Capítulo 2

La apatía de Nikol desapareció, ahuyentada por la visita del Caballero de la Rosa. De nuevo empezó a creer que había un futuro, a tener esperanza en él, y se lanzó a prepararse para él con su habitual energía. Era un futuro prometedor en el que creía, un futuro libre de las secuelas de la terrible calamidad predestinada por los dioses.

Michael —cuyos temores, por el contrario, iban en aumento— intentaba moderar el entusiasmo de la joven en esta renovada esperanza.

—He tenido malos sueños últimamente, Nikol. Veo al Príncipe de los Sacerdotes enfrentándose a los dioses. No se aproxima a ellos con humildad, olvidando que sólo es un hombre y, por tanto, mortal. No les pide; les exige. Ha llegado a creerse igual a ellos. Noto la cólera divina. Este extraño viento…

—Hermano, tranquilízate —lo interrumpió Nikol mientras ponía su mano sobre la de él con aires de superioridad—. Un Caballero de Solamnia cabalga hacia Istar para impedir la tragedia. Él tiene la bendición de Paladine.

Michael sabía que la intención de la joven no era ofenderlo poniendo énfasis en esa palabra. Tal vez no estaba comparándolos —el caballero que cabalgaba con la bendición de Paladine, y el clérigo que había renunciado al favor de su diosa con su elección de permanecer en este mundo—, pero le hizo daño. Sin embargo, no dijo nada.

Podría pensar que se sentía celoso del caballero, pero no era así. Nikol no estaba enamorada de Soth. Veía en él lo que le habían enseñado a admirar desde niña: el paradigma del honor, de la devoción, de la nobleza. El Código y la Medida situaba a los caballeros por encima de las faltas y las debilidades de otros hombres; hombres vulgares, corrientes.

Michael estuvo ausente del castillo varias horas y no regresó hasta que las palabras de Nikol dejaron de hacerle daño. Pescar, vadeando la corriente con el agua hasta las rodillas, lo ayudaba a razonar, a comprender. La fe de la joven era infantil, conmovedora. ¿Quién era él para echarla abajo?

—Tal vez, si más gente hubiese tenido esa fe, no estaríamos ahora enfrentándonos a este horrible destino —musitó al extraño viento y a un cielo de color plomizo, sin nubes.

La noche antes del Cataclismo, Michael se despertó de un sueño de fuego y sangre, y se encontró postrado en el suelo, tiritando y empapado de sudor. La cólera de los dioses se palpaba en el aire, retumbaba en el cielo vacío.

Una tímida llamada a su puerta lo hizo incorporarse.

—¿Estás bien, hermano? —preguntó Nikol.

Michael abrió de golpe la puerta, para sobresalto de la muchacha, quien lo miró de hito en hito y retrocedió un paso. El sabía que debía de tener un aspecto espantoso: desgreñado, enflaquecido por la falta de alimento, los ojos cargados tras largas noches de insomnio. La agarró antes de que se alejara más.

—Debemos ir a algún sitio, a un lugar seguro.

—Es sólo una tormenta, nada más —dijo Nikol, vacilante, nerviosa—. Michael, me haces daño.

—Se aproxima —musitó él, sin aflojar los dedos—. El Día de la Cólera.

—El caballero Soth… —empezó la muchacha.

—¡No ha podido impedirlo, Nikol! —Michael tuvo que gritar para hacerse oír sobre el sordo retumbar del trueno, que sacudió los muros del castillo—. No sé por qué o cómo o qué ha pasado, ¡pero ha fracasado! Los hombres fracasan, ¿sabes? ¡Incluso los Caballeros de Solamnia! Son seres humanos, maldita sea, como el resto de nosotros.

—¡Tengo fe en él! —gritó, furiosa, Nikol.

—Es un hombre. Debemos tener fe en los dioses. —Al decirlo, al recordárselo a sí mismo, Michael recobró la calma—. Esta construcción, estos muros, son resistentes. Bienaventurados, según el caballero. Sí, aquí, entre estas paredes, estaremos a salvo;

—¡No! ¡No puede ser! Él lo impedirá.

Consiguió soltarse de los dedos de Michael y corrió a la pequeña capilla familiar. El clérigo la siguió, intentando razonar con ella. Al mirar a su alrededor, comprendió que esa habitación, construida en la zona interior del castillo, y sin ventanas, era el sitio más seguro. Nikol estaba postrada ante el altar.

—¡Paladine! ¡No abandones al caballero Soth! ¡Acepta su sacrificio, como antaño aceptaste el de Huma!

El extraño viento, caliente y seco, sopló con más y más fuerza, aullando por los corredores del castillo con voces inhumanas. Los rayos se descargaron sobre la tierra, derribando árboles. Los truenos hicieron temblar la tierra, como si fueran las pisadas de un gigante enfurecido.

A lo largo de toda la mañana, la tormenta continuó, arreciando cada vez más. El sol desapareció. El día se tornó más oscuro que la noche. Los ciclones arrancaron de raíz árboles inmensos, arrastrándolos como si fueran retoños. Los que resistieron el embate del huracán, cayeron víctima de los brutales rayos. Michael se aventuró fuera de la capilla y fue hacia su cuarto para mirar por la ventana.

