Capítulo 6
La Torre del Sumo Sacerdote era una construcción impresionante, con su torre central elevándose trescientos metros en el aire. Las altas almenas, conectadas entre sí por murallas, la rodeaban. Michael no había visto jamás un edificio tan sólido, tan inexpugnable. Ahora podía creer la afirmación hecha por Nikol de que «la torre nunca caería en manos del enemigo mientras estuviera defendida por los caballeros».
Los dos se detuvieron y la contemplaron de hito en hito, dominados por un temor reverencial.
—Nunca había estado aquí —dijo la joven. La sensación de terror que le había causado el encuentro con el caballero muerto había desaparecido; su cólera contra Michael seguía intacta. Observó la legendaria fortaleza con ojos brillantes—. Mi padre nos la describió a Nicholas y a mí muy a menudo. Creo que sería capaz de caminar por su interior con los ojos vendados. Allí está el mirador alto; y allí el Nido del Martín Pescador: el símbolo de la Orden. Nicholas y yo planeamos venir aquí. Decía que un hombre no podía considerarse un verdadero caballero hasta que hubiese rezado de rodillas en la capilla de la Torre del Sumo Sacerdote…
Agachó la cabeza y parpadeó para contener el llanto.
—Tú lo harás por él —dijo Michael.
—¿Por qué? —replicó la joven, mirándolo con frialdad—. ¿Quién escuchará mis plegarias?
Empezó a subir la amplia calzada empinada que conducía a uno de los varios accesos a la fortaleza. Michael la siguió, inquieto y desasosegado. Un silencio extraño envolvía a la torre. Ningún centinela recorría las murallas, como podía esperarse. No brillaba luz alguna en las ventanas, aunque hacía un buen rato que el sol se había metido tras las montañas, llevando una prematura noche a la fortaleza y sus contornos.
También Nikol, al parecer, encontraba extraños este silencio, esta falta de actividad, pues redujo la velocidad de sus pasos. Echó la cabeza hacia atrás, intentando atisbar algo en la oscuridad, y empezó a gritar un saludo a la torre. Su llamada fue interrumpida con brusquedad.
Unas figuras embozadas salieron de las sombras de la noche. Unas manos diestras sujetaron a Michael y, despojándolo del bastón, le echaron los brazos a la espalda. El clérigo se debatió entre las manos de su captor, no tanto para liberarse, puesto que sabía que era imposible, sino para tener a la vista a Nikol. La joven había desaparecido tras un muro de cuerpos. Michael escuchó el choque metálico de acero contra acero.
—Sois prisioneros de los Caballeros de Solamnia. Rendios —ordenó una voz áspera, que hablaba en el tosco lenguaje comercial.
—¡Mientes! —gritó Nikol, respondiendo en solámnico—. ¿Desde cuándo los verdaderos caballeros cogen por sorpresa a la gente aprovechando las sombras?
—Nos movemos en la oscuridad porque vivimos unos tiempos de oscuridad. —Otro hombre se acercó, saliendo por la puerta que conducía a la Torre del Sumo Sacerdote. Tras él iban más hombres.
Llameó la luz de una antorcha, que casi cegó a Michael. El resplandor se reflejó en armaduras pulidas, yelmos de acero, y, debajo de ellos, los largos bigotes que eran el sello distintivo de los caballeros. Uno de los hombres, el que había respondido a Nikol, lucía en el hombro una cinta que había sido brillante en su momento, pero que ahora estaba descolorida y deshilachada. Michael había vivido entre caballeros los años suficientes para reconocer por la insignia a un oficial de alto rango, alguien que estaba al mando en tiempos de guerra.
—¿Qué tenemos aquí?
—Espías, creo, comandante —respondió uno de los hombres.
—Acercad más las antorchas para que les eche un vistazo.
El que retenía a Michael lo escoltó al frente. Los caballeros eran eficientes, pero no rudos, y los trataban con un cierto respeto aun cuando dejaban bien claro quién estaba al mando.
Nikol parecía algo amedrentada ante el comandante, pero la rabia encendió sus mejillas al oír la acusación.
—¡No somos espías! —declaró con los dientes apretados.
No había bajado la guardia, y utilizaba la parte plana de la espada para rechazar a cualquiera que se acercaba a ella.
