8. «¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!»
DANIEL BENSAÏD
Este ensayo se publicó originalmente en International Socialism Journal 95 (verano de 2002) y en Daniel Bensaïd, Un monde à changer, París, Editions Textuel, 2003.
Hanna Arendt temía que la política pudiera desaparecer del mundo por completo. El siglo había contemplado tales desastres que la pregunta sobre si «la política sigue teniendo algún significado» se había vuelto inevitable. Detrás de estos temores, las cuestiones que estaban en juego eran eminentemente prácticas: «La falta de significado en la que ha desembocado el conjunto de la política se confirma con el punto muerto en el que están cayendo las cuestiones específicamente políticas»[158].
Para ella, la forma que adoptaba esta temida desaparición de la política era el totalitarismo. En la actualidad nos enfrentamos a una forma diferente de ese peligro: el totalitarismo con rostro humano de la tiranía del mercado. Con ella, la política se encuentra a sí misma aplastada entre el mandato de los mercados financieros, que se presenta como algo natural, y las recetas moralizadoras del capitalismo ventrílocuo. El fin de la política y el fin de la historia coinciden en la infernal repetición de la eternidad de la mercancía, donde se oye el eco de las monótonas voces de Fukuyama y Furet. Según ellos, «la idea de otra sociedad se ha vuelto algo imposible de concebir y en la actualidad no hay nadie en el mundo que ofrezca cualquier consejo para hacerlo. Nos encontramos aquí, condenados a vivir en el mundo tal cual es»[159]. Como Blanqui hubiera dicho, esto es algo peor que la melancolía: es desesperación. La eternidad de la humanidad a través del Dow Jones y el FT 100.
Hanna Arendt pensó que podía poner fecha al principio y al fin de la política: comenzaba con Platón y Aristóteles y encontraba «su fin definitivo en las teorías de Marx»[160]. Arendt nos dice que Marx, por alguna broma de la dialéctica, al anunciar el fin de la filosofía había declarado el fin de la política. Esto significa no reconocer la política de Marx como la única concebible en vista de la violencia del capital y los fetichismos de la modernidad. El Estado no vale para todo, decía en sus primeros escritos, levantándose claramente en contra de la presuntuosa exageración del factor político, que convierte al Estado burocrático en la encarnación del universo abstracto. En vez de mostrar una pasión desequilibrada hacia lo social, el esfuerzo de Marx se dirige hacia el surgimiento de una política de los oprimidos que empieza con la constitución de cuerpos políticos no estatales, que preparen el camino para el necesario marchitamiento del Estado como cuerpo separado.
La cuestión urgente, vital, es la de la política desde abajo, la política de aquellos que están excluidos y aislados de la política de Estado de la clase dirigente. Tenemos que resolver el puzzle de las revoluciones proletarias y sus repetidas tragedias: ¿cómo hacer que sean algo los que hoy no son nada? ¿Cómo puede una clase que en su vida diaria está física y moralmente atrofiada por la involuntaria servidumbre del trabajo forzado, transformarse a sí misma en el sujeto universal de la emancipación humana? Las respuestas de Marx a esta pregunta se derivan de una apuesta sociológica: el desarrollo industrial conduce al crecimiento numérico y a la concentración de las clases trabajadoras, que a su vez conduce al progreso de su organización y de su conciencia. Por ello, la propia lógica del capital conduce a «la constitución del proletariado en clase dirigente». El prefacio de Engels a la edición de 1890 del Manifiesto comunista, confirma esta suposición: «Para el triunfo definitivo de las tesis expuestas en el Manifiesto, Marx confiaba tan sólo en el desarrollo intelectual de la clase obrera, que debía resultar inevitablemente de la acción conjunta y de la discusión»[161]. De esa confianza se deriva la ilusión por la cual la obtención del sufragio universal permitiría al proletariado inglés, mayoritario en la sociedad, ajustar la representación política a la realidad social. Esa misma confianza llevaba a Antonio Labriola en su comentario de 1896 sobre el Manifiesto, a expresar el punto de vista de que «la deseada unión de comunistas y proletarios es a partir de ahora un hecho consumado»[162]. La emancipación política del proletariado fluía necesariamente de su desarrollo social.
