Capítulo 5

Un viento helado, que soplaba desde el plano de la magia oscura y maligna, agitó la capa del caballero que estaba en dicho plano, permitiendo que la gélida ráfaga penetrara hasta el mismo centro de su vacío ser. Se arrebujó en la prenda, un gesto humano dictado por la fuerza de la costumbre, ya que este paño efímero, tejido por la memoria, jamás sería suficiente para protegerlo del eterno frío de la muerte. El caballero no llevaba mucho tiempo muerto, y se aferraba a los pequeños y reconfortantes hábitos de la bendita vida, en otros tiempos dados por hecho, y ahora, con su pérdida, amargamente recordados.

Aparte de cerrar la capa alrededor de un cuerpo que ya no existía, el caballero no hizo movimiento alguno. Tenía asuntos urgentes de los que ocuparse. Estaba vigilando la ciudad de Palanthas y, aunque se encontraba cerca de la urbe, ningún ser vivo lo vio o se percató de su presencia. Las sombras de su oscura magia lo envolvían, lo ocultaban a la vista. Su aspecto habría aterrorizado a aquellos endebles receptáculos de cálida carne, dejándolos desvalidos ante él. Necesitaba a los seres vivientes, los necesitaba vivos, y, aunque conocedor de su propio poder maligno, no estaba seguro de cómo abordarlos.

Los observaba, los odiaba, los envidiaba.

Palanthas. Antaño, aquella ciudad había estado en sus manos. Antaño, había sido alguien poderoso e influyente allí. Todavía podía ejercitar su poder, un poder para la muerte y la destrucción. Pero no era eso lo que quería; ahora no. Todavía, no. Una ciudad que había sido eximida de la destrucción del Cataclismo. Tenía que haber una razón, algo sagrado entre sus muros, algo que podría serle de utilidad.

¿El Hijo Venerable? Era lo que el caballero había supuesto al principio. Un negro regocijo había agitado lo que en otros tiempos había sido su corazón cuando oyó decir que un Hijo Venerable venía del este, afirmando ser un superviviente de la arrasada Istar, para encargarse del bienestar espiritual del populacho. ¿Sería posible? ¿Habría descubierto a un clérigo verdadero que se había quedado en el mundo? Pero, tras pasar largos días, y aún más largas noches (pues, ¿qué importancia tenía para él el tiempo?), escuchando al Hijo Venerable, el caballero llegó a la conclusión de que había sido engañado.

En vida, había conocido hombres y mujeres como este charlatán, y se había aprovechado de ellos para sus propios fines. Reconoció las triquiñuelas y mentiras del hombre. Acarició la idea de destruir a este falso Hijo Venerable; la encontraba divertida, pues el caballero odiaba a los seres vivos con un rencor nacido de la envidia. Y estaría haciendo un favor a estos necios palanthianos al librarlos de alguien que acabaría por ser un tirano, un déspota.

Pero ¿qué ganaría él con eso, salvo el efímero placer de ver la cálida carne tornarse fría como la suya?

—Nada —se dijo a sí mismo—. Si son lo bastante estúpidos como para caer en las mentiras de ese hombre, que así sea. Se lo merecen.

Con todo, había algo en Palanthas que lo atraía y, en consecuencia, permaneció allí, vigilando, aguardando con la paciencia de quien tiene toda la eternidad por delante, y el desasosiego de quien anhela un descanso que le está negado.

Estaba allí, invisible a los ojos de los vivos, cuando dos personas —un joven barbilampiño armado con una espada y un hombre que vestía una raída túnica azul— salieron por las puertas de la ciudad con bastante premura para atraer la atención del caballero, y picaron su curiosidad al intentar pasar inadvertidos a los guardias.

El caballero observó detenidamente al hombre de la túnica azul, y su interés creció al ver, con la clara percepción de los que caminan por otro plano existencial, el símbolo de Mishakal escondido bajo las ropas del hombre.

Y el joven barbilampiño… Había algo en él que le resultaba familiar. El caballero se acercó más.

—Viajaremos a la Torre del Sumo Sacerdote —estaba diciendo el joven a su amigo—. Los caballeros deben ser informados de lo que pasa en Palanthas, las maquinaciones de ese falso clérigo para hacerse con el control de la ciudad. Pondrán fin a ese complot enseguida, y entonces podremos entrar en la biblioteca y buscar los Discos de Mishakal. Los utilizaremos para probar a la gente que ese Hijo Venerable es un intrigante, y un charlatán.

