13. Lenin y el partido, 1902-noviembre de 1917

SYLVAIN LAZARUS

El siglo XX y la política

El siglo XX asistió al desarrollo de una nueva figura de la política en la que el concepto de partido es central. Ya se trate del parlamentarismo y sus partidos, de la visión leninista del Partido Socialdemócrata como se presentaba en 1902 en ¿Qué hacer?, de la forma estalinista de partido, del partido fascista italiano o del partido nazi, el concepto de partido es decisivo en el espacio político del siglo.

Este espacio se desarrolló en la forma de partidos-Estado, no sólo en las diversas formas de partido-Estado único, sino también en la forma del multipartidismo parlamentario. Este es el caso de Francia en la actualidad, donde los partidos parlamentarios son internos al Estado y consecuentemente organizaciones estatales: actúan por completo dentro del Estado y de sus categorías, con la vista puesta en el las elecciones como medio para alcanzar la gestión o la dirección de éste.

Una de las características de la política del siglo XX está en su carácter organizado. No hay política que no sea organizativa, y en inglés la palabra party lo refleja.

Esta es una situación completamente nueva en relación con la que se producía en el siglo XIX hasta la Comuna de París de 1871, cuando la base de la política era la insurrección. Podemos decir por ello que en el siglo XIX la idea de la política era insurreccional, mientras que en el siglo XX esa idea descansaba sobre el partido. Y dentro de las formas de partido es donde se han reorientado las cuestiones de clase y de acceso al poder. Los partidos de la Tercera República se formaron explícitamente contra la Comuna de París, al mismo tiempo que se presentaban a sí mismos como partidos de todo el pueblo, buscando con otras palabras reclutar y congregar a todos los estratos y clases de la población. La referencia de clase de los partidos se vuelve así ideológica y programática; la cuestión de clase deja de juzgarse de acuerdo con el origen social de los miembros de un partido, ya que estos se reclutan entre todas las clases de la sociedad, para serlo en función de su posición ideológica y programática.

Lenin iba a convertir la nueva concepción del partido en la condición para una estrategia revolucionaria en la era del imperialismo. Posteriormente, Stalin organizó y teorizó la forma del partido-Estado soviético. Tanto Mussolini con el partido fascista como Hitler con el partido nazi, tenían al partido como la base de su estrategia para alcanzar el poder y hasta cierto punto también para ejercerlo, por lo menos durante un determinado tiempo. Analizar las diferentes secuencias y situaciones de la política en el siglo XX requiere un análisis del papel central que ha desempeñado la forma partido.

Para proceder a esta investigación es indispensable identificar adecuadamente, separar adecuadamente y distinguir adecuadamente el espacio de la política en el siglo XIX y en el siglo XX. Esto es aún más necesario porque las problemáticas políticas que están actuando apuntan a no diferenciar entre estas dos secuencias, que deben ser consideradas heterogéneas para poder entenderlas, pero también, a la inversa, para poder conectarlas y combinarlas. El ejemplo más claro fue la creación de Stalin de la categoría del marxismo-leninismo, que reclamaba combinar una concepción de la política en la que la idea conductora era la de la capacidad revolucionaria de los obreros, junto al partido como núcleo constituyente del proceso revolucionario. En el parlamentarismo francés, el concepto de república combinaba igualmente los siglos XIX y XX. Se desplomó con Petain. De Gaulle lo abandonó en favor del tema de Francia, y estamos familiarizados con los avatares de su resurgir actual.

Esta disyunción entre los siglos XIX y XX tiene bastantes consecuencias. El fin del siglo XIX asistió al declive de la categoría de clase como la única portadora de la política, y el final del siglo XX asistió al declive de la forma partido que no puede asumir otra forma que el partido-Estado.