La convulsiva historia del último siglo muestra que no podemos escapar tan fácilmente del angustioso mundo de la mercancía, de sus dioses sedientos de sangre y de su «caja de repeticiones». La intempestiva relevancia de Lenin procede necesariamente de esta observación. Si en la actualidad la política todavía tiene una oportunidad de evitar el doble peligro de la naturalización de la economía y la fatalización de la historia, esa oportunidad requiere un nuevo acto leninista en las condiciones de la globalización imperial. El pensamiento político de Lenin es el de una política como estrategia, del momento favorable y de los eslabones débiles.
Utilizando términos de Walter Benjamin, el tiempo «homogéneo y vacío» del progreso mecánico, sin crisis ni rupturas, es un tiempo no político. La idea que mantenía Kautsky de una «acumulación pasiva de fuerzas» pertenece a esa visión del tiempo. Una visión primitiva de una fuerza en calma, un «socialismo fuera del tiempo», que a la velocidad de una tortuga disuelve la incertidumbre de la lucha política en las proclamadas leyes de la evolución histórica.
Lenin, por el contrario, consideraba la política como un tiempo lleno de lucha, un tiempo de crisis y colapsos. Para él, lo específico de la política se expresaba en el concepto de crisis revolucionaria, que no es la continuación lógica de un movimiento social, sino una crisis general de las relaciones recíprocas entre todas las clases de la sociedad. La crisis se define entonces como una crisis nacional. Actúa dejando al descubierto los frentes de batalla, que estaban oscurecidos por la fantasmagoría mística de la mercancía. Sólo entonces, y no en virtud de alguna maduración histórica inevitable, puede transformarse el proletariado y «convertirse en lo que es».
La crisis revolucionaria y la lucha política están por ello estrechamente unidas. Para Lenin, el conocimiento que la clase obrera puede tener sobre sí misma está indisolublemente unido a un conocimiento preciso de las relaciones recíprocas de todas las clases de la sociedad de su tiempo; un conocimiento que no es solamente teórico, sino un conocimiento que, en realidad, es menos teórico que fundado en la experiencia de la política. Es a través del examen de la política práctica como se adquiere este conocimiento de las relaciones recíprocas entre las clases. Parafraseando a Lenin, esto convierte «nuestra revolución» en una «revolución de todo el pueblo».
Esta aproximación se opone completamente al obrerismo rudimentario, que reduce la política a lo social. Lenin se niega categóricamente a mezclar la cuestión de las clases con la de los partidos. La lucha de clases no se reduce al antagonismo entre el obrero y su patrono. Enfrenta al proletariado con la clase capitalista como tal en el ámbito de la producción capitalista en su conjunto, siendo éste el objeto de estudio del volumen III de El capital. Además, por ello es perfectamente lógico que el inacabado capítulo de Marx sobre la clase llegara precisamente en ese punto y no en el volumen I, sobre el proceso de producción, o en el volumen II, sobre el proceso de circulación. Como partido político, la socialdemocracia revolucionaria representaba para Lenin a la clase obrera, no sólo en sus relaciones con un grupo de patronos, sino también con todas las clases de la sociedad de su tiempo y con el Estado como fuerza organizada.
El tiempo del momento propicio en la estrategia leninista ya no es el del tiempo electoral de las Penélopes o de las Danaides, cuyo trabajo se vuelve a deshacer una y otra vez, sino el que proporciona un ritmo a la lucha y que se detiene en una crisis: el tiempo del momento oportuno y de la coyuntura singular, donde se anudan juntas necesidad y contingencia, acto y proceso, historia y acontecimiento. No deberíamos considerar la revolución como un acto en singular; la revolución será una rápida sucesión de explosiones más o menos violentas, alternadas con fases de calma más o menos profundas. Por ello, para Lenin la actividad esencial del partido, el centro esencial de su actividad, debe ser el trabajo posible y necesario tanto en los periodos de explosiones violentas como en aquellos de calma, es decir, un trabajo de agitación política unificada.
Las revoluciones tienen su propio ritmo, marcado por aceleraciones y ralentizaciones. También tienen su propia geometría, donde la línea recta se quiebra en bifurcaciones y giros repentinos. El partido aparece así bajo una nueva luz. Para Lenin ya no es el resultado de la experiencia acumulada, ni el modesto maestro cuya tarea es sacar a los proletarios de la oscuridad de la ignorancia para llevarles a la iluminación de la razón. El partido se convierte en un operador estratégico, una cierta clase de caja de cambios y personaje clave de la lucha de clases. Como reconocía claramente Walter Benjamin, el tiempo estratégico de la política no es el tiempo homogéneo y vacío de la mecánica clásica, sino un tiempo roto, lleno de nudos y vientres preñados de acontecimientos.
