3. Lenin en la era posmoderna

TERRY EAGLETON

Lo que admira la era posmoderna no es el leninismo. Lo que valora es una verdad que sea corregible, provisional, inestable, en vez de la posesión inalienable de una vanguardia encaramada autoritariamente por encima del pueblo. No se entusiasma con la idea de que los intelectuales de la clase media estén ahí para decir a las masas trabajadoras lo que tienen que hacer, o por la perspectiva de que el conocimiento es una cuestión de verdades científicas eternas, en vez del fruto de la práctica histórica. Se alarma con la perspectiva de una cultura obedientemente enganchada al carro de los fines del partido. Se muestra recelosa de las teleologías, de las épocas históricas dispuestas de principio a fin como fichas de dominó, y en vez de ello se vuelve hacia un tiempo en circulación e intercalado, fracturado y de múltiples capas. Es alérgica a la pureza política y a las rupturas metafísicas, prefiriendo lo híbrido y lo ambiguo por encima del resplandor de la certeza absoluta. Se resiste a las crudas reducciones del economicismo. Su modelo de poder preferido no está centralizado sino que es múltiple, esparcido y omnipresente. Se muestra escéptica de políticas específicas de clase, anhelando en vez de ello una política abierta a las diferencias étnicas y a los condenados de la tierra.

En resumen lo que admira la era posmoderna es… el leninismo. Porque todo eso también es auténtico leninismo.

Para muchos de sus críticos, el leninismo parece una ofensa contra la democracia. ¿No resulta odioso patrocinar una pequeña banda de individuos políticamente motivados, que proclaman su acceso a una verdad garantizada, oculta para el resto, y que debe servir de rigurosa guía de nuestra conducta? ¿Acaso la gente decente, la gente común, tiene que modificar su comportamiento porque un puñado de dogmáticos excéntricos, de feministas o activistas étnicos, reclaman ruidosamente algo llamado «la verdad»? En realidad, algunos de estos absolutistas epistemológicos no solamente reclaman la «verdad», sino que incluso tienen el descaro de insistir en que están seguros de que sus extravagantes dogmas son correctos, de que la supremacía blanca o la homofobia, el genocidio o la opresión sexual, son «equivocaciones». No parecen considerar, como lo hace todo el mundo, que estas opiniones son polivalentes, indecidibles, eminentemente deconstructivas. Aún más, lejos de quedarse contentos con guardarse esas certezas para sí mismos, de cultivarlas como una afición privada o un inocente pasatiempo, constantemente están tratando de imponerlas por medio de la ley, la política, la propaganda, sobre las personas corrientes, sexistas y supremacistas no doctrinarios que no quieren otra cosa sino que se les deje tranquilos en su honrada privacidad para continuar con sus prácticas sexistas o racistas.

Estos días no se lleva hablar, como lo hace Lenin en ¿Qué hacer?, de elevar a las masas al nivel de los intelectuales, aunque pudiera no estar mal convencer al reaccionario tejano medio para que pensara como Angela Davis o Noam Chomsky (¿están los antileninistas realmente en contra de la sugerencia?). El primer Lenin considera claramente a la clase obrera incapaz de alcanzar por sus propios esfuerzos otra cosa que una conciencia sindicalista, argumento que más tarde revisaría a la luz de los acontecimientos históricos; pero no supone forzar el razonamiento considerar que sin una renovada aportación política e intelectual, el movimiento que emergió en Seattle no puede alcanzar otra cosa que la conciencia anticapitalista. Y eso por valioso que sea, no es exactamente todo. Al margen de lo que consideren los pesimistas, en nuestro tiempo no hemos pasado del socialismo a la apatía o a la reacción. En vez de ello hemos pasado del socialismo al anticapitalismo. Eso apenas es un cambio después de todo, y en cualquier caso es completamente comprensible a la luz del reciente «socialismo real existente»; pero aun así es un retroceso.

La conciencia anticapitalista se puede alcanzar simplemente echando un vistazo al mundo con un mínimo de inteligencia y de decencia moral, pero de esa manera no se puede alcanzar un conocimiento de los mecanismos comerciales globales o de las instituciones de poder de los trabajadores. La distinción entre conciencia política espontánea y adquirida, cualesquiera que sean los desastres históricos a los que haya contribuido, es una distinción válida y necesaria. No es cuestión de la perspicacia de la vanguardia frente a la torpeza de las masas, sino de una distinción epistemológica entre tipos de conocimiento iguales para todo el mundo. Sin embargo, esta diferencia no está especialmente valorada por una cultura seudopopulista que recela cada vez más del conocimiento especializado juzgándolo elitista y que considera un privilegio que sepas algo que yo no sé. Tampoco es una reacción sorprendente en una sociedad donde el conocimiento se ha vuelto una de las mercancías más cotizadas, fuente de un rígido escalafón y de intensa competencia; pero eso no se soluciona con una democracia de la ignorancia. El militante vanguardista inglés que en la década de los setenta me decía con devoción que sacaba su teoría de su práctica sin duda estaba convencido que había llegado a preferir la teoría del imperialismo de Luxemburg antes que la de Hilferding, vendiendo los sábados por la mañana periódicos socialistas a las puertas de Marks & Spencer. Un ingenuo historicismo del conocimiento no es respuesta para un suave teoricismo sobre él.