Por ello nos encontramos con las tesis sobre una política sin partido y un mecanismo que no apunte hacia el poder y el Estado, sino hacia el lado del pueblo, aunque todavía capaz de recetar al Estado, de tomar una posición en su vecindad mientras permanece externo y radicalmente heterogéneo frente a él.

Lenin entre la singularidad y la subjetividad

Mi primer punto es que el trabajo de Lenin, abordable en la forma de sus Obras completas, no significa de ninguna manera que uno pueda decidir a priori que las tesis contenidas en estos miles de textos sean internamente homogéneas y coherentes. La existencia de semejante obra no implica continuidad, homogeneidad, unidad. Esta cuestión es importante por dos razones. La primera es que podemos plantear con respecto a los escritos de Lenin la misma cuestión que Althusser planteaba en relación a Marx: cuáles son los primeros textos en los que podemos decir que Marx era «marxista», esto es, la secuencia que Althusser llamó los «trabajos de madurez», en relación a los cuales los trabajos del «joven Marx» todavía estaban marcados por el idealismo hegeliano[387]. Althusser trabajaba con el concepto de ruptura epistemológica, que había tomado de la obra de Bachelard. Pero no es ese concepto de ruptura epistemológica lo que pretendo utilizar en relación a Lenin. Mi propio modo de análisis consiste más bien en presentar las secuencias problemáticas, para examinar cuáles pueden ser sus singularidades específicas. Esta es la primera cuestión en juego. La segunda, que no está desconectada de la primera, se centra en la dificultad del concepto de leninismo, del que yo mantengo que pertenece a una temática estalinista. El texto de Stalin Problemas del leninismo es el ejemplo más conocido de ello. Según él, la obra de Lenin tenía un centro común que era identificable como tal, al mismo tiempo que se extendía por el todo el corpus. Yo sostengo que la tesis de la existencia del leninismo conduce a la pertinencia del marxismo-leninismo. Por el contrario, optar desde el principio por un procedimiento secuencial en los textos de Lenin conducirá necesariamente a exponer la ruptura radical que efectuó Lenin en relación a Marx, y mostrar que el estalinismo surgió no de esta hipótesis de ruptura con Marx, sino por el contrario de una continuidad y combinación de Marx y Lenin. El rechazo de una ruptura entre Marx y Lenin es la condición para la tesis de la combinación y continuidad entre Lenin y Stalin. Una aproximación a los textos de Lenin en términos de secuencias singulares tiene también la consecuencia extremadamente positiva de separar claramente los nombres de Lenin y Stalin, lo que hace posible volver más tarde a la cuestión de su relación.

Mi segundo punto es que la principal obra de Lenin, que fundaba y establecía la secuencia que considero la política de Lenin, lo que llamo el modo bolchevique de política, es ¿Qué hacer? (1902). Esta secuencia, a la que llamo el modo histórico de política, aquí en su variante leninista, va desde 1902 hasta octubre de 1917. Quedó cerrada con el triunfo de la insurrección, la creación del Estado soviético y la rebautización de los bolcheviques como Partido Comunista en 1918. La secuencia en cuestión incluye, pues, desde el punto de vista cronológico más general, la fase final del zarismo, el Partido Socialdemócrata Obrero Ruso, la Revolución de 1905, la Primera Guerra Mundial, y la secuencia revolucionaria que comienza en febrero y acaba en octubre con la victoria y la conquista del poder.

Ciertamente, nadie que se interese por la historia y la política discutirá el hecho de que ¿Qué hacer? es un texto trascendental. Pero esto es solamente el principio.

Por una parte, debemos tomar posición sobre cuáles son las tesis adelantadas en ¿Qué hacer? que lo convierten en un trabajo tan importante, un texto fundacional en términos de la práctica y el pensamiento político. Por el otro lado, si aplicamos con rigor esta teoría de la secuencialidad y aceptamos que la conquista del poder fue una ruptura trascendental que en sí misma certificaba tanto el fin de una secuencia como el comienzo de otra, entonces esto significa que las tesis de ¿Qué hacer?, en su historicidad, en su modernidad política e incluso en su efectividad política, dejaban de aplicarse después de la conquista del poder. La cuestión de qué era exactamente lo que se cerraba con este broche evidentemente es de la mayor importancia.

