La travesía del Cazador del Sol
Paul B. Thompson y Tonya R. Carter
Una densa bruma rojiza velaba el sol en un ardiente y silencioso cielo. El mar estaba en calma, aunque había remolinos en su superficie. Las violentas turbulencias del aire y las aguas habían durado toda la noche, pero ahora habían cesado. A través de este desolado panorama, el navío mercante Cazador del Sol flotaba a la deriva, muy escorado a babor, arrastrando tras de sí las enredadas vergas y los mástiles, sobre las aguas tersas.
El capitán, Dunvane de Palanthas, se quitó las lazadas de cuerda que llevaba atadas a las muñecas. En el peor momento de la tormenta, se había amarrado a sí mismo al timón de la nave. Tenía las muñecas despellejadas y sangrantes a causa de la fricción. Dunvane cogió de nuevo el timón y lo giró a derecha e izquierda, pero las cuerdas que lo gobernaban estaban flojas y el velero no respondió.
Respiró hondo y tosió. El humo se agarraba al Cazador del Sol; las velas desgarradas estaban ardiendo todavía. El capitán jamás había visto nada como la abrasadora tempestad que los había azotado. El viento era como fuego, y había consumido algo más que el velamen del barco. Los marineros que habían tenido la mala fortuna de encontrarse al lado de barlovento habían ardido como teas. La mitad de la tripulación de Dunvane, compuesta por catorce hombres, había muerto en ese momento. Él y los demás que se encontraban en el puente tenían quemaduras en el rostro, las manos y los brazos.
Después llegaron las olas; rompientes tan altos y sólidos como acantilados, que se precipitaron sobre ellos. Sólo merced a la pericia de Dunvane se había salvado el barco, al ponerlo de popa contra las aplastantes olas. La nave había capeado el temporal, pero a causa de tantos giros y vueltas el capitán no tenía idea de adónde habían ido a parar.
Los restantes componentes de la tripulación yacían en cubierta, exhaustos. Dunvane avanzó tambaleante por el combés de la nave y fue despertando a sus hombres. Al sacudir por el hombro a cuatro de ellos, descubrió que éstos no despertarían jamás. Al cabo de unos momentos, los únicos tres miembros de la tripulación que quedaban vivos estaban de pie.
—Que los muchachos quiten esos obenques caídos —dijo Dunvane.
El contramaestre, Norry, repitió la orden en voz alta y se volvió hacia el capitán.
—Puesto que andamos escasos de hombres, señor, ¿ponemos rumbo de vuelta a Palanthas?
Dunvane escudriñó las hinchadas nubes con los ojos entrecerrados.
—No —respondió luego—. Hemos recorrido más de la mitad del trayecto. Será mejor que nos dirijamos a Gardenath, en la costa de Istar. —Sacudió la cabeza mientras se atusaba la larga barba con gesto pensativo—. No tengo la más remota idea de dónde nos encontramos, Norry.
—Seguramente la costa solámnica está hacia el sur —sugirió el contramaestre, señalando por encima de la batayola de estribor.
Dunvane no estaba seguro de nada, y así_ lo dijo.
—En fin, al menos, el cargamento está a salvo —comentó Norry.
Dunvane echó una ojeada al objeto que era el motivo del viaje.
Amarrado firmemente al palo mayor había un enorme cuenco esculpido en serpentina por maestros artesanos en Palanthas. Dunvane y su tripulación habían sido generosamente pagados por transportar el recipiente de piedra desde Palanthas a Istar. Comprobar que estaba intacto tranquilizó al capitán.
—Hablaré con el Hijo Venerable —dijo—. Él sabrá qué está pasando. Mientras tanto, mantén ocupados a los hombres, no les des tiempo para que piensen.
—Sí, sí señor.
Dunvan rodeó el cuenco de serpentina y observó los colores iridiscentes que aparecían y desaparecían en su superficie a medida que caminaba a su alrededor. Aunque estaba hecho de piedra, el cuenco era extraordinariamente ligero, en parte por el hábil estriado en la cara inferior. Medía dos metros diez de diámetro y sesenta centímetros de profundidad en la parte central; aun así, los cuatro estibadores palanthianos lo habían subido al barco sin esfuerzo. Una vez que el capitán comprobó que los amarres estaban intactos, se encaminó al castillo de popa.
Una ráfaga de aire alteró la espeluznante calma. Algo arrastrado por el viento tamborileó en cubierta y pinchó en la cara al capitán. Este lo miró de hito en hito: una arenilla negra y fina. Qué extraño. ¡Una lluvia de tierra en alta mar! El viento se arremolinó y alejó de su vista el oscuro polvillo.
Dunvane fue presuroso hacia popa y llamó con los nudillos en la puerta de un camarote.
—¿Puedo entrar? —preguntó.
—Sí, adelante.
