muestra con claridad.

A los Cuadernos, cuando no se les ignora por completo considerándolos notas casuales «destinadas a no publicarse», se les toma como poco más que una antología de citas dispares sobre dialéctica donde cada ecléctico puede elegir y tomar lo que él o ella quiera, como ornamento para su propio discurso. Pero esto subestima por completo su significado. Los «Cuadernos filosóficos» de 1914-1915 deberían, por el contrario, estudiarse como una totalidad abierta, única, orgánica y en desarrollo, que atraviesa diferentes momentos y transiciones. Solamente de esta manera puede hacerse visible la lógica de la investigación de Lenin, la lógica que se desprende de sus lecturas, de la interconexión de diferentes transiciones de su pensamiento.

La exploración materialista del «continente perdido hegeliano» impulsó a Lenin a moverse en círculos convergentes y divergentes en toda la amplitud histórica de la filosofía, centrándose en algunos puntos nodales decisivos [Knottenpunkte] como los trabajos de Hegel, la contribución de Leibniz y la filosofía clásica, especialmente Heráclito y Aristóteles. Sin examinar esos círculos y puntos nodales, se oscurece el esfuerzo completo de la inversión materialista de Hegel que realiza Lenin. Por esta razón es absolutamente necesario proceder a rastrear la circunnavegación completa de Lenin en los Cuadernos.

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En septiembre de 1914 comenzaba Lenin su estudio de La ciencia de la lógica. Hegel no le era desconocido (a pesar de lo generalizado de la leyenda). Fue su compañero en sus primeros pasos como marxista revolucionario. Nadezhda Krupskaya escribe en sus memorias que el joven Lenin, exiliado en Sushenskaye, estaba estudiando a Hegel, especialmente la Fenomenología del espíritu[108].

En 1914 su atención se centraba y se veía atraída por la Lógica, el gran trabajo de Hegel. No es una casualidad. Como señala en sus Cuadernos citando y comentando a Hegel, «una descripción histórico natural del fenómeno del pensamiento» no es suficiente. También debe haber «correspondencia con la verdad». Lenin añade, «ni la psicología ni la fenomenología del espíritu, sino la lógica = la cuestión de la verdad» (p. 175). En los márgenes continúa escribiendo: «en esta concepción, la lógica coincide con la teoría del conocimiento. En general esto es una cuestión muy importante»; representa «las leyes generales del movimiento del mundo y del pensamiento». Superando la rígida separación metafísica de ontología, lógica y teoría del conocimiento que Hegel fue el primero en analizar aunque sobre una base idealista, Lenin trata de situarla sobre un terreno materialista. La dialéctica, como la lógica y teoría del conocimiento del marxismo, se convierte en un nuevo horizonte teórico después del fin de la metafísica. La lógica deja de ser un sistema de reglas formales y de formas de pensamiento. Para Hegel y Lenin, «la lógica es la ciencia no de las formas externas de pensamiento, sino de las leyes del desarrollo de “todas las cosas materiales, naturales y espirituales”, del desarrollo de todo el contenido concreto del mundo y de su conocimiento; es decir, la suma total, la conclusión de la Historia del conocimiento del mundo» (pp. 92-93, énfasis en el original).

En La ciencia de la lógica, el propio Hegel señala los túneles subterráneos para salir de la prisión idealista, aunque por supuesto no los recorre. Alcanza sin superar, el límite final más allá del cual el idealismo absoluto es autonegado y se transforma en su contrario, la dialéctica materialista.

En el último capítulo de La ciencia de la lógica (y en los últimos párrafos, 575-577 de la Enciclopedia), la propia lógica desaparece en lo que la sustenta: la lógica [das Logische] como la interconexión universal de la naturaleza y el espíritu.

Lenin encuentra que la última página de la Lógica llega extremadamente cerca del materialismo (dialéctico). Concluye: «La suma total, la última palabra y la esencia de la lógica de Hegel es el método dialéctico, lo que es extremadamente significativo. Y algo más, en la más idealista de las obras de Hegel hay una mínima proporción de idealismo y una máxima proporción de materialismo. ¡“Contradictorio” pero cierto!» (p. 233, énfasis en el original).

Para los «marxistas» posteriores a Marx, esta obra fundamental permaneció precintada. Pero Lenin fue categórico: «es completamente imposible entender El capital de Marx, y especialmente su primer capítulo, sin haber estudiado y comprendido detenidamente el conjunto de la Lógica de Hegel». Y añade con amargura y pesar: «en consecuencia, medio siglo después ¡ninguno de los marxistas entendía a Marx!» (p. 180, énfasis en el original). Lo mismo sucede con algunas excepciones y muchas aventuras 135 años después. En este sentido, ¿cómo podemos hablar sobre el «fin del marxismo»? ¿Qué «marxismo» ha finalizado?