Privilegiar ¿Qué hacer? porque trata de política, de sus condiciones y pensamiento, en vez de sus trabajos sobre el imperialismo (El imperialismo, fase etapa superior del capitalismo, publicado en la primavera de 1917) o sobre el Estado (El Estado y la revolución, escrito entre agosto y septiembre de 1917 y publicado en 1918) es por ello enormemente significativo desde mi perspectiva. En todo caso, creo que es absolutamente esencial separar radicalmente los textos anteriores a la conquista del poder de los que corresponden al periodo de su ejercicio.

Mi tesis personal es la siguiente[388]. En ¿Qué hacer? Lenin rompe con las tesis de Marx y Engels del Manifiesto comunista (1848) en lo que respecta al carácter espontáneo de la aparición de comunistas dentro del proletariado moderno. En contraposición a la tesis marxista, que dice que «donde hay proletarios hay comunistas», Lenin oponía a la conciencia espontánea la conciencia socialdemócrata (es decir, revolucionaria), llevando esta oposición a sus límites.

Esta tensión no se produce entre lo que es para Marx un comunista y lo que es la conciencia revolucionaria para Lenin. Podemos recordar las tres características que se proponen en el Manifiesto: tener una visión científica del curso de la historia, privilegiar en todas las luchas los intereses nacionales por encima de los locales y privilegiar el interés del proletariado mundial en relación con el del proletariado nacional. La tensión se encuentra en realidad en el hecho de que para Marx la aparición de los comunistas es algo intrínseco a la existencia de los obreros como clase. Lenin se distancia de esta tesis con su crítica de lo que él llama la conciencia espontánea. La conciencia revolucionaria, la aparición de militantes revolucionarios, no es un fenómeno espontáneo; se trata de un fenómeno muy particular y requiere una ruptura con formas espontáneas de conciencia. El núcleo político de la conciencia no espontánea es el antagonismo respecto a la totalidad del orden social y político existente. El partido es el mecanismo de realización de las condiciones que permitirán el surgimiento de una conciencia política.

En Marx, de hecho, no hay una teoría de la organización, ni podemos hablar de una verdadera teoría de la conciencia política. Existe una teoría, importante y fundamental, de la conciencia histórica y de la conciencia como conciencia histórica: la historia de la humanidad es la historia de las luchas de clases. Yo mantengo que Lenin supone la fundación de la política moderna, porque afirma que se requiere la política revolucionaria para anunciar y practicar las condiciones de la existencia de aquella.

La secuencia del modo de la política leninista se cerraba en 1917. Es decir, se cierra la secuencia política que tiene como centro la categoría de partido revolucionario y, por consiguiente, en cierto modo, «partido revolucionario» es el nombre de esta política. A partir de entonces «partido» designaría al poder, al Estado. Por lo tanto, ya con Lenin se produce el comienzo de algo que se refiere al partido-Estado. Tenemos, pues, que entender que «partido» no significa en absoluto lo mismo antes y después de 1917, igual que muchas otras palabras importantes como revolución, clase y conciencia.

Como resultado, necesitamos nuevos términos para distinguir adecuadamente el periodo anterior y el posterior a 1917. Esto podría ser el contenido de dos conferencias separadas en la actualidad, una hasta noviembre de 1917 y la otra desde 1917 hasta la muerte de Lenin.