En la formación del pensamiento de Lenin, sin ninguna duda hay una interacción de continuidades y rupturas. Las rupturas más importantes (que no son rupturas epistemológicas) pueden situarse en 1902, alrededor de ¿Qué hacer? y Un paso adelante, dos pasos atrás, o de nuevo en 1914-1916, cuando eran necesario repensar el imperialismo y el Estado en medio de la penumbra de la guerra, retomando de nuevo el hilo de la lógica hegeliana. Al mismo tiempo, con El desarrollo del capitalismo en Rusia, un trabajo fundacional, Lenin establecería el marco que más tarde le permitiría hacer las correcciones teóricas y los ajustes estratégicos.
Los enfrentamientos, en el curso de los cuales se definió el bolchevismo, son una expresión de esta revolución en la revolución. Desde las polémicas de ¿Qué hacer? y Un paso adelante, dos pasos atrás, los textos clásicos mantienen esencialmente la idea de una vanguardia centralizada con disciplina militar. Pero la verdadera discusión está en otra parte. Lenin está luchando contra la confusión, a la que describe como desorganizadora, entre partido y clase. El contexto de esta confusión está en las grandes controversias que se producían entonces en el movimiento socialista, especialmente en Rusia. Lenin se opone a las corrientes mencheviques, economicistas y populistas, que algunas veces convergen para defender el socialismo puro. La evidente intransigencia de esta ortodoxia formal expresa, de hecho, la idea de que la revolución democrática debe ser una fase necesaria en el camino de la evolución histórica. Mientras espera a fortalecerse para alcanzar la mayoría social y electoral, el naciente movimiento de la clase obrera tiene que dejar el papel dirigente a la burguesía y contentarse con actuar en apoyo de la modernización capitalista. Esta confianza en la dirección de la historia, donde todo llegaría a su debido tiempo para aquellos que saben esperar, subraya la posición ortodoxa de Kautsky en la Segunda Internacional: debemos avanzar pacientemente por los caminos del poder hasta que éste caiga como fruta madura.
Para Lenin, por el contrario, es el objetivo el que orienta al movimiento; la estrategia tiene prioridad sobre la táctica, la política sobre la historia. Por ello uno debe demarcarse antes de unirse, y para unirse «utilizar cada manifestación de descontento, recoger y sacar el mayor provecho de cada protesta, por pequeña que sea». En otras palabras, significa concebir la lucha política como «algo más extenso y complejo que la lucha económica de los obreros contra los patronos y el gobierno»[163]. Por ello, cuando en Rabocheye Dyelo los objetivos políticos se deducen de la lucha económica, Lenin la critica por reducir el ámbito de los muchos aspectos de la actividad política del proletariado. Es una ilusión imaginar que el «movimiento obrero pura y simplemente» es capaz por sí mismo de elaborar una ideología independiente. Por el contrario, el simple desarrollo espontáneo del movimiento de la clase obrera, conduce a «su subordinación a la ideología burguesa»[164]. Para la ideología dominante no es una cuestión de manipular la conciencia, sino el resultado objetivo del fetichismo de la mercancía. Solamente se puede escapar de su garra de hierro y de la servidumbre forzosa a través de la crisis revolucionaria y de la lucha política de los partidos. Esta es realmente la respuesta leninista al puzle sin resolver de Marx.
Para Lenin, todo conduce a una concepción de la política como la invasión por la cual lo que estaba ausente se convierte en presente; en último término, la división en clases es ciertamente la base más profunda para el agrupamiento político, pero en último término, el agrupamiento se establece solamente por la lucha política. Así, el comunismo invade literalmente todos los puntos de la vida social, florece con decisión en todas partes. Si una de las salidas se bloquea con especial cuidado, la plaga encontrará otra, algunas veces las más inesperadas. Por eso no podemos saber qué chispa encenderá el fuego.