¡La Torre del Sumo Sacerdote! El caballero soltó una risa amarga, silenciosa.

El amigo del joven parecía compartir sus dudas.

—Pero los caballeros deben de estar enterados…

—No, no lo saben —replicó el joven—. En caso contrario, ya habrían puesto remedio a estas alturas. Y también nos enteraremos de lo que pasó en realidad con Soth. No creo una sola palabra de lo que dijeron. Quiero saber la verdad.

El caballero oyó, su nombre, y lo oyó pronunciar con admiración. Sintió un estremecimiento, una sensación que resultaba dolorosamente humana y viva. Soth estaba tan estupefacto, tan desconcertado, intentando recordar dónde había conocido a este joven, que no escuchó la respuesta del amigo.

Los dos emprendieron la marcha por la calzada sinuosa y empinada que conducía a la Torre del Sumo Sacerdote. Llamó a su corcel, una criatura de fuego y magia tan negra como la suya, y el caballero Soth se unió a ellos: un compañero invisible.

La Torre del Sumo Sacerdote había sido construida por el fundador de la Orden de los Caballeros, Vinas Solamnus. Situada en las montañas Vingaard, guardaba el paso Westgate, la única vía de acceso a través de las cumbres.

La calzada a la fortaleza era larga y empinada, pero, al ser un acceso tan transitado, los caballeros y los habitantes de Palanthas siempre habían colaborado para mantenerla en buen estado. De hecho, era una vía legendaria, y, cuando se hacía referencia a un medio rápido para alcanzar cualquier propósito, se decía: «Tan liso y accesible como la calzada a Palanthas».

Pero eso había cambiado, como muchas otras cosas, desde el Cataclismo.

Michael y Nikol, que esperaban un trayecto rápido y fácil, descubrieron con desaliento que lo que en otros tiempos había sido una excelente calzada estaba ahora en ruinas, casi intransitable en algunos puntos. Enormes peñascos obstruían el camino en varios sitios, y en otros, donde la roca había cedido, se abrían anchos precipicios, con lo que el paso resultaba impracticable. Con la pendiente montañosa a un lado y la escarpada pendiente al otro, Michael y Nikol se vieron obligados a trepar por encima de las barreras o —con el corazón en la boca— salvar con un peligroso salto las simas abiertas bajo sus pies.

Después de haber recorrido unos cuantos kilómetros, ambos estaban agotados. Llegaron a una parte relativamente nivelada, un claro rodeado de abetos que, en el pasado, debía de haber sido una área de descanso para los viajeros. Un arroyo de montaña, fresco y cristalino, se deslizaba sinuoso por la ladera del risco y desaparecía en la franja boscosa que había bastante más abajo. Un círculo de piedras ennegrecidas ponía de manifiesto que la gente había encendido hogueras de campamento en este punto.

La pareja hizo un alto para descansar. Aunque el trayecto había sido duro, ambos estaban más cansados de lo que cabía esperar. A poco de iniciar la marcha había caído sobre ellos un desánimo que los había agobiado como una pesada carga, consumiendo su energía. Tenían la impresión de que los estaban siguiendo, vigilando. Nikol llevaba la mano sobre la empuñadura de la espada; Michael se detenía continuamente y miraba a sus espaldas. No vieron nada, no oyeron nada, pero la inquietante sensación no desapareció.

—Por lo menos —dijo Nikol—, desde aquí tenemos una buena vista de la calzada. —Contempló con atención la cuesta, por donde habían llegado. No se movía nada a lo largo del destrozado camino.

—Es imaginación nuestra —opinó Michael—. Estamos nerviosos por lo ocurrido en Palanthas, eso es todo.

Tomaron asiento en el suelo, tapizado con una mullida capa de agujas muertas, y comieron frugalmente de sus escasas provisiones.

El cielo estaba gris, encapotado con nubarrones tan bajos que parecían dejar jirones en las copas de los altos abetos. Ambos se sentían angustiados, como si una sensación de temor les atenazara el alma. Cuando, por fin, empezaron a hablar, lo hicieron en voz baja, reacios a romper la quietud reinante.