Los caballeros la superaban en número y podrían haberla reducido, pero ello habría significado un derramamiento de sangre innecesario. Miraron a su comandante, esperando órdenes. Éste se acercó a la joven y levantó la antorcha para que la luz la iluminara.
—Vaya, Sólo a un muchachito barbilampiño, pero que maneja el arma con la destreza de un hombre, al parecer —comentó mientras miraba a uno de sus hombres, que se limpiaba la sangre que manaba por un corte en la mejilla. Frunció el entrecejo y estudió el arma que blandía Nikol. Su expresión se endureció—. ¿Cómo has conseguido semejante espada y esta armadura que pertenece a un Caballero de la Corona? Robadas del cadáver de un valeroso caballero, sin duda. Si pensaste vendérnoslas para tu propio lucro, has cometido un error que te costará caro. Un error que pagarás… ¡con tu vida!
—¡No las robé! Las llevo porque… —Nikol se interrumpió. Iba a decir que las llevaba por derecho, pero entonces se le ocurrió que no le asistía derecho alguno de llevar las armas de un verdadero caballero. Enrojeciendo, enmendó sus palabras—. Mi padre era el caballero David de Whitsund, ahora fallecido. Mi hermano gemelo, Nicholas, que también ha muerto, era un Caballero de la Corona. Esta espada, así como la armadura, le pertenecían. Las cogí cuando lo hirieron de muerte y…
—Y se las puso y se cortó el cabello y defendió con valentía el castillo y a los que estábamos dentro —interrumpió Michael.
—¿Quién eres tú? —preguntó el comandante, mirando ceñudo a Michael.
—Quizás ese falso clérigo de Palanthas, mi señor —dijo uno de los hombres—. Mirad, lleva el sagrado símbolo de Mishakal.
El comandante sólo se dignó dirigir una breve ojeada a Michael y después se volvió de nuevo hacia Nikol.
—¿Se cortó el pelo? —repitió. Adelantó un paso y estudió atentamente los rasgos de la joven; luego se retiró y echó un rápido vistazo a su figura—. Por Paladine, este falso clérigo tiene razón. ¡Es una mujer!
—Michael no es un falso clérigo —comenzó, furiosa, Nikol.
—Nos ocuparemos después de él —dijo el comandante—. Primero tienes que explicarte.
La muchacha, con las mejillas arreboladas, se mordió los labios, como si estuviese indecisa. Michael adivinó la lucha interna que estaba librando. Había vivido el Código y la Medida, combatiendo el mal, defendiendo a los inocentes. Había llegado a considerarse a sí misma un caballero. Sin embargo, de acuerdo con la Medida, sabía que estaba equivocada. Inclinándose sobre una rodilla ante el comandante, presentó su espada, apoyada sobre el antebrazo y con la empuñadura por delante, como era preceptivo para un caballero cuando se rendía ante un superior en rango o al vencedor en un torneo.
—He infringido la ley. Perdonadme, mi señor.
Nikol estaba pálida y seria, pero mantenía la cabeza alta, con orgullo. No se arrodillaba por vergüenza, sino por respeto.
El rostro del comandante permaneció severo y frío. Tendió la mano y cogió la espada que ella le ofrecía. Nikol soltó el arma de mala gana. Desde la muerte de su hermano, nadie, aparte de ella misma, la había blandido.
—En efecto, infringiste la Medida, que prohíbe que la mano de una mujer enarbole el arma de un verdadero caballero. Tendremos en cuenta que viniste a nosotros por tu propia voluntad, para rendirte…
—¿Rendirme? ¡No, mi señor, no es eso! —Nikol se incorporó y sus ojos, que se habían quedado prendidos en la espada, se alzaron al rígido semblante del caballero—. Vine a advertiros. Ese falso clérigo, al que habéis hecho mención, está soliviantando a los ciudadanos para que ataquen la biblioteca. Amenazan con incendiarla mañana y, con ella, todo el conocimiento que arda entre sus muros.
La mirada de Nikol fue de un caballero a otro, esperando ver estupefacción, exclamaciones de furia, acción. Nadie se movió, nadie dijo una palabra. Ni siquiera demostraron sorpresa. Sus semblantes se tornaron más severos y rígidos.
—¿Estoy en lo cierto al deducir que no has venido aquí para pedir perdón por tu crimen, hija? —preguntó el comandante.
Nikol lo miró de hito en hito.
