La mercader ambulante

Mark Anthony

—Te daré los dos cuchillos de bronce, el collar de cuentas elfas y el vaso de cuerno plateado. Es mi última oferta.

—¿Estás loca, Matya? —dijo el viejo y canoso comerciante, exasperado. Señaló la pieza de fino tejido que estaba sobre el mostrador, entre los dos, en el centro de una tienda sucia y atestada—. ¡Vaya, pero si esta tela fue tejida para un noble señor de la propia ciudad de Palanthas! Vale el doble de lo que me ofreces por ella. ¡No, el triple!

Matya observó al comerciante con una mirada calculadora en sus brillantes ojos castaños. Siempre sabía cuándo estaba a punto de ganar la partida a Belek en un trato, porque, invariablemente, la nariz del hombre empezaba a agitarse con un tic.

—Si es un lienzo tan fino, ¿por qué no lo compró el noble señor para el que fue tejido? —preguntó Matya con perspicacia.

Belek farfulló alguna excusa, pero la mujer desestimó el comentario con un gesto de su mano llena de anillos.

—Puedes aceptar mi oferta o rechazarla, Belek. No conseguirás que la aumente ni siquiera con un clavo torcido.

El comerciante suspiró, y su rostro macilento adoptó una expresión desanimada.

—Te has propuesto arruinarme, ¿verdad, Matya? —Su nariz bulbosa sufrió un tirón violento a causa del tic.

La mujer sonrió para sus adentros, aunque no dejó que el comerciante advirtiera su satisfacción.

—Es un simple negocio, Belek, nada más.

—Sí, lo es —rezongó el hombre—. Pero te lo advierto, Matya. Un día llevarás a cabo un trato demasiado astuto para tu propio bien. Hay ciertos pactos que no merece la pena hacer, por muy provechosos que parezcan.

Matya se echó a reír.

—Siempre fuiste un mal perdedor, Belek —dijo, mientras empujaba las mercancías que había ofrecido al lado opuesto del mostrador.

El comerciante, cuya nariz se agitaba frenéticamente con el tic, suspiró y empujó a su vez la pieza de tela hacia la mujer. Matya se escupió la palma de la mano. Belek hizo otro tanto y los dos se las estrecharon. El trato estaba cerrado.

Matya y Belek se despidieron y cargaron la pieza de tela en la carreta que la mujer había dejado a la puerta del destartalado comercio. El vehículo era pintoresco, aunque estaba algo deteriorado por el continuo trasiego, y la pintura de colorines chillones estaba descascarillada en algunos sitios. Atado a las lanzas iba un burro de pelo pardo, ojos pacientes y orejas extraordinariamente largas.

El carro de Matya estaba repleto, casi desbordándose, con toda clase de mercancías, tanto prácticas como curiosas: ollas y sartenes, capas botas, flechas y hachas, pedernal para el fuego, cuchillos, e incluso una o dos espadas, además de otros muchos objetos que había comprado, trocado, o —la mayoría de las veces— recogido en algún basurero. Viajaba de ciudad en ciudad, vendiendo y cerrando tratos; era como se ganaba la vida. Y, a decir verdad, no le iba tan mal.

Al igual que le ocurría a su carro, la propia Matya estaba un poco estropeada con el paso de los años. Su largo cabello, recogido en una gruesa trenza sobre la cabeza, había sido rubio, pero ahora tenía un tono gris como la ceniza. Incontables días bajo el sol y el viento habían curtido y tostado sus rubicundas mejillas. Unas finas arrugas marcaban la comisura de sus labios y sus ojos, ocasionadas más por sonreír que por poner un gesto ceñudo, de modo que resultaban atractivas. Y también, al igual que el carro, Matya iba vestida con una colección de ropas en las que estaban representados todos los colores del arco iris, desde la camisa de un azul como el océano hasta la falda, amarilla como los girasoles, y el chaleco verde salpicado con pequeñas flores rojas. Aunque su figura era esbelta, estaba algo rellenita, si bien seguía resultando atractiva; tenía una belleza sencilla, muy agradable… cuando sus ojos castaños no irradiaban fuego, se entiende.

—Pongámonos en camino, Conejo—dijo Matya al burro mientras se encaramaba al pescante del carro—. Si nos damos prisa, podemos llegar a Garnet a la caída de la noche. Hay un mercader allí que es aún peor regateador que Belek.

El animal soltó un rebuzno que sonó como una insólita risa. Matya ató un pañuelo rojo sobre su grisáceo cabello y agarró las riendas con sus fuertes y gruesos dedos. Lanzó un agudo silbido, y Conejo salió al trote por la polvorienta calzada, tirando del pintoresco carro.

Era media tarde cuando divisó los cuervos volando perezosamente en círculo contra el cielo azul, a poca distancia. Matya sabía bien lo que auguraban los negros pájaros: muerte.

—Mantén esas orejas bien abiertas, Conejo —le dijo al burro, mientras el carro avanzaba dando tumbos a causa de las rodadas y los baches del suelo—. En estos tiempos el peligro acecha en las calzadas.

Matya observó cautelosa el camino mientras las serenas y onduladas colinas iban pasando. El otoño había dejado la huella de la escarcha sobre la tierra y pintaba las llanuras meridionales de Solamnia con centenares de matices ocres y rojizos. La luz del sol, dorada como miel, era cálida y adormecedora, pero Matya resistió la tentación de dar una cabezada, como habría hecho en otro momento. El paisaje era precioso, pero la belleza podía esconder peligro. Se mantuvo bien despierta y alerta.

El carro remontó una pequeña cuesta. Un poco más adelante había una bifurcación; ese punto era el que sobrevolaban los cuervos. La calzada principal continuaba hacia el norte, y el camino secundario conducía al este, hacia la difusa silueta púrpura de una cordillera que se recortaba en el horizonte. Esparcidos por el polvoriento cruce había diversos objetos extraños y retorcidos. Un cuervo se zambulló en el aire y picoteó uno de los objetos antes de remontar otra vez el vuelo, y sólo entonces Matya comprendió que aquellas formas extrañas eran cadáveres, todavía tirados en el polvo de la calzada.

Contó cinco cuerpos mientras Conejo, que miraba a los muertos con inquietud, llevaba el carro hasta el cruce de caminos. Matya descendió del pescante y se arrodilló para examinar uno de los cadáveres, el de un anciano, vestido con un atuendo pulcro pero raido. Una flecha de tosca manufactura, con plumas negras, sobresalía de su garganta.

—Goblins —dijo con asco la mujer.

Había oído rumores de que estas repulsivas criaturas estaban bajando últimamente de las zonas altas de montaña para tender emboscadas a los viajeros. A su entender, éstos eran unos peregrinos que iban camino de Caergoth, al sur, para visitar los templos de los nuevos dioses que allí había.

—Encontraron a sus dioses antes de lo que pensaban —musitó Matya. Dijo una corta oración para ayudar a los muertos en su viaje, y después empezó a registrar los cuerpos, por si alguno de ellos llevaba algo que pudiera venderse. Después de todo, los muertos ya no necesitaban objetos de valor. Matya, por el contrario, sí.

Unos minutos más tarde, sin embargo, se dio por vencida. Como la mayoría de los peregrinos, éstos poseían poco más que las ropas que llevaban puestas, Ni siquiera esto lo habría despreciado, pero estaban ajadas y manchadas de sangre. Lo único que sacó en limpio fue una moneda de cobre, y doblada, por añadidura.

—Aquí no hay nada para nosotros —dijo Matya a Conejo, mientras subía de nuevo al pescante—. Reanudemos la marcha. Los hombres de Garnet que vengan a caballo los encontrarán pronto y los enterrarán… y, con suerte, acabarán con los goblins al mismo tiempo.

Conejo soltó un rebuzno bajo y empezó a trotar, ansioso por alejarse de la bifurcación y del olor a sangre. Matya guió al pequeño burro por la calzada del este, pero un poco más adelante tiró con fuerza de las riendas, haciendo que el carro se frenara de nuevo.

—¿Qué demonios es eso? —se preguntó.