Dunvane se despojó del gorro de lana y levantó el pestillo. En el interior del camarote hacía calor y estaba oscuro. La única vela que había estaba apagada. Los ojos del capitán se adaptaron a la falta de luz y atisbó un semblante pálido en las sombras, cerca de la litera.
—¿Os encontráis bien, Hijo Venerable?
—Sí, estoy bien, capitán.
El pasajero se levantó y avanzó hacia la mortecina luz que entraba por la puerta del camarote. Era un hombre de apariencia ascética, alto, de tez pálida, de unos treinta años; su cabello —muy rubio, casi blanco— brillaba con la tenue luz. A despecho de la violenta noche, se mostraba extraordinariamente tranquilo. Su blanca túnica clerical colgaba pulcramente sobre sus estrechos hombros, y llevaba el cabello peinado hacia atrás, dejando la frente despejada. La compostura era algo habitual para el Hijo Venerable Imkhian de Istar; la llevaba como si fuera parte de su atuendo oficial.
Imkhian tomó asiento a la mesa situada en el centro del camarote.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al capitán con voz profunda, reposada
Dunvane abrió las contraventanas laterales y dejó que la difusa luz rojiza inundara el camarote.
—Una tormenta como no había visto en mi vida, Hijo Venerable. Tomé la altitud de las estrellas antes del octavo toque de campana, y todo estaba tan calmado como la charca de una granja. El cielo estaba despejado. Entonces el vigía gritó: «¡Fuego! ¡Fuego!». «¿Dónde?», dije yo. «En el aire», contestó el vigía.
—¿Fuego en el cielo? Qué extraño —comentó Imkhian con frialdad—. ¿Y después, qué?
—Una gran bola de fuego cayó al mar, y un viento abrasador nos alcanzó. —Dunvane enumeró sus pérdidas: marineros, velas, aparejos—. Pero vuestro cargamento especial está a salvo, Hijo Venerable. A salvo y sin sufrir el menor daño.
—Muy bien. El Príncipe de los Sacerdotes espera el cuenco de serpentina antes de la gran Festividad de la Purificación.
—¿Puedo preguntar para qué sirve?
—Será colocado en el gran templo, en el centro de la ciudad, y en él arderá continuamente una llama —explicó Imkhian—. Ese es el motivo por el que tuvo que hacerse de serpentina; cualquier otra clase de piedra habría terminado por romperse con el constante calor.
Unos gritos en el exterior interrumpieron al clérigo.
—¡Allá va! —Chilló una voz, y se oyó un fuerte golpe. La nave se enderezó lentamente.
—Los hombres han cortado el palo del trinquete roto que nos tenía escorados —explicó Dunvane—. El casco está intacto.
—¿Cómo continuaremos sin velas?
—Llevamos algo de lona a bordo. Haremos una vela pequeña, Hijo Venerable. Nos arrastra una corriente; avanzaremos despacio, pero podemos continuar.
Imkhian frunció el entrecejo y sus azules ojos se estrecharon.
—Disponemos de poco tiempo, capitán. Estaba previsto que la travesía durara sólo una semana.
Dunvane rebulló nervioso, cargando el peso del cuerpo, ora en un pie, ora en otro; mantenía la cabeza agachada en un gesto deferente
—Nadie podía prever la tempestad de anoche, pero no creo que nos retrase más de un día. Eh… ¿Qué pudo ser esa bola de fuego, Hijo Venerable?
El clérigo adoptó una actitud pensativa.
—Las fuerzas del Mal son prolijas, capitán, y la labor de nuestro gran Príncipe de los Sacerdotes resulta amenazada a menudo. Desde la proclamación del Manifiesto de la Virtud, hechiceros perversos han conspirado para detener este gran trabajo purificador. Quizás algún mago intentaba impedir que el cuenco de serpentina llegase a Istar. —Imkhian se irguió, y sus ojos brillaron con orgullo—. Pero no es fácil frustrar la voluntad del Príncipe de los Sacerdotes.
—Que su bendición esté con nosotros —musitó Dunvane con fervor.
Imkhian frunció el entrecejo y estudió al capitán atentamente, como si buscara alguna señal de doblez. Dunvane rebulló inquieto.
—¡Restos de naufragio a la vista! —sonó un grito en cubierta.
El capitán hizo una reverencia y abandonó el camarote con premura mientras se ponía de nuevo el gorro. El contramaestre y los otros dos miembros de su tripulación se asomaban por la batayola de estribor y escrutaban la densa bruma. El segundo de a bordo se puso las manos en la boca a guisa de bocina y repitió:
—¡Naufragio a estribor!
Entonces el capitán lo divisó. A unos mil metros de distancia, muy hundido, en el agua, flotaba un objeto oscuro. Parecía una nave de buen tamaño, tumbada sobre los extremos de los baos.