—Vos… ¿Qué…? ¿Mi crimen? ¿Es que no habéis oído lo que acabo de decir, mi señor? ¡La Gran Biblioteca corre un gran peligro! ¡No sólo eso, sino que la propia Palanthas podría caer en manos de ese hombre malvado y sus secuaces!
—Lo que ocurra en Palanthas no es de nuestra incumbencia, hija —respondió el caballero.
—¿Que no es de vuestra incumbencia? ¿Cómo podéis decir eso?
—Muchos de estos hombres vinieron de Palanthas, al igual que yo. La gente nos expulsó de la ciudad, atacaron nuestras casas, amenazaron a nuestras familias. Mi propia esposa murió a manos de la chusma.
—Aun así —intervino Michael suavemente—, por la Medida, señor caballero, estáis obligados a proteger a los inocentes en nombre de Paladine…
—¡Inocentes! —Los ojos del comandante centellearon—. ¡Si Palanthas arde hasta los cimientos será lo menos que esa gentuza se merece! Paladine, en su justa cólera, les ha dado la espalda. ¡Que la Reina de la Oscuridad se los lleve a esos malditos!
—La ira de los dioses ha caído sobre todos nosotros —dijo Michael—. ¿Cómo podemos decir que no lo merecíamos?
—¡Blasfemia! —bramó el caballero, al tiempo que abofeteaba al clérigo.
Michael trastabilló por la fuerza del golpe. Se llevó los dedos a los labios y los retiró manchados de sangre. El comandante se volvió hacia Nikol.
—Al blasfemo no se le permitirá cruzar estos muros. Tú, hija, puesto que eres familia de un caballero, puedes quedarte en la fortaleza, a salvo de cualquier daño. Te quitarás la armadura y nos la entregarás; después pasarás un día y una noche postrada de rodillas en la capilla, suplicando perdón al padre y al hermano cuya memoria has deshonrado.
Nikol se puso muy pálida, como si la hubiesen atravesado con su propia espada; después, la sangre se agolpó en sus mejillas.
—¡No soy yo quien ha deshonrado a la caballería, sino vos y todos los demás! —Su mirada centelleante pasó sobre los caballeros—. Os escondéis del mundo, quejándoos a Paladine por lo que consideráis una injusticia. No os ha respondido, ¿verdad? ¡Habéis perdido el poder y estáis asustados!
Con un gesto veloz, tendió la mano, aferró la empuñadura de su espada, y se la arrebató al comandante antes de que éste pudiera reaccionar. Enarboló el arma y retrocedió, poniéndose en guardia.
—¡Reducidla! —ordenó el comandante.
Los caballeros desenvainaron las armas y empezaron a cerrar el círculo a su alrededor.
—Alto —ordenó una voz profunda.
Una ráfaga de aire gélido apagó las antorchas y heló a los presentes hasta los huesos. Las espadas cayeron de los dedos entumecidos y resonaron contra el suelo con un sonido hueco que semejaba un toque a muerto. Los semblantes de los caballeros estaban blancos bajo los yelmos, y sus ojos desorbitados por el terror ante la espantosa aparición que cabalgaba hacia ellos.
—¡El Caballero de la Rosa Negra! —se alarmó uno.
—¡Paladine nos guarde! —exclamó el comandante, al tiempo que levantaba una mano en un gesto de protección.
El caballero Soth se echó a reír; fue un sonido semejante al que hacen las rocas al rodar por una ladera. Frenó su montura y contempló con desdén a los acobardados caballeros.
—Esta mujer es más merecedora que cualquiera de vosotros de llevar la espada y la armadura de caballero. Me hizo frente, sin miedo. ¿Qué haréis vosotros, nobles guerreros? ¿Lucharéis contra mí?
Los caballeros vacilaron y dirigieron miradas aterradas a su cabecilla. La faz del comandante estaba amarillenta, como un hueso rancio.
—¡Todos están aliados con la Reina de la Oscuridad! —gritó por último—. ¡Retiraos, por el bien de vuestras almas!
Los caballeros recogieron sus espadas caídas, se apiñaron en torno a su comandante, y retrocedieron hasta las sólidas puertas de madera, que se abrieron para dejarlos entrar. Una vez que las hubieron cruzado, se cerraron de golpe y el rastrillo cayó.
La Torre del Sumo Sacerdote se sumió en el silencio y las sombras, como si estuviera deshabitada.