Hay una paradoja en la misma idea de revolución que hace tan difícil de digerir la noción de vanguardia. Las revoluciones son apasionadas, turbulentas; acontecimientos llenos de cólera y exhuberancia que hacen temblar el mundo. Para algunos, imaginar que las revoluciones necesitan profesionales o expertos, les suena parecido a necesitar un experto para estornudar o a buscar el alma gemela entre profesionales del sector. Lo mismo sucede con la teoría literaria. La gente ve la necesidad de especialistas en botánica o en economía política, pero en cambio en «teoría literaria» les parece un oxímoron: la literatura en sí misma carece de teoría y es el centro de valores y sentimientos comunes a todos. Sin embargo, literatura y revolución también son formas de arte y la revolución especialmente es una operación práctica enormemente compleja, que desde algunos ángulos se parece más a la cirugía del cerebro que a beber cerveza. Cualquiera se puede rebelar, pero no todos pueden sacar adelante una revolución victoriosa. Si uno rechaza la fantasía maoísta de que la cirugía del cerebro la realiza el pueblo con la pequeña ayuda de un médico un poco raro, se hace patente la necesidad de aquellos con una frónesis revolucionaria, de aquellos que son especialmente buenos en este arte como otros lo son jugando al baloncesto. Siempre habrá semejantes elementos, y en una revolución triunfante parece lógico que destaquen. Está claro que la controversia sobre la vanguardia no puede ser esta, sino si, por ejemplo, semejantes elementos son producidos espontáneamente por las masas o si deben estar ya introducidos en el asunto como unidades bien disciplinadas, a quienes en momentos de crisis política las masas recurrirán espontáneamente. O si tales expertos necesitan ser intelectuales profesionales de la clase media, custodios de la verdad final de la historia o potenciales dirigentes eficaces de gobierno.

Una de las notables ventajas de lo que se podría llamar el antileninismo vulgar, de la creencia en que decir a alguien lo que tiene que hacer es algo ipso facto autoritario, o de que conocer una verdad garantizada que otros ignoran es algo elitista, es que nadie te puede decir qué hacer o no hacer. Y esto es realmente uno de los notables privilegios de esta actitud tan humildemente retraída. Aquellos que me vienen contando, con su arrogancia y con sus maneras farisaicas, que debería liberar a los cinco esclavos famélicos que tengo encadenados en mi columna, cuyas costillas oigo rechinar desde mi butaca, están simplemente tratando de imponer sus manidos dogmas por encima de mi conducta espontánea. ¿En virtud de qué acceso «jerarquizado» a una «verdad» fundacional pueden justificar semejante espantosa arrogancia? ¿No se dan cuenta de que todas las especies son necesarias para hacer un mundo, de que como dice la clase obrera inglesa sería un absurdo que todos pensáramos lo mismo, de que la diversidad vital y no la deprimente homogeneidad es el summum bonum, y de que cuanta más diferencias florezcan, entre ellas sin duda las rabiosas creencias en el libre mercado, en las prácticas de esclavos atados a la columna y cosas similares, mejor podremos resistir la centrípeta tiranía del consenso? ¿Se supone que estoy hundido en la así llamada falsa conciencia, una concepción elitista si alguna vez ha habido alguna, porque me hallo a mí mismo continuamente mirando a la gente con la que me encuentro en los cócteles, pensando cómo quedarían encadenados a mi columna? ¿Por qué todo el mundo se empeña en negar con sus petulantes certezas la validez de mi experiencia? ¿Por qué se muestran tan condescendientemente ávidos por desecharme como «mistificado», simplemente porque me paso los fines de semana en mi habitación marcando el paso alrededor con mi uniforme nazi?

Resulta curioso cómo los intelectuales, cuando expresan su acostumbrada aversión liberal por decir a la gente normal qué hacer, asumen con un típico narcisismo que son los intelectuales de la clase media como ellos los que en cualquier caso tienen la palabra. No parecen poder imaginar que el intelectual en cuestión pueda ser un conductor de autobús comunista y que la gente «normal» pueda ser un banquero. Para el marxismo, sin embargo, «intelectual» simplemente es una designación. La distinción entre intelectual y no intelectual no es homóloga a la distinción entre clase media y clase obrera y de hecho la forma que pretendía cancelar esta distinción se llamaba el partido. Los intelectuales en general son funcionarios específicos dentro de la vida social, y los intelectuales revolucionarios son funcionarios dentro de un movimiento político. No necesitan ser ni genios ni refinados. Los que consideran elitista la rama del marxismo que representa Althusser, porque imaginan una teoría académica dictando austeras conferencias científicas a una aturdida ideología proletaria, parecen asumir que los trabajadores no pueden ser teóricos y los intelectuales no pueden ser ideólogos. Puede haber otras razones para objetar el modelo de Althusser, pero ésta en concreto revela más los prejuicios espontáneos del crítico que los del autor.