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La lectura crítica sistemática de La ciencia de la lógica (complementada con la lectura de capítulos significativos de la Enciclopedia) le llevó a Lenin tres meses. Merece la pena señalar que entre septiembre y noviembre de 1914, cuando Lenin se encontraba probablemente a la mitad del estudio del crucial segundo libro, «Esencia de la ciencia de la lógica», se intercalan la lectura y las notas sobre el libro de Feuerbach sobre Leibniz. Esta atención especial que Lenin prestó a Leibniz ha sido más o menos ignorada por completo[109]. Desde un punto en la periferia del círculo primario del estudio de la obra de Hegel, se abre un círculo suplementario que se mueve en dirección contraria, la dialéctica prehegeliana, que converge para encontrar de nuevo el círculo primario de los estudios de Hegel. Este renovado interés por Leibniz no fue un paréntesis accidental, producto de la lectura casual de la obra de Feuerbach. Los puntos principales en los que Lenin se centra son importantes para la elaboración de una concepción dialéctica del desarrollo histórico de la naturaleza y de la sociedad, contrapuesta al materialismo mecanicista de la Segunda Internacional.

Observando cómo valoraba el propio Marx a Leibniz, Lenin resalta el hecho de que con el autor de la Monadología, la visión cartesiana de la materia como masa muerta movida desde el exterior, quedaba superada. Para Leibniz, la sustancia corporal «tiene en su interior una fuerza activa, un principio de actividad que nunca descansa» (p. 378). Lenin continúa, «por lo tanto Leibniz, a través de la teología llegó al principio de la conexión inseparable (absoluta y universal) de la materia y el movimiento» (p. 377).

Sin ninguna concesión al idealismo y al clericalismo, ni a los «rasgos lasalleanos» que encuentra en Leibniz de acomodación al poder del Estado, Lenin vislumbra que dentro de esta filosofía está la posibilidad de una concepción más profunda, cualitativa y dinámica de la materia, una concepción que se opone al mecanicismo materialista y que está más próxima a los descubrimientos de la física contemporánea posterior a Newton (p. 380). El dinamismo cualitativo de la materia en movimiento que Marx encuentra en Bacon y especialmente en Jacob Boehme[110], es lo que precisamente ve Lenin en Leibniz. Como dice el aforismo leninista, «el idealismo inteligente está [siempre] más cerca del materialismo inteligente que del materialismo estúpido [vulgar]» (p. 274).

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En este punto debemos señalar otro «desvío» de la lectura filosófica de Lenin. Cuando a finales de 1914 acaba la lectura de la Lógica y comienza el estudio de la Historia de la filosofía y posteriormente de La filosofía de la historia, en otras palabras, cuando había recorrido un largo camino y estaba navegando en medio del océano hegeliano, se produce otro punto de inflexión que le lleva a la lectura y anotaciones sobre varios libros relacionados con la revolución de las ciencias naturales y de la biología. Esas lecturas de las «ciencias naturales» en medio de sus estudios hegelianos[111], demuestran que Lenin nunca abandonó la línea de investigación que seguía en 1908 en Materialismo y empirocriticismo, en relación con la revolución en las ciencias naturales, el colapso de la representación científica clásica de la naturaleza y sus implicaciones filosóficas para la confrontación entre materialismo e idealismo.

Los «Cuadernos filosóficos» de 1914-1915 representan sin duda un salto cualitativo en el pensamiento filosófico de Lenin. En ellos se encuentra, a pesar de la discontinuidad general, un grado de continuidad con sus batallas filosóficas previas, especialmente las de 1908 contra las teorías de Ernst Mach. La idea ampliamente extendida de alguna clase de separación entre un Lenin dialéctico en 1914 y un Lenin «materialista mecanicista» en 1908 (sostenida, por ejemplo, por Raya Dunayevskaya, la Escuela Yugoslava de la Praxis o Michael Löwy) no viene a cuento. El hecho de que el estalinismo redujera Materialismo y empirocriticismo a un tópico vulgar de su propia vulgata no justifica su condena al olvido. Fue el gran filósofo antiestalinista soviético, E. V. Ilyenkov quien primero propuso un camino de ruptura, una interpretación no conformista en su obra póstuma (censurada), Leninist Dialectics and the Metaphysics of Positivism, originalmente publicada en ruso en 1980 y dos años más tarde traducida al inglés. Semejante análisis e interpretación provocadora del pensamiento restablece el valor objetivo de los primeros trabajos de Lenin.