—Es extraño que los caballeros no hayan reparado la calzada —dijo Michael—. El Cataclismo ocurrió hace casi un año, y eso es tiempo suficiente para construir puentes, quitar las rocas desprendidas, cubrir las grietas. ¿Sabes? —continuó hablando por hablar, sin darse cuenta de lo que decía—, me da la impresión de que lo han dejado así a propósito. Creo que temen que los ataquen…

—¡Tonterías! —lo interrumpió Nikol encrespada—. ¿Qué tienen que temer los caballeros? ¿A esa escoria borracha de Palanthas? Sólo son sicarios a sueldo, al servicio de ese falso clérigo. Los ciudadanos de Palanthas respetan a los caballeros, y con razón. Ellos han defendido Palanthas durante generaciones. Ya lo verás. Cuando los caballeros aparezcan en la ciudad, esos cobardes pedirán clemencia nada más verlos.

—Entonces, ¿por qué no se han puesto ya en marcha?

—Desconocen el peligro que amenaza a la ciudad. Nadie los ha puesto al corriente —replicó con sequedad. Se frotó los hombros y cambió bruscamente de tema—. Qué fuerte sopla el viento aquí arriba, y qué frío es. Se te mete hasta los huesos y te hiela el corazón.

—Sí, es cierto —repuso Michael, cada vez más desasosegado—. Es un frío extraño, no el propio del invierno. Nunca he sentido nada igual.

—Supongo que se debe a la altitud —comentó Nikol, como si quisiera restarle importancia. Se puso de pie y paseó por el claro, atisbando los árboles con nerviosismo—. Todo sigue tranquilo. —Volvió junto a Michael y lo golpeó suavemente con la puntera de la bota—. No has oído una sola palabra de lo que he dicho. Estás sonriendo. Anda, cuéntamelo. Me gustaría oír algo que me haga sonreír —añadió, estremecida por un escalofrío.

—¿Qué? —Michael dio un brinco y alzó la vista hacia ella, sobresaltado—. Oh, no tiene importancia. Es curioso cómo acuden algunos recuerdos sin motivo aparente. Por un instante, he vuelto a ser un niño, en Xak Tsaroth. Un tío mío, uno de los nómadas, vino a la ciudad en una ocasión. Supongo que nunca has visto a los Hombres de las Llanuras. Visten ropas de cuero, adornadas con plumas de vivos colores y cuentas. Me encantaba cuando venían a visitar a nuestra familia, trayendo sus mercancías para comerciar. Mi tío relataba unas historias maravillosas. Nunca las olvidaré. Hablaban de los dioses malignos, a los que no debía mencionarse en los tiempos del Príncipe de los Sacerdotes. Relatos de fantasmas y aparecidos, de muertos vivientes que vagaban atormentados por el mundo. El miedo no se me pasaba hasta varios días después.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Nikol, que se sentó muy pegada a él, buscando calor—. ¿Por qué suspiras?

—Le conté a mi maestro una de las historias. Era un hombre joven, un nuevo clérigo de Istar. Se puso furioso y dijo que el Hombre de las Llanuras era un mentiroso impío, un peligroso blasfemo, una influencia corruptora para jóvenes impresionables. Me dijo que las historias de mi tío eran invenciones ridículas o, peor aún, manifiesta herejía. Que no existían fantasmas ni muertos vivientes, pues esos males habían sido erradicados por la suprema bondad del Príncipe de los Sacerdotes. Todavía puedo sentir el capón que me dio el clérigo… en nombre de Mishakal, naturalmente.

—¿Por qué te has acordado ahora de eso?

—Debe de ser este viento desapacible. —Michael trató de reír, pero su intento acabó en una tos nerviosa—. Según mi tío, cuando un fantasma está cerca, sientes un frío terrible que parece venir de la tumba. Te hiela el corazón…

—¡Basta, Michael! —Nikol se incorporó de un salto—. Con esas historias vas a conseguir que los dos nos asustemos como unos niños. Se huele la nieve. Deberíamos reemprender la marcha, estemos o no descansados. Así llegaremos a la torre antes de la caída de la noche. Pásame el odre de agua. Lo llenaré y después nos pondremos en camino.

Michael le entregó el recipiente sin decir una palabra. Nikol se acercó al cantarín arroyo. Entretanto, el clérigo sacó el símbolo de Mishakal de debajo de su túnica, lo sostuvo en la mano, y lo miró fijamente. Habría jurado que emitía un tenue fulgor, un brillo azul que iluminaba la gris semipenumbra que los envolvía, que se hacía más oscura, más negra…

Y en la negrura, unos ojos llameantes.