«Intelectual» designa un lugar social o político, igual que «peluquero», «director ejecutivo» o «comisario», no un rango ni un origen social. Es cierto que la mayoría de los intelectuales marxistas, como el propio Lenin, ha procedido de la clase media, pero esto se debe principalmente a la carencia educativa y cultural de la clase obrera bajo el capitalismo. Es una confirmación de la crítica socialista, no un borrón sobre ella. Quienes consideran elitista que yo tenga acceso a formas de conocimiento técnico que son útiles para mí pero a las cuales no tengo acceso, todavía consideran el conocimiento en términos de cualidades o jerarquías personales, en vez de en términos de la división social del trabajo, las condiciones de clase, las técnicas especializadas, las localizaciones sociales etc., y por ello caen en el mismo humanismo liberal que normalmente censuran. También tienden a caer presa del mismo universalismo que tan sospechoso les parece, ya que lo que parece objetable para los antileninistas es la idea de que alguien pueda estar en posesión de un conocimiento total del que yo estoy privado. Sin embargo, no hay ninguna razón por la cual alguien que me pueda hablar de las leyes de la producción capitalista no pueda en correspondencia tener algo que aprender de mí. Hay diversos tipos de vanguardia, algunas de las cuales tienen, por ejemplo, conocimientos médicos en vez de conocimientos políticos por encima del resto de nosotros.

Menos todavía se puede considerar «intelectual» como sinónimo esotérico de «muy inteligente». Por ello, los filisteos derechistas sienten la necesidad de hablar de los «así llamados» o los «supuestos» intelectuales, queriendo decir con ello que «realmente no son tan listos», aunque describirse a uno mismo como intelectual no sea una afirmación de serlo. No todos los intelectuales son inteligentes ni todos los inteligentes son intelectuales. Hace algunos años en el Ruskin College, la institución para los estudiantes de la clase obrera en Oxford, un catedrático de la universidad comenzó la conferencia que había sido invitado a pronunciar con la falsamente modesta advertencia de rigueur en determinados círculos de caballeros ingleses de que realmente sabía muy poco del tema sobre el que iba a disertar. Una ruda voz de Glasgow surgió del fondo de la sala: «¡Se te paga para que sepas!». A diferencia del catedrático, aquél estudiante había comprendido el significado del término «intelectual». Había comprendido que la advertencia del conferenciante, lejos de ser un seductor repudio de la autoridad, era tan intolerante como si un mecánico de motores manifestara no ser capaz de reconocer una caja de cambios. Nos gusta que nuestros mecánicos, cirujanos e ingenieros hablen con autoridad, en vez de que se encojan para ponerse a nuestro nivel. Las elites son superiores a las masas en su propio ser, los mecánicos de motores tienen un conocimiento especializado del que nosotros carecemos.

Sin duda el leninismo supone mucho más que decir a otra gente lo que juzgas como verdadero. Pero los estereotipos y el travestismo que han caído sobre él (ninguna otra corriente política ha sido caricaturizada en nuestro tiempo tan inmisericordemente por aquéllos devotamente opuestos a todo estereotipo) han sido tales que hace falta un enorme esfuerzo simplemente para superar los prejuicios vulgares, antes de poder entrar en materias más sustanciosas. Es prácticamente imposible discutir el concepto de vanguardismo político, por ejemplo, en un clima cultural que no percibe la diferencia entre los términos de «vanguardia» y «elite». Es cierto que para movimientos como el Romanticismo, los hilos entre estos dos conceptos estaban notablemente enredados. Pero no se tiene que apoyar acríticamente la doctrina leninista clásica de la vanguardia para señalar que no tiene nada que ver con ser, social o espiritualmente, superior a las masas bovinas.

En primer lugar, las elites se perpetúan a sí mismas, mientras las vanguardias se cancelan a sí mismas. Las vanguardias surgen en condiciones de desarrollos políticos y culturales desiguales. Son efecto de la heterogeneidad, de situaciones en las que un cierto grupo de hombres y mujeres son capaces por sus circunstancias materiales, no necesariamente por su talento superior, de entender «por anticipado» ciertas realidades que no se han hecho evidentes de manera general. Son capaces de ello por una posición cultural privilegiada, o exactamente por la razón contraria, por una experiencia duramente adquirida como blancos de la opresión y de su lucha contra ella. Es de esa experiencia de la cual los más afortunados entre nosotros tenemos que aprender. Es extraño que muchos de los que rechazan la noción de vanguardia sean devotos del Congreso Nacional Africano o aplaudan a los que organizan en internet las campañas anticapitalistas. Aquellos que recelan de la autoridad como opresiva en sí misma, y son una legión en la actualidad, se olvidan de la autoridad que nace de la experiencia duramente ganada y cuya voz es por lo tanto apremiante. No hay nada malo en la autoridad, a condición de que sea emancipatoria. Una vez que la experiencia se ha generalizado y puesto en práctica, la vanguardia puede desaparecer, su tarea está terminada. Sin duda las vanguardias pueden petrificarse en elites, pero también sin duda sería una manera bastante inadecuada de describir la transición del leninismo al estalinismo, que se debe a condiciones históricas específicas, no a alguna fatalidad metafísica. Aquellos que hacen objeciones al leninismo porque se muestra ciego frente a la naturaleza contingente y aleatoria de la historia, no deberían ser tan implacablemente deterministas en su visión de semejantes cuestiones. Los digger, las sufragistas, los futuristas y los surrealistas fueron diferentes tipos de vanguardias pero no se vieron inexorablemente convertidas en elites.