Algo relucía entre las ortigas y la grama, al borde del camino. En un principio decidió pasarlo por alto y reanudar la marcha —se estaba haciendo tarde—, pero la curiosidad se impuso. Descendió del pescante y, apartando las hierbas, se encaminó hacia el punto donde había visto el brillo. Las ortigas le arañaron los tobillos, pero Matya olvidó el picor enseguida.

—¡Vaya, pero si es un caballero! —exclamó boquiabierta, mirando fijamente al hombre que estaba tendido, inmóvil, sobre la hierba, a sus pies.

Llevaba puesta una abollada armadura, pero su apariencia era más la de un pobre vagabundo que la de un noble caballero. Tenía los ojos hundidos, el semblante consumido y con huellas de agotamiento, y el bigote castaño que le caía sobre la boca estaba descuidado.

El que fuera un caballero de verdad o un saqueador con una armadura robada, no tenía ya la menor importancia, pensó Matya. Su cabello estaba enmarañado y con pegotes de sangre, y la piel tenía el color ceniciento de la muerte. Pronunció las conocidas palabras para apaciguar el espíritu de los muertos, y se arrodilló junto al cadáver.

Sólo la armadura de acero le reportaría una fortuna, pero pesaba muchísimo y Matya no estaba muy segura de poder quitársela. No obstante, el caballero llevaba una bolsa de cuero sujeta al cinturón, y ello era un buen presagio para los fondos de Matya. Desató los cordones con habilidad, miró dentro, y dio un respingo de sorpresa.

El rostro de una mujer la miraba desde el interior de la bolsa. El diminuto semblante parecía tan natural, tan vivo, que durante un instante Matya imaginó que era real: una pequeña y perfecta doncella escondida dentro de la bolsa.

—¡Vaya, pero si es una muñeca! —cayó en la cuenta al cabo de un segundo.

Era una figura exquisita, ejecutada en delicada porcelana de color hueso. Los ojos de la joven doncella eran dos relucientes zafiros, y sus mejillas mostraban un suave rubor. Era un tesoro digno de la casa de un gran señor, y los ojos de Matya relucieron también como gemas mientras alargaba la mano para sacar la figurilla de la bolsa.

Una mano se cerró con fuerza en torno a su brazo, deteniéndola. Matya se quedó petrificada y se mordió los labios ara sofocar un rito. Era el hombre muerto. Sus dedos, pringosos con sangre seca, se clavaban en su brazo, la miraba fijamente con unos ojos pálidos, mortecinos.

El caballero estaba vivo. Y muy vivo.

—Támbor… —musitó el caballero. Yacía desplomado contra la rueda del carro de Matya, con los ojos cerrados—. Ella canta… Támbor… —Los incongruentes murmullos cesaron, y se sumió en un sueño febril.

Matya estaba sentada cerca de una pequeña hoguera, bebiendo una infusión de escaramujo mientras observaba atentamente al caballero. Había llegado el ocaso, y el sol se había ocultado tras la alameda donde había acampado, transformando los colores del mundo en apagados tonos grises.

«Támbor», pensó Matya. De nuevo la misma palabra.

La había oído varias veces en los incoherentes murmullos del caballero, pero no sabía lo que significaba, ni siquiera si se trataba del nombre de una persona o de un lugar. Fuera lo que fuese, parecía importante para él. Tan importante como la muñeca, pensó. Incluso ahora, en su sueño, el caballero aferraba con fuerza la bolsa que contenía la pequeña figura de porcelana. Tenía que ser ciertamente valiosa.

Aunque Matya no era de las que dejan sus asuntos para ayudar a otros cuando no estaba claro qué beneficio —si es que lo había— iba a ganar con ello, tampoco era insensible. El caballero habría muerto si lo hubiera dejado tirado en el camino, y ella no quería cargar ese peso en su conciencia toda la vida. Además, sospechaba que había muchas posibilidades de que el caballero muriese a pesar de su ayuda, en cuyo caso la muñeca pasaría a ser suya, gratis. De un modo u otro, valía la pena prestarle auxilio.

Subir al caballero en el carro no había sido una tarea fácil. Por fortuna, Matya era una mujer fuerte, y él se había sostenido lo bastante para, tropezando y tambaleándose, llegar al vehículo con su ayuda. Matya confiaba en alcanzar Garnet a la caída de la noche, pero se había demorado mucho en el cruce de caminos. Las sombras se estaban alargando, y la ciudad estaba todavía a muchas leguas de distancia.

Sabiendo que no faltaba mucho para que se hiciera de noche, y temiendo que Conejo tropezara en algún agujero o se saliera de la calzada con la oscuridad, había acampado en la alameda, al borde del camino.

Curó las heridas del caballero lo mejor que pudo. El corte en la cabeza no era profundo, pero había perdido mucha sangre. Más preocupante era la herida que tenía en la pierna. Matya había encontrado el astil roto de una flecha hincado profundamente en la corva. Sabía que las flechas goblins tenían varias lengüetas y sólo había una forma de extraer la punta. Templando los nervios, había empujado el astil roto pasándolo completamente a través de la carne. Por fortuna, el caballero seguía inconsciente. La sangre manó por la herida, que la mujer vendó diestramente con un trozo de tela limpia. La hemorragia se cortó enseguida.

La noche avanzaba, y las estrellas salieron, una tras otra, como diminutas gemas sobre la bóveda del cielo. Matya se sentó junto al fuego para tomar una cena de fruta seca, nueces y pan, y mientras tanto, estuvo observando pensativamente la figura dormida del caballero, que veía por la parte trasera del carro.

Si seguía vivo cuando llegaran a Garnet al día siguiente, lo dejaría en uno de los monasterios dedicados a los nuevos dioses; si es que los hermanos aceptaban a un Caballero de Solamnia en su santuario, rectificó para sus adentros. En estos tiempos, eran muchos los que no miraban con buenos ojos a los solámnicos. Matya había oído historias en las que se contaba que, muchos años atrás, los caballeros habían sido hombres magnánimos y honorables que protegían toda Solamnia de criaturas como los goblins. No obstante, Matya no acababa de creer esas historias.

Por lo que sabía, casi todos los Caballeros de Solamnia eran poco más que unos necios engreídos que esperaban que los demás se sintieran impresionados por el mero hecho de que vestían unas ridículas armaduras oxidadas. Había gente que incluso decía que eran los propios caballeros quienes habían provocado el Cataclismo, la horrible hecatombe que había asolado Krynn hacía más de medio siglo, poniendo fin a la Era del Poder.

—No es que piense que el Cataclismo fuera algo tan terrible —se dijo Matya—. A lo mejor no me ganaría la vida tan bien como lo hago si estos prepotentes caballeros patrullaran todavía los caminos. Y, aunque los tiempos sean duros, ello significa que la gente pagará más caro lo que llevo en mi carro. En todo caso, el Cataclismo ha sido beneficioso para los negocios, y eso es lo que importa.

Con un sobresalto, Matya reparó en que el caballero la había oído hablar y la estaba mirando. Sus ojos eran pálidos, casi incoloros.

—¿A quién debo mi vida? —preguntó a la mujer.

Matya lo contempló sorprendida. En contra de lo que podía deducirse por su apariencia, la voz del caballero era resonante, grave y casi musical, como el sonido de un cuerno de caza.

—Me llamo Matya —dijo enérgicamente, recobrando el dominio de sí misma—. Y, en cuanto a lo que me debes, podemos discutirlo más adelante.

El caballero inclinó la cabeza en un gesto cortés.

—Soy Trevarre, de la Casa de Navarre —dijo con su distinguida voz—. Agradezco tu asistencia, pero, si lo que buscas es una recompensa, me temo que tendremos que discutirlo ahora, no más adelante. —Se agarró a los costados del carro e intentó incorporarse, haciendo caso omiso de las heridas.

—¿Qué demonios haces? —gritó Matya.

—Me marcho —respondió Trevarre. Una sonrisa forzada curvó la comisura de sus labios, y en sus ojos hundidos hubo un brillo de determinación—. Has sido más que amable, Matya, pero he viajado día y noche para llegar a mi punto de destino. No puedo detenerme. Todavía, no.