De aquí procede la consigna que, de acuerdo con Tucholsky, resume la política leninista: «¡Estar preparados!». Estar preparados para lo improbable, para lo inesperado, para lo que pueda suceder. Si Lenin podía describir la política como «la economía concentrada», esta concentración significaba un cambio cualitativo en base al cual la política no podía dejar «de tener prioridad sobre la economía». Por el contrario, «la insistencia de Bujarin en combinar la aproximación política y económica, le ha hecho desembarcar en un eclecticismo teórico»[165]. De la misma manera, en su polémica de 1921 contra la Oposición Obrera, Lenin critica ese «dudoso» nombre[166], que una vez más reduce la política a lo social, y que sostiene que la gestión de la economía nacional debería ser incumbencia directa de los «productores organizados en sindicatos industriales y comerciales», lo que llevaría a reducir la lucha de clases a una confrontación de grupos sin que se produjera una síntesis.
La política, por el contrario, tiene su propio lenguaje, gramática y sintaxis. Tiene sus latencias y sus caídas. En el escenario político, la lucha de clases transfigurada tiene su expresión más completa, más rigurosa y mejor definida en la lucha de partidos. El discurso político, derivado de un registro específico que no se puede reducir a sus determinaciones inmediatas, está más estrechamente relacionado con el álgebra que con la aritmética. Su necesidad es de un orden diferente, mucho más complejo, que el de las demandas sociales directamente unidas a la relación de explotación. En contra de lo que supone el marxismo vulgar, la política no sigue dócilmente a la economía. El ideal del militante revolucionario no es el del sindicalista con un limitado horizonte, sino el del tribuno del pueblo que aviva las ascuas de la subversión en todas las esferas de la sociedad.
Al leninismo, o más bien al leninismo estalinizado, construido como una ortodoxia de Estado, se le hace responsable a menudo del despotismo burocrático. La idea del partido de vanguardia, separado de la clase, se considera portadora del germen de la sustitución del movimiento social real por el aparato y por todos los círculos del infierno burocrático. Por muy injustificada que pueda parecer, esta acusación encierra una dificultad real. Si la política no es idéntica a lo social, la representación de una por la otra necesariamente se vuelve problemática en cuanto a las bases de su legitimidad.
Para Lenin, siempre existe la tentación de resolver la contradicción suponiendo una tendencia de los representantes para representar adecuadamente a sus electores, una tendencia que acaba culminando en el marchitamiento del Estado político. Las contradicciones que se producen en el ámbito de la representación no permiten un agente exclusivo y, dado que ésta se halla constantemente en entredicho en la pluralidad de las formas constituyentes, aquellas se eliminan al mismo tiempo. Este aspecto de la cuestión corre el riesgo de encubrir otro, que no es menos importante, debido a que Lenin no parece reconocer el alcance pleno de su innovación. Pensando que él está parafraseando un texto canónico de Kautsky, Lenin distorsiona significativamente su significado. Kautsky dice que la «ciencia» llega al proletariado «desde fuera de la lucha de clases, por medio de la “intelectualidad burguesa”». Mediante un extraordinario cambio verbal, Lenin lo traduce como que «la conciencia política de clase» (en vez de la «ciencia») llega «desde fuera de la lucha económica»[167], (en vez de desde fuera de la lucha de clases, que es tanto política como social), ya no por medio de los intelectuales como una categoría social, sino por medio del partido como agente que estructura específicamente el campo político. La diferencia es muy sustancial.
Semejante insistencia constante en el lenguaje de la política, donde la realidad social se manifiesta a través de una interacción permanente de sustituciones y condensaciones, debería producir lógicamente una manera de pensar basada en la pluralidad y la representación. Si el partido no es la clase, la misma clase debería estar representada políticamente por diversos partidos, expresando sus diferencias y contradicciones. La representación de lo social en lo político debería entonces convertirse en el objeto de una elaboración institucional y jurídica. Lenin no llega tan lejos. Un estudio detallado, que iría más allá de las limitaciones de un ensayo como este, sobre su posición sobre la cuestión nacional, la cuestión sindical en 1921 y la democracia desde 1917, nos permitiría confirmar todo esto[168].
De este modo, Lenin somete la representación a las reglas inspiradas por la Comuna de París, apuntando a limitar la profesionalización política: representantes elegidos con el mismo salario que un trabajador cualificado, constante vigilancia sobre los favores y privilegios de estos cargos, y la responsabilidad hacia los electores de los cargos elegidos. Contrariamente al persistente mito, no defendía mandatos vinculantes. En el caso del partido, los poderes de los delegados no debían estar limitados por mandatos vinculantes; en el ejercicio de sus atribuciones debían ser completamente libres e independientes.