Es importante reconocer la evidencia de que las revoluciones son asuntos poco habituales y anómalos. Las revoluciones no suceden todos los días y los movimientos revolucionarios no se ven como microcosmos de la vida diaria, menos aún como anticipos de la utopía. De hecho, deberían tratar de prefigurar con su conducta y relaciones algunos de los valores de la sociedad por los que luchan; una dimensión notablemente ausente en un bolchevismo rudamente instrumental. Pero no son más imágenes de la utopía de lo que son los equipos de rescate en los desastres mineros, que requieren cadenas de mando y formas de disciplina que encontraríamos discutibles si nos encontráramos con ellas cada mañana. La instrumentalización tiene, a pesar de sus apabullantes peligros, un lugar. Cuanto más claramente se considere a los movimientos revolucionarios como instrumentales, anómalos, estrictamente temporales, es menos probable que su necesario énfasis en la lucha, en el conflicto, en la austera abnegación, etc., confunda el moldeado de un futuro político caracterizado por la libertad, la prosperidad y la paz. Esto bien puede significar que los más activos dentro de ese movimiento son, como Moisés, los que menos probabilidades tengan de entrar en esa tierra prometida que ellos mismos han ayudado a crear. Como dice Brecht en su poema «A aquellos que nacieron después»: «Nosotros que tratamos de crear las condiciones para la amistad / no podíamos ser amigables». O como destaca un personaje socialista de la novela de Raymond William, Second Generation: «Seríamos la peor gente, la peor gente posible, en cualquier buena sociedad. Y nos encontramos así porque nos hemos expuesto y nos hemos endurecido». Lo que destaca del pensamiento de William en esta cuestión es que considera este conflicto entre la lucha por el socialismo y el propio socialismo no sólo como una deplorable necesidad que el corazón de la historia perdonará, sino también una tragedia.

Aquellos miembros del Ejército Ciudadano y de los Voluntarios Irlandeses que en 1916 lucharon con James Connolly contra el Estado imperial británico en la oficina de correos de Dublín, constituían una vanguardia. Pero no porque fueran intelectuales de la clase media, por el contrario, eran mayoritariamente trabajadores, hombres y mujeres de Dublín; tampoco fue porque tuvieran alguna facultad innata que les permitiera una mayor percepción de los asuntos humanos, ni porque estuvieran en una serena posesión de las leyes científicas de la historia. Fueron una vanguardia a causa de su situación relacional, porque, al igual que las vanguardias culturales revolucionarias, en contraste con las camarillas modernas, se vieron a sí mismas no como una elite indefinida, sino como las tropas de choque o la primera línea de un movimiento de masas. No puede haber una vanguardia en sí y para sí, a diferencia de las camarillas que son por definición en sí y para sí. La vanguardia no actuaría si no confiara profundamente en la capacidad de la gente común, una capacidad que las elites desdeñan. Semióticamente hablando la relación entre vanguardia y ejército es metonímica más que metafórica. Considerarla de la segunda manera sería la herejía del sustitucionismo. Es cierto que la vanguardia también puede convertirse en un significante flotante, como pronto se encontró a sí mismo el Partido bolchevique, colgado en el espacio por encima de un referente marginal y agotado conocido como el proletariado ruso. Pero la concepción leninista de vanguardia está lejos del golpismo o del blanquismo, con el que frecuentemente se la confunde y que el propio Lenin siempre rechazó.

El curso de la historia iba a dar la razón a los Voluntarios Irlandeses. En dos o tres años, el patético grupo de patriotas que asaltó la oficina de correos y que mientras eran conducidos a prisión fueron abucheados por la gente llana de Dublín, calificados de chalados y soñadores, se había transformado en un Ejército Republicano Irlandés con una base de masas. La gente llana de Dublín había abandonado sus abucheos y se había unido para formar la primera revolución anticolonial del siglo XX. Habían aprendido la lección de que un chalado es un pequeño instrumento que hace revoluciones. Y el que lo hicieran así se debió en parte a que los Voluntarios y el Ejército de Ciudadanos no se quedaron en casa en 1916 por miedo a ser considerados elitistas y jerárquicos.

El pensamiento posmoderno es en general entusiasta de marginales y minorías, pero no de esta particular clase de ellos. Dado que su compromiso con las minorías es tan hostil al pensamiento mayoritario como el elitismo, no tiene demasiado tiempo para las minorías que construyen relaciones constructivas con las mayorías. Dado su dogma universal de que todas las mayorías son opresivas, eso sólo podría significar apropiación.