Los ojos estaban frente a Nikol, mirándola desde la otra orilla del arroyo. Ella se había puesto de pie, con el chorreante odre en la mano.

—Así fue como te conocí —sonó una voz profunda y terrible.

Michael quiso advertirle, y sólo logró emitir un grito estrangulado. Intentó moverse, correr a su lado, pero las piernas no le respondían, como si se las hubieran cortado por debajo de las rodillas. Nikol no retrocedió, no huyó.

Permanecía inmóvil, con el semblante pálido, petrificado, contemplando la aparición emergida de las sombras.

Era —o hubo un tiempo en que lo había sido— un Caballero de Solamnia. Iba montado en un corcel que, al igual que su jinete, parecía haber salido de una pesadilla. Una luz espectral, quizás el fulgor de la luna negra, Nuitari, brillaba en una armadura adornada con el símbolo de la rosa, pero la coraza no relucía. Estaba carbonizada, abrasada, como si el hombre hubiese pasado a través de un fuego devastador. Llevaba yelmo, con la visera levantada, pero debajo no se veía rostro alguno; sólo una espantosa oscuridad alumbrada por el horripilante fuego de aquellos ojos ardientes.

Avanzó hasta pararse junto a Nikol y tendió la mano enguantada, como si quisiera coger el odre. Aquel movimiento hizo que Michael lo reconociera.

—Me diste agua una vez —dijo el caballero, y su voz pareció llegar de la tumba—. Calmaste mi ardiente sed. Ojalá pudieses hacerlo de nuevo.

El tono del caballero era triste, cargado de pesar, e hizo que las lágrimas acudieran a los ojos de Michael, pero no pasaron de ahí.

Las palabras sobresaltaron a Nikol y la hicieron reaccionar. Desenvainó la espada.

—No sé de qué lugar oscuro y maligno has salido, pero profanas la armadura de un caballero…

Michael logró sacudirse el miedo que lo tenía paralizado, echó a correr y la cogió del brazo.

—Guarda el arma. No quiere hacemos daño. —¡Quisiera Mishakal que estuviera en lo cierto! Apenas capaz de tomar aliento suficiente para hablar, Michael agregó—: Míralo, Nikol. ¿Es que no lo reconoces?

—¡Caballero Soth! —musitó la joven mientras bajaba la espada—. ¿Qué terrible suerte os ha convertido en esto?

Soth la contempló en silencio largos segundos. El frío que emitía casi les helaba la sangre, y el terror paralizaba sus mentes. Y, sin embargo, Michael dedujo que el caballero mantenía a raya sus maléficos poderes, al igual que contenía con las riendas a su inquietante corcel.

—Advierto compasión en tu voz —repuso el caballero—. Esa piedad y compasión conmueven una parte de mi ser…, la que no morirá, ¡la que arde y se retuerce en un eterno sufrimiento! Porque soy uno de los muertos vivientes, condenado a una penosa agonía, a un tormento eterno, a no descansar, a no dormir…

Su puño se crispó por la rabia. El caballo se espantó y relinchó; sus cascos resonaron contra la tierra helada.

Nikol retrocedió un paso, al tiempo que enarbolaba la espada.

—Entonces, los rumores que hemos oído sobre vos son ciertos —dijo, intentando controlar el temblor de su voz—. Nos fallasteis, a los caballeros, a los dioses. Estáis condenado…

—¡Injustamente! —siseó Soth—. ¡Condenado injustamente! ¡Fui engañado! ¡Embaucado! Mi esposa fue advertida de la hecatombe, y yo partí, dispuesto a dar mi vida para salvar al mundo, pero los dioses no tenían la menor intención de mostrarse magnánimos. Querían castigar a la humanidad. ¡Me impidieron llegar a Istar y, en un intento de lavarse las manos de la sangre derramada de los inocentes, dejaron caer esta maldición sobre mí! Y ahora han abandonado el mundo que destruyeron.

Michael, aterrado y con la muerte en el alma, cerró los dedos en torno al medallón de Mishakal. El fantasmal caballero advirtió enseguida su gesto.

—¿No me crees, clérigo? *

Los ojos ardientes abrasaron la piel de Michael; el espantoso frío le heló el corazón.