En cuanto a la pluralidad, Lenin constantemente afirmaba que «la lucha de toda clase de opiniones» en el partido es inevitable y necesaria, siempre que se produzca dentro de límites «aprobados por común acuerdo». Mantuvo que
es necesario incluir en el partido reglas que garanticen los derechos de la minoría, de manera que la insatisfacción, las irritaciones y los conflictos que constante e inevitablemente surgen, puedan ser desviados de los acostumbrados canales de disputas y peleas hacia los todavía desacostumbrados canales de una lucha constitucional y digna de las propias convicciones. Como una de estas garantías esenciales, proponemos que la minoría pueda formar grupos de redacción, con derecho a estar representados en los congresos y con completa «libertad de expresión»[169].
Si la política es una cuestión de elección y decisión, ello implica una pluralidad organizada. Esto es una cuestión de principios de organización. En cuanto al sistema, puede variar de acuerdo a las circunstancias concretas con la condición de que no pierda, en el laberinto de oportunidades, el hilo conductor de los principios. De esta manera, incluso la notoria disciplina de la acción parece menos sacrosanta de lo que mantendría el mito dorado del leninismo. Sabemos cómo Zinoviev y Kamenev fueron culpables de indisciplina por oponerse públicamente a la insurrección, sin embargo no fueron destituidos permanentemente de sus responsabilidades. El propio Lenin, en circunstancias extremas, no dudaba en exigir el derecho personal a desobedecer al partido. Así, llegó a considerar renunciar a sus responsabilidades para retomar la «libertad de hacer campaña entre las bases del partido»[170].
Su propia lógica le condujo a prever la pluralidad y la representación en un país que no tenía tradición democrática ni parlamentaria. Pero no llegó hasta el final debido a dos razones por lo menos. La primera es que había heredado de la Revolución francesa la ilusión de que una vez que el opresor había sido eliminado, la homogeneización del pueblo (o de la clase) era sólo cuestión de tiempo: las contradicciones entre el pueblo únicamente podrían venir del otro (el extranjero) o de la traición. La segunda razón es que la distinción entre lo político y lo social no es una garantía contra una fatídica inversión; en vez de conducir a la socialización de la política, la dictadura puede significar la estatalización burocrática de lo social.
En El Estado y la revolución, los partidos pierden realmente su función a favor de una democracia directa, que no se supone que sea completamente un Estado separado. Pero, en contra de las esperanzas iniciales, la estatalización de la sociedad triunfó sobre la socialización de las funciones del Estado. Absortos por los principales peligros del cerco militar y de la restauración capitalista, los revolucionarios no vieron el crecimiento del peligro bajo sus pies de la no menos importante contrarrevolución burocrática. Paradójicamente, las debilidades de Lenin se enlazan tanto o más con sus inclinaciones libertarias que con las tentaciones autoritarias, como si un eslabón secreto uniera ambas.
La crisis revolucionaria aparece como el momento crítico de la posible resolución, cuando la teoría se convierte en estrategia. La historia en general, y la historia de las revoluciones en particular, siempre es más rica en su contenido, más variada, con más aspectos, más viva y más ingeniosa de lo que conciben los mejores partidos, la vanguardia más consciente de las clases más avanzadas. Eso es comprensible ya que la mejor de las vanguardias expresa la conciencia, la voluntad y la pasión de decenas de miles de hombres, mientras que la revolución es uno de los momentos de especial exaltación y tensión de todas las facultades humanas; el trabajo de la conciencia, la voluntad, la imaginación, la pasión de cientos de miles de hombres espoleados por la lucha de clases más violenta. De aquí se pueden sacar dos conclusiones prácticas de gran importancia: la primera es que para poder desarrollar su tarea la clase revolucionaria debe ser capaz de tomar posesión de todas las formas y todos los aspectos de la actividad social, sin la más mínima excepción; la segunda es que la clase revolucionaria debe estar lista para reemplazar una forma por otra con rapidez y sin aviso.
De esto Lenin deduce la necesidad de responder a los acontecimientos inesperados, donde a menudo la verdad oculta de las relaciones sociales se revela súbitamente: «No sabemos y no podemos saber qué chispa […] prenderá la conflagración, la que levantará a las masas; por ello debemos, con nuestros principios nuevos y comunistas, ponernos a trabajar para despertar todas las esferas sin excepción, incluso las más viejas, anticuadas y aparentemente sin esperanzas, porque de otra manera no seremos capaces de hacer frente a nuestras tareas, no estaremos totalmente preparados, no estaremos en posesión de todas las armas»[171].