—¿Está respondiendo el timón? —preguntó Dunvane.
—Sí, capitán, pero sin velas vamos a la deriva, arrastrados por la corriente —contestó Norry.
—Eso será suficiente. Vira la nave cuatro grados a estribor.
Lentamente, el Cazador del Sol enfiló su obtusa proa en dirección al distante naufragio. La densa humareda que flotaba en el aire se abrió silenciosa a medida que el navío se deslizaba sobre el agua.
—Dos grados más —ordenó Dunvane. Trepó al aparejo y agarrándose de los obenques, observó el barco naufragado mientras se aproximaban a un ritmo constante. Desde su aventajada posición vio que por el mar había esparcida toda clase de restos flotantes: ramas de árbol, tablones, paja, botellas, cadáveres de animales ahogados. Norry gobernó la nave hasta que la proa llegó cerca del barco medio hundido.
El agua estaba cenagosa, una mezcla turbia y pardusca. No se podían distinguir los habituales cambios de tonalidades del mar que advertían de la proximidad de bajíos. Dunvane escudriñó el agua, rogando que no encallaran.
—Mantened la nave al pairo —ordenó—. No quiero chocar contra los restos.
Un marinero se adelantó con un pesado bichero en las manos. En el último momento, Norry giró el timón y el Cazador del Sol se deslizó a la izquierda del naufragio.
Una figura se encaramó a lo alto del casco y agitó los brazos.
—¡Subidlo a bordo! —gritó Dunvane, y el marinero que manejaba el bichero lo tendió hacia el náufrago. La figura, cubierta de lodo, alargó los brazos y se agarró al palo. El marinero levantó el bichero y lo giró.
Dunvane dejó de prestar atención al rescate cuando escuchó un ruido rasposo a sus pies. Bajó la vista hacia el costado del Cazador del Sol, que rozaba contra los restos del naufragio. Haces de heno, atados con cuerdas, se soltaron y flotaron, alejándose del barco hundido. Manojos de bálago, como los que se utilizaban para hacer tejados…
—¡Que me condene! —exclamó Dunvane—. ¡Eso no es un barco! ¡Es una casa!
El náufrago rescatado se derrumbó sobre cubierta. Dunvane se deslizó por un cabo, saltó al puente, y se agachó junto al forastero… Era una mujer.
—¡Gracias! —jadeó ésta. Sus castaños ojos relucían en la gruesa capa de lodo que le cubría el rostro como una máscara. Besó la mano de Dunvane con fervor—. ¡Bendito seáis, señor! ¡Vi vuestro barco y pensé que era un espejismo…! —Su voz se quebró.
Turbado, el capitán retiró la mano y se puso de pie. Ordenó a un marinero que los apartara de los restos flotantes empujando con la pértiga, y poco después la extraña corriente los arrastraba de nuevo. Norry trajo un cubo de agua limpia y un paño. La mujer se limpió la cara; luego alzó el pesado balde, se lo llevó a los labios y bebió con ansia. El agua que resbalaba por su garganta arrastró churretes de barro pringoso.
—¿Quién eres? —preguntó Dunvane—. ¿De dónde sales?
—Me llamo Jermina. Soy de Gardenath.
El capitán la miró de hito en hito.
—¿De dónde?
La mujer repitió el nombre de la localidad.
—¿Cómo infiernos has venido a parar aquí, en medio del océano? —inquirió Dunvane.
Jermina contempló con expresión desesperada los restos del naufragio de los que se alejaban.
—Esto era Gardenath —dijo—. Justo donde estamos ahora.
—¡Mientes! —gritó Norry.
Ella sacudió la cabeza, aturdida, conmocionada.
—Esa casa era la posada de Herril. Estaba en el cerro más alto de Gardenath. La muralla de agua se precipitó sobre nosotros y cubrió la tierra en una sola noche. No queda nada…
—¡Bah! —resopló Norry desdeñoso, pero los demás no las tenían todas consigo.
—¿Puede ser eso cierto, capitán? —preguntó uno de los marineros.
—No puedo aceptarlo. Hubo una gran perturbación, eso lo sabemos, pero me es imposible creer que una ciudad de diez mil habitantes se haya hundido bajo el mar.
—Pues es lo que ocurrió —dijo quedamente Jermina.
Los marineros fruncieron el entrecejo e intercambiaron miradas inquietas. Resultaba evidente que empezaban a creer lo que decía la mujer.
—Preguntaré al Hijo Venerable —anunció Dunvane con voz firme—. ¡Él sabrá la verdad!
Cogió a la mujer por el brazo y la condujo al camarote del clérigo. Llamó a la puerta hasta que Imkhian apareció en el umbral; Dunvane hizo adelantarse a Jermina, que relató su historia otra vez.
El clérigo mantuvo la compostura, impertérrito, y sólo dedicó una mirada de soslayo a la mugrienta mujer.
