Capítulo 9

—¿Estáis segura de que os encontráis lo bastante bien para viajar, mi señora? —El joven Esteta, Malaquías, observaba a Nikol con ansiedad—. Estuvisteis gravemente herida.

—Sí, me encuentro bien —contestó Nikol, algo irritada.

—Querida… —la reprendió Michael con suavidad.

La joven lo miró; luego volvió los ojos al joven monje, que parecía abatido. Suspiró. Le fastidiaba que la mimasen.

—Lamento haberte gritado. Todos habéis sido muy amables conmigo. Os agradezco cuanto habéis hecho por mí —dijo.

—Habríamos hecho más, mucho más. Pero, al parecer, estabais en buenas manos —comentó Malaquías mientras sonreía a Michael. Se estremeció antes de añadir—: Nunca olvidaré ese terrible día. Os vi desde la ventana, de pie junto a aquel diabólico caballero, mostrándoos tan valerosa, tan decidida…

—¿Qué diabólico caballero? —preguntó Nikol.

El Esteta se puso colorado hasta la raíz del cabello, y se cubrió la boca con la mano. Miró a Michael con expresión culpable, y acto seguido hizo una breve inclinación de cabeza y salió presuroso del pequeño cuarto.

—¿De qué demonios hablaba? —demandó Nikol—. Allí no había ningún caballero diabólico. Era un Caballero de la Rosa. Lo vi con claridad.

—Astinus quiere hablar con nosotros antes de que partamos —dijo Michael mientras se daba media vuelta—. Todo está empaquetado y dispuesto. Los Estetas han sido realmente amables, proporcionándonos víveres, prendas de abrigo, mantas…

—Michael. —Nikol se puso delante de su esposo, obligándolo a mirarla a la cara—. ¿Qué quiso decir ese Lector de Libros?

Él la abrazó contra su pecho con fuerza, recordando lo cerca que había estado de perderla.

—Soth fue quien luchó a tu lado, cariño.

—¡No! —Lo miró de hito en hito—. Eso es imposible. ¡Vi un caballero, un auténtico caballero!

—Creo que viste esa parte de él que todavía lucha por dirigirse hacia la luz. Desgraciadamente, pienso que es una faceta en él que muy pocos volverán a ver. —Michael suspiró—. Vamos. Debemos despedimos de Astinus.

Los Estetas los condujeron al estudio del maestro. El hombre eterno de semblante inexpresivo trabajaba con ahínco en su tarea, escribiendo en un grueso libro. No levantó la vista cuando entraron, sino que continuó con su labor. La pareja guardó silencio largos momentos; después, Nikol, impacientándose, se acercó a la ventana y se asomó a ella. Astinus levantó la cabeza.

—¡Jovencita, me estás quitando la luz!

—Oh, perdonadme… —se disculpó, al tiempo que se apartaba de un brinco y enrojecía.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó el cronista.

—Nos mandasteis venir, maestro —le recordó Michael.

Astinus resopló y soltó con cuidado la pluma en el tintero. Cruzó las manos y los miró con gesto impaciente.

—Bien, adelante. Plantead la pregunta, o no me dejaréis en paz.

—¿Cómo sabéis que tenía intención de preguntar…? —empezó Michael, sin salir de su asombro.

—¿Es ésa tu pregunta?

—No, maestro, no lo es, pero…

—¡Entonces, hazla de una vez! Volúmenes enteros de historia están pasando mientras tú te quedas ahí, balbuciendo y haciéndome perder tiempo.

—Muy bien, maestro. Mi pregunta es ésta: ¿por qué se nos dirigió aquí en busca de los Discos de Mishakal, si no están en la biblioteca?

—Perdona, pero tenía entendido que vinisteis en busca de respuestas —replicó Astinus.

—Vinimos buscando los discos que guardaban las respuestas —aclaró pacientemente Michael—. Y no los encontramos.

—Pero ¿hallasteis la respuesta?

—Yo… —Michael enmudeció, desconcertado—. Quizá… Bueno, sí, en cierto modo.

—¿Y cuál es?

—La gente, ahí fuera, está buscando una respuesta. El caballero Soth estaba buscando una respuesta. Los caballeros de la torre están buscando la suya. Pero todos la buscaban, como nosotros, en el sitio equivocado. La respuesta está aquí… en nuestros corazones.

Astinus asintió en silencio, cogió la pluma y, delicadamente, sacudió una gotita de tinta.

—Y lo habéis descubierto sin necesidad de poner patas arriba mi biblioteca, gracias le sean dadas a Gilean.

—Una cosa más —intervino Nikol. La joven soltó un bulto, que sonaba a metálico, en el suelo, frente al escritorio de Astinus—. ¿Me haréis el favor de que uno de vuestros monjes se ocupe de entregar esto a los caballeros de la Torre del Sumo Sacerdote?

—Ah, tu armadura —dijo Astinus, sosteniendo todavía la pluma sobre el tintero—. ¿O debería decir la armadura de tu hermano? ¿Qué te pasa? ¿Te avergüenza que te tomen por un caballero?

—¡Por supuesto que no! Llevaría esta armadura con mayor orgullo que nunca, pero en las tierras donde pensamos instalarnos la gente no utiliza corazas de metal. Nunca han visto algo así, y podría asustarlos.

—Vais a reuniros con los Hombres de las Llanuras —repuso Astinus. Acercó la pluma al papel y empezó a escribir—. Unos de los pocos que todavía creen en los verdaderos dioses. Pero, al final, incluso su fe se debilitará y desaparecerá. Aun así, tu madre se alegrará de verte, clérigo.

—¡Su madre! —Nikol miró de hito en hito al cronista—. ¿Cómo sabíais que…? No se lo habíamos dicho a nadie.

Astinus desestimó sus palabras con un ademán impaciente.

—Si no tenéis más que decirme, Malaquías os acompañará a la salida.

Michael y Nikol intercambiaron una mirada.

—Ni siquiera piensa darnos las gracias —susurró la joven a su esposo.

—¿Por qué habría de hacerlo? —gruñó Astinus.

Nikol se limitó a sonreír sacudió la cabeza. Malaquías los esperaba en la puerta del estudio. La pareja se dio media vuelta, dispuesta a marcharse.

—Clérigo —llamó el cronista, sin dejar de escribir.

—¿Sí, maestro?

—Seguid buscando.

—Sí, maestro —respondió Michael mientras cogía la mano de Nikol—. Lo haremos.