Las llamas que consumían los árboles iluminaban la oscuridad. El fuego abrasaba la hierba de las praderas. Nikol, tiritando, se acercó a su lado.

—Los dioses nos han abandonado —susurró.

—No —dijo Michael, rodeándola con sus brazos—. Somos nosotros quienes los hemos abandonado a ellos.

Regresaron a la capilla. El viento sopló con más fuerza. Las voces que parecía traer eran espantosas, y evocaban visiones de dragones que gritaban mientras se lanzaban sobre su presa. Sacudía los muros del castillo, como si intentara desmoronarlos. La tierra empezó a temblar, como si el propio suelo se sintiera espantado con los horrores que presenciaba. Llegaron los primeros terremotos. El castillo tembló y se tambaleó. Los dos jóvenes permanecieron hechos un ovillo ante el altar, incapaces de moverse, de hablar, de rezar siquiera. Al otro lado de las paredes de la capilla se oían crujidos espantosos y ruidos de piedras resquebrajándose.

Michael creyó que era el fin. Los muros se desplomarían y el techo se derrumbaría. Aferró con fuerza las manos de Nikol y empezó a describir, en un tono febril, el maravilloso puente de luz de estrellas que había visto, los mundos portentosos en los que muy pronto encontrarían la paz, libres del presente terror.

Entonces, todo acabó.

Lo temblores cesaron. La tormenta amainó, las nubes se alejaron como si fueran impulsadas por un afligido suspiro. Reinó el silencio. No habían muerto.

—¡Estamos a salvo, amor mío! —gritó Michael sin pensar lo que decía, tomando a la muchacha en sus brazos.

Nikol estaba tensa, rígida. Entonces, de repente, lo abrazó y se apretó contra él. Se dejaron caer al suelo, ante el altar de Paladine. Yacieron acurrucados, uno en brazos del otro, agradeciendo el consuelo de estar juntos.

—«La tierra se abrirá, los mares ascenderán las montañas se desplomaran. Las víctimas serán innumerables. Y muchos más, que vivirán los oscuros y terribles días que seguirán, llegarán a desear haber muerto también». Eso fue lo que dijo el hechicero Túnica Negra. ¿Por qué? ¿Por qué ha ocurrido esto Michael? —Nikol rompió a llorar—. En verdad, algunos merecían el castigo de los dioses, como aquel espantoso clérigo gordinflón que nos visitó antes de que Nicholas muriese. Pero esta catástrofe sin duda ha acabado con los inocentes al igual que con los culpables. ¿Cómo pueden los dioses, si son bondadosos, hacer algo así?

—Lo ignoro —contestó abatido—. Quisiera saber la respuesta, pero no la tengo.

—Al menos, no estoy sola —continuó Nikol—. Estás aquí, y me alegro. Soy egoísta, lo sé, pero si te hubieses marchado con la diosa, creo que ahora estaría muerta.

El no respondió. Le era imposible. Las palabras no habrían podido superar el dolor de su amor su deseo.

—Abrázame más fuerte —pidió la joven, acurrucándose contra él.

Michael hizo lo que le pedía, apretándola contra su pecho; se inclinó y besó el brillante cabello. Para su sorpresa, Nikol la cabeza y sus labios buscaron los suyos con ansiedad.

—Nikol —musitó cuando recobró el aliento—. No tengo derecho a pedírtelo. Eres hija de un caballero, tu familia es noble. Mi padre era un tendero de Xak Tsaroth; mi madre, una nómada que recorría las llanuras. No tengo nada que ofrecerte…

—Me casaré contigo, Michael —lo interrumpió la muchacha.

—Nikol, piensa lo que he dicho…

—Michael —susurró mientras posaba su mano sobre los labios del hombre—. Eres tú quien debe pensarlo. ¿Acaso importa nada de eso ahora?

Quizá Paladine escuchó sus votos matrimoniales, pronunciados en silencio por sus corazones. Quizás el dios olvidó por un instante su cólera para bendecir su unión, ya que los muros del castillo siguieron en pie, firmes, cobijándolos.

Cuando llegó el día, una opresiva tristeza, entremezclada con su dicha, los agobió. Nikol estaba de pie frente al altar de Paladine, que ahora tenía una grieta, y siguió con un dedo el trazado de la fisura.

—Descubriremos el motivo, ¿verdad, Michael? —dijo con firmeza—. Descubriremos por qué ha ocurrido esto. Buscaremos hasta hallar la respuesta. Entonces podremos arreglarlo, tú y yo.

«En un mundo de incrédulos, tú eres el único que mantiene firme su fe. Y, por ello, serás injuriado, ridiculizado, perseguido. Pero también veo a alguien que te ama, que arriesgará todo por defenderte».

Las palabras del Túnica Negra, Raistlin.

—Sí —contestó Michael, como habría respondido sí a cualquier cosa que ella le hubiese pedido en ese momento—. Buscaremos la respuesta.