—Es mentira, capitán —aseguró, tajante—. Esas cosas no pasan. El Príncipe de los Sacerdotes no permite que ocurran.
—¿Por qué iba a mentir? —replicó Jermina—. ¡Os lo aseguro, la ciudad de Gardenath está sumergida bajo estas aguas!
La mirada impasible de Imkhian no se apartó del capitán.
—Reanuda el rumbo, maese Dunvane. Estoy en una misión importante que me fue encomendada por el Príncipe de los Sacerdotes en persona. El cuenco de serpentina debe llegar a Istar para la ceremonia No pierdas más tiempo dando vueltas a esta absurda historia.
—Empezaremos de inmediato a preparar la nueva vela, Hijo Venerable —repuso Dunvane con alivio, mientras Imkhian cerraba de golpe la puerta del camarote.
—¡Capitán! —gritó Norry.
El Cazador del Sol se estremeció y viró lentamente a babor. Dunvane y sus hombres corrieron a la batayola. La extraña corriente que los arrastraba había cambiado de dirección, y el timón de la nave, sujeto para continuar en línea recta, se resistía al tirón.
—¡Mirad! —señaló Norry.
—Por todos los dioses benditos —farfulló Dunvane.
Por el lado de babor se contemplaba una escena dantesca. Un inmenso banco de restos flotantes cubría las aguas. Aferrada al montón de troncos, tablones de tejado, y árboles arrancados de raíz, había gente mugrienta, embarrada y quemada por el sol. Todos contemplaban esperanzados la nave que se aproximaba.
Los primeros gritos lanzados por gargantas resecas por la sed llegaron a sus oídos.
—Socorro…, ayudadnos…, agua, agua…, socorro…
El capitán se recobró del pasmo.
—Norry, coge el timón. Evita chocar con ellos. —Dunvane corrió de nuevo a la puerta de Imkhian—. ¡Hijo Venerable! ¡Salid, por favor! ¡Tenéis que ver esto!
Imkhian salió al puente. El capital señaló la escena al frente.
Un atisbo de sorpresa alteró la serena compostura del clérigo. Sus ojos fueron de derecha a izquierda, captando el espantoso panorama.
El banco de restos flotantes estaba a una distancia del barco igual a su eslora. Norry se debatía con el timón, pero, sin velas, el Cazador del Sol no podía resistirse a la corriente. La obtusa proa de la nave apuntaba directamente a la parte donde había una mayor concentración de troncos y tablones. La gente se preparaba para subir a bordo.
—No te detengas —ordenó Imkhian.
—Pero, Hijo Venerable, el deber de un marinero es ayudar…
—No podemos ayudarlos —respondió el clérigo—. No hay comida ni agua suficiente en este barco para semejante multitud. No podemos hacer nada por ellos. Tienes que cumplir tu tarea, capitán. El cuenco de serpentina debe entregarse a tiempo.
—Ayudadnos…, tened compasión…, por favor, salvad a mi niño… —llegaban los gritos.
El tajamar embistió contra la primera línea de troncos con un espantoso crujido. Dunvane vio temblar violentamente las manos de Norry Dominado por una fría y abrumadora rabia, el capitán apartó de un empellón al contramaestre y cogió el timón. El Cazador del Sol pasó por encima de cuanto había en su camino. Era espantoso oír los gritos y gemidos de los moribundos. Dunvane supo que el recuerdo lo atormentaría el resto de su vida.
Jermina miró enloquecida a un lado y a otro, buscando algo con lo que socorrer a la gente que estaba en el agua. Vio un rollo de cuerda y lanzó por la borda la punta suelta. Los náufragos se aferraron a la soga, intentando trepar por ella al barco.
Dunvane vio la maniobra de la mujer mientras viraba hacia estribor en un intento de evitar el choque contra un tronco cargado de gente.
—El Hijo Venerable tiene razón —dijo, con los dientes apretados—. No tenemos suficiente agua y comida para tantos. Corta el cabo, Norry.
Jermina gritó. El contramaestre desenvainó su cuchillo y dirigió una mirada angustiada a su capitán. Dunvane era incapaz de repetir la orden en voz alta, pero movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Norry cortó la cuerda de un solo tajo, en el mismo momento en que dos manos despellejadas, abrasadas, se alargaban hacia la batayola.
Dunvane jamás olvidaría este espantoso viaje. Cuando, por fin, dejaron atrás a los náufragos, ató el timón y se dejó caer pesadamente contra el castillo de popa.
—Capitán.
Dunvane abrió los ojos. Norry se encontraba ante él.
—Estamos con usted, capitán —dijo el contramaestre—. Los hombres y yo… no queremos morir, pero estamos asustados. ¿Qué ha pasado, capitán? ¿Quiénes eran esas personas?
—Piratas —dijo Imkhian, erguido en el vano de su camarote—. Ladrones.
