Capítulo 8

Temblando, Michael se puso de pie. Nikol volvió el rostro hacia el caballero. Su mano fue hacia la espada, pero colgó a su costado, enervada. El gélido halo del caballero maldito saturaba la pequeña habitación. Sus ardientes ojos estaban clavados, no en las dos personas que tenía delante, sino en el escritorio.

—¿Eso cuenta mi historia? —preguntó Soth, señalando con su enguantada mano el libro que estaba sobre la mesa.

—Sí —respondió Michael con un hilo de voz. Nikol retrocedió para situarse a su lado.

—Da la vuelta al libro para que pueda leerlo —ordenó Soth.

Con las manos temblorosas, el clérigo hizo lo que le mandaba, y giró el enorme volumen de manera que el caballero muerto pudiera verlo. Una espantosa oscuridad se apoderó de la habitación, ahogando la luz de la lámpara, y se fue tomando más y más sombría a medida que transcurrían los segundos. La única luz era el fuego de los ardientes ojos que no leían, sino que devoraban cada página. Michael y Nikol se acercaron uno al otro y se cogieron de las manos.

—¿Hicisteis esas cosas horribles? —preguntó la joven, cuya voz parecía la de un niño triste y desilusionado que ve roto su sueño—. Matasteis…

Los llameantes ojos se volvieron hacia ella, y su mirada le traspasó el corazón.

—Por amor. Lo hice por amor.

—Por amor, no —intervino Michael, a quien el cálido contacto de Nikol le daba valor—. Pasión, lujuria, pero no amor. Ella, la doncella elfa, os odió por ello cuando lo descubrió, ¿verdad?

—¡Me amaba! —Soth apretó los puños, enfurecido. Bajó la vista a la página, y sus manos se relajaron poco a poco—. Odió lo que hice, y rezó por mí, y sus plegarias fueron escuchadas. Se me iba a conceder el poder de impedir el Cataclismo, e iba de camino para llevar a cabo mi misión cuando me detuve en vuestro castillo, señora.

La profunda voz rebosaba tristeza, arrepentimiento, un amargo pesar que oprimía el alma. La oscuridad se hizo más profunda, hasta el punto que lo único visible eran los llameantes ojos y el reflejo de su fuego en la armadura ennegrecida y abrasada. El clamor de la chusma perdió fuerza y se redujo a un sonido semejante al soplo del viento.

—Y di media vuelta, como dice ahí. —Soth señaló la página iluminada por el fuego de su mirada—. Pero fue Paladine quien me tentó a hacerlo. Unas sacerdotisas elfas, enamoradas del Príncipe de los Sacerdotes, me dijeron que la mujer a la que yo amaba me era infiel, y que el hijo que había tenido no era mío. Mi orgullo herido y unos celos feroces fueron los que me indujeron a abandonar mi misión. Regresé al alcázar y acusé a mi amada, la acusé equivocadamente… Se produjo el Cataclismo, y mi castillo se incendió. Ella murió en el fuego… al igual que yo.

»¡Pero no tuve el descanso de la muerte! —Los puños de Soth se crisparon otra vez, con una furia renovada—. ¡Desperté a un tormento perpetuo, un dolor eterno! Libérame, clérigo. Tú puedes hacerlo. Tienes que hacerlo. Eres un clérigo verdadero. —Tendió su fantasmal mano hacia el medallón—. Gozas del favor de la diosa. Te ha bendecido.

—Pero no a vos —respondió Michael, con los labios temblorosos por el miedo—. Nos mentisteis, caballero Soth. Los dioses no os castigaron injustamente, como nos hicisteis creer. Todas las malas pasiones que os condujeron a la desgracia y a la ruina siguen latentes en vuestro interior.

—¿Cómo osas hablarme así? ¿Cómo osas desafiarme? ¡Desgraciado mortal! ¡Podría matarte con sólo pronunciar una palabra! —El índice de Soth se acercó al corazón de Michael. Un simple roce de aquel dedo, con su gélido tacto mrârtal, sería suficiente para que su corazón estallara en pedazos.