Mi tercer punto es que en este periodo, especialmente en los textos escritos entre febrero y octubre de 1917, Lenin hace una clara separación entre política e historia. Esta oposición la he descrito señalando que la historia está clara (análisis de la guerra) y la política está oscura (en marzo de 1917 Lenin mantenía que el futuro carácter de la revolución que había comenzado era indecidible, que «nadie lo sabe y nadie lo puede saber»). La historia y la política están por ello en distinta fase y estamos extremadamente lejos del mecanicismo del materialismo histórico y dialéctico que iba a teorizar Stalin, y que paradójicamente también desarrollaría Althusser[389]. En esta secuencia, la política se encuentra en una discusión inacabable tanto con la historia como con la filosofía, al mismo tiempo que mantiene relaciones disyuntivas con ambas. La política ha de asumir su propio pensamiento, inherente a sí misma. Esta es la condición para su existencia y también el punto que requieren las disyunciones. Como sabemos, el mecanicismo estalinista era bien diferente: circulación de conceptos entre política, filosofía e historia, y elisión del partido como sistema de condiciones para la política, para convertirse en el sujeto real de todo conocimiento y decisión.

Para resumir, con la victoria de la Revolución de Octubre quedaba cerrada la secuencia en la que la categoría de partido disponía las condiciones de la política revolucionaria. Después de 1917 pasaría a ser un atributo del Estado o incluso su centro. Entramos en la era global del partido-Estado: estalinismo, nazismo, parlamentarismo, siendo el multipartidismo un multipartidismo interestatal. En todos los acontecimientos, los partidos sólo existen como partidos-Estado, lo que en sentido estricto significa que estos partidos no son organizaciones políticas sino organizaciones estatales.

Es posible entender, por lo tanto, que desde China en tiempos de la Larga Marcha y la Guerra contra Japón, hasta la lucha de liberación vietnamita, el mecanismo organizativo subsiguiente fuera el ejército revolucionario, y dentro de él la cuestión de la guerra popular en vez del modelo de «organización clandestina más mecanismo de insurrección urbana». Ya en ciertos textos de Lenin del periodo de la guerra civil, y sobre todo en algunos de Stalin de ese mismo periodo, encontramos esta cuestión de la guerra de guerrillas. Cuando Trotsky pretendía militarizar los sindicatos, igualmente quería señalar que su modelo organizativo era el Ejército Rojo, del cual era, por supuesto, el gran líder.

La cancelación de la forma partido en cuanto a su eficacia política, se completó después de noviembre de 1917. Desde ese momento en adelante entramos en una problemática historicista de la política, en la que la palabra clave es revolución. Finalmente la cuestión del leninismo en la actualidad plantea dos cuestiones, la cancelación política de la forma partido y la obsolescencia de la categoría de revolución.

Revolución, un término en singular

Para mí, el término revolución no es un término genérico que designa una insurrección contra el orden establecido o un cambio en las estructuras de un Estado y del estado de las cosas. Por el contrario, es un término en singular; un término cuya aparición, en el sentido en el que lo entiendo, solamente se puede referir a una única cosa como categoría de doctrina política. La extensión del término a otras situaciones, que pueden describirse de otra manera, y del nombre de la nueva categoría política que es tanto pensada como aplicada en lo que llamo una secuencia política, es por ello injustificada. «Revolución» no es un término genérico que describe cualquier clase de derrocamiento o mide su importancia. Es un nombre en singular que acepto solamente cuando la palabra aparece y constituye la categoría central de la conciencia en acción, el acontecimiento único que he llamado el modo revolucionario, la secuencia política de la Revolución francesa.

Esta manera de concebir la validez del término solamente sobre la base del momento en el que entra en la subjetividad y es efectivo como categoría central del pensamiento y de la práctica, procede de mi concepto de política como inusual y secuencial, y que no tiene al Estado por objeto; cuando no es pensada sobre el Estado que alimenta el pensamiento político, sino sobre categorías específicas y singulares «inventadas» por la secuencia política en cuestión, incluso cuando está en juego el Estado. La cuestión acerca de la palabra «revolución» es saber en qué espacio se inserta: ¿en una doctrina estatalista, que aquí llamo historicista, o en una doctrina política?