—¡Vaya, vosotros, los caballeros, sois aún más estúpidos de lo que cuentan las historias! —dijo enojada, con los brazos en jarras—. Lo único que conseguirás será matarte.

—Que así sea, pues —contestó Trevarre mientras se encogía de hombros, como si esa perspectiva no le preocupara. Hizo un gesto de dolor y jadeó mientras se deslizaba del carro y se apoyaba en la pierna sana—. He de continuar.

Dio un paso sobre la pierna herida. El dolor lo hizo palidecer. Gimió y cayó al suelo. Matya chasqueó la lengua y lo ayudó a sentarse recostado en la rueda del carro.

—Me parece que no vas a ninguna parte, salvo a un monasterio de Garnet… o a la tumba, si vuelves a intentar algo tan estúpido. —Echó agua del odre en una taza y se la ofreció.

El caballero inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento y bebió.

—No lo entiendes, Matya —dijo Trevarre, con una mirada intensa en su demacrado rostro—. He de llegar a Támbor. Recibí una súplica de socorro. No puedo rehusarla.

Matya frunció el entrecejo.

—¿Y por qué no?

Trevarre suspiró y se atusó el áspero y descuidado bigote.

—No sé si podré hacértelo entender, pero lo intentaré. Soy un Caballero de la Espada, Matya. —Se llevó la mano al peto de acero, decorado con el símbolo de la espada—. Eso significa que no puedo vivir mi vida como lo hacen otros hombres. Por el contrario, he de vivirla conforme a una norma más estricta: el Código y la Medida. En esta última está escrito que es honorable ayudar a quienes lo precisan. Y juré por el Código que mi honor es mi vida. Llevaré a cabo mi misión, Matya. —Sus ojos emitieron un débil destello—. O moriré en el intento.

—¿Y qué recompensa tendrás por realizar esa «honorable misión»? —preguntó con sorna la mujer.

—El honor del deber cumplido es recompensa suficiente.

Matya resopló con desdén.

—Eso del «Código y la Medida» suena muy poco práctico. Resulta bastante difícil comer honor cuando se tiene hambre. —Hizo una breve pausa. Lo que le interesaba realmente era la muñeca, pero no se le ocurría cómo preguntar sobre ella sin levantar las sospechas del caballero. Quizá, si conseguía que siguiera hablando sobre sí mismo, le diría lo que quería saber—. ¿Y cómo supiste de esa súplica de socorro, caballero? ¿Estás seguro de que no es simplemente un truco para atraerte a una guarida de ladrones?

—Lo sé. —De nuevo, la desganada sonrisa asomó a los labios de Trevarre—. Lo sé por esto. —Sacó la muñeca de porcelana de la bolsa de cuero.

Matya estaba excitada. No esperaba que fuera tan sencillo echarle otro vistazo Observándola con más detenimiento, Matya reparó en que la figurilla era aún más hermosa de lo que había pensado. Se cogió las manos a la espalda para no caer en la tentación de acariciar la suave superficie.

—Excepcionalmente bella, ¿no te parece? —dijo con suavidad Trevarre. Matya sólo pudo asentir con la cabeza—. Es algo extraordinario. Llegó a mis manos hace unos días, en la orilla de un arroyo que baja de las montañas. Estaba en una pequeña barca tejida con juncos, que se había enganchado en un tronco sumergido. —Guardó la figurilla en la bolsa—. Por ella supe de una doncella que vive en un pueblo llamado Tambor. Está en apuros. La Medida es muy clara a este respecto: debo acudir en su auxilio.

Matya arqueó una ceja. Era una historia muy peculiar. Supuso que Trevarre había robado la muñeca y ahora se inventaba ese cuento. Después de todo, tenía más apariencia de ladrón que de caballero, a pesar de la armadura. De ser así, las mercancías robadas eran un juego limpio. O si no, que se lo preguntaran a cualquier comerciante.

—¿Cómo te enteraste de lo de la doncella? —preguntó, esperando pillarlo en su propia mentira—. ¿Es que había algún mensaje en la barca?

—No. Al menos, no en el sentido que piensas. Verás, la muñeca es mágica. Cada noche, cuando sale Solinari, la figura habla con la voz de la doncella. Así es como la oí pedir ayuda.

Matya soltó una carcajada y se palmeó la rodilla.

—Una historia sorprendente en verdad, Trevarre. Creo que has equivocado tu profesión. Deberías ser narrador de cuentos, no caballero.

La actitud de Trevarre se tornó grave, seria.

—Debes saber, Matya, que un Caballero de Solamnia nunca miente, aunque en ello le vaya la vida. Comprendo que desconfíes de la magia. Nosotros, los caballeros, tampoco tenemos buena opinión de esos poderes. Pero, aguarda a que Solinari salga. Quizás entonces cambies de opinión.

Matya estudió al hombre con atención. El suyo no era precisamente un rostro que inspirara confianza, a despecho de su hermosa voz. Aun así, había algo especial en la intensa mirada de sus pálidos ojos.

—O quizá, no —dijo.

Era cerca de medianoche. El caballero había caído en el sopor, aunque esta vez menos agitado. Matya revolvía el contenido de una caja de madera que llevaba en la parte trasera del carro. La luz de una vela alumbraba rollos de pergaminos y vitelas. Por fin encontró lo que estaba buscando: un paquete de hojas amarillentas de fino papel.

Desató la cinta de seda y desenrollando las hojas las extendió sobre la tapa de la caja. Un kender se las había dado hacía unos años, a cambio de un cuchillo de plata. Resultó ser uno de los pocos trueques hechos por Matya en los que no había sacado beneficio. Pronto descubrió que los mapas tenían muchos errores. Indicaban tierra firme donde sólo había mares, montañas donde había desiertos, y ciudades populosas en las que nadie vivía. Debería haber sabido que no podía confiarse en los kenders. Todos eran unos pequeños tramposos. No obstante, aunque no eran buenos mapas, eran los únicos que tenía, y sentía curiosidad por comprobar algo.

Fue pasando hojas hasta encontrar la que llevaba escrita la palabra «Solamnia» en la parte superior. Faltaban montañas, y el mapa situaba Caergoth tierra adentro, cuando Matya sabía bien que se encontraba en la costa. Se habían garabateado algunos accidentes geográficos con posterioridad, y Matya sospechaba que eran añadidos hechos por el kender. Entre otras cosas, los garabatos del kender mostraban la calzada que iba de Garnet a Caergoth, así como también el cruce de caminos.

—Veamos, ¿dónde está? —musitó, pasando el dedo sobre la amarillenta y quebradiza vitela—. Tiene que encontrarse por aquí.

Entonces encontró lo que buscaba. En una escritura pequeña, descolorida, aparecía la palabra «Támbor». A juzgar por las indicaciones del mapa, el pueblo de Támbor estaba a menos de quince kilómetros al noroeste del cruce de caminos.

—Pero eso lo situaría al pie de las estribaciones de las montañas, y este mapa muestra toda la zona de la Solamnia meridional como una vasta llanura —comentó disgustada.

El kender había escrito algo al lado del punto marcado como Támbor. Matya tuvo que estrechar los ojos para descifrar las palabras garabateadas. Decían: «distruido» en el «kataklismo». La mujer masculló un juramento en voz baja.

Si esto era verdad, entonces el pueblo que buscaba el caballero había sido destruido hacía más de cincuenta años. Así que, una súplica de ayuda, ¿no? Como había imaginado, el hombre mentía. No supo por qué le dolía que fuera así.

Trevarre la llamó. Matya guardó los mapas con precipitación. Fue hasta donde estaba el caballero y lo encontró sentado todavía junto a la rueda del carro. La muñeca de porcelana estaba de pie en el suelo, frente a él.

—Casi es la hora —dijo, señalando hacia el oeste, donde un fulgor nacarado iluminaba el lejano horizonte. Solinari, la más grande de las tres lunas de Krynn, no tardaría en salir.

Matya se sentó en un tronco caído que había cerca del caballero, con los ojos prendidos en la muñeca. Aunque no creía la historia de Trevarre, sentía curiosidad por ver qué diría éste cuando la estatuilla no pronunciase una palabra.