—Sí, podríais —respondió Michael—. Pero no lo haréis. No me mataréis por decir la verdad. He sentido vuestro remordimiento, vuestro pesar. En vuestro interior sostienen una lucha esos buenos sentimientos con las oscuras pasiones. Si estuvieseis dominado completamente por el mal, mi señor, no os importaría. No sufriríais.

—Amargo consuelo me ofreces, clérigo —replicó Soth con desdén.

—Podría ser vuestra redención —apuntó Michael con voz queda.

Soth guardó silencio unos instantes que parecieron eternos. Luego, lentamente, bajó la mano y la dirigió hacia el libro que estaba abierto en la mesa. El dedo siguió las palabras, como si el caballero muerto estuviese leyéndolas otra vez. Michael aferró el medallón con fuerza, y apretó en su otra mano la de Nikol. Ninguno de los dos habló, pero tanto daba. El caballero muerto parecía estar ajeno a su presencia. Cuando rompió el silencio, sus palabras no iban dirigidas a ellos.

—¡No! —gritó de repente, levantando la cabeza y la voz a los cielos—. ¡Tú me tentaste, y después me trataste de manera injusta cuando fracasé! ¡No te pediré perdón! ¡Eres tú quien debería pedírmelo a mí!

Brotó un llamarada que envolvió la página, luego el libro, y que amenazó con prender fuego a toda la habitación. Michael retrocedió mientras gritaba, escudando a Nikol con su cuerpo, y con la mano levantada para protegerse el rostro de las abrasadoras llamas.

—¿Qué significa todo esto?

La voz de Astinus cayó sobre ellos como una lluvia refrescante, y al instante apagó las llamas. Michael bajó la mano y parpadeó, intentando librarse de la imagen del ardiente fuego que se había quedado impresa en sus retinas y lo había dejado momentáneamente deslumbrado.

El caballero Soth había desaparecido y, en su lugar, estaba el maestro de la biblioteca.

—No puedo dejaros solos ni un momento, al parecer —dijo Astinus con frialdad.

—Pero, maestro. ¿Es que no lo visteis? —preguntó Michael, boquiabierto—. El caballero…

Nikol le clavó las uñas en el brazo para que se callara.

—¡No le digas nada a este viejo estúpido! —exigió en un susurro. Luego agregó en voz alta—: Disculpadnos, maestro. ¿Habéis traído los Discos de Mishakal?

—No. No están aquí. Nunca lo han estado. Y nunca lo estarán.

—Pero… —Michael lo miró de hito en hito—. Dijisteis que ibais por ellos…

—Dije que vosotros los queríais, no que iba a buscarlos —replicó Astinus con calma—. Fui a abrir las puertas.

—¡Las puertas! ¡Las puertas de la biblioteca! —exclamó Nikol, estupefacta—. ¡Las habéis… abierto! ¡Estáis loco! ¡Ahora ya no hay nada que impida entrar a la chusma!

—Así, por lo menos, no estropearán las tallas de madera dijo Astinus.

El clamor de la muchedumbre era más intenso que antes; unas palabras se repetían una otra vez, como una letania: «¡Quemar los libros, quemar los libros, quemar los libros!».

Michael volvió la vista hacia el volumen que reposaba sobre el escritorio. Estaba intacto, sin la menor huella del fuego. Miró a Astinus y le pareció advertir un atisbo de sonrisa, casi imperceptible, en los labios del cronista.

—Podéis huir por la parte de atrás —les dijo el maestro.

—Es lo que deberíamos hacer —contestó Nikol mientras le dirigía una mirada de menosprecio. Luego apartó a Michael de un empujón y, desenvainando la espada, se dirigió a la puerta—. Deberíamos dejaros en manos de la chusma, anciano, pero —no sois el único, y, por el Código y la Medida, estoy obligada a proteger a los inocentes y a os indefensos.

—No estás obligada. No eres un caballero, jovencita —replicó Astinus con impertinencia.