La idea de que la vanguardia proporciona alguna verdad eterna a las masas es especialmente irónica en el caso del leninismo. Lenin fue el gran virtuoso de la modernidad política, el practicante de una innovadora forma de arte conocida como política socialista revolucionaria, para la cual había establecidos unos cuantos paradigmas o prototipos, como los había para el expresionismo o el supremacismo. No es casualidad que la obra, brillantemente vacía, de Tom Stoppard, Travesties, sitúe a Lenin en compañía de James Joyce y los dadaístas. Cuando Jean-Francoise Lyotard escribe sobre un conocimiento o práctica que no tiene un modelo existente, sobre una perturbación del orden de la razón por un poder que se manifiesta en la promulgación de nuevas reglas de entendimiento[58], la clase de ciencia experimental o paralógica que tiene en mente no está lejos del discurso de la estación de Finlandia. Es algo conocido que prácticamente todas las grandes posiciones teóricas de Lenin son intervenciones políticas que transforman, en el acto de aplicarlas, normas teóricas recibidas. Así, por poner un ejemplo evidente, la aparentemente estrecha insistencia sobre el partido en ¿Qué hacer? hay que verla a la luz de las condiciones de ilegalidad de aquella época y como parte de una crítica del economicismo; el propio Lenin iba a escribir en 1905 que los obreros debían ser bienvenidos en el partido por cientos o miles. Desde ese momento hasta justo después de la revolución, sus escritos están marcados por la confianza en la capacidad creativa de las masas y en los sóviets que la expresan. «¡Camaradas, trabajadores!», escribía en 1917, «recordad que ahora vosotros mismos estáis al timón del Estado. Nadie os ayudará si vosotros mismos no os unís y tomáis en vuestras manos todos los asuntos del Estado […]. Seguid vosotros mismos con el trabajo; empezad desde abajo, no esperéis a nadie»[59]. Sin embargo, poco después, a medida que el autogobierno de los trabajadores apenas sobrevivía a unas pocas semanas de fervor revolucionario, y a medida que el Partido bolchevique fortalecía su manejo sobre la vida política, la historia iba a ser diferente.

Irónicamente, incluso la epistemología tenazmente reflexionista de Materialismo y empirocriticismo, un trabajo en el que se puede escuchar el ocasional grito ahogado de un hombre más allá de sus capacidades, es en sí misma una postura en contra de bogdanovistas de ultraizquierda, proletkultist y reaccionarios neokantianos. El conocimiento teórico es en todos estos casos un acto performativo, no a causa de alguna preferencia epistemológica, como podría suceder en un seminario moderno para posgraduados, sino porque una historia revolucionaria es probable que ponga claramente de relieve las afinidades, normalmente encubiertas, entre pensamiento y práctica. Como la amenaza de la horca, concentra maravillosamente la mente, pero no sólo la mente: Walter Benjamin señaló en algún momento que su prosa podía haber sido menos críptica si hubiera habido una Revolución alemana. Quizá hayamos sido un poco lentos en apreciar la dimensión moderna de esta práctica política, que en absoluto se encuentra privada de reglas, líneas de acción o verdades recibidas como alguna banal sabiduría libertaria, pero parte de cuya fidelidad a la tradición, como en todo arte efectivo, consiste en permitir que semejantes procedimientos intimen contigo, cuando deberías ceder o ir más allá de ellos. Y como no hay reglas para determinarlo, estamos hablando de un arte innovador de pura cepa. El propio Lenin habla en su trabajo sobre el imperialismo de 1917 como un «entrelazamiento nuevo y sin precedentes de las revoluciones democrática y proletaria». En lo que esta forma de arte no es posmoderna es en su negativa a seguir la implacable antítesis de Lyotard entre innovación y consenso, una creación de una era para la cual la noción de consenso revolucionario solamente puede ser un oxímoron.

Lenin, sin embargo, practicó una forma de vanguardismo popular tan entregado como el de su compañero de exilio en Zúrich, James Joyce, un hombre que creó una de las prosas más vanguardistas del siglo, al mismo tiempo que se describía como poseedor de una mente parecida a la de un tendero. Joyce es subversivamente vulgar, escandalosamente banal, sorprendentemente cotidiano; y la Revolución bolchevique fue otro de los pocos ejemplos de principios del siglo XX de la conmoción mental que provoca esta coyuntura de lo experimental y lo cotidiano. Si en una extravagante lógica moderna, un andrajoso judío dublinés puede interpretar a Odiseo, entonces, en Rusia, el proletariado puede sustituir a una burguesía ausente y encabezar su propia revolución. Es un caso de ironía y paradoja moderna, como cuando Lenin remarca en Dos tácticas de la socialdemocracia, que la clase obrera rusa esta sufriendo de una insuficiente dosis de capitalismo.

La Revolución rusa también fue, como Yeats, Joyce, Stravinsky, Eliot o Benjamin, una típica constelación moderna de lo muy viejo y lo muy nuevo, de lo arcaico y lo vanguardista, que entendió la historia como un montón de corrientes temporales no sincronizadas, en vez de un estrato unificado del que se podía cortar una sección nítida. «En una ruptura revolucionaria de la vida de la sociedad», escribía Trotsky, «el proceso no tiene simultaneidad ni simetría, ni en la ideología de la sociedad ni en su estructura económica»[60]. Lo que tenemos en su lugar es ese plegado de una narrativa dentro de otra, que se conocería como la revolución permanente. Si un escepticismo del progreso histórico pudiera persuadir a algún arte moderno para que arrojara la narrativa lineal a los vientos, de la misma manera, irónicamente, podría irrumpir la posibilidad de la revolución en la vida política. ¿Qué podría ser más ejemplar de la tensión-confabulación que refleja Ibsen entre pasado y naturaleza, esta vez sin embargo como comedia en vez de tragedia, que una nación que combinaba una autocracia brutal con una clase obrera minoritaria, sin cualificar pero militante; ciudades hambrientas con una intelectualidad ilustrada, desafecta, que careciera de raíces lo suficiente como para hacer causa común con el pueblo; un ejército de campesinos políticamente ambiguos; una rápida industrialización con grandes flujos de capital extranjero, con una burguesía local débil, y un imponente linaje de la alta cultura junto a una sociedad civil drásticamente empobrecida? Con similar radicalismo retrógrado, la nación contenía un proletariado sin cualificar y culturalmente retrasado, pero por la misma razón sin contaminar por la complicidad ideológica de una fuerza de trabajo más acomodada. La diferencia entre esta situación y alguna simple teleología, es similar a la que se produce entre Middlemarch de George Eliot, con su narrativa evolutiva y su confianza liberal en el progreso, y Nostromo de Joseph Conrad, que orquesta un cierto número de historias —imperial, progresista liberal, popular y proletaria— en el contexto de un mítico Estado de América Latina, y cuya narrativa está en consecuencia fracturada, es recurrente y resiste cualquier lectura simplemente cronológica.