Hay dos cuestiones que señalar. Primero, la distinción que hago entre Estado y política acaba con la concepción de revolución como un cambio en las estructuras de un Estado y la asigna, en una teoría de secuencias o modos de política, al único momento en que «revolución» era un término de conciencia y subjetividad: el modo revolucionario.

En segundo lugar, la utilización constante y generalizada del término en su sentido historicista y estatalista. Para mí, el concepto de «revolución» no es paradójicamente idéntico al concepto de política. Esto es así hasta el punto de que este debate trata de las relaciones entre política y revolución, así como en saber cuál de las dos elegir.

Esta elección trata sobre el abandono o el mantenimiento de la visión historicista de la política. La visión historicista de la política la asigna a grandes acontecimientos. El asunto de la política es entonces el acontecimiento, no el fenómeno y las capacidades subjetivas. La política pertenece entonces al orden de los acontecimientos y no del pensamiento.

Tomar como paradigma el acontecimiento y no la subjetividad tiene la consecuencia de centrar la política sobre la cuestión del Estado y su poder, de considerar que el campo de la política es el poder del Estado. La gente ha creído que esta doctrina era específica del leninismo marxista, pero lo es por igual de la democracia parlamentaria, donde lo que está en juego es solamente el Estado —no los programas o las reformas, por ejemplo— y donde los partidos en vez de ser partidos representativos, son en realidad partidos estatalistas sin ningún otro objetivo que el poder del Estado.

«Revolución» es, finalmente, el mayor acontecimiento paroxístico que puede sucederle al poder del Estado o al interior del poder del Estado: su subversión, su cese transitorio. En realidad, la revolución es la experiencia insólita de que es posible el fin del Estado. Es insólita porque el propio Estado afirma su inalienable perpetuidad, ya esté derivada del derecho divino o, en términos actuales, de su lugar como fundamento natural de la libertad, esta última presentada como un espacio combinado de capitalismo y democracia parlamentaria.

Desde mi perspectiva, cerrar este historicismo cuyas dos caras han sido la visión marxista basada en la clase por un lado, y la visión parlamentaria y capitalista por el otro, significa romper con la categoría de revolución. La revolución se presenta a sí misma como el horizonte en la visión basada en la clase, pero continúa funcionando, en el parlamentarismo postsocialista que sigue a la caída del muro de Berlín, en la forma de su lugar y sitio vacío, en la forma de su imposibilidad o su derrota segura, prueba de que el historicismo mantiene un lugar para la palabra «revolución».

Este lugar vacío explica en parte la destitución y criminalización de las «revoluciones» del siglo XX. El historicismo parlamentario contemporáneo, formado por capitalismo competitivo, mercancías y dinero presentados como elecciones voluntarias de nuestro albedrío, tiene como condición de posibilidad el lapso de la idea de revolución así como su carácter estructuralmente criminal. A cambio ofrece el colapso del pensamiento, reducido a la microeconomía y a la filosofía de John Rawls, o presentado con la misma extensión de la filosofía política de los derechos del hombre, en una senil apropiación de Kant. La caída de la Unión Soviética y del socialismo ha confirmado por completo la buena conciencia historicista del parlamentarismo y reforzado considerablemente su arrogancia, violencia y legitimidad, permitiéndole tratar cualquier duda y crítica, aún peor, cualquier otro proyecto como loco y criminal.

De este modo, la revolución, ya sea para hacerla o proscribirla, no es un concepto específico del socialismo y de los intentos emancipatorios del siglo XX; pertenece como categoría al historicismo, alimentado tanto por el difunto socialismo como por el parlamentarismo. Por medio de la categoría del Estado, y aún más por el Estado como mayor acontecimiento, ya sea algo por venir o ya represente en su forma parlamentaria del «fin de la historia», el historicismo prospera igualmente. Para el socialismo, el mayor acontecimiento para el Estado estaba en el futuro y se llamaba revolución, mientras que para la otra opción el acontecimiento del Estado ya estaba ahí, con su lugar en la forma del parlamentarismo. Como supuestamente dijo Churchill, la democracia es el peor sistema político, al margen de todos los demás. Tanto si el mayor acontecimiento es un cambio del Estado o el propio Estado, es el Estado el que prevalece en el pensamiento.