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Durante los primeros meses de 1915, Lenin deja La ciencia de la lógica para tomar otra dirección, aparentemente alejada de ella pero que en realidad supone una profundización en la misma: se dirige a la antigua dialéctica griega. La inversión materialista de la dialéctica especulativa, el regreso al punto de partida, implica un regreso a su tierra natal, la antigua polis griega.

Al comienzo de 1915, durante sus estudios de la Historia de la filosofía de Hegel, Lenin se concentra casi exclusivamente en las partes dedicadas a la antigua filosofía griega. Rápidamente deja atrás la Filosofía de la historia, porque, como dice, «es aquí, en este campo, en esta ciencia, donde Marx y Engels dieron el mayor salto adelante» (p. 312). Entonces lee a Heráclito gracias al libro de Lassalle sobre el filósofo jónico, pionero de la dialéctica. Finalmente, percibiendo la tensión entre las ideas de Heráclito y el pensamiento de Aristóteles, Lenin estudia cuidadosamente la gran obra magna de este último Mετα τά Φνσιχά [Metafísica]. Es aquí cuando el gran arco que abre inicialmente con el estudio de La ciencia de la lógica queda cerrado. Solamente después de la finalización de la lectura de la metafísica de Aristóteles, Lenin escribe el resumen de los resultados de sus correrías filosóficas, el breve pero extremadamente denso ensayo «Sobre la cuestión de la dialéctica».

Lo que Lenin redescubre gracias a los antiguos griegos es la frescura de la dialéctica que se había perdido, la fuerza original de sus conceptos, «la simpleza, profundidad, las fluidas transiciones» (p. 342) de sus movimientos. No busca en la Antigüedad respuestas a los problemas de la Modernidad. Por el contrario, lo que tenemos que aprender de los griegos, señala Lenin, son los «modos precisos de enmarcar las cuestiones, como si fueran sistemas provisionales, una simple discordancia de puntos de vista que se refleja claramente en Aristóteles» (p. 367, énfasis en el original). En nuestros tiempos de angustia, cuando todo provoca perplejidad pero no el estímulo de la sorpresa, los dialécticos de la Antigüedad nos enseñan el «simple» (es decir, no pretencioso), cuestionamiento de todo, el arte de ser sorprendidos cuando nos encontramos con el universo histórico natural.

Lenin ataca el escolasticismo y el clericalismo precisamente porque «tomaron lo que estaba muerto en Aristóteles pero no lo que estaba vivo; las indagaciones, las búsquedas, el laberinto en el que el hombre pierde su camino» (p. 366, énfasis en el original). A continuación prosigue explicando cómo y cuándo Aristóteles se pierde en el laberinto: «En Aristóteles, la lógica objetiva está confundida en todas partes con la lógica subjetiva y además, de tal manera, que en todas partes la lógica objetiva es visible. No hay ninguna duda sobre la objetividad del conocimiento» (p. 366, énfasis en el original). Más adelante, comentando las secciones 1040b-1041a de la Metafísica, añade: «¡Delicioso! No hay duda de la realidad del mundo externo. Este hombre se hace un lío precisamente con la dialéctica de lo universal y lo particular, del concepto y la sensación, etc., de la esencia y el fenómeno, etc.» (p. 367). La lógica de Aristóteles no es para Lenin un Organon fosilizado, sino una «investigación, una búsqueda, una aproximación a la lógica de Hegel» que «en todas partes, en cada paso, plantea precisamente la cuestión de la dialéctica» (p. 366, énfasis en el original).

El revolucionario ruso desarrolla una cierta clase de contrapunto de la antigua dialéctica y de la dialéctica de Hegel. El fin último de este regreso a la antigua filosofía es precisamente ayudar a la inversión materialista de Hegel y proporcionar nuevos ímpetus a la autoconstitución del marxismo.

La misma aproximación la adopta Lenin en la lectura del libro de Lasalle sobre Heráclito. En él encuentra no sólo una valiosa fuente de material del padre de la antigua dialéctica, al que entonces era difícil acceder, sino también el ejemplo por excelencia de cómo releer a Hegel, la constante cantinela de los idealistas alemanes, sin ninguna intención de ir más allá de sus límites. El resultado político en el caso de Lasalle fue la idealización del Estado, la sumisión a su poder y la infame versión que hace del «socialismo de Estado» o más bien su antisocialismo.