—Espera —dijo quedamente el caballero—. Espera y verás.

Matya suspiró, apoyó la barbilla en la mano, y aguardó. Estaba empezando a aburrirse de todo ese asunto. Al cabo, un fino y plateado segmento de Solinari se alzó sobre el lejano horizonte.

La muñeca empezó a cantar.

Matya, boquiabierta por la impresión, miraba sin parpadear la estatuilla de porcelana. Los labios de la doncella se movían. Un canto, dulce y sin palabras, se alzó en el aire nocturno. No cabía duda de que la canción provenía de la muñeca.

Matya lanzó una rápida ojeada a Trevarre. Los pálidos ojos del caballero tenían una expresión triunfante. La canción prosiguió; era una triste melodía que conmovió el corazón de la mujer. Por fin, la dulce música cesó, y la muñeca habló.

—Por favor, ven a mí, quienquiera que seas —dijo, con una voz fría e impersonal, pero rebosante de aflicción—. Te lo suplico. Ven al pueblo de Támbor. Necesito ayuda desesperadamente. Por favor.

Solinari acabó de ascender en el horizonte, y la muñeca enmudeció. A Matya le relucían los ojos mientras la miraba y hacia cálculos.

«¡Una muñeca encantada! —dijo para sus adentros—. Vale el rescate de un rey».

—¿Crees ahora mi historia? —preguntó Trevarre, con un esbozo de sonrisa bajo el pardusco bigote.

Matya asintió con un cabeceo.

—Sí, te creo —repuso. También se alegraba de que no fuera un mentiroso, pero eso lo calló.

—Quiero pedirte algo —dijo el caballero—. Al parecer, mis piernas se niegan a obedecerme. No puedo viajar hasta Támbor a pie, pero tú podrías llevarme con el carro. Condúceme allí, Matya. Por favor.

—¿Y qué obtendría a cambio? —preguntó la mujer con frialdad.

Trevarre manoseó el cuello de su capa y soltó el broche. Se lo tendió a Matya.

—¿Bastará con esto?

El broche era un fino trabajo de plata, con incrustaciones de perlas y lapislázuli. Matya lo tasó con ojo experto. La joya, evidentemente, era valiosa. Desde cualquier punto de vista, sería un buen trato, pero eso no le bastaba.

—Dame también la muñeca —declaró tajante—. Entonces te llevaré a Támbor.

Trevarre la observó largamente, pero Matya ni siquiera parpadeó. Por fin, él se echó a reír.

—Veo que eres una negociante inflexible. Al parecer, no tengo otra elección que aceptar tu trato. De acuerdo, te daré la muñeca… pero cuando hayamos llegado a Támbor, no antes.

—Hecho —aceptó Matya, con los ojos relucientes. Tomó el rico broche de la palma tendida del hombre y lo guardó en un bolsillo de su falda—. Me quedaré con esto, como garantía. —Sabía que Trevarre probablemente sufriría una gran desilusión cuando descubriera que Támbor estaba en ruinas y que su supuesta misión era una solemne estupidez. No obstante, si era un hombre de honor, mantendría su palabra. La muñeca sería de Matya—. Te llevaré a Támbor, caballero.

Se escupió la mano y se la tendió al hombre. Trevarre la miró desconcertado durante un instante; después asintió con gesto solemne e hizo lo mismo. El trato quedó cerrado con un firme apretón.

Matya y el caballero se pusieron en camino al amanecer, y viajaron hacia el este por la calzada de Garnet. Al frente, las montañas se alzaban imponentes, como enormes gigantes grises. Las cimas ya lucían una blanca capa de nieve, anunciando la proximidad del invierno que muy pronto cubriría el resto de Solamnia.

Matya estudió el mapa del kender mientras Conejo trotaba arrastrando el carro por la irregular calzada. Los trazos del mapa estaban terriblemente difusos, y la vitela se desmenuzaba un poco cada vez que la tocaba, pero Matya podía distinguir la débil línea de un camino que iba hacia el sur desde el lugar llamado Támbor. Si el kender había dibujado la calzada de Garnet con cierta exactitud, deberían alcanzar el desvío hacia Támbor alrededor de media mañana.

—«Dos gigantes marcan el camino» —dijo Trevarre. Matya miró interrogante al caballero, que iba sentado en el pescante, a su lado—. Es la señal de la que habló la muñeca, diciendo que me guiaría hasta el pueblo —explicó—. Supongo que se refiere a dos montañas, o cosa semejante.

—¿Tenías intención de encontrar el pueblo con semejantes indicaciones? —preguntó la mujer con incredulidad.

Trevarre se limitó a encogerse de hombros. Matya resopló desdeñosa.

—Si esta doncella tuya se tomó tantas molestias para ser rescatada, debería haber dado unas indicaciones más claras —rezongó.

Antes de que Trevarre tuviera ocasión de responder, una de las ruedas se metió en un profundo surco y el carro dio una fuerte sacudida. El caballero hizo un gesto de dolor; estaba en mejor forma que la noche anterior, pero su rostro seguía muy pálido y, sin duda, los traqueteos y sacudidas del vehículo eran un sufrimiento para él. Sin embargo, no articuló la menor queja.

Las horas pasaban, era casi mediodía, y todavía no se veía señal alguna del camino que conducía al norte desde la calzada. Por último, Matya tiró de las riendas, y Conejo se paró.

—Descansaremos un rato —anunció.

Sujetó el saco de forraje al hocico de Conejo y después sacó algo de comida para sí misma y para Trevarre. Junto a la calzada, caldeados por el sol, había amontonados grandes peñascos de granito gris, de formas extrañas. Los dos se sentaron en esas piedras mientras comían queso, pan y fruta seca. Cuando hubieron terminado, Matya comprobó los vendajes de Trevarre.

—Tus manos son delicadas, aunque tienes una lengua muy afilada —comentó el caballero, sonriéndole.

Matya se sonrojó, pero hizo caso omiso del comentario y movió la cabeza con satisfacción. Las heridas estaban cerradas, y ninguna tenía señales de infección.

—Será mejor que nos pongamos en camino —dijo, mirando la posición del sol, que estaba en su cenit. Ayudó a Trevarre a levantarse y ofreció su hombro para que se apoyara. El hombre olía a cuero y acero engrasado, un aroma que no era desagradable, pensó, mientras los dos caminaban despacio hacia el carro. De repente, Matya se frenó en seco.

—¿Qué ocurre? —preguntó Trevarre, echando una ojeada alarmada en derredor—. ¿Goblins?

—No. No, es una cara.

Señaló la piedra en la que había estado sentado él. No se habían dado cuenta antes, porque las sombras lo disimulaban, pero ahora, con el sol encima de sus cabezas, Matya lo veía claramente. La piedra tenía esculpidas las facciones de un hombre.

La talla estaba rajada y deteriorada —debía de ser muy antigua— pero, a pesar de ello, todavía se podían distinguir los rasgos orgullosos y regios, la nariz aquilina y los ojos penetrantes, tapizados con verdín. Matya miró a su alrededor y vio que los otros peñascos eran partes de un hombre: una mano, un hombro, un pie.

—Es una estatua —dijo Trevarre pasmado—. Una estatua gigantesca. Debió de caerse hace años, por las apariencias. En el Cataclismo, probablemente.

—Mira, son dos. —Matya señalaba otro peñasco roto, que estaba tallado a semejanza de una mujer de aspecto regio.

—Los dos gigantes —musitó Trevarre—. Parece que las indicaciones de la doncella no eran tan imprecisas, después de todo.

El camino que había más allá de las ruinosas estatuas estaba casi oculto bajo una maraña de zarzas y arbustos. Matya dudaba que alguien lo hubiese recorrido desde hacía mucho tiempo pues, pese a ser transitable, estaba cubierto de plantas y raíces. Trevarre hacia un gesto de dolor cada vez que alguna rueda del carro saltaba en un bache, pero no decía nada.

«Tiene coraje, ya que no sentido común», se dijo Matya. Lo miró de reojo y, por un instante, su expresión dura se suavizó. Se sorprendió pensando qué edad tendría Trevarre. No era ningún jovencito, a pesar de su temeridad.