Mi tesis es que «revolución» está intrínsecamente unida al vocabulario historicista, y que su uso, cualquier referencia que se pueda hacer con él, está necesariamente inscrito en el historicismo y consecuentemente en su forma hegemónica actual: el parlamentarismo. Añadir a una reflexión sobre el historicismo el deseo de revolución es un intento de extraer la revolución de este mecanismo de captura. Sin embargo, no creo que esto sea posible; actualmente la captura de la revolución por el historicismo es solamente uno de los elementos y síntomas de una captura mucho más fundamental, como es la de la política por el Estado. ¿Se trata, por lo tanto, de una tesis de un historicismo fundamental del Estado? No, pero es una tesis en la que es el historicismo el que define al Estado como el tema único y esencial que se encuentra en juego en la política.

La única cuestión actual, que requiere al mismo tiempo una respuesta teórica, política y personal, es deshacer esta innecesaria captura de la política por el Estado y el historicismo, y así destituir la categoría de revolución. Esta destitución es un asunto complejo, porque el cierre por sí mismo no rompe el historicismo. No se trata de ninguna manera de cerrar una etapa previa y trasladarse a la siguiente, que es el caso del historicismo, sino de mantener que cualquier cierre requiere un nuevo examen de la era cuyo cierre se dictamina. Esto es lo que llamo saturación, un método que rastrea los espacios subjetivos de las categorías de la secuencia que se cierra. No es simplemente una cuestión de cerrar la Revolución de Octubre y la idea de la revolución proletaria, sino de volver a examinar el espacio político de la revolución en la Revolución francesa, en lo que llamo el modo revolucionario, para poder identificar la singularidad de la política que está actuando en este modo, así como despojar a Octubre de la descripción de revolución y devolverla su poder político original y sin precedentes, que es el de la invención de la política moderna. Fácilmente concederé al poder político de una secuencia el nombre de un trabajo: tiene una legibilidad específica y sus proposiciones son las que disponen el nuevo campo y la ruptura. Esto no es en el orden de antes y después, sino en el nuevo presente que deja atrás el precedente. El lapso impone la identificación de la secuencia, la presentación de sus proposiciones específicas, tratándolas como una singularidad que en sí misma otorga al acontecimiento su legibilidad.

Por el contrario, en el historicismo la cesura no sostiene una legibilidad del acontecimiento, lo que llamo una identificación en el interior. Más a menudo el carácter del acontecimiento permanece oscurecido, no se considera en sí mismo, y sirve solamente como un marcador entre anterior y posterior. En otras palabras, todo acontecimiento importante separa fundamentalmente (y esto es la fuente del historicismo), un «antes» y un «después», mientras que en otros aspectos la investigación del propio acontecimiento permanece abierta y sin resolver, utilizando los términos clásicos, tanto en sus causas como en sus consecuencias. El historicismo introduce una periodización tipológica y un comparativismo: ahí está la Revolución francesa como acontecimiento, ahí está la sociedad del ancien régime como un «antes» estrictamente cronológico y de un tipo particular, y ahí está un «después» en esas dos dimensiones. El acontecimiento deviene una ruptura del orden en el mecanismo social. Desde el momento en que se produce esta cesura en cada lado del acontecimiento, hay un «antes» y un «después». Por ello, el gran defecto de las que pretenden ser disciplinas sociales es que la frontera entre la descripción y el análisis es muy difícil de rastrear; se confunde lo descriptivo con lo analítico. En el mecanismo histórico nunca puede haber una idea de singularidad, solamente de diferenciales o comparaciones que son estandarizadas mediante el antes y el después. En este sentido el procedimiento historicista es necesariamente dialéctico; requiere un mecanismo de coherencia y enlace, un «puente» entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo precario y lo invariable, entre lo secuencial y lo estructural, y por medio de esta transición lo descriptivo se vuelve analítico. Aún más, esta es la razón por la que se necesita para este procedimiento el concepto de Estado.