La enorme diferencia de actitud sobre las cuestiones interrelacionadas de la dialéctica de Hegel y el Estado, entre Marx y Lasalle, es extremadamente importante para Lenin porque considera que se reproduce en su confrontación con Plejanov y la Segunda Internacional. Por un lado, está la trascendencia materialista de la dialéctica y el socialismo especulativo por medio del marchitamiento del Estado; por el lado opuesto, está el desprecio de la dialéctica como la lógica y la teoría del conocimiento y la sumisión al Estado en nombre del socialismo.

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Lenin excava el muro idealista construido por Lasalle y descubre por debajo el precioso metal enterrado del Logos de Heráclito, y en el famoso fragmento 30 encuentra «una exposición muy buena de los principios del materialismo dialéctico» (p. 347): Kóσμoν τóνδε τoν αυτóν απάντων oύτε τις Oεών oύτε ανOρών eπoίησεν, αλλ´ην αεί και έσται πυρ αείζωoν, απτóμενoν μέτρα και απoσβεννύμενoν μέτα [El mundo, una entidad fuera de todo, no fue creado ni por los dioses ni por los hombres, sino que fue, es y será eternamente un fuego viviente, regularmente en llamas y regularmente extinguido].

El tremendo entusiasmo de Lenin por el fragmento 30 (lo cita en dos ocasiones, pp. 344 y 347) se puede entender con claridad si no olvidamos que expresa y profundiza una idea fundamental anotada previamente en su lectura de la Historia de la filosofía de Hegel: la necesidad de combinar el «principio universal de la unidad del mundo, naturaleza, movimiento, materia, etc.» con «el principio universal del desarrollo» (p. 254). No se trata del «principio de desarrollo» como se entendía y aceptaba en general en los siglos XIX y XX, de manera «superficial, descuidada, accidental y filistea, […] una clase de entendimiento que ahoga y vulgariza la verdad». Tampoco se trata de que el desarrollo sea un «crecimiento, un aumento, simple, universal y eterno». Por el contrario, es un principio de desarrollo que se centra en «el desencadenamiento y desaparición de todo, como transiciones mutuas» (pp. 253-254, énfasis en el original), como un eterno fuego viviente, πυρ αείζωoν.

Aquí se puede encontrar la esencia de la ruptura con el evolucionismo de los siglos pasados y presentes, y con el fetiche reformista de un progreso gradual eterno.

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Lejos de ser notas dispersas, los «Cuadernos filosóficos» en su conjunto combinan el método de investigación y el método de exposición de acuerdo con la distinción hecha por Marx[112]. La investigación asimila y conquista metódicamente un inmenso material filosófico, analiza las diferentes formas de su desarrollo y descubre sus conexiones interiores. De vez en cuando, Lenin presenta una exposición o síntesis de los resultados de la investigación. Tres de estas exposiciones o síntesis merecen nuestra atención:

a) «Elementos de la dialéctica» (pp. 220-222) cerca del final de «Visión general de La ciencia de la lógica de Hegel»;

b) «Plan de la dialéctica de Hegel» (Lógica) (pp. 315-318); y, por encima de todo,

c) el ensayo «Sobre la cuestión de la dialéctica» (pp. 357-361).

El método de exposición se determina por la necesidad del punto de partida. Este es respectivamente:

a) la «objetividad de la consideración» en «Elementos de la dialéctica»;

b) el «Sein [Ser] abstracto» en el «Plan de la dialéctica» de Hegel, y

c) la «partición de un todo único» en el ensayo «Sobre la cuestión de la dialéctica».

En este último texto se sintetizan por completo los hallazgos de la investigación y se consuma la ruptura radical con el «marxismo ortodoxo» de la Segunda Internacional.

La aproximación de Lenin a la dialéctica no tiene por punto de partida una totalidad cerrada, sino la «partición de un todo único» y el descubrimiento de sus aspectos y tendencias contradictorias. Solamente a través de esta penetración en el interior del objeto se descubre como una totalidad abierta. El desarrollo no es simplemente «aumento o disminución» producido por una fuente externa de movimiento. Es una contradicción, una unidad de contrarios que lleva en sí misma, en su conflicto interior, las fuerzas conductoras de su propio movimiento.

En resumen, la dialéctica no es una suma de ejemplos didácticos. Es el descubrimiento de lo nuevo. En otras palabras, es «la teoría del conocimiento de (Hegel y) del marxismo». Esta es «la esencia de la cuestión a la que Plejanov, por no hablar de otros marxistas, no prestaron ninguna atención» (p. 360, énfasis en el original).