¡Despertad todas las esferas! ¡Estad alertas para las soluciones más imprevisibles! ¡Permaneced preparados para el repentino cambio de formas! ¡Saber cómo emplear todas las armas!
Estas son las máximas de una política concebida como el arte de los acontecimientos inesperados y de las posibilidades efectivas de una coyuntura determinada.
Esta revolución en la política nos lleva de vuelta a la noción de crisis revolucionaria, sistematizada en «El colapso de la Segunda Internacional». Se define por una interacción entre diversos elementos variables en una situación: cuando los que están arriba no pueden seguir gobernando como lo han estado haciendo, cuando los que están abajo ya no toleran seguir siendo explotados como lo han sido anteriormente, y cuando esta doble imposibilidad se expresa en una súbita efervescencia de las masas. Adoptando estos criterios, Trotsky insiste en su Historia de la Revolución rusa que «resulta obvio que estas premisas se condicionan las unas a las otras. Cuanto más decisivamente y con más confianza actúa el proletariado, mayor éxito tendrá para atraerse a la capa intermedia, más aislada se quedará la clase dirigente y su desmoralización será más profunda. Y por otro lado, la desmoralización de la clase dirigente proporcionará agua al molino de la clase revolucionaria»[172]. Pero la crisis no garantiza las condiciones de su propia resolución. Por ello Lenin convierte la intervención de un partido revolucionario en el factor decisivo en una situación crítica: «No todas las situaciones revolucionarias dan origen a una revolución; la revolución surge solamente de una situación en la que los cambios objetivos mencionados anteriormente se ven acompañados por un cambio subjetivo, concretamente por la capacidad de la clase revolucionaria para volver la acción revolucionaria de las masas lo suficientemente fuerte como para romper (o dislocar) el viejo gobierno, que nunca, incluso en un periodo de crisis, “cae” si no es derribado»[173]. La crisis solamente se puede resolver por la derrota a manos de la reacción, que a menudo será sangrienta, o por la intervención decidida de un sujeto.
Esta era esencialmente la interpretación del leninismo que hacía Lukács en Historia y conciencia de clase. Ya en el Quinto Congreso de la Internacional Comunista le valió el anatema del bolchevismo termidoriano. Lukács, de hecho, insistió sobre el hecho de que «solamente la conciencia del proletariado puede señalar el camino que conduce fuera del punto muerto del capitalismo. En la medida en que falta esta conciencia, la crisis se hace permanente, regresa a su punto de partida, repite el ciclo […]». Lukács argumenta que
la diferencia entre el periodo en que se pelean las batallas decisivas y el periodo precedente no se encuentra en la extensión o en la intensidad de las propias batallas. Estos cambios cuantitativos son meramente sintomáticos de las diferencias fundamentales de cualidad, que diferencia estas luchas de las anteriores […]. Ahora, sin embargo, el proceso por el cual el proletariado se vuelve independiente y se «organiza a sí mismo como clase», se repite e intensifica hasta el momento en que se alcanza la crisis final del capitalismo, el momento en que la decisión penetra más y más en el entendimiento del proletariado[174].
Estas palabras resuenan en la década de los años treinta cuando Trotsky, enfrentándose a la reacción nazi y estalinista, realiza una formulación que equipara la crisis de la humanidad con la crisis de liderazgo revolucionario.
La estrategia es «un cálculo de masa, velocidad y tiempo», escribió Chateaubriand. Para Sun Tzu, el arte de la guerra ya era el arte del cambio y la velocidad. Este arte requería adquirir «la velocidad de la liebre» y «tomar la decisión inmediatamente», porque está comprobado que la victoria más famosa podía haberse convertido en derrota «si se hubiera llegado a la batalla un día antes o unas horas después». La regla de conducta que se deriva de esto es válida tanto para los políticos como para los soldados:
Nunca dejar pasar una oportunidad cuando es favorable. Los cinco elementos de la naturaleza no están en todas partes, ni son igualmente puros; las cuatro estaciones no se suceden de la misma manera cada año; la salida y la puesta del sol no suceden siempre en el mismo punto del horizonte. Algunos días son largos y otros cortos. La luna crece y decrece y no brilla siempre con la misma intensidad. Un ejército que está bien dirigido y bien disciplinado imita con acierto todas estas variaciones[175].