—Con todos los respetos, reverendo, pero esas personas eran gente corriente, de ciudad; ni siquiera marineros, a juzgar por su piel sin curtir —replicó Dunvane.
—¿Es posible? ¿Estará diciendo la verdad esa mujer? —preguntó Norry lentamente—. ¿Serían los habitantes de Gardenath?
—Estás blasfemando —advirtió el clérigo.
—¿Desde cuándo la verdad es una blasfemia? —gritó Jermina, que seguía sollozando.
—Basta —bramó Dunvane. El plomizo cielo estaba oscureciendo, tiñéndose de color púrpura a medida que el sol se ponía—. Si es que existe una costa, tiene que encontrarse hacia el sur. Norry, tú y los hombres aparejad una vela mayor al palo del trinquete. Tal vez, de ese modo, consigamos salir de esta corriente.
Los marineros se dispersaron para llevar a cabo su tarea. La mujer, Jermina, se dirigió a proa y se tumbó a dormir. Imkhian empezó a hablar de fe y confianza en los dioses, y en la bondad y poder del Principe de los Sacerdotes. Al cabo de unos minutos, el clérigo cayó en la cuenta de que nadie le restaba atención. Con esto ceñudo, se retiró a su camarote adoptando una actitud de ofendida dignidad.
Antes de la medianoche empezó a soplar el viento. La brisa dispersó el humo y las nubes, y las estrellas brillaron en lo alto. Dunvane pidió que le llevaran su sextante, midió el ángulo de los astros y fue indicando sus posiciones a Norry, que garabateó números en una tablilla de cera.
—Hay algún error en estas cifras, capitán —rezongó Norry. Mordisqueó la punta del punzón de madera con el que estaba escribiendo—. Según esto, no estamos donde deberíamos estar.
Dunvane envió a buscar la carta de navegación del litoral de Istar. A la luz del fanal, comparó las cifras que acababan de tomar con las indicadas en el rollo de pergamino. Se quedó perplejo. Repitió las mediciones, con el mismo resultado. El firmamento no mentía. Hincó su cuchillo en el punto del mapa que marcaba su actual posición.
—Nos encontramos a cien millas de la costa de Istar —dijo—. ¡A cien millas tierra adentro de la línea costera!
—La mujer tenía razón —concluyó Norry con gesto sombrío—. La tierra está sumergida bajo el mar. ¿Qué hacemos ahora, señor?
Dunvane agarró fanal, cuchillo y carta de navegación.
—El Hijo Venerable tiene que ver esto. —Corrió al camarote del clérigo y entró sin llamar.
Imkhian se incorporó adormilado en la litera.
—¿Qué significa esta irrupción? —preguntó con tono severo.
—Traigo nuevas importantes, reverendo —le contestó Dunvane.
—¿Hemos llegado a Istar? —Imkhian se sentó—. ¡El Príncipe de los Sacerdotes se sentirá muy complacido! Hemos adelantado un día…
—Nos encontramos en Istar, Hijo Venerable, pero Istar no está aquí.
—¿Me has despertado para jugar a las adivinanzas?
El capitán extendió el mapa sobre la mesa y puso encima el fanal.
—Según las estrellas, cuyos ángulos he medido hace apenas cinco minutos, ésta es nuestra posición. —Señaló el agujero hecho en el pergamino con la punta de su cuchillo. Imkhian se inclinó para estudiar el mapa.
—Has cometido un error, simplemente…
—He medido los ángulos dos veces, reverendo —lo interrumpió el capitán—. La mujer tenía razón. Lo que tomamos por una tempestad debió de ser alguna clase de hecatombe. No hay modo de saber hasta dónde alcanza la destrucción.
Imkhian se irguió. Se pasó los dedos por el fino cabello y estiró la arrugada túnica hasta darle una cierta apariencia de orden.
—Estoy seguro de que la ciudad de Istar se encuentra a salvo, capitán. El poder del Príncipe de los Sacerdotes la protege contra cualquier catástrofe o magia perversa.
La voz del clérigo era firme, segura, tranquila; pero, esta vez, los temores del capitán no desaparecieron. Los dos hombres se contemplaron de hito en hito durante un largo minuto.
—Espero que tengáis razón, Hijo Venerable —repuso por fin Dunvane. Enrolló la carta de navegación—. Será mejor que vaya al timón. Ahora surcamos aguas desconocidas, y el puesto de un capitán está al mando de la nave.
Dio media vuelta para marcharse, pero Imkhian lo cogió del brazo.
—Deja el fanal —dijo—. Deseo orar.
Dunvane cerró la puerta con cuidado. Norry se acercó a él.
—Ya está aparejada la vela mayor, señor —informó—. Y hemos divisado relámpagos. Parece que se trata de una tormenta terrible, y vamos directamente rumbo a ella.