Lenin contrapone la dialéctica al subjetivismo, al escepticismo y a la sofistería, y esboza las categorías dialécticas decisivas: relativo/absoluto, individual/universal, lógico/histórico. Mientras revela las raíces epistemológicas de las prácticas de sus oponentes en la lucha de clases, cuidadosamente resguarda la especificidad de la filosofía. Para Lenin, a diferencia de Althusser, la filosofía no es la lucha de clases en la teoría. Solamente bajo ciertas condiciones, una debilidad epistemológica, una separación particular de una parte del conjunto y la transformación de lo relativo en lo absoluto, se llega «a un lodazal […] donde queda anclada por los intereses de clase de las clases gobernantes» (p. 361, énfasis en el original).

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Lenin nunca convirtió sus importantes hallazgos en una nueva clase de verdad absoluta. En los Cuadernos esboza tres programas futuros para seguir desarrollando la dialéctica.

Primero, «la continuación del trabajo de Hegel y Marx debe consistir en la elaboración dialéctica de la historia del pensamiento, la ciencia y la técnica humana» (p. 147, énfasis en el original). Segundo, se necesita una mayor elaboración de la lógica de El capital de Marx (p. 317). Y tercero, hay un número de «campos de conocimiento sobre los que se debería construir la teoría del conocimiento y de la dialéctica»: la historia de la filosofía, los griegos, la historia de las ciencias por separado, del desarrollo mental, de la infancia, del desarrollo mental de los animales, de la psicología, neurofisiología y del estudio del lenguaje (p. 351).

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Estos programas de investigación permanecen, 92 años después, sin realizarse en su mayor parte. El propio Lenin no los abandonó en mayo de 1915. La dialéctica impregna todo su trabajo teórico y práctico no sólo hasta la Revolución de Octubre de 1917, sino más allá, hasta su dramática lucha contra la burocracia emergente, en el aislado y devastado primer Estado obrero antes de su muerte. El retraso de la revolución socialista en Occidente y las traiciones de la socialdemocracia dejaron al joven Estado soviético en las garras de una burocracia que se convirtió en un monstruoso cáncer.

El crepúsculo de la revolución trajo el crepúsculo de la ciencia de la revolución, la dialéctica. La socialdemocracia hacía mucho tiempo que la había rechazado; el estalinismo llegaría a prostituirla, transformándola en la guardiana del gobierno burocrático bajo el nombre clave de «DiaMat», una maquinaria apologista arbitraria donde incluso la ley de la negación de la negación fue prohibida por orden de Stalin. La excepción más notable fue, desde luego, Leon Trotsky, quien desde su forzoso exilio insistía firmemente en la necesidad de un nuevo regreso a una lectura materialista de Hegel.

Si traemos estos temas a la era contemporánea, lo más llamativo es cómo el colapso del estalinismo amenaza con enterrar bajo sus ruinas todo el legado teórico del marxismo, principalmente su método dialéctico. Seguramente no pueda haber una ironía más vergonzosa en el actual periodo de explosión de todas las contradicciones, en el periodo de violentas convulsiones y agudas discontinuidades que ha marcado la era posterior a la Guerra Fría, que los clamores de la principal corriente de la izquierda en el sentido de que la socialdemocracia, con su concepto de evolución gradual y pacífica, se encuentra de algún modo confirmada.

La dialéctica, «el estudio de la contradicción en la verdadera esencia de los objetos» (pp. 251-252), es el camino necesario para encontrar la salida a la imprecisa «crisis de conciencia» actual, hacia la conciencia histórica y la muy necesitada actividad crítica y práctica para cambiar el mundo. Quizá, más que otra cosa, la dialéctica es el estudio de la transición. Sin ella no hay ninguna teoría de una época como la nuestra, que es de transición por excelencia; por encima de todo lo que más falta hace es una teoría de la transición en crisis. Si tenemos que escapar de la bloqueada transición histórica en la que existimos actualmente, sólo lo podemos hacer mediante una superación revolucionaria del punto muerto.

La Odisea debe empezar de nuevo, y no debe ser la clase de Odisea que fue para Bernstein y sus compañeros; una Odisea sin aventura, en la que un «movimiento» sin zigzag, peligros, catástrofes y fantásticos descubrimientos de nuevos mundos «es todo» y el fin del socialismo, nuestra Itaca, «es nada».

«Junto a los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos»[113]. Pero nunca deberíamos olvidar Jerusalén, Itaca, o el fin que es la verdadera esencia de nuestros sueños: una sociedad mundial sin clases, el comunismo.

Debemos continuar. No podemos continuar como antes. Pero continuaremos.