Pero Nikol ya había salido del cuarto. Se escuchaban sus pasos, corriendo por el vestíbulo. Y también se oía el creciente tumulto de miles de personas. Michael cogió su bastón y fue en pos de la joven. Al pasar junto a Astinus, que seguía mirándolo con aquel asomo de sonrisa, se detuvo.

—«Esta mujer es más merecedora que cualquiera de vosotros de llevar la espada y la armadura de caballero» —citó mientras señalaba el libro de la mesa—. Soth lo dijo. Podéis leerlo ahí.

Hizo una inclinación de cabeza ante Astinus y fue en pos de Nikol para morir a su lado.

La muchedumbre se había quedado perpleja al ver que el cronista abría las grandes puertas que conducían a la Biblioteca de Palanthas. Por un instante, la presencia de Astinus, de pie en el umbral, frenó incluso la locuacidad del Hijo Venerable, que, por supuesto, no había esperado algo así. Se quedó boquiabierto, mirando estúpidamente al maestro que no sólo abría las puertas, sino que, antes de volver al interior del edificio, invitaba a entrar a la gente con un silencioso ademán.

Entonces, apareció Nikol. Avanzó sola y se situó ante las grandes puertas.

—Astinus me ha pedido que os diga que la biblioteca está siempre abierta al público —gritó mientras tendía las manos en un gesto de bienvenida—. La sabiduría de siglos está a vuestra disposición. Si entráis, hacedlo con respeto.

Soltad vuestras armas.

Los bellacos más sanguinarios y crueles en la multitud no pudieron menos que aplaudir semejante muestra de coraje. Y la mayoría de la gente no eran asesinos ni criminales, sino ciudadanos corrientes, cansados de luchar contra la pobreza, la enfermedad y la desgracia, y buscando hacer responsable de sus problemas a cualquiera. Parecieron avergonzados de lo que habían hecho, de lo que habían estado a punto de hacer. No fueron pocos los que dieron media vuelta y se alejaron.

El Hijo Venerable comprendió que estaba perdiendo la partida.

—¡Sí, está abierta al público! —gritó—. ¡Vamos, entrad! ¡Leed cosas sobre los dioses que os causaron esta miseria! ¡Leed acerca de los elfos, los favorecidos por las deidades, que viven bien mientras vosotros os morís de hambre! ¡Leed acerca de los caballeros! —Señaló a Nikol—. ¡Incluso ahora se ceban en nuestra miseria!

La gente que se alejaba, se detuvo, intercambió miradas y pareció vacilar. El Hijo Venerable echó un vistazo fugaz y penetrante al cabecilla de los sicarios, que asintió con un gesto. Una piedra salió lanzada desde la multitud y golpeó a Nikol en el hombro. El impacto la hizo retroceder un paso, pero el peto evitó que sufriera daño alguno.

—¡Cobardes! —gritó la joven mientras desenvainaba la espada—. ¡Venid y luchad cara a cara!

Pero ése no era el estilo de la chusma. Una segunda piedra siguió a la primera, y ésta dio en el blanco, golpeando a Nikol en la frente. La muchacha se tambaleo, aturdida por el impacto, y cayó sobre una rodilla. La sangre le resbaló por la cara. La muchedumbre chilló enardecida, excitada con el espectáculo de la sangre. Los sicarios los incitaron a seguir, con gritos de aliento. Nikol se incorporó vacilante, y se enfrentó sola a ellos, con la reluciente espada en la mano.

Michael la vio caer. Echó a correr hacia la puerta, para llegar a su lado. Una mano se cerró con fuerza sobre su hombro. El tacto de aquellos dedos le heló hasta la médula, y lo hizo caer de rodillas. Alzó la vista para encontrarse con unos ardientes ojos, y sofocó un grito de dolor, comprendiendo que, si así lo hubiese querido, el caballero lo habría matado con aquel roce.

—¿El libro permanecerá aquí siempre… para que lo puedan leer todos? —preguntó Soth.