El angosto camino serpenteaba a través de las onduladas estribaciones, remontaba suaves lomas herbosas, y atravesaba alamedas y pinares. En algunos puntos, la senda estaba tan borrosa que Matya apenas la distinguía, y en varias ocasiones se cortaba de manera repentina para, unos cuantos metros más adelante, reaparecer a la derecha o a la izquierda. Era como si el propio terreno se hubiese movido bajo el sendero, rompiéndolo en pedazos.

A medida que las colinas se distanciaban a ambos lados del camino, Matya empezó a sentir una inquietud creciente. A su alrededor, reinaba un extraño silencio. No había pájaros, reparó con sobresalto, en un terreno de prados donde tendría que haberlos a montones.

La tarde estaba avanzada, y la luz dorada se había tornado mortecina cuando el carro remontó un cerro bajo. Al final de la pendiente se abría una honda cañada y en el centro…

—Támbor —dijo Trevarre triunfante.

Matya sacudió la cabeza con desconcierto. Había esperado ver un montón de ruinas en la vaguada, los esqueletos calcinados de unas cuantas cabañas, quizás, y algunos muros de piedra desmoronados. En lugar de eso, contemplaba una aldea próspera. Más de una veintena de casitas bien cuidadas se alineaban en la calle principal, por la que deambulaban gente atareada, caballos, gallinas y perros. Salía humo de un edificio bajo de piedra, probablemente la herrería, y la rueda del molino de agua giraba lentamente en un arroyo pequeño.

—Has cumplido con tu parte del trato, Matya —dijo, solemne, Trevarre—. Ahora me toca a mí.

Le tendió la bolsa de cuero que guardaba la muñeca. Matya la cogió; tenía los dedos insensibles, como si se le hubieran quedado dormidas las manos. El kender se había equivocado, eso era todo, se dijo. Tambor no se había destruido en el Cataclismo. No sabía por qué estaba sorprendida. Aun así, había algo en todo eso que no acababa de encajar.

«¿Por qué está un pueblo tan próspero como éste al final de un sendero cubierto de maleza?», se preguntó para sus adentros, pero no daba con la respuesta. Tampoco es que importara. Ahora poseía la muñeca. Eso era lo único que le interesaba.

—Puedo ir a pie desde aquí —dijo Trevarre, que empezó a bajarse del carro, pero Matya lo detuvo agarrándolo por el brazo.

—Sé que te resulta difícil, pero intenta no actuar como un necio, caballero. Te llevaré hasta el pueblo. De todas formas, tendré que quedarme aquí. Se ha hecho tarde. Me pondré en camino por la mañana.

La mujer guió el carro hacia la orilla del arroyo. Un pequeño puente de piedra trazaba un arco sobre la limpia corriente. Una joven estaba al otro lado del riachuelo. Iba ataviada con un vestido blanco, ondeante, y su cabello era negro como azabache. Era muy bella, tan bella como la muñeca de porcelana.

—¡Mi caballero, has venido a mí! —gritó la mujer. Su voz era la de la muñeca.

A Matya todo aquello le parecía raro, desconcertante, pero a Trevarre no parecía incomodarlo. Con los pálidos ojos relucientes, descendió del carro y cruzó cojeando el puente de piedra, haciendo caso omiso del dolor de la herida. Se arrodilló ante la joven y besó su delicada mano.

Matya frunció el entrecejo. «A mí nunca me ha besado la mano», pensó con amargura.

—Soy Ciri —dijo la dulce voz—. Bienvenido, señor caballero. Mi cautiverio terminará pronto.

Ciri condujo a Trevarre y a Matya hacia la aldea, dando un rodeo por la parte exterior.

—Aprisa —dijo en voz baja—. Cuantas menos personas nos vean, mejor.

Matya se preguntó por qué, pero no era de su incumbencia plantear interrogantes. Trevarre procuraba caminar deprisa, pero resultaba evidente que la pierna herida le dolía mucho. Ciri lo agarró por el codo con su delicada mano, y el gesto de sufrimiento del rostro del caballero se mitigó. Caminó con más facilidad a partir de ese momento.

Matya advirtió que Trevarre parecía sentir algo más que un interés pasajero por el encantador semblante de Ciri.

«Apuesto a que está más interesado en la belleza de esta chica que en su honor», rezongó para sí, repentinamente enfadada sin una razón aparente.

Mientras caminaban, Matya observó la aldea bañada por la rojiza luz del ocaso. Nada parecía estar fuera de lugar, pero algo no iba bien. «Estás cansada, Matya, eso es todo —se dijo—. Mañana te encontrarás en Garnet y habrás dejado atrás a este caballero y sus necedades». Esta idea debería haberla hecho sentirse mejor, pero no fue así.

Ciri los llevó a una pequeña cabaña algo alejada de las otras, techada con bálago y cañas. Tras echar una ojeada para comprobar que nadie los observaba, abrió la puerta e indicó con un gesto a Trevarre y a Matya que entraran.

La cabaña estaba limpia y ordenada y hacía una temperatura agradable. La chimenea estaba encendida, y el piso de madera había sido barrido y fregado. Ciri les pidió que se sentaran y luego escanció vino rojo en dos copas de madera. Matya alzó la copa de vino, pero la dejó en una mesa sin probarlo siquiera. Tenía un olor raro. Trevarre, por el contrario, bebió un buen trago y agradeció a la joven su hospitalidad; todo un alarde de buenas maneras, como exigía su Medida, supuso Matya, con gesto ceñudo.

—Y ahora, señora, debes explicarme para qué me has llamado —pidió Trevarre.

Ciri le dedicó una sonrisa dulce, apesadumbrada.

—Y espero que tengas una buena razón —puntualizó Matya mientras se cruzaba de brazos—. No ha sido nada fácil traer a este caballero hasta aquí, te lo aseguro.

Ciri volvió brevemente la mirada hacia Matya, y de pronto su sonrisa dejó de ser dulce y apesadumbrada.

—Te doy las gracias por ello, buena mujer —dijo.

A Matya no le pasó inadvertido el deje de frialdad en la encantadora voz de Ciri. Era obvio que su presencia no era esperada; ni tampoco deseada.

La mirada de la joven se tornó dulce de nuevo al volverse hacia el caballero. Matya frunció el entrecejo, pero no dijo nada. Si Ciri temía encontrar en ella una rival en la atención de Trevarre, entonces es que era tan necia como el caballero. En la vida de una mercader ambulante había poco lugar para el amor. Esas tonterías embotaban la agudeza mental de la que Matya dependía para vivir. Además, no había nada en el caballero que la atrajera, a pesar de que sus pálidos ojos resultaran extrañamente atractivos y su voz le recordara el toque de una trompeta.

El fulgor del ocaso se fue apagando al otro lado de la ventana de la cabaña. Ciri empezó a contar su historia.

—Me temo que el destino que me aguarda es incierto y tenebroso, caballero. Un terrible hechicero, mi tío, se propone obligarme a que me case con él en contra de toda conveniencia y de mis deseos. Es un mago muy poderoso, temido por todos los habitantes de Támbor y de los alrededores. Ahora está ausente, recogiendo componentes para sus hechizos, pero cuando regrese me obligará a casarme con él. Has llegado justo a tiempo, caballero.

—Bueno, ¿y por qué no huyes? —replicó Matya.

Ciri le dirigió otra mirada gélida.

—Me temo que no es tan sencillo. Veréis, mi tío practica la magia negra, sin importarle poner en peligro su alma. Ha ejecutado un hechizo que me impide abandonar la aldea. Lo más lejos que puedo llegar es a la orilla del arroyo. Si doy un paso más, perecería.

—¿Y qué pasa con tu padre? —inquirió Trevarre—. ¿Es que no te protegerá de tu cruel tío?

Ciri sacudió la cabeza con actitud entristecida.

—Mis padres murieron hace muchos años. No tengo a nadie que me proteja. Por eso tejí la barca de juncos y envié la muñeca corriente abajo, esperando que alguien la encontrara y oyera mi súplica.

—¿Cómo es que la muñeca habla con tu voz? —preguntó Matya, sin que le importara incurrir más en el desagrado de la joven.