¿Qué más podía pasar? Dunvane suspiró y siguió a su contramaestre hacia el timón. Un fulgor rojizo iluminaba el horizonte, demasiado temprano y demasiado al este para tratarse del amanecer.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán, observándolo fijamente.
—No lo sé, señor. Quizá sea un barco ardiendo.
Dunvane escudriñó en la distancia a través de la maraña de aparejos, mástiles y la ondeante vela mayor.
—Si es así, tiene que tratarse de una nave muy grande —rezongó.
—Sí, señor.
Los relámpagos zigzagueaban en torno al rojizo resplandor. Un viento inusitadamente cálido sopló en su dirección; el contraste con la temperatura del agua, más fría, levantaba parches de niebla. Se escuchaba el retumbar del trueno. El mar, antes calmado, empezaba a encresparse y a formar remolinos. Las olas zarandearon al Cazador del Sol, y el movimiento despertó a Jermina, que fue a popa para ver qué pasaba.
—¿Qué es esa luz? —inquirió mientras se agarraba a la bitácora para mantener el equilibrio.
Antes de que nadie tuviera tiempo de responder, Imkhian, cuyos blancos ropajes agitaba el viento, cada vez más caliente, apareció como un pálido fantasma junto al capitán.
—Deja que los dioses gobiernen la nave, capitán —ordenó—. Ahora estamos en sus manos.
—Todos los marineros estamos en manos de los dioses —respondió Dunvane—, pero este timón seguirá estando en las mías, reverendo.
Un trueno llegó acompañado por un granizo de polvo punzante como aguijones. El viento hizo chasquear la débil vela mayor, y la nave se deslizó veloz al impulso de la corriente. La tormenta de polvo pasó enseguida, y fue reemplazada por un constante soplo de aire caliente como un horno. Los marineros y Jermina tosían y se tapaban la cara. Dunvane parpadeó para librarse de la tierra que le había entrado en los ojos y contempló con fijeza el rojizo fulgor que aumentaba de intensidad con gran rapidez. Pronto iluminó el cielo de babor a estribor; en su centro se alzaba una columna de humo que llegaba desde la superficie del mar hasta el cielo, donde se extendía formando una nube achatada.
—¡El mundo entero está ardiendo! —exclamó Norry.
—El agua empieza a hervir como si fuera una olla de sopa —gritó el vigía.
Dunvane escudriñó por encima de la proa. Salía vapor del mar, cuyas aguas tenían el color de la sangre.
—Cambio de rumbo —ordenó el capitán, que intentó virar el timón a estribor.
Los largos dedos blancos de Imkhian se cerraron sobre la rueda.
—Sigue adelante, capitán. En mis oraciones me fue revelado que debemos buscar el fuego, no huir de él. El fuego purifica todo cuanto toca. Los dioses nos protegerán.
La voz del clérigo sonaba calmada, y su mirada estaba prendida en el fulgor carmesí que tenían delante. Dunvane sacudió la cabeza.
—Debemos dar media vuelta, Hijo Venerable. La nave se prendería como una tea.
El clérigo se abrió paso entre los marineros y se asomó por la batayola. Su mirada recorrió el espectáculo que se ofrecía al frente: la misteriosa luz carmesí, la columna de humo, las hirvientes aguas, rojas como sangre. Giró sobre sus talones bruscamente, con una ardiente mirada en los ojos.
—¡Continúa!
Los relámpagos zigzaguearon en lo alto, a la par que la creciente columna de humo oscurecía el último retazo de firmamento. El resplandor rojizo los iluminó como un sangriento amanecer. Dunvane giró el timón a derecha e izquierda, pero el Cazador del Sol no pudo librarse de la fuerte corriente que lo impulsaba.
—Al parecer, no tenemos otra opción —dijo Dunvane con acritud. Norry y los otros dos hombres de la tripulación empezaron a lanzar miradas ansiosas al agitado mar. Algo chocó contra el casco y uno de los marineros se asomó por la borda.
—¡Maderos! —gritó—. ¡Hay maderos en el agua y vienen directamente hacia nosotros!
Con el timón ingobernable, Dunvane no podía hacer nada. Enormes vigas y maderos de construcción embistieron como arietes contra el Cazador del Sol. El capitán aferraba el timón con gesto ceñudo. La nave cabeceó y se zarandeó y siguió siendo arrastrada hacia la inmensa columna de humo, hacia el fuego y la tormenta.
—¡No temáis! —exhortó Imkhian, levantando la voz por encima del trueno y las rugientes olas—. ¡Estamos siendo sometidos a prueba! ¡No tengáis miedo! Istar se encuentra detrás de ese muro de fuego; ¡debemos atravesarlo!
El clérigo se arrodilló junto al gran cuenco de serpentina y se aferró a su suave superficie. Norry cruzó a trompicones la inclinada cubierta.