Hablaré, por consiguiente, de un carácter acontecimiento en lo exterior, mientras que, por el contrario, también se puede hablar, cuando se examina por sí mismo, de un carácter acontecimiento en lo interior, cuando es la materia específica la que origina la identificación, el estudio del despliegue y el cese. Los términos operativos son la secuencia y la secuencia política. El material del carácter acontecimiento deviene entonces el de la política, pero el de una política singular que deja de ser simplemente el derrumbamiento del orden del Estado y que se compone tan sólo de efectos. Un carácter acontecimiento en lo interior es político, no estatal. El término revolución tiene la desafortunada propiedad de permanecer siempre en lo exterior (límites, cesura). En los siglos XIX y XX, el intento de internalizar la «revolución», esto es, de subjetivizarla y convertirla en un principio de movilización de las subjetividades, era mediante el mecanismo de la «clase» y del «partido de clase», hasta el punto de que el actual y quimérico uso del término es el de imaginar que se separa de la forma de partido, que era la verdadera condición de su subjetivización y su condición de posibilidad política. Sustituir el «partido de la revolución» por el «deseo de la revolución» no despliega una subjetividad alternativa a las existentes.

Para mí, la raíz del problema no es lamentarse de la falta de un partido o de una revolución, sino por el contrario la necesidad de una intelectualidad de la política sin partido o revolución; algo que no impida el radicalismo o prescriba resignación frente al orden de las cosas, sino que imponga la hipótesis de otras posibilidades. La revolución, por su parte, es un concepto historicista, no político, que reduce el pensamiento de la política, su condición de posibilidad, al de un carácter acontecimiento en lo exterior, y lo coloca a continuación en una cadena en la que también figuran «partido» y «Estado». Partido, revolución y Estado forman un tríptico.

«Revolución», además, es una categoría que se convirtió en obsoleta en 1968, por lo menos en cuanto a Francia se refiere, cuando a pesar de ser la palabra clave no había ninguna pregunta sobre la insurrección, sobre el poder del Estado. Si la cuestión del Estado ya no surge, es porque ya no es el legado común, incluso aunque sea citada en las proposiciones de clases antagonistas. Lo que queda claro aquí es un clasismo obrerista en el que la clase obrera y la visión política del Estado están separadas. El fin del Estado-nación, que debe datarse en 1968, es básicamente el fin del Estado como objeto de una conflictividad «heredada». A partir de este punto el fin del Estado-nación se conoce con el nombre de consenso y cohabitación.

El clasismo murió en 1968. Podemos llamar clasismo al espacio del Estado en herencia (antagonista), lo que se podría llamar el Estado-nación. El lapso del clasismo, esto es, la aproximación a la política en términos de clase, tuvo lugar cuando quedó claramente establecido que «clase» y «partido de clase» no tenían ninguna proposición especial sobre el Estado y no apuntaban hacia ningún acontecimiento, ni en lo exterior ni en lo interior; este fue el papel del PCF y de la CGT en 1968. En este punto algo esencial llegó a su fin, un final indicado por la obsolescencia del tríptico Partido-Estado-revolución.

Al mismo tiempo, la libertad y la decisión que se plantea es la de formular la hipótesis de una nueva intelectualidad y una nueva práctica de la política, en la que rompemos con «partido» y «revolución», y en la que el Estado es un tema importante pero no el centro de la política.