La idea de crisis revolucionaria toma esta lección de estrategia y la lleva a la política. En algunas circunstancias excepcionales el equilibrio de fuerzas alcanza un punto crítico. Cualquier trastorno del ritmo produce resultados conflictivos. Se altera y perturba. También puede producir un diferencial en el tiempo que se llene con una invención, con una creación. Esto sucede individual y socialmente, solamente atravesando una crisis. A través de ese diferencial o momento puede surgir el hecho no consumado, que contradice la fatalidad del hecho consumado.
En 1905 Lenin está de acuerdo con Sun Tzu en su elogio de la velocidad. Es necesario «empezar a tiempo», actuar «inmediatamente». «Formar inmediatamente, en todas partes, grupos de combate». Sin duda tenemos que ser capaces de entender sobre la marcha esos «fugaces momentos» de los que habla Hegel y que constituyen una excelente definición de la dialéctica. La revolución en Rusia no es el resultado orgánico de una revolución burguesa prolongada como revolución proletaria, sino del «entrelazamiento» de dos revoluciones. Que el posible desastre pueda ser evitado depende de un perspicaz sentido de la coyuntura. El arte de la consigna es el arte del momento favorable. Una instrucción particular que era válida ayer puede no serlo hoy, pero puede volver a serlo mañana. «La consigna “todo el poder para los sóviets” […] era posible en abril, mayo, junio, hasta entre el 5 y el 9 de julio [1917] […]. Esta consigna ya no es correcta». «En este momento y sólo en este momento, semejante gobierno podría durar unos cuantos días, una semana o dos»[176].
¡Unos cuantos días! ¡Una semana! El 29 de septiembre de 1917, Lenin escribió a un titubeante Comité Central: «La crisis ha madurado»[177]. El 1 de octubre les exhortaba a «tomar el poder ya», a «recurrir a la insurrección inmediatamente»[178]. Pocos días después volvía a insistir: «Estoy escribiendo esta líneas el 8 de octubre […]. El triunfo tanto de la revolución rusa como de la revolución mundial depende de dos o tres días de lucha»[179]. Seguía insistiendo: «estoy escribiendo estas líneas en la tarde del día 24. La situación es extremadamente crítica. De hecho está absolutamente claro que el retraso de la insurrección sería fatal […]. Ahora todo pende de un hilo». Por ello es necesario actuar, «esta misma tarde, esta misma noche»[180].
En los márgenes de La ciencia de la lógica de Hegel, Lenin anotaba a comienzos de la guerra, «rupturas en la gradualidad». Insistía, «la gradualidad no explica nada sin los saltos. ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!»[181].
Tres breves observaciones para finalizar la discusión de la relevancia actual de Lenin. Su pensamiento estratégico define un estado capaz de actuar en relación a cualquier acontecimiento que pueda surgir. Pero este acontecimiento no es el Acontecimiento absoluto, que no viene de ninguna parte, y que alguna gente ha mencionado refiriéndose al 11 de septiembre. Está situado en condiciones de una posibilidad histórica determinada. Eso es lo que lo distingue del milagro religioso. La crisis revolucionaria de 1917 y su resolución es estratégicamente imaginable en el marco trazado por El desarrollo del capitalismo en Rusia. Esta relación dialéctica entre necesidad y contingencia, entre estructura y ruptura, entre historia y acontecimiento, sienta las bases para la posibilidad de una política organizada duradera, mientras que la apuesta arbitraria y voluntarista sobre la explosión repentina de un acontecimiento puede permitirnos resistir la atmósfera de los tiempos, pero conduce generalmente a una postura de resistencia estética, en vez de a un compromiso militante que modifique pacientemente el curso de los acontecimientos.