—Sí, mi señor —contestó Michael.

Soth asintió lentamente con la cabeza. Más que una pregunta, había sido una confirmación.

—Yo no tengo salvación, pero, tal vez, mi historia salve a otros.

Los llameantes ojos parecieron brillar un instante con una luz más clara, como si hubiesen reflejado una sonrisa.

—Irónico, ¿no te parece, clérigo? Dos falsos caballeros defendiendo la verdad. —Sus gélidos dedos soltaron el hombro de Michael, y el caballero muerto se encaminó hacia las puertas de la biblioteca.

La muchedumbre avanzó, unos hombres se acercaron a Nikol blandiendo garrotes. La joven arremetió contra el cabecilla y tuvo la satisfacción de verlo desplomarse mientras gritaba y se agarraba el brazo ensangrentado. Por un momento, los otros se pararon, amedrentados, temerosos de la reluciente espada. Entonces alguien arrojó otra piedra que alcanzó a Nikol en la mano e hizo que la joven soltara el arma.

La muchedumbre prorrumpió, en un grito exultante y corrió hacia la joven, que intentó recuperar su espada, al tiempo que propinaba patadas y puñetazos a los que la rodeaban, sabiendo en todo momento que no tenía salvación, que no tardaría en caer.

Oyó a Michael gritar su nombre, y volvió la cabeza para localizar a su esposo; entonces la golpearon por detrás. Un dolor lacerante estalló en su cerebro. Se tambaleó y cayó de rodillas, debilitada, incapaz de levantarse.

Una sombra se proyectó sobre Nikol. Alguien estaba detrás; alguien que la ayudó a ponerse de pie; alguien que había recobrado su espada se la tendía. Nikol se limpió la sangre que la cegaba y miro a través de la bruma del dolor y el aturdimiento.

Un Caballero de Solamnia estaba a su lado. La armadura relucía a la luz del sol como si fuera de plata. El penacho del yelmo ondeaba al viento. Su espada brillaba como una llama argéntea en la fuerte mano del hombre. Entonces, con una actitud respetuosa, reverente, levantó el arma ante la joven, en el saludo tradicional de los caballeros; acto seguido se volvió e hizo frente a la muchedumbre.

Nikol puso su espalda contra la de él, e hizo otro tanto. Al menos, ahora no moriría sola, sin hacer una última y gloriosa demostración del honor de los caballeros. De los auténticos caballeros…

La muchacha parpadeó y miró desconcertada a su alrededor, incapaz de comprender qué estaba pasando. La muchedumbre los superaba en mil a uno al caballero y a ella, y, sin embargo, no los atacaban. Los rostros, antes contraídos por la sed de sangre, ahora estaban desfigurados en un gesto de terror. Las maldiciones e insultos se tornaron en gritos de espanto. Los hombres que habían corrido escaleras arriba, tropezaban con los que venían detrás al dar media vuelta y retroceder con pánico.

El Hijo Venerable fue el primero en huir, corriendo por su vida, dominado por tal espanto que probablemente no pararía hasta llegar al Nuevo Mar.

De pronto, a Nikol le pareció que la espada pesaba demasiado como para poder sostenerla; el arma se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo. Estaba cansada, muy cansada. Se derrumbó en los peldaños, con el único deseo de dormir. Unos fuertes brazos la sostuvieron y la abrazaron.

—¡Nikol! —gritó una voz—. ¡Amor mío!

La joven abrió los párpados y sólo vio el semblante de Michael, iluminado por un suave fulgor azul.

—¿Está a salvo… la biblioteca? —preguntó con un hilo de voz.

Michael movió la cabeza en un gesto de asentimiento, incapaz de hablar al tener contraída la garganta por el miedo de verla tan malherida. Ella sonrió.

—Cobardes —musitó—. No tuvieron valor para enfrentarse a un auténtico caballero.

—No —dijo su esposo, cegado por las lágrimas—. No lo tuvieron.

El resplandor azul la rodeó, y la calma la invadió. Se quedó dormida.