En la aproximación que propongo, ¿cómo aparece la pasada historia de las «revoluciones»? En primer lugar, las «revoluciones» quedan identificadas por políticas, y cada una de ellas por una señalada inventiva. Las revoluciones no existen en plural, excepto en la idea errónea de que «revolución» denote simplemente grandes cambios que atañen al gobierno y al Estado como caso general, sino que cada vez presentan singularidades de un carácter extremadamente específico. En el caso de la Revolución rusa, ¿Qué hacer?, las «Tesis de abril», la decisión de la insurrección, los revolucionarios profesionales y la paz separada fueron inventos y descubrimientos. Ciertamente encontramos una ruptura aquí, pero en el sentido de la tarea.

En segundo lugar, la Revolución francesa es el único caso en que, en sentido estricto, «revolución» contiene la capacidad política. En otras palabras, la única ocasión en que «revolución» era una categoría del pensamiento por la subjetividad política que actuaba. En octubre de 1917, por el contrario, la revolución no era una categoría del pensamiento sino la dictadura del proletariado.

En China, durante la Larga Marcha, la categoría del pensamiento era la guerra popular de liberación nacional con sus tres componentes, partido, ejército y frente unido. Podemos ver cómo, desde el punto de vista de las categorías activas de la subjetividad y del pensamiento, estos son procesos dispares que han sido empaquetados con el mismo nombre.

He hablado de la libertad y la decisión de una nueva intelectualidad de la política. Dejar atrás la manera de pensar del historicismo, que está atada al partido-Estado en sus formas parlamentarias y socialistas, significa creer que la política puede ser concebida como una categoría subjetiva, como un pensamiento, sobre su propia base. La cuestión actual no está en algún hipotético vuelco en el equilibrio de fuerzas o en la aparición de alguna gran crisis financiera, algo que puede suceder pero que por ello no da origen mecánicamente a la verdadera política. Antes de mostrarse en un ajuste coyuntural a las situaciones, la política debe existir en el pensamiento. Este es el punto central: aceptar que hay una nueva intelectualidad de la política y abstenerse de la anterior, hegemónica y desastrosa, en la que los partidos, el historicismo y el parlamentarismo son dominantes. Nos encontramos en una situación de acontecimiento-tipo en lo exterior, cuyo único ritmo es ocasional con la erupción de movimientos como el de 1995, algunas de cuyas interpretaciones alimentan el izquierdismo parlamentario. Una nueva intelectualidad, eso lo dice todo: yo propongo la categoría de modo de política, y mantengo que la política no estatalista, es decir política no historicista, es poco frecuente, secuencial y viene identificada por lo que llamo su modo. Un modo de política es la relación de una política con su pensamiento, la aparición de sus categorías específicas que permiten una identificación de lo subjetivo sobre su propia base. Política no tiene que ser concebida por medio de un objeto hipotético cuyo contenido es el Estado y el poder. Una secuencia política en lo interior crea sus categorías, sus teóricos, sus lugares. Por poner dos ejemplos, la secuencia política que llamo el modo revolucionario, fue la secuencia 1792-1794, sus teóricos fueron Saint-Just (la figura más importante de esta secuencia) y Robespierre, sus lugares fueron la Convención, los clubs, las sociedades sans-culotte, y el ejército revolucionario. Para lo que abusivamente se llama la Revolución rusa, la secuencia iba de 1902 a octubre de 1917, su mayor teórico fue Lenin (también Trotsky y Bujarin), y sus lugares fueron el POSDR y los sóviets. En la teoría de los modos, cuando un lugar desaparece, el modo y la secuencia llegan a un final.

En tercer lugar, la política precede y crea, lleva y sostiene la factualidad histórica. Nos encontramos con la necesidad de acabar con el historicismo, pero para hacerlo tenemos que reabrir su secuencia, volver a examinar sus términos (Revolución, Partido y Estado) y declarar en nuestro nombre, y no en el del historicismo, su identificación y su cierre.