—¡Capitán! ¿Qué podemos hacer?
Un rayo se descargó sobre el mástil principal. El grueso madero de roble se partió por la mitad, a todo lo largo, y la pesada verga de gata se desplomó sobre cubierta y golpeó a Dunvane, que chocó contra el castillo de popa y se deslizó al suelo, aturdido. El inútil timón giró libremente.
El Cazador del Sol escoró bruscamente a babor. Dunvane sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento y se puso de pie, agarrándose al brazo de Norry. El codaste había sido arrancado, y, en su caída, la verga de gata había desgarrado la patética vela como si fuera una telaraña. El Cazador del Sol se zarandeó; la fuerte corriente apresó la obtusa proa e hizo que la nave diera medio giro. Una rociada de espuma, tan caliente que escaldaba, saltó desde el hirviente mar y sobrepasó la batayola; Dunvane, sus hombres y Jermina buscaron refugio en vano.
Imkhian era el único que seguía de pie en la cubierta, aferrado al cabrestante y contemplando fijamente la infernal tempestad. Tenía el cabello empapado por la ardiente espumar de mar, y sus labios se movían, aunque nadie oía sus palabras. Alzó la vista al cielo, como si estuviera rezando.
Norry dio un codazo a Dunvane para llamar su atención. El capitán se resguardó la cara de las abrasadoras gotas, y sus ojos siguieron la dirección que señalaba el brazo del contramaestre.
Grandes montones de restos giraban en remolinos sobre la superficie del mar: fragmentos de tejados dorados y paredes enjalbegadas, muebles, cadáveres, árboles arrancados de raíz. Los restos flotantes giraban en el agua teñida de sangre, y después desaparecían en un gigantesco remolino. Dunvane comprendió que estaban condenados. El humo salía del centro del embudo de agua, y los relámpagos surcaban el cielo, en lo alto.
—Ésta es la fuerza que nos ha arrastrado desde ayer por la mañana —dijo el capitán.
Un marinero lanzó un grito de advertencia. Una estatua de bronce gigantesca se precipitaba contra el costado de estribor.
Dunvane agarró a la persona que tenía más cerca, Jermina, y la sujetó. La estatua se estrelló contra la nave.
El Cazador del Sol escoró, y la batayola de babor se hundió en el sangriento mar. Un marinero dio una vuelta de campana, salió despedido por la borda y cayó al mar, donde fue arrastrado de inmediato por la corriente. La nave se sacudió como una bestia herida, y las cuadernas crujieron mientras se enderezaba un poco, lentamente. El casco estaba atravesado, y empezaba a hundirse por proa.
La colosal estatua —calcinada por el fuego, derretida y deformada— yacía a través de la cubierta de proa.
—¿Dónde está el Hijo Venerable? —preguntó Dunvane. Corrió hacia la parte delantera y encontró a Imkhian desplomado contra el cabrestante; la sangre manaba por un profundo corte en la frente—. ¡Hijo Venerable! ¿Estáis bien?
El sacerdote parpadeó y miró el rostro de la estatua.
—¡Príncipe de los Sacerdotes! —gritó con voz ronca—. ¡Estabas sobre el arco de la Puerta de Paladine! —Hundió el rostro en las manos y lanzó un grito desgarrador—. ¿En qué ha venido a parar el mundo si a la nación más justa de Krynn se le ha asestado este golpe? El Gran Templo…, el Príncipe de los Sacerdotes…, los Hijos y las Hijas Venerables…, ¡todos exterminados! ¡Istar está destruida! ¡Istar está destruida!
Imkhian corrió a la batayola de estribor, miró de hito en hito el vertiginoso torbellino y pasó una pierna sobre la barandilla.
—¡Deteneos, Imkhian! —gritó Dunvane.
El sonido de su nombre hizo que el clérigo se frenara un momento; miró por encima del hombro al capitán.
Su faz estaba contraída por la furia.
—¡Los dioses nos han abandonado! Es el fin del mundo. —Volvió el rostro de nuevo hacia el mar hirviente y pasó la otra pierna por encima de la batayola.
—¡No tenéis que morir! —gritó Dunvane.
—¡Necios! —replicó Imkhian con un gruñido—. ¡Ya estamos muertos!
Acto seguido se arrojó por la borda. Dunvane y Norry corrieron hacia la batayola. El capitán vio horrorizado que Imkhian caía en el agitado océano con las manos tendidas hacia la destrozada imagen del Príncipe de los Sacerdotes y después se hundía bajo la superficie.
Todas las escotillas de la nave reventaron con la presión del agua que llenaba la bodega. Norry apartó de un tirón a Dunvane de la batayola. El Cazador del Sol se estaba hundiendo.
—¡Id hacia la popa! —gritó el capitán.