Si estos atrasos y superposiciones proporcionan algunas de las condiciones para una revolución política, también son, como ha sostenido Perry Anderson, las condiciones clásicas de los tiempos modernos[61]. El resultado, como señala Benjamin en su ensayo sobre Moscú, es «una completa interpenetración de modos de vida primitivos y tecnológicos»[62], ya que en ambos casos la temporalidad lineal, por así decirlo, explota desde dentro; los grandes historicismos clásicos están desacreditados, el chronos se ha convertido en el kairos, y el flujo de una historia homogénea vacía está repentinamente rebosante de lo que Benjamin llamó «el tiempo del Ahora». Un momento temporal adecuado de la revolución burguesa se convierte en la puerta directa por la que entrarán el proletariado y el campesinado, el Jezteit en el que diferentes historias —absolutista, democrática, burguesa, proletaria, pequeño-burguesa, rural, nacional, cosmopolita— se ven enrolladas y entrelazadas en una nueva constelación. Como el angelus novus de Benjamin, la revolución explota en el futuro con los ojos melancólicamente vueltos hacia la basura del pasado. Y así como el tiempo revolucionario en general no es ni autoidéntico ni puramente difuso, lo mismo sucede con el tiempo tanto de la modernidad como del experimento bolchevique. En el primer caso las culturas nacionales quedan despectivamente abandonadas en favor de una capital cosmopolita, híbrida, políglota, en la que la nueva lingua franca o argot global es arte en sí mismo, mientras que en el segundo los poderes liberados por la revolución nacional empiezan a distorsionar el espacio global del capitalismo y a formar impredecibles coyunturas internacionales, haciendo estallar la revolución nacional en un nuevo espacio conjunto fuera de la continuidad temporal de la propia nación. Aquí entra en funcionamiento una lógica moderna puesta del revés, la llamada teoría del eslabón débil, por la cual las pérdidas son ganancias, lo viejo es lo nuevo, la debilidad se convierte en poder y los márgenes se mueven hacia el centro. Como el artista moderno expatriado, la revolución era ectópica así como intempestiva, montada sobre el estrecho terreno que hay entre Europa y Asia, entre la ciudad y el campo, el pasado y el presente, el Primer Mundo y el Tecero, y así toda una clase de «estar entre»; un acontecimiento que, como el propio Lenin destacó, no había estallado donde debía haberlo hecho. Igualmente podríamos sostener que los tiempos modernos «deberían» haber estallado en la metrópolis británica, pero en vez de ello lo hicieron en las estancadas aguas de la Irlanda colonial.

En todo esto hay suficientes sospechas de teleología clásica como para atraer la atención del antimarxista posmoderno más empedernido, así como un énfasis en la naturaleza provisional, pragmática de la teoría que debería deleitar su corazón. Entre el Sóviet de diputados obreros de San Petersburgo y las «Tesis de abril», la historia se mueve con tanta rapidez bajo los pies de sus protagonistas que la teoría camina con dificultad para mantenerse a la par de la práctica, una situación política con la que nosotros mismos no estamos familiarizados. Lo que obtenemos en consecuencia es una clase de teorización sobre la marcha, ya que las doctrinas se ven rebasadas y volteadas por los acontecimientos, y lo performativo se vuelve constituyente de la noche a la mañana. El propio Lenin, que recogía la frase de Napoleón «On s’engage et puis on voit» en ¿Qué hacer?, habla del partido yendo por detrás de la práctica espontánea de los obreros. Hizo falta más tiempo para que la idea de los sóviets encajara en Marx, Lenin y Luxemburg, que en muchos de los arquitectos de la clase obrera que los levantaron; de la misma manera, los dirigentes de la Revolución de 1917 se tomaron un tiempo sorprendentemente largo para darse cuenta de lo que habían hecho, para asimilar lo que habían creado en la realidad, para empezar a hablar de revolución «socialista» en vez de «democrática», o para llegar a la conclusión de que la nacionalización podía ser una buena idea. Hasta 1921 Lenin no mostró interés por un plan económico nacional, y parecía que algunos bolcheviques de la vieja escuela estaban dispuestos a estimular sin límites el mercado agrícola y la agricultura privada.