—No, caballero —contestó, sorprendido de ser capaz de hablar—. No, no os creo. Los dioses no serían tan injustos.

—¿Ah, no? —replicó Nikol con amargura—. He guardado silencio, Michael, porque no quería herir tus sentimientos o hacer más penosa tu carga, pero ¿y si estás equivocado? ¿Y si tú también has sido engañado? ¿Y si los dioses nos han abandonado, dejándonos al arbitrio de rufianes como los que hay en Palanthas?

—Viste a Nicholas —dijo Michael, mirándola con tristeza—. Lo viste en paz, gozando de la bendición de los dioses. Oíste la promesa de Mishakal de que algún día encontraríamos esa misma paz. ¿Cómo puedes dudar?

—Pero ¿dónde está la diosa ahora, Michael? ¿Dónde está cuando le rezas? No responde a tus plegarias.

El clérigo bajó la vista al medallón que sostenía en la mano. Estaba opaco e inanimado, más frío al tacto que la gélida aureola del caballero muerto. Pero Michael lo había visto emitir un leve resplandor azul… ¿o no? ¿Sería sólo imaginación suya? ¿Su fe no era más que una ilusión producto de su anhelo?

—¿Te das cuenta, Michael? —Nikol cerró su mano sobre la de él—. No crees…

—Los Discos de Mishakal —insistió, con desesperación—. Si pudiésemos encontrarlos, te probaría que… —«Me probaría a mi mismo», pensó para sus adentros, y en ese momento admitió, por primera vez, que él también empezaba a perder la fe.

—¿Los Discos de Mishakal? ¿Qué es eso? —preguntó Soth.

Michael no se sentía muy inclinado a responder.

—Son las tablillas sagradas de los dioses —contestó por último—. Yo… esperaba encontrar las respuestas en ellos.

—¿Dónde están esos discos?

—¿Por qué queréis saberlo? —inquirió el clérigo, con una temeridad inesperada.

Las sombras se hicieron más densas a su alrededor, y sintió la cólera de Soth, el orgullo y la arrogancia heridos al saber que se lo ponía en duda, que su voluntad encontraba oposición. Sin embargo, el caballero dominó su ira, si bien Michael notó que sólo lo conseguía merced a un gran esfuerzo.

—Esos discos sagrados podrían ser mi salvación —apuntó Soth.

—¿Cómo? Si no creéis…

—¡Demostrándome los dioses su presencia! —replicó el caballero con arrogancia—. ¡Levantando esta maldición que pesa sobre mí y concediéndome el descanso de este eterno tormento!

«Esto no está bien —pensó Michael, sintiéndose confuso y desdichado—. No obstante, en sus palabras oigo un eco de las mías».

—Los discos están en la Gran Biblioteca —contestó Nikol, al comprender que su esposo no diría nada—. Habríamos entrado a buscarlos, pero el edificio corre peligro de que la chusma lo asalte. Viajamos a la Torre del Sumo Sacerdote para advertir a los caballeros, y que cabalguen hacia Palanthas, sofoquen los disturbios y restauren la paz y la justicia.

Para su horror y estupor, Soth empezó a reír: una risa terrible que parecía llegar de unos lugares de indescriptible oscuridad.

—Habéis hecho un largo viaje y habéis presenciado muchas cosas espantosas —declaró el caballero—. Pero aún no habéis visto lo peor. ¡Os deseo suerte!

Hizo que el fantasmal corcel volviera grupas y se desvaneció en las sombras.

—¡Mi señor! ¿Qué queréis decir? —gritó Nikol.

—Se ha marchado —observó Michael.

La oscuridad que agobiaba su espíritu había desaparecido. El gélido frío de la muerte dejó de percibirse; el calor de la vida volvió a su cuerpo.

—Abandonemos este lugar cuanto antes —sugirió.

—Sí, estoy de acuerdo —musitó Nikol.

Fue a recoger el odre de agua y vaciló, reacia a tocarlo, temiendo, tal vez, que el caballero muerto regresara. Después, decidida, con el semblante pálido y los labios prietos, lo levantó del suelo.

—Ha sido cruelmente engañado —dijo, al tiempo que lanzaba una mirada feroz a Michael, como desafiándolo a que se mostrara en desacuerdo.

Pero él no dijo nada. El silencio se alzó entre los dos como un muro, interponiéndose entre ellos el resto del camino, montaña arriba.