—Era sólo el eco de mi voz —explicó Ciri, con la mirada prendida en el caballero—. La muñeca es un objeto mágico. Mi padre me la trajo desde Palanthas cuando no era más que una niña. Si le hablas, o le cantas una canción, repite lo que has dicho palabra por palabra cuando sale la luna.

Los ojos de Matya relucieron. Esto era mejor de lo que pensaba. La muñeca tenía un valor incalculable. Es decir, casi incalculable. Matya siempre sabía ponerle precio a las cosas.

—¿Y cómo puedo romper ese atroz hechizo? —exclamo, anhelante, Trevarre.

A despecho de su lamentable aspecto, era bueno en esto de los asuntos caballerescos, tuvo que admitir Matya. Ciri se levantó y fue hacia la ventana; contempló el exterior un momento, con tristeza, y luego se volvió hacia el caballero.

—Allí, en el centro de la aldea, se levanta un santuario con un altar de mármol. Es el foco de los negros poderes de mi tío. Lo sé porque lo he visto ejecutar allí sus perversos hechizos. Extrae de él su fuerza. Pero la magia de la muñeca tiene el poder de contrarrestarla. Si una persona valerosa y recta pone la muñeca en el altar por propia voluntad, el hechizo quedará roto.

—¿Y qué pasará con la muñeca? —quiso saber Matya, desconfiada.

—Perderá su magia —contestó Ciri—. Se convertirá en una muñeca corriente, nada más.

La joven se encaminó hacia Trevarre, y él se puso de pie. Ciri posó suavemente su mano en el peto de la armadura. Por el latido en el cuello, Matya reparó en que el pulso del hombre se aceleraba. Resultaba evidente que Trevarre no era inmune a la embrujadora belleza de la joven.

«Otra debilidad de los caballeros», pensó la mujer con acritud. Y no es que le importara, ni poco ni mucho, se recordó a sí misma.

—¿Harás esto por mí, mi buen caballero? —suplicó Ciri—. No puedo romper el conjuro por mi propia mano, y en la aldea no hay nadie lo bastante valeroso como para en rentarse a mi tío. ¿Me ayudarás?

Trevarre suspiró y miró a Matya.

—Lo haría, con todo mi corazón, señora. Pero me temo que me es imposible. Verás, le he dado la muñeca a Matya en pago por traerme hasta aquí. Mi palabra empeñada me impide pedirle que me la devuelva.

El semblante de Ciri se contrajo. Dirigió una mirada a Matya tan cargada de maldad que la mujer se estremeció. Después, apercibida de los ojos del caballero puestos en ella, la expresión dulce y apesadumbrada volvió a su encantador rostro. Inclinó la cabeza.

—Entonces estoy condenada, mi buen caballero.

—No —dijo él, con una fiera sonrisa—. No puedo admitirlo. No soy mago, pero creo que hay otro modo, bien que más rudo, de liberarte. —Su mano fue hacia la empuñadura de la espada colgada a su cadera—. Me presentaré ante tu tío cuando regrese y exigiré que acepte un duelo. El hechizo quedará roto cuando tu tío caiga muerto a mis pies. ¿Resolverá ello tu problema, mi señora?

—Caballero, eres un hombre valeroso —suspiró Ciri—. Muy valeroso.

A Matya no le pasó por alto que las palabras lisonjeras de la joven no respondían la pregunta de Trevarre.

Matya despertó con la gris claridad que precede al alba, en la cama que Ciri le había proporcionado. Trevarre dormía profundamente en un lecho de pieles, delante de la chimenea de la cabaña. La mujer miró a su alrededor; la joven no estaba en la casa.

«Tanto mejor —pensó Matya—. Así no tendré que despedirme de la extraña doncella».

Antes de marcharse, se arrodilló junto al dormido caballero. Su semblante agobiado por las preocupaciones estaba sosegado en el sueño, y su entrecejo aparecía relajado.

—Espero que encuentres en tu honor una verdadera recompensa, caballero —musitó quedamente. Titubeó un instante, y después alargó la mano como si fuera a acariciar el cabello castaño por encima del vendaje de la frente. El rebulló entre sueños, y Matya retiró la mano. Salió de la cabaña sin hacer ruido—. Trevarre tiene lo que quería, al igual que yo —se recordó.

El rojizo orbe del sol asomaba sobre las montañas púrpuras por el este cuando Matya empezó a cruzar el pueblo. Unos cuantos aldeanos estaban ya levantados a esta hora temprana, pero no le prestaron atención alguna. De nuevo, la mujer tuvo la sensación de que había algo raro en esa aldea, pero no alcanzaba a entender de qué se trataba. Se acercó presurosa al carro y al impaciente Conejo.

Entonces lo comprendió de repente.

—¡Las sombras! —dijo en voz alta.

La suya propia se extendía alargada ante ella, bajo el naciente sol del amanecer, pero era la única que estaba como se suponía que debía estar. La sombra proyectada por la cabaña de dos pisos que había a su izquierda era corta e irregular; mucho más corta de lo que podía esperarse de un edificio tan alto. Miró en derredor y vio más ejemplos de lo mismo. En ninguna parte el perfil de las sombras encajaba con el objeto que las proyectaba. Aún más inquietantes eran los propios aldeanos. ¡Ninguno de ellos proyectaba sombra alguna!

Con un creciente desasosiego, Matya se recogió las faldas y apresuró la marcha hacia el puente de piedra. Sentía una repentina ansiedad por encontrarse fuera de este inquietante lugar. Casi había cruzado el puente cuando algo, no sabía exactamente qué, la impulsó a echar una última ojeada por encima del hombro. Se frenó en seco y se llevó una mano a la boca para sofocar un grito.

La aldea había cambiado.

Las cuidadas cabañas no eran más que cimientos de piedra desmoronados y chamuscados. La herrería era un montón de escombros, y no había señales del molino de agua, salvo por los podridos restos de la rueda desmoronados a la orilla del riachuelo, como la retorcida tela de una araña gigantesca. No había gente, ni caballos, ni perros, ni gallinas. La cañada estaba arrasada. El oscuro terreno aparecía resquebrajado y reseco, como si se hubiera cocido en un horno.

A Matya le dio un vuelco el corazón. Corrió unos cuantos pasos vacilantes por el puente, de regreso a la aldea, y de nuevo se quedó boquiabierta. Támbor volvía a tener el mismo aspecto que antes, las gentes iban de un lado para otro, atareadas. Un humo azulado se alzaba de una veintena de chimeneas de piedra.

«Quizá lo he imaginado», pensó, pero sabía que no era verdad. Despacio, dio la espalda al pueblo y avanzó por el puente. Miró de reojo y atisbó las ruinas y la tierra chamuscada. Poco a poco, empezó a comprender.

Támbor se había destruido en el Cataclismo. La gente, el bullicioso pueblo, eran meros reflejos de lo que habían sido largo tiempo atrás. Todo era un espejismo, una ilusión. Pero una ilusión imperfecta, cayó en la cuenta Matya. Surgía sólo cuando se iba hacia la aldea, no cuando se salía de ella. ¿Pero cómo y por qué existía ese espejismo, para empezar?

Con actitud decidida, Matya desanduvo el camino y cruzó el puente. Descubrió que, si se concentraba, la ilusión de un pueblo atareado ondeaba y se volvía transparente ante sus ojos, permitiéndole ver las ruinas chamuscadas. Se dirigió al centro de la aldea, hacia una solitaria piedra de basalto negro que allí se alzaba. Ese era el santuario del que había hablado Ciri. Al pie de la enhiesta piedra estaba el altar, pero no era de mármol, como había afirmado la joven. Estaba construido con cráneos humanos sujetos entre sí con barro. Sonreían grotescamente a Matya y la contemplaban con sus oscuras cuencas vacías.

—¿Crees de verdad que iba a permitir que te marcharas con la muñeca? —dijo la fría voz de Ciri, a sus espaldas.

Matya se volvió, sobresaltada. Esperaba que Ciri hubiese cambiado también como el resto de la aldea, pero la joven seguía siendo tan bella como antes, si bien sus ojos, azules como zafiros, tenían un brillo duro y letal.