Para Lenin, como para Trotsky, la crisis revolucionaria se forma y empieza en el escenario nacional, que en ese momento constituye el marco de la lucha por la hegemonía, para después establecerse en el contexto de la revolución mundial. La crisis en la que surge un poder dual no se reduce a una crisis económica o a un conflicto inmediato en el proceso de producción entre el trabajo asalariado y el capital. La cuestión leninista sobre quién saldrá ganando es la del liderazgo político: ¿qué clase será capaz de resolver las contradicciones que están sofocando a la sociedad, capaz de imponer una lógica alternativa a la de la acumulación de capital? ¿Qué clase será capaz de trascender las relaciones de producción existentes y abrir un nuevo campo de posibilidades? Por lo tanto, la crisis revolucionaria no es una simple crisis social, sino también una crisis nacional, tanto en Rusia como en Alemania, en España como en China. Actualmente la cuestión es sin duda más compleja; la globalización capitalista ha reforzado el solapamiento del espacio nacional, continental y mundial. Una crisis revolucionaria en un país importante tendría inmediatamente una dimensión internacional y requeriría respuestas tanto en términos nacionales como continentales, o incluso directamente mundiales, sobre cuestiones como la energía, la ecología, la política de armamento, los movimientos migratorios y muchas más. Sin embargo, sigue siendo una ilusión creer que podemos evitar esta dificultad eliminando la cuestión de la conquista del poder político en favor de una retórica de contrapoderes con el pretexto de que el poder en la actualidad está divorciado del territorio y esparcido por todas y por ninguna parte. Los poderes económicos, militares y culturales quizá estén más esparcidos, pero también están más concentrados que nunca. Puedes pretender ignorar al poder, pero él no te ignorará a ti. Puedes actuar con suficiencia y rehusar tomarlo, pero desde Cataluña en 1937 a Chiapas, pasando por Chile, la experiencia muestra hasta ahora que el poder no dudará en tomarte a ti de la manera más brutal. En resumen, una estrategia de contrapoder solamente tiene algún significado en la perspectiva de un poder dual y su resolución. ¿Quién saldrá ganando?
Finalmente, los detractores de Lenin a menudo le identifican, a él y al leninismo, con una forma histórica de partido político, de la que se dice que ha muerto con el colapso de los burocráticos Estados-partido. En este juicio precipitado hay un montón de ignorancia histórica y de frivolidad política, que solamente se puede explicar en parte por el traumatismo de las prácticas estalinistas. La experiencia del siglo pasado plantea la pregunta de la burocratización como fenómeno social más que la cuestión de la forma del partido de vanguardia heredada del ¿Qué hacer? Las organizaciones de masas (no sólo las políticas, sino también los sindicatos y las asociaciones) están lejos de ser menos burocráticas: en Francia los casos de la CFDT, del Partido Socialista, del supuestamente renovado Partido Comunista y de los Verdes son absolutamente elocuentes sobre ese punto. Pero al mismo tiempo, como ya hemos dicho, en la distinción leninista entre partido y clase hay algunos rastros fértiles para reflexionar sobre las relaciones entre los movimientos sociales y la representación política. De la misma manera, en los principios superficialmente menospreciados del centralismo democrático, los detractores ponen el acento primordialmente en el hipercentralismo burocrático representado de manera siniestra por los partidos estalinistas. Pero un cierto grado de centralización, lejos de estar opuesto a la democracia, es una condición esencial para que ésta pueda existir; la delimitación del partido es un medio para resistir los efectos disolventes de la ideología dominante, y de apuntar también hacia una cierta igualdad entre sus miembros, contraria a las desigualdades que se generan inevitablemente en las relaciones sociales y en la división del trabajo. En la actualidad podemos ver claramente cómo el debilitamiento de esos principios, lejos de favorecer una forma más elevada de democracia, conduce a una cooptación por los medios de comunicación y a la legitimación mediante un plebiscito de dirigentes que están aún menos controlados por las bases. Además, la democracia en un partido revolucionario pretende tomar decisiones que se asuman colectivamente para poder actuar sobre el equilibrio de fuerzas. Cuando los detractores superficiales del leninismo claman haberse liberado de una disciplina agobiante, de hecho están vaciando la discusión de toda relevancia, reduciéndola a un foro de opiniones que no compromete a nadie. Después de un intercambio libre de opiniones sin ninguna decisión común, todos pueden irse de la misma manera que llegaron, y ninguna práctica común permite comprobar la validez de las posiciones enfrentadas. Finalmente, la presión realizada, especialmente por burócratas reciclados de los antiguos partidos comunistas, sobre la crisis de la forma de partido a menudo permite evitar hablar de la crisis del contenido programático y justifica la ausencia de una preocupación estratégica.
Una política sin partidos (cualquiera que sea el nombre que se le dé, movimiento, organización, alianza) acaba en la mayoría de los casos en una política sin política, ya sea en un seguidismo sin rumbo tras la espontaneidad de los movimientos sociales, en la peor forma de elitismo vanguardista individualista, o finalmente en la represión de lo político en favor de la estética o la ética.