Sin duda, sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario, lo que a cierto nivel no significa otra cosa que no puedes formar un movimiento de mujeres sin la idea de feminismo. Pero de acuerdo con Lenin, al mismo tiempo no hay teoría adecuada sin práctica revolucionaria. La teoría revolucionaria correcta, insistía, toma su forma final en estrecha relación con la actividad práctica de un movimiento de masas revolucionario. Para la mayor parte de los actuales críticos de Lenin, viviendo en una era de pluralismo político de izquierda, la práctica revolucionaria está demasiado reducida a fundamentos de clase; pero en su mayor parte esto es de nuevo un blanco convenientemente equivocado. Una alianza contradictoria, trufada de conflictos, de intelectuales de clase media, soldados, obreros y campesinos, apuntando a lo que sigue siendo en parte una revolución burguesa liberal, suena más a un acertijo que a un reduccionismo. Lenin era un purista despiadado cuando se trataba del partido, depurando y expulsando con inquebrantable celo. Pero no era un purista cuando llegaba al tema real de la revolución política, un tema que se hace evidente en su defensa de los acontecimientos de Dublín en 1916, sobre la base de que quien vive de las esperanzas de una revolución pura nunca verá una.

Mientras tanto, aquellos para quienes hoy en día la clase está embarazosamente passé, un grupo que incluye a más académicos que vendimiadores, y para quienes el destino se encuentra ahora en el poscolonialismo y en la políticas sexuales, deberían recordar no solamente que el conflicto poscolonial tiene un fundamento de clase (a no ser que lo limitemos convenientemente a cuestiones de identidad, cultura, diferencia, etc.), sino que, como Robert Young nos ha recordado recientemente, el proyecto conjunto de interrelacionar varias formas de lucha comenzó prácticamente como un proyecto marxista en exclusiva, incubado y arduamente debatido en las sucesivas Internacionales. Como dice Young, el «comunismo fue el primer y único programa político que reconoció la interrelación de esas diferentes formas de dominación y explotación así como la necesidad de abolirlas todas como condición sine qua non para la liberación exitosa de cada una de ellas»[63]. El levantamiento que acabaría derribando al zar comenzó con manifestaciones en el día Internacional de la Mujer en 1917, y los bolcheviques hicieron de la igualdad de la mujer una de sus prioridades políticas. En general, el movimiento comunista se oponía a organizaciones separadas para las mujeres, pero consideraba la liberación de la mujer y la liberación de la clase obrera como algo indisolublemente unido. Su compromiso con la igualdad de la mujer era, en palabras de Young, «superior al de cualquier otro partido político de la época o posterior»[64], al mismo tiempo que estaba igualmente convencido de las relaciones entre los conflictos de clase y la lucha anticolonial. El propio Lenin defendió el derecho a la autodeterminación, rechazando que el nacionalismo fuera un fenómeno estrictamente burgués. Fue él quien colocó la revolución colonial en el primer plano de la política del nuevo gobierno soviético y quien había defendido desde el principio, no solamente frente al economicismo, que los comunistas debían ser los campeones de toda protesta contra la tiranía, convirtiéndose en el punto de referencia de estudiantes, confesiones religiosas oprimidas, maestros, etcétera.

Si el leninismo en esta cuestión se niega obstinadamente a ajustarse a su estereotipo posmoderno, lo mismo sucede respecto a la cultura. Como los posmodernos, Lenin valoraba mucho la cultura, aunque no en el mismo sentido. Donde ellos tienden a pensar en música electrónica, él pensaba en cables eléctricos. Pero ambos tienen un concepto cultural más cercano a la economía que a la política. Lenin consideraba realmente la cultura como un elemento clave en la realización de la revolución, así como el factor individual vital que más la amenazaba. En 1918 escribía, «toda la dificultad de la Revolución rusa está en que fue mucho más fácil empezar esa revolución para la clase obrera revolucionaria rusa que para las de los países de Europa occidental, pero en cambio para nosotros es mucho más difícil continuarla»[65]. Este es un comentario sobre cultura, no sobre política. Fue la debilidad de la cultura en Rusia, en el sentido de la penuria de la sociedad civil, de la falta de una hegemonía elaborada de la clase dirigente, así como de una clase obrera «civilizada» y por ello asimilada, lo que ayudó a hacer posible la revolución; irónicamente, la clase obrera rusa era ideológicamente más fuerte porque culturalmente era débil. Pero fue la relativa ausencia de cultura, en el sentido alternativo de ciencia, conocimiento, alfabetización, y saber hacer, lo que hizo tan difícil mantener la revolución. Las ausencias que la ayudaron también amenazaban con destruirla.

Es aquí, en el reino de la cultura, donde el pensamiento de Lenin es menos vanguardista, no por su admiración por Tolstoy y su disfrute furtivo de la música clásica, sino porque a diferencia de la revolución política había realmente un modelo dado al que ajustarse: la tecnología y las fuerzas productivas que se habían desarrollado en Occidente. «Debemos tomar toda la cultura que el capitalismo ha dejado detrás y construir con ella el socialismo». «Debemos tomar toda su ciencia, tecnología, conocimiento y arte»[66]. Parece como si para establecer el socialismo fuera suficiente que el proletariado se apropiase de este linaje completo, no someterlo a la crítica como hacía, por ejemplo, la Proletkult. La contradicción de la revolución es por ello fascinante: el atraso y la devastación de la sociedad rusa, la drástica profundidad de sus problemas, es lo que la lleva a una posición no revolucionaria, «continuista», que tiene por referente la posición del capitalismo occidental; al mismo tiempo, la verdadera noción de transformación cultural —el equivalente en la vida cotidiana de lo moderno en el reino de la estética, o de la revolución en el reino de la política— aparece como una frivolidad en una nación famélica, iletrada y sin experiencia cívica. La profundidad de la necesidad social es la causa por la que la revolución misma no puede penetrar a las profundidades del yo.