Contempló fijamente a Matya, y entonces la comprensión asomó fugaz a su semblante.

—Así que ves el pueblo tal como es en realidad, ¿no?

La mujer asintió en silencio, incapaz de pronunciar una palabra. Ciri se encogió de hombros.

—Tanto da. Ello hace las cosas más fáciles. De hecho, me alegro de que lo sepas.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Matya.

—Hacer un trato. ¿No es eso lo que más te gusta?

La buhonera estrechó los ojos, pero permaneció en silencio.

—Tienes algo que deseo enormemente —dijo con suavidad Ciri.

—La muñeca —aventuró Matya, sin apartar la vista de la joven.

—Verás, Matya, a despecho de las ilusiones que he utilizado para disimular el aspecto real de la aldea, mucho de lo que os conté anoche era verdad. Un hechizo me impide abandonar el pueblo, y sólo la muñeca puede romperlo.

—Para empezar, ¿cómo es que viniste a parar aquí? —inquirió la mujer.

—Siempre he estado aquí —respondió Ciri con su voz cristalina—. Soy vieja, Matya. Mucho más vieja que tú. Me ves ahora como era el día en que el Cataclismo asoló la faz de Krynn, hace más de medio siglo.

La buhonera miró a la joven con expresión conmocionada, incrédula.

—Gracias a mi magia —prosiguió Ciri— descubrí que se aproximaba el Cataclismo. Preparé un hechizo para protegerme de él. —Una mirada remota asomó a sus fríos ojos, y su sonrisa se tornó afilada y cruel como un cuchillo—. Oh, los demás vinieron a suplicarme que los protegiera también. Los mismos miserables que antes se habían mofado de mi magia querían que los salvara, pero les di la espalda. Tejí mi magia a mi alrededor, y contemplé cómo perecían todos de un modo espantoso cuando empezó la lluvia de fuego. —La faz de Ciri tenía una expresión exultante, y sus delicadas manos se apretaban crispadas.

Matya la observó con ojos calculadores.

—Algo falló, ¿verdad?

—Sí —siseó, furiosa, la joven—. ¡Sí, algo falló! —Hizo una pausa para recobrar la compostura—. No había podido preverlo. El poder de Cataclismo alteró mi magia. El hechizo me protegió, como yo había dispuesto, pero también me condenó a permanecer aquí, sola en esta aldea destruida, sin envejecer, sin cambiar, sin poder marcharme jamás.

Matya se estremeció. A despecho de sí misma, no pudo evitar compadecerse de la malvada mujer.

—Quiero salir de aquí. Saldré de aquí. Y para ello necesito la muñeca —dijo Ciri.

Matya ya no sentía miedo. La magia era el elemento de Ciri, pero la negociación era el suyo.

—¿Y qué me darías a cambio de la figurilla? —inquirió—. Es muy valiosa para mí.

—Hice ésa una vez que esté libre, tendré poder para hacer más —contesto Ciri—. Te proporcionaré una docena de muñecas, Matya. Serás la persona más rica de Ansalon. Lo único que tienes que hacer es devolvérsela a Trevarre. Su mayor deseo es rescatarme para salvaguardar su precioso honor. —Pronunció la última palabra con desprecio—. El pondrá la muñeca en el altar, y yo seré libre. Y también lo serás tú. Lo juro por Nuitari.

—¿Qué le pasará a Trevarre? —preguntó Matya, como si no le importara ni poco ni mucho.

—¿Y eso qué más te da? —Ciri se encogió de hombros—. Tú y yo tendremos lo que deseamos.

—Siento curiosidad, eso es todo —dijo Matya, con actitud indiferente.

—Bueno lo sabrías al final, de todos modos. Ocupará mi lugar en el hechizo. Se quedará atrapado en Támbor, como yo lo estoy ahora.

—Pero no padecerá. Me ocuparé de que su alma sea destruida. La cascara vacía de su cuerpo morará aquí hasta el final de los tiempos. —Ciri arqueó una ceja—. ¿Satisfecha tu curiosidad?

Matya asintió con un cabeceo, sin que su expresión cambiara un ápice.

—Tengo que reflexionar sobre este trato —declaró.

—De acuerdo. Pero date prisa —replicó Ciri, enfadada—. Estoy harta de esperar. Oh, y si estás pensando en advertir al caballero, adelante, hazlo. No te creerá.

La hechicera se dio media vuelta y echó a andar, perdiéndose entre las ruinas del pueblo.

Matya sacó la bolsa de cuero con la muñeca del escondrijo en el carro, donde la había guardado, y la ató a su cinturón. Se sentó un rato en el pescante, a solas con sus pensamientos, y por fin regresó a la cabaña de Ciri. Como todos los demás, el edificio estaba en ruinas. No tenía techo, y dos paredes eran poco más que escombros amontonados.

Trevarre se había levantado y se ocupaba de ajustar las correas de su armadura. Levantó la vista sorprendido.

—Matya. No te oí abrir la puerta.

La mujer tuvo que morderse la lengua para no decirle que no había tal puerta.

—¿Has visto a Ciri esta mañana? —preguntó él mientras se pasaba los dedos por el lacio cabello castaño.

—La vi en el pueblo —contestó lacónica, temerosa de decir más.

—¿Ocurre algo, Matya? —Trevarre tenía el entrecejo fruncido.

La mujer se llevó la mano a la bolsa de cuero. Tendría todo cuanto había deseado siempre con sólo entregarle la muñeca. El la aceptaría. Sabía que lo haría. Aunque su apariencia pudiera desmentirlo, el corazón que latía en su pecho era el de un verdadero caballero, puro y honesto.

Rompería el hechizo y Ciri quedaría libre. Había puesto por testigo a Nuitari, un juramento que ningún hechicero osaría quebrantar. Matya sería más rica de lo que hubiera imaginado en sus sueños más delirantes. Sería el trato más ventajoso que jamás había cerrado.

Metió la mano en la bolsa y acarició la suave porcelana.

—Queria decirte… —Tragó saliva y empezó otra vez—. Sólo quería decirte, Trevarre, que…

—Vamos, continúa —instó él, con su voz resonante, en tanto que sus ojos pálidos la contemplaban seriamente.

Matya vio amabilidad en su mirada y, durante un breve instante, casi imaginó percibir algo más: admiración, afecto.

La buhonera suspiró. No podía hacerlo. ¿Cómo iba a vivir en paz consigo misma, sabiendo que había sido ella quien había silenciado para siempre la noble voz de Trevarre? Podía negociar con cualquier cosa… salvo con la vida de otro. Belek tenía razón: había ciertos tratos que no merecía la pena hacer.

—Pasa algo malo —soltó, de buenas a primeras—. Algo muy malo. —Contó al caballero su conversación con Ciri—. ¿Te das cuenta? ¡Tenemos que marcharnos ahora mismo!

Trevarre sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—Es una criatura malvada —protestó la mujer.

—No puedo creerlo, Matya.

—¿Qué? —exclamó, boquiabierta. Aunque Ciri se lo había advertido, Matya no salía de su sorpresa. ¿Había renunciado al mejor trato de su vida y ahora él decía que no le creía?—. Pero ¿qué razón tendría para mentirte, Trevarre? ¿Es que su belleza ya te ha esclavizado?

El levantó una mano para imponerle silencio.

—No he dicho que no te crea, Matya. He dicho que no puedo. No puedo juzgar malvada a una persona sin tener pruebas. —Suspiró y empezó a pasear por la ruinosa cabaña, que a sus ojos seguía pareciendo acogedora y agradable—. ¿Cómo explicártelo, Matya? Está relacionado con la Medida que he jurado defender. Ciri envió una petición de ayuda, y yo acudí en su auxilio. Sí, es muy hermosa, pero no es ése el motivo por el que no puedo tomar en cuenta tu advertencia, Matya. Sólo me ha demostrado cortesía. Marcharme sin prestarle ayuda sería un gran deshonor. Y ya sabes que…

—Sí, lo sé —interrumpió Matya con dureza—. «Tu honor es tu vida». Pero ¿y si intenta hacerte daño?