Allí había amarrado un pequeño bote; era la única esperanza de salvación que tenían. Norry y el otro marinero avanzaban trabajosamente por el lado de babor. Jermina y el capitán gatearon por el de estribor. El agua, roja como sangre, lamía los talones de Dunvane.
—¡No soltéis el bote de golpe! —ordenó el capitán—. Se rompería.
A medida que la nave se hundía, la popa se había levantado tanto que Dunvane no se atrevía a soltar los cabos de amarre del bote por miedo a que se desplomara sobre el agua y se partiera en dos. Norry y el marinero intentaron soltar la pequeña barca poco a poco para arrastrarla a la parte central de la nave y botarla allí. Tan absortos estaban en la tarea, que no vieron el palo de mesana bambolearse por encima de ellos.
—¡Cuidado! —gritó el capitán.
Norry miró arriba a tiempo de ver caer la verga, y se apartó de un salto. Chocó contra la batayola, que cedió, y, con un grito de horror, el contramaestre se precipitó por la borda. El marinero que estaba agachado junto al bote no tuvo tiempo de escapar. La pesada verga lo aplastó a él y a la barca con un golpe devastador.
La proa de la nave se deslizó bajo las olas. La estatua de bronce se soltó del casco y fue arrastrada por la corriente hacia el remolino.
El agua subía despacio por la cubierta; Jermina se aferró al brazo del capitán.
—Tiene que haber algo que podamos hacer —dijo suplicante.
—Nadie sobrevive en una corriente como ésa —contestó Dunvane, sombrío—. El clérigo venia razón: los dioses nos han abandonado. Es como si ya estuviéramos muertos.
—¡No! —gritó la mujer—. No lo creo. Los dioses ayudan a quienes se ayudan a sí mismos.
La burbujeante agua de mar lamió el cuenco de serpentina, que seguía amarrado a la cubierta, si bien la verga del palo mayor había caído sobre él. Se alzaron nubes de vapor cuando el agua hirviente tocó la fría piedra.
—¿Flotará eso? —preguntó Jermina mientras señalaba la vasija sacramental.
—¿Flotar? Tal vez. Es muy ligero para su tamaño, pero ¿por qué…?
—¡Vamos! —Agarró al hombre por el brazo y tiró de él.
Para llegar al cuenco, tuvieron que vadear el agua rojiza que les llegaba a los tobillos. Dunvane estaba casi paralizado por la conmoción.
—Es inútil —musitó, pero dejó que Jermina lo condujera.
Consiguieron trepar al gigantesco cuenco de serpentina, y la mujer cogió el cuchillo que el capitán llevaba al cinto, e intentó cortar las cuerdas de amarre, pero eran demasiado gruesas y apenas hacía progresos. Por fin, Dunvane salió de su estupefacción, le quitó el cuchillo y se puso a la tarea. Jermina se inclinó por el borde del cuenco y logró asir un bichero que flotaba cerca.
Cuando el último cabo se soltó, el cuenco quedó libre de la nave. Jermina lo impulsó valiéndose del bichero, de manera que la enorme vasija se deslizó por la inclinada cubierta y llegó al agua. La corriente los apresó.
Los dos se acurrucaron en el fondo del cuenco sacramental, abrazados el uno al otro. Las propiedades de resistencia al fuego de la piedra los protegieron del calor abrasador del agua, pero la espuma saltaba por los bordes y los salpicaba. El remolino los hizo en una espiral cada vez más cerrada, en dirección a la inmensa columna de humo y las llamas del vórtice. Otros restos flotantes chocaban contra ellos; el rugido de las aguas era atronador, y el aire sofocante los hacía toser, impidiéndoles casi respirar.
El cuenco de serpentina sufrió un fuerte encontronazo con algo: la estatua del Príncipe de los Sacerdotes. Dunvane, seguro de que aquello era el fin, cerró los ojos. El calor era más de lo que podían soportar, y ambos perdieron el sentido.
Jermina volvió en sí y, poco a poco, se sentó. Miró a su alrededor. Allá atrás, la columna de humo y fuego, que señalaba la tumba de la ciudad de Istar, ardía y relampagueaba. El cuenco de serpentina donde estaban Dunvane y ella, así como otros restos, habían sido impulsados fuera del remolino y ahora flotaban tranquilamente en unas aguas remansadas.
—¡Dunvane! —llamó, al tiempo que lo sacudía por el hombro.
Él se incorporó y miró pasmado a su alrededor. Una gota fría le cayó en la cara, seguida de otra, y otra más, y poco después la lluvia tamborileaba sobre el océano. El aguacero arreció. Dunvane alzó la cara y dejó que el agua lo limpiara. Una risa frenética le puso los nervios de punta, y volvió el rostro hacia Jermina, que reía y sollozaba a la vez.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó.
—El Hijo Venerable se equivocó —dijo ella—. Estamos vivos.