Aquí se encuentra, pues, el Lenin que, junto al hombre de vanguardia, resulta menos apetitoso para la izquierda actual: el campeón de la industrialización y de la Ilustración occidental, el hombre para el que la ciencia y la tecnología son políticamente neutras, el eurocéntrico admirador de expertos técnicos y de las técnicas fordistas. Y hubiera sido positivo para él que hubiera reflexionado sobre este campo con el mismo atrevimiento con que lo hizo en el campo político. Pero las nefastas limitaciones materiales, así como su convicción personal, le impidieron dar ese salto. Esto plantea una pregunta importante a aquellos radicales cuyo enemigo es tanto la modernidad como el capitalismo: ¿hasta qué punto depende de la prosperidad material el pensamiento de vanguardia sobre la cultura y la identidad? O lo que es lo mismo, ¿hasta qué punto depende de la misma modernidad que proclama repudiar? La modernidad en este aspecto es algo parecido a la fama, son los que la tienen los que dicen despreciarla.

El texto más audazmente vanguardista de Lenin es seguramente El Estado y la revolución; vanguardista no solamente en el sentido de estar suspendido sobre el borde afilado de la política, sino en el sentido más técnico de fomentar la política de la forma. Su tesis, derivada de las reflexiones de Marx sobre la Comuna de París, de que el poder socialista debe suponer no una simple transición de una clase a otra, sino de una modalidad de poder a otra, pertenece al clima vanguardista que empujó a Walter Benjamin a insistir, en su ensayo «El autor como productor», en que el arte genuinamente revolucionario transforma las propias instituciones culturales en vez de bombear un contenido nuevo en los viejos canales. Si la visión de Lenin de la cultura y la tecnología tiene el énfasis continuista en el realismo de Lukács, su concepción de los sóviets se parece más a los experimentos teatrales colectivos de Brecht, que pretenden transformar las relaciones de poder entre el escenario, el texto, los actores y la audiencia para revolucionar el concepto mismo de teatro y no sólo su contenido, para desmantelar el aparato teatral completo, en vez de utilizarlo para comunicar un mensaje nuevo en forma de drama naturalista de izquierdas. Sabremos que una revolución ha triunfado cuando, volviendo la vista sobre una amplia franja de tiempo, reconozcamos que ahora sólo hay los más tenues, más formales parecidos entre nuestras concepciones del poder y las de la era prerrevolucionaria, en vez de que podamos reconocer con perplejidad alguna curiosa ceremonia antigua como una versión de lo que ahora llamamos hockey.

Es importante señalar el contraste entre esta visión del poder transformado y la idea del poder omnipresente que Michel Foucault deriva de Nietzsche. Uno podría imaginar ingenuamente que Foucault debería dar la bienvenida a esta versión descentralizada y enraizada, que tiene algunas afinidades con su visión difusionista. Pero, sin embargo, para sus seguidores realmente no hay nada que elegir entre el sóviet y el Estado centralizado, ya que su propio argumento se mueve a niveles cuasimetafísicos, totalmente indiferentes hacia las distinciones terrenales. Si el poder está en todas partes, tan proteico y voluble como la propia voluntad de poder, ¿cómo no va a ser tan constrictivo y disciplinado en los sóviets como en las autocracias? Esta flamante concepción subversiva del poder no puede proporcionar ninguna guía práctica, ya que cualquier programa político sería una traición secreta, así como su formulación verbal es una traición a las crecientes diferencias del mundo.

Igual que Lenin no «transplantó» simplemente el marxismo a una situación que éste apenas había previsto, tampoco puede plantearse la cuestión de transplantar al propio Lenin a un mundo transnacional. Al final, los bolcheviques simplemente tuvieron demasiado temor a confiar en la clase obrera como podían haber hecho, y su incesante vanguardismo contribuyó a destruir la democracia de los sóviets y a preparar el terreno para el estalinismo. Si es «metafísico» postular continuidades puras (entre Lenin y Stalin), es igualmente metafísico, como algunos trotskistas deberían recordar, postular un misterioso abismo entre ellos. Incluso así, la grotesca traversión que es la versión posmarxista y posmoderna del leninismo no puede escapar sin un desafío. Puede que Lenin haya sido demasiado continuista en su aproximación a la civilización occidental, pero el anverso de ese continuismo estaba en el reconocimiento de que no se puede llegar al socialismo sin un cierto grado de prosperidad. El aprecio que hace Lenin de esta verdad, irónicamente, nos permite una apropiada perspectiva crítica sobre el régimen que surgió de su propia revolución, que iba a llevar al pueblo hasta la modernidad a punta de fusil. Si Lenin, el poderoso oponente del capitalismo, era al mismo tiempo demasiado unilateral respecto al capitalismo occidental, los posmarxisas actuales cometen el error contrario. Olvidan que el socialismo, que la negación vanguardista del modo de producción capitalista, debe al mismo tiempo reconocer con sobriedad su deuda con la gran tradición revolucionaria burguesa y con sus logros materiales, en vez de borrarla en un arrebato de arrogancia moral. Sin semejante continuismo no hay negación. Cualesquiera que fueran sus fracasos, Lenin permanece como un recordatorio eterno de que solamente aquellos que disfrutan de los beneficios de la modernidad pueden permitirse despreciarla tanto.