—Eso sería diferente. Entonces sabría que es malvada. Pero no es el caso. Nada ha cambiado. La ayudaré a romper el hechizo que la retiene en la aldea si está en mis manos hacerlo.

Trevarre se ajustó el cinturón de la espada a la cintura y se encaminó hacia la puerta de la cabaña. Antes de salir, posó suavemente una mano en el brazo de Matya.

—Dudo que te importe mi opinión —dijo, vacilante—, pero a mis ojos eres tanto o más encantadora que ella.

Antes de que Matya tuviera tiempo siquiera de abrir la boca por la sorpresa, Trevarre se había marchado.

Se quedó parada, en silencio, un instante. Después rezongó en voz baja:

—Los Caballeros de Solamnia no son necios. ¡Son imbéciles!

Salió corriendo or el vano de la puerta en pos de Trevarre. Ciri la estaba esperando.

—¿Has tomado ya una decisión, Matya? —le preguntó.

El caballero estaba de pie frente a la hechicera; el viento agitaba la capa a sus espaldas. La buhonera sabía que no levantaría una mano contra Ciri. Lo que ocurriera a continuación, dependía de ella.

—La respuesta es no, Ciri —repuso con calma—. No acepto tu proposición.

Los ojos de la hechicera relampaguearon; el viento sacudió su negro cabello agitándolo alocadamente en torno a su rostro. La ira afeaba sus bellas facciones. Trevarre, sobresaltado, retrocedió un paso.

—Esa es una decisión muy estúpida, Matya —dijo Ciri, en cuya voz había desaparecido todo disimulo de dulzura—. Hallaré a otro que rompa el hechizo. ¡Recobraré la muñeca! ¡Moriréis los dos!

La hechicera extendió los brazos y el viento sopló con más fuerza. El reseco polvo se clavó en las mejillas de Matya. Trevarre miraba en derredor con una expresión conmocionada en el semblante. La ilusión se había desvanecido. Las escalofriantes ruinas aparecieron a la vista, despojadas de todo disfraz.

Ciri articuló unas cuantas palabras extrañas, guturales. Al instante, el aire se llenó de ramas muertas y hojas secas. Ante la atónita mirada de Matya, las ramas y las hojas empezaron a amontonarse, haciéndose más densas, adquiriendo forma.

—¡Cuidado, Trevarre! —gritó aterrada.

Las ramas y hojas muertas habían formado la figura de un hombre. La criatura arbórea era enorme, sobrepasando con mucho al caballero. Alargó un brazo cubierto de corteza que terminaba en garras astilladas. Sus gigantescas fauces desplegaron hilera tras hilera de afilados dientes de púas.

Trevarre desenvainó su espada, con tiempo apenas de frenar el manotazo de la criatura. Ramas y astillas volaron en todas direcciones, pero el caballero se tambaleó con el impacto del golpe. Su faz se puso pálida por el dolor; su pierna herida se dobló bajo su peso. Estaba demasiado débil para luchar contra semejante monstruo, comprendió Matya. Un golpe más y se desplomaría. Ciri contemplaba el combate con una expresión de cruel complacencia. El monstruo arbóreo lanzó un rugido y echó atrás el brazo para asestar un golpe demoledor.

Matya extrajo la muñeca de la bolsa de cuero y la miró fijamente. Vaciló un instante, pero la imagen de Trevarre, haciendo frente al monstruo sin el menor asomo de temor en su severo rostro, le dio ánimos para tomar una resolución. Con pesar, se despidió de sus sueños… y arrojó la figurilla contra el altar.

Ciri captó la intención de Matya demasiado tarde. La hechicera aulló de rabia y se abalanzó para atrapar la muñeca. Sus dedos se cerraron en el aire.

La estatuilla chocó contra el altar y se hizo mil añicos.

El viento cesó tan repentinamente como se había iniciado. El monstruo arbóreo se estremeció y se derrumbó en un montón de madera y hojas inanimadas. Trevarre retrocedió tambaleante, apoyándose en la espada para evitar la caída. Tenía el semblante ceniciento y respiraba entre jadeos.

—¿Qué has hecho? —aulló Ciri, cuyos ojos azul zafiro estaban desorbitados por la sorpresa y el horror.

—Darte lo que querías —gritó Matya—. Ahora eres libre, Ciri. Pero deja marchar a Trevarre. Es todo cuanto te pido.

La hechicera sacudió la cabeza; sus labios se movieron, sin emitir sonido alguno. Dio unos cuantos pasos hacia Matya, cada cual más lento que el anterior. Sus movimientos se habían vuelto extrañamente torpes, rígidos, como si caminara a través de agua, en lugar de aire. Tendió una mano, pero Matya no supo descifrar si era un gesto de furia o de súplica.

De repente, Ciri se estremeció y se quedó inmóvil. Durante un instante, la figura de la hechicera permaneció de pie entre las ruinas, tan pálida y perfecta como la muñeca de porcelana. Sus ojos relucieron a semejanza de gemas frías, inanimadas.

Entonces, mientras Matya la observaba, una fina grieta se abrió en la suave superficie del bello rostro de Ciri. Otras grietas se extendieron a partir de la primera, avanzando sinuosas por las mejillas de la hechicera, por la garganta, por los brazos. Como si también ella estuviera hecha de porcelana, Ciri se desmoronó en un montón de fragmentos innumerables. Una pila de huesos amarillentos fue cuanto quedó de la hechicera.

Las palomas entonaban sus arrulladores cantos vespertinos cuando el pintoresco carro pasó, en medio de bamboleos, entre los desmoronados restos de las gigantescas estatuas y luego giró hacia el este, calzada adelante, encaminándose hacia la ciudad de Garnet. Matya y Trevarre habían viajado en silencio casi todo el trayecto desde la ruinosa aldea de Támbor. El caballero, que todavía se estaba recuperando de sus heridas, había pasado durmiendo la mayor parte del día. Matya se alegró de tener que ocuparse sólo de sus pensamientos.

—Renunciaste a tus sueños por ayudarme, ¿verdad, Matya? —preguntó de pronto el caballero.

La buhonera volvió la cabeza y vio despierto a Trevarre, que se atusaba el bigote con actitud pensativa.

—¿Qué beneficio has ganado con ello?

—¡Vaya, tengo esto! —exclamó la mujer, señalando el rico broche que llevaba prendido en el cuello de la capa—. Además, siempre puedo encontrar nuevos sueños. Y, desde luego, no pienso renunciar a cerrar buenos tratos. Acabaré haciendo fortuna, ya verás.

Trevarre se echó a reír; su risa sonaba como música.

—No me cabe la menor duda —afirmó.

—Volverías a hacerlo, ¿verdad? Quiero decir, si alguien te pidiera ayuda —dijo Matya con voz queda, tras un rato de silencio.

—La Medida no es algo que pueda seguir sólo cuando me conviene —contestó Trevarre, tras encogerse de hombros—. Es mi vida, Matya, para bien o para mal. Es todo cuanto soy.

La mujer movió la cabeza, como si confirmara algo que se había planteado.

—Las historias son ciertas, entonces. Los Caballeros de Solamnia son algo más que simples necios. Aunque no mucho más —añadió, con una sonrisa maliciosa—. Pero aún queda un trato por cerrar.

—¿Cuál? —preguntó Trevarre, arqueando una ceja.

—¿Qué vas a darme por llevarte hasta Garnet? —inquirió ella con tono astuto.

—Te pagaré cinco piezas de oro —declaró Trevarre, tajante.

—¡No admitiré menos de cincuenta! —replicó Matya, indignada.

—¿Cincuenta? ¡Vaya, eso es un robo! —gruñó el caballero.

—Está bien —dijo enérgicamente Matya—. Hoy me siento generosa, así que lo dejaremos en veinte, pero ni un céntimo menos.

Trevarre se atusó el bigote, pensativo.

—De acuerdo. Acepto tu oferta, Matya, pero con una condición.

—¿Cuál? —quiso saber ella, escéptica.

Trevarre esbozó una leve sonrisa.

—Que me permitas hacer esto. —Tomó la mano de la mujer, se la llevó a los labios, y la besó.

El